Dossier
Recepción: 07 mayo 2025
Aprobación: 21 mayo 2025

Resumen: El presente artículo constituye un ensayo metodológico en el cual se discuten las aproximaciones dicotómicas a la historia intelectual, y a la historia político-intelectual en particular. Para ello se parte de la oposición clásica propuesta por Isaiah Berlin entre dos conceptos de la libertad, la «libertad negativa» y la «libertad positiva», los cuales serían la expresión de los principios de la «igualdad» y la «libertad», respectivamente. Dicha antinomia, eventualmente retraducida en otros términos análogos, como «mecanicismo» y «organicismo», «atomismo» y «holismo», etc., ha servido de base para las distintas narrativas realizadas desde entonces acerca de la historia del pensamiento político. Lo que se busca señalar son las limitaciones de estas antinomias como marco para comprender las distintas formas de pensamiento, puesto que obligan a hacerse encajar dentro de este esquema sumamente restrictivo y, en última instancia, ahistórico, perdiéndose de vista la diversidad y el carácter cambiante de las formas de pensamiento surgidas a lo largo del tiempo. Por otro lado, tales antinomias, según se muestra, resultan inconsistentes con sus mismos presupuestos, dando lugar a una serie de contradicciones que terminan frustrando su mismo objeto, el cual se encuentra, de hecho, fuertemente sobredeterminado en términos ideológicos.
Palabras clave: Antinomia Libertad – Igualdad, Isaiah Berlin, Libertad positiva y negativa, Aporía democrática, Lugar de la Verdad.
Abstract:
This article presents a methodological essay discussing the dichotomous approaches to intellectual history, with particular emphasis on political-intellectual history. It takes as a starting point the classic opposition proposed by Isaiah Berlin between two concepts of liberty: «negative liberty» and «positive liberty», which correspond, respectively, to the principles of «equality» and «freedom». This antinomy, later reinterpreted in analogous terms such as «mechanicism» and «organicism», «atomism» and «holism», among others, has served as the foundation for various narratives on the history of political thought.
The aim here is to highlight the limitations of these antinomies as frameworks for understanding different forms of thought, as they force all intellectual traditions into a highly restrictive and ultimately ahistorical schema,
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thereby obscuring the diversity and evolving nature of thought throughout history. Furthermore, as demonstrated, these antinomies prove to be inconsistent with their own premises, generating contradictions that ultimately undermine their intended purpose—a purpose that is, in fact, strongly overdetermined by ideological considerations.
Keywords: Antinomy Liberty – Equality, Positive and Negative Liberty, Democratic Aporia, Place of Truth.
Introducción
Dios mueve al jugador, y éste, la pieza, ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza de polvo y tiempo y sueño y agonía?
Fuente: Jorge Luis Borges, Ajedrez
Uno de los tópicos que recorre centralmente la historia del pensamiento político es el de la oposición entre «libertad» e «igualdad». Según lo enfoques tradicionales, todo el pensamiento político moderno sería una oscilación entre ambos principios, ya sea para marcar su antagonismo, o bien para afirmar la necesidad de su conciliación. El origen del tópico remite a Benjamin Constant, quien, en un discurso pronunciado en el Real Ateneo de París en 1819, lo formuló en términos de la oposición entre «la libertad de los antiguos» y la «libertad de los modernos» (Constant, 1995). Pero quien lo estableció como una suerte de premisa que guiaría prácticamente toda la producción subsecuente en el campo de la historiografía de las ideas fue Isaiah Berlin, en una conferencia dictada en la Universidad de Oxford en 1958 (Berlin, 1969). Este retradujo la oposición de Constant en términos de «libertad positiva» y «libertad negativa», esto es, entre la libertad como autolegislación o participación política, y la libertad como autonomía del ciudadano (la no intervención del Estado en su esfera privada), respectivamente. La primera se asociaría a un ideal democrático-igualitario; la segunda, a uno liberal-individualista.
Tanto en Constant como Berlin esta dicotomía estaba orientada a denunciar los excesos democrático-igualitarios que resultarán en distintas formas de autoritarismo (en Constant, el terror jacobino; en Berlin, el totalitarismo comunista). Lo cierto es que la misma será retomada por una gran variedad de pensadores e historiadores, y servirá como clave para interpretar toda la historia del pensamiento político moderno. Esta adoptará, en cada caso, diversas denominaciones (individualismo / holismo, mecanicismo / organicismo, racionalismo / espiritualismo, cosmopolitismo / nacionalismo), las cuales habrán de cargarse, a su vez, de connotaciones valorativas diversas y muchas veces contradictorias. En todos los casos, sin embargo, ambos términos conformarán un universo cerrado, constituyendo lo que Koselleck llamó «contraconceptos asimétricos» (Koselleck, 1993), siendo uno la contracara negativa del otro. Y juntos agotarán el campo de lo concebible; toda forma de pensamiento político se inscribirá necesariamente dentro de una u otra categoría, en la medida en que ambos se definen por su mutua oposición (A ó ~A). En dicho marco, tertium non datur, no cabe lugar para alternativa alguna; esto es, un tercer término que no sea alguna suerte de mezcla inconsistente entre ambos polos.
En lo que sigue nos centraremos, más específicamente, en el planteo de Berlin, en el sentido que dicha oposición asume en su pensamiento, y también las tensiones a las que la misma daría lugar, tensiones que habrán de atravesar, de hecho, todo el pensamiento político del siglo XX. Allí se nos descubren aquellos problemas en torno de los cuales todo él habrá de girar sin nunca alcanzar a resolver. En fin, una mirada algo más minuciosa del planteo de Berlin, y especialmente de aquellos aspectos suyos normalmente ignorados por los enfoques tradicionales que se limitan a retomar y reproducir en sus propios discursos la antinomia propuesta por él, la cual aceptan simplemente como válida, nos ayudará a entender aquellas paradojas que le subyacen, y por qué todo intento de resolverlas incurrirá, de manera inevitable, en una serie de contradicciones. Por detrás de ellas podremos ver aflorar aquellas aporías más fundamentales que son inherentes a la política moderna, y que, en definitiva, marcan el límite último de toda teoría, e indican aquel «obstáculo epistemológico» (en palabras de Gaston Bachelard) ante el cual toda teoría política habrá de sucumbir (Bachelard, 1985).
La crítica liberal y la «traición de los intelectuales»
Volvamos a la relación entre Constant y Berlin. Si bien, como señalamos, sus posturas resultan convergentes, dado que el último retoma, en lo esencial, la oposición planteada por el primero, divergen, sin embargo, en cuanto a las conclusiones que extraen de allí. Para Constant, de lo que se trataba era de conciliar ambos principios, esto es, de facilitar la participación ciudadana evitando por ello atentar contra la libertad individual. «No es a la libertad política a la que quiero renunciar», decía, «es la libertad civil la que reclamo, junto con las otras formas de libertad política» (Constant, 1995, p. 16). Berlin, por el contrario, lejos de buscar conciliar los términos opuestos, tenderá a radicalizar su antagonismo.
Tal postura confrontativa, en realidad, no se puede comprender sin atender al objetivo de orden práctico al que estaba dirigido: oponerse al utopismo contemporáneo. Según señalaba, el ideal de una completa reconciliación de la sociedad implicaría, lisa y llanamente, el fin de política, su reducción a una mera administración, lo que Saint-Simon llamara el paso del «gobierno de las personas» al «gobierno de las cosas». Supondría, en fin, la negación del dato básico de la política: el antagonismo como irreductible dado que es inherente a toda sociedad.
Su escrito se enmarca así de manera clara en el clima de polarización ideológica resultante del estallido de la Guerra Fría. Su perspectiva tiene implícita, a su vez, un diagnóstico acerca del origen de los totalitarismos contemporáneos: estos serían, en última instancia, la expresión de «el poder de las ideas» (lo que lo llevó a enfocar sus estudios en la historia de ideas). Más precisamente, es el ideal monista implícito en el concepto de la «libertad positiva» el que exacerba el antagonismo, e inflama a las multitudes, las cuales escapan al alcance de la razón. Frente a esta situación, Berlin lamenta la ausencia de una crítica del pensamiento utópico, lo que Julien Benda llamaría la «traición de los intelectuales» (Benda, 1951), o, más precisamente, su retiro de la escena pública, negándose así a cumplir su papel como una suerte de salvaguarda de los valores. Berlin asegura que ello es «sorprendente y peligroso».
Sorprendente, porque quizás no haya habido ninguna época de la historia moderna en que tantos seres humanos, tanto en Oriente como en Occidente, hayan tenido sus ideas y, por supuesto, sus vidas tan profundamente alteradas, y en algunos casos violentamente trastornadas, por doctrinas sociales y políticas sostenidas con tanto fanatismo. Peligroso, porque cuando las ideas son descuidadas por los que debieran preocuparse de ellas –es decir, por los que han sido educados para pensar críticamente sobre ideas—, éstas adquieren a veces un carácter incontrolado y un poder irresistible sobre multitudes de seres humanos que pueden hacerse demasiado violentos para ser afectados por la crítica de la razón. (Berlin, 1969, p.118)
Esta sería, para él, la misión fundamental de los «intelectuales críticos»: contrarrestar la influencia de aquellas doctrinas sociales irracionales. Retengamos aquí un aspecto: tanto en Constant como en Berlin, esta perspectiva nace a partir de un cuestionamiento a la democracia, es decir, de la verificación de la paradoja de que la democracia, la obediencia a la voluntad popular, se vuelva, ella misma, en la fuente de su propia dominación. Una vez que la masa popular se encuentra atrapada en la ideología, para Berlin solo los intelectuales críticos, aquellos educados en los valores de la libertad, pueden salvarnos de la recaída en el totalitarismo. Encontramos aquí, como veremos, aquel problema que subyace y da sentido a la oposición que él plantea entre las dos ideas de la libertad de las que habla.
La crítica de las ideologías
La pregunta que subyace, para él, a toda teoría política es: ¿por qué obedecer?, o, más precisamente, ¿qué es lo que funda la legitimidad de un ordenamiento político y permite su aceptación voluntaria por parte de la sociedad dada? La misma, dice, acepta dos respuestas opuestas, la cuales expresan, a su vez, dos visiones antagónicas del mundo. La oposición sería entre la razón y la voluntad, lo que nos conduce al núcleo de su crítica a la idea de la libertad positiva.
Los grandes males en política, piensa, surgen cuando el gobierno de la razón subordina y somete la voluntad de los sujetos. El reformador social, al asumir el poder del Estado, pretende en su nombre (la razón) modelar a una sociedad a la que considera deficiente en su estado actual. De este modo, los sujetos se ven sometidos a los fines que él ha concebido.[1] Esta es la paradoja del despotismo moderno: que la dominación se ejerza en nombre de la libertad. La lucha por la libertad se identifica entonces con un grupo o partido y se subordina a él al conjunto de la sociedad.
Hay en Berlin una crítica a la tradición racionalista ilustrada. Los filósofos de la razón objetiva oponen siempre la idea de una verdad racional a la mera opinión individual. Postulan, de hecho, la existencia de valores objetivos que deben imponerse aún contra la voluntad de los sujetos. Y esto impide cualquier disidencia. La desviación de la norma tiene, pues, una explicación histórica o psicológica, pero no racional. La base ideológica para ello reside en el desdoblamiento que se produce entre el sujeto real y el sujeto empírico, lo que conlleva la necesidad de liberar a este último, el cual, se afirma, se encuentra alienado, ignorante de su verdadero ser. Este esquema mental se podría observar ya en la línea de pensamiento ilustrada. En Kant y Rousseau aparece la idea de un sujeto trascendental (la volonté générale, en Rousseau), que sería la encarnación de la razón y la moral, pero que no guarda relación con los sujetos materiales, empíricos (la volonté des tous, en Rousseau). La primera se convierte así en una suerte de entidad metafísica cuyo secreto, su auténtico ser, su verdad, solo se revelaría a los elegidos.
Frente a esta reificación de la voluntad general es que surge el liberalismo, el ideal «negativo» de la libertad.Pero, para Berlin (y en esto resulta más radical que Constant), el retraimiento en el individuo, según el ideal de la «libertad negativa», como ya señalara John Stuart Mill, termina siendo funcional a la «libertad positiva», su contracara necesaria. Éste genera una ilusión de autolegislación, de que «yo puedo ser libre en mi esfera, aún bajo una tiranía».
El refugio en la esfera privada lleva, en fin, al abandono de política. Subyace allí el supuesto de que el legislador sabe mejor quién soy yo y qué necesito. Se produce así una identificación con el poder, una suerte de «síndrome de Estocolmo». Encontramos aquí el mecanismo ideológico característico: el tirano que persuade no obliga a los demás a hacer lo que él quiere que hagan, sino que los lleva a desear lo que él desea. Ese sería, precisamente, para Berlin, el programa del racionalismo ilustrado, tal como aparece ya en Spinoza: el ideal de la internalización de los fines de la razón, de hacer voluntariamente, no lo que le dictan sus propios deseos o necesidades, sino lo que la norma le impone. En definitiva, lo que subyace aquí es la ilusión de que aquel que ejerce el poder lo hace en mi nombre, que es, en definitiva, la ilusión de base de la democracia moderna.
Existe, sin embargo, para Berlin, una causa profunda que lleva a la libertad positiva, una de índole antropológica: la necesidad de identificación subjetiva. Los individuos aislados no existen, sino solo los sujetos colectivos (las clases, las naciones, etc.). Los sujetos se identifican de manera necesaria con sus grupos de pertenencia, puesto que es de ellos que toman su identidad. Y estos colectivos sociales solo piden autonomía, entienden la libertad en el sentido de la autodeterminación. El ejemplo que da Berlin es el de las ex–colonias africanas. Allí los sujetos se consideran libres cuando son sometidos por los propios, prefieren eso a un gobierno más justo pero que les es extraño.
El planteo de Berlin, como vemos, resulta sumamente radical y mucho más complejo de lo que suele pensarse. Hay en él un cuestionamiento implícito a la democracia, o más precisamente, a la «ilusión democrática». Es precisamente la ilusión de autogobierno la que lleva a la identificación de la sociedad con un grupo particular en el poder el cual asume la expresión de la totalidad social, sobre la que termina ejerciendo su dominio. Este grupo, desde el momento en que se erige en expresión de la voluntad colectiva, se arroga, por lo tanto, la misión de reformar a esa sociedad, ignorante de sí misma, en nombre de su misma voluntad colectiva, a la que ellos afirman encarnar. Lo que se vela así es el hecho de que, al menos en las sociedades modernas, los que gobiernan son siempre unos pocos sujetos particulares portadores de deseos y aspiraciones singulares.
¿Qué es lo que resulta del planteo de Berlin? Que la transferencia de la soberanía es la fuente de dominación, pero, por otro lado, resulta inevitable. Como señalara ya Mill, la comunidad no se gobierna a sí misma: siempre que hay poder hay delegación del mismo. Berlin roza aquí el problema político de fondo, que es la incongruencia constitutiva de toda sociedad respecto de sí, esto es, la existencia de un desfasaje que le es inherente. Para poder expresarse como tal, es necesario que alguien, un sujeto inevitablemente particular, hable por ella. Pero esto es también la fuente de su misma opresión. Aun cuando no lo hiciese efectivamente, aquél que asume la expresión de la totalidad estaría en condiciones de someter al resto. El punto es que esto es inevitable desde el momento en que el ideal de autolegislación se volvería puramente ilusorio. Tal ideal se habría convertido en solo un artilugio retórico para someter en su propio nombre a aquellos a los que se dice representar.
Como vemos, por detrás de este planteo crítico de las ideologías totalitarias subyace un problema más fundamental, inherente a la democracia, aunque es esto lo que Berlin ya no puede aceptar, y ni siquiera advertir. Este representa el límite último a su teoría, y termina así quedando oscurecido, tras la discusión, mucho más superficial, acerca de «las dos libertades».
Sin embargo, lo incisivo de su crítica del ideal de autolegislación volverá también a su propio argumento sumamente precario y, en última instancia, autocontradictorio.
Esto se expresa en el giro inadvertido que se produce en el momento en que pasa del plano de la crítica al propositivo. Como vimos, Berlin comienza señalando como el principio fundante de las ideologías totalitarias el postulado de la existencia de una oposición entre la razón y la voluntad empírica de los sujetos. Sin embargo, contrariamente a lo que sería esperable, ya que es lo que parece desprenderse de allí, tampoco su teoría propugna la sacralidad del principio de la soberanía de la voluntad. Es aquí que se observan las consecuencias de la radicalidad de su crítica.
Lo que se encuentra implícito es su argumento es, en realidad, que la deriva totalitaria de la democracia no sería el mero resultado de la manipulación del principio de la soberanía de la voluntad popular por parte de la ideología racionalista sino que estaría ya implícita en el principio mismo. La crítica de Berlin al ideal de la «libertad positiva» trasciende, pues, a la misma, se trata, en definitiva, de una crítica a la propia democracia. Más precisamente, apunta hacia aquella aporía que, como veremos, le es inherente, lo que llamaremos la «aporía democrática».
El pathos de la distancia
Volvamos, pues, al problema de fondo: ¿Por qué obedecer? Berlin, como vimos, postula la necesidad de diferenciar entre libertad y tipo de gobierno. La libertad no necesariamente se asocia a un gobierno de tipo democrático. La democracia también puede llevar a la tiranía. Como dice:
Está claro que la libertad tiene poco que esperar del gobierno de las mayorías; la democracia como tal no está, lógicamente, comprometida con ella, e históricamente a veces ha dejado de protegerla, permaneciendo fiel a sus propios principios. Se ha observado que pocos gobiernos han encontrado mucha dificultad en hacer que sus súbditos quisieran lo que quería el gobierno. «El triunfo del despotismo es forzar a los esclavos a declararse libres». Puede que no sea necesaria la fuerza, puede que los esclavos proclamen su libertad sinceramente; pero por eso no son menos esclavos. (Berlin, 1969, p. 145)
El único modo de evitar la conversión de un orden democrático en una forma de totalitarismo consistirá, pues, en imponer límites al principio de la soberanía popular.
Tengo que establecer una sociedad en la que tiene que haber unas fronteras de libertad que nadie está autorizado a cruzar. Se pueden dar nombres o naturalezas a las normas que determinan estas fronteras; pueden llamarse derechos naturales, la Palabra divina, la Ley natural, las exigencias que llevan consigo la utilidad, los «intereses del hombre»; puedo creer que son válidas a priori o afirmar que son mi propio fin último, o el fin de mi sociedad o de mi cultura. Lo que estas normas o mandamientos tendrán en común es que son aceptados por tanta gente y están fundados tan profundamente en la naturaleza real de los hombres tal y como se han desarrollado a través de la historia, que, por ahora, son parte esencial de lo que entendemos por un ser humano normal. (Berlin, 1969, p. 144)
De hecho, ninguna teoría política democrática podría dejar de proponer esto. La consagración de la sacralidad del principio de la soberanía popular, del ideal de autolegislación, además de ser peligroso en términos prácticos, resultaría esterilizante para la teoría. En dicho caso, ésta debería limitarse a aceptar como legítimo todo orden existente, aun el más autoritario, siempre que gozase del apoyo popular. No habría espacio ya para establecer ese mínimo de distancia crítica que permita pensar la democracia. Habría que aceptar, con Hegel, que «todo lo racional es real».
Sin embargo, como también afirmaba Hegel, no todo lo existente sería real. En todo caso, está claro que la determinación de si un determinado ordenamiento político resulta o no legítimo requiere de algún parámetro objetivo que permita establecerlo. Y la mera voluntad popular no podría serlo desde el momento en que ésta bien puede conducir al totalitarismo. Esta carecería así de fuerza normativa. La fuente última de la legitimidad radicaría, en fin, en otro lado. La pregunta que surge aquí es ¿cuál sería está?, ¿de dónde emana la legitimidad de un orden institucional, si no es de la voluntad popular?
Luego retomaremos este punto. Volvamos antes a aquel aspecto fundamental en el planteo de Berlin, usualmente ignorado, que es la crítica a la «ilusión democrática». Aquí, como anticipamos, se produce un giro inadvertido en su argumento. La falacia contenida en las ideologías totalitarias no radicaría, en realidad, en su racionalismo, en su invocación a la razón para imponerse a la voluntad popular, sino, por el contrario, en pretender erigirse en la expresión de la misma. Como señala:
Esta paradoja ha sido señalada a menudo. Una cosa es decir que yo sé lo que es bueno para X, mientras que él mismo no lo sabe, e incluso ignorar sus deseos por el bien mismo y por su bien, y otra cosa muy diferente es decir que eo ipso lo ha elegido, por supuesto no conscientemente, no como parece en la vida ordinaria, sino en su papel de yo racional que puede que no conozca su yo empírico, el «verdadero» yo, que discierne lo bueno y no puede por menos de elegirlo una vez que se ha revelado. Esta monstruosa personificación que consiste en equiparar lo que X decidiría si fuese algo que no es, o por lo menos no es aún, con lo que realmente quiere y decide, está en el centro mismo de todas las teorías políticas de la autorrealización. (Berlin, 1969, p. 127)
El principio de la sacralidad de la voluntad popular no sería, como vimos, más que el artilugio al que apelarían aquellos que se arrogan su representación para desconocer todo principio racional y violar derechos fundamentales, como habría ocurrido durante el Terror en la Francia revolucionaria y se reproduciría en los regímenes totalitarios contemporáneos.
La paradoja señalada por Berlin de una expresión de la voluntad popular que debe imponerse a esa misma voluntad popular de la que dice ser su expresión obliga así a su desdoblamiento. Aquella «auténtica» voluntad popular a la que se invoca no se confundiría ya con las opiniones ocasionales de los sujetos. La misión de aquellos que afirman expresarlos es la de revelarles a éstos su verdadero ser, al cual ignoran, liberarlos del estado de alienación en que se encuentran. Esa voluntad popular que se invoca se vuelve así, como vimos, una entidad abstracta, puramente ilusoria, algo que no existe como tal, sino que debe ser creada.
Dada esta situación, la única forma de evitar esta «tiranía democrática» consiste, como señala Berlin, en imponer barreras objetivas a la voluntad popular. El punto fundamental aquí es que, una vez producida tal distorsión conceptual por la cual la voluntad popular se vuelve la fuente de su propia dominación, ésta pierde ya su fuerza normativa. Y esto nos devuelve a la pregunta pendiente acerca dónde habrá de radicar la fuente de la legitimidad del orden político dado, cómo hallarla. La clave se encuentra en la respuesta a la cuestión, más fundamental, de quién, o quiénes serán aquellos a quienes les toca determinar cuáles son esas «barreras», esos principios que deben imponerse al pueblo incluso en contra de su propia voluntad, la cual, según señala, se encontraría alienada, capturada por las ideologías utópicas, escapando así del ámbito de la razón.
Evidentemente, no puede ser el propio pueblo. Esto supone, pues, la existencia de una instancia colocada por encima de él que pueda establecerla. Esta sería, dice, la misión de los «intelectuales críticos». De este modo, sin embargo, Berlin termina recayendo en ese mismo tipo de mesianismo que denuncia como la fuente del totalitarismo. Esto deriva, en última instancia, del hecho de que también el planteo de Berlin, su ideal de la «libertad negativa», contiene una vocación normativa. Y, al igual que en la ideología opuesta a la suya, esto conlleva necesariamente una crítica al principio de autolegislación.
La diferencia fundamental con la vocación racionalista de sus oponentes, fundada en el ideal de la «libertad positiva», que es, según afirma, el que conduce al totalitarismo, radica, para Berlin, en el tipo de principio que uno y otro invocan. El principio de la libertad negativa no busca liberar a los sujetos, no pretende reformar la sociedad en nombre del principio de la libertad, el cual se postula como un valor absoluto. Los valores que impulsa tienen, en cambio, un carácter contingente. El enfrentamiento entre estos dos conceptos opuestos de libertad, en el fondo, sería entre monismo y pluralismo, entre contingencia y determinismo, entre razón y ética.[2]
No obstante, más allá de las diferencias entre sus contenidos respectivos, el punto es que el planteo de Berlin, en la medida en que contiene también un impulso normativo, no podrá evitar quedar atrapado en la paradoja de Wittgenstein y en la cual se hace manifiesta, en última instancia, la indeterminabilidad de toda normatividad, su indecibilidad última.[3] Esta indica la tensión inevitable entre los ámbitos ontológico y normativo. Ese ideal de un orden político pluralista que propugna Berlin no podría volverse efectivo si el espíritu pluralista no fuera ya el principio rector de esa misma sociedad. De lo contrario, sería necesario imponérselo a esta por la fuerza. Pero, inversamente, si lo fuera, ya no tendría sentido tampoco la norma, ésta se volvería superflua. La sociedad en cuestión podría entonces perfectamente autolegislarse. Esta se vuelve necesaria solo en caso de existir una brecha entre la voluntad popular y lo que postula la norma, entre la realidad y el ideal que se busca realizar y hacia el cual se pretende conducir, como sería éste el caso, para Berlin (y que es lo que exige imponerle «barreras» a la voluntad popular). La norma, en fin, solo cobraría su sentido de aquello que la vuelve, al mismo tiempo, inviable, o, más precisamente, que exige una violación de sí misma para su realización: un llano acto de fuerza, un ejercicio de dominación. En suma, como señala la paradoja de Wittgenstein, la norma es o bien inviable, o bien innecesaria.
La pregunta que surge aquí es cómo se puede determinar si la sociedad en cuestión se encuentra preparada para la institución de un orden pluralista, si los valores que la presiden se encuentran en consonancia con éste, o si, por el contrario, debe imponérsele a la misma. Está claro que el sujeto de esta determinación no puede ser esa misma sociedad sin recaer en una circularidad lógica: postular esto supondría que la sociedad dada se encuentra ya capacitada para hacerlo, que se trata ya de una sociedad pluralista, lo cual es, precisamente, lo que se encuentra en cuestión. Según se admite, éste no sería siempre el caso, esto es, la autolegislación bien podría conducir al totalitarismo. En definitiva, determinar esto supone, nuevamente, la presencia de un agente situado en una posición de preeminencia respecto de la sociedad.
Llegamos así al punto nodal. Toda teoría política implica la institución de un lugar de la Verdad, un lugar social particular en el que, supuestamente, la comunidad encuentra su expresión, donde ésta se vuelve transparente a sí misma. Quienes ocupen ese lugar estarían autorizados a hablar en nombre del todo social, serían quienes expresarían su «auténtico» ser. La cuestión es quién puede, a su vez, determinar cuál es ese lugar. Llegamos aquí al papel de la teoría política. Lo que diferencia a las teorías políticas es dónde cada una de ellas ubica ese lugar de la Verdad. El análisis de ellas debe partir de ahí, es decir, de observar cuál es para cada una de ellas ese lugar de la Verdad, cuáles los fundamentos de tal determinación, aquello que supuestamente proporciona a esa posición social un fundamento de objetividad que le permite situarse por encima de la voluntad de la sociedad. En resumen, para comprender adecuadamente estas teorías políticas deberemos desentrañar los mecanismos retóricos y las operaciones discursivas mediante las cuales se instituye un determinado lugar social como un lugar de Verdad. Y cuáles los problemas que habrán, en cada caso, de plantearse en dicha operación.
De hecho, podemos observar aquí un tipo peculiar de performatividad de la escritura. Quien asuma el papel de dictaminar cuál es ese lugar de Verdad se estará colocando él mismo, en ese mismo acto, en una posición de trascendencia en relación con la sociedad a la que se dirige. En última instancia, aquí se produce una inversión lógica: la naturaleza trascendente que asume la normatividad postulada es, en realidad, sólo la proyección de esa posición de trascendencia en la que se ubicaría el sujeto mismo que la postula, el teórico político. Se trata de una especie de procedimiento especular mediante el cual el sujeto-legislador se ve reflejado a sí mismo en sus propios productos, aquellos con los que se identifica, y mediante los cuales se instituye él mismo como tal sujeto-legislador, habilitado para hablar en nombre de aquellos principios a los que invoca. Éste aparece así como ese Dios detrás de Dios del que habla Borges. Esta operación supone en definitiva una doble performatividad, que se orienta simultáneamente en dos direcciones opuestas: hacia el objeto y hacia el sujeto mismo que lo enuncia.
Es llegado a este punto que también se vuelve manifiesta la naturaleza contingente de toda operación de institución de un lugar de Verdad, ese residuo de facticidad que se encuentra en la base de toda normatividad, que es lo que no puede, sin embargo, aceptarse nunca (el radical subjetivismo del propio predicamento) sin destruirse como tal.[4]Ésta se vería entonces despojada de ese halo de trascendencia y devuelta a la inmanencia de lo social, que es el reino de la controversia, del antagonismo, por definición. En suma, toda pretensión de racionalidad u objetividad se revelaría como una mera falacia por el cual se busca imponer la voluntad de unos pocos al resto de la sociedad. No obstante, aun entonces sería siempre necesario para toda teoría, puesto que lo contrario llevaría a la afirmación de la legitimidad de lo existente por el solo hecho de ser tal. La misma perdería todo sentido. De allí, en fin, la necesidad de elaborar una serie de dispositivos retóricos y recursos argumentativos que permitan velar el trasfondo de contingencia de su institución e identificar dicho lugar social particular con un valor el cual vendría a encarnarse en él, sea éste la libertad, el pluralismo, o el que fuera.
Esto que, por un lado, es imprescindible para toda teoría que pretenda fundar un sentido de legitimidad, sin embargo, por otro lado, como señalara más recientemente Claude Lefort, constituiría la esencia misma de la lógica totalitaria (Lefort, 1990).Esta no consiste, dice, en la negación de los valores, sino en la identificación de un cierto lugar social con algún valor determinado, como la democracia, la libertad, el pluralismo, etc. Y ello explica que el propio principio de la democracia pueda fácilmente volverse una forma de totalitarismo desde el momento en que alguien (un individuo o grupo) se identifica con ella, que afirma «nosotros somos la democracia», por lo que, en consecuencia, todo aquel que lo cuestiona se volvería, ipso facto, enemigo de la democracia, o del principio en cuyo nombre, en cada caso, se habla.
Es esta paradoja también la que se encuentra implícita en el propio argumento de Berlin, que lo conduce a terminar contradiciendo sus propias premisas y a recaer en eso mismo que él cuestiona. La invocación al pluralismo no altera en nada la cuestión. La diferencia en cuanto a los contenidos de la propuesta de Berlin respecto a la de los cultores de la libertad positiva -la distinción que propone- en última instancia solo oculta aquella simetría más fundamental en lo que hace a la estructura de sus respectivos planteos. La invocación al «pluralismo» cumple la misma función en su discurso que la invocación a la «libertad» en el de aquellos. Al primero, afirma, se lo postula como un principio ético, y por lo tanto relativo, al segundo, en cambio, como un principio racional, y por lo tanto absoluto. El punto crucial, sin embargo, radica en otro lado. Más allá de sus diferencias, lo cierto es que uno y otro solo pueden servir de fundamento a un orden político en la medida en que aparecen como valores objetivos, colocados por encima o más allá de la voluntad manifiesta de los sujetos involucrados. En definitiva, Berlin no puede evitar terminar reproduciendo en su propio discurso ese mismo pathos de la distancia que denuncia como el origen del totalitarismo contemporáneo.
La aporía democrática y el principio de «razón insuficiente»
Tras la crítica de Berlin a la «ilusión democrática» (el ideal de autolegislación) se descubre así una aporía más fundamental, puesto que es inherente al concepto mismo de la soberanía popular y, por lo tanto, que ninguna teoría política, incluida la del propio Berlin, habría de resolver. La «aporía democrática» consiste en que al principio de soberanía popular no se lo pueda ni afirmar ni negar. Por un lado, afirmar el principio de soberanía popular llevaría a consagrar como legítima toda decisión mayoritaria, aun aquella violatoria de principios fundamentales o que expresa una ideología totalitaria. Si la voluntad de la mayoría fuera la única regla para determinar la legitimidad de una norma, no habría manera de evitar que ésta eventualmente viole los derechos de los individuos, aunque los hechos no lo haga (un buen tirano no deja de ser un tirano). En definitiva, los problemas políticos fundamentales, que merecen ser teorizados, surgen cuando se percibe la existencia de una brecha entre la voluntad popular y los dictados de la razón. Si el pueblo pudiese autolegislarse, la presencia del Estado se volvería superflua, el sistema político se reduciría a una serie de mecanismos formales para asegurar la manifestación de su voluntad, y la teoría se tornaría ociosa. La existencia de un poder coercitivo supone necesariamente la imposición de límites, no solo al poder, sino también, y sobre todo, a la propia sociedad. El objeto mismo de la existencia de un orden político consistiría, justamente, en la preservación de ciertos principios y derechos aun en contra, llegado el caso, de la voluntad mayoritaria.
Pero, por otro lado, negar el principio de soberanía popular, intentando imponerle límites, tendría consecuencias igualmente perversas. En última instancia, no sólo es contradictorio con la idea democrática sino también teóricamente insostenible. En efecto, la necesidad de fijar límites al principio de soberanía popular a fin de preservar aquellos valores fundamentales que, alegadamente, hacen a la convivencia democrática, demanda instituir una instancia de contralor de la misma, una soberanía colocada por encima de la soberanía popular, con lo que ésta dejaría de ser verdaderamente tal. Aquella otra sería, de hecho, la verdadera soberana. En definitiva, llevaría a destruir aquello que define a un sistema democrático, su principio fundante (el de la soberanía de la voluntad popular), conduciendo así a alguna forma de tiranía, a la institución de un individuo o un grupo situado por encima del conjunto de la sociedad y ejerciendo algún tipo de tutela sobre ella («un despotismo paternal o una aristocracia a la manera del socialismo saintsimoniano», según proponía John Stuart Mill) (Mill, 1985, p. 27).[5]
Lo cierto es que, en un sistema postradicional, en el que todo principio de trascendencia, todo sentido de preeminencia se ha quebrado, ya no habría nadie habilitado a ocupar ese rol.[6]De allí, en fin, que al principio de soberanía popular, el ideal de autolegislación, no se lo pueda ni afirmar ni negar. Una y otra alternativa conducen siempre a aporías insalvables para una teoría democrática. El objeto de la teoría política consiste, de hecho, en intentar dar cuenta de esta aporía, sin poder nunca llegar a resolverla y, como vemos que ocurre en el caso de Berlin, evitar en su intento quedar atrapada en las paradojas a que esta aporía conduce de manera inevitable, y, en definitiva, incurrir en una serie de contradicciones.
En última instancia, lo que revela la crítica de Berlin es hasta qué punto los opuestos de la democracia y el totalitarismo están estrechamente relacionados (como la virtud y el vicio, que eran vecinos para los antiguos), que el primero contiene en sí mismo el germen de lo que lo niega, y ambos no pueden separarse. Por tanto, ninguna teoría podría lograr su objetivo de delimitar claramente una de la otra sin terminar reproduciendo esa misma paradoja en su propio discurso. Es, en fin, esta aporía la que da sentido al debate teórico-político, es decir, su radical insolubilidad. Si pudiera resolverse, la teoría política ya no sería necesaria.
Es esta aporía también la que subyace a la controversia entre esas dos formas de libertad de que habla Berlin. No se trata meramente de una diferencia que resulta de diferencias ideológicas, sino que éstas resultan, a su vez, de una incongruencia que es constitutiva al propio campo dentro del cual esta controversia se despliega; en suma, del hecho de que, un orden democrático, para instituirse, deba simultáneamente afirmar y negar aquello que constituye su propio fundamento: el principio de autolegislación, de la soberanía de la voluntad popular.
La «aporía democrática» expresaría, a su vez, un problema más fundamental, y que es el que subyace al discurso de Berlin, aunque esto nunca podría hacerse explícito en él: la existencia de cierta contradicción inherente entre democracia y política. En última instancia, lo que abre el espacio a la política es la percepción, que puede observarse también en su escrito, de que la sociedad, en su estado actual, no se encuentra plenamente constituida en sus mismos términos, que su conformación como tal supone un trabajo, que es, en definitiva, el trabajo mismo de la política. De no ser así, la acción política se volvería innecesaria, ésta se vería reducida a una mera «administración de las cosas», como dice Berlin retomando la fórmula de Saint-Simon.
Esto es lo que Hans Blumenberg llama «el principio de razón insuficiente». Blumenberg retoma una expresión de Friedrich Schlegel que afirma: «sólo si el mundo es pensado como deviniendo, como aproximándose a su completitud por un desarrollo ascendente la libertad humana es posible» (Blumenberg, 1996, p. 80). El «principio de razón insuficiente», la incompletitud constitutiva del mundo (tanto natural como social), es la que hace posible la autorrealización del hombre, volverse el demiurgo de sí mismo, afirmar su libertad. Si el estado actual de la sociedad coincidiera con el ideal, eso supondría una suerte de fin de la historia. La acción política se tornaría entonces innecesaria.
Es esa carencia, esa brecha entre su estado actual y su ideal presupuesto, esta incongruencia de la comunidad respecto de su mismo concepto, que, como señalara Mill, abre el espacio a la política y hace posible la libertad, el progreso, es la que vuelve también inviable (y de consecuencias potencialmente peligrosas) al ideal de autolegislación. De allí deriva, en última instancia, esa vocación normativa que es inherente a toda teoría política. Sin embargo, como señala el propio Berlin, esta contiene inevitablemente un impulso mesiánico: la pretensión de querer modelar la sociedad según un designio particular propio. De este modo, aquella misma carencia que abre el campo a la libertad y a la autorrealización humana es también la que la destruye. Obliga a postular la presencia de ciertos sujetos, como los «intelectuales críticos», suerte de aristocracia del saber a la que invoca Berlin y cuyo retraimiento lamenta, en cuyas manos recaería la misión de revelarle a los suyos su verdadero ser, su naturaleza como tales sujetos libres, y enseñarles el camino hacia su realización efectiva, liberarlos de esa suerte de servidumbre voluntaria en la que se encontrarían atrapados.
Esta aporía que surge del propio planteo de Berlin es también, como dijimos, lo que él mismo no podía nunca aceptar sin destruir su propio argumento, y, en última instancia, siquiera alcanzar a advertir. La operación de instauración de una instancia de trascendencia solo puede realizarse, de hecho, al precio de negarse como tal; en este caso, ocultándola bajo el velo de la ética. Los valores del pluralismo, para Berlin, al igual que la verdad de la libertad, para el racionalismo ilustrado, no serían obra de un designio subjetivo del legislador, sino que constituirían principios objetivos, «autoevidentes», según dice. Como él mismo indica, no importa el nombre que adopten («los derechos naturales, la Palabra divina, la Ley natural, las exigencias que llevan consigo la utilidad, los ‘intereses del hombre’»), en todos los casos cumplen la misma función, inherente a todo discurso político, que es la de servir como fundamento último de legitimidad del orden propuesto (el cual, como vimos, ya no podría emanar, sin contradicción, de la propia voluntad popular). En última instancia, toda teoría política no es sino una serie de dispositivos argumentativos por los cuales se busca instituir un cierto lugar de Verdad. Sin embargo, como vimos, en un sistema postradicional será siempre inevitablemente precario. En definitiva, la invocación a un valor, el recubrimiento ético de esta operación de institución de una instancia de trascendencia, no es más que el modo por el que se busca suturar simbólicamente esa fisura lógica que resulta de la simultánea necesidad e imposibilidad de instituir una instancia tal, de la aporía que dicha operación conlleva.
Podemos observar ahora por qué la crítica de Berlin del totalitarismo democrático contiene también su propia crítica, en la medida en que, dada su vocación normativa, esta no puede evitar replicar en su discurso el tipo de mesianismo que denuncia, tan agudamente, como el origen del totalitarismo. Lo que afirma del utopismo racionalista se aplicaría así también a su teoría liberal. Es este double bind, en definitiva, lo que hace irresoluble esta controversia y da origen a la misma, esto es, su misma irresolubilidad, la imposibilidad de encontrar una teoría que pueda escapar y librarse de las paradojas que plantea la aporía democrática.
Lo que se desprende de su propio argumento es que, más allá de los principios opuestos que cada uno invoca, existe un paralelismo esencial entre una y otra corriente. Tras las posturas de ambas subyace una misma operación intelectual que consiste en el desdoblamiento de la figura del pueblo entre su «cuerpo místico», en tanto que puro principio político, el fundamento último de la soberanía, y su «cuerpo empírico», su encarnación material, siempre en una contradicción inevitable respecto de aquél, sometido a una vida inauténtica, capturado por la ideología (la burguesa, para unos, la comunista, para los otros). Berlin señala esto lúcidamente respecto del ideal de libertad positiva, sin advertir, sin embargo, que esta misma crítica se aplica a su propio concepto:
La concepción «positiva» de la libertad como autodominio, con su sugerencia de un hombre dividido contra sí mismo, se ha prestado, de hecho, y como cuestión de historia, de doctrina y de práctica, más fácilmente a esta escisión de la personalidad en dos: el controlador trascendente y dominante, y el conjunto empírico de deseos y pasiones que hay que disciplinar y controlar. (Berlin, 1969, p. 9)
Lo que se desprende del discurso de Berlin, aun cuando nunca se lo plantee de manera explícita, es que esas patologías políticas que analiza no se derivan de meras circunstancias históricas, o que sean atribuibles a cuestiones de índole psicológica o subjetiva. Ni son, por ende, exclusivas a alguna teoría política en particular. Tras este debate acerca de si hay una, dos libertades, o las que fueran, subyace, en última instancia, esa «aporía democrática», que es la que da lugar, a su vez, a la «ilusión democrática». Lo que se hace manifiesto allí es que la comunidad nunca habla por sí, que alguien tiene que hablar por ella. Sólo a través de esa invocación la comunidad se constituye como tal. Y, de este modo, aquellos que producen tal operación de institución política se colocan, ipso facto, por encima de ella. Sin embargo, su posición seguiría siendo inevitablemente frágil ya que, aunque afirman hablar en nombre del todo social, ser la expresión de su «verdadero ser», las marcas de su carácter como sujetos particulares nunca habrán de desaparecer, tiñendo el orden resultante con la mancha imborrable de la contingencia de su propia institución. De ahí que esa escisión operada sobre el cuerpo del pueblo, el problema de los «dos cuerpos del pueblo», será replicada dentro de ellos mismos, interiorizado por ellos, produciendo su propia escisión entre su cuerpo místico como representantes del todo social y su cuerpo material como sujetos particulares.
Sólo en el caso imposible de una sociedad plenamente orgánica, que haya logrado sellar todas sus fisuras internas, las que en realidad le son constitutivas (y, por tanto, no pueden eliminarse sin que esa comunidad se destruya a sí misma), en definitiva, una en la que el antagonismo haya sido erradicado, en el que podría producirse la fusión, la perfecta congruencia entre la sociedad y su sistema político, el representante podría identificarse llanamente con el todo social en nombre del cual habla. Pero, en tal caso, perdería todo sentido, se volvería innecesario. En definitiva, el mismo toma su sustancia del supuesto de la incongruencia, en su estado actual, de la sociedad respecto de sí misma, de su propio concepto. Pero al mismo tiempo, en una sociedad desgarrada por contradicciones internas, esa incongruencia interna inevitablemente se transferiría también a esa instancia, por lo que también se dividiría entre el rol que encarna y su ser real. Así, nuevamente, lo que lo hace necesario es también lo que lo hace imposible.
En suma, el pathos de la distancia, que es, para Berlin, el origen de las tiranías modernas, sería inherente a toda formación política, la condición misma para la articulación de lo social. Pero es también lo que ninguna teoría política podrá ya admitir sin destruirse, y constituye aquello forcluido en ella y que solo habrá de manifestarse en el plano del discurso de manera sintomática, es decir, en la serie de contradicciones que inevitablemente genera dentro de estas teorías políticas. El análisis de una teoría política conlleva la tarea, más que de observar sus postulados, de traspasarlos para descubrir por detrás la serie de problemas y aporías que le subyacen, y cómo intentará resolverlas sin nunca poder conseguirlo, dejando expuestos los puntos ciegos y las fisuras lógicas que atraviesan su discurso.
Referencias
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Benda, J. (1951). La traición de los intelectuales. Ercilla.
Berlin, I. (1957). Lo inevitable en la historia. Galatea.
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Blumenberg, H. (1996). Die Genesis der kopernikanischen Welt. Suhrkamp.
Cabanchik, S. (2010). Wittgenstein. Una introducción. Quadrata.
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Notas

