Artículos
Habitar lugares. Superación del carácter instrumental del construir según Heidegger
Inhabiting places. Overcoming the instrumental character of construction according to Heidegger
Tábano
Pontificia Universidad Católica Argentina Santa María de los Buenos Aires, Argentina
ISSN-e: 2591-572X
Periodicidad: Semestral
núm. 26, 2025
Recepción: 07 febrero 2025
Aprobación: 04 marzo 2025
Resumen: Pensar el “construir para un habitar” según la relación medio-fin es un esquema reductivo y parcial que está condenado al fracaso. En primer término, porque algunos fines propios del habitar no se pueden programar ni dominar técnicamente. También porque el imperio del construir técnico lo sumerge reductivamente en el universo de la técnica. Y, finalmente, porque la relación instrumental entre técnica y habitar potencia el alejamiento del hombre del mundo intersubjetivo y de las cosas. La idea de habitar heideggeriana está fuera de las coordenadas del pensar calculante que ha conducido al individualismo, a la soledad, al anonimato y a la falta de compañía. Solo se habita en los lugares: primero en uno mismo, en su intimidad, luego en la casa y finalmente en la ciudad, que es el lugar construido para ser feliz y vivir bien.
Palabras clave: Heidegger, Habitar, Construir, Modernidad, Arquitectura.
Abstract: Thinking of "building to inhabit" according to the means-end relationship is a reductive and partial scheme that is doomed to failure. In the first place, because some of the purposes of dwelling cannot be programmed or technically mastered. Also, because the empire of technical construction reductively submerges him in the universe of technique. And, finally, because the instrumental relationship between technique and inhabiting enhances man's distance from the intersubjective world and from things. Heidegger's idea of inhabiting is outside the coordinates of calculating thinking that has led to individualism, solitude, anonymity and lack of company. We only live in places: first in oneself, in one's intimacy, then in the house and finally in the city, which is the place built to be happy and live well.
Keywords: Heidegger, Dwelling, Building, Modernity, Architecture.
1. Introducción
Heidegger pronunció la conferencia Construir Habitar Pensar el 5 de agosto de 1951 en la bombardeada ciudad de Darmstadt. Allí se dieron cita ingenieros, urbanistas, arquitectos,1 políticos y empresarios. Muchos de ellos experimentaron una soberana decepción tras las enigmáticas e incluso poéticas palabras del autor de Sein und Zeit. También estuvieron presentes los filósofos Hans Georg Gadamer y José Ortega y Gasset. Meses después de aquella conferencia, el filósofo español escribió que, para desagrado de algunos, la pericia heideggeriana —tan egregiamente lograda— consistía “sobre todo en etimologizar, en acariciar a la palabra en su arcana raíz” (Ortega y Gasset, 1939/2015, p. 216). Lo cierto es que muchos de los asistentes al IIº Coloquio de Darmstadt, cuyo lema fue “El hombre y el espacio” (Mensch und Raum), no debían sospechar que Heidegger abordaría el problema del habitar por fuera de la técnica y el urbanismo. Uno de los presentes en aquella disertación perdió los nervios ante tanta filosofía, propinando “violentos ataques contra su conferencia” (Heidegger, 1983/2014, p. 90).
El propósito del profesor de Friburgo era “pensar sobre el habitar y el construir” (1951/2015, p. 11) pero su alocución, más allá de proponer soluciones arquitectónicas novedosas, se centró en la esencia del habitar y del hombre. Heidegger sabía bien que la construcción de viviendas, según pautas exclusivamente técnicas, no permitiría traer la cuaternidad a las cosas (Norberg-Schulz, 1983/2008, p. 105) porque “el habitar genuino está pospuesto y aplastado por el habitar técnico” (Acevedo Guerra, 2017, p. 193) y porque el modo de construir moderno solo era la manifestación del modo técnico de producir edificios, y nada expresaba del hombre ni del habitar, de la tradición, de la historia ni de la cultura milenaria de un país.
Para Heidegger, Geviert (cuaternidad) y Gestell (engranaje técnico) son términos opuestos: el primero arraiga; el segundo desarraiga. Habitar en la cuaternidad es lo opuesto al desarraigo. El problema del habitar poco tiene que ver con la violencia de la técnica en general, y de la arquitectura funcionalista en particular; tampoco con el espacio, en el sentido del horizonte cartesiano, newtoniano o kantiano. Las palabras del mago de Marburgo aspiraban a habilitar un marco de compresión donde la arquitectura permitiera “habitar junto a las cosas” (Safranski, 1994/2007, p. 194). Cerró su conferencia sentenciando que más acuciante que resolver la falta de viviendas, era reencontrar el sentido genuino del habitar: hacía falta volver a pensarlo porque más antiguo que el problema de alojamiento, el de las guerras y sus destrozos era que los hombres “tienen que aprender primero a habitar” (Heidegger, 1951/2015, p. 49). Los animales ocupan el espacio, los hombres lo poseen, lo habitan, aunque no saben hacerlo instintivamente, tienen que aprenderlo culturalmente. Para Heidegger no se ha olvidado la técnica constructiva, sino la relación entre habitar y ser. Al señalar que el hombre primero ha de aprender a habitar está subrayando que primero tiene que aprender a ser un hombre. A diferencia de los demás animales, que nacen suficientemente dotados para hacer casi todo, el hombre está muy indeterminado, es muy menesteroso instintivamente y tiene que inventar y aprender muchas cosas para sobrevivir y llegar a ser un hombre en plenitud. Los animales no tienen un yo ni tienen que autorrealizarse para construir su identidad, los hombres sí, y lo hacen en el plano biológico construyendo un organismo, en el plano cultural mediante la educación, y en el plano existencial por medio de sus decisiones. El hombre no tiene instintos, tiene hábitos e intimidad y puede proyectarlos al mundo haciendo habitaciones.
La esencia del habitar (Wohnen) es el cuidar y el “dejarse cuidar” (Pedragosa, 2011, p. 363). Construir (Bauen), en sentido originario, permite estar en paz, tranquilo, a gusto, protegido, amparado, cuidado (wunzan). Habitar y construir están más relacionados con el espacio existencial y emocional, con su carácter mítico y poético (Sharr, 2007/2022, p. 29) que con el espacio matemático o geométrico. El carácter originario de los espacios fundados según ritos, que dirían Eliade (1957/2005, p. 40) y McLuhan (1964/1969, p. 159), se había olvidado, como prueban muchas construcciones modernas, impotentes para crear edificios con carácter, parajes y lugares que reunieran la cuaternidad, otorgándole un emplazamiento (Heidegger, 1951/2015, p. 33). Quizá por ello, porque el problema era haber olvidado qué significaba construir en el sentido originario, porque en el mundo moderno —deformado por la tecnificación mundana— el hombre habitaba “impoéticamente” (Heidegger, 1983/2014, pp. 171-179), impersonalmente y sin carácter alguno, en aquella disertación de Darmstadt, Heidegger tomó la palabra bauen (edificar) y le sacó “virutas” (Ortega y Gasset, 1939/2015, p. 206), hasta traer a la luz la esencia del habitar genuino. Esa era su pretensión, y no resolver la falta de viviendas mediante un exclusivo y despótico pensar utilitario; de hecho, para el de Messkirch el cálculo útil y desbocado resultaba ser el problema al concebirse como la única forma legítima de reflexión y desocultación (Heidegger, 1959/1994, p. 21).
Está comprobado que las palabras del profesor de Friburgo no pusieron en duda la esencia técnica del ser humano, sino una peligrosa diferencia entre la técnica antigua y la moderna. Qué duda cabe de que al hombre antiguo también se le mostraron las cosas como recursos, de no ser así no podría haber construido nada. La novedad de los tiempos modernos era que las cosas solo se desocultaban como existencias útiles; esa era su unilateralidad y ese era el peligro (Pedragosa, 2011, p. 372). Mientras en épocas pretéritas mostrarse como recurso era una de las variadas formas del aparecer las cosas, en la Modernidad fue la única, y ahí radicaba su amenaza y su violencia aplastante. Esta idea, dicho sea de paso, la repitió dos años después, en noviembre de 1953,2 en la conferencia La pregunta por la técnica, dictada en la Academia Bávara de Bellas artes (Heidegger, 1954/2001, p. 26).
2. El paradigma de la cabaña
Para Heidegger construir es una actividad que consiste en habitar lugares. Ese habitar hace posible un cuidar y un proteger, también un dejarse cuidar y custodiar. Construir y habitar son actividades netamente humanas y son inseparables. Si esta esencia se ignora y descuida, consecuentemente se olvida qué es ser humano; y quizá por eso, porque lo hemos olvidado, a menudo nos comportamos tan inhumanamente.
Los animales tienen un cuerpo determinado. Está tan acabado que no precisa vestirlo ni protegerlo. El cuerpo humano no es así, por eso se adscribe tantas cosas. Los animales no tienen problema de vivienda, probablemente porque ellos siempre encuentran su espacio. El hombre rara vez se encuentra en su sitio. El hombre no nace sabiendo cómo hacer su morada, ni siquiera sabiendo qué es morar. No nace sabiendo qué es habitar, tampoco cuál es su lugar en el mundo y eso es lo que hace emerger ese sentimiento de desarraigo y desamparo que tanto le devora el alma, que diría Nietzsche (1883-1885/2003, p. 373).
Desconocer nuestro lugar en el mundo, tener que aprender a habitar siempre, porfiar para serenar esa inquietud, es a mi juicio adoptar la perspectiva más adecuada para acercarse a la conferencia Construir Habitar Pensar. En aquella disertación resaltaron dos cuestiones: 1º. Construir y habitar son actividades unidas, distinguibles, pero no separables; 2º. La relación y la proximidad del hombre con su entorno se había roto, y urgía volver a enlazar lo que para Heidegger debía estar unido: el hombre y el mundo, el habitar y el ser del hombre, artesanías, arte, técnicas y construcciones, hogar y patria, no en vano «hogar», das Heim, tiene la misma raíz que «patria», die Heimat (Bejarano, 2010, p. 24). Todo ello exigía repensar el urbanismo, la ciudad, la vivienda y, sin duda, el ser. Pero sobre todo apremiaba pensar en el arraigo, en la cercanía y en el respeto al entorno, en la familiaridad con la comunidad, la lengua y la tradición.
No saber de antemano cuál es nuestra morada, nuestro hogar y nuestro lugar adecuado en un mundo, “originariamente inhabitable” (Ortega y Gasset, 1939/2015, p. 220), resalta la heterogeneidad entre la condición humana y la del resto de animales. La mayor de las diferencias es que nosotros somos libres, ellos no. La falta de morada y el desarraigo son el rédito de esa libertad. Poder decir: “¡Ya encontré mi lugar en el mundo!”, se aventura un decir imposible pues el espacio siempre le ha resultado extraño al hombre, por mucho que el Dasein sea, de suyo, espacial (Heidegger, 1927/2020, §23 y §24, pp. 125-133). El desarraigo es insuperable. Nunca estamos en casa sino de camino a casa, y eso es un elemento constitutivo de la existencia humana (Adrián, 2015, p. 59). La ciudad no es una solución completa. Prueba de ello es que la vida en la ciudad no siempre gozó de un prestigio libre de sospecha. Tampoco el mero alojamiento ha satisfecho plenamente el deseo de todo hombre de encontrar su morada o su lugar en el mundo.
El caso del propio Heidegger es bien ilustrativo: él mismo se fugó de la ciudad de Friburgo, una ciudad pequeña y plácida, buscando la soledad, el arraigo y la integración con la naturaleza. Nuestro filósofo había rechazado por segunda vez la oferta de regresar a la Universidad de Berlín. Un viejo amigo campesino le aconsejó que declinase aceptarla. Heidegger dijo: “[…] me retiro en el refugio. Escucho lo que dicen las montañas, los bosques, las granjas” (1983/2014, p. 18). Se recogió en la naturaleza para sentirse en casa y perteneciente a un lugar. Para poder llevar una vida auténtica huyó a un modesto pueblo de Todtnauberg donde Elfride (Eilenberger, 2018/2019, pp. 123-124), su esposa, erigió una cabaña de madera de 42 m2 que formase parte del paisaje, tal y como tiempo atrás había descrito Adolf Loos en Ornamento y delito (1913/1980, p. 221). Habitando en aquella casa de campo (Hof) de la Selva Negra, en aquellos paseos por los caminos de bosque, fue donde experimentó la idea de lugar “como vía de acceso a la relación con la existencia” (Hidalgo Hermosilla, 2013, p. 57). Allí percibió que habitar no es un estar alojado, sino un “estar en casa”. Casa es el ámbito al cual se pertenece (Hidalgo Hermosilla, 2013, p. 66), es el lugar que uno ha de cuidar y donde ha de dejarse cuidar, pero también es el primer ámbito donde, desde jóvenes, se consiguen las virtudes para ser un buen ciudadano de la pólis (Aristóteles, ca. 353-322 A.C./2007, II, 1103 a). La cabaña, concebida como ese tipo de construcción no violentada por la técnica, armonizada con el entorno, se convirtió en una suerte de paradigma de espacio habitable. En ella, insistamos, Heidegger más que alojado se encontraba “en casa”. La cabaña era la forma de un habitar en la cuaternidad. Aquella casa de campo era ajena a la desocultación del ser como provocación según la esencia de la técnica. Esa cabaña de madera dejaba ver que fue el habitar campesino el que la construyó y que, por tanto, primero fue el carácter y el hábito del lugareño, y después la construcción. La poíesis que levantó la cabaña brotó ella misma de ese habitar que es a un tiempo proteger y dejarse proteger: “Pensemos por un momento en una casa rural de la Selva Negra que fue construida hace dos siglos por el modo de habitar de los campesinos. [. …] Un oficio, que surgió del habitar mismo, ha construido la casa. Un oficio que usa sus herramientas y sus andamios todavía como cosas” (Heidegger, 1951/2015, p. 47).
Heidegger sabía bien que esa morada —también anhelada por Nietzsche— no era solo un tipo de realidad materializable, constructiva o técnicamente, sobre todo si tenemos en cuenta las reticencias que puso al olvido del sentido del habitar radical y a la desarmonía con la naturaleza. La morada tiene algo de inmaterial. No le faltaba razón al profesor de Friburgo cuando señaló que el acuciante problema de vivienda tras los bombardeos en Dresde, Jena, Hamburgo, Fráncfort, etc., no iba a resolverse con viviendas modernas, construidas al modo técnico-moderno de producir objetos. La solución tampoco iba a encontrarse en un “urbanismo invasivo, dominador, alienante, uniformador, inhóspito” (Adrián, 2015, p. 56), como el del Plan Voisin que el joven Le Corbusier ideó para el París de 1925.
Habitar se había vuelto problemático para el mundo moderno porque, en éste, la violencia de la imposición técnica era inmensa. Que el hombre siempre ha sido un ser técnico está fuera de toda duda, pero nunca como hasta el periodo moderno la falta de respeto, atención y cuidado a la naturaleza había sido tan evidente. Lo inédito del mundo moderno fue que el furor del imperar técnico solo hacía aparecer las cosas “como lo disponible”. Esa unilateralidad era nueva y nociva porque nos dejaba más expuestos a la intemperie que al hombre del Paleolítico. Para Heidegger la técnica no era mala en sí, sino por su descuido del cuidado y del dejarse cuidar; por el olvido de aquel primigenio encanto del mundo, lleno de prodigios y maravillas, que tanto caracterizó a la cultura griega y que concebía el “pro-ducir” las cosas como una suerte desocultamiento, de “hacer todo lo posible para que algo sea de verdad” (Duque, 2008, p. 146). Heidegger sabía bien que, aquellos tiempos de la alétheia eran los de una poíesis cuidadosa y respetuosa que mantuvo en vigor el misterio de la phýsis, del brotar de sí por sí. En aquella época del encanto, del asombro y la paciencia “las actividades técnicas consistían en dejar llegar lo que viene, en permitir, a través de la técnica o de las actividades creativas, que las cosas completaran su automanifestación, esto es, desde sí mismas y no desde alguna instancia (violenta) exterior a la cosa misma” (Pedragosa, 2011, p. 361-378).
3. Repensar el espacio
Era el momento de reflexionar sobre la idea del construir y el habitar más allá de la unilateralización calculante. Para Heidegger, la habitación no es algo constructivo, y por eso considera necesario sujetar las bridas del imperar técnico buscando alternativas. Apremiaban soluciones técnicas, sin duda, pero sin perder de vista que las ciudades debían recuperar su condición de parajes, de paisajes y de lugares, porque el destino de los pueblos siempre ha estado vinculado a ellos y no a los artefactos técnicos (Norberg-Schulz, 1983/2008, p. 97). Habitar no es una actividad como las demás. El habitar debía ser repensado más allá de la mera ocupación espacial.
Para quien fuera rector de la universidad de Friburgo, el hombre no es un ente abstracto, siempre vive en esa apertura previa que llamamos mundo: una apertura inicial y originaria que siempre interpretamos a priori y que es lo que permite que los entes aparezcan como lo que son. El mundo está abierto y el Dasein está abierto en él. Sin estos presupuestos sus palabras en Darmstadt carecerían de entidad. En el mundo estamos como habitantes y el mundo lo interpretamos previamente. El hombre es un ser que habita, pero habitar no es estar sencillamente situado en un espacio rígido y estático (Belgrano, 2020, pp. 96-114). Habitar es el modo humano de vivir y lo que se puede poner en jaque es el arraigo, la identidad y la autenticidad de la existencia (Adrián, 2015, p. 56). Para Heidegger el drama es que “los mortales siempre tienen que volver a buscar la esencia del habitar, tienen que aprender primero a habitar” (1951/2015, p. 49).
Repensar el espacio era insoslayable. Si se definía cartesianamente, o como un útil, la concepción del habitar originario carecía de toda esperanza. El espacio no podía ser una res extensa, un “praesupositum para toda determinación de la res corpórea” (Heidegger, 1927/2020, p. 122). No era así como había de pensarlo. Nuestro filósofo señala que el espacio es esencial al Dasein, pero la cuestión más radical no era la noción de espacio como extensión, la falta de espacio o de alojamiento. Sí lo era, en cambio, la acuciante necesidad de comprender cómo se relaciona el espacio con el habitar de los mortales. La dificultad del habitar no era solo espacial. La idea de espacio va más allá del cuanto, de lo medible y lo constatable objetivamente. El espacio no es un continuo estúpido sobre el que se colocan “una mera colección de objetos” (Norberg-Schulz, 1983/2008, p. 99) ni sobre el que quepa ejercer un dominio técnico irrestricto, pues “esto nos coloca solo a un paso de la explotación” (Heidegger, 1951/2015, p. 23). El espacio no es un mero topos donde se disponen las cosas (Heidegger, 2002, pp. 100-101). No se trata del espacio sino del lugar, algo distinto que se adecúa más al vocablo chora, palabra que “mienta el espacio en que este puede acoger y abarcar, contener tales lugares” (Heidegger, 2002, p. 97). El espacio no es muy relevante existencialmente si solo se entiende como la distancia que existe entre unas cosas y otras. Ni siquiera sería importante concebido como el territorio que dominamos. Heidegger no trató en Darmstadt del espacio, sino del lugar: este no es el correlato de los términos stádion o spatium, “un espacio intermedio, un intervalo” (1951/2015, p. 35). Tiene que estar ligado a la vida (a la existencia) porque si no hubiese lugares existenciarios con los que establecer vínculos, los hombres seríamos meras abstracciones y eso es un hierro de madera. El espacio ha devenido problema porque la Modernidad lo ha pensado unilateralmente en términos geométricos, técnicos u objetivables; o lo que es peor, en términos de recurso o mera existencia. La expresión “falta de espacio” da buena cuenta de este reduccionismo.
Un espacio definido como un mero sector territorial destinado a la colocación de cosas u objetos, o dedicado a la ubicación de personas sin tener en cuenta el incremento de intersubjetividad o la proximidad con el entorno cultural, solo es otro recurso o existencia más (Bestand). Para Heidegger, no existe una separación entre la casa-construcción y la casa-habitación, pues “el construir ya es en sí mismo un habitar” (1951/2015, p. 13) y cualquier intento de separación conduce al desamparo, al desarraigo y a la escisión interior. Quizá por ello, la construcción del título de la conferencia es muy coherente: “Construir Habitar Pensar” y no Construir, Habitar, Pensar. Sennett subraya muy atinadamente que “La ausencia de comas indica que estos tres conceptos forman una experiencia” (2018/2019, p. 167).
4. La pasión moderna por el espacio y su delimitación
Constatamos una pasión netamente moderna por separar. La realidad más paradigmática de esta separación es la de un “sujeto”, de suyo enfrentado y distinguido del “objeto” representado. El gran invento moderno es el sujeto frente al mundo devenido imagen: “Que el mundo se convierta en imagen es exactamente el mismo proceso por el que el hombre se convierte en subjectum dentro de lo ente.” (Heidegger, 1950/2018, p. 76). Del aparecer de las cosas en su espontaneidad, tan propio de la cultura griega, se transitó a su representación y finalmente a su emplazamiento calculador, a su provocación (Herausfordern) donde la realidad solo es interpretada técnicamente. De la condición de espectador o testigo frente a una manifestación prodigiosa o maravillosa del ser se transitó a la condición de sujeto frente al cual toda la realidad deviene objeto (Bejarano, 2010, p. 136). Esta sería una de las peores pesadillas de Heidegger, la realidad reducida a objeto de representación para un sujeto autónomo y erguido sobre sí (Eilenberger, 2018/2019, p. 89).
En el periodo moderno aparecen más límites que en ninguna otra época. El límite no es un problema. Tampoco para Heidegger, quien lo entiende como lo pensaban los griegos: el elemento dador de figura sin la cual las cosas no se pueden comprender. La existencia de límites no resulta problemática para el profesor de Friburgo siempre y cuando sirvan para traer a presencia la esencia de las cosas: “El límite no es el punto en el cual termina una cosa, sino —como bien sabían los griegos— aquello a partir de donde una cosa inicia su esencia” (Heidegger, 1951/2015, p. 33). El problema aparece cuando el límite se concibe como la separación entre dos entidades, y no como la forma por la que se hace comprensible una esencia. Para Heidegger las cosas que erigimos en el espacio, si emplazan la cuaternidad (1951/2015, p. 35) y ofrecen la posibilidad de relacionarse unas con otras, no son un obstáculo, sino espaciadoras, creadoras de paisajes y lugares (Sharr, 2007/2022, 64). Allí donde tiene lugar la concentración de personas enraizadas en su entorno, con sus inquietudes, sus habilidades, sus destrezas, sus psicologías, sus miedos, sus angustias, sus certezas, allí tiene lugar una suerte de conversación colectiva y política muy fecunda. Allí la matemática, la física y sus datos se bailan, se danzan, se colorean y se cantan, haciendo de la ciudadanía una realidad de distinto orden al quantum o dato espacial. El espacio existenciario es sumamente estimulante para el amparo, el arraigo, el desarrollo y el progreso; también para la perfección y el crecimiento de oportunidades: sin duda para la creación de un destino compartido que se debe cuidar porque a la vez nos protege. Es bien revelador que el límite, la marca, el vallado (Zaun), tenga una conexión metonímica con ciudad (town; Duque, 2008, p. 129).
Cuando el espacio empieza a ser un dato, una res extensa, isomorfa y homogénea, las relaciones y saberes se tornan más difíciles de articular e intersubjetivarse. Esa dificultad cristaliza en la Modernidad y da a luz los espacios neutros del “desencantamiento del mundo” (Weber, 1920/2008, p. 96), de la desacralización de la realidad: los del habitar “impoético”,3 diría Hölderlin; los espacios especialistas en creación de hostilidades y desarraigos, apuntaba el profesor de Friburgo en 1946: “El desterramiento deviene un destino universal. […] Eso que, partiendo de Hegel, Marx reconoció en un sentido esencial y significativo como extrañamiento del hombre hunde sus raíces en el desterramiento del hombre moderno” (Heidegger, 1947/2006, p. 53).
Es sabido que Heidegger, durante su etapa universitaria y de rectorado, experimentó que algunas ciudades se transformaron en metrópolis uniformes, lugares idóneos para perderse y caer en la dispersión superficial. Nuestro filósofo no acepta que el aire de una gran ciudad nos haga más libres que el aire rústico y bucólico del campo..., o de los encantadores y serenos pueblos de la Selva Negra. La realidad estaba demostrando que en las grandes ciudades —como París, Londres, Viena o en la nueva Berlín de Bismarck— el hombre, más que encontrarse y orientarse, se acababa perdiendo en la masa indiferenciada de volúmenes pétreos y calles anchas, al modo del Ulises moderno de Joyce. Debió comprobar que en la Großstadt el hombre perdía su arraigo y su identidad, volviéndose tan anónimo e inauténtico como las construcciones sin carácter (Quatremère de Quincy, 1788-1825/2007, p. 108) que llevaba a cabo la modernidad arquitectónica. La frustración, la falta de carácter y el desarraigo eran más evidentes en las grandes áreas urbanas que en pueblos más modestos aún no tocados por la técnica y el producir modernos. Fue en aquellas gigantes capitales donde el antiguo sentido del habitar cayó en el olvido, y dejó de ser “el rasgo fundamental del ser humano” (Heidegger, 1951/2015, p. 17). Las nuevas construcciones perdieron su carácter y se volvieron muy anónimas. Junto a ello aumentó la indiferencia, provocando la actitud blasé del hombre gris, diría Simmel (1903/1986, pp. 247-261). La falta de coligación a una comunidad, a una tradición, a una lengua materna, a unas costumbres, a un horizonte de sentido compartido no hacía más que crecer en las metrópolis. Allí donde el espacio era quantum homogéneo susceptible de ocupación ilimitada, se instrumentalizaron las relaciones y lo humano deshumanizado dejó de prestar atención al entorno, al cuidado y al respeto por la naturaleza que solo se percibía como mero recurso disponible: “El bosque [solo] es reserva forestal, el cerro [solo] es cantera, el río [solo] energía hidráulica, […]” (Heidegger, 1927/2020, §15, pp. 92; los corchetes son nuestros).
La idea de espacio denostada por Heidegger es precisamente la moderna: un espacio o extensión estática y sólida, que puede cartografiarse con líneas y contornos, dentro de los cuales los colores y las vidas son homogéneas y definibles rígidamente. En los planos urbanos se fijan los usos que se desarrollarán en cada parcela del territorio. Desde luego en esos trazados funcionales no comparece el modo en que esas “funciones” iban a afectar a la relación entre los habitantes, y al vínculo de estos con su mundo, con su naturaleza, su lengua, su historia, su patria y sus mitos. Heidegger sabe bien que un espacio planificado, funcional y utilitariamente, no tiene por qué ser el mejor espacio habitable; ni siquiera tiene por qué ser el mejor espacio para la vida. Esa modalidad de espacio utilitario y funcional acabaría deslizándose hacia el precipicio. Allí donde la técnica imperaba sin control y ejerciendo un “dominio sin contemplaciones” (Duque, 2008, p. 128), allí mismo se producía la máxima falta de respeto a la naturaleza, la instrumentalización de las relaciones humanas (Adrián, 2015, p. 60), el desencantamiento de la realidad y, al cabo, la deshumanización. Fue allí, en los espacios creados por la Modernidad donde se impedía “que el hombre se percibiera como un existente abierto al mundo y radicado en el horizonte del ser” (Adrián, 2015, p. 60) porque las construcciones solo eran, a decir de Rudolf Schwarz: “silos para hombres que ya no pueden ser hombres, sino fuerzas de trabajo” (Citado por Bejarano, 2010, p. 55).
5. Indeterminación humana y técnica
Desde Galileo y Descartes el espacio solo es un topos continuo, homogéneo y desacralizado. La diferencia entre el espacio medieval y el moderno es muy notable. El primero era simbólico, cerrado y jerarquizado según el orden profano y sagrado, terrestre y celeste. El de Modernidad es el espacio de la razón, constante e imperturbable; es el espacio que ha perdido esos rasgos simbólicos pues “la extensión sustituye a la localización” (Foucault, 1984/1997, pp. 46-49). La idea de espacio como extensión isomorfa e irrestricta es la condición para su configuración programática y utilitaria. Aunque la planificación funcional consiguió resolver aspectos útiles e instrumentales muy necesarios, no resultó tan eficaz para dar solución ni a la urbanización de lo humano ni a su temperamento emocional.
“¿Ofrecen las viviendas [o el espacio funcional] en sí mismas alguna garantía de que en ellas tenga lugar un habitar?” (Heidegger, 1951/2015, p. 13; los corchetes son nuestros). Comprobado está el desarraigo que el urbanismo y la técnica modernas han ocasionado desde que el espacio es considerado pura extensión infinita y asimbólica. El desarraigo pone de relieve que el hombre mantiene, desde siempre, una relación especial con el espacio debido a su indeterminación, que es la condición natural de ser.
La humana es la única especie que no tiene fijada la forma de hacer las cosas. Tiene que inventarlas. Esa indeterminación no existe en otras especies y precisamente por ello, no está atado biológicamente a ningún espacio, más bien está vinculado a todos. Ortega y Gasset decía que el carácter del hombre es “radicalmente ecuménico” (1939/2015, p. 220), no obstante, es tarea suya buscar el lugar más adecuado y definitivo porque “el mundo no está predispuesto para recibirnos” (Duque, 2008, p. 119). La antropología nos dice que el hombre no nace ligado a espacio alguno, y no lo está porque su naturaleza no está completamente “terminada” (Gehlen, 1940/1987, p. 35) cuando nace. Pero allí donde está la merma, está la salvación. La libertad es el problema y la solución, y lo es precisamente por ser la humana una especie tan indefinida y menesterosa. Pese a todo, esa debilidad no tiene la última palabra. De la menesterosidad biológica, de su falta de especialización e inadaptabilidad (Gehlen, 1940/1987, p. 37), el hombre es capaz de sacar fuerzas de flaqueza, pues aquella inicial indigencia, aunque lo condena a una perpetua intranquilidad, es a la vez lo que más le conviene a su condición. Insistamos: cuando se afirma que nuestra especie no está vinculada a ningún espacio físico, se pone de relieve que está ligada a todos, tal es su libertad y su “planetaria ubicuidad” (Ortega y Gasset, 1939/2015, p. 220). El hombre no puede vivir en la naturaleza como el resto de animales: solo puede hacerlo en esa sobre-naturaleza, en las technai onta que él elabora y con las que él se relaciona, otra cosa es qué relación guarda con ese sobremundo y de qué modo lo produce.
El hombre es un ser indeterminado, el que más. Busca su hogar, pero su hogar tiene que inventarlo. Desde luego, no es un simple alojamiento en el espacio ni es una simple localización; a veces lo encuentra, pero como sucede con el ser, este se desoculta y se oculta, o mejor, nunca es definitivo: “Nunca estamos en casa de una manera definitiva. Tan solo nos hallamos en camino hacia casa” (Adrián, 2015, p. 59). Eso es lo que nos hace sentir en permanente y costosa búsqueda, y merced de ello, el desarraigo nunca termina de ser derrotado.
El espacio planificado geométrica o funcionalmente, por sí solo, no es capaz de asegurar el arraigo definitivo. Y no lo es porque espacio y libertad no son tan conmensurables como cabría esperar. Dicho de otro modo: las soluciones técnicas o espaciales de índole técnico no siempre apuntan en la dirección de la urbanización del habitar humano. Esto no pone en duda que la construcción de viviendas y el diseño urbano sean malas soluciones, más bien pone de manifiesto que solo son soluciones reductivas o parciales (Bastons, 1994, p. 548). Todo lo que cabría esperar de la planificación calculante y de la técnica no es suficiente para que el hombre encuentre definitivamente su hogar. De entrada, porque en el diseño del espacio el hombre ve mermada su libertad, pues al ocuparlo aparecen contornos y fronteras, y la libertad se ve coartada. Por otro lado, considerar el imperar técnico como la única forma legítima de desocultación del ser convierte al urbanismo y a la construcción en meros medios instrumentales para un fin. Para un mundo caracterizado por el Gestell, construir y habitar solo son pensables bajo una relación de medios y fines (Heidegger, 1951/2015, p. 13), pero el fin no es el habitar sino el “alojamiento” (Heidegger, 1951/2015, p. 13). El profesor de Friburgo insiste en este particular: una exclusiva relación de medios y fines solo conduce al oscurecimiento del “habitar por medio de una mirada obcecadamente clavada en el fin” (1951/2015, p. 25). Esta crítica es correlativa al unilateral horizonte de comprensión al que conduce el imperar técnico del Gestell. Gestell es el nombre de la verdad para un moderno; es el modo en que acontece la verdad. Gestell es la forma en que al hombre de hoy se le aparecen las cosas cuando la verdad se reduce a la exigencia de mostrarlo todo como mero recurso. Pero, “construir” no puede ser solo un medio para un fin, no puede ser el modo exclusivo “en que las cosas se presentan al hombre moderno” (Pedragosa, 2011, p. 370).
El de Meskkirch no desprecia el espacio ni la técnica. Es inevitable una cierta organización territorial y espacial. La organización y la racionalidad son imprescindibles, pero no son lo único necesario, ni mucho menos. La irracionalidad no siempre es la locura. La última palabra no la tienen ni la razón instrumental ni la lógica. A veces recae del lado de la emoción y el habitar poéticos, porque hay mucha realidad, mucha verdad, mucho ser y muchas cosas que contar que no se pueden decir, solo se pueden mostrar, y eso se halla en el territorio no formalizable del hacer poético y no en el del hacer técnico. Ese es, entre otros, el conjunto de cosas olvidadas que favorecieron el olvido del ser (Choza, 2014, p. 256). La relación entre hombre y mundo, entre hombre y realidad, no termina de coordinarse y armonizarse definitivamente a través de longitudes, superficies, coordenadas, medidas y objetivaciones en el sentido utilitario o técnico del término. Hay demasiadas cosas innominables que no se pueden “comprender” ni se decantan o formalizan en conceptos, por eso, Heidegger nos dice que “si el hombre quiere volver a encontrarse alguna vez en la vecindad al ser, tiene que aprender previamente a existir prescindiendo de nombres” (Heidegger, 1947/2006, p. 20). El funcionalismo moderno no es capaz de resolver definitivamente la necesaria conmensuración entre hombre y mundo, entre existencia y espacio, entre construir, habitar y pensar, tampoco entre Ser, Dasein y arquitectura (Duque, 2008, p. 148). Si se entiende por construir una mera organización racionalista del espacio, entonces el hombre no habitaría propiamente en el mundo: habitaría en la técnica. Esa inmersión es lo que vino a señalar Le Corbusier (1923/1998, p. 73) cuando afirmó, tan “mecanicistamente”, que las casas solo eran “máquinas para habitar” (machine à habiter): dentro de ellas viviría el hombre de la Modernidad; el de hoy, más de un siglo después, vive dentro de la tecnología, lo que es peor aún porque ésta es menos transparente.
La técnica, decía Ortega, puede volverse opaca y resultarle más extraña al hombre de hoy que al hombre primigenio la naturaleza que le rodeaba: “el actual hombre se encuentra como el paleolítico ante el rayo” (Ortega y Gasset, 1939/2015, p. 133). Vivir en la técnica, habitar en la técnica no es, diría Heidegger, la forma con que el hombre pueda encontrar su hogar en el mundo. De hecho, cabe la posibilidad de que, por mor de la tecnificación radical del mundo, el hombre deje de habitarlo en el sentido originario.
Una relación de medios a fines del tipo construir para habitar, como diría Ortega, no daría con la solución al problema del habitar genuino porque este no es solo un concepto espacial ni técnico. Si pensamos el construir como un medio para el habitar, no daremos con un buen resultado; no en vano, el desarraigo ha aumentado allí donde el espacio se ha gestionado desde presupuestos puramente racionalistas, constructivos, técnicos o especulativos. Heidegger advertirá que el construir y el habitar concebidos como actividades separadas, que no se escuchan ni reflejan, no sirven para vencer el desarraigo. Una relación medios-fines es la manera unilateral con que las cosas se le presentan a los hombres atrapados en el Gestell. En este marco comprensivo de la realidad, el estatuto de cosa aparece bajo la forma de lo disponible y suministrable, pero no bajo la forma de la coseidad de la cosa. Las únicas cosas que se nos presentan a salvo de semejante condición, la de mero recurso, son las obras de arte. Quizá por ello las hemos puesto a salvo del uso en los museos; y quizá por eso, nunca como en nuestros tiempos se ha acudido tanto a los arquitectos para que hicieran edificios que fuesen esculturas y transformaran la ciudad en una gran obra de arte. En los museos las cosas dejan de presentarse como materia disponible para un fin. En ellos no se nos muestran como provisiones, sino como lo más emancipado del imperio del Gestell porque no valen para nada: tienen valor en sí porque son inútiles pragmáticamente hablando (Belgrano, 2017, p. 175-202). Tal vez por ello los objetos artísticos, esos que ponen en obra la verdad (Heidegger, 1950/2016, p. 137), actualmente resultan tan necesarios (Pedragosa, 2011, p. 371).
6. La lejanía de los medios
Para Heidegger la penuria de nuestro tiempo no reside en la falta de alojamientos, sino en la desarticulación entre el construir y el habitar que ha caracterizado a los tiempos modernos. Esta falta de armonía ha dificultado la posibilidad de encontrar la esencia del habitar, ha provocado un habitar impropio e inauténtico, y eso es lo que, más aumenta el sentimiento de desarraigo.
Otra dificultad añadida es la que aparece cuando nos percatamos de que la relación de medios a fines es solidaria de la poca atención que prestamos a los útiles, probablemente porque no los pensamos como debiéramos. Utilizar y usar se entienden mal. Quizá si pensáramos el usar como un “dejar una cosa en lo que ella es y en la manera como es, más allá de un hacer humano” (Heidegger, 1954/2010, p. 225) los útiles no serían invisibles. La atención (proximidad) nada tiene que ver con el espacio. Heidegger indicó que ni los aviones, ni la radio ni el cine habían conseguido aproximarnos más a las cosas, aun cuando las distancias se hubiesen des-alejado: “esta supresión de la distancia no trae ninguna cercanía; porque la cercanía no consiste en la pequeñez de la distancia […] Una distancia pequeña no es ya cercanía. ¿Qué es la cercanía cuando, pese a la reducción de los más largos trechos a las más cortas distancias, sigue estando ausente?” (Heidegger, 1954/2001, p. 121).
¿Qué significa estar próximos o cercanos a las cosas? Estar atentos y pendientes de ellas. Heidegger dio cuenta de la desatención en El origen de la obra de arte al referirse a las botas campesinas del cuadro de Van Gogh (1950/2016, p. 49). Las botas en tanto que útil desaparecen en el uso. El precio a pagar por su funcionalidad y fiabilidad es que se vuelven invisibles a la atención de quien las usa, y solo llaman la atención (Auffälligkeit) cuando se rompen o no funcionan, cuando nos hacen falta y nos apremian (Aufdringlichkeit), o cuando son un obstáculo rebelde (Aufsässigkeit) para trabajar o andar (Heidegger, 1927/2020, §16, pp. 94 y 95).
El mago de Marburgo indicó en Ser y tiempo que el Dasein es sustancialmente espacial en tanto que des-alejante. El espacio del Dasein se caracteriza por la atención que se les presta a las cosas. Indicó tres ejemplos muy clarificadores. Las lentes para ver, los auriculares para oír y la calle de la ciudad. Cuando vemos no nos damos cuenta de las gafas que llevamos; lo mismo sucede con el teléfono cuando hablamos, su condición es la no-llamatividad. Otro tanto le pasa al viandante cuando pasea por la calle: “Mientras uno camina, la va tocando a cada paso; ella parece lo más cercano y real de todo lo a la mano; en cierto modo se desliza bajo una parte de nuestro cuerpo, bajo las plantas de los pies. Y, sin embargo, está más lejos que el conocido que, al caminar, encontramos en la calle a la distancia de veinte pasos” (Heidegger, 1927/2020, §23, p. 128).
El hombre funcional no puede prestar mucha atención a las cosas, no sabe demorarse en ellas, y precisamente por eso no las percibe como reunidas o coligadas con otras que refleja y que le dan sentido. La desconexión o extrañamiento entre el construir y el habitar es la misma que se produce entre los útiles fiables y nosotros cuando aquellos cumplen la función para la que fueron diseñados. “El ser-utensilio del utensilio reside en su utilidad” (Heidegger, 1950/2016, p. 49), en su fiabilidad y nada más. Cuando la forma (de la ciudad, de los edificios, de los útiles) sigue irrestrictamente a la función, entonces se producen entornos abstractos que dan lugar a puros constructos sin simbolismo ni tonalidades afectivas. Para Heidegger el pensar utilitarista nos conduce a un cul de sac: el de la falta de atención. El habitar como mortal requiere una religación entre hombre y mundo, una proximidad, una cercanía y atención con las cosas, un permanecer y demorarse en ellas. Sin embargo, en el ámbito del urbanismo moderno, la relación de inmediatez resulta problemática porque los útiles (y los edificios lo son) nos pasan inadvertidos. La eficacia funcional tiene el costo del des-alejamiento como sucede con las botas, las gafas o las calles que estando bajo nuestros pies, están más lejos que cualquier conocido con el que nos cruzamos. En síntesis, “la cercanía no se mide por la mayor o menor distancia de un objeto, sino por la atención y el cuidado que prestamos a las cosas” (Adrián, 2015, p. 64).
Heidegger sentencia que “Habitar y construir se encuentran, el uno respecto de otro, en una relación de fines y medios. Pero mientras veamos las cosas solo de esta manera, comprendemos el habitar y el construir como dos actividades separadas” (Heidegger, 1951/2015, p. 13). Pensar el construir para un habitar según la relación medio a fin es un esquema reductivo y parcial que está condenado al fracaso, al menos por tres motivos. Primero, porque quedan fuera del ámbito de actuación de los medios algunos fines propios del habitar que no se pueden programar ni dominar técnicamente; por ejemplo, su significado antiguo: “permanecer, demorarse” (Heidegger, 1951/2015, p. 15). Segundo, porque el imperio del Gestell no soluciona el problema del habitar radical, pues no relaciona al hombre con el mundo, tan solo lo sumerge en el universo de la técnica, provocando un extrañamiento mayor que el que padecía el hombre del paleolítico con su entorno circundante. Tercero, porque la relación instrumental entre la técnica del construir y el habitar hace desaparecer los útiles cuando funcionan y nuestra permanencia y proximidad junto a las cosas decae y se aleja. La coligación con los medios es inexistente porque estos desaparecen de nuestra atención cuando los utilizamos y funcionan. Los medios, como los útiles fiables, se vuelven invisibles. Heidegger nos habla de la cercanía y la atención, de la proximidad, la permanencia y la vecindad (Nachbar, Nachgebur y Nachgebauer). Ni la ciudad ni las casas deben concebirse como un artefacto o un utensilio a la mano (Zeug): “Desde aquí mismo estamos junto al puente y no, como si dijéramos, junto a un contenido representativo de nuestra conciencia. De hecho, puede que desde aquí estemos incluso más cerca de aquel puente y de aquello que él dispone, que alguien que lo usa todos los días como cualquier otra vía de paso sobre el río” (Heidegger, 1951/2015, p. 39).
Las viviendas consideradas “utensilios para…” corren el riesgo descrito por Heidegger enSer y tiempo y en El origen de la obra de arte: que nos olvidemos del conjunto de las cosas que funcionan, y de las remisiones y coligaciones de éstas en el trato inmediato con ellas. Para la mentalidad funcionalista —insistamos— el construir es solo un medio o utensilio para el habitar. En cambio, para el profesor de Friburgo “el construir ya es en sí mismo un habitar. […] Allí donde la palabra construir todavía habla en su sentido originario ella también dice hasta dónde llega la esencia del habitar” (Heidegger, 1951/2015, pp. 13, 15), por eso es revelador que el título de la conferencia Construir Habitar Pensar no llevara comas. Se trata de actividades que se pueden diferenciar, pero no se pueden separar.
Heidegger advirtió en La pregunta por la técnica que el imperio del Gestell podía acabar dominando toda la existencia, y que el mayor de los peligros consistía en que el hombre mismo acabara convertido en un recurso más entre otros (Heidegger, 1954/2001, p. 25), quedando desprotegido y sumamente expuesto. Otro de los riesgos sería pensar que el predominio de la actividad constructiva considerase el habitar como una actividad separada y diferente del construir, cuando el caso es que no es así. Duque señala que una ciudad erigida desde la sola función corre el riesgo de crear horizontes existenciales solo funcionales, convirtiendo los límites en un “marco de dominación” (Duque, 2008, p. 127). Insistamos: no construimos para habitar, construimos como habitamos. Construir y habitar están unidos; de hecho, construir (bauen) originariamente significaba habitar (buan, wohen). Construimos como somos, no en vano la pregunta ¿qué soy? queda respondida con el “«yo habito», «Tú habitas»” (Heidegger, 1951/2015, p. 15). La manera de ser es la manera de estar como habitantes. Yo soy y yo habito son la misma expresión. El habitar es la instancia que otorga sentido al construir; los humanos construyen porque habitan y como habitan: “habitar implica la generación de hábitos encarnados en los entes del mundo” (Duque, 2008, p. 135). Y la arquitectura de verdad, la que pone en obra la verdad, mantiene unidos el construir y el habitar sin hacer invisibles los lugares existenciarios. Otra cosa es el grado de perplejidad y de extrañamiento que la Modernidad, el imperio de la técnica, la velocidad, y la forma de vida de las ciudades contemporáneas han generado, consiguiendo que lo unido se presente como actividades separadas y a veces completamente extrañas.
El funcionalismo técnico es especialista creando artefactos y desocultando el ser como mera existencia (Bestand). Sin embargo, la vivienda no ha de entenderse como recurso reemplazable o sustituible. Cuando la necesidad de alojamiento se plantea como una falta de recursos o una limitación del fondo disponible de reserva, entonces es solo un útil a la mano. En ese caso tiene lugar el mayor de los desarraigos y el mayor de los desapegos provocando el sentimiento de “dominación anónima de nuestra existencia” (Adrián, 2015, p. 58), tan característico de Occidente. El utilitarismo exacerbado no hace más que consolidar el desamparo, aumentando el abismo entre hombre y mundo que ya, de suyo, es bien problemático puesto que el desarraigo parece ser la condición de lo humano. No podemos superarlo definitivamente, nunca estamos completamente en casa, siempre vamos buscando nuestra casa, pero no la encontramos. Esa angustia no la reduce la técnica ni la construcción sin tono emocional ni integración natural. Urge pensar esta situación y hacerlo desde el temple y la serenidad (Gelassenheit). Hacerlo ya es una forma de vencer el desarraigo porque la lentitud, la paciencia y la calma del pensar permiten “desentrañar el habitar auténtico” (Acevedo Guerra, 2017, p. 196).
7. Construir Habitar Pensar
¿Qué sugiere Heidegger? Primero, suspender la consideración utilitarista del construir como un medio para el habitar. Segundo, cancelar el sentido de la espacialidad como una ocupación según unas coordenadas (α,ω). La ontología de la espacialidad humana va más allá de la posición y la función. El funcionalismo ha creado espacios marginales y solitarios, carentes de simbolismo: espacios sombríos e incultos cuyos ocupantes más que hombres que comen pan nos recuerdan a los que comen loto, a aquellos que no cultivaban, leemos en la Odisea (Míguez, 2017, p. 45). Ni espaciar es un útil para, um zu, ni el habitar es lo que se hace después del construir. No son actividades segregables. Si así fuese no habría forma de articular una relación intrínseca entre el construir, el habitar y el pensar. Las tres se pueden distinguir, pero no se pueden separar. El habitar no es una actividad más entre otras muchas que realizamos a lo largo del día como comprar, andar o hacer deporte. Habitar es una actividad diferente que hay que repensar como el espaciar que construimos cuando estamos haciendo las cosas más corrientes y que Dreyfus ha denominado “las facetas no tecnológicas de la experiencia” (1995/2024, p. 7) o sencillamente las “prácticas marginales” “no eficientes” (1995/2024, p. 18).
¿Qué es habitar? “Construir el mundo y pensarlo” (Choza, 2009, p. 146). Habitar guarda relación con el estar y con el ser, es la forma de estar y de ser del hombre en el mundo. Es un estar como mortal sobre la tierra. ¿Es eso un vivir? Sí: “Ser un ser humano significa: estar sobre la tierra como mortal, es decir, habitar” (Heidegger, 1951/2015, p. 17). Quien no habita no es un hombre. El habitante no es un mero technités, sino un protector, un cultivador, un cuidador del “crecimiento que por sí mismo hace madurar sus frutos” (Heidegger, 1951/2015, p. 17). Construir y habitar no son dos actividades de un proceso del tipo: primero erigimos la casa y solo cuando está construida la habitamos. No se trata de una secuencia medio-fin, como defendió Ortega en los mismos Coloquios de 1951. Construir (Bauen) no es fabricar alojamientos, eso es edificar (Herstellen). Construir es crear lugares, hacer sitio y emplazar a la cuaternidad. Es “hacer visible un mundo. Lo hace como una cosa, y el mundo que trae a la presencia consiste en lo que este reúne” (Norberg-Schulz, 1983/2008, p. 108). Habitar no es un ocupar o alojar definitivo, pues ya hemos visto que el hombre no encuentra su lugar permanente en el mundo, y que el sitio del hombre no es de ninguna manera el espacio que ocupa. Entonces, ¿cuál es el lugar propio del hombre? ¿Cuál es el lugar que el hombre puede habitar? El que él se construye. ¿Qué es propiamente lo que el hombre construye? Su morada existencial, su êthos, su vida (Bastons, 1994, p. 550), su intimidad y al cabo su humanidad. Esa es su tarea: construir su destino. Esta sería una forma muy aristotélica de entender el construir y el habitar. En todo caso y en términos heideggerianos, lo que no parece dejar lugar a dudas es que desde tiempo inmemorial nos ha resultado imposible definir, de una vez por todas, “qué es habitar” porque nunca hemos terminado de saber qué es propiamente el ser, o dicho de otro modo: no podemos habitar definitivamente en un lugar porque ni el ser, ni el sentido ni el mundo son, al menos para el de Meskkirch, previsibles, rígidos o estáticos (Belgrano, 2020, pp. 96-114), sino más bien algo que se manifiesta de manera polifacética y rica en mutaciones (Heidegger, 1954-1957/2000, p. 64). No habitamos arraigados para siempre porque nuestra existencia se caracteriza por estar constantemente peregrinando en un mundo cambiante e incierto. Los espacios perennes nunca han existido. A veces hemos creído localizar esos lugares o tierras prometidas, pero con frecuencia solo han sido simulacros de Atlántidas platónicas, de Arcadias virgilianas, de falsos paraísos e ilusorios jardines del Edén. Leyte es muy concluyente cuando nos dice que no existen tales lugares fijos. Nunca habrá un hogar ni una intimidad donde guarecerse existencialmente de manera irrevocable, y precisamente en esa situación es donde el hombre habita permanentemente (Leyte, 2001, pp. 8-17).
8. Conclusión: Habitar la intimidad en la cuaternidad
Los animales ocupan espacios incultos; los hombres los cultivan y les transfieren sus hábitos, por eso viven en habitaciones porque son los espacios de los hábitos. En ellos permanecen los hombres. El vocablo sajón “wunon”, el gótico “wunian” y el antiguo “bauen” significan permanecer y demorarse, pero no de cualquier forma, sino con calma y temple, con serenidad y alegría (die Heiterkeit), en paz (Freie), seguro y libre de peligros, vecino a las cosas. Solo allí nuestra esencia queda a salvo. Allí estamos en casa, no en una casa. Allí no estamos solos, estamos en la genuina soledad que no es aislamiento, sino cercanía al mundo y a la esencia de las cosas.
El hombre es un habitante, porque es un “habiente”, un ser que puede poseer las cosas dándole a lo poseído la forma de sus hábitos, proyectando en ellos su intimidad. Es un constructor de lugares que “custodian la cuaternidad” (Heidegger, 1951/2015, p. 43). Los animales no poseen el mundo que ocupan, los hombres poseen el que habitan. El habitante es quien tiene el lugar, no obstante, cada vez es menos frecuente poseer el lugar que habitamos, pues: 1. El mundo debuta constantemente. Lo hace con una fisonomía nueva y con un sentido inédito que nos aleja del que creíamos que era nuestro hogar definitivo, provocándonos el sentimiento de desarraigo, de no estar armónicamente insertos en el tiempo que nos toca vivir. 2. Cada vez más el hombre resuelve sus necesidades fuera de su hogar, y no en el espacio privado del oikós. Quizá porque el mundo cambia demasiadas veces, y cada vez más rápidamente, no siempre podemos adaptarnos a ese nuevo marco de comprensión de la realidad. Quizá porque las necesidades se satisfacen en las calles y no en las casas. Quizá porque hemos olvidado la manera de darles nuestras formas a nuestros espacios íntimos, porque hemos dejado que nuestro destino se construya desde fuera, las casas, los lugares del cuidado, de la cercanía y la proximidad han reducido su tamaño.
No urge fabricar viviendas al modo de existencias, sino repensar meditativamente el habitar, volver a unir lo que la Modernidad ha desligado al separar el construir del habitar como si fuesen actividades absolutas. Las viviendas no son espacios abstraídos de un construir, son “el refugio de la cuaternidad” (Heidegger, 1951/2015, p. 43), lugares que “albergan la permanencia del hombre” (Heidegger, 1951/2015, p. 43). Son espacios de un abrir (das Fügen) donde es posible la reunión de cielo y tierra, de mortales y divinos, “das Geviert”. Esa reunión (Sharr, 2007/2022, p. 67) es lo que el hombre debe conservar y custodiar en su esencia. La actividad técnica es inseparable del habitar y solo en ese juego de espejo y reflejo los mortales dan morada y reconocimiento a los dioses. Tierra y cielo, mortales y divinos no son entidades aisladas, son como “una cosa sola” (Heidegger, 1951/2015, p. 21); cada una refleja las demás, “cada una de las cuatro refleja a su modo la esencia de los restantes. Con ello, cada uno refleja así mismo en lo que es suyo y propio dentro de la simplicidad de los Cuatro” (Heidegger, 1954/2001, p. 131).
La crisis comparece con el hiato abierto entre ser y mundo, entre casa-edificio y casa-habitación. Construir no es una mera fabricación, es una poíesis peculiar, es un traer a presencia (Hervorbringen; Rojcewicz, 2006, pp. 35-40; Loscerbo, 2013, pp. 21-27). La crisis del habitar aumenta al considerar la construcción una actividad utilitaria respecto de un único fin (el alojar). Pero habitar es una tarea bien distinta. Algunos autores señalan que el problema del habitar recae en que el hacer arquitectónico no es capaz de construir casas conectadas con lo vital y existencial (Anderson, 2011, p. 74), y ahí está la razón del abismo abierto entre construir habitar pensar, actividades que se pueden distinguir, aunque no se deben absolutizar.
¿Qué necesitaba Alemania después de la guerra? ¿Qué urgía? La respuesta no iba a encontrarse en la técnica, ni en el espacio funcionalista. El lugar del hombre es el espacio más existencial, aquel que cada cual se ha construido durante su vida; es el espacio de los actos, de los pensamientos, el de la inteligencia o razón práctica (Bastons, 1994, p. 550). Podríamos hablar del espacio de su intimidad, un espacio edificado verso a verso. Ese espacio debe cultivarlo porque es el “lugar donde se mora” (Heidegger, 1947/2006, p. 75) y vamos construyéndolo mientras hacemos las cosas corrientes y nos relacionamos con el mundo. Ciertamente que ese espacio ganado para sí no es construido con hormigón, ni con acero, ni con proyectos técnicos. Es el que se edifica con las decisiones diarias, con eso que los griegos llamaban êthos (costumbre, hábitos).4 La morada y el hogar fueron en el decir de las epopeyas homéricas el lugar donde habitan los hombres. También es el lugar interior donde se desarrollan los actos, desde los más excelsos hasta los más ordinarios. El hombre puede habitar hacia dentro porque ha descubierto que su humanidad es una labor para sí mismo.
El lugar para el hombre no es el configurado como intervalo entre dos elementos (stádium, spatium), sino el construido por sus actos, golpe a golpe. No es el lugar de los trayectos y tampoco es el erigido desde la unilateralidad tecnológica que lo reduce todo a recurso. ¿Cuál es su êthos o lugar propio? El de las acciones, el de las costumbres y las relaciones; sobre todo este último: porque el hombre ya no puede entenderse según la forma de una igualdad del tipo “esto es eso”, sino desde la forma de una relación, una co-pertenencia, un coligar que refleje la cuadratura. Ese espacio relacional es el que el hombre moderno ha dejado de cultivar. Heidegger no nos habla solo de un construir en el sentido de un erigir. No se dirige a sus interlocutores desde una idea del edificar en el sentido de la poíesis artificial, nos habla de un construir que es cuidar y proteger lo cultivado, pero también es dejarse cuidar, coligar y estar ligado a lo que cambia y crece.
Podemos interpretar Construir habitar pensar desde una relación entre el habitar, el vivir y el actuar bien, tal y como nos propone Aristóteles (ca. 330-323 A.C./2009, III, 9, 1280a - 1281a) cuando señala que la ciudad no es solo una comunidad territorial donde los ciudadanos se ayudan y no perjudican: la ciudad no existe solo para garantizar la autosuficiencia. El fin último de la ciudad es “el bien vivir, [. …] La vida feliz y bella” (330-323 A.C./2009, III, 9, 1281 a).
Frente a consideración de la vivienda como “machine à habiter”, mero utensilio o recurso para satisfacer la necesidad de alojamiento, Heidegger nos ofrece una idea más abierta y dinámica, no solo metafísica y fenomenológica, sino ética y política. Propone ir más allá de las cosas entendidas en el marco de las meras igualdades, para adentrarnos en el de los comportamientos y las relaciones, entre las que la cuaternidad ocupa el lugar primordial. Allí donde hay Geviert no hay desarraigo (Pedragosa, 2011, p. 376). El espacio de la relacionabilidad supera al de la abstracción y lo reemplaza por el de la conversación y el cultivo abierto a Dioses, a otros mortales, a cielo y tierra.
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Notas
Notas de autor