¿Son las humanidades (in)útiles en siglo XXI?

Saber singular plural. La Universidad, las Humanidades y la naturaleza interdisciplinar de los saberes

Knowing Singular Plural. University, Humanities, and the Interdisciplinary Nature of Knowledge

Martín Grassi *
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina
Pontificia Universidad Católica Argentina, Argentina

Tábano

Pontificia Universidad Católica Argentina Santa María de los Buenos Aires, Argentina

ISSN-e: 2591-572X

Periodicidad: Semestral

núm. 25, 2025

revista_tabano@uca.edu.ar

Recepción: 05 agosto 2024

Aprobación: 13 septiembre 2024



DOI: https://doi.org/10.46553/tab.25.2025.e12

Resumen: La Universidad es el espacio en el que los diversos saberes pueden reconocerse como participantes de un mismo proceso de conocimiento. La naturaleza fronteriza de la Universidad la lleva a ubicarse en el cruce de intereses nacionales y de una vocación universal, tensión que se manifiesta en su doble tarea de formar profesionales y de preparar el suelo para un sistema del saber. Aún más, en tanto que obedece a un interés nacional económico-político, la Universidad traslada la lógica de la división del trabajo y de la especialización al ámbito del saber, lo cual genera la atomización de los saberes. La consigna de la interdisciplina busca remediar estas consecuencias, pero supone la interdisciplina como una meta a alcanzar. En este ensayo, propongo pensar, en cambio, a la interdisciplina como la naturaleza de todo saber. Los saberes no son totalidades cerradas y autosuficientes, sino el resultado de una interrelación entre todos los discursos. La noción de un saber singular plural expresa esta naturaleza relacional del conocimiento. Las Humanidades ayudan a volver sobre esta común pertenencia de todo discurso a los demás gracias a que enfatizan la raigambre de todos ellos en la experiencia vivida, su articulación en el orden simbólico, y su motivación pragmática: de ese modo invita a todo saber a reconocerse también como una expresión contingente de un determinado sistema del saber, también de carácter histórico. La naturaleza interdisciplinar de todo discurso nos lleva a pensar la Universidad como un espacio cenobítico, en el que todos los saberes son convocados a una misma celebración, en una vida que es esencialmente relacional y en el que el saber puede florecer.

Palabras clave: Universidad, Interdisciplinariedad, Humanidades, Pluralidad, Sistema de conocimiento.

Abstract: University is the place where every discipline is acknowledged as a participant in the process of knowledge. Its “border” nature, however, makes the University a conflictive territory in between national economic and political interests and its calling to a universal search for truth. This conflict expresses itself in the double purpose of preparing professionals for the job market and of preparing the grounds for a system of knowledge. However, since University depends on economic and political interests, the logic of division of labor is transposed into the space of knowledge and produces a disciplinary specialization that loses any possibility of a system of knowledge. Interdisciplinary work is seen today as a way to heal this fracture within science, in the supposition that interdisciplinarity is something to be gained. However, in this essay, I argue that interdisciplinarity is the very nature of every discipline. Disciplines are not closed and self-sufficient totalities, but the result of an interaction between all discourses. The notion of singular plural knowledge expresses this relational nature of knowledge. Humanities help to stress this common belonging of every discourse in a number of ways: they root every discourse in the lived human experience, they also emphasize the symbolic articulation of every discipline, and, finally, they make it clear that every knowledge has a pragmatic motivation. In this way, they also invite every discourse to acknowledge itself as a contingent expression within a certain historical system of knowledge. University should, then, be seen as cenobium, a space in which all disciplines are congregated, and where the relational life of discourses can flourish.

Keywords: University, Interdisciplinarity, Humanities, Plurality, System of Knowledge.

“Sé plural como el universo” (Fernando Pessoa)

1. La Universidad peregrina

Las universidades bien pueden desaparecer de nuestro mundo en cualquier momento. Así como tuvieron un comienzo en la historia, tendrán también su fin. Es una institución extraña, a decir verdad. Su carácter peregrino bien puede remitir a su procedencia cristiana y eclesial. De alguna manera, las universidades no respondían del todo a las lógicas de la soberanía nacional, y su llamado al cultivo de la razón y de la ciencia y de las artes era también un llamado a cierto desarraigo, o a cierto éxodo, a un cierto habitar que no se corresponde al plano del territorio político. Al mismo tiempo, su falta de ciudadanía encuentra su correlato en su falta de obediencia: la universidad no responde del todo a los mandatos políticos porque el imperativo que le ha dado nacimiento, porque la misión que expresa, porque su destino es el de buscar libremente la verdad. Aún conscientes de la imposibilidad de alcanzar su objetivo, la universidad no renuncia a una libre exploración del mundo, del ser humano y de sus misterios. Esta libre exploración, este andar sin mapas ni consignas precisas, signa a la universidad con ese carácter de atopía que la hace ser una institución tan extraña como indomable en nuestras sociedades occidentales. De algún modo, la universidad es un organismo fronterizo, entre el territorio nacional y el espacio mundial, entre los intereses de un Estado y un servicio a la humanidad toda. Linchada por estas dos fuerzas de lo particular y de lo universal, la universidad se encuentra siempre en un estado de fragilidad que amenaza con destruirla a cada instante: o bien se deja llevar por los planes históricos y contingentes de la Nación a la que sirve, o bien se fuga a un plano trascendental en su vocación a rendir homenaje a una verdad que no pertenece a nadie por pertenecer a todos. La figura de peregrina puede ayudar a comprender esta especie de ambivalencia de la Universidad, la cual, aunque habite un territorio nacional y deba responder a sus leyes, sabe que dicha nación no representa la instancia soberana a la que obedece. En otras palabras, la Universidad peregrina es súbdita de la Humanidad, de un régimen universal y apátrida que involucra a todo ser humano como tal, pero se sitúa y se mueve como visitante respetuoso en el ámbito de la política nacional, cuya lógica es particular y territorial y que convoca a los seres humanos como ciudadanos.

Esta tensión de la universidad entre lo particular y lo universal, entre el interés de la comunidad humana y el de lo político, encuentra una expresión particular en la competencia y conflicto que tiene lugar entre sus dos grandes funciones: la de formar profesionales, por un lado, y la de formar hombres y mujeres del saber, por otro. La competencia es compleja, porque si bien la función de preparar ciudadanos para que realicen tareas profesionales para el bien de una nación parece ser la que lleva las de ganar –y por mucho–, preparar científicos y artistas es absolutamente esencial para que pueda mantenerse la vida y el desarrollo de las diferentes disciplinas, que no solo sustentan las prácticas profesionales, sino que expresan la vocación universal del ser humano por hacer sentido de la realidad. Entre estas dos funciones de la universidad no hay, sin embargo, solo competencia, sino también complementariedad –al menos tal como se fue desarrollando el lugar de la universidad en las sociedades occidentales. No formar profesionales que trabajen en sus naciones de forma que puedan servir al bien de la comunidad, equivaldría a perder la conexión de la universidad con el suelo en el que se enraíza, y volverse entonces una institución uránica, separada del mundo, en el que los oficiantes del saber, en sus diferentes “claustros”, llevan adelante la liturgia de la ciencia y las artes. No formar hombres y mujeres del saber implicaría, al contrario, perder ese hilo que pende del cielo y mantiene la mirada de la universidad puesta en un horizonte que trasciende todo interés particular, nacional e histórico, abdicando así a la vocación universalista que le dio nacimiento. Claro que siempre encontraremos partidarios de una o de otra facción que subrayarán la importancia de la profesionalización o de la investigación. Algunos –más pragmáticos– abogarán por una universidad que se dedique tan solo a preparar a sus estudiantes para actuar debidamente en sus trabajos, sin importar realmente todos esos fundamentos abstrusos de las ciencias básicas que nadie tiene en cuenta en absoluto cuando realizan sus labores. Algunos –en menor cantidad y más románticos– insisten en que no es la universidad el lugar para aprender a “trabajar”, sino que es el ámbito para sumergirse en los arcanos del universo y de la vida humana, y emprender las infinitas travesías a través de las disciplinas para alcanzar, quizás, un poco de luz en esta tierra de sombras. En lo concreto, ambas posturas y sus partidarios se enfrentan cotidianamente en las reuniones de rectoría, en los consejos de claustro, y en los ministerios de educación.

Aun cuando ninguna de las dos posturas prevalezca completamente sobre la otra, ciertamente la balanza está siempre inclinada hacia uno de los dos lados… el profesional. Aunque la Modernidad subrayara el carácter universal de la racionalidad, y así ubicara a la Universidad y a la actividad científica como un bien universal y global, su afán por defender el territorio y la soberanía nacional sigue sometiendo a esta institución a los intereses de lo político. Los números y la financiación de la universidad son la expresión del interés que esta institución tiene para una sociedad. En tanto que otorga “títulos habilitantes” para la performance profesional de los ciudadanos, la universidad tiene un lugar capital en nuestros Estados modernos. Miles de alumnos y alumnas acuden a la universidad no para “saber”, sino para “saber cómo” trabajar en un determinado oficio. Así, uno va a la universidad no tanto para cuestionarse acerca del ser humano, lo mundano y lo divino, sino para encontrar soluciones eficaces a problemas de índole, en última instancia, técnicos. Son estos problemas los que quieren resolverse cuanto antes, y por lo cual se necesitarán personas competentes, que sepan cómo solucionarlos. Esta competencia profesional es lo que garantiza la formación universitaria en la forma del título habilitante. Lo importante, por lo tanto, es el título, y uno debe correr a través de toda la currícula lo más rápido posible para lograr ser competitivo en el ámbito laboral: quien termina antes la “carrera” tiene más posibilidades de adquirir un trabajo.

2. La condición interdisciplinar de los saberes

Dado que las tareas y oficios se van diversificando y especializando, la universidad debe responder debidamente a los requerimientos de los conocimientos particulares necesarios para llevar adelante un determinado trabajo en un espacio específico de acción. Arrastrada por esta demanda de técnicos, la universidad tiende a ir delegando su vocación a la universalidad del saber, puesto que esta especialización –correlato de la división del trabajo técnico e intelectual– alcanza a las ciencias y a las disciplinas mismas. Los hombres y mujeres del saber ya no cultivan “el saber”, sino “algunos saberes”, y se forman tan solo en algunos ámbitos del conocimiento, empujados a sus casilleros por las urgencias técnicas de las naciones en las que habitan las universidades. Si la tensión entre profesionalización e investigación define la situación actual de las universidades, debiéramos decir que el problema fundamental de la universidad y de su identidad reside en el plano del saber como tal, puesto que la profesionalización, como pulsión de la técnica y de los intereses económicos y políticos, alcanza también a la ciencia y a las artes como tales. Los muchos dispositivos académicos –que dejo para examinar en otra ocasión– llevan incluso a quienes consideran la universidad como un espacio de saber y de búsqueda universal del sentido, a enclaustrarse en sus facultades, en sus “revistas especializadas”, en sus congresos. Incluso más, la desaforada especialización lleva a estos ministros del saber a renunciar incluso a cualquier intento de recorrer los pasillos de la misma Facultad, con sus diferentes Departamentos, y peor aún, abandonan cualquier interés por navegar las diferentes cátedras del mismo Departamento. Cada uno a lo suyo, dando su “materia” específica e investigando los problemas que se enmarcan dentro de ese monoambiente disciplinar. A duras penas nos asomamos al pasillo a conversar con el que vive en el monoambiente vecino. Sabiéndolo o no, decidimos todos –pragmáticos y románticos– erradicar de la universidad a la universalidad de la razón y radicar la universidad en la particularidad: si no es la particularidad de un Estado, será la particularidad de un saber. Pero cabe preguntar si un saber no se destruye como tal si se particulariza, si se desentiende de su naturaleza universal.

La acuciante tarea por emprender trabajos interdisciplinarios es la expresión de este malestar en la universidad. Los intentos por destrabar las puertas de los claustros son variados y, en general, infructuosos. Los novedosos dispositivos académicos para fomentar la investigación interdisciplinar se enfrentan con los otros dispositivos disciplinarios que no dejan entrar a extraños y que no dejan hablar a los profanos. La ciencia es cosa seria, y cada saber pide un rito de iniciación. El trabajo interdisciplinar es, entonces, transgresor de las leyes y costumbres fundamentales de nuestros oficios de investigadores, y por lo tanto se le debe dejar al margen. Que tenga lugar, sí; pero de forma anecdótica y de manera simpática, como cuando vemos a un niño entrar a la universidad y sonreímos y lo dejamos jugar en el pizarrón, como si supiese lo que hace. Como a aquel niño, nadie se toma muy en serio a quien viene de otra disciplina a dibujar algo en el pizarrón de la nuestra. Pero esta imagen y esta consideración del trabajo interdisciplinar suponen pensar que la interdisciplinariedad es algo que debiera conquistarse, un destino a alcanzar, algo que está por delante. Yo creo que debemos revertir esta forma de comprender al saber como tal. En vez de verla como el estadio final de un proceso, en vez de verla como un lugar en la que no estamos y al que debemos llegar, la interdisciplinariedad podría ser vista como la condición fundamental de todo saber. Así como no hay subjetividad sin intersubjetividad, así como no hay texto que no sea ya inter-textual, no hay tampoco disciplina que no sea esencialmente inter-disciplinaria. No ofrezco aquí una fundamentación de esta aseveración, que bien podría tomar una veta metafísica, lingüística o lógica. Pero es evidente que toda disciplina se construye sobre una experiencia humana multimodal y multidimensional, una experiencia que lleva en su seno la totalidad de los saberes y la universalidad propia de una razón que reflexiona en torno a todas ellas. Cualquier experiencia humana está preñada de sentidos que pueden expresarse a través de discursos matemáticos, físicos, químicos, biológicos, sociológicos, psicológicos, filosóficos, artísticos, religiosos. Pero no solo puede ser expresada por estos diversos discursos, sino que estos mismos discursos son posibles porque entre ellos se prestan e intercambian palabras, metáforas, figuras, conceptos, giros expresivos y formas de argumentación. Por ello, pretender comprender la experiencia que tenemos del mundo y de nosotros mismos desde uno solo de estos discursos es completamente válido, pero debe ser consciente de su parcialidad; aún más, debe ser consciente de su dependencia radical respecto a los demás discursos y admitir la común raigambre de todo saber. Lo interesante aquí es pensar en dependencias disciplinares recíprocas, y evitar lógicas arquitectónicas que organizan el saber a partir del orden de la “fundamentación”, como si el edificio del saber supusiera disciplinas más fundamentales o básicas, que están en los fundamentos, en el suelo, en la base, y sobre las cuales se van agregando las otras. Mi apuesta busca desfondar el saber, dejarlo sin fundamentos, e implica que todas las disciplinas son igualmente universales, solo si se admite que son todas ellas igualmente particulares. Así, no solo las metáforas de la arquitectura, sino también las figuras de “padre” o “madre” (con sus metáforas de gestación o de generación, y de ley y obediencia) deben dejarse a un lado cuando las aplicamos a las disciplinas o saberes. En su lugar, la figura de la amistad debiera proponerse como la más apta para pensar la relación que hay entre ellas, en tanto que la amistad es aquella forma de vinculación que logra la simetría y la mutualidad, separándose de aquellas formas asimétricas y normativas de la paternidad. Es decir, todas las disciplinas y los discursos se amigan las unas con las otras, y se reconocen como iguales en su común saber y en su común ignorar. Pretender que una disciplina tiene la clave para el desarrollo de las demás es, simplemente, un acto de violencia epistémica, un acto de usurpación, un acto faccioso, un coup d’État, si se me permite ahora una metáfora política. Y aquí pienso especialmente en la filosofía, cuya absurda pretensión de ser la madre de todas las ciencias, la verdadera amante de la sabiduría, la verdadera guardiana del saber, ha generado tantos conflictos e impedido un diálogo fructuoso entre los saberes. No es extraño ver cómo muchas de las estrategias interdisciplinarias ubican a la filosofía en un rol de “orquestación” (la metáfora aparece ya en Auguste Comte) o de fundamentación, de forma que pueda ordenar el edificio de las disciplinas. Lo mismo sucede también con las matemáticas. Otro tanto sucede hoy con las neurociencias y su aliada, la informática. La tentación de reducir todos los discursos a una raíz común es confundir la vocación universal de la razón con un lenguaje universal, un lenguaje que, por ser tal, será siempre particular –o tan universal como cualquier otro lenguaje.

Dejo para otro escrito pensar cómo este “golpe de Estado” epistemológico tiene lugar gracias a la estrategia fundamental de la soberanía: declarar un “estado de excepción” a partir de una declaración de “crisis”, y proponerse como la única instancia que puede decidir al respecto. Es fácil, ante la “crisis” del saber actual, y ante la necesidad de integrar las disciplinas, que el filósofo declare ser el único que puede hacer algo al respecto (o el matemático, o el neurocientífico). Es sencillo –aunque, en rigor, sumamente complejo en su génesis– establecerse como un discurso inmune, que puede o bien desentenderse de los otros discursos por apropiarse de la universalidad del saber, o bien puede proponerse como fundamento no-fundamentado, o como principio anárquico, que rige sobre todos los demás discursos, como un discurso naturans non naturata, un discurso que rige sin ser regido, un discurso que se configura desde su “inmunidad textual”. Cualquiera sea la manera en que se desata un discurso respecto a los otros y se absolutiza, la condición inter-disciplinaria de todos los saberes se reduce a una lógica de sometimiento y de soberanía a una sola ciencia. Solo en la aceptación de la absoluta y común dependencia, de la deuda y de la obligación de toda disciplina para con todas las otras, es que puede esperarse una verdadera com-munitas epistemológica, es decir, una auténtica interdisciplinariedad que neutraliza el sueño de un lenguaje universal y abre el espacio para la universalidad de los lenguajes.

Esta consideración de la condición interdisciplinar de toda disciplina supone, necesariamente, considerar la condición universalista y pluralista de la institución en el que todas las disciplinas están llamadas a desarrollarse e inventarse. El paso de lo singular a lo plural en el orden de los saberes es, por eso, impostergable para pensar la universidad de nuevo. Y ese paso es solo posible si dejamos atrás los claustros de nuestras disciplinas y nos sentamos en la misma mesa con todos los otros comensales, en un Simposio plural, en una conversación que se multiplica constantemente y rechaza una y otra vez la tentación del símbolo, esa tentación de querer unir dos piezas en una sola y cerrar un todo, en esa tentación de querer hacer de lo múltiple una totalidad organizada y funcional. Quizás sea momento de pensar en una conversación más diabólica, una que se gana en su perderse, que se colecta en su diseminarse, que no conoce clausura ni forma definitiva. Pero para ello es preciso volver a la idea de una comunidad que es más que su organización, de una vida en común que se articula concretamente en estatutos y legalidades, pero que se sabe irreductible a esas formas institucionales, y que vive de la certeza de que no hay vida si no es compartida. Para tomar figuras de la vida monástica (de la cual también extrajo la universidad sus fuentes y modelos), pensar la universidad y su vocación interdisciplinar supone dejar atrás el ideal del anacoreta para abrazar el ideal cenobítico (koinos bíos, es decir, la vida en común). Debemos abandonar el ideal de un individuo que reza en la soledad de su desierto y abrazar la promesa de una oración sin mayúscula ni punto final, una liturgia sin comienzo ni fin, sin territorio ni fronteras, cuyo logos viaja interminablemente y sin rumbo preestablecido de boca en boca, pero siempre en compañía, siempre celebrado en comunidad, en una fiesta bacanal de los saberes.

3. El sistema del saber como idea regulativa

En esta universidad sin claustros, allí donde las fronteras disciplinarias son más bien puertas que barreras, las humanidades cumplen un rol fundamental –aunque no un rol de fundamento. El rol de fundamento debe quedar ya por siempre suspendido, no porque las disciplinas no tengan a veces un servicio de “fundamentación” respecto a las otras, sino porque estos servicios son siempre mutuos y recíprocos. Si históricamente la lógica-metafísica y la lógica-matemática servían como las dos disciplinas fundamentales, era porque ambos lenguajes –el uno desde el contenido, el otro desde la forma– ofrecían a todas las demás las bases tanto para sus conceptos como para sus operaciones discursivas o logicales (es decir, las operaciones que hacen uso de las palabras y de los conceptos). El problema es que estas dos disciplinas son tan solo las expresiones extremas de un lenguaje formal puro y de un lenguaje semánticamente universal, pero como tales son solo expresiones particulares y especiales dentro de un conjunto de discursos variados. Postularlos como fundamentales es romper la dinámica y las relaciones de mutua significación entre los discursos y los lenguajes. Sería como postular al negro y al blanco como fundamento de los colores: aunque expresen el uno y el otro el valor de la luz que es propio de todo color, sería absurdo reducir o explicar un color por su remisión al blanco o al negro (porque hay que subrayar que ni el blanco ni el negro se identifican tampoco con la luz).

Los discursos se comprenden en sus interacciones, como los colores: son sus contrastes los que los hacen vibrar. Los colores puros, como las disciplinas puras, son abstracciones. Al pintar o al componer una imagen, la paleta se pone en obra en el lienzo, en la contaminación recíproca entre los colores en juego. Otro tanto sucede con la música, en la que las notas no existen separadas más que por abstracción: lo que existe son las tensiones y las relaciones entre las notas. Tanto en un caso como en otro –en la pintura, en la música–, pero también en los discursos de todo tipo, incluidos los científicos, la dimensión del tiempo es esencial, es decir, el hecho de que colores, notas, palabras y conceptos se recorren, transcurren, se despliegan en su juego con los otros. Capturar un momento o un elemento en esa danza es perder tanto la composición total como la parte en cuestión, puesto que parte y todo tienen entre sí una dinámica siempre en movimiento, en la que una da sentido a la otra. Pero, claro, todo depende de qué sea el todo al cual nos referimos. Un lienzo, una sinfonía, un texto. Cada una goza de cierta autonomía o autoreferencialidad que la hace ser un todo. Pero, a su vez, cada todo puede ser visto como una parte: un lienzo de Goya se comprende dentro de la totalidad de su obra, y el valor y la tonalidad de sus colores vibra según su relación con la obra anterior. Esta cuestión nos lleva a problematizar el estatuto de lo textual –en su sentido más amplio como totalidad significativa–, y a la necesidad de los prefijos que lo anteceden para comprender la complejidad del entramado: con-texto, para-texto, intra-textualidad, inter-textualidad. En todo caso, el estatuto de todo y parte es siempre una cuestión de perspectiva, incluso de método. Plantear una totalidad absoluta, es decir, que no conozca sujeción a otra totalidad, y acceder a ella noéticamente no es más que el postulado de un “saber absoluto”. Pero si prescindimos de dicho postulado en su sentido lógico-metafísico o lógico-matemático, no por ello renunciamos a un gesto de lo total, puesto que la totalidad es ahora –valga la paradoja– un efecto de perspectiva, un producto metódico, aquello que permite hablar de una com-posición (o sis-tema, en su forma griega), es decir, a la articulación de posiciones plurales en un todo. Se establece una totalidad a partir de una decisión, y de allí se siguen las definiciones respecto a sus partes y a sus relaciones. Pero esta decisión es contingente y situada, por lo cual lo que es visto como totalidad en un momento, puede verse como parte, y viceversa. Ninguna composición es necesaria, aunque sea necesario componer.

La configuración o, mejor, constelación de los saberes es tan necesaria como imprescindible: las disciplinas se perderían definitivamente si cada una se desligara de todas las otras por el simple hecho de que ninguna de ellas puede ser autárquica y bastarse a sí misma. Todo saber está atravesado de todos los saberes: el saber sabe consabiendo. La articulación de los saberes es, por ello, una forma en que estas relaciones interdisciplinares toman una determinada figura, una figura que es compuesta y producida según la disposición de las posiciones-disciplinas. Esta composición es el sistema del saber, un sistema que, como tal, es un constructo. Todo orden de jerarquía y de organización en este sistema es contingente y arbitrario, producto de una decisión y deudor de una estrategia determinada. En este sentido, la idea de un sistema del saber se separa de cualquier ilusión de un saber absoluto, que no es solo de raigambre idealista, sino que hunde sus raíces en la historia de las ciencias y de las universidades de Occidente, en la que la posición fundamental de la filosofía, primero, y luego de la teología, llevaba la certeza de que todo saber terminaba reduciéndose a la ciencia del ente en cuanto ente, o del ente primero que sustenta la esencia y la verdad de todo lo que es. Que un saber total se alcance o no, es otra discusión: lo que importa es la estrategia según la cual un determinado saber subsume al resto según una lógica de la fundamentación que se presenta como necesaria (no contingente) y real (no arbitraria). Desmarcados de esta pretensión lógico-metafísica y lógico-matemática de un saber absoluto, es importante mantener la idea de un sistema del saber para evitar condenar a la insignificancia los saberes al atomizarlos y dejarlos incomunicados. De hecho, la supuesta autarquía y autosuficiencia de una disciplina descansa sobre una ilusión, como si se tratara de un holograma: establecer un determinado saber supone definirlo como un todo, pero en ese sentido es una decisión, y no algo que va de suyo. Alguien podría disgregar una disciplina al considerar sus diversas teorías como ciertos todos teóricos, y, a su vez, ver en estos constructos teóricos otros tantos sistemas que tienen sus partes, y así sucesivamente, volviendo ineficaz al fin y al cabo todo efecto cognitivo de dicha disciplina. Sería como descomponer el lenguaje a sus letras y postular que no puede haber relación de una con la otra, que una se puede comprender sin la otra. La ilusión del todo consiste en tomarlo como un todo real, como una totalidad que existe como tal y que no es producto de una determinada decisión o perspectiva: es la ilusión del holograma, que nos presenta un todo solo en tanto que decide qué tomar de lo real para configurar esa totalidad fabricada. Por ello, la atomización de las disciplinas es tan arbitraria como la construcción de un determinado sistema del saber, justamente porque una disciplina es ya un determinado sistema del saber. La noción de sistema del saber, por lo tanto, conlleva la convicción de que todo discurso o disciplina, más allá de su relativo carácter total, es solo tal en tanto que se relaciona con los otros, en tanto que parte de esas relaciones con los demás saberes consiste en la relación por diferenciación –que de ninguna manera supone la suspensión de la relación o el establecimiento de su carácter absoluto. El carácter total del sistema del saber es, en consecuencia, de naturaleza abierta, lo cual atenta contra la idea de totalidad en un sentido sustancial, pero que se comprende sin mayores problemas categoriales si se entiende la totalidad como producto y condición de relaciones siempre cambiantes.

Este carácter dinámico y abierto de la totalidad del saber es lo que permite que las diferentes disciplinas, como partes, se ubiquen en un lugar central y neurálgico, como si fueran el punto de confección de la totalidad del tejido cultural y epistemológico. Así, puede construirse el sistema del saber desde la centralidad de su parte matemática, o metafísica, o física, incluso psicológica, o sociológica, o histórica, etcétera. Cada parte puede funcionar como primus inter pares, y ofrecer una composición diferente del saber según su forma particular de construirla. No solo es lícito este proceder, sino que es, en algún sentido, propio de toda disciplina: cada una de ellas toma y se apropia de elementos provenientes de diversos saberes para construir el propio, permitiéndole tematizar y teorizar acerca de su objeto particular. Aún más, este proceder ofrece un enfoque que puede potenciar el saber al conducirlo desde una sola perspectiva, proponiendo cada vez un cierto nuevo sistema del saber.

El peligro fundamental de esta idea de construcción sistemática del saber es, de nuevo, que alguna de estas articulaciones se presente como definitoria, necesaria y real. En este caso, una estrategia de apropiación que es inherente a todo trabajo de construcción termina por impedir el dinamismo del sistema, en tanto que se cierra sobre su perspectiva y no da lugar a otras posibles composiciones en nombre de la arquitectura de los fundamentos, estableciendo así un totalitarismo epistemológico. Ante este peligro totalitario, es imprescindible abogar por una construcción siempre abierta y viva del sistema a partir de varios fundamentos simultáneos. La simultaneidad no significa identidad, en el sentido de que un mismo sistema tiene a la vez varios fundamentos (lo cual sería muy difícil, si atendemos a las reglas de toda composición). Significa que todos estos constructos sistemáticos del saber coexisten y conviven en un mismo hábitat epistemológico, en una simbiosis que se explica más por la idea de colaboración que de competición. Pensar esta especie de ciudad sin centro fijo o definitivo implicaría repensar muchas de nuestras categorías a la hora de pensar los procesos de todo tipo, desde los procesos de la naturaleza, hasta los políticos, hasta los cognitivos: la idea de una economía (en un sentido amplio de administración y de organización para la debida apropiación de lo que consideramos lo propio) parece estar detrás del entendimiento de todos los procesos y parece obligar a situarnos en una perspectiva monárquica donde una sola instancia ordena todas las demás, donde la apropiación se da desde un centro propio y apropiado. La comprensión de que cada disciplina es una parte apropiada que actúa como centro fundante y apropiador nos lleva a aporías difíciles de superar y que, creo, son irresolubles hasta que no encontremos otros paradigmas para pensar la pluralidad y la relación, sin reducirlas a la organización como su esencia última. En todo caso, esta ciudad sin centro del sistema del saber no parece poder funcionar ni siquiera al modo democrático, en el que una mayoría termina por establecer la lógica compositiva del sistema, porque de esta forma volveríamos a lógicas de la soberanía que terminan silenciando o marginando a los saberes “minoritarios”. De alguna manera, y a riesgo de una paradoja que no podemos superar dentro de nuestro paradigma centrado en las ideas de totalidad y de unidad, debiéramos afirmar a cada disciplina como capaz de acceder a su posición de fundamento. Pero tal es una idea muy problemática también, ya que ni siquiera una disciplina es homogénea en su construcción, y las diversas teorías que trabajan en su seno no hacen sino retrotraer el problema del sistema del saber a la disciplina como tal. En suma, la tarea de la construcción de un sistema del saber parece imposible. Sin embargo, es necesario, al menos si no queremos perder todo el saber como tal. Podríamos pensar esta sistematicidad del saber en términos de una “idea regulativa de la razón”, en el sentido de Immanuel Kant: si bien no se puede alcanzar como objeto de pensamiento, dadas las aporías a las que nos lleva necesariamente, este sistema del saber debe presentarse como una instancia a la que hay que apuntar si es que queremos establecer una ciencia, cualquiera sea. Es decir, el conocimiento como tal –que se expresa y se realiza en los diversos discursos y en sus interacciones– solo es posible en su imposibilidad, solo es real en tanto que es deseable. Y este imperativo que no puede tematizarse como tal puede ser asimilado por analogía a la idea de universo, o de mundo, y a sus aporías teóricas cuando los queremos pensar como objetos.

4. La convocatoria de las Humanidades

Es imperativo construir un sistema del saber que no sea jerárquico, que carezca de centro, un sistema acéfalo del saber, un sistema que piense sin cabeza, o mejor, que piense a la vez con cabeza, corazón y vientre, que piense de frente y de atrás, de izquierda y de derecha. Para llegar a un sistema semejante, las humanidades pueden brindar un servicio precioso, aunque solo con la condición de no querer establecerse como regentes, solo con la condición de no querer ponerse a la cabeza. Para seguir con la metáfora anatómico-fisiológica, las humanidades pueden ofrecerse como los nervios que articulan la totalidad del cuerpo del saber, evitando que se desmiembren sus partes. Esta transmisión nerviosa sin centro –es decir, evitando la tentación de verse como cerebro o como sistema centralizado– puede actuarse a partir de tres dimensiones propias de las humanidades que atañen a todas las disciplinas y que hacen, por ello, a la posibilidad de la construcción de un sistema del saber. En primer lugar, la dimensión fenomenológica supone que todo lo que se articule en un saber debe aparecer a la experiencia humana, que todo objeto del saber se da en el medio de una experiencia humana. Incluso cuando esté “fuera” de lo experienciable, se establece como objeto solo en tanto que se articula con lo experienciable: desde los “objetos teóricos” de la física hasta los predicados apofáticos de la teología, aquello que está por fuera de nuestros alcances perceptivos, o incluso, por fuera de nuestras categorías de pensamiento, pueden proponerse como objetos solo si remiten de alguna manera a lo perceptible o a lo categorizable, lo cual implica no abandonar nunca el orden de lo fenomenológico, es decir, lo que aparece en el medio de la experiencia humana. En segundo lugar, la dimensión hermenéutica implica que toda experiencia se significa por un lenguaje que tiene diferentes figuras, todas ellas susceptibles de comprensión porque remiten las unas a las otras de alguna manera. Esta dimensión hermenéutica es la que vuelve siempre a enfatizar que todo hecho no es más que una interpretación, no en el sentido de que no sea real, sino en el sentido de que todo lo que aparece y es significado es articulado de alguna manera que podría ser, también, distinta. Y siendo el lenguaje –en un sentido amplio– el medio de toda articulación significativa, las humanidades ponen en el centro de las relaciones interdisciplinares el medio mismo en el que tiene lugar el diálogo entre ellas, el medio que es condición de posibilidad de la construcción de un sistema del saber, es decir, de un sistema articulable de disciplinas articulables: el lenguaje. En tercer lugar, la dimensión pragmática de todo saber está en el centro de las humanidades, y estas no hacen sino recordárselos a todas ellas, posibilitando así también su efectivo intercambio e interacción, motivado por este interés en la praxis. En efecto, por más abstracta o lejana al mundo de lo humano que una disciplina pueda ser, todas ellas son siempre producto y efecto de una “práctica humana”, del modo en que el ser humano quiere interactuar con el mundo, con lo humano y con lo divino. Perder la dimensión pragmática del saber es perder también su significatividad, porque el significado y el sentido de todo lenguaje tienen esta dimensión pragmática. Al fin y al cabo, el saber como construcción es ya una praxis y una poiesis, y una praxis sobre todo porque el saber recae siempre sobre quien lo articula: no se trata de construir un objeto que es extraño e independiente de quien lo construye, sino que se trata de construir un ámbito que involucra a quien lo compone. Si esta dimensión práctica (que, por lo tanto, conlleva una ética y política) es evidente en cualquier saber que ronde en torno a lo humano, las humanidades muestran que esta dimensión está igualmente presente –y de forma fundamental– en todo discurso o disciplina, cualquiera sea.

Estas tres dimensiones de las humanidades: la fenomenología, la hermenéutica y la pragmática, alcanzan a todas las disciplinas y, aún más, posibilitan la comprensión contingente y arbitraria de todo saber y de todo sistema del saber. Las humanidades les permiten a todas las disciplinas pensarse en su historia, es decir, en su desarrollo a través del tiempo y de las culturas. De esta manera, todo discurso y toda disciplina es histórica, y su propia historia debiera ser parte fundamental de su estudio, sobre todo porque esta historia común (fenomenológica, hermenéutica y pragmática) es lo que en realidad está detrás del sistema del saber en su sentido dinámico y abierto. Las humanidades ofrecen, así, esta perspectiva “genealógica” que, sin querer cerrar los saberes en un sistema final, los abre a los avatares de sus invenciones, es decir, de sus descubrimientos y de sus nacimientos (invenire, en latín, significa ambas cosas). De alguna manera, la vida en común prevalece sobre los claustros porque la genealogía muestra no la reducción a un primer saber (como si se tratara de rastrear el vientre de los saberes), sino el carácter vivo que es común a todas las disciplinas, el hecho de que nacen en el lenguaje y en el lenguaje viven; un lenguaje que es uno y plural al mismo tiempo, que se dice siempre en forma distinta y es siempre de algún modo el mismo… como un tejido por siempre confeccionado y sobre el cual se siguen tramando las nuevas líneas. Las Humanidades pueden hoy ser especialmente importantes a este respecto: son ellas, no las que lideran con su voz, sino las que invitan a todas las voces a unirse al mismo coro. Son las Humanidades las que hoy pueden tener la función impostergable de llamar a una convocatoria de todos los saberes.

5. La vida cenobítica y la exorcización del fantasma del genio

Para poder apuntalar el diálogo interdisciplinar, es preciso, también, repensar el trabajo intelectual en términos de colaboración. Incluso en nuestros días parece subsistir todavía culturalmente la idea de que el auténtico “intelectual” trabaja solo y compone sus teorías de forma solitaria, movido por una especie de iluminación sobrenatural que le revela los arcanos del universo. Esta idea del “sabio” es la que lleva muchas veces al intelectual a alejarse de las multitudes y de la gente para enclaustrarse y llevar adelante sus investigaciones. La imagen de la “torre de marfil” en la que se encierra el sabio para alejarse del mundo y de su bullicio no solo enfatiza el carácter solitario de su trabajo, sino que refuerza también el símbolo de la ascensión y de la altura panóptica. De algún modo, siguiendo aquí a una tradición gnóstica, el sabio es el que se embarca en un viaje ascendente hacia el saber, allí donde sólo él y lo único de la luz de la Sophia, del intelecto, o de la idea de Dios, se encontrarían frente a frente, y en ese encuentro comprender el todo como todo: la idea de “sabio” es inseparable de la idea del “saber absoluto” como un saber humano divinizado. En esta travesía no valen ni instituciones, ni maestros ni mediaciones, y, si se precisaran, son para dejarlas luego atrás. Lo importante es el genio del sabio y su encuentro con el Espíritu del Saber. Un gnosticismo antiguo se marida con un romanticismo moderno, y en ambos casos la universidad y sus obreros son desestimados. Los varios se contraponen a los pocos en una lógica de una gracia extraordinaria y sobrenatural en lo que unos elegidos son los que alcanzan el saber. Son muchos los pensadores modernos que han desestimado a los oficios universitarios –a los profesores, a los investigadores– en nombre de una sabiduría que nada sabe de todas estas oficinas, en nombre de una autocracia que se lleva puesta toda burocracia. Esta contraposición se sostiene sobre el postulado de la labor del genio como una labor marginal, dejado a un lado por las instituciones que le dan, en realidad, cobijo. El genio trabaja en la Universidad, pero en rigor trabaja solo: no conoce colegas ni precisa de ellos. No tiene nada que aprender de ellos porque ellos no piensan –la aristocracia intelectual supone poner a los obreros a hacer el trabajo sucio y terrenal para que el sabio pueda pensar y ascender al ámbito uránico.

Frente a esta imagen aristocrática del sabio, inspirado por su genio, se contrapone la imagen de la Universidad que remite a una lógica cenobítica: el pietismo del santo se deja a un lado para abrazar la liturgia de una comunidad. En los monasterios cenobíticos estaban las multitudes de transcriptores, traductores, bibliotecarios, toda aquella comunidad de monjes anónimos que, incluso, podían llegar a ver la gloria de la autoría como un pecado de orgullo y de soberbia, y que comprendían que el verdadero trabajo es siempre colectivo y escolar, en el mejor sentido de Escuela: una comunidad de seres humanos dedicados a contemplar juntos los enigmas del mundo y del ser humano. La idea romántica del genio, si bien ha suscitado un movimiento de liberación en la construcción de nuevos discursos, terminó por establecer una grieta entre el científico y su medio, al acercarlo a una imagen de artista que no puede someterse a escuela o comunidad alguna si no es que quiere traicionar a su demonio creador. Un gnosticismo individualista y elitista no puede dar cuenta de la construcción del saber, una construcción que no conoce de autores ni de individuos creadores más que como instancias en las que un proceso comunitario se expresa y se cristaliza. Volver sobre el cenobio universitario es volver a enfatizar la co-laboración como esencia de toda labor, volver a subrayar que todo saber es consabido, y que toda palabra es dialógica.

Nada de lo que he desarrollado en este ensayo significa que abandonemos definitivamente una lógica de división del trabajo intelectual, ni tampoco que olvidemos la independencia y autonomía relativas de las diversas disciplinas. El reto está en cómo articular en el plano epistemológico lo que en el plano político llamaríamos comunidad e individuo. Por un lado, un colectivismo epistemológico convertiría a cada disciplina en una parte funcional y orgánica del sistema total del saber, perdiendo la pluralidad de las disciplinas y vaciándolas de su vida en nombre de un todo coherente y macizo, jerárquicamente organizado. Por otro lado, un atomismo epistemológico aseguraría la vida de cada una de las disciplinas a costa de una absoluta incomunicación entre ellas, que no llevaría más que a su muerte. Tanto un extremo como el otro no hacen más que perder tanto a las disciplinas como a su conjunto sistemático, y se sostienen sobre una ilusión: no existe un todo funcional cerrado ni existe tampoco un individuo absoluto, sino que lo que existe es la relación y la imbricación entre los singulares, que son ellos mismos ya plurales. Así como Jean-Luc Nancy hablaba en el terreno de lo político del “ser singular plural”, podríamos hablar en el plano epistemológico de un “saber singular plural”. Aún más, no solo podríamos pensarlo, sino sobre todo actuarlo. Este cambio solo puede tener lugar a nivel institucional, es decir, cuando el medio mismo –siempre comunitario e histórico– albergue a la vez lo común y la diferencia, la tradición y la originalidad, lo individual y lo colectivo. Sin tener la menor idea de cómo pensar este nivel institucional, me animo a decir que aquí la Universidad debe volver a separarse de las lógicas estatales y mundiales de lo político-económico, es decir, olvidar su preocupación técnica, dejando a otras instituciones este afán por formar profesionales. La Universidad sería un espacio completamente (o casi completamente) impolítico en tanto que universal e internacional, un espacio donde el sistema del saber viva de la mutua conversación cotidiana y del mutuo diálogo y polémica entre los representantes de cada uno de los campos y de las disciplinas. Una especie de monasterio que se mueve según una lógica paradójica a los ojos de lo político-económico, en tanto que se afirma en su atopía, y en un determinado desinterés por lo pretendidamente urgente y necesario, militando por una responsabilidad infinita por lo humano, por una libertad de articulación de sentido que no conozca otra sujeción más que su dialógica actividad creadora. Un monasterio donde los monjes no vayan a rezar en sus claustros, sino que vayan a celebrar un perpetuo banquete donde las diferencias sean tan solo elementos de inspiración y motores de exploración más que excusas para seguir cada uno en su celda-oficina de genio-sabio.

Las preguntas no tardan, sin embargo, en aparecer: ¿quién financiaría una institución así? ¿Qué servicio ofrecería al Estado nacional que lo cobija? ¿Quién decide sobre quién entra? ¿Cómo se organiza puertas adentro? ¿Habría división entre las disciplinas, en Facultades o Departamentos? Miles son las preguntas. Pero son preguntas que solo surgen cuando dejamos de pensar los saberes como lugares estancos y aislados, y volvemos a comprender que todos los saberes son los mismos y distintos, que todos surgen del mismo afán humano de dar sentido a su experiencia y del mismo llamado a articular lenguajes que versen en torno a lo humano, lo mundano y lo divino. Al menos tenemos las preguntas. No necesitamos otra cosa para seguir con-versando.

Notas de autor

* Profesor y Licenciado en Filosofía (UCA). Doctor en Filosofía (UBA). Investigador Adjunto del CONICET en la Facultad de Filosofía y Letras de la UCA. Profesor de Antropología Filosófica y de Teología Filosófica (UCA). Fue investigador Post-doctoral de la Fundación Alexander von Humboldt en el Instituto de Hermenéutica (Universidad de Bonn) y en el Instituto de Ciencias Jurídicas y Filosóficas (Universidad Paris I, Sorbonne-Panthéon) (2018-2020). Fue también investigador post-doctoral de la Universidad de Oxford y de la Fundación John Templeton en el Centro Ian Ramsey para Ciencia y Religión (Universidad de Oxford) (2016). Autor de los libros: Ignorare Aude! (2012); (Im)posibilidad y (sin)razón (2014); La comunidad demorada (2017); El dios de los ladrones (2021); Una historia crítica de la idea de vida (2022); Phármakon (2023); La metafísica del nosotros de Gabriel Marcel (2024); The Ghost of Totalitarianism (2024). Áreas de interés: Teología Política, Metafísica, Antropología, Psicología, Sociología, Filosofía de la Religión.
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