Dosier 1
Archivos afectivos. Una estrategia metodológica para estudiar las discursividades disidentes
Affective files. A methodological strategy to study dissident discursivities
Descentrada
Universidad Nacional de La Plata, Argentina
ISSN: 2545-7284
Periodicidad: Semestral
vol. 8, núm. 1, e219, 2024
Recepción: 02 Febrero 2023
Aprobación: 20 Abril 2023
Publicación: 01 Marzo 2024
Resumen: Este artículo se propone caracterizar los archivos afectivos como técnica de investigación social. Para ello se retoman aportes del denominado “giro afectivo”, de los estudios biográficos en ciencias sociales y fragmentos de investigaciones propias que recuperan esta caracterización. Se esbozan dos ejemplos de archivos afectivos resultantes de diferentes indagaciones realizadas en el espacio universitario: un archivo de la vergüenza y otro del hartazgo. A partir de la hipótesis de que este tipo de archivos posibilitan una mayor comprensión de las formas actuales de redefinición de lo público, se discute el propio estatuto de los archivos y su relación con la memoria. Como conclusión, se señala lo que se considera aquí el rasgo principal de los archivos afectivos: volver extraño el mundo conocido.
Palabras clave: Archivos, Giro afectivo, Metodología, Emociones.
Abstract: This article intends to characterize affective archives as a social research technique. For this purpose, contributions of the so-called affective turn are taken up, together with biographical studies in social sciences and fragments of our own research that recover this characterization. Two examples of affective archives are outlined, resulting from different research paths carried out in the university space: an archive of shame and another of weariness. This article discusses the status of archives and their relationship with memory, based on the hypothesis supported by this work, which is that this type of archives enables a better understanding of the current forms of redefinition of what is public. As a conclusion, we point out what is considered here the main feature of affective archives: making the known world strange.
Keywords: Files, Affective turn, Methodology, Emotions.
Tirar encima del recuerdo y del olvido, no tierra, sino palabras
Vir/ginia Cano, Dar (el) duelo
A Leonor Arfuch cada una de estas palabras
1. Introducción
Este artículo se detiene en una técnica “rara” a las tradiciones más visitadas por la investigación social, pero en creciente uso para analizar las transformaciones de las normas sexo genéricas, los activismos por la disidencia sexual, las luchas feministas y ‒de un modo general‒ para atender a un conjunto heterogéneo de discursividades disidentes: los archivos afectivos. Lo raro, como lo caracterizó Mark Fisher, refiere a “la unión de dos o más cosas que no deberían estar juntas” (2021, p. 12), unión que el autor figura con la imagen del collage, técnica plástica que combina elementos de diversas procedencias. La propia denominación de este tipo de archivos, que pone en relación la idea de conservación pública que supone todo acervo junto con la dimensión del afecto, a menudo vinculada a la intimidad o la subjetividad, parece reproducir este rasgo de extrañeza. A su vez, los archivos afectivos se componen de elementos dispersos, de distinto estatuto y procedencia, que no necesariamente deberían estar juntos: correspondencias personales y materiales pornográficos, performances en espacios públicos y prendedores guardados en un cajón, escrituras en paredes y filmaciones caseras, por mencionar algunos materiales posibles.
A menudo, las indagaciones desde las ciencias sociales recurren para la producción de datos, en particular aquellas cualitativas, a un abanico de técnicas entre las que el trabajo con entrevistas, observaciones y el análisis documental constituyen las modalidades de aproximación más habituales. Estas, a su vez, admiten una pluralidad de variantes según tradiciones disciplinares y enfoques teóricos: entrevistas en profundidad, semi-estructuradas, observaciones participantes y no participantes, encuestas de diversa índole, análisis de documentos de archivo, de prensa, de productos de la industria cultural o institucionales, que se despliegan en estudios etnográficos, biográficos, semióticos, entre muchos otros (Forni, 2020). Sin embargo, y en la medida en que las estrategias metodológicas y técnicas a las que se recurre para la producción de los datos no están escindidas de los objetos de indagación, sino que son estos los que las deslindan, ¿a qué objetos corresponde la producción de archivos afectivos? ¿Qué características posee este tipo particular de archivo que parece alejarse de los cánones tradicionales de lo clasificable y conservable?
Es Ann Cvetkovich (2018) en su señero libro Un archivo de sentimientos quien caracteriza tanto ese carácter “raro” de este tipo de archivos como así también los objetos que pueden orientar a su confección. Movilizada por la experiencia del duelo por la muerte de sus amistades y de activistas durante la expansión del VIH/sida en Estados Unidos hace cuatro décadas, Cvetkovich narra que
a medida que pasaban los años, descubrí que las muertes de mis amigos se quedaban conmigo, y mi propia experiencia del activismo antisida me hizo querer documentarlo antes de que se perdiera o fuera mal representado. Para continuar combinando activismo y duelo, me dediqué a conservar el archivo del activismo antisida recogiendo historias orales de lesbianas activistas antisida, incluidas aquí. Mi deseo, surgido por la urgencia de la muerte, ha sido mantener viva la historia del activismo antisida y parte del presente (Cvetkovich, 2018, p. 21)
¿Dónde quedaban registradas las luchas cotidianas de las personas que enfermaban a causa del sida, que envolvían acciones por medicación, por atención estatal, contra la discriminación, en la expansión devastadora durante los años ochenta? Pero también, ¿cómo dar cuenta de los soportes, el acompañamiento de las amistades, el amor y el sexo, la fiesta y las formas del duelo que envolvieron por entonces aquellas vidas y que no se reducían a la frialdad de los números de infecciones y muertes? Recuperar esas historias, sostiene Cvetkovich, supone documentar aquello que no entra, o no ha entrado, en la cultura oficial e implica hacerlo a partir de materiales que no necesariamente se ajustan a los cánones tradicionales de la catalogación. Implica también una mayor atención a la dimensión social de los afectos, tal y como lo viene postulando el giro afectivo.
Como sostienen Cecilia Macón y Mariela Solana (2015), desde esta perspectiva se busca explorar formas alternativas de aproximación a la dimensión colectiva de los afectos y emociones, y comprender el papel que estos ocupan en la modulación de la vida pública. En otras palabras, si lo emocional parece haberse configurado en el transcurso de la modernidad como lo otro de lo racional, en una producción de dualidades opositivas a las que le siguen lo privado/lo público, reproducción/producción, femenino/masculino, entre otras, esta perspectiva busca trascender estas dicotomías y se interesa por la atención a cómo las emociones configuran la vida pública, lo político y el lazo social.
Siguiendo estas primeras formulaciones, este artículo se propone, en primer lugar, caracterizar a los archivos afectivos en tanto técnica para la investigación social, retomando aportes del denominado “giro afectivo”, de las reflexiones provenientes desde las perspectivas biográficas en ciencias sociales, como así también recurriendo a viñetas de distintos trabajos de investigación propios realizados en el transcurso de más de 15 años, que se recuperan en esta caracterización. Como aporte inicial, interesa en esta sección hacer hincapié en que los archivos afectivos son colecciones a crear, contrariamente a la idea de recurrir a un archivo ya existente. A su vez, estos buscan recuperar registros efímeros, a menudo considerados banales o carentes de interés para su conservación. En segundo lugar, esbozo dos ejemplos de archivos afectivos resultantes de diferentes trayectos de mi propia labor de investigación, una finalizada y otra en curso: un archivo de la vergüenza y otro del hartazgo. Estos corresponden al análisis de dos procesos estudiados, el funcionamiento de sociabilidad estudiantil alejada de la heteronorma, y a las acciones contra las violencias sexistas en el espacio universitario, respectivamente. La estrategia de confeccionar archivos afectivos para analizar estos procesos no estuvo planteada en el inicio de estas investigaciones, sino que se ensaya aquí una lectura retrospectiva de dos corpus de registros que pueden ser leídos (y reactualizados) en esta clave metodológica.1 En tercer lugar, siguiendo la hipótesis aquí esbozada de que este tipo de archivos posibilitan una mayor comprensión en el análisis social de las formas actuales de redefinición de lo público, se discute el propio estatuto de lo que es un archivo, la temporalidad que envuelve y su relación con la memoria. Finalmente, se recapitula lo que se considera aquí el principal aporte metodológico de los archivos afectivos: volver extraño el mundo conocido.
2. Giro afectivo y creatividad metodológica
¿Qué son los archivos afectivos, qué rasgos los caracterizan? Se recuperan en esta sección algunas de sus características a partir de los aportes teóricos en torno al giro afectivo y los estudios biográficos, como así también de viñetas de trabajos de investigación propios desarrollados durante un período prolongado que permitan comprender cómo esta técnica se anuda con problemas de investigación que tienen, como rasgo en común, el foco de interés en la relación entre afecto y normatividad social.
“¿Dónde están las lesbianas en esta facultad?” interrogaba un grafiti escrito en un baño de mujeres de la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires relevado en el año 2010 para una investigación que buscaba identificar cuáles eran las normas sexo genéricas que regulaban la cotidianidad del espacio universitario (FIGURA 1).2 Otro refería de manera imperativa: “Levanten la mano les y bi de Psico”. Aunque distintas en sus modalidades de enunciación, en un espacio liminar entre lo público y lo privado como lo es la puerta del cubículo de un sanitario, ambas inscripciones interpelaban la norma sexo genérica presente en la espacialidad universitaria, y en específico, a la heteronorma. Por entonces, luego de intensos debates y movilizaciones, Argentina reformaba ese año su código civil y habilitaba el matrimonio sin distinción de géneros en todo su territorio. Sin embargo, la “existencia lesbiana”, como la nombró la poeta y teórica Adrienne Rich (1986) hace más de cuatro décadas, constituía en 2010 una experiencia aún invisibilizada, secreta o discreta en la sociabilidad cotidiana estudiantil en un contexto de creciente politización de géneros y sexualidades.
Unos años después, en 2015, tuvieron lugar en Argentina las acciones de movimientos de mujeres y feministas en torno al “Ni una menos”.3 Desde ese momento comenzaron a producirse periódicamente manifestaciones en calles, plazas y espacios cotidianos para visibilizar un sinfín de situaciones de violencias sexistas, que se tornaron asuntos públicos tras un largo confinamiento en el silencio. Con el objeto de desnaturalizar prácticas cotidianas, en las universidades ‒como así también en otros niveles educativos‒ las estudiantes organizaron instalaciones llamadas “tendederos”,4 en las que en trozos de papel colgaban relatos en primera persona de violencias allí vividas, tal como fue relevado por entonces en un estudio que indagaba el impacto de estos debates en las casas de estudio. Año a año las manifestaciones se repitieron en las calles; en las movilizaciones del año 2022 una joven que marchaba en la ciudad de Buenos Aires llevaba un letrero entre sus manos que, en alto, dejaba leer: “Yo marcho por eso que me hicieron y no le conté a nadie”. Otro refería: “Marcho porque estoy viva y no sé hasta cuándo”.
En ambas escenas, es posible recuperar no sólo el contenido de los enunciados referidos sino también la materialidad, los soportes y sus formas de circulación y posibilidades de lectura de estas discursividades. De un modo más específico, interesa señalar cómo tanto en los grafitis como en los letreros referidos, que constituyen sólo una muestra de un universo más amplio, circulan afectos como la vergüenza, el miedo o el hartazgo, y que pueden ser pensados como constitutivos para la acción colectiva, tal como viene sosteniendo el giro afectivo.
Una aproximación desde esta perspectiva trae consigo no pocas discusiones teóricas y metodológicas. Respecto de los debates teóricos, los términos “afectos” y “emociones” son utilizados aquí a manera de sinónimos, aunque esto no constituye un consenso cerrado y es a menudo motivo de polémicas. Quienes sostienen la necesidad de realizar una distinción, diferencian entre una inscripción más clara de las emociones en el orden cultural, una codificación mediante el lenguaje (y de ahí que se dice que tal comunidad, o pueblo, es “más pasional”, “más frío”, “más alegre”), mientras que el afecto sería algo de orden más difuso ligado a la sensación corporal, a la reacción somática, la intensidad sensorial o una experiencia no lingüística (Arfuch, 2018). Es el caso de Fredric Jameson (2018), para quien mientras que las emociones pueden ser nombradas en términos de amor, angustia, alegría, tristeza, miedo, entre otras, los afectos en cambio se resisten a los registros del lenguaje, a su nominación, y su contenido “pasa por activar el cuerpo, con el cual mantienen una relación constitutiva” (Gómez Ponce, 2020, p.125).
No obstante, aquí los términos son utilizados como sin distinción, retomando la deriva de esta corriente, como señala Leonor Arfuch (2018), atenta a las articulaciones entre lo corporal, lo discursivo y lo social. Para Sara Ahmed (2015), la diferenciación entre afectos y emociones parece reproducir la falsa separación entre naturaleza y cultura. En la vida cotidiana la sensación corporal, la emoción y el pensamiento son ámbitos no separables de la experiencia humana: ponerse colorado por sentir vergüenza es un buen ejemplo de esa correlación entre intensidad sensorial y codificación cultural, ya que la vergüenza, como será trabajada más adelante, se produce por una relación de tensión con alguna norma social. Siguiendo a esta autora, no importa tanto qué son las emociones sino cómo funcionan para moldear las superficies de los cuerpos individuales y colectivos. Y es que para Ahmed, las emociones moldean las superficies de los cuerpos, a través de la repetición de acciones a lo largo del tiempo y de “orientaciones de acercamiento o alejamiento de los otros” (2015, p. 24). Por tanto, los afectos lejos de referir (sólo) a una interioridad, un padecer individual o una manifestación somática, se configuran socialmente y constituyen emociones comunitarias que pueden intervenir activamente en la redefinición de lo público.
Volviendo a las viñetas esbozadas en el inicio de este apartado, ¿cómo recuperar metodológicamente para la investigación social estos registros en torno a la vergüenza, el hartazgo o la indignación, tan fugaces como significativos? ¿Cómo capturar la afectividad, esa “innegable experiencia del presente”, como refiere Raymond Williams (1977, p. 150) al caracterizar las estructuras de sentimiento que modulan todo acontecer? Interesa plantear que grafitis, carteles e instalaciones pueden pensarse como registros activos de los procesos de politización contemporáneos de las acciones feministas y de las disidencias sexo genéricas. En este sentido, interesa caracterizarlos aquí como posibles materiales para la conformación de archivos afectivos.
Es posible dar cuenta de algunas características que estos archivos guardan. Como primer rasgo vale decir que están conformados por documentos que son fronterizos entre distintos órdenes: recuerdos, objetos o registros privados que son dispuestos públicos; materiales efímeros que se tornan perdurables; artefactos culturales menores sin aparente trascendencia que dan cuenta de procesos de gran escala. En este sentido, y retomando la idea de collage referida en el inicio, estos materiales recuperados para la investigación social son linderos con las prácticas de producción artísticas y curatoriales que realizan los “artistas de archivo”, que recuperan y ponen en relación desechos y objetos de la vida cotidiana, producciones caseras, fragmentos de textos de la cultura de masas, y “conectan lo que no se puede conectar” para hacer que “la información histórica, a menudo perdida o desplazada, esté físicamente presente” (Foster, 2016, p.103).
Como segundo rasgo podemos sugerir que se trata de reunir registros de distinto estatuto con el objeto de reconstruir un acontecimiento no sólo desde su dimensión histórico-procesual sino también a partir de su coloración emocional, tomando la metáfora cromática de Eva Illouz (2007) para referir a cómo las emociones (la angustia, el amor, el odio o la culpa, entre otras) se encuentran indisolublemente vinculadas a las prácticas sociales. Es decir, lo que tienen en común aquello que es incluido en un archivo de este tipo es una impresión afectiva por el significado de los términos, como en los primeros ejemplos esbozados en este apartado, o debido al carácter significativo que puede envolver algo guardado para quien lo atesora, como pueden ser fotos personales, textos o cualquier otro tipo de objetos, incluso inmaterial, como son las historias orales.5
Como tercer rasgo, es preciso enfatizar su carácter inventivo: un archivo afectivo no es algo que necesariamente existe ‒como puede ser un acervo documental oficial‒ sino algo que puede ser producido. Ese carácter de inventio6 refiere más a una búsqueda de cosas existentes en lugares dispersos, a menudo en los márgenes de lo visible, que a una invención en el sentido de la creación de algo enteramente nuevo: se trata de un movimiento más próximo a reunir las pruebas que a crearlas.
Las entrevistas juegan un lugar crucial en la conformación de archivos afectivos. Como ha señalado Arfuch (2005), esta técnica se sostiene en la paradoja de hacer públicas las palabras privadas, con la finalidad de recuperar memorias, a partir de indagar lo silenciado, lo censurado o aquello dejado a un costado de la historia oficial, como así también de registrar lo banal de la vida cotidiana. Sin embargo, los archivos afectivos no se limitan solo a la recuperación de relatos ‒aunque a menudo surgen de estos‒ sino que se componen también de objetos eclécticos como remeras, pancartas, panfletos, fotografías personales, cartas, y materiales de circuitos culturales alternativos o géneros experimentales como fanzines, novelas, poemas, ensayos, memorias, manifiestos, videos, revistas pornográficas, performances o entrevistas, entre otros.
Estos materiales convocan a menudo discursividades disidentes, en el sentido de que movilizan narrativas diferentes a las que circulan por la cultura oficial, por caso, respecto de las luchas de colectivos LGBTIQ+.7 “Yo no estaba dispuesta a aceptar una versión des-sexualizada o esterilizada de la cultura queer como el precio a pagar para ser incluida en la vida pública nacional”, argumenta Cvetkovich sobre la empresa del archivo afectivo que movilizó. El sida amenazaba no sólo las vidas individuales sino lo que la autora identifica como “culturas sexuales alternativas”, que requerían ser “reconocidas como un logro y también como una pérdida potencial” (2018, p. 20). De ahí la necesidad de recurrir a otros materiales para capturar una la historia de estas luchas, y las prácticas políticas, sexuales y afectivas que estas envolvieron.
Siguiendo esta pista de la autora, centrada en un espectro de afectos como el duelo, la alegría, el trauma y la nostalgia en torno a lo que la autora caracteriza como el activismo antisida en los años ‘80 en Estados Unidos, es posible pensar otros procesos, en coordenadas de tiempo y espacio diferentes. En una serie de trabajos de indagación realizados entre 2007 y 2023,8 se buscó analizar tanto la creciente visibilización de identidades y expresiones sexo genéricas en tensión con la heteronorma y el cis-sexismo en un espacio social altamente codificado como es el universitario, como así también la tematización pública de las violencias sexistas. Algunos interrogantes se dirigieron a atender cómo la creciente politización del movimiento de mujeres y grupos LGBTIQ+ fue colocando, en este espacio, repertorios renovados de distinto orden: lingüísticos, como el “lenguaje inclusivo” motivo de tantas controversias; en los saberes, con las demandas por formación “con perspectiva de género” en las currículas; o en las formas del habitar, tensionando la trama heteronormativa y cis-sexista que produce experiencias de discreción, invisibilidad y exclusión de sujetos, cuerpos y subjetividades. La sección siguiente se centra en este último punto para ilustrar la conformación de un archivo afectivo como recurso metodológico. También interesó saber cómo las violencias sexistas pasaron de estar silenciadas, o de ser poco audibles en la vida universitaria, a impulsar cambios sustantivos en la sociabilidad en aulas y pasillos, lo que dio lugar a instrumentos institucionales para mitigarlas. Se recuperan a continuación los primeros momentos de ese acontecer, más que una lectura de sus resultados.
Ambos procesos no sólo produjeron transformaciones administrativas, organizacionales o disciplinares, sino centralmente modificaciones en el orden emocional del espacio universitario. Se trata de modificaciones en torno al funcionamiento, por caso, de la vergüenza o el miedo, que habilitaron procesos de visibilización y publicidad de lo que antes debía quedar excluido de su expresión en el espacio público, como puede ser una situación de acoso callada durante un largo tiempo. Para referir a las transformaciones en las normas sexo genéricas en la vida universitaria, se presenta a continuación lo que podría caracterizar como dos bocetos de archivos afectivos, en un trabajo a continuar: uno centrado en la vergüenza, siguiendo las huellas de un trabajo de campo realizado entre los años 2007 y 2012; otro centrado en el hartazgo, en una indagación realizada entre los años 2015 y 2023.
3. Espacio universitario y heteronormatividad. Un archivo sobre la vergüenza (2007-2012)
A poco de iniciar el trabajo sobre regulaciones sexo genéricas en la vida universitaria referido en el inicio de este artículo, durante una entrevista a un estudiante, una escena por él narrada posibilitó comenzar a interrogar la importancia de un afecto en el que no se había inicialmente reparado: la vergüenza. Este narra su tránsito por la Facultad de Derecho de la UBA en la que, a mediados de los años 2000, comienza a militar, por un lado, en una agrupación ligada al Partido Socialista, y por otro, en un espacio activista de diversidad sexual por fuera de su lugar de estudio, que él relacionaba con intereses políticos y sociales que se movilizaron luego de reconocerse como gay poco tiempo antes. Como fue señalado de manera más extensa en trabajos anteriores (Blanco, 2014; Blanco 2016), en gran parte de su relato percibía una escisión en su biografía: sus pares del espacio de disidencia sexual sabían de su militancia universitaria, pero para sus compañeros de militancia estudiantil, el activismo en una agrupación LGBTIQ+ fue un secreto guardado durante gran parte de su paso por la facultad. En sus palabras: “eso iba por un lado y la militancia iba por otro, no se tocaban en absoluto”.
¿Cómo explicar esta escisión biográfica? En Regreso a Reims, Didier Eribon (2015) narra su experiencia de escisión biográfica atravesado por la vergüenza. Primeramente, se detiene en su escolarización en la localidad de Reims, en la zona este de Francia, en el que su homosexualidad era objeto de vergüenza para otros y para sí, en un contexto familiar y social homofóbico. Luego relata su ida a la capital del país para estudiar en la universidad parisina como primer universitario de su familia. Allí, la vergüenza se produjo por el contacto con un mundo social e intelectual ajeno a su origen social y de clase. Eribon narra lo que él denomina dos recorridos imbricados uno en el otro, dos trayectorias interdependientes de reinvención de sí mismo: una respecto del orden sexual, y la otra respecto del orden social. El autor se pregunta
¿por qué yo, que sentí tanta vergüenza social, tanta vergüenza del entorno del que provenía cuando me mudé a París y conocí gente que venía de entornos sociales tan diferentes al mío, a quienes con frecuencia mentía más o menos sobre mis orígenes de clase, o frente a quienes me sentía profundamente incómodo de tener que confesar mis orígenes; por qué nunca se me ocurrió abordar este problema en un libro o en un artículo? Formulémoslo de la siguiente manera: me fue más fácil escribir sobre la vergüenza sexual que sobre la vergüenza social (Eribon, 2015, p. 22).
Lejos de ser un rasgo de personalidad, una cualidad de cada quién, y pese a que su manifestación corpórea parecería reenviar al ámbito de la individualidad (ponerse colorado, bajar la mirada, llamarse a silencio), la vergüenza opera en numerosas trayectorias educativas como un poderoso organizador cotidiano, como lo viene trabajando tanto el giro afectivo (Ahmed, 2015) como la teoría queer (Sedgwick, 2018). En ambos relatos referidos este afecto evidencia una dimensión conflictiva del lazo social; hay vergüenza porque hay conflicto con alguna norma: de género, de clase, pero podría agregarse también racial, lingüística, corporal u otra.
Si este afecto modula las experiencias cotidianas, pero a la vez configura prácticas en torno al silencio, a la discreción, ¿cómo identificarlo? “La puerta de los baños, si querés ir a recabar información, en la puerta de los baños hay mucha homosexualidad femenina” relató una estudiante en 2009 durante una entrevista realizada en un café cercano a la Facultad de Psicología (UBA). Otra refirió que allí se encontraban “cosas generalmente muy o de militancia o de política, o cuestiones perversas… ‘Llamame que tenemos relaciones’. No lo dice así, te lo estoy diciendo de forma muy… Dice cosas terribles que no te las voy a reproducir acá porque me da mucha vergüenza”. Fue allí, en los baños de distintas facultades de la Universidad de Buenos Aires (UBA) donde se podía leer no sólo los grafitis referidos en el inicio de este artículo sino también búsquedas amorosas, sexuales, espacios de consejería y toda una textura discursiva sexo afectiva alejada de las escenas amorosas y de seducción visibles en aulas, pasillos, cafés y demás espacios cotidianos.
“Irina: sos lo único hermoso que me pasó en la vida… te amo y siempre te voy a amar! Tu loca novia Dani, 19/04/06”, “¿A cuántas les gustan las chicas?” “Bicuriosa” ‒seguido por un correo electrónico para comunicarse‒, “Soy una chica que busca a otra chica déjame tu email”, “Alguna nena que la quiera pasar bien con otra nena en este baño!!!. Déjame tu mail que te agrego”, “Estoy cansada de pendejas histéricas! Si vos también raza.odiada@hotmail.com pero solo si en serio te gustan las mujeres” respondido por “te agrego y hablamos, soy Cami 19 años”, “Busco chica para tener mi primera experiencia lésbica” o una cuenta matemática en la que la multiplicación del símbolo que tradicionalmente indica femenino da como resultado el símbolo de un corazón, con la aclaración seguida “(y sexo!)” (FIGURA 2), son algunas de las marcas que podían encontrarse en los baños de mujeres.9
La presencia de estas escrituras en los baños contrastaba con la ausencia de estas escenas de amor, cortejo o deseo en otros espacios. La vergüenza funciona, como dice Ahmed (2015), de manera disuasiva ya que para evitarla aceptamos el contrato de los lazos sociales, y de ahí su efecto disciplinador.
Estos mensajes interesan no sólo por su ubicación en el espacio, sino también por su dimensión afectiva, por su enunciación, que no es otra cosa que la subjetividad en el lenguaje, siguiendo a Émile Benveniste (1996). Predomina allí el uso de la primera persona, un yo que excepcionalmente indica su nombre propio y se inscribe las más de las veces en el anonimato. Esta forma gramatical es compartida con otros géneros discursivos como la autobiografía, el diario íntimo, el género epistolar y el testimonio, entre otros, que componen lo que Arfuch denomina el “espacio biográfico” y que caracteriza como un orden narrativo que opera en “esa modelización de hábitos, costumbres, sentimientos y prácticas que es constitutiva del orden social” (2005, p. 29). En otras palabras, son rasgos de un discurso intimista en un espacio común, escenas de intimidad pública10 que buscan tensionar y modificar las formas habituales del vivir juntos (Blanco, 2014).
Los mensajes en los baños ponían en escena toda una discursividad personal orientada a una sociabilidad discreta. En los de varones, también las pintadas se orientaban a favorecer la accesibilidad, a partir de una serie de instrucciones para reconocerse: además de los datos físicos, los grafitis hacen referencia a horarios y días de encuentro (“el que quiere sexo que venga acá el jueves”) o tácticas para reconocerse como, por ejemplo, toser fuerte. La lista de grafitis es virtualmente infinita y podría complejizarse. Pero interesa indicar que aquello que surgió como un comentario en algunas entrevistas se reveló como un reservorio de mensajes “menores” pero significativos de las normas sexo genéricas que regulaban (y tal vez aún hoy regulan) el espacio universitario.
Esta colección incompleta de grafitis puede conformar parte de un archivo afectivo acerca de la vergüenza en aquel espacio. Es posible pensar estas escrituras como textos culturales que son depositarios de sentimientos y emociones acerca de este afecto, aunque ciertamente también en torno al deseo, lo que los vuelve disponibles para conformar un archivo afectivo. Pero también por el hecho de que estos mensajes están codificados no sólo en términos de su contenido sino también “en las prácticas que rodean a su producción y su recepción” (Cvetkovich, 2018, p. 22): su inscripción en los baños, espacio que articula pedagogía o “prótesis” de género (Preciado, 2009), escenario de actividad sexual (Humphreys, 1975) y politicidad (Rapisardi y Modarelli, 1999). Justamente, hay aquí un rasgo fuerte de los archivos afectivos, en la medida en que estos permiten atender a formas de vida que no se han cristalizado en las instituciones, organizaciones o, incluso, identidades. De ahí el valor que la autora les otorga para cuestionar la cultura pública. Por ello un archivo afectivo sobre la vergüenza de género/sexual funcione como indicio, como señal, tanto de los límites de lo público de la universidad pública11 como de sus posibilidades de recreación de la cultura universitaria.
4. Ante las violencias silenciadas. Un archivo del hartazgo (2015-2023)
Las violencias sexistas en el ámbito de las universidades han estado mayormente invisibilizadas y tramadas por el silencio y las complicidades. Hace menos de una década que existen en las casas de estudio públicas argentinas mecanismos para atender a estas situaciones; el derrotero de estos instrumentos es vertiginoso (Blanco, 2021). En 2014 se establece el primer procedimiento en la Universidad Nacional del Comahue, denominado “Protocolo de intervención institucional ante denuncias por situaciones de violencia sexista en la UNCo”. Al año siguiente, en coincidencia con los acontecimientos del “Ni una menos”, son cuatro las instituciones que impulsan estos procedimientos, entre ellas las universidades más antiguas y pobladas del país: Córdoba, Buenos Aires y La Plata, además de la Universidad Nacional de San Martín. El crecimiento de estos instrumentos se acelera: en 2016 se impulsan otros seis, en 2017 son trece, en 2018 una decena y once en 2019, hasta llegar a los cincuenta actuales en 55 casas de estudio públicas nacionales (Moltoni, Bagnato y Blanco, 2022). Es en 2015 también cuando se conforma la Red Interuniversitaria por la Igualdad de Género y contra las Violencias. Esta organización de carácter nacional fue autoconvocada por representantes de distintas universidades nacionales con el objeto de desarrollar e impulsar herramientas para erradicar las violencias sexistas en las universidades (Moltoni, 2018). Tres años más tarde la Red se institucionalizó en el marco del Consejo Interuniversitario Nacional (CIN), y es allí cuando toma su actual denominación, RUGE; actualmente está articulando, también, las capacitaciones en perspectiva de género amparadas en la Ley Nacional Nº 27.499 (2019), conocida como “Ley Micaela” en las universidades nacionales.
Este fuerte crecimiento de la agenda contra las violencias estuvo dado por el involucramiento de estudiantes, principalmente mujeres cis, lesbianas y varones gays, y grupos y organizaciones estudiantiles que desde mediados de los años 2000 tensionaron los repertorios y causas militantes tradicionales del activismo estudiantil en favor de una progresiva politización de la intimidad en el ámbito universitario y la transformación del orden público (Blanco, 2014). Ese impulso fue dado en sinergia con académicas feministas, muchas que venían desde hace más de tres décadas construyendo lo que hoy conforma el amplio espectro de las perspectivas generizadas del conocimiento (Barrancos, 2013): estudios de las mujeres, de género o feministas, teorías queer, estudios sobre sexualidades (Blanco, 2019), entre otros.
Si interesa marcar el rápido desarrollo institucional que la agenda de las violencias suscitó y los sujetos y grupos que la impulsaron es porque da cuenta no sólo de la urgencia de la demanda sino también del clima afectivo que la motorizó: el hartazgo. Como señalan Mariana Palumbo y Oliva López (2021), este hartazgo no es sólo individual, sino que es colectivo en la medida en que constituye un factor de cohesión de feministas y mujeres cis que no necesariamente se reconocen como tales, y que se configuraron como una comunidad emocional en pos de accionar políticamente contra las violencias cotidianas.
Esa comunidad asomaba ya en la discursividad presente en 2015 en las casas de estudio, en las que la interpelación de la pregunta, el “nosotras” inclusivo, o los relatos en primera persona comenzaron a ser parte de la cotidianidad. Siempre en referencia a un trabajo de indagación realizado en el ámbito de la UBA, un periódico de izquierda pegado en las paredes de la Facultad de Ingeniería llevaba en su portada los rostros de jóvenes asesinadas, sobre cuyas imágenes se imprimía la frase “¿Hasta cuándo?”. Una bandera colgaba del hall central de la Facultad de Psicología con la frase “En Psico nos acosan, el decano nos ignora. Implementación ya del protocolo contra la violencia!”. En la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales, letreros hechos a mano en el ingreso dejaban leer: “Basta de femicidios. Destitución de jueces y funcionarios”. Una actividad en Filosofía y Letras convocada desde un precario cartel manuscrito decía: “Para decir ‘Ni una menos’ hay que darlo vuelta todo”. En la Facultad de Ciencias Sociales un cartel ubicado junto a los cestos de basura denunciaba: “Cada 32 hs muere una mujer a causa de femicidio”, y convocaba a la manifestación a realizarse el 3 de junio de ese año.
Asimismo, las comunidades estudiantiles realizaron encuestas en sus espacios cotidianos: “¿te consideras o has considerado víctima de violencia de género?”; instalaciones que recreaban situaciones de acoso en aulas y pasillos, como los mencionados tendederos, además de los mentados “escraches” a estudiantes y docentes que eran denunciados de manera pública ante la falta de mecanismos formales para hacerlo, o aun frente a la existencia y la desconfianza que estos generaban (Blanco y Spataro, 2019) (FIGURA 3).
Carteles, banderas, diarios y escrituras en espacios públicos tuvieron la finalidad de conmover la habitualidad del espacio universitario. Estableciendo un contraste figurado con los materiales referidos en la sección anterior, hay un cambio de tono y de espacio: ya no se trata del susurro en los cubículos de los baños sino del grito urgente en la puerta de entrada a la Facultad. Aquí los materiales son efímeros tanto como incuantificables, y permiten reconstruir lo que Ahmed llama archivos de infelicidad y que resulta compatible con la propuesta de producir archivos afectivos. La autora sostiene que las feministas han desplegado una conciencia no sólo en cuanto a la limitación de las posibilidades vinculadas al género sino también respecto de la violencia y el poder presentes en los lenguajes cotidianos del amor, la felicidad o los supuestos comportamientos civilizados. Esta conciencia implica producir un extrañamiento del orden cotidiano tal y como se presenta a la mirada. De ahí que “el archivo feminista es un archivo de infelicidad, aun cuando los hilos de la infelicidad no entrelacen nuestras distintas historias en una sola” (Ahmed, 2019, p.178).
Los registros referidos, que podemos llamar de infelicidad o de hartazgo, plagaron la cotidianidad de las casas de estudio, haciendo hablar lo que hasta hacía poco estaba confinado al silencio, volvieron pública la experiencia privatizada del trauma. Sin duda estos afectos han sido un motor de los procesos de politización, que colocaron nuevos repertorios de acción y lenguajes en las universidades, como así también cierta transformación de las prácticas cotidianas y mecanismos institucionales. Índices de la violencia silenciada pero también de su necesidad de reparación, tanto el hartazgo como la infelicidad permiten dar cuenta de las conexiones habidas ‒como sostiene Cvetkovich (2018)‒ entre emoción y política, y el modo en que la experiencia afectiva puede proporcionar la base para transformaciones culturales.
En diversos espacios (paredes, bancos, pizarrones), otra gran cantidad de escrituras a mano, artesanales, se hacían presentes en heterogéneas consignas con el denominador común de denunciar, en distintos tonos, el orden social: el letrero en la Facultad de Psicología “casi todo lo que pasa en nuestra facultad es patriarcal ¿te diste cuenta?”, con la frase “en nuestro mundo” a continuación, la advertencia “peligro pene suelto” en la Facultad de Ingeniería, acompañado por el dibujo de dos órganos sexuales, o la inscripción “basta de machismo, basta de reggaetón” en la de Arquitectura, Diseño y Urbanismo son algunos ejemplos entre otros. Siguiendo con Cvetkovich, la memoria del trauma está amalgamada no sólo en la narración, sino también en artefactos materiales, que abarcan “desde fotografías hasta objetos cuya relación con el trauma puede parecer arbitraria, si no fuera por el hecho de que están investidos de un valor emocional e incluso sentimental” (2018, p. 23). De ahí que lo que recuperan los archivos afectivos son registros en el que el valor de sus colecciones desborda la literalidad de los significados de sus objetos. Esta colección de materiales efímeros en torno al hartazgo puede ser pensada como parte de un archivo de esa afectividad que movilizó las luchas de los movimientos feministas y de mujeres, tal vez las movilizaciones contemporáneas más significativas en las que la afectividad colectiva tuvo un papel central.
5. Archivo, temporalidad y memoria
En Mal de archivo, Jacques Derrida (1994) problematiza la noción de archivo con al menos dos nociones que pueden resultar productivas para pensar los archivos sobre los que este texto se ocupa. En un movimiento que envuelve la deconstrucción del propio término con el objeto de identificar nuevos sentidos, el autor señala, en primer lugar, que todo archivo tiene un carácter violento. Derrrida refiere a la violencia archivadora que conlleva la conformación de los archivos, dado que buscar conservar un hecho, proceso o acontecimiento, implica un acto instituyente que en el mismo movimiento configura su afuera, su límite, o podríamos decir, su falta. En segundo lugar, en un gesto que tiene mucho de contraintuitivo, o de refractario a las ideas más comunes como puede ser la asociación entre archivo y memoria, Derrida sostiene que estos no atañen al pasado, sino ‒sobre todo‒ al futuro:
es una cuestión de porvenir, la cuestión del porvenir mismo, la cuestión de una respuesta, de una promesa y de una responsabilidad para mañana. Si queremos saber lo que el archivo habrá querido decir, no lo sabremos más que en el tiempo por venir (1994, p.64).
Ambos señalamientos permiten repensar los límites y las potencialidades de todo archivo, incluidos los que aquí se han caracterizado como afectivos. Si todo acervo es limitado, si implica trazar fronteras ahí donde podría continuarse la tarea, implica que todo archivo aun cuando pueda completarse es siempre inacabado y virtualmente infinito, o siguiendo el pensamiento de este autor, espectral. De ahí que un rasgo que puede ser interrogado en términos analíticos en la investigación social sea no sólo la colección resultante de la producción de un archivo (afectivo o de otro tipo) sino también los límites que la constituyen, los criterios de inclusión/exclusión que lo conforman, sus efectos de frontera.
En este artículo se esbozaron posibles archivos afectivos sobre la vergüenza y sobre el hartazgo en el espacio universitario, en relación con el modo de producción de la heteronorma y las violencias sexistas respectivamente. Tomando los señalamientos de Derrida, vale decir que estos afectos no saturan la trama emocional que envolvieron ambos procesos, es decir, que se trata de archivos incompletos. Por caso, respecto de la primera investigación referida pudieron identificarse otros afectos que pueden resultar significativos para el análisis de las transformaciones cotidianas en espacios universitarios. Así, agrupaciones de la disidencia sexual comenzaron a movilizar en el mismo momento que fueron relevados los grafitis referidos, discursos en torno al orgullo, concomitantes con prácticas de visibilidad. Respecto de las violencias sexistas, no es sólo el hartazgo sino también es el odio un afecto que podría conformar parte de este archivo, emergente como reacción restauradora a las agendas de género universitarias (Giorgi, 2020; Blanco, 2021).
No obstante, la atención a la vergüenza, en el primer caso referido, posibilita complejizar los repertorios culturales disponibles. Si por entonces Argentina transformaba su marco jurídico en un sentido progresivo respecto de géneros y sexualidades, en el terreno de las normas ‒distinto del de la Ley‒ no ocurría lo mismo. Pese a los pronunciamientos y posicionamientos públicos institucionales que las casas de estudio tuvieron,12 el funcionamiento de la vergüenza respecto de algunas identidades y expresiones de género y sexualidad se materializaba en algunas de las prácticas silenciosas que este afecto suele modular, como la invisibilidad, la discreción o el secreto, entre otras. Si bien no toda práctica configurada en torno al silencio es homologable al funcionamiento de la vergüenza ‒ya que como indica Le Breton (2006) el silencio puede ser tanto un ruido en la comunicación, una política deliberada o un signo altamente ambiguo‒ la creación de un archivo afectivo acerca de la vergüenza posibilita explorar experiencias menos disponibles en la cultura pública universitaria. En otras palabras, la atención a los registros que este archivo reúne puede colaborar en indicar las conexiones existentes entre este afecto y un conjunto de gestos “menores”, el modo en que la palabra circula en los márgenes o en soportes efímeros, o en el que su supresión “es un acto positivo en contra de las convenciones sociales, la demostración de un desacuerdo frontal” (Le Breton, 2006, p. 62).
Otro tanto es posible pensar respecto del hartazgo, encarnado en cuerpos colectivos e individuales específicos como han sido las académicas y estudiantes feministas, centrales en el proceso de mitigación de estas violencias en las universidades. Un archivo respecto de este afecto permite comprender en gran parte la estructura de sentimiento que movilizó el rápido proceso de sanción de normativas contras las violencias sexistas en las universidades: en todo el territorio, con instrumentos similares, de manera coordinada, aun sin haber habido una reforma universitaria, un trabajo sincronizado entre instituciones que difícilmente acuerdan trabajos conjuntos.
En el inicio de este artículo se caracterizó a la estrategia de crear, encontrar, reunir archivos afectivos como una aproximación metodológica rara. Lo raro para Fisher apunta a un tipo de percepción, a una perturbación particular, la sensación de algo erróneo: “una entidad rara o un objeto que es tan extraño que nos hace sentir que no debería existir, o que, al menos, no debería existir aquí. Pues si tal entidad u objeto está aquí, las categorías que hasta ahora nos han servido para dar sentido al mundo dejan de ser válidas”, y concluye: “al fin y al cabo, no es que lo raro sea erróneo, sino que nuestras concepciones deben ser inadecuadas” (2018, p. 19). ¿Cómo no percibir ese extrañamiento al leer los relatos en primera persona de las violencias sexistas en un tendedero, que desbaratan la habitualidad de un espacio diariamente transitado en las que estas ocurren en el silencio? ¿Cómo leer la saturación afectiva de las inscripciones homoeróticas en las paredes de los baños sin interrogar nuestras ideas más generales acerca de las normas sexo genéricas que rigen la espacialidad toda?
Conmover la habitualidad es una cualidad de este tipo de metodología, que en Ahmed convoca ‒buceando en los propios archivos de infelicidad‒ a desnaturalizar, o extrañarse de la trama normativa habitual para pensar otras formas de estar juntos. En Cvetkovich, la recuperación de registros menores, olvidados, o “inclasificables” busca explorar experiencias afectivas que han quedado por fuera de las formas institucionalizadas o estables de las identidades, con la finalidad de revitalizar la cultura pública. Por ello, este tipo de exploración interesada en el orden emocional resulta una invitación a revisitar, a volver a algún lugar conocido (la universidad, las reuniones familiares, los espacios activistas) con relativa extranjería, con extrañeza, con preguntas que no estaban en un momento anterior. Como refería el grafiti del inicio: ¿dónde están las lesbianas en esta facultad?
En su libro Memoria y autobiografías. Exploraciones en los límites, Leonor Arfuch evoca:
suele impactarnos el retorno ‒después de viajes, exilios, o el vivir en otra parte‒ cuando ya no reconocemos como propio el lugar. Lo que ha desaparecido, aun cuando no nos pertenezca, también se ha llevado consigo algo de nuestra biografía, del mismo modo que las casas que ya no habitamos se nos han vuelto extrañamente ajenas: otras luces y otras sombras, otros moradores, desconocedores de lo que guardan las paredes, esa intensidad de los cuerpos, gestos, emociones, que perduran quizás como campos de energía (2013, p. 29).
Revisitar lo cotidiano desde otros registros. Buscar, afectarse, retornar. Lo raro que convocan los archivos afectivos se recorta de lo normal-social: ahí radica la potencia de esta aproximación para ver el mundo ‒o el propio estar‒ con otros ojos.
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Notas