Reseñas
Grassi, M. (2023). Phármakon: desalojos del deseo y la escritura. Sb Editorial, 160 pp. ISBN 978-631-6503-73-2
Tábano
Pontificia Universidad Católica Argentina Santa María de los Buenos Aires, Argentina
ISSN-e: 2591-572X
Periodicidad: Semestral
núm. 25, e13, 2025
Grassi M.. Phármakon: desalojos del deseo y la escritura. 2023. Buenos Aires. Sb Editorial. 160pp.. 978-631-6503-73-2 |
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Recepción: 11 octubre 2024
Aprobación: 23 noviembre 2024
En la orilla. Esta reseña —la escritura de esta reseña— comienza, como el primer capítulo de Phármakon: desalojos del deseo y la escritura, de Martín Grassi, en la orilla, “en ese espacio movedizo en el que el agua afirma la tierra; allí, donde la tierra estanca al agua” (p. 13). No podía comenzar en otro lado, porque mar adentro, el agua no se deja cortar; y tierra adentro, la arena se desplaza: en ambos casos, “no hay forma de trazar nada” (p. 13). En cambio, en la orilla, “allí donde la arena está empapada y el mar contenido; allí, solo allí, en el limen, en la frontera, en el espacio de contaminación; allí, solo allí, sí, la escritura” (p. 13).
Esta orilla no es solo una metáfora. Es una locación real, vivida: la orilla que se extiende lánguida, indeterminada, entre el mar Adriático y la tierra firme de Albania —la antigua Iliria— , una mañana de otoño húmedo y ventoso. Una locación que es también una estación, una parada, un mojón en un camino de muchos mojones, una escala de un viaje que atraviesa muchas tierras y muchos mares. Y esta reseña no es solo una recensión crítica de una obra literaria, sino también —como lo permite la ambigüedad del término y casi que lo exige el libro reseñado— una narración breve: el relato, un tanto fragmentario y azaroso, de ese viaje que el autor prefiguró en la dedicatoria que me escribió en nuestro último encuentro, en la que me termina deseando “...que estas líneas puedan acompañarte en tus andanzas”.
Y vaya si lo hicieron. No es la primera vez, a decir verdad, que un libro de filosofía me acompaña en el equipaje por tanto tiempo y tantos kilómetros (la voluminosa Estrella de la Redención, por ejemplo, recorrió media Sudamérica). Se trata de una conjunción que no es casual, ya que viajar y filosofar comparten una misma dinámica: interrumpen, por un período determinado, nuestra cotidianidad. Viajes y filosofares comienzan y terminan, pero, en ese entretanto, lo resignifican todo. El viaje y la filosofía, también, se confunden, en su máxima extensión o en su profundidad más insondable, con la vida misma y su despliegue. Pero lo cierto es que, hasta ahora, nunca me había pasado algo como esto.
En realidad, tendría que haberlo sospechado desde un principio, desde el comienzo de antes del comienzo, desde el título mismo del libro: Phármakon. Esa palabra ambigua, ambivalente, anfibia; esas letras indeterminadas, indecidibles, ingobernables. Quizá las numerosas referencias al Fedro me hicieron olvidar ese otro diálogo platónico que Borges (1970: 47) resumió en cuatro versos: “Si (como afirma el griego en el Cratilo) / el nombre es arquetipo de la cosa / en las letras de ‘rosa’ está la rosa / y todo el Nilo en la palabra ‘Nilo’”. Si hubiera sabido antes de salir de viaje que en las letras de Phármakon se cifraba verdaderamente un phármakon, esa .figura de la ambivalencia” que, como advierte ya la contratapa, “es remedio y es veneno, mata y da vida, salva y condena”.
Por si fuera poco, esa misma contratapa me había advertido que en el libro se analizarían “la escritura, el amor y el deseo como posibles fármacos que actúan sobre el sujeto”. ¡El “sujeto”! No existe un tal sujeto: abstracto, neutral, cual punto vacío que recibe los fármacos que actúan sobre él… Ese sujeto —esto es lo que calla la contratapa, sea por buena educación o para velar sus segundas intenciones— en realidad es quien toma real y efectivamente aquel phármakon que “desquicia a la subjetividad”, es decir, es quien lee Phármakon, es decir: ¡soy yo! (O serás vos, acaso, si esta reseña no te disuade de la dosis de dicha lectura). Así las cosas, ya antes de abrir el libro, su contenido y sus intenciones deberían haberme quedado claras, puesto que allí estaba expresado todo con total sinceridad: procurando seguir el hilo de la figura del phármakon “y su resignificación filosófica”, los ensayos que componen Phármakon “exploran los modos en que la subjetividad es desalojada de sí y se abre a la vida: lo humano se juega en este abrazar la ambivalencia (del remedio y del veneno) y en esta renuncia a la ilusión de dominio sobre sí”. De modo que estaba condenado a ser desquiciado, sacado de eje, conmovido, desalojado de mí mismo; me lo habían aclarado de antemano, incluso, y no pude verlo a tiempo.
Ahora ya es demasiado tarde. Me veo obligado a escribir, a trazar “la tinta sobre la pasta, agua-tierra sobre tierra-agua” (p. 14); a dejar una herida al paso de mi birome, en esa mixtura de elementos, “el uno seco y duro, el otro fluido y flexible”; a habitar en “la frontera de los elementos, del agua y de la tierra” (p. 13), en aquella orilla adriático-albanesa entonces, en esta orilla jónico-griega ahora. Pero este no es el problema. El problema tampoco es que mi subjetividad se vea “desalojada” por la escritura (o el deseo, o el amor). Eso sería algo incluso para celebrar. El problema está en que, desde que comencé a dosificarme Phármakon, ese verbo “desalojar”, por ejemplo, ya no sea una metáfora, y la “subjetividad”, un mero concepto. El problema está en que la “tinta acuosa” del libro “se des-limita, se sobrepasa a sí misma” (p. 14). El problema está —digámoslo ya de una vez— en que todo alrededor mío se torna ambiguo y que el texto comienza a confundirse con la realidad. No se trata de un pseudo-problema hermenéutico o deconstructivista (¡ojalá!), sino de una ambigüedad real, vivida: comencé a experimentar en mi viaje (¡en mi vida!) una serie de cosas (referencias, eventos, lugares, objetos, acciones, sentimientos) que aparecen escritas en el libro.
Estos deslizamientos entre el texto y la realidad venían sucediendo desde hace meses (¡las hormigas!), puesto que había empezado el libro en el comienzo mismo del viaje, pero se me hicieron evidentes recién en la orilla, “en el limen, en el límite de los elementos”, “entre el desierto y el mar”, “en la mezcla de los elementos”, donde el juego entre “movimiento y permanencia” habilita el pensamiento crítico (p. 18). Es que antes de la mañana ventosa en que empecé a escribir esta reseña, hubo, como mandan las leyes del tiempo, una noche.
Habíamos llegado al atardecer a la playa, a esa hora en que el mar adquiere el “sentido de lo infinito, de lo inabarcable” y en que nosotros, mortales, nos comenzamos a sentir cada vez más vulnerables y pequeños ante su presencia; esa hora en que nos predisponemos a la filosofía y reparamos en que la “realidad, como el océano, es insondable” (p. 22). Quizá porque la filosofía está, como describe Agustín de Hipona, entre los peligros del mar (símbolo del peligro y, en última instancia, de la perdición) y la tierra firme que anhelamos habitar (símbolo de la beata vita, la vida feliz y plena): la filosofía es puerto, pero todavía no es destino. La filosofía “está aún en ese límite, en esa frontera, en esa puerta que marca la diferencia entre el mar y la tierra, entre lo firme y lo inestable, entre el viaje y el destino” (p. 24). A fin de cuentas, si “la vida es una aventura, la aventura por antonomasia” (de esto no tengo ninguna duda), “y desde que nacemos estamos como lanzados en el medio del océano proceloso, entonces no hacemos más que navegar —a remo, a velas abiertas— para salir del peligro y encontrar sosiego” (p. 23).
En esas nos encontrábamos, justamente, navegando en nuestras bicicletas, encontrando un camino (haciéndolo al andar), que nos condujera hacia un lugar propicio en donde detenernos y hacer noche. Era una playa amplia, deshabitada, de límites difusos; “un lugar en el mundo” de esos en los uno se siente “nada”, un lugar donde la vida no es falsa, pero tampoco es “vida verdadera”, un lugar que es tiempo, “tiempo que pasa” (p. 36). Era una playa, también, de una humedad ambigua. Es que, como señala el segundo capítulo, el elemento del agua (¿y qué, si no, es la humedad?) “es ambivalente”: es “aquel del que depende nuestra vida y es aquel que puede darnos muerte” (p. 19). La humedad en la arena la hacía lo suficientemente sólida como para poder pedalear sobre ella y avanzar (y lo suficientemente blanda como para dejar las huellas de nuestras ruedas bien marcadas, trazadas, escritas). A medida que avanzábamos, no obstante, la humedad iba revelando otro rostro menos feliz en la atmósfera: una humedad salada, pesada, lóbrega, hostil. Iba a ser una noche incómoda.
Hasta que encontramos un lugar. Tal como deseábamos. Técnicamente era un parador abandonado, una plataforma de madera a un metro de la arena, con techo y unas habitaciones cerradas al fondo. Pero para unos viajeros como nosotros se convirtió rápidamente en morada. Una posada Almayer toda para nosotros, ubicada “en ese lugar liminar”, “intermedio”, donde poder asomarnos “al mar, al deseo, a lo divino” (p. 44). Y si el “mar infinito y en movimiento” es metáfora del deseo, como analiza el capítulo tres, “no podemos sino aceptar nuestra necesaria existencia como si fuera una barca a la deriva” (p. 43). Así, “más que pilotear y llevar a destino nuestra embarcación, no nos queda más que aceptarnos como náufragos en medio de un elemento indócil y caprichoso”, someternos “a una fuerza que nos gobierna desde siempre” (p. 44). Sin embargo, el mar, el deseo, nos ofrecían una posada-puerto, un lugar donde recalar.
Armamos la carpa bajo el techo que nos protegería del rocío (ni siquiera pusimos el cubretecho). Las bicicletas quedaron protegidas también de la humedad. Y el suelo (sólido y seco) era especialmente práctico. Como si fuera poco, encontramos un espacio que, se ve, serviría en su momento de bar, para que hiciera las veces de cocina, ya que estaba bien resguardado del viento. Después de ordenar todo el campamento, fuimos a bañarnos en el mar. El agua era poco profunda: caminamos unos cientos de metros y seguíamos “haciendo pie”, pero finalmente logramos sumergirnos, desaparecer y nacer de nuevo, transformados, transfigurados, dispuestos a dejar atrás lo viejo para darle paso a lo nuevo (p. 34). Luego cocinamos y cenamos, y, renovados por la acción del agua marina, nos fuimos a acostar temprano, con la sensación de tranquilidad que otorga estar en casa.
Los ruidos empezaron ya pasada la medianoche. Primero imprecisos, sordos, lejanos. Intentamos no prestarles mucha atención y seguir durmiendo. Pero más tarde oímos ruido en la cocina, movimientos. Y entonces me di cuenta de que la habíamos perdido, algo o alguien había tomado la cocina y ahora tendríamos que limitar nuestra existencia a este lado de la casa. En esa espera fútil, mientras conteníamos la respiración (como si eso evitara que la toma siguiera su curso), caí en la cuenta de que no habíamos llegado a la posada Almayer sino a la casa tomada. ¡No estábamos en el capítulo tres, sino en el cuatro! ¿Y qué macabra ambigüedad era la de este phármakon, cuyo texto, cuyas letras, se confundían con la realidad de su lector? Estábamos siendo desalojados de la casa. ¿También de nosotros mismos, de nuestra “subjetividad”?
Al día siguiente, con la cocina ya perdida, me puse a escribir la reseña frente al mar. No porque quisiera, sino porque ya estaba en el capítulo cinco, que comienza describiendo lo inexorable de escribir “cosas que no todos deberían escuchar ni saber”, “cosas que es mejor mantenerlas en secreto” (p. 63). Y entonces me vi arrastrado por la pulsión de escribir, de exteriorizar y dejar grabado este secreto en la materia, por esa “pulsión por la conservación” de la que nace el texto, “al precio de su necesaria expropiación” (p. 65). La lectura —ese “acto de recolección”— de Phármakon condujo así a la escritura —ese “acto de diseminación”— de esta reseña, implicando y complicando el “juego de apropiaciones y reapropiaciones” (p. 77) en el que era versado Clemente de Alejandría. Se me ocurrió por un momento que escribiendo podría combatir el veneno de Phármakon, que escribir serviría como un “antídoto” ante la “dosis” de la lectura del libro, pero pronto caí en la cuenta de que querer “controlar los efectos adversos de las letras” era intentar lo imposible, “porque lo propio del phármakon (lo sabemos) es que no puede ser solo benéfico” (p. 79). Como consuelo, me queda que, en esta “imposible tarea”, se habilite también “el juego de la comprensión y del lenguaje”, la esperanza de que mi escritura, como la de Clemente con respecto a las Sagradas Escrituras, se vuelva una “invitación a la lectura múltiple” de Phármakon y, acaso, una escritura “que sabe significar porque sabe guardar, que sabe dirigir porque es hábil en desviar” (p. 79).
Con el pasar de los días, de a poco, se iba tejiendo, “al modo de un telar”, un texto—el de esta reseña—, que es, a la vez, “la exposición”, “la exteriorización de un sentido” (p. 81). (Como el amor, me recordaban el capítulo seis y el rostro que se asomaba desde la bolsa de dormir a mi lado: el amor “unifica”, “convoca”, “reúne”, y también “expone el uno al otro” y deja “la marca de esta exposición”). Se iba tejiendo —decía— un texto: un texto sobre un texto. ¿Un phármakon sobre Phármakon? La escritura de este texto, sin embargo, se manifestaba con una “eficaz ineficacia” y su “alimento” me dejaba hambriento (p. 84). (Como el amor, me advertían el capítulo seis y esa silueta que veía alejarse, veloz, en la bicicleta delante de mí: ambos, amor y letra, “son un phármakon: viven de su diferir, de su pretender y de su demorar”; de la “experiencia de poseer y estar poseído”; de la “tensión de lo que no se resuelve, de lo que está en perpetua mediación”). Me dejaba hambriento —decía—: en medio de tanto pedalear, el hambre que me asaltaba cuando se acercaba el mediodía me retrotraía directamente a esta otra hambre “del alma” que intentaba saciar, infructuosamente, con las letras.
No solo con las letras de la escritura de la reseña, sino con las de la lectura de Phármakon, que todavía no terminaba, porque lo dosificaba, adrede, lentamente. Por precaución. O por miedo, más bien, ante los deslizamientos que podrían producirse entre letra y realidad, entre deseo y realidad. Porque los deseos (incluso algunos olvidados) comenzaban también a materializarse, desde nimiedades a cosas más serias. Un día decíamos “ojalá tuviéramos unas antiparras para ver el fondo del mar” y al día siguiente encontrábamos unas en una playa desierta. Otro día nos lamentábamos por la pronta falta de yerba y pronto alguien nos regalaba un paquete. Cuando quisimos agua potable en algún lugar donde escaseaba, siempre apareció; cuando buscamos un techo en temporada de lluvias, alguien lo proveyó. Incluso nos ofrecieron nuestro trabajo de los sueños, tal y como lo habíamos imaginado. Llegó un punto en que lo pensaba dos veces antes de expresar un deseo.
En cualquier caso, la lectura se iba estirando. Incluso cuando llegué al final, seguí leyendo, volví para atrás, releí varios capítulos; hay páginas frente a las que estuve docenas de veces, buscando claves para desarticular los efectos del phármakon. Pero solo encontraba más ambigüedades: como alimento para el alma —me advertía el capítulo siete a través de Agustín de Hipona—, “las letras bien pueden o nutrirnos o condenarnos a la inanición” (p. 86). Además, se da el peligro de quedar seducido “por estos banquetes intelectuales y no querer dejarlos porque alimentarnos de ellos satisface nuestro deseo” (p. 87). Un texto “debería ser tan solo un aliciente para la búsqueda, un alimento para la peregrinación”, y no terminar siendo “el banquete que celebra un fin de viaje” (p. 87). Por suerte, yo tenía claro que mi viaje no terminaba todavía (¡quién sabe cuándo lo hará!) y esta certeza me ayudaba a no convertir mi comida de marcha en banquete final y a no olvidar que, por más que gracias a —o por culpa de—Phármakon me pareciera que no, los signos y las letras solo son “paradas o escalas en un viaje que todavía no ha terminado”, es decir, remiten a otra cosa (p. 87). La belleza de las letras “puede despistarnos y arrancarnos de nuestro plan de ruta” original (p. 88), pero el peregrinaje continúa.
Continuamos, en efecto, pedaleando, hasta que, en el sur de Albania, nos embarcamos en un ferry que nos llevaría a Corfú, en las islas Jónicas. Es decir: a Grecia, a la Hélade. Se trata de un destino que no había estado planeado, pero que se impuso por obra y gracia de Phármakon, texto en el que es omnipresente: no solo por la presencia de Platón, sino también por las muchas referencias directas u oblicuas a Homero y Aristóteles, además del ya mencionado Clemente de Alejandría en el capítulo cinco (que parece que, en realidad, era oriundo de Atenas) y —en este capítulo ocho que leía mientras me acercaba a tierras helenas— Taciano, el autor del célebre Discurso a (¿o contra?) los griegos. Mientras navegábamos, el mar Jónico se confundía con “el mar infinito de la textualidad, en medio de las muchas olas, de las muchas huellas fluyentes del agua sobre el agua” (p. 105). Aunque en principio “todo texto rinde tributo y paga una deuda respecto a otros textos” en una inter-textualidad que también podría llamarse “com-munitas de lo textual” (p. 113), algunos textos buscan in-munizarse frente al mar de la textualidad. Es el caso de las Sagradas Escrituras, según Phármakon. ¿Era el caso también con este phármakon?
Como los griegos a los que Taciano acusa (y, también, como los cristianos a los que defiende con el mismo término), yo me había vuelto —contra mi voluntad— uno de esos mythologoũntas (p. 112), es decir, un mitologante, alguien que “mitologa”, que recolecta y disemina mitos, un “narrador” (traduce prolijamente Phármakon), un “cuentero” (diríamos en criollo). Sin saber bien cómo, la intra-textualidad se había vuelto la dinámica de mi existencia, pues me veía obligado a adentrarme en el texto “como si fuera él mismo el mundo en el que se vive, como si el mundo se incluyera dentro del texto, y no el texto dentro del mundo” (p. 109).
En cualquier caso, arribamos a las costas corfiotas cuando me hallaba leyendo el capítulo nueve, tratando de imaginar qué me depararía. Era el capítulo que más me desvelaba, puesto que lo había hojeado hace tiempo y sabía de qué trataba. Más o menos por la época en que había leído algunos fragmentos del capítulo, empezaron a proliferar en el viaje los monasterios y, más específicamente, monasterios en islas (como Sveti Đorđe en la bahía de Kotor, como Sveta Neđelja frente a Petrovac, como Shën Mërisë en la laguna de Nartë). “La isla o lo alto de una montaña que es de difícil acceso suelen ser los espacios geográficos más representativos para ilustrar el logro de una vida autárquica” como la monástica, “una vida en paz consigo misma” que “apunta a espacios de aislamiento” (p. 140). La vida autárquica del monje y de los monasterios, sostiene Phármakon, parece nutrir y darle vida al género utópico. En esta hipótesis, no hay que comprender dicho género literario remontándose al mundo griego clásico, sino como “un producto de la teología política del cristianismo” (p. 121), con raíces que se hunden hasta las comunidades monásticas. Su nacimiento literario, sin embargo, “se encuentra en medio del Renacimiento, en esa época en la que el mundo griego es rescatado” (p. 121).
Pues bien, Corfú —griega, cristiana y, por mor de la Serenísima República de Venecia, también renacentista— parece salida de una utopía del Renacimiento, como las Moro, Bacon o Campanella: se trata de una isla —como la isla de Utopía, como la isla de Atlántida donde se encuentra la nación de Bensalom, como la isla de Taprobana donde se yergue la Ciudad del Sol—, dominada por una gran montaña que lleva el sugestivo nombre de Pantokrátor —esa figura de Dios que exalta su “soberanía universal” y “la estructura monárquica” de su gobierno (p. 134)—, en cuya cima se yergue un monasterio (y —hay que agregar— una gran antena, un dispositivo que, aunque no fuera imaginado por los renacentistas, hace las veces de un axis mundi que comunica tierra y cielo y que, por ello, tampoco desentona con sus relatos). No me asombró en absoluto, por ello, saber que, en el noroeste de la isla, a unos pocos cientos de metros de donde paramos durante nuestra estadía, se realiza anualmente un festival cuyo eslogan reza “co-creando el cielo en la tierra”. En efecto, la utopía no consiste solamente en “el ideal de una comunidad pacificada y perfectamente organizada (como se puede rastrear ya en Platón), sino el ideal del Reino de Dios”, el Reino de los Cielos, “un Reino donde el único Padre rige monárquicamente sobre la totalidad de sus hijos, y donde todos los miembros de dicha comunidad son hermanos y hermanas que comparten absolutamente todo entre ellos, y en el que lo individual es supeditado a la armonía de la casa paterna” (p. 149). Pero con ello, como deja en evidencia involuntariamente el eslogan, la utopía mezcla ambiguamente su “propuesta normativa” con la “sátira”: “aunque necesario y justo, no deja de ser gracioso e insensato establecer la ciudad ideal en esta tierra” (p. 149). Aún más, de querer llevarse a cabo, realizarse, instituirse históricamente, las utopías se vuelven fácilmente distopías (p. 149). Phármakon analiza el subgénero distópico a partir de The Handmaid's Tale, un libro que, dicho sea de paso, me eligió una vez, cuando lo encontré (me encontró) en la calle.
Por suerte, nuestra estancia en Corfú no estuvo marcada por las distopías, sino por tres términos en griego clásico que tienen que ver con la casa (oikos): oikeiosis, katoikein, metoikesis. La oikeiosis es —a esta altura de la reseña parece casi una obviedad decirlo— ambivalente. Por un lado, significa la capacidad de apropiarnos de nuestro propio cuerpo, o, más aún, la “familiaridad que todo cuerpo orgánico tiene con su dinámica vital” (p. 123). Esa familiaridad se nos hace manifiesta en cada pedaleada, pero también en otras actividades en las que el cuerpo se ve llevado al extremo. En las semanas pasadas en Corfú, la instancia de explicitación de esta apropiación se dio en la cosecha de olivas, en sus labores repetitivas, en sus ritmos propios, en sus detalles. Por otro lado, la oikeiosis “se refiere a la capacidad de familiarizarse con la totalidad del género humano, fundamentando así el cosmopolitismo político que está en la base de una ética del cuidado de sí y del otro” (p. 123). Esto es lo que sucede en un buen viaje: la gente te saluda en la calle, se entablan conversaciones con los más diversos personajes, se aprenden nuevos idiomas, se comen y cocinan los platos del lugar. Reconociendo “en el otro a un semejante, a alguien como yo”, es posible extender el deber ético desde nosotros mismos hacia los otros, en círculos concéntricos cada vez más amplios: nuestros familiares, nuestros conciudadanos y, finalmente, todos los seres humanos, “conciudadanos de la ciudad cósmica” (p. 124). Debo admitir, no obstante, que este “cosmopolitismo” estoico-kantiano (así como la ética del cuidado de sí y del otro que le es solidaria) me resulta un tanto estrecho, puesto que se limita a la especie humana; quizá haya que pensar más bien en una cosmopolítica que involucre no solo al ser humano, sino también a las diversidades del cosmos no-humano (Jasminoy y Senatore, 2023).
El verbo katoikein significa habitar o “establecerse en un lugar” (p. 126, n. 6), que fue un poco lo que hicimos por tres semanas: conseguimos una morada, un trabajo, una comunidad que nos recibió. Ya había pasado antes, cuando nos quedamos tres meses en Blagaj, el corazón de Herzegovina. Sin embargo, el viaje continúa: el katoikein muta en metoikesis, concepto que describe no solo el “movimiento por el cual se cambia uno de ciudad”, sino que “ha sido también la palabra utilizada para describir el tránsito del anacoreta desde la ciudad del hombre al desierto” (p. 125). Si bien en este viaje todavía no hemos estado en desiertos (en su acepción bioclimática) y, mucho menos, nos hemos vuelto anacoretas, existe una analogía, porque abandonamos un tipo de vida por otro en el que —como en el desierto, como en el des-tierro— se da la “imposible situación de un «habitar erradicado»” (p. 125). Este abandono tiene, también, una “fuerza política” en tanto implica una “impugnación de la ciudad humana” (p. 125). Sin embargo, no se trata tanto de un destierro como de un peregrinaje. Un peregrino “es un ciudadano que, al transitar por tierras ajenas a su ciudadanía, hace uso de los elementos y está también sujeto a las obligaciones de los lugares a los que visita, sin estar sin embargo definido por estas sujeciones jurídico-políticas”, de modo que, en tanto y en cuanto respete “las leyes y los usos de los lugares que visita”, es también libre frente a ellos, ya que siempre puede seguir viaje a un nuevo lugar (p. 118, n. 1).
Al momento de terminar estas líneas, me encuentro en Grecia, en dirección a Atenas, la ciudad de Platón. Por supuesto, no paro de ver un cartel luminoso por todos lados: φαρμακείον (pharmakeíon). ¿Quién hubiera dicho que en Grecia había tantas farmacias? ¿Será culpa de Platón? En cualquier caso, sé que allí no encontraré cura alguna para esta enfermedad “misteriosa”, “fascinante” y “terrorífica” (p. 151). Solo me queda una opción: aceptarla con amor fati y entregarme a lo que el capítulo diez llama la “fiesta de la literatura” (p.153).
Debo concluir esta reseña no con una recomendación, sino con una advertencia, para quien esté pensando en leer Phármakon: que tengas presente que puede pasarte lo mismo que me sucedió a mí. ¿Abrazarás la ambivalencia del remedio-veneno? ¿Soportarás vivir en una ambigüedad permanente entre la letra del texto y tu realidad cotidiana, potencialmente incluso entre tu mismísimo deseo y esa realidad que vivís cada día sin mayores inconvenientes? ¿Asumirás el riesgo a que tu “subjetividad” (¡vos!) sea “desalojada”, “desquiciada”, “conmovida en su soberanía”? ¿Podrás renunciar a su (¡tu!) “ilusión de dominio”, a su (¡tu!) voluntad de “regir” sobre sí misma? Ante Phármakon no queda otra opción, como señala la contratapa con respecto al phármakon, que “asumir el riesgo”, más allá de cualquier contraindicación que yo pueda ofrecer en este prospecto. Aventurarse a Phármakon es, por lo mismo, “estar preparados, en este camino, para vivir y morir en manos de la letra y el deseo”.
Bibliografía
Borges, J. L. (1970). El golem. En El otro, el mismo (pp. 47-49). Emecé Editores.
Jasminoy, M. y Senatore, L. (2023). Aprender a vivir colectivamente en una íntima y mundana simbiosis de cuidados. Revista Nuevo Pensamiento, XIII (21), 79-100.
Notas de autor
Ha participado en varios proyectos y grupos de investigación afiliados a la USAL, la UBA y la UCA, así como en numerosos congresos de su especialidad. Asimismo, ha co-dirigido una tesis de licenciatura y realizado una estancia de investigación en la Albert-Ludwigs-Universität Freiburg (Alemania) con beca del Stipendienwerk Lateinamerika-Deutschland. Además de haber publicado varios artículos en revistas académicas y capítulos en obras colectivas, ha editado recientemente, junto con Juan Pablo Esperón, el libro El don del pensar. Escritos en homenaje a Juan Carlos Scannone (Arkho Ediciones, 2023)