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¿Cuál es la importancia de las semillas y qué sucede con estas en el modelo agronegocios?
What is the importance of seeds and what happens with them in the agribusiness model?
Estudios Rurales. Publicación del Centro de Estudios de la Argentina Rural, vol.. 11, núm. Esp.23, 2021
Universidad Nacional de Quilmes

Dossier

Estudios Rurales. Publicación del Centro de Estudios de la Argentina Rural
Universidad Nacional de Quilmes, Argentina
ISSN: 2250-4001
Periodicidad: Semestral
vol. 11, núm. Esp.23, 2021

Recepción: 01 Julio 2021

Introducción

En los años setenta Henry Kissinger, ex Secretario de Estado de Estados Unidos decía: “Controla los alimentos y controlarás a la gente, controla el petróleo y controlarás a las naciones”. Comenzando el siglo XXI esta definición del dominio de los alimentos como arma política volvía a aparecer con fuerza en palabras del ex presidente de los Estados Unidos, George Bush (hijo): “¿Pueden imaginar un país incapaz de producir suficiente comida para alimentar a su población? Sería una nación sujeta a presiones internacionales. Sería una nación en riesgo”.

Desde siempre, quien controla las semillas, controla la cadena productiva y, por lo tanto, la disponibilidad de alimentos. Por eso son una importante fuente de poder y de disputas. Así lo entienden las organizaciones de la agricultura familiar, campesina e indígena (AFCI) que hace tiempo vienen resistiendo los embates de un modelo que las despoja; y también las empresas biotecnológicas, que identificaron el enorme valor que tienen las semillas y sus paquetes tecnológicos asociados en el control de la agricultura mundial (Kloppenburg, 2005).

Sin embargo, no sólo estamos ante la fuerza avasalladora del capital en su intento por apropiarse de las semillas. Esto confronta con las disputas de las organizaciones de la Agricultura Familiar Campesina E Indígena (AFCI) que, desde acciones en diversos planos y sus prácticas cotidianas, las siguen considerando bienes comunes.

En este ensayo me propongo analizar las semillas en disputa. Por un lado, los avances concretos en torno a su cercamiento, es decir, por subsumirlas a la lógica del mercado y convertirlas en mercancías. Por otro lado, indagaré en los activismos en defensa de las semillas.

Semillas: disputas por su definición y sentido

Desde el punto de vista botánico la semilla constituye el reservorio de la vida, transmitiendo los caracteres que darán continuidad a la especie (Bonicatto et. al 2020). Sin embargo, desde una mirada más amplia interrelaciona aspectos biológicos, sociales, identitarios, culturales, espirituales y económicos. Históricamente fueron consideradas bienes comunes (Houtart, 2013; Edelman, 2016) ya que fueron mejoradas y compartidas por las y los agricultores en todo el mundo quienes mantuvieron el control de las mismas, lo que condujo a una gran diversidad como resultado del trabajo humano (Vicente, 2015).

Su función es dual porque son un producto alimenticio y al mismo tiempo, tienen la capacidad de reproducirse. Este segundo rasgo le concede un valor distintivo “donde los medios de (re)producción se encuentran inextricablemente unidos al producto” (Aoki, 2010: 87). Por eso, es que ha sido difícil transformarlas en una mercancía, pues la semilla es un ser vivo que puede reproducirse, lo que hace difícil su control monopólico (Kloppenburg, 2005). Sin embargo, el capital buscó siempre estrategias diversas para sortear esta dificultad (Bianco, 2015).

Es importante destacar que no existe un solo tipo de semillas y su diversidad supone disputas por su definición y sentido. La pregunta es: ¿quiénes, dónde y para qué se realizan los procesos de custodia, selección y mejoramiento? (Bonicatto et. al 2020). Por un lado, están las denominadas semillas comerciales que forman parte del denominado sistema formal o de semilla certificada (Louwaars, 2007). Esto incluye sobre todo a las híbridas y transgénicas donde el rol de los laboratorios es central. Actualmente el mercado de estas semillas es uno de los más concentrados. Está controlado por tres empresas transnacionales que controlan el 60% del mercado mundial de semillas: Bayer-Monsanto, Corteva (fusión de Dow y Dupont) y ChemChina-Syngenta (Leguizamon, 2020).

Por otro lado, las semillas locales, aquellas cuyo proceso de selección, mejoramiento y conservación se da en los territorios y es guiado por criterios de las y los agricultores. Tienen una amplia base genética que les brinda adaptabilidad y capacidad de respuesta a diferentes condiciones productivas, ambientales y sociales (Bonicatto et. al 2020). Esto incluye a las semillas nativas, las criollas y las acriolladas[1]. Constituyen el sistema informal (Ortíz, 2013), también denominado sistema de semilla local o de las y los agricultores (Almekinders et. al, 1994).

El cercamiento de las semillas

Luego de la crisis de los años setenta, nos encontramos ante un nuevo movimiento de cercamiento a partir del cual aquello que aún era común, que no estaba del todo subsumido a las lógicas del mercado, se convirtió en una mercancía. Las semillas no quedaron fuera de ese proceso y el cercamiento de estas se da mediante dos tipos de mecanismos articulados entre sí y que facilitan su apropiación.

Una primera forma es el cercamiento agrario y se da a partir de las transformaciones en los modelos que fueron acompañando los cambios técnicos de las mismas. Tal como remarca Armando Bartra (2008), “(...) el capitalismo es industrial por antonomasia pues la fábrica es propicia a la uniformidad tecnológica y la serialidad humana. La agricultura, en cambio, es el reino de la diversidad (...)” (2008: 93). Es por esta razón, que la agricultura siempre fue considerada “(...) una producción incómoda para el gran dinero” (Bartra, 2008: 102), y desde sus orígenes, el capitalismo hizo todos los intentos posibles para que sea subordinada a los procesos industriales para hacerla más controlable.

Esa gran aspiración del capital tuvo su inicio de consumación a principio del siglo XX a partir de la llegada de las semillas híbridas, proceso de cruzamiento entre dos individuos de diferentes especies, técnica que rompe la identidad esencial de tipo genético entre la semilla -medio de producción- y el grano, de consumo final, de forma tal que el rendimiento decae sustancialmente en la segunda generación de la planta obtenida a partir de semillas híbridas. El grano producido a partir de un material híbrido no conserva sus características productivas y, por lo tanto, no puede ser utilizado como semillas en la campaña siguiente. Así, contienen dos rasgos fundamentales que la vuelven un negocio altamente rentable: el vigor híbrido, que supone un incremento sustancial en los rendimientos; y la imposibilidad de multiplicarse, que impide que el agricultor pueda auto proveerse de semilla en cada cosecha (Gárgano, 2013).

Esto constituyó un eslabón fundamental en el incipiente nacimiento de las grandes semilleras, proceso que se consolidó a mediados de dicho siglo con la implementación de la Revolución Verde en los países del Sur (Edelman, 2016). La agricultura comenzó a moverse bajo una lógica industrial como correlato de las formas de producción fordistas desarrolladas en las fábricas (Brand, 2005) con la aplicación masiva de nuevas tecnologías de mecanización, agroquímicos, semillas mejoradas y renovadas técnicas de irrigación.

La reconfiguración productiva llegó a su etapa de consolidación con los agronegocios, expresión del neoliberalismo en el agro. Supone una lógica productiva sustentada en la valorización de las mercancías agrícolas por el capital financiero global y el acaparamiento de tierras por las transnacionales que invierten en este nuevo modelo de producción. Al mismo tiempo, se trata del marco ideológico que construye sentido y legitima (social y políticamente) el nuevo modo de agroalimentario (Gras y Hernández, 2013).

En este modelo, el pilar tecnológico es central sobre todo con la incorporación de la biotecnología aplicada al agro a través de las semillas transgénicas (López Monja et al. 2010; Newell, 2009). Las semillas comenzaron a ser comercializadas junto con productos químicos, a los que son inmunes, y maquinarias para la siembra directa, conformando el paquete biotecnológico, cuya potencia está en la utilización conjunta. De esta manera, a partir del uso de las tecnologías biológicas el ser humano ha modificado de manera radical su relación con la reproducción de las especies creando mecanismos legales para consolidar la naturaleza como una mercancía, convertida enteramente en materia prima con el fin de ser explotada y revalorizada (Digilio, 2021).

La segunda forma es el cercamiento jurídico que remite a los cambios en las formas de apropiación de las semillas. Ésta se da mediante las leyes de semillas, que exigen el obligatorio registro y certificación a través de los contratos que realizan las empresas con las y los productores, y, sobre todo, a partir de los derechos de propiedad intelectual (DPI). Esto implica una reconfiguración constante de la relación de las y los productores con sus semillas (Perelmuter, 2017).

El principio de que los materiales vegetales utilizados para el mejoramiento genético eran prácticamente de libre acceso comenzó a resquebrajarse con la aparición de los DPI sobre las semillas (Dutfield, 2011), que contempla dos formas: 1. Los derechos de obtentor (DOV), otorgados a quienes producen variedades mejoradas de semillas agrícolas para explotarla en exclusividad, pero no alcanzan al producto obtenido y son válidos para todo tipo de semillas; 2. Las patentes de invención, derecho monopólico exclusivo otorgado por un Estado a quien realiza una invención, es decir, un producto o procedimiento que aporta una nueva manera de hacer algo. Con la aparición de la biotecnología, las patentes fueron extensivas también a las semillas que previamente no eran consideradas invenciones y no podían ser patentadas. Se trata de una protección más amplia que el DOV extendiéndose a la planta entera en las semillas patentadas. Y se aplican sólo a semillas transgénicas, ya que lo que se patenta es el evento transgénico, la manipulación genética (Perelmuter, 2017).

Los DOV se institucionalizaron con el nacimiento en 1961 de la UPOV (Unión para la Protección de Variedades Vegetales). La versión de 1978 del convenio contempla implícitamente el “derecho de los agricultores”: conservan el derecho a producir libremente sus semillas y pueden utilizar el producto de la cosecha que hayan obtenido por el cultivo en su propia finca, siempre que no sea para la venta. Es lo que se conoce como el “uso propio” de las semillas.

Casi por la misma época, se implementaron en todos los países Leyes de Semillas que hacen referencia a las reglamentaciones en torno a la regulación de la certificación, la fiscalización y la comercialización de semillas; esto es, qué materiales pueden venderse en el mercado y bajo qué condiciones (Felicien, 2016). Bajo la aplicación estricta de las leyes sobre semillas, que obliga a las y los agricultores a utilizar solo semillas certificadas, actividades constitutivas de los sistemas de semillas diversificados comenzaron a tornarse ilegales (Shiva, 2013).

La “revolución biotecnológica” trajo también cambios sustanciales en las formas de apropiación de las semillas. Hasta los años ochenta las patentes sobre organismos vivos no estaban permitidas. Sin embargo, el fallo Diamond-Chakrabartyde la Corte Suprema de Estados Unidos, que admitió una patente sobre una bacteria modificada capaz de separar los componentes de petróleo crudo, constituyó una bisagra al delimitar lo que es patentable y lo que no (Pérez Miranda, 2002).

En los años noventa se dio un proceso de profundización de los DPI: se creó, en 1995, la OMC con sus “nuevos temas comerciales” que dio lugar al Acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio (ADPIC); la UPOV fue modificada en 1991, recortando los derechos de las y los agricultores sobre sus semillas; y se extendió la firma de Tratados de Libre Comercio (TLC), en los que los DPI adquieren gran protagonismo (Rodriguez Cervantes, 2013).

Estas transformaciones globales tuvieron su correlato en la modificación de legislaciones nacionales de DPI que tendieron a aumentar los años mínimos de protección a las patentes y a los DOV, y a avanzar en los intentos por patentar medicamentos y microorganismos. Las leyes de semillas también fueron modificadas (y muchas están aún en proceso de discusión) para adecuarlas a las nuevas directrices del comercio mundial de semillas.

Disputas y activismos en defensa de las semillas

A pesar del avance sistemático de los procesos de cercamientos de las semillas, un alto porcentaje de los cultivos en países en el Sur global aún se dan a partir de semillas locales, o adquiridas de sistemas informales (Santilli, 2012). Estos datos dan cuenta de la importancia de estos sistemas para la alimentación global, que entra en tensión con la visión de las corporaciones del agronegocio. Por lo tanto, las semillas están cada vez más en disputa.

Diversos autores y autoras vienen planteando un aumento en los últimos años de lo que acá denominaremos activismos en defensa de las semillas (Kloppenburg, 2005; Peschard y Randeria, 2020), entendiendo que este concepto abarca todas las acciones que se oponen al cercamiento de las semillas; y defienden los derechos individuales y colectivos sobre las mismas.

En enero de 2003, la Vía Campesina (LVC), movimiento campesino transnacional que articula a diversas organizaciones de todo el mundo, lanzó la campaña internacional “Semillas: patrimonio de los pueblos al servicio de la humanidad”. Esta consigna tuvo tanta potencia que aún hoy es utilizada. Discute, por un lado, con la noción de que las semillas son de todas y todos, y por lo tanto de nadie[2]. Y por otro lado, con la idea de que son propiedad de los Estados, tal como plantea el Tratado Internacional sobre Recursos Fitogenéticos para la Agricultura y la Alimentación (TIRFAA)[3], afirmando en cambio que pertenecen a las comunidades que las cultivan. Pero son un patrimonio al servicio de la humanidad y, por lo tanto, implícitamente no están disponibles gratuitamente para la apropiación privada (Peschard y Randeria, 2020).

A finales de la década de 2000, LVC y otras organizaciones propusieron el concepto de soberanía de las semillas, importante cambio de paradigma al pensarse en diálogo con la soberanía alimentaria, otra noción clave también planteada por esa organización (Wittman2009; Peschard y Randeria, 2020). Para la soberanía alimentaria, las y los agricultores familiares, campesinos e indígenas deben recuperar el control sobre lo que producen y cómo lo producen (Edelman 2016), mientras que la soberanía sobre las semillas implica sostener la autonomía completa sobre todas las actividades de las semillas, incluida la reproducción de las mismas (McMichael, 2010; Demeulenaere, 2018). Así, el derecho a guardar, reproducir, utilizar e intercambiar sus semillas es entendido como un campo de batalla central para determinar quién controla la alimentación y la agricultura (Lapegna y Perelmuter, 2020).

Siguiendo a Peschard y Randeria (2020), entendemos que son las y los agricultores familiar, campesinos e indígenas que no participan en el sector de semillas orientado al mercado -o que dependen sólo parcialmente de él- quienes están en la primera línea de estas luchas debido a que su sustento depende en gran medida de su capacidad para reproducir sus propias semillas. En reiteradas oportunidades no solo se les niega el derecho a guardar e intercambiar semillas, sino que también pueden ser procesados por infringir los DPI. Por esto, se han organizado de múltiples formas, recurriendo tanto a la resistencia como a la creatividad (Kloppenburg, 2008).

Por un lado, esto se da a través de activismos legales. Algunos de ellos son de tipo defensivos, como las múltiples resistencias a los intentos por profundizar los DPI sobre las semillas (Felicien, 2016) o la demanda colectiva que detuvo la introducción de maíz transgénico en México (García López et. al 2019). Pero también se vienen desarrollando diversos procesos que buscan -y en algunos casos lo logran- el reconocimiento legal de las semillas de los sistemas locales[4].

Estas disputas se complementan con activismos territoriales (García López et. al 2019), una multiplicidad de acciones y espacios destinados a resguardar, intercambiar, (re)producir y mejorar semillas nativas y criollas. (Rivas et. al, 2013), y que se vinculan con las prácticas tradicionales de las y los campesinos e indígenas, y en la actualidad se asocian con la agroecología (Altieri y Nichols, 2019). Mención especial merecen los espacios donde las y los agricultores se reúnen para intercambiar semillas y conocimientos. El intercambio gratuito de semillas ha sido la base del mantenimiento de la biodiversidad y la soberanía alimentaria basado en la cooperación y la reciprocidad. Se intercambian cantidades equitativas de semillas, que comporta también una difusión e intercambio de ideas y de conocimientos, de culturas y costumbres heredadas (Shiva, 2013).

Algunas reflexiones finales

El proceso de manejo de la propia semilla por parte de las y los agricultores comenzó a revertirse a comienzos del siglo XX con la llegada de las semillas híbridas y su consumación llegó con la Revolución Verde. La aplicación de la biotecnología dio un paso más en este sentido en tanto constituye un factor central para la instauración de nuevas formas de indagación científicas regidas por la lógica del mercado y consolidadas por la figura de la propiedad intelectual. Ésta transforma a las semillas y sus conocimientos asociados en productos con valor agregado, plausibles de ser protegidos y apropiados por parte de las empresas biotecnológicas transnacionales. De esta manera, a partir de las negociaciones en ADPIC y las tentativas para que todos los países adhieran a UPOV 91, los DPI sobre organismos vivos buscan extenderse a todos los países.

Sin embargo, no solo nos encontramos ante la fuerza avasalladora del capital por cercar a las semillas transformándolas en mercancías. El intento por la subsunción real de la que hablaba Marx (2000) de las mismas confronta con las disputas de diversos sectores que, desde acciones en diversos planos y sus prácticas cotidianas, las siguen considerando, y por ende construyendo diariamente como bienes comunes.

De esta manera, el aumento de los activismos en torno a las semillas es, ante todo, una respuesta a los procesos de cercamiento de semillas y a la pérdida de la agrobiodiversidad. A pesar de los avances de las corporaciones en la apropiación de las semillas a través de los DPI, las diferentes iniciativas y luchas de los pueblos han creado mecanismos y estrategias que van desde movilizaciones; impulso a formas productivas diversas, autónomas y sustentables; confrontación de leyes privatizadoras; y construcción de alternativas legales.

En todo caso, lo que identificamos es que lo que está en disputa, es el sentido mismo del término semilla. Históricamente estuvieron bajo el control de las y los agricultores, para quienes son al mismo tiempo producto y medio de producción. Ahora pasan a ser un insumo externo a su explotación, que debe adquirir anualmente o, en caso de volver a utilizarla para la siembra, deben pedir autorización y pagar regalías. El intercambio de semillas que históricamente estuvo basado en la reciprocidad y no en el canje mercantil y fue una parte constitutiva de determinadas formas de producir, bajo la lógica de los DPI son percibidos como ilegales. Los activismos en torno a las semillas, en tanto, buscan rescatar la idea de que son bienes comunes y como analizamos, “patrimonio de los pueblos al servicio de la humanidad”.

Referencias

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Notas

[1] Por semillas nativas se entiende a las plantas domesticadas propias del territorio donde se conservan de generación en generación; criollas son aquellas que han sido adoptadas y adaptadas a las condiciones ambientales y culturales de un territorio diferente al de su origen, y acriolladas, aquellas que provienen de semillas industriales y han sido adoptadas y adaptadas a las condiciones ambientales y culturales.
[2] Esta perspectiva remite a la “tragedia de los bienes comunes”, mito popularizado en 1968 por el biólogo Garrett Hardin quien afirmó que la gente que comparte una tierra inevitablemente la sobreexplotará. Para su argumentación, cita el ejemplo de un pastizal común al que cualquiera puede llevar más ganado sin restricciones. Cuando un agricultor puede obtener beneficios privados de los recursos comunes sin considerar su “capacidad de sustento”, Hardin asegura que un recurso compartido necesariamente está destinado a arruinarse. De esta manera, la única solución posible consiste en establecer derechos de propiedad privada sobre la tierra y dejar que el “libre mercado” decida cómo ésta será usada, ya que sólo los propietarios privados tendrán los incentivos suficientes para cuidar la tierra y hacer en ella inversiones valiosas.
[3] El Tratado sancionado en 2001 estipula que “la responsabilidad de hacer realidad los Derechos del Agricultor en lo que refiere a los recursos fitogenéticos para la alimentación y la Agricultura incumbe a los gobiernos nacionales (Art. 9.2).
[4] Sólo por mencionar algunos ejemplos, podemos citar la aprobación de la Ley de Semillas venezolana (Felicien, 2016) y para el caso argentino, la sanción de la “Ley de reparación histórica de la agricultura familiar para la construcción de una nueva ruralidad en la Argentina” que contempla la conservación de semillas nativas y criollas (Perelmuter, 2020).


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