Artículos de investigación
Recepción: 09 Julio 2021
Aprobación: 10 Agosto 2021
Publicación: 29 Octubre 2021
Resumen: Obteniéndose la ciudadanía plena, con el sufragio universal, se saldan gran parte de las demandas inauguradas por la Revolución Francesa. Cabe preguntarse, entonces: ¿cuál es el horizonte para la democracia cuando los clásicos objetivos son ya logros constituidos? En el siglo XX avanza la democratizacióncon la ampliación definitiva del derecho al voto o el acuerdo internacional sobre la forma y la tarea de los Derechos Humanos; pero también hay retrocesos palpables: el fascismo, los crímenes de lesa humanidad o la simple apatía de la ciudadanía hacia el poder político. Así, es necesaria una reflexión que no descarte el autoritarismo como un fenómeno del pasado.
Palabras clave: democracia, democratización, autoritarismo, estado, pueblo.
Abstract: By obtaining full citizenship, with universal suffrage, a large part of the demands inaugurated by the French Revolution are settled. It is worth wondering then: What is the horizon for democracy when the classic objectives are already constituted achievements? In the 20th century, democratization advances with the definitive expansion of the right to voteor the international agreement on the form and task of Human Rights; but there are also palpable setbacks: fascism, crimes against humanity or the simple apathy of citizens towards political power. Therefore, it is necessary a reflection which does not rule out authoritarianism as a phenomenon of the past.
Keywords: democracy, democratization, authoritarianism, state, people.
I
En algunos casos antes y en otros después de la Segunda Guerra Mundial, es concretado el sufragio universal –es decir, masculino y femenino–. Así, la obtención de una ciudadanía plena en términos civiles y políticos parece saldar buena parte de las discusiones iniciadas con la Revolución Francesa. Cabe preguntarse, entonces, ¿qué queda como horizonte para la democracia cuando los clásicos objetivos son ya logros constituidos?
El siglo XX trae la ampliación definitiva e histórica del derecho al voto, pero también el fascismo. Se alcanza un acuerdo real e internacional sobre la forma y la tarea de los Derechos Humanos, como instrumento de regulación del accionar de los gobiernos y los individuos, para que los horrores sufridos no vuelvan a ocurrir. Sin embargo, de hecho, algunos de los crímenes traumáticos sí vuelven a repetirse. Además, parece que la opción de acudir a las urnas cada dos, cuatro o seis años sigue siendo un canal discontinuo –aunque preciado– de diálogo entre representantes y representados. El riesgo reside en el establecimiento de una relación lejana entre la sociedad civil y la política. Este última puede aparecer como una actividad ajena a la ciudadanía, patrimonio de lo que puede catalogarse como “clase política” o “política profesional”. No es un fenómeno nuevo, sino que ya cala hondo en diferentes apreciaciones previas al fascismo1. En su sentido llano revela la incapacidad de las conducciones gubernamentales por comprender las necesidades reales de la sociedad civil, y por parte de ésta genera un sentimiento de indiferencia o incluso rechazo a todo lo identificado con el poder del Estado. Esto bien puede abrir las puertas para la irrupción de personajes, conductas y políticas en esencia contrarias a la democracia. Por ende, resulta necesario plantear otro interrogante clave: ¿es el autoritarismo una figura perteneciente al pasado?
II
En el análisis de las democracias contemporáneas se bifurcan dos caminos claros. Uno centrado en la cuestión de los derechos y las obligaciones; es decir, las garantías y las posibilidades de acción de los individuos y del Estado hacia estos. Otro enfocado en el diseño institucional del aparato estatal-democrático. En esta última faceta se puede advertir, en especial en América Latina, un armazón destinado a lograr un eficiente sistema de frenos y contrapesos capaz de evitar la guerra social y pensado para un contexto en el que reinan los faccionalismos agonistas. Con este objetivo, en el escenario de enfrentamientos socio-políticos muy profundos, se puede apreciar la subsistencia de la histórica desconfianza en las capacidades políticas de la ciudadanía y “lo que se pretende es contener los irrefrenables excesos mayoritarios, evitando finalmente las opresiones de unos sobre otros (y, muy en particular, las opresiones de las mayorías sobre las minorías)” (Gargarella, 2013, p. 9). Específicamente este modelo se opone a una concepción de la democracia basada en la virtud ciudadana, su movilización y los compromisos cívicos, propios de formas más bien deliberativas.
Se prioriza la dinámica de controles endógenos, es decir de los poderes del Estado entre sí, más que de controles externos, comúnmente relacionados con una lógica popular y de participación de la ciudadanía. La confianza se pone en “las capacidades, decisiones y poderes de funcionarios públicos dotados de los incentivos apropiados” y no en “la sociedad movilizada y comprometida con los intereses de la comunidad”(Gargarella, 2013, p. 8). Esta tendencia se relaciona con la prevalencia de una construcción liberal del poder, ideada para evitar cualquier intromisión en la libertad de los individuos, ya sea por parte de otros individuos o del Estado.
Sin embargo, en la puja de concepciones que impera en cualquier situación fundacional, el papel del conservadurismo no es para nada despreciable, y en diversas latitudes logra imponer algunas prerrogativas propias que funcionan como un desbalance de este sistema de control2–la Constitución de la Nación Argentina de 1853 es una muestra de eso–. Los frenos y contrapesos se desequilibran especialmente por el sonante papel de la religión en el ámbito de los derechos3 e, institucionalmente, por las amplias facultades decisorias otorgadas al Poder Ejecutivo, creando así sistemas hiperpresidencialistas. Muchas veces este desbalance termina por brindar las condiciones para un voluntarismo político que inclusive moldea el rol legislativo de los parlamentos y los aleja aún más de los planteos de la sociedad civil.
La dificultad de encontrar puentes dialógicos entre el Estado, su burocracia y los ciudadanos subyace como uno de los fenómenos más relevantes de las democracias de masas. El modelo ateniense del pueblo deliberando en asamblea es reemplazado totalmente por órganos que no siempre son afectos al diálogo inclusivo y que generan normas de las que en su elaboración difícilmente participan todos los afectados. La organicidad del poder parece impermeabilizarse hacia posibles nuevas prácticas dialógicas que se terminan frustrando o bien pueden ser impulsadas de manera ocasional por algún funcionario bienintencionado.
Recursos para salvar esta distancia se presentan en diferentes momentos de la historia moderna-contemporánea. Algunas legislaturas de las colonias norteamericanas durante el conflicto independentista introducen verdaderas novedades para la época: la apertura de las discusiones sobre los proyectos de ley a los ciudadanos antes de ser tratados en el recinto, mecanismos de transparencia y publicidad en los procesos de sanción, o la posibilidad de la revocatoria de los mandatos4. La Constitución del Año I durante la Revolución Francesa asegura la revisión de los proyectos de ley nacionales por parte de las asambleas primarias comunales. Más cercano en el tiempo, la Constitución de la Nación Argentina presenta otro ejemplo, pues la reforma de 1994 incorpora la iniciativa legislativa popular en su “Artículo 39” y la consulta popular en su “Artículo 40” –aunque continúa sin uso–; además posibilita el ingreso al órgano legislativo nacional de un Senador por la primera minoría, con la intención de tornar la cámara alta en un ámbito más representativo y menguar en cierta forma la hegemonía de los partidos triunfantes. No obstante, producto de la dificultad de un ingreso verdaderamente plural a la política profesional, los intentos actuales de acercar sociedad civil y poder político chocan contra “el peso más bien reaccionario de las viejas estructuras institucionales”(Gargarella, 2013, p. 22). Así, en muchos casos la construcción de una sociedad democrática suele pensarse atravesada por una línea de demarcación entre quienes detentan la discrecionalidad decisoria y quienes no –que, en el mejor de los casos, pueden protestar o acudir a las urnas en algún momento, aunque para elegir a otros–:
[…] las posiciones desiguales permanecen: una parte se queja y la otra parte es la que resuelve cómo tratar esa queja. La conversación del caso es como la que toma lugar en el contexto de una familia controlada por un autoritario paterfamiliae. La familia entera puede, ocasionalmente, involucrarse en una discusión, pero lo hace de modo habitual sabiendo que lo que sus miembros tienen para decir no importa demasiado: la decisión final (decisión que va a afectarlos primaria y directamente) va a depender básicamente de la voluntad más o menos discrecional del jefe de familia, que será quien en última instancia defina si va a tomar en cuenta o no los reclamos de sus parientes (Gargarella, 2013, pp. 19-20).
III
Durante el siglo XX y, sobre todo, luego de la Segunda Guerra Mundial proliferan los partidos de masas que se adaptan a la dinámica electoral ampliada. Un objetivo central de estos –tanto en América Latina como en Europa– es la de contener a la ciudadanía para que su protagonismo no degenere en alternativas radicales. Pues así como durante el siglo XIX las cúpulas gubernamentales conservadoras entienden fehacientemente la necesidad de evitar otra gran revolución al estilo francés, en la realidad mucho más masiva de la política contemporánea pesa como advertencia el trauma del fascismo y la amenaza de la experiencia comunista soviética. Las nuevas democracias post-bélicas se topan con el reto de conciliar una soberanía popular ineludible, sobre la que ya no cuentan mecanismos censitarios de exclusión, con un poder Estatal que debe tender a dispersarse para “incrementar la no manipulabilidad de la ley y evitar que el gobierno ejerza influencia arbitraria sobre otros”. Claramente, la idea es que ante las dos opciones polarizadas de las que se tiene testimonio, en una sociedad democrática y republicana, si “el poder está localizado, en el sentido de acumulado en manos de esta o aquella persona, es potencialmente dominador” (Pettit, 2004, p. 53)
Lo importante de determinar en este punto es cuánta representación del pueblo tienen los poderes del Estado y, en todo caso, qué actitud ciudadana estos promueven. Aquí es donde entran en contraste concepciones que si bien son igualmente defensoras de la participación masiva, pueden diferir en torno a lo que ésta implique en términos prácticos: el populismo y el republicanismo. Pues bien, en el imaginario populista es el pueblo el único que puede hacer uso del ejercicio legislativo –momento político por excelencia, dado que mediante la ley se gobierna cualquier sociedad–. No obstante, dada la imposibilidad del pueblo entero de acudir a esta práctica directamente, la deliberación la desarrolla el Poder Legislativo. Es coherente pensar desde esta óptica que éste tiene que estar ajeno a cualquier injerencia de los poderes colegas, Ejecutivo y Judicial. Ahora bien, si ese parlamento no se renueva o se revalida sino al menos cada dos años, y si instrumentos como la iniciativa legislativa popular son tan difíciles de utilizar, cabe preguntarse si realmente puede equipararse a la voluntad del pueblo.
Lo cierto es que muchos parlamentos parecen tener vida propia, y si bien son legales y legítimos en su procedencia, puede ser esto lo único en lo que están verdaderamente unidos a la ciudadanía cuya única y discontinua herramienta es el sufragio. Pero además, y dado que mediante el voto también se da un juego de mayorías y minorías, sobre las que luego la sociedad civil tiene poco o nulo control –a excepción, tal vez, de la presión de la protesta social–, se corre el riesgo de que efectivamente los poderes ejecutivos provinciales o nacionales ligados a esas mayorías y minorías tengan una fehaciente capacidad de coacción sobre los legisladores, de la que carece el pueblo. Así el horizonte populista puede verse frustrado inclusive por la propia dinámica de lo que corre el riesgo de convertirse en una “democracia sin el pueblo” (Gauthier, 2005, p. 6).
Por su parte, el imaginario republicano no discrepa con esta premisa de la confianza en la participación, pero sí descree que ésta se vea cristalizada con exclusividad en un parlamento. En primer lugar, la adherencia a acuerdos internacionales –en especial en materia de Derechos Humanos– y la primacía de ciertos principios constitucionales deben funcionar como supervisores elementales de la calidad democrática. Y para esto es clave la tarea del Poder Judicial –aunque sea éste el menos representativo de la voluntad popular, es cierto–. Pues no sobre cualquier cuestión se puede legislar o, mejor dicho, no se puede legislar a partir de un voluntarismo total. En segundo lugar, lo más importante es lograr impedir que cualquier minoría pero también cualquier mayoría se pueda imponer arbitrariamente sobre el resto, lo que deriva en dominación. En vistas a este objetivo, la búsqueda debe encaminarse a abrir la mayor cantidad de canales posibles para que el pueblo –con toda su heterogeneidad– pueda funcionar como un editor de la ley y las decisiones de Estado. Si el poder de la autoría es potestad de los representantes –aunque la ciudadanía se reserva el derecho de seleccionar temporalmente a esos autores–, es necesario que de alguna forma se cree una “disputabilidad” de esas facultades de legislación y ejecución. Además de los recursos ensayados por constituciones y sociedades anteriores se pueden agregar la introducción de consejos de especialistas que brinden su conocimiento en momentos de tomas de decisiones, de auditores independientes de los gobiernos y sus políticas, o la mayor y más eficiente publicidad de la información sobre la agenda del Estado, por ejemplo5.
Estas dos corrientes no se deben exponer como antagónicas, a pesar de sus diferencias. Más bien, la concentración en sus posibles complementariedades “nos recuerda que la democracia se ve impulsada por dos tipos de viento, uno electoral, otro de disputabilidad”, lo cual obliga a comprender el ideal democrático en tanto bien común del pueblo. Este reconocimiento es exigente, porque conlleva “habilitar con poder a la voz electoral, la vox populi”, pero igualmente impone “que esa voz no tenga un poder completo y libre de trabas sobre las vidas de los individuos” (Pettit, 2004, pp. 62-63).
IV
Por acción u omisión, incapacidad o falta de disposición, en una gran mayoría de casos la impermeabilidad del poder estatal ante la acción popular permanece como un fenómeno latente. Hace pensar que, tal vez, el límite del impulso democratizador de las sociedades de masas contemporáneas se halla en el logro de una ciudadanía plena que se sobreponga a cualquier pretensión exclusivista alrededor del sufragio. Sin embargo, esta especie de desentendimiento entre una política de corte “profesional” o “de carrera” y el llano de la sociedad civil le imprime a la democracia un profundo descrédito, y a sus instituciones un antipático desprestigio. Esto se evidencia en dos ocasiones de importancia luego del fin de la Segunda Guerra Mundial, con el correspondiente advenimiento de alternativas políticas nodemocráticas. Aunque con características diversas, primero durante las décadas del sesenta y setenta del siglo pasado; y, curiosamente, en los últimos años ya en el siglo XXI.
Cada uno de estos períodos tiene como característica, simultáneamente, la pérdida y la búsqueda de ciertas narrativas de cohesión social. Momentos de cambio y transición que terminan por despertar una faceta claramente violenta de las fuerzas sociales que se posicionan hacia el rechazo a la institucionalidad estatal-democrática, incapaz de dar una respuesta coherente. La diferencia primordial tiene que ver con que el primer llamado de atención al sistema transcurre más bien en América Latina y en algunos otros puntos en los que se ubican países en vías de desarrollo, conocidos como el “tercer mundo”. Mientras tanto, del actual podemos encontrar evidencia de escala global en todo el mundo occidental.
Si bien con la ruptura generada por la Revolución Francesa las diferentes sociedades insinúan un cambio político y cultural hacia la secularización –pues el mundo se aleja progresivamente de la sacralización del poder, el dominio hegemónico de las herencias sanguíneas y los privilegios legales–, no pierden la capacidad de fomentar sus propios mitos. Estos funcionan como “utopías civilizatorias”6, elementos de movilización de las masas populares que ante la pérdida de la confianza en la salvación supraterrenal centran sus expectativas en el alcance de condiciones de vida mejores material y espiritualmente hablando –cuando no, de un mundo mejor, a secas–: “los motivos religiosos se han desplazado del cielo a la tierra. No son divinos; son humanos, son sociales” (Mariátegui, 2010, p. 185).
Las expectativas puestas en esta especie de redenciones terrenales contribuyen a coordinar un mayor o menor aprecio colectivo hacia la democracia. Con la caída del bando fascista luego de la guerra se abre en el mundo occidental una nueva etapa de ampliación democrática que intenta priorizar la convivencia pacífica al interior y al exterior de los estados, alcanzar a la brevedad la posibilidad del sufragio para aquellos casos todavía pendientes –con las mujeres incluidas–, y orientarse hacia el reconocimiento de derechos de segunda generación (económicos, sociales y culturales). Lo cierto es que a partir de aquí, con una ciudadanía cada vez más grande y exigente, se intenta superar la clásica definición weberiana de que:
Estado es aquella comunidad humana que, dentro de un determinado territorio (el territorio es el elemento distintivo), reclama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia física legítima […] El Estado, como todas las asociaciones políticas que históricamente lo han precedido, es una relación de dominación de hombres sobre hombres, que se sostiene por medio de la violencia legítima (es decir, de la que es vista como tal). Para subsistir necesita, por tanto, que los dominados acaten la autoridad que pretenden tener quienes en ese momento dominan (Weber, 2019, p. 2).
En todo caso, esta puede ser la característica necesaria, elemental, del Estado burocratizado contemporáneo, lo que le da su rasgo específico de racionalidad. Pero sin dudas no es suficiente. Se ponen de manifiesto el auge de ideas que apuntan hacia la autonomía política completa y una clara pretensión de conseguir cierta igualdad material, que exceda los simples términos de su par jurídica –constituida inicialmente como un derecho inalienable–. Estas expectativas, que figuran definitivamente en la agenda pública de mediados de siglo pasado, van a perfilar las próximas, advertibles especialmente durante las décadas del sesenta y el setenta. Pero la particularidad en estos nuevos casos es que no funcionan como promotores del Estado, la calidad y la vida democrática.
En el contexto de los países en vías de desarrollo, y en especial en América Latina, los descontentos suscitados por las deficiencias del Estado de bienestar llevan a centrar las miradas en la idea de la revolución. Ésta es palpable en el imaginario de sectores diversos que van desde las universidades, pasando por activistas políticos, hasta segmentos obreros más o menos sindicalizados. Todo bajo la influencia cultural abierta tras el triunfo de la Revolución Cubana y un marcado antiimperialismo que se encarna en un discurso que ubica a los Estados Unidos como enemigo común y fuente de la dependencia política y económica del Cono Sur. En su versión más radical, esta tendencia se expresa a través de la lucha armada y la clandestinidad, de la que se ven movimientos con mayor y menor potencia a lo largo y a lo ancho de todo el subcontinente. Contra estos, que centran sus esperanzas en subvertir un sistema que a pesar de los avances en materia jurídica y asistencial continúa mostrando una importante masa de excluidos, se posiciona otra potente expectativa: la del orden. Ésta retoma uno de los viejos objetivos del aparato estatal, que es el de contener la guerra social. Especialmente en la década del setenta, el ejercicio de la fuerza represiva se sistematiza a la vez que se desboca, militarizando la sociedad en diferentes países y llevando adelante una violencia ilegal que en el nombre de la lucha contra la subversión apela a métodos ya practicados durante el fascismo y el nazismo como la persecución, la desaparición forzosa, la tortura, la deportación, el asesinato, la ausencia de procesos judiciales, etc.7
En todo caso, los dos nuevos horizontes políticos desprecian la convivencia democrática, descreen de la posibilidad de conseguir a través de ésta resultados satisfactorios. Sólo el acontecer de una nueva experiencia traumática pone en evidencia la necesidad de reflotar la democracia como sinónimo de civilización. Adquiere valor un nuevo ímpetu que la acepta como único modelo legítimo y deposita en ésta todos los anhelos de movilidad social. Así es que en la década del ochenta, tras los años dictatoriales, en la mayoría de los países de América Latina el pueblo vuelve a las urnas e ingresa en un nuevo pacto democrático. En su base, y adaptándose a la realidad del mundo occidental desarrollado, se halla el acuerdo de que el nuevo régimen no debe ser vulnerado ni interrumpido por ninguna institución díscola –como las Fuerzas Armadas–, ni por los intentos de ningún grupo que se arrogue la representación popular, reservándose para cualquiera de estas opciones la caracterización de ilegítimas. Ahora bien, luego de esta restauración del Estado de derecho y la vigencia de la ley, y de este resurgimiento de la civilidad, ¿se obtiene en verdad una sociedad y unas instituciones proclives a la democratización?
La arrogancia de gran parte del pensamiento liberal sobre la ley ha sido suponer que una vez que existe un régimen de Estado de derecho, este será autosuficiente casi a perpetuidad. Pero una constitución no puede por sí misma garantizar una sociedad cohesiva más de lo que un contrato de matrimonio puede garantizar una vida de amor verdadero y romance épico. Inevitablemente, hay que esforzarse por lograr que el acuerdo sea feliz, pacífico, próspero y seguro. Las sociedades, al igual que las parejas, se benefician si renuevan sus votos (Haldar, 2019, p. 3).
Tal vez es un vicio del liberalismo, ciertamente, sobreestimar las virtudes de un Estado que respete el orden institucional y la división de poderes. O considerar que sólo esto basta para mantener la estructura racional de la vida pública, la cual debe dejar lugar a la expresión de todas las capacidades de un ámbito privado amplio y permisivo, apto para el desarrollo de una coherente libertad individual. Tal vez baste, para esto, que los gobiernos protejan dentro del marco de la legislación la seguridad de la vida, el fomento de la toma de decisiones personales sin intervención y el disfrute de todos los haberes adquiribles mediante el trabajo –en sentido lockeano8–. No es un parecer injustificado, menos aún ante las experiencias totalizantes que sirven de antecedente testigo del punto al que pueden llegar los estados de control, genocidio incluido. Pero la confianza en la simple racionalidad del sistema como posibilidad de satisfacción de alcance de una vida mejor puede resultar exagerada, e incluso delinear descontentos peligrosos. Los ejemplos de Argentina, Brasil, Chile, etc., pueden dar muestras de cómo ese “año cero” conduce a la idea de que todo es posible. Y el advertible nuevo desinterés actual hacia la democracia tiene como origen la decepción de las “virtuosas ambiciones” creadas en torno a aquella restauración de los años ochenta9.
La democracia hoy ya no es una utopía civilizatoria. Prácticamente está dada por sentada, mucho más para las nuevas generaciones que no conocen otras formas de gobierno o la expresión de una ciudadanía restrictiva. Y mientras tanto la actualidad se debate, para amplios sectores, entre la marginalidad, la informalidad y la precariedad –especialmente en los países en vías de desarrollo–, y la incertidumbre en vistas a un futuro dudoso para el que ni siquiera el acceso masivo al sistema educativo y el progreso hacia sus niveles más altos brinda garantías –de hecho, la sobrecalificación y su dificultosa absorción por parte de la oferta laboral representa un problema a atender en los países centrales–. Así, una parte no despreciable del cuerpo social manifiesta su frustración y su enojo, y “sin una sensación de comunidad” la vigencia del esfuerzo de democratización –concepto históricamente incluyente– se puede volver muy frágil, “en especial cuando los líderes populistas se apresuran a ocupar el vacío de valores avivando el sentimiento tribal” (Haldar, 2019, p. 4).
Este es un fenómeno a enfocar, pues hace caer en la cuenta de que el autoritarismo no es sólo un evento del pasado, aprehensible en los libros y clases de historia. Hoy se trata de un “populismo de derecha” (Merkel, 2019, p. 1), y no es en su esencia algo nuevo. No deja de presentar un muy cuantioso apoyo popular a pesar de ser una alternativa reaccionaria –se puede pensar, por ejemplo, en movimientos o figuras particulares en Estados Unidos, Italia, Francia, Brasil, Polonia, Hungría, etc.–. Es posible reconocer ciertas similitudes con la década de los veinte del siglo pasado, cuando el incipiente fascismo nace al calor de un discurso que se afirma en nombre del pueblo o de los trabajadores. La gran diferencia es que estos nuevos partidos o grupos no se proponen establecer dictaduras, sino que más bien se autoencomiendan una misión de limpieza de la democracia, bajo la bandera de algunos personajes con carisma. Se alimentan de “las fallas en la representatividad de los partidos tradicionales”, especialmente recogiendo su éxito del repudio creado por “los discursos autorreferenciales y apartados de la realidad del tercio superior de la sociedad”. Y éste ya no es plenamente identificado por una cuestión económica, sino que se relaciona con una clase política, profesional, cerrada y tendiente al nepotismo, hondamente alejada del ciudadano común que busca una voz y puede encontrarla en posicionamientos de reacción (Merkel, 2019, pp. 3-4).
Pero, ¿qué es lo que hace atractiva esta oferta política para mucha gente? Es muy probable que el efecto de propagación se deba a la capacidad de reducir las problemáticas a respuestas sencillas. Pues lo que intentan es identificar enemigos: ente la apatía de la clase dirigente, el planteo se centra en hallar al grupo que es el injusto beneficiario de la acción estatal-gubernamental o bien la causa de todos los males que se padecen. De allí la imagen construida alrededor de los pobres, los inmigrantes, la izquierda, los empresarios, las minorías sexuales o étnicas, etc. Siempre de manera muy general, con borrosas definiciones estrictas, pero con la contundencia discursiva necesaria para lograr una importante adhesión.
Otra clave marca cómo “incluso los temas viejos pueden ser reciclados” (Merkel, 2019, p. 5). Lo que se reabre es el debate acerca del Estado. Y esto debe comprenderse en su esencia: no una discusión sobre la forma o las posibilidades de conducción, sino más bien sobre la realidad estatal misma –o incluso su necesidad–. Esta revisión contemporánea de los fundamentos no es nueva, por supuesto, y retoma la pregunta de por qué y para qué tenemos Estado. Aquí el discurso fruto del distanciamiento entre clase política y sociedad civil se torna hiperbólico, pues en realidad se empareja a la primera con el Estado y se lo deja ver, entonces, como una estructura ajena, seguidora de sus propias reglas y de la que inclusive deben establecerse mecanismos de defensa. Si su existencia es un hecho del cual es imposible prescindir, entonces se puede tomar como un mal necesario. Y esto trae consigo una reminiscencia hobbesiana. En definitiva, es la desconfianza latente y la constante competencia y búsqueda de superioridad lo que torna necesario el Estado. Dada la imposibilidad de convivir pacíficamente de otra manera, se buscan garantías personales-grupales, seguridad y resolución de conflictos por medios no belicosos. De todas formas, el contrato que nace de la reciprocidad de los individuos, quienes renuncian cada uno al derecho sobre todas las cosas, es tal en tanto pacto entre personas mediante el que se crea ese artificio que es la estructura estatal. Es decir, no se pacta entre individuos y Estado, sino que sólo lo hacen los primeros entre sí 10. El poder de aquello creado es inmenso, puede llegar a ser absoluto, y esa falta de límites es la que intranquiliza en cualquier reflexión.
Ahora bien, para las posturas adherentes al republicanismo el ámbito de lo público es propicio para conseguir, mediante la ley positiva –deliberada y escrita–, una nueva libertad política, pensada para lograr la ausencia de dominación entre individuos y, necesariamente, la aparición de una ciudadanía lo más activa posible. Mientras tanto, para las vertientes marcadamente libertarias, el Estado y la ley positiva son indudablemente interferencias –equiparables aquí con la dominación– sobre la vida de los individuos, sobre su libertad. Esto parte de una irrecuperable barrera entre el mundo privado y su par público. El primero es el del individuo, el segundo el del Estado –y la clase política, que lo dirige–11. La noción de ciudadano, entonces, pierde valor más allá de la posibilidad de acudir a las urnas de vez en cuando. E inclusive una constitución puede ser solamente un documento en el que se expongan con claridad ciertas metodologías mediante las que los individuos pueden defenderse del yugo del poder estatal.
Como se sabe, quienes sostienen estas posiciones se muestran cada vez menos en los márgenes de la teoría y la práctica política, y tienen una representatividad que dependiendo el caso nacional en el que se lo analice puede ser mayor o menor, pero siempre en crecimiento en los últimos años. Por supuesto, involucrar este pensamiento con el totalitarismo fascista implica recaer en un error que no advierte que en la raíz de este movimiento actual está el ataque contra el Estado. En las dictaduras como las de Italia y Alemania –y otras de la misma raigambre ideológica a través de las décadas– éste resulta el instrumento de poder fundamental y su tamaño se acrecienta fuertemente como mecanismo de control. Mientras tanto, en el imaginario libertario se produce una reacción contra el Estado, su tamaño, su ineficacia, su involucramiento en la vida de las personas. Por eso el fin último tiene que ver con reducir su expresión, avanzar en una retirada del ámbito estatal para permitir una expansión del privado, que es el del individuo y su iniciativa.
Estas ideas se combinan, dependiendo el sitio, con un mayor o menor desprecio hacia la democracia o, en todo caso, con una mayor o menor desconfianza, aunque en aumento también en los últimos tiempos. Pero, ¿a qué se debe esto?, ¿cuál es la relación entre el debate sobre el tamaño o rol del Estado y el aprecio o desprecio por la democracia? La respuesta más sólida tiene que ver con la dificultad de seguir tomando el sistema democrático como un horizonte de expectativas, capaz de materializar ideales tan genéricos como el de la libertad, el bienestar económico o el ascenso social. Esto combinado con el hecho de que las nuevas generaciones –constituyentes hoy de gran parte de la población joven y económicamente activa– no conocen gobiernos de otro tipo, incluso en América Latina. Así, ante la falta de concreción de estos objetivos surge, aprovechado discursivamente por ciertos líderes, un fuerte “rechazo de los políticos tradicionales, por ‘corruptos’ e ‘incompetentes’”. Es decir, socialmente se advierte más bien un desgaste práctico, “un malestar menos ideológico pero igualmente potente en sus efectos políticos” (Kessler y Vommaro, 2019, p. 3) que puede arrastrar opiniones e incluso votos hacia opciones que desprecian de igual forma democracia, Estado y clase dirigente, incluyendo todos los conceptos en uno solo:
Este malestar no en todos los casos ni en forma homogénea está asociado a posiciones conservadoras en términos valóricos, pero expresa un desapego respecto de valores democráticos que parecían haberse vuelto bienes colectivos tras el ciclo de gobiernos autoritarios que concluyeron en los años ochenta del siglo pasado (Kessler y Vommaro, 2019, p. 3).
Se puede afirmar que quienes en el presente desconfían de la democracia no lo hacen por un convencimiento explícito en torno a una posición antiprogresista –o por lo menos no en todos los casos–. De hecho, cabe la firme posibilidad de que gran parte de los adherentes a esta tendencia actual no tengan relación alguna con posiciones históricas que se pretendan avasalladoras del Estado de derecho. Sin embargo, la constante sensación de precariedad e incertidumbre que en algunos casos sufre la población produce la reacción ante “percepciones sobre el aumento de los niveles de corrupción y de delitos comunes”, como también “el rechazo de cambios societales que amenazan posiciones establecidas (el crecimiento de flujos migratorios, los avances en igualdad de género)” (Kessler y Vommaro, 2019, p. 4).
Ante las dificultades económicas y la sensación de falta de esperanza en el ascenso sociocultural, en ciertos sectores de la ciudadanía se abre un escenario que “presenta un enorme desafío para la constitución de fuerzas progresistas con vocación mayoritaria” (Kessler y Vommaro, 2019, p. 5). El razonamiento seguido puede parecer sencillo y hasta algo rudimentario, pero no por eso debe ser menos atendible y susceptible de generar un llamamiento a la autocrítica. Lo que se pone en juego en esta visión es que el Estado funciona mal, su clase política o dirigente es impermeable al ingreso plural a sus filas y sostiene representantes aislados de las demandas más acuciantes de la ciudadanía. Así, como este Estado es democrático, es más bien la democracia la que no sirve –o ya no lo hace–. En el mejor de los casos, de aquí el discurso se conduce a propuestas que insinúan el retiro del Estado de sus funciones clásicas, dada su mal administración presente. Por ejemplo, en funciones genéricas como la salud y la educación, si éstas se encuentran deterioradas, la conclusión no es que la gestión estatal debe transformarse en busca de brindar opciones más humanas, mayoritarias y eficientes, sino que la solución tiene que pasar por dejar lugar a la iniciativa privada –nuevamente, achicando los límites de alcance del ámbito público-político–. Pero, si la insatisfacción crece, las ideas pueden trascender este primer marco y abonar “un espacio fructífero para discursos autoritarios, o al menos poco preocupados por la democracia”; y aquí se pueden identificar actitudes captadas por las “sensibilidades autoritarias” como la xenofobia, las descalificaciones violentas de las expresiones opositoras, la ponderación excesiva de opciones punitivas en materia jurídica y, sobre todo, la estigmatización de ciertos sectores sociales –muchas veces débiles, otras no tanto– a los que se ubica en la lógica de amigo-enemigo, propia de sistemas característicamente represivos (Kessler y Vommaro, 2019, p. 7).
Sobre cualquiera de estas alternativas se puede dilucidar a ciencia cierta un factor conjunto, y es que los momentos de crisis –sobre todo de desaceleración o recesión de la economía– les sirven como fermento, diluyendo la representatividad de las fuerzas políticas establecidas o tradicionales. La democracia ya no es un anhelo ciudadano y “lejos de conformarse nuevos valores globales, los sujetos viran hacia la individuación y la búsqueda de la realización personal”(de Ángelis, 2017, p. 38). No es menor notar que la constante búsqueda de recortar culpables bien identificados –explotada por la diseminación instantánea de las opiniones facilitada por internet– y el ataque al Estado en sí –no sólo a su accionar–, van acompañados en buena parte por una creciente apatía por la cosa pública:
Como resultante se va constituyendo en las primeras décadas del siglo XXI un actor con un acceso potencial a toda la información disponible, consumista, disconforme y que desconfía de la política como herramienta de transformación, abandonando la idea de “cambiar al mundo”, pensamiento predominante en los años ‘60 y ’70 […] Los sujetos se sienten capaces de construir sus propias verdades y creencias, –sus propios dioses a medida– en forma independiente de valores que en otros momentos parecían como inapelables (de Ángelis, 2017, pp. 39-40).
V
En este panorama, con fuerzas que irrumpen con sesgos reaccionarios y una política tradicional falta de respuestas, cabe la pregunta acerca de si todavía existe lugar para nuevos procesos democratizadores dentro del Estado de derecho.
Sin clausurar ninguna discusión, parece necesario hacer el esfuerzo de ensayar una respuesta –desde la propia ciudadanía– lo suficientemente reflexiva. De lo contrario, no es prudente descartar al autoritarismo –aún aquel que puede alcanzar el poder dentro de los márgenes de la ley– como un fenómeno del pasado. Entre otras cosas, éste puede ser entendido como la restricción –o desaparición, en ciertos casos– de la “cosa pública”. Es decir, nada a lo que la tajante división entre sociedad civil y poder político, el manejo discrecional del Estado por parte de una clase dirigente poco socialmente empática, o el fomento de actitudes o pensamientos de segregación y violencia no se parezca.
Sólo a modo de consideración preliminar, se puede pensar en revisar dos aspectos en torno a la democracia: las fallas congénitas advertibles y, por otra parte, qué opción surge para un intento de revertirlas. Respecto al primero, es sencillo concordar con Rousseau en que “el principio de la vida política radica en la autoridad soberana”, y en este sentido entonces “el poder legislativo es el corazón del Estado”. Tan clave es que “en cuanto el corazón no cumple sus funciones, el animal muere”(Rousseau, 1999, p. 133). Ahora bien, el mismo ginebrino que resalta la esencialidad de este cuerpo y del ejercicio de la soberanía popular también afirma que “si tomamos el término en su acepción más rigurosa, nunca ha existido una verdadera democracia y jamás existirá”, puesto que “es contrario al orden natural que gobierne el mayor número y que sea gobernado el menor” (Rousseau, 1999, p. 111). Esto, lejos de constituir una contradicción, es la muestra de que el autor es plenamente consciente de una cuestión práctica: el problema –y la necesidad– de la representatividad.
No puede imaginarse que el pueblo permanezca constantemente reunido para ocuparse de los asuntos públicos, y fácilmente se ve que para esto no podría establecer comisiones sin que cambiara la forma de la administración […] Efectivamente, creo poder afirmar, en principio, que cuando las funciones del gobierno se reparten en varios tribunales, los menos numerosos adquieren, tarde o temprano, la mayor autoridad; aunque no fuera más que a causa de la facilidad de despachar los asuntos, que naturalmente se someten a su consideración (Rousseau, 1999, p. 11).
En el imaginario rousseauniano se aprecian la democracia radical ateniense y las experiencias electivas de la república romana. Sin embargo, se comprende rápidamente que a corto plazo, advirtiendo que la sociedad moderna es ya incompatible con la vieja polis, es un hecho imprescindible la elección de representantes. Pero, ¿qué sucede cuando los delegados del poder soberano, en realidad, no lo representan? Esto lleva a pensar en el segundo aspecto, en el “qué hacer”.
En cierta forma, sucede frecuentemente que en las democracias representativas del presente se cuela un elemento aristocrático –como ya también lo reconoce el propio Rousseau–, y coexisten dos voluntades generales: una del pueblo y otra de quienes administran el poder del Estado. Y además, ocurre que la segunda se expresa bastante más a menudo que la primera12. Así las cosas, la clave parece residir en limitar las posibilidades de autonomía que la voluntad de los representantes puede adquirir respecto a la del pueblo, y la necesidad de fomentar la rendición de cuentas. Sobre todo se torna más acuciante si pensamos en que muchas deliberaciones legislativas no están libradas a la discusión crítica y el ejercicio de la acción comunicativa, sino más bien mediadas por intereses de los poderes ejecutivos y convenios con estos, o con decisiones de obediencia partidaria, que funcionan como elementos ajenos a la ciudadanía.
Claramente, una de las formas que los ciudadanos tienen de recobrar el centro de la escena y alterar la independencia voluntarista de los representantes es la protesta social. Al realizarse en foros públicos y movilizar de manera inmediata enormes masas de personas bajo consignas concretas, resulta difícil que pasen inadvertidas y pueden obligar a tomar decisiones puntuales o a establecer temas de discusión en la agenda del poder público13. No obstante, aquí se intenta esquematizar alguna alternativa que reflexione sobre elementos que desde el mismo aparato estatal faciliten la respuesta al pueblo y aumenten la confianza en las instituciones republicanas.
En esta búsqueda es importante pensar en dos direcciones que fortalezcan el ejercicio de la soberanía popular: el control ciudadano sobre la administración del poder estatal y la responsabilidad de responder de parte de ésta –lo que se conoce con el término “responsividad”(de Francisco, 2004, p. 71)–. En este sentido, por ejemplo, teniendo en cuenta que las acciones de gobierno deben tener una inescapable base legal, es primordial que las leyes sean de fácil acceso al público –esto se facilita a través del nivel tecnológico actual– y sean enunciadas en un lenguaje sencillo e inteligible para personas no necesariamente versadas en derecho. Por otra parte, y con especial énfasis en la división de poderes, es esencial entender que “el pensamiento republicano-democrático siempre ha sido temeroso de la concentración del poder, del exceso de poder”(de Francisco, 2004, p. 78), por lo que conviene evitar su acumulación en personas particulares y entonces limitar las facultades de los representantes (magistrados, funcionarios, legisladores). Es menester la no-acumulación de cargos, y más que nada la actuación en tareas de poderes distintos. En el mismo sentido, es prudente lograr que no existan grupos particulares que dentro de la administración puedan dominar las asambleas a su antojo, o hacerlo durante largo tiempo. Por eso no es desdeñable optar por un diseño constitucional que busque acortar los mandatos y reducir lo más posible las oportunidades de reelección. Esto puede ampliarse considerando introducir novedades jurídico-políticas como los jurados dentro de los procesos judiciales –aunque esto requiere un debate más profundo–, comisiones de investigación parlamentaria sobre el Poder Ejecutivo, facilidades para el fomento de las peticiones populares o, incluso, instancias de revocatorias de mandatos(de Francisco, 2004, p. 80). Pero si efectivamente se quiere dispensar herramientas que tiendan a democratizar el poder del Estado y mantenerlo actualizado a las demandas populares, tal vez se debe considerar que:
[…] la única solución política realista es devolver al demos, de tiempo en tiempo, el propio poder constituyente dándole la posibilidad de elegir periódicamente la ley fundamental bajo la que quiere vivir […] las constituciones, como cualquier otro producto de las decisiones humanas no son creaciones ex tempore sino reflejo de circunstancias concretas, de necesidades y oportunidades históricas, son soluciones a conflictos y relaciones sociales que tienen fecha. Si las sacralizamos, si las sometemos a una estricta cláusula contramayoritaria que las blinde del cambio –y de la soberanía popular–, entonces ponemos en manos de un poder judicial con “pasiones partidarias, por el poder y el privilegio de su cuerpo” y sin responsabilidad electiva, nada menos que la tutela de los derechos de la ciudadanía y la forma del Estado. Insisto: ¿por qué sacralizar las constituciones? ¿Cuántas situaciones políticas enquistadas podrían solucionarse o aligerarse o reconducirse si las constituciones tuvieran que someterse periódicamente a un gran debate y revisión popular? ¿Cuánto más controlable (y “responsivo”) no sería el proceso político? ¿Cuánto menos “oligárquica” no sería la revisión judicial de las leyes? (de Francisco, 2004, pp. 86-87).
Si bien no es descabellado que las constituciones –e inclusive las leyes comunes– gocen de una reconocida y legítima estabilidad, deben someterse a una revisión crítica constante que determine cuándo es necesario realizar cambios sustantivos. A esta propuesta subyace la idea tan preciada por el republicanismo14 de que las sociedades, la tierra y todo lo que existe, en general, pertenece a las generaciones actuales. Por lo tanto, nadie puede generar leyes o constituciones que terminen por alienar las libertades de generaciones posteriores, en su afán de perpetuar en el tiempo la impronta que se da a los sistemas de gobierno. Todos los ciudadanos, constituidos en cuerpo soberano, tienen el derecho en su presente de sostener la autonomía política, es decir de lograr la ausencia de dominación por parte de otros ciudadanos coexistentes o de momentos anteriores; y de promover el diseño institucional que decidan que es más pertinente para alcanzar la felicidad15. Probablemente, sólo de esta manera la democracia sea susceptible de estar en el mediano plazo pendiente de un estado de actualización, y alcance nuevamente la contundencia de funcionar como un horizonte civilizatorio.
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Notas