

Dossier
Términos críticos para el estudio del arte quiteño (del período colonial)
Critical terms for the study of (colonial) art from Quito
Revista Ciencias Sociales
Universidad Central del Ecuador, Ecuador
ISSN: 0252-8681
ISSN-e: 2960-8163
Periodicidad: Anual
núm. 47, 2025
Recepción: 20 mayo 2025
Aprobación: 03 agosto 2025

Resumen: En los últimos años, desde la historia y la historia del arte se ha reflexionado sobre el origen de estas disciplinas en el Ecuador, y de qué manera en la segunda mitad del siglo XIX y en las primeras décadas del XX éstas sirvieron para dar forma – e inventar – narrativas nacionales. Este ensayo analiza el uso de términos críticos empleados u omitidos en los textos de autores clave, como Juan León Mera y José Gabriel Navarro, que durante la segunda mitad del siglo XIX y primeras décadas del XX se preocuparon en dar forma a una historia del arte en el Ecuador, sentando las bases para su posterior estudio en el país. Esta discusión permite interrogar a la escritura de la historia del arte en América Latina, y particularmente en el Ecuador, y la relación entre esta disciplina y un proyecto político homogeneizador y excluyente.
Palabras clave: Historiografía, Arte colonial, Escuela artística, Canon, Raza, Juan León Mera, José Gabriel Navarro.
Abstract: In recent years, various scholars have emphasized the connection between the emergence of the disciplines of history and art history, and the writing and invention of national narratives. This essay analyzes the persistent use or neglect of critical terms in the texts of key authors, such as Juan León Mera and José Gabriel Navarro, who during the second half of the nineteenth century and the first decades of the twentieth century were concerned with shaping a history of art in Ecuador, laying the foundations for future studies. This discussion allows us to question the writing of art history in Latin America, and particularly in Ecuador, and the relationship between this discipline and a homogenizing and excluding political project.
Keywords: Historiography, Colonial art, Artistic school, Canon, Race, Juan León Mera, José Gabriel Navarro.
Introducción
En los últimos años, se ha reflexionado de forma crítica sobre el origen de la historia y de la historia del arte en el Ecuador, y de qué manera éstas contribuyeron a dar forma – e inventar – ficciones nacionales en la segunda mitad del siglo XIX y en las primeras décadas del XX (Bustos, 2017; Fernández-Salvador, 2007; Fernández-Salvador, 2018). De manera paralela, estos estudios han argumentado sobre la relación entre estas disciplinas y las preocupaciones intelectuales y políticas de la época, considerando el peso que la mentalidad del progreso o el hispanismo, por ejemplo, ejercieron en la articulación de estas narrativas (Capello, 2004). Este ensayo contribuye a esta discusión, a partir de un análisis de conceptos clave utilizados para hablar, definir, y explicar el arte del período colonial. El empleo de ciertos términos, o la conspicua ausencia de otros, no es algo accidental o inocente. Por ello, reconocer la intención detrás de las recurrencias u omisiones es esencial al momento de interrogar la complicidad de las narrativas nacionales con los intereses de las culturas dominantes. En el caso específico de la historia del arte, siguiendo el argumento de Charlene Villaseñor-Black y Tim Barringer sobre la necesidad de descolonizar la disciplina, esto nos lleva a admitir que ésta es un «producto del imperio» (2022).
En 1996, Robert Nelson y Richard Shiff editaron el volumen Critical Terms for Art History, el cual fue revisado y expandido años más tarde (2003). Entre los términos que se incluyen en las dos ediciones, empleados de forma recurrente en el ejercicio de la disciplina, se encuentran aquellos que definen a la obra de arte – simulacro, representación, signo o narración – así como su función en un contexto social – ritual, mirada, género, modos de producción o coleccionismo. Este ensayo está informado por la reflexión crítica que se propone en los volúmenes editados por Nelson y Shiff, pero también reconoce la necesidad de pensar en otros, cuya recurrencia o ausencia permitan evaluar de qué manera la escritura de la historia del arte en América Latina, y particularmente en el Ecuador, se mantuvo al servicio de un proyecto político homogeneizador y excluyente.
Con esto en mente, en las páginas que siguen discuto términos empleados, u omitidos, en los textos de autores clave, como Juan León Mera y José Gabriel Navarro, que durante la segunda mitad del siglo XIX y primeras décadas del XX se preocuparon en narrar la historia del arte en el Ecuador, sentando las bases para el desarrollo de la disciplina en el país. Para este análisis me apoyo en la teoría decolonial y en la teoría crítica de la raza. Particularmente importante es el trabajo de Tatiana Flores, Florencia San Martín y Charlene Villaseñor Black, quienes argumentan que el eurocentrismo en las narrativas nacionales ha resultado en la exclusión de grupos subordinados (2023). Camara Dia Holloway, mientras tanto, resalta la relación entre «raza» y la conformación del canon artístico. Desde el punto de vista metodológico, el análisis crítico del discurso permite interrogar términos cuya persistencia – o deliberada ausencia – ha servido para ordenar el pasado, imponiendo sobre él un sentido de coherencia. Reconocer el contexto en el que estos relatos históricos – que han sido naturalizados – tomaron forma, por otro lado, no solo permite advertir su relación con el ejercicio del poder, sino que también invita a proponer miradas alternativas, más diversas e incluyentes (Achugar, 2017).
Cavilaciones sobre la escuela artística
La historia del arte como una disciplina académica se desarrolló en el siglo XIX, en estrecha relación con el proceso de construcción de las naciones modernas. El concepto de «escuela artística» fue instrumental en este contexto. Por un lado, éste llevó a los tempranos historiadores del arte a identificar las características y rasgos singulares de un «arte nacional». Por el otro, esta categoría también permitió pensar en la persistencia y permanencia a través del tiempo de una tradición artística que encontraba sus orígenes en un mismo pasado.
El concepto de «escuela artística» se utilizó por primera vez en el siglo XVI por Giorgio Vasari en Vidas de los más excelentes arquitectos, pintores y escultores italianos (1550). Preocupados por definir y diferenciar las características locales y regionales, a Vasari y a otros autores que le sucedieron, como Giovanni Battista Agucci (1570-1632), les movía también un espíritu patriótico, que con frecuencia se manifestaba en una competencia sobre la relativa superioridad de las artes en las ciudades o provincias de donde ellos eran originarios. En el siglo XVIII y en el XIX, el concepto se enriqueció con la visión hegeliana de la creación artística, la cual, se entendía, estaba determinada por el espíritu de un pueblo, o nación, más que por la agencia de los artistas individuales (Barringer, 2009, p. 5).
Con respecto al arte colonial ecuatoriano, en el siglo XVIII Juan de Velasco y Eugenio Espejo fueron los primeros en celebrar el trabajo de los artistas quiteños, en quienes reconocían un talento e inclinación natural hacia las artes (Espejo, s.f.; Velasco, 1979). La glorificación de estos artistas, cuyas obras, según Velasco, había sido admiradas aún en Roma, servían de sustento para una identidad local, fortaleciendo el orgullo por la patria chica. El concepto de una escuela artística, no obstante, se comenzó a utilizar únicamente desde mediados del siglo XIX para definir el carácter esencial del arte ecuatoriano.
Dicho esto, José Gabriel Navarro fue el primer historiador del arte ecuatoriano en definir una escuela artística local a partir de las preocupaciones formales de sus artistas. Esto lo hizo en La escultura en el Ecuador durante los siglos XVI, XVII y XVIII (1929), una de sus primeras publicaciones. Claramente inspirado en la tesis hegeliana del «espíritu nacional», e informada por el determinismo histórico y geográfico de Taine, Navarro celebraba la «impersonalidad» de la escultura quiteña pues ésta era indicativa de una unidad estilística. A diferencia de la pintura, en la que él reconocía la presencia de estilos personales, Navarro argumentaba que el carácter repetitivo de la escultura era una afirmación de la colectividad sobre el genio individual.
A diferencia de Navarro, los autores que le precedieron definieron una escuela artística local no tanto por su unidad estilística, sino más bien por su continuidad en el tiempo, en una suerte de narrativa teleológica. Tras identificar una figura fundacional – que siempre es Miguel de Santiago – este relato se articula a partir de una sucesión lineal de nombres de grandes maestros, la que en ocasiones toma la forma de una genealogía artística. Esta fórmula se apega a una tradición historiográfica renacentista iniciada por Vasari, lo que también evidencia la preocupación por alinear la historia artística local ecuatoriana con la europea.[1]
El primer autor en emplear el término fue Pedro Fermín Cevallos (1812-1893) en su Resumen de la Historia del Ecuador. Apelando al determinismo geográfico, Cevallos se refiere al clima casi mediterráneo del Ecuador para explicar la natural disposición de sus habitantes para las artes, o lo que él llama el «genio», teniendo «la primacía entre sus hermanos de Sudamérica» (1960, p. 212). Retomando el argumento de Velasco, compara a Miguel de Santiago, el pintor quiteño del siglo XVII, con Rafael Sanzio, y habla de su escuela, que a su parecer estaba emparentada con la del sevillano Bartolomé Esteban Murillo. Si Santiago había sido su fundador, esta escuela había sido «sostenida por los Goríbar, sobrino del maestro, Morales, Velas y Oviedos», y más adelante por Albán, Astudillo y Rodríguez. A pesar de que no habla específicamente de una escuela de escultura, el autor también rescata la tradición heredada de Caspicara, Pampite y otros por artistas más recientes, como el ibarreño Custodio Padilla y el cuencano Sangurima (1979).
La relación entre «escuela» y linaje artístico queda en evidencia en un breve artículo que se publica en el primer número de la Revista de la Escuela de Bellas Artes, publicado en 1905. El artículo se centra, nuevamente, en la figura de Miguel de Santiago, al que se presenta como el fundador de un linaje artístico que se extiende hasta la modernidad. En él se incluye no solo una copia del supuesto autorretrato de Santiago, del que se hablará más adelante; también se reproduce el boceto de una escena de la historia de la república romana atribuido al pintor quiteño (Fernández-Salvador, 2018). La atribución de la obra es cuestionable, pero sirve para alinear al pintor quiteño con los ideales de la nación moderna, tanto por su contenido como por su estilo. Mostrando el valor heroico que había mostrado el joven Gayo Mucio para salvar a su pueblo durante el sitio de Roma por los etruscos, la obra glorificaba la virtud cívica y no la religiosa, y como tal apelaba a las preocupaciones de la nación moderna. Haciendo uso de un lenguaje académico, alineado con las preocupaciones estéticas de fines del siglo XIX y principios del XX ―las figuras, de gestos reposados, se distribuyen en un plano horizontal, en un formato que recuerda al del friso de un templo griego ―el dibujo también era prueba del interés de Santiago en la pintura histórica, tradicionalmente considerada como el género artístico más elevado.
Lo más interesante es que la historia del boceto, que pasa de mano en mano, sirve para dar forma a una narrativa continua que atraviesa varias generaciones de artistas, desde el siglo XVII hasta inicios del XX. Así, en la revista se afirma que «el Maestro Goríbar, sobrino y discípulo de Miguel de Santiago, regaló este dibujo a Cortés, quien, con muchas recomendaciones, se lo dio a Samaniego; de manos de éste lo recibió el maestro Villacís; pasó de las suyas a las de D. Ramón Vargas, notable aficionado, y por fin, de las suyas, a las de nuestro querido maestro Pinto, en cuyo poder se conserva hoy día» (Miguel de Santiago, 1905, p. 27). La historia que se teje alrededor del dibujo, de esta forma, sirve para legitimar la existencia de una escuela artística ecuatoriana, que a pesar de estar anclada en el período colonial se proyecta hacia la modernidad.
Está claro que el concepto de «escuela» se utilizó para otorgar un sentido de coherencia a la producción artística en el Ecuador, ya sea en términos de una unidad estilística o de continuidad en el tiempo. Sin embargo, es necesario adoptar una postura crítica frente a las consecuencias de su aplicación. La categoría de «escuela artística» regional o nacional está estrechamente ligada con la formación del canon, como bien ha señalado Hubert Locher (2012). El canon, que resulta de un esfuerzo por seleccionar las obras que poseen un mérito singular, y que como tal merecen ser estudiadas, exhibidas y reproducidas, está en continuo proceso de construcción y está estrechamente relacionado con el contexto e intención que lo conforman (Harris, 2006). Definir una escuela artística o dar forma al canon nacional, de esta forma, implica un proceso de intervención selectiva en el archivo visual, y en la exclusión de expresiones disidentes o transgresoras, que no se conforman con normas arbitrarias de estilo, gusto o calidad, al decir de Charlene Villaseñor Black y Tim Barringer (2022). Tanto las escuelas como los cánones nacionales, por otro lado, apelan a un proyecto colectivo – precisamente lo que sugiere Navarro con respecto a la escultura quiteña – que a su vez está atado a una visión de la sociedad como una entidad étnica y culturalmente homogénea (Locher, 2012).
En estudios anteriores, he cuestionado el uso del concepto de «Escuela Quiteña» precisamente porque éste opera a partir de una distinción entre lo culto y el popular, invisibilizando las manifestaciones visuales que, a diferencia de la escultura y de la pintura, no eran consideradas como una de las bellas artes (Fernández-Salvador, 2006).[2] En la misma línea, en este ensayo expando la discusión sobre el carácter excluyente de la «escuela artística», en una reflexión sobre el concepto de «buen gusto» en el arte que, de acuerdo a Mera, fue introducido por Miguel de Santiago.
En su biografía de Miguel de Santiago, publicada en la revista literaria El Iris, en 1861, Mera resalta el talento del pintor, cuyas obras se caracterizaban, a su juicio, «por la sencillez de la composición y la propiedad del colorido», así como por «la exactitud del dibujo». Probablemente siguiendo a Cevallos, con quien sabemos que mantenía una estrecha relación intelectual, también él describe a Santiago como el fundador de un linaje artístico. Así, señala que no se conoce que antes de él existiera en Quito un artista con talento comparable al suyo, y por eso a él «le cupo la honra de crear una escuela», un esfuerzo que iba de la mano con la introducción del «buen gusto de su patria para la pintura» (Mera 1861, p.145). Una categoría arbitraria, el «buen gusto» en el arte fue discutido con detenimiento por Anton Raphael Mengs, pintor y teórico alemán del neoclasicismo, a quien Mera cita en uno de sus estudios.[3]A pesar de que Mengs reconoce que el gusto es individual y subjetivo, para él, el «buen gusto» era una habilidad adquirida. Éste se refería a la sensibilidad para reconocer la belleza ideal, la que se podía desarrollar a partir del estudio de modelos de la Antigüedad Clásica (Marchand). Apelar a este concepto al hablar sobre Santiago, de esta forma, Mera situaba al artista quiteño, y a la tradición artística heredada de él, en diálogo con el arte europeo. Como herramienta normalizadora, el «buen gusto» era esencial al momento de dar forma al canon nacional, y servía no solo para excluir a las obras que no entraban dentro de esta definición, sino que además justificaba su destrucción. Es así como el mismo Mera, quien se mostraba muy crítico frente al realismo excesivo de la escultura barroca, hacía un llamado, precisamente, para practicar «un iconoclasticismo piadoso y salvador del buen gusto artístico» (Mera, 1894, p. 319).
Los estudios decoloniales urgen a reconocer los prejuicios raciales y de género de la historia del arte. Más adelante se discute la idea de raza (o su invisibilidad) en las primeras narrativas del arte ecuatoriano, un gesto aparentemente inocente pero que tiene la intención de borrar diferencias étnicas y de género con el propósito de reforzar la visión homogénea de la nación moderna. En este punto, sin embargo, me parece relevante apuntar a la omisión de mujeres artistas tanto en los artículos firmados por Cevallos y Mera como en la genealogía que se construye a partir del dibujo atribuido a Santiago.
La invisibilidad de las mujeres artistas no sorprende, en parte porque sus nombres son difíciles de identificar en el archivo colonial pero también porque las obras que ellas realizaban, a las que por lo general se define como miniaturas – como es el arte textil o la iluminación de manuscritos – eran consideradas una manifestación artística inferior. No obstante, sí llama la atención la ausencia de Isabel de Cisneros, hija de Santiago, cuyo talento artístico era reconocido aún en relatos hagiográficos coloniales (Martín, 2008; Fernández-Salvador, 2024). De hecho, su nombre aparece en la vida espiritual de Juana de Jesús, monja del convento de Santa Clara de Quito, escrita por Francisco Javier Antonio de Santa María y publicada en Lima, en 1756. Según Santa María, que describe a Cisneros como «señalada en el arte», se llamó a la pintora para que realizara el retrato funerario de la monja después de que su esposo, Antonio Egas Venegas, no pudiera cumplir con el cometido.
A fines del siglo XIX, el primer autor enreferirse a la mujer pintora fue Pablo Herrera(1890), citando la Oración Ecuatorianade Nicolás Carrión. A él le siguió de cercaFederico González Suárez en su HistoriaGeneral de la República del Ecuador (1890-1903). Interesantemente, a diferencia delanálisis estilístico que hace Mera de la obra deSantiago como prueba de su habilidad artística,de Cisneros se resalta, únicamente, la«dulzura» que se reconocía en sus pinturas.
Definiendo el pasado: entre lo colonial y lo nacional
La categoría «arte colonial», empleada para definir la producción artística de los tres siglos que se extienden desde la conquista hasta la independencia, ha estado bajo la lupa desde muy temprano, y en varias instancias se han empleado alternativas para suplirla. Así, en lo que concierne al arte mexicano o peruano, se ha utilizado de forma consistente el término virreinal.[4] Durante la primera mitad del siglo XX, por otro lado, autores como los argentinos Martín Noel (1915) y Ángel Guido (1925), aludieron al concepto de mestizaje para justificar la originalidad de la «arquitectura provincial» andina. De esta forma, Noel se refirió a una «estética de la raza» indígena, mientras que Guido habló de una fusión hispano-indígena, para explicar la presencia de motivos ornamentales y preocupaciones formales heredados de las tradiciones artísticas anteriores a la conquista.[5]En esa misma línea, Mariano Picón Salas argumentó sobre la existencia de un «barroco de Indias» que según él había alcanzado su máxima expresión en el Nuevo Mundo (1944). En muchos estudios recientes, mientras tanto, se ha colocado el arte del período bajo el paraguas de la modernidad temprana o del renacimiento global.
Ninguna de las alternativas que se proponen para sustituir el término «colonial» es adecuada. Por un lado, la palabra virreinal, que busca evitar la dependencia con respecto a Europa, niega las relaciones de poder tanto internas como las que se dieron entre la metrópoli y los territorios de ultramar. En el caso de Quito, la aplicación de este término es aún más complicada puesto que, a pesar de haber sido un importante centro artístico, prueba de lo cual es la exportación de obras a mercados en toda la región, particularmente en el siglo XVIII, se pierde de vista su relevancia e identidad al considerarlo ya sea como parte del virreinato del Perú o de Nueva Granada.
El concepto de mestizaje en el barroco andino, muy cercano al término «tequitqui», acuñado por José Moreno Villa en la década de 1940 para explicar la contribución de los artistas indígenas en México (González Galván, 1982), no encontró mayor eco en discusiones sobre arte quiteño durante la primera mitad del siglo XX, pero también ha sido criticado en diferentes instancias por historiadores del arte y de la arquitectura. Un crítico temprano fue George Kubler (1966), quien lo cuestionó por considerar que estaba cargado de un significado racial.[6] En esa misma línea, Susan Webster (2011) ha argumentado más recientemente en contra de la aplicación de un «perfil racial» al estudio de obras y edificios del período, poniendo en duda el que la presencia de elementos locales, como plantas o animales, fuese evidencia suficiente de una agencia indígena.[7] Finalmente, vale la pena recordar la postura crítica de Antonio Cornejo Polar, quien desde los estudios literarios miraba con sospecha esa posición cómoda del mestizaje como síntesis, la que presupone una (armónica) fusión entre diferentes tradiciones artísticas y culturales, restando importancia a contradicciones y violencias internas (1994).
Hablar del arte latinoamericano de los siglos XVI al XVIII en el contexto de la modernidad temprana y del renacimiento global, por otro lado, es útil por cuanto ha permitido entenderlo en un contexto más amplio, a partir del sostenido intercambio, circulación y migración de tradiciones y teorías artísticas, objetos, imágenes y artistas. No obstante, a pesar de la utilidad de estos esfuerzos, en la aplicación de estos conceptos se corre el riesgo de acentuar la idea de dependencia que se buscaba contrarrestar. Igualmente, el énfasis en intercambio y circulación puede llevar a desestimar la asimetría en el ejercicio de poder, así como la singularidad de prácticas culturales y artísticas locales.
Con respecto al término «colonial», éste es probablemente el más adecuado para explicar la producción artística de este momento histórico, si nos atenemos al contexto político y cultural en el que se desarrolló. En esta línea, Carmen Bernard (2004) ha argumentado que, si bien los términos «colonia» y «colonialismo» estuvieron ausentes de textos jurídicos anteriores al siglo XIX, es innegable la «situación colonial» del período, marcado por el dominio y la subordinación con respecto a la metrópoli. En su seminal estudio sobre la «cultura letrada» en los Andes coloniales, mientras tanto, Tom Cummins y Joanne Rappaport (2012) han resaltado la necesidad de pensar en la «cultura colonial» como una categoría que engloba la contradicción y violencia que marcó a este período, pero también los procesos de negociación, adaptación y apropiación. De esta forma, la «cultura colonial» reconoce las relaciones asimétricas de poder al igual que la agencia de grupos subordinados. No obstante, el empleo de este término no siempre estuvo acompañado de una reflexión crítica.
En referencia a la literatura, Santa Arias y Yolanda San Miguel han argumentado que el período colonial es una invención del siglo XIX, por parte de «actores culturales» latinoamericanos (2020). Estos intelectuales, señalan Arias y San Miguel, en su preocupación por construir un fundamento sólido para la historia literaria de la región, hicieron un esfuerzo comparable al de los proyectos culturales europeos que integraron al período medieval en las narrativas nacionales (2020). Como resultado de este enfoque, la cultura de este período se entendería como un objeto coherente y delimitado, que a su vez sentaba las bases para desarrollos posteriores. Esta afirmación, sin embargo, se debe tomar con un grano de sal al hablar sobre la historiografía del arte latinoamericano, ya que la terminología empleada durante el siglo XIX e inicios del XX es menos precisa. Para el caso ecuatoriano, reflexionar sobre esta denominación es importante por cuanto dice mucho sobre el lugar que ocupó el período en la construcción de las narrativas nacionales.
Una revisión de varios ensayos y libros sobre arte ecuatoriano, publicados entre 1850 y 1940, evidencia que el término «colonial» aplicado al estudio del arte de los siglos XVI al XVIII no se utilizó con anterioridad a la década de 1930. De hecho, es posible que el término apareciera por primera vez en un ensayo de Jesús Vaquero Dávila, publicado en 1939, y poco más tarde en una conferencia dictada por Jorge Pérez Concha, en 1941. En este último caso, es evidente que, a pesar de que el autor celebra la importancia de Quito como un importante centro de producción artística, el término colonial le sirve para resaltar la dependencia del arte local con respecto a los modelos europeos.[8]El mismo espíritu yace detrás de la creación del Museo de Arte Colonial. A pesar de que éste funcionaba desde 1938, en 1944 se constituyó oficialmente cuando el gobierno le entregó el edificio en donde sigue funcionando hasta el momento. El museo, que se había formado con donaciones de colecciones pertenecientes a la élite quiteña, buscaba reproducir, según una visitante de la época, «la forma en que vivía un noble con su familia hace doscientos años» (Parker, 1948, p. 172), una nostalgia por el pasado que claramente escondía el deseo de volver al orden jerárquico del período monárquico.
Entre los autores más tempranos, sin embargo, la idea de lo «colonial» está ausente. En su artículo publicado en la revista El Sudamericano (1866), Juan León Mera analiza la obra de Miguel de Santiago y de Goríbar, conectándolos con pintores activos a inicios del siglo XIX, como Antonio Salas, y con sus contemporáneos, entre los que resaltan Carrillo, Cadena y Rafael Salas. En su biografía de Miguel de Santiago, el argumento de Mera es un tanto diferente, pero profundamente innovador. En este ensayo él sí habla de «tiempos coloniales» para referirse al período en que vivió Miguel de Santiago, pero en este caso, tal como los autores latinoamericanos de que hablan Arias y San Miguel, lo define como «edad media del Nuevo Mundo» (1861, p. 142). Al hacerlo, Mera no solo compara la historia del arte quiteño con el desarrollo estilístico del arte europeo. La idea de una progresión lineal e ininterrumpida también le permite definir al arte del pasado como sustento del moderno.
Un argumento similar está presente en Pablo Herrera. Titulado «Las Bellas Artes en el Ecuador» (1890), el estudio de Herrera traza una narrativa continua, la que se articula a partir de la sucesión de nombres de grandes maestros, que se extiende desde el siglo XVI al XIX. Así, con respecto a la escultura, su historia inicia con el español Diego de Robles y concluye con los modernos Domingo Carrillo y Miguel Vélez, mientras que, para el caso de la pintura, ésta comienza con Miguel de Santiago y se extiende hasta Cadena y Manosalvas, en el siglo XIX.
No muy diferente es la visión histórica de José Gabriel Navarro, particularmente en su temprano estudio sobre escultura. Su título, Escultura en el Ecuador (siglos XVI al XIX), sugiere una permanencia y continuidad casi inalterables a lo largo del tiempo (2006). Más aún, como he señalado en un estudio anterior, Navarro incluye en este volumen fotografías de talleres de escultura quiteños que permanecían activos a inicios del siglo XX (Fernández-Salvador, 2007). Aunque estos sirven para ilustrar el funcionamiento de estos lugares en siglos anteriores, las fotografías también argumentan sobre la continuidad de esta tradición y su pervivencia, aún en la modernidad.
Vale la pena comparar el énfasis en la continuidad artística que marca la historiografía ecuatoriana con lo que argumenta la crítica en otros países latinoamericanos. Concretamente, es interesante pensar en el caso chileno. A diferencia de lo que sucede en el Ecuador, en Chile se define desde muy temprano a la tradición artística y cultural anterior al período republicano con el término coloniaje, el que va cargado con una clara connotación negativa. Como bien ha anotado Constanza Acuña Fariña, para los intelectuales chilenos del siglo XIX, más interesados en promover un arte académico afín a la tradición francesa, no existió un arte colonial propio (2013). Por el contrario, el arte de ese período se asociaba con obras importadas desde Quito, a las que se describía con insistencia como «mamarrachos».[9] Afirmando que los artistas quiteños habían carecido de un entrenamiento adecuado, estos autores argumentaban que la masiva exportación de pinturas y esculturas fabricadas en sus talleres había servido para introducir el mal gusto artístico en otras naciones latinoamericanas. Estas ideas, que permitieron la destrucción de muchos edificios construidos en siglos anteriores, también sirvieron para definir la producción artística de ese período como opuesta a los ideales del progreso y, por ende, de la nación moderna.
Volviendo al Ecuador, vale la pena preguntarnos ¿cuál fue el efecto de las decisiones tomadas por los tempranos críticos e historiadores del arte ecuatoriano? Al definir un momento fundacional en el siglo XVI, resaltando su continuidad en el siglo XIX, para estos autores, claramente, el origen de la nación y, por extensión, del arte ecuatoriano, iniciaba con la conquista y colonización españolas. El arte y la cultura del período precolombino aparecían excluidos de esta narrativa nacional, pero también del campo de estudio de la historia del arte. Como se ha señalado, la idea de continuidad que está presente entre los autores ecuatorianos a fines del siglo XIX y principios del XX sugiere la dependencia con respecto a modelos historiográficos eurocentristas. Por otro lado, ésta fue una actitud profundamente conservadora, que no busca rupturas con respecto a las relaciones asimétricas de poder y al ordenamiento jerárquico que marcaron ese pasado.
La omisión de la raza
En el presente, el tema racial juega un papel indiscutible en discusiones sobre arte colonial, haciéndose visible tanto en publicaciones académicas como en exposiciones. No obstante, la actitud fue muy diferente entre los primeros críticos e historiadores del arte ecuatorianos. Entre los autores del siglo XIX, llama la atención la conspicua ausencia de cualquier referencia a la identidad étnica de los artistas, lo que claramente permitía a los intelectuales de la época forjar la narrativa de una nación culturalmente homogénea. Mientras, en las primeras décadas del XX, por la influencia de las ideas hispanistas – un movimiento que celebraba la conquista y colonización españolas como una empresa civilizadora, y con el que comulgaban innumerables intelectuales y políticos quiteños como Jacinto Jijón y Caamaño y José Gabriel Navarro – se minimizaba la contribución artística de la que se llamó «raza caída», en palabras de Jesús Vaquero Dávila (1939).
Una excepción es el caso de Caspicara, a quien autores como el mismo Navarro (2006 [1929ª]) y Pío Jaramillo Alvarado (1950) lo identificaron como escultor «indio», reconociendo su singular talento. Con esto en mente, en los párrafos que siguen discuto dos ejemplos tempranos sobre la negación de la contribución indígena al arte colonial, primero en Juan León Mera y luego en José Gabriel Navarro, considerando tenues diferencias que responden a la agenda política y preocupaciones intelectuales de los autores.
En la biografía de Miguel de Santiago, que Juan León Mera publica en la revista literaria El Iris (1861), el autor utiliza la fórmula puesta en práctica por Vasari en el siglo XVI para escribir una primera historia del arte italiano a partir de las vidas y obras de grandes artistas (FernándezSalvador, 2006; Fernández-Salvador, 2018). Ahora bien, Mera nunca se refiere a la identidad étnica del artista, de quien ahora sabemos que tanto su padre como su madre eran indígenas. Es cierto que muy posiblemente él no poseía la evidencia para comentar sobre este tema. Sin embargo, es necesario problematizar esta omisión, pues claramente ésta lleva a pensar que los y las protagonistas del arte ecuatoriano formaban parte de una misma cultura, no muy diferente de la del autor.
En la biografía, Mera combina diferentes recursos para dar forma a su narrativa, entre ellos fuentes históricas, anécdotas sobre la vida y el temperamento del artista que habían sido recogidas anteriormente por Pedro Fermín Cevallos, y un análisis de los lienzos que Santiago y su taller ejecutaron para el convento de San Agustín. Es de uno de estos cuadros que emerge la figura del artista, acomodada a las preocupaciones del canon moderno. Se trata del lienzo que muestra un milagro obrado por el santo, en la que aparece un caballero, ricamente ataviado, que se identifica como el autorretrato del artista. Este supuesto e infundado autorretrato – muchos de los lienzos, y éste en particular, se basaban en grabados del flamenco Schelte A. Bolswert, publicados en 1624 – le permite a Mera hablar sobre el carácter altivo del personaje. En un artículo anterior he argumentado que el autorretrato le permitía a Mera resaltar la conciencia artística del pintor, no muy diferente de la que habían evidenciado los grandes maestros del renacimiento (FernándezSalvador, 2018). Pero éste también nos lleva a imaginarlo como un caballero criollo, digno de ser reconocido como figura fundacional del arte ecuatoriano. Reproducido en la portada de El Iris, y copiado más adelante por artistas de la talla de Pinto, esta imagen «blanqueada» de Miguel de Santiago es la que se fija en el imaginario nacional. En diferentes estudios de José Gabriel Navarro, ya en las primeras décadas del siglo XX, persiste esta actitud.
Navarro poseía innumerables recursos, particularmente documentos de archivo, que no estaban a la mano de Juan León Mera. No obstante, fuertemente influenciado por las ideas del hispanismo y de su círculo intelectual, Navarro utiliza la información de estos documentos de forma selectiva, de manera que le permitan construir una narrativa celebratoria de la dominación hispánica. Así, si bien reconoce que el alarife indígena Francisco Tipán, construyó los retablos para la sacristía de la iglesia de San Francisco, menciona su nombre de pasada y no ahonda en su trabajo (2006)[10]. Por el contrario, argumenta que fue el religioso flamenco Fray Jodoco Ricke quien inició la construcción del edificio, y que muy probablemente llegaron arquitectos españoles para llevar a cabo sus planes. Pero el argumento más decidor sobre su inclinación hispanista se encuentra en su temprana discusión sobre el pintor Andrés Sánchez Gallque.
En 1929, José Gabriel Navarro hizo uno de los hallazgos más importantes para la historia del arte ecuatoriano. Se trata del «descubrimiento» en el Museo Arqueológico de Madrid del retrato de los Señores de Esmeraldas, un lienzo ejecutado en 1599 por Sánchez Gallque, y que fue enviado a España como un regalo para Felipe III. Para Navarro, el lienzo tenía importancia etnográfica, histórica y artística. Éste era un documento, afirma, de la «realidad política» de España en América, que permite además reconstruir «como adornaban sus personas los aborígenes de Esmeraldas». El hallazgo de este lienzo, por otro lado, aportaba luces a la historia de la pintura ecuatoriana, «todavía envuelta en las oscuras sombras» del anonimato (1929b, p. 17).
Volviendo en el tiempo, en 1909 se había publicado un artículo sobre el pintor dominico Fray Pedro Bedón, en el que se mostraba la portada del libro de la Cofradía del Rosario de Naturales (Fernández-Salvador, 2022). En este libro, es bien sabido, se consignaron los nombres de varios pintores de raigambre indígena, entre ellos Andrés Sánchez Gallque. Lo que es notable es que Navarro hizo caso omiso de esta información, más preocupado de trazar los orígenes y linaje hispano de la historia de la pintura ecuatoriana.
Para Navarro, el hallazgo del lienzo permitía identificar el eslabón perdido en la historia del arte ecuatoriana, en el sentido de que servía para conectar a Miguel de Santiago con pintores activos a inicios del período colonial. Es decir, el historiador trataba de rescatar la continuidad en el tiempo de la tradición artística que había llegado desde Europa durante el siglo XVI, de la mano del flamenco Fray Pedro Gocial, y de otros como los españoles Juan de Illescas y Luis de Rivera. Lo más decidor es el hecho de que Navarro inventó una genealogía hispana para Sánchez Gallque, argumentando que perteneció a una familia de pintores de linaje español: «Como por lo regular las aficiones artísticas se heredan», afirma, es posible que Sánchez Gallque perteneciera a la familia de Juan Sánchez de Jerez, y que estuviera emparentado con el pintor Juan Sánchez que estaba activo en Guápulo en la misma época que Miguel de Santiago. Concluía argumentando que «nos encontramos ante un pintor esclarecido, digno antecesor y muy probable maestro de Miguel de Santiago y, sobre todo, un anillo de la cadena histórica del arte quiteño que en gran parte explica su natural evolución, ya que con él se liga perfectamente la pintura quiteña del XVII con la de los maestros del XVI, y sobre todo con la española de aquellas épocas» (1929b p. 28-29).
A manera de conclusión
Durante la segunda mitad del siglo XIX y en las primeras décadas del XX, autores como Juan León Mera y más adelante José Gabriel Navarro sentaron las bases de la historia del arte ecuatoriano. Estas narrativas iban de la mano con procesos de construcción de la nación y de la identidad nacional, y como tal sus trabajos están cargados de intención política. Los términos y conceptos que se utilizan de forma recurrente o, por el contrario, que deliberadamente se omiten, en estos relatos son un índice de los prejuicios y exclusiones que marcaron las narrativas nacionales, pero también el proyecto de la nación. Una reflexión crítica sobre el empleo de estos términos nos permite interrogar a ésta y otras disciplinas académicas, y reconocer su papel al servicio de las relaciones de poder, pero también son un llamado para visibilizar versiones alternativas e incluyentes.
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Notas

