Dossier Homenaje a Francisco Leocata

Francisco Leocata y la historia de la filosofía cristiana en Argentina

Francisco Leocata and the history of Christian philosophy in Argentina

Mauro Nicolás Guerrero *
Bergische Universität Wuppertal, Alemania

Tábano

Pontificia Universidad Católica Argentina Santa María de los Buenos Aires, Argentina

ISSN-e: 2591-572X

Periodicidad: Semestral

núm. 23, 2024

revista_tabano@uca.edu.ar

Recepción: 16 julio 2023

Aprobación: 20 septiembre 2023



DOI: https://doi.org/10.46553/tab.23.2024.p127-150

Resumen: El presente escrito se propone a partir del análisis de los trabajos de Francisco Leocata sobre la historia de las ideas filosóficas en la Argentina distinguir tres líneas de fuerza o bien tres modos de hacer filosofía en armonía con la fe cristiana. Dos de ellos presentes ya desde los comienzos en la época de la colonia, y entrando progresivamente en disputa; un tercero que se perfila en el marco del llamado pensamiento latinoamericano. Para ello, será necesario elucidar primeramente dos presupuestos, a saber, qué entiende el autor por filosofía cristiana y por qué es importante distinguir modernidad de ilustración. A partir de allí, seguirá una reseña histórica crítica de pensadores argentinos en mayor o menor medida afines al cristianismo que se clasificarán por su rechazo o apoyo a las ideas de la modernidad/ilustración. Finalmente, se sugiere reconocer como derivación de estas reflexiones una tercera posición en el pensamiento de Juan Carlos Scannone.

Palabras clave: Leocata, modernidad, ilustración, cristianismo, Scanonne.

Abstract: This paper proposes, through an analysis of Francisco Leocata's works on the history of philosophical ideas in Argentina, to distinguish three lines of force or three ways of doing in philosophy in harmony with the Christian faith. Two of these have been present since the beginning of the colonial period and are progressively entering into dispute, while a third is emerging within the framework of what is known as Latin American thought. To achieve this, it will be necessary to first elucidate two presuppositions: what the author understands by Christian philosophy and why it is important to distinguish modernity from the Enlightenment. Following this, there will be a critical historical review of Argentine thinkers, more or less related to Christianity, who will be classified based on their rejection or support for the ideas of modernity/enlightenment. Finally, it is suggested to recognize, as a derivative of these reflections, a third position in the thought of Juan Carlos Scannone.

Keywords: Leocata, Modernity, Enlightenment, Christianity, Scanonne.

Introducción

La filosofía no es ninguna «excepción y rareza», sino un modo fundamental en el que la esencia humana está en acción. (Fink, 2011, p. 128)

No hace falta ser un historiador de las religiones para advertir que, si el cristianismo asimiló con éxito la cultura helénica, no pudo empero hacer lo mismo con la modernidad. A fines de siglo XIX un documento de la iglesia católica, el “Syllabus errorum”, dejaba en la posición de elegir por una disyuntiva: la opción restauracionista, la del volver al pasado, a un mundo medieval; o bien, la propuesta del progreso o de la modernidad. Lo que significó después el episodio del Concilio Vaticano II a mediados del siglo XX fue, en la opinión de un teólogo argentino,

romper la alternativa de que la Iglesia tenga que adherir, a encarnarse históricamente en el proyecto de la modernidad, de la Ilustración; o bien en un proyecto regresivo, medieval o tridentino. […] planteando el tema de una superación de la alternativa, no un regreso al integrismo y a la restauración; no un abandono a la Ilustración moderna sin más, sin hacerla pasar por una crítica y una asunción de algunos de sus valores, –la ciencia, la técnica, etc.– no aceptándola como proyecto global. (Gera, 1984, pp. 22-23)

Francisco Leocata comenta que cuando se produjo este gran evento llamó la atención en muchos intelectuales argentinos del ámbito laicista la polarización que se percibía ahora entre frentes divergentes y se comenzó a distinguir entre católicos progresistas y conservadores (2004, p. 433). Pero en realidad se trataba de una oposición que venía arrastrándose en el territorio nacional desde la época de la postindependencia y que, en verdad, tampoco terminó de resolverse allí en Roma. Una buena parte de los asuntos por los que hoy la iglesia es noticia suponen como trasfondo este problema, por lo que el papa Francisco dramatiza cuando le consultan por reformas institucionales: ni siquiera se ha puesto en marcha el Vaticano II. Sobre esto tal vez quisieran permanecer indiferentes algunos filósofos que guardan hoy todavía ciertos pruritos iluministas, pero lo cierto es que la discusión en torno al fin de los tiempos modernos ha expuesto la ingenuidad y el dogmatismo también de su lado, mientras que la pregunta por lo metafísico y lo religioso retornan como un boomerang al centro de la escena filosófica.

Leocata, en cambio, se ha propuesto comprender la cultura argentina desde su vocación de filósofo e historiador, sin subestimar, ni excluir ninguno de los elementos que la constituyen. Sobre todo porque en medio de la tarea cayó en la cuenta de que la historia de las ideas filosóficas no puede separarse de la historia global de la cultura, si de lo que se trata es de comprender nuestra identidad nacional (1992, p. 17). Por tanto, habría que observar nuestro pasado para constatar las repercusiones del tema que referimos en los estilos del pensar de hombres y mujeres y, también a la inversa, explicar cómo algunas de estas manifestaciones individuales han influido en el conjunto de la marcha social y cultural del país. Este trabajo será, sin embargo, más modesto y buscará identificar un espíritu de apertura y un espíritu de cerrazón frente a las ideas del progreso en pensadores comprometidos con la fe cristiana que a su vez han sido relevantes para las diversas configuraciones histórico-culturales del país. Esto lo haremos a partir de las reflexiones de F. Leocata, las cuales nos animan a ir con ellas más allá de ellas, como se bosquejará sobre el final de este trabajo.

En resumen, este escrito se propone a partir del análisis de los trabajos de Francisco Leocata sobre la historia de las ideas filosóficas en la Argentina distinguir tres líneas de fuerza o bien tres modos de hacer filosofía en armonía con la fe cristiana. Dos de ellos presentes ya desde los comienzos en la época de la colonia, y entrando progresivamente en disputa; un tercero que se perfila en el marco del llamado pensamiento latinoamericano. Para ello, será necesario elucidar primeramente dos presupuestos, a saber, qué entiende el autor por filosofía cristiana y por qué es importante distinguir modernidad de ilustración. A partir de allí, seguirá una reseña histórica crítica de pensadores argentinos en mayor o menor medida afines al cristianismo que se clasificarán por su rechazo o apoyo a las ideas de la modernidad/ilustración. Finalmente, se sugiere reconocer como derivación de estas reflexiones una tercera posición en el pensamiento de Juan Carlos Scannone.

1. Sobre el concepto de filosofía cristiana

Se trata en el fondo de admitir la posibilidad y el sentido de la existencia del elemento religioso en la cultura o de excluirlo. (Leocata, 2013, p. 28)

En la vieja discusión en torno a la denominación “filosofía cristiana”, la propuesta de Gilson no solamente era objetada por quienes veían una incompatibilidad de base entre la filosofía y el cristianismo (que como cualquier religión pertenecería a la edad mítica de la inteligencia), sino que también despertaba, aun en los filósofos creyentes, la preocupación por salvar la legítima autonomía de la filosofía como pensamiento auténticamente racional.1

La tesis de Gilson tenía un doble aspecto: afirmar por una parte la originalidad histórica de una filosofía que había nacido por el toque de la influencia de la revelación, lo que suponía una transformación de los principales temas metafísicos y una nueva visión del mundo y del hombre; y por otra admitir, también sobre una base histórica rigurosa, una pluralidad de escuelas dentro de la filosofía cristiana. (Leocata, 1991, p. 36)

Para Leocata, la influencia del cristianismo en la historia de la filosofía occidental es algo que está fuera de discusión, sin embargo, la filosofía cristiana no se identifica con esa influencia. “Es más bien una alternativa creada en el seno de la filosofía” (1991, p. 37), y una tal que toma diferentes formas en diversos períodos culturales, pero sin abandonar una fundamental identidad. Es decir, el concepto no se reduce a una escuela o a un sistema exclusivo de filosofía, sino que refiere a la confluencia de diversas líneas filosóficas hacia un centro unitivo.

Aunque no faltaron autores que remarcaron la importancia del tema de la creatio ex nihilo en el conjunto del pensamiento cristiano –era doctrina comúnmente aceptada que era en su esencia un tema alcanzable por la razón natural, aun cuando históricamente hubiera sido introducido por la revelación– sin embargo no quedó suficientemente en claro que la tesis creacionista es la tesis central de la filosofía cristiana, aquel centro unitivo capaz de resolver las dificultades anteriores, aquel punto de incidencia en que el contacto con la revelación crea en la filosofía un espacio nuevo, una alternativa. Esta alternativa es la esencia misma de la filosofía cristiana. (1991, p. 39)

De esta forma, el tema de la creación es colocado en el centro de la cuestión. Un tópico de origen bíblico, pero no contrario, ni indiferente a la filosofía, que puede “operar en su seno una más profunda coherencia”, “abrir un horizonte nuevo”, una alternativa entendida como un discernimiento de integración sapiencial. Este parece ser el aporte de Leocata al sentido que hoy puede tener una filosofía cristiana: focalizar la centralidad de la tesis creacionista, es decir, “su potencialidad especulativa para unificar en torno a sí los grandes temas del ser, la trascendencia de Dios, la participación y la analogía, la concepción unitaria y espiritualista del hombre, así como su relación con el mundo y la naturaleza” (1991, p. 44; Cf. 2004, p. 351).

Que la filosofía cristiana equivalga a filosofía creacionista trae consigo diversas exigencias (2012, pp. 441-42), como por ejemplo contradecir la correlatividad ser-nada en el plano ontológico (1991, p. 47; Cf. 2019), pero a los fines de este trabajo nos interesa recuperar ahora que la denominación no implica la fusión de diversos sistemas en una filosofía común y, a la par de ello, que en su seno siempre habrá un cierto pluralismo que responde a las influencias de otras filosofías y a situaciones, acentuaciones culturales, como pueden ser las propias de nuestro país. Su centro unitivo no solo garantiza, sino que también demanda el diálogo entre las filosofías creacionistas, particularmente en torno a un asunto que históricamente ha favorecido a la desarticulación del concepto: la interpretación de la filosofía moderna.

2. La distinción modernidad-ilustración

La lectura de los grandes maestros de todas las épocas no es una mera sucesión de destrucciones o de-construcciones, sino la oportunidad para un enriquecimiento constante del cuestionar filosófico, y la vía obligada para enfrentar los problemas filosóficos y culturales de la actualidad. (Leocata, 2007, p. 7)

Abordaremos ahora, en palabras del autor, una de las dos tesis más importantes de su recorrido filosófico, una clave de interpretación que está a la base tanto de sus trabajos como historiador de la filosofía, como de sus escritos más sistemáticos: “mi trabajo tiene dos vertientes, la histórica y la teorética, cuya íntima relación solo algunos han advertido. Y en este intercambio hay, si así puede expresarse, dos ideas básicas: en primer lugar el intento de deslindar la modernidad filosófica de la Ilustración en sentido estricto, que me ha llevado a no romper la continuidad entre la tradición clásica y la modernidad […]” (2012, p. XXV). En una primera aproximación, la magnitud de este planteo ya se perfila como un nuevo punto de partida para responder de un modo más satisfactorio la cuestión que desde hace siglos inquieta al pensamiento cristiano, a saber, cómo es posible un diálogo con el mundo moderno.

Precisamente, este nuevo enfoque viene a desplazar aquella solución tradicional que provenía de autores neoescolásticos. La crisis que marcaba “el fin de la era moderna” era vista como la confirmación de los errores contenidos en el giro que imprimió Descartes a la filosofía. Al decir de Cornelio Fabro, con la aceptación del cogito cartesiano se cierra a priori el camino hacia la trascendencia (2012, pp. 282-83), por lo que esto históricamente ha conducido primero al idealismo, y luego al ateísmo, la pérdida del sentido humano y finalmente al derrumbe de la modernidad. Desde esta perspectiva,

el agotamiento de la filosofía moderna no es propiamente una oportunidad para entrar en ningún período “posmoderno”, […] sino más bien para restaurar alguna escuela de filosofía medieval […]. Partiendo además estas posiciones de la premisa de que la verdad es una e inmutable, y que el devenir histórico de sus diversas etapas en la historia de la filosofía es puramente anecdótico, fácilmente derivan hacia la reafirmación de un único sistema, por ejemplo el tomismo. (2013, p. 15)2

Como puede verse, esta lectura llevaría a rechazar de cuajo la posibilidad del diálogo, dejando como única alternativa la restauración de una cristiandad medieval, o bien –algo menos utópico– el encierro de los creyentes en una suerte de gueto cultural. Así es que para Leocata “es una falsa solución la de aprovechar el fracaso del racionalismo y del antropocentrismo ateo, para rechazar sin más toda la historia de la filosofía posterior al Medioevo” (2012, p. 436). Su propuesta debe separarse de esta búsqueda nostálgica hacia una “cristiandad modernizada”, y no confundirla con el “modernismo” (2013, pp. 28-30), ya que para él el principio cartesiano no solo es susceptible de una mirada benigna, sino incluso de una estricta explicitación antiinmanentista que abra el diálogo entre la tradición filosófica anterior y la nueva era (2012, pp. 430-34; Cf. 2013, pp. 63-87). Para llegar a esta comprensión, ha sido un punto crucial en su camino la lectura de N. Malebranche –el mayor representante del agustinismo filosófico postcartesiano (2006)– que, como confiesa, “lo deslumbró” y lo obligó a releer a nueva luz la filosofía de Descartes. También los trabajos de Gouhier y Del Noce, uno de los primeros en adelantar la hipótesis de una diferencia entre el Iluminismo y la Modernidad en lo filosófico, le brindaron respaldo y un cauce en sus investigaciones, aunque “faltaba todavía en estos autores la clave para entender la relación y distinción entre modernidad e ilustración, y una elaboración más profunda de otros grandes autores de la modernidad desde esta perspectiva” (2012, p. XVII).3 Con lo primero, parece referirse al concepto acuñado de voluntad de inmanencia:

veía que el proceso de ateísmo, o más en general de secularización radical de la sociedad en occidente, no tenía una relación directa y convincente con ninguna tesis filosófica en particular y que no era imputable a tal o cual escuela de pensamiento, o al abandono de la escolástica y demás. La revolución iluminista, que aglutinaba en su seno tendencias muy variadas y dispares, estaba unificada por el proyecto de orientar el pensamiento y la cultura exclusivamente al bienestar terrenal del ser humano, despidiéndose definitivamente de cualquier esperanza trascendente. Era por lo tanto un acto postulatorio y no teorético o especulativo. Esta conclusión concordaba en parte con lo anteriormente demostrado por Del Noce en cuanto al pensamiento cartesiano. (2012, p. XVIII; Cf. 2007, pp. 319-37 y 2013, pp. 427-28)4

La modernidad, por su parte, estuvo caracterizada por un proyecto de renovación y lanzamiento de las ciencias con su multiplicación y diversidad, por poner en el centro a la subjetividad, y por los valores de racionalidad, libertad, sentido de totalidad y de historia; y para Leocata “todo ello no solo es compatible con la fe cristiana, sino que emana, como decía Félix Frías, del espíritu evangélico” (1995, p. 68). Por eso, entonces,

es preciso distinguir, o al menos no confundir, entre modernidad e iluminismo. No es que ambos sean totalmente separables en la concretez del desarrollo histórico tal como se dio en Occidente, pero de hecho son ideas diferentes, con objetivos y metas distintos cada una de ellas. El Iluminismo sobrevino en una determinada etapa de la formación de la era moderna, se apropió y radicalizó algunas de las tesis de la modernidad, y aceleró el proceso de la crisis y vaciamiento de los valores. Exagerando la emancipación de la cultu­ra y del hombre sobre todo en el aspecto religioso y moral, renun­ciando a una fundamentación metafísica del saber, el Iluminismo ha terminado deformando las grandes ideas de la modernidad, y ha con­ducido finalmente a una crisis sin precedentes a los temas de la ra­zón, la libertad, el humanismo, el sentido de la totalidad y de la histo­ria. Los cuales se corroyeron por dentro, generando la crisis epocal a que apunta la condición postmoderna. (1995, p. 59)

Parafraseando a Del Noce, Leocata sugiere que no habría sido imposible el logro de una Modernidad filosófica y cultural despojada de la revolución iluminista y su propuesta de secularización radical. Con ello, se quiere indicar que

hoy puede corregirse o purificarse el rumbo de la Modernidad tal como se ha dado, mediante el entronque entre la filosofía anterior, medieval y antigua, y el giro dado a partir de Descartes hacia la centralidad del sujeto humano, perfeccionado con la filosofía de la persona abierta a la trascendencia. (2013, pp. 12-13)5

Aquí se deja ver la segunda tesis fundamental correspondiente a la vertiente teorética de su filosofía que se presenta como un nuevo personalismo intersubjetivo.6

Antes de finalizar este apartado debe hacerse una pequeña salvedad con respecto al aporte de la Ilustración a la vida política. El autor admite que la idea actual de instituciones republicanas y democráticas no hubiera sido posible sin el movimiento iluminista. Reconoce avances en el ámbito industrial, económico, de la educación y las bellas artes. Del mismo modo, afirma que las ideas jurídicas nacidas en este contexto no estaban todas ellas contenidas en la primera modernidad y “hay que reconocer que han ampliado el espacio de las libertades y de los derechos del ser humano en su existencia sobre la tierra” (2013, p. 426). Esto completa el panorama para lo que sigue.

3. El espíritu antimoderno

Situados ahora en lo que será territorio argentino, vamos a comenzar una reseña crítica del recorrido histórico-filosófico que traza Leocata advirtiendo los elementos antimodernos que se evidencian en pensamiento cristiano desde el período colonial.

En primer lugar, el autor refiere que la enseñanza filosófica en las primeras universidades respondía a un enfoque derivado de la neoescolástica. Por una parte, le reconoce a esta corriente el aporte a la filosofía de la primera modernidad, y en particular, que no se trataba de una repetición de la enseñanza medieval, sino de planteos nuevos basados en las necesidades de la época. Sin embargo, “es innegable que persistía en un modelo excesivamente sistemático, con una buena dosis de formalismo y una cierta oposición o prevención contra algunos representantes de la filosofía moderna” (2004, p. 19). De la mano con ello, una de las fallas más significativas fue la no-asimilación comprensiva de las nuevas exigencias epistemológicas de la ciencia moderna. Si bien se tenía en cuenta autores como Newton o Gassendi; Descartes era desechado, y Pascal y Galileo silenciados por sus problemas con el Magisterio de la Iglesia.

Para los años de la independencia, Leocata llama la atención sobre el crecimiento de la literatura católica antiiluminista. Como ejemplo de ello resalta la figura del p. F. Castañeda que en su predicación utilizaba la sátira contra la nueva orientación de la cultura y la política. Ciertamente, en los discursos de varios eclesiásticos abundaban las polémicas contra filósofos modernos, particularmente de corrientes materialistas, y contra las reformas políticas que estaban más en pugna con la herencia hispano-católica. A partir de este momento, se establece el germen de lo que será “una lucha cultural entre dos frentes antagónicos: el uno atado a la tradición, en lo filosófico a la enseñanza escolástica, el otro esperanzado en un futuro de progreso cuya clave estaría en las ciencias y en la industria y en nuevas estructuras sociopolíticas, en apoyo de las cuales de las cuales se invocaba una nueva ideología” (Leocata, 2004, pp. 51-52). Hacia la década de 1827-37 se acentuará la polarización entre modernos/ilustrados y tradicionalistas, cuya postura que se iría asimilando con la barbarie (2004, p. 63), y la escolástica pasaría a ser considerada como una suerte de ideología al servicio de la monarquía y el poder clerical. Tal oposición llegará a reflejarse hasta nuestros días en el tema de una identidad cultural proveniente de la tradición (ya sea hispana, indígena o de su conjunción) y el progresismo del siglo de las luces, sin encontrar un equilibrio (2004, pp. 55-56).

El tradicionalismo o ultramontanismo fue la orientación más refractaria a la modernización en la Argentina del siglo XIX. Defendió la independencia de la Iglesia frente al enfoque del regalismo (tesis opuesta a la de la cristiandad medieval) de la vertiente liberal y polemizó con dureza extrema las ideas de renovación secularizadora en lo político y lo social, añorando a veces el modelo medieval (2004, p. 91). Estas ideas toman cuerpo por primera vez en Francia luego de la revolución y del período napoleónico con el fin de combatir las nuevas desviaciones surgidas con el Iluminismo. Sus ataques estuvieron dirigidos al racionalismo y empirismo poscartesiano, y a las nuevas ideologías políticas, entre otros frentes. Leocata comenta críticamente que la consecuencia de esta visión sería “un estricto integrismo político-religioso, y una concepción teocrática de la sociedad” (2012, p. 120), y en particular le reprocha que “su escaso conocimiento de la historia de la filosofía le llevó a lamentables confusiones y lagunas en la interpretación del mundo moderno” (2012, p. 123). Una de sus irreparables deficiencias ha sido “la de haber identificado sin más el Iluminismo con el pensamiento moderno, cerrando así el diálogo con muchos aspectos interesantes y vitales de nuestra era” (2012, p. 124). Entre los nombres más destacados de esta contracorriente antimoderna resaltan los de L. De Bonald, J. De Maistre y D. Cortés. Es preciso mencionarlos por la vasta influencia que han tenido en Europa y sobre todo en varios ámbitos de la cultura argentina, desde los nacionalistas del s. XX hasta nuestros días. A partir de 1880, se consolida la línea tradicionalista con pensadores tales como T. Achával Rodríguez, J. M. Garro y M. D. Pizarro en oposición al auge del positivismo en el país. En el contexto internacional, aparecía el Syllabus de Pío IX (2004, p.123).

A principios del siglo XX, se da en Europa un renacimiento tomista que también tendría su equivalente en nuestro país. Para dar cuenta de sus orígenes Leocata introduce en su primer libro una opinión bastante divulgada que alega que el movimiento surgió como bandera de una restauración político-religiosa reacia a todo lo alcanzado por el pensamiento moderno, con lo cual se habría intentado ahogar otros enfoques de filosofía cristiana más en consonancia con lo moderno (1979, p. 137). Si bien da entender que debería “comprenderse más de cerca” este fenómeno, luego de enumerar sus aportes para el momento filosófico postidealista, asegura:

es innegable que en la conciencia del tomismo está el saberse en cierta medida libre de alguna lacra fundamental acaecida en la historia del pensamiento después de Descartes. Tal vez hubiera sido más exacto dirigir el ataque al movimiento iluminista en cuanto tal, con todas sus consecuencias. (1979, p. 139)

En Argentina, cuentan como antecedentes del renacimiento escolástico publicaciones de autores menores de comienzos de siglo que buscaban sobre todo defender la ortodoxia católica frente a corrientes de pensamiento positivista y socialista (2004, p. 248). Para las producciones aparecidas en las décadas de 1920 y 1930 juzga Leocata como inexacta y parcial la interpretación que las rotula en su conjunto como “reaccionarias”, aunque concede que “en algunos de sus exponentes hubo una asociación entre dicha formación y algunas ideas de los modelos de nacionalismo político entonces en auge” (2004, p. 251). Eso es estimado de una manera decididamente negativa, ya que la vivacidad con la que algunos exponentes se internaron en el debate filosófico-político llegó a comprometer su mensaje filosófico:

Junto con el peligro de cierto anquilosamiento en el lenguaje, la escolástica se ve acosada también a veces por la tentación “utilitaria”, ya sea por la exagerada preocupación de poner algunos de sus enfoques al servicio de la teología, ya sea por el uso que puede hacerse de algunas doctrinas en un contexto ideológico.

Este uso pragmático, que en realidad desconoce el verdadero espíritu de la escolástica, toma a veces un cariz sistemáticamente defensivo, exacerbando la crítica a los aspectos más variados de la cultura moderna; otras se presta para una cierta sistematización de argumentos tendientes a presentar un determinado proyecto político-social, que mira demasiado hacia el pasado y ataca los lados débiles de las instituciones modernas. (1993, pp. 328-29. Cf. p. 341)

Un uso ideológico a favor del autoritarismo de derecha ve por ejemplo en C. Pico (2004, p. 253), a diferencia de otras figuras como T. Casáres quien criticó los sistemas autoritarios y las ideologías que los respaldaban (2004, p. 364). Pero, aunque no sea en formas radicales, Leocata encuentra elementos antimodernos en la mayoría de los exponentes más relevantes de esta escuela, más allá de que simultáneamente algunos se hayan mostrado abiertos a otros aspectos de la “modernidad”. Podría mencionarse en este sentido el caso de N. Derisi con la asimilación de buena parte de la temática de los valores (2004, p. 354). Se rescata también algunas apreciaciones positivas de un joven L. Castellani sobre Descartes y en favor de la disolución del ideal histórico de Cristiandad medieval (1993, pp. 337-38), pero confirmando también que el desarrollo ulterior de su pensamiento se inclina hacia una perspectiva profundamente antimoderna, influida por la lectura de Kierkegaard (2004, pp. 254-60; Cf. p. 363).

En la década del 30 se genera un gran revuelo en el seno de esta escuela en torno a unos ensayos sobre filosofía política publicados por el tomista francés J. Maritain, de orientación claramente democrática: “la polémica fue mucho más que una discusión académica, y tuvo el inconveniente de dividir las posiciones católicas frente al problema político nacional, con consecuencias importantes para el resto del siglo” (2004, p. 251). Entre quienes lo atacaron como exponente del liberalismo sobresale J. Menvielle (1905-1971), quien quizá represente de forma más ejemplar este espíritu antimoderno del que venimos hablando. Su pensamiento se establece en polémica tanto hacia las instituciones liberales, como vehementemente hacia orientaciones de izquierda. Entre sus tesis más controvertidas puede referirse la idea de una subordinación de la política a la teología y la necesidad de templar el régimen democrático con los principios de la aristocracia, la oligarquía y la monarquía (1993, p. 332). Por el tipo de radicalidad de sus planteos Leocata lo considera más un pensador teológico-político que un filósofo (2004, p. 365), aunque esté fuera de duda la influencia que tuvo. Entre varias cosas, le achaca “una minusvaloración de la importancia del giro de la concepción política moderna, demasiado apresuramente identificada con calamidades apocalípticas, cuando no con perversión y estupidez” (1993, p. 333). Finalmente, hay que hacer una mención a A. Caturelli (1927-2016) en cuya lectura de la historia de occidente se reconoce la persistencia del ideal de sociedad y de cultura de la Cristiandad, que va desde el medioevo, pasado por el siglo de oro español, y se proyecta en Hispanoamérica como promesa de una mejor realización de aquella civilización, que por el pensamiento moderno y la Ilustración ha perdido influencia en Europa. Las instituciones sociopolíticas de la modernidad no son vistas con buenos ojos y hay una cierta propensión a un diagnóstico apocalíptico del mundo moderno, tal como sucedía en otros tradicionalistas como Meinvielle y Castellani (2004, pp. 369-70).

4. Apertura a la modernidad

Las primeras expresiones de una filosofía cristiana en consonancia con lo moderno se remontan para Leocata al período del magisterio de los franciscanos en la universidad de Córdoba, desde la salida de los jesuitas en 1767 hasta los años de las guerras por la independencia. Los manuscritos de los profesores de esta etapa se inspiraban en manuales europeos que sistematizaban una vertiente escolástica distinta del tomismo o el suarismo:

Las notas de esta orientación pueden resumirse en la expresión “agustinismo postcartesiano” […]. Durante los Siglos XVII y XVIII, en efecto, hubo una amplia corriente, más difundida en determinadas órdenes, como los oratorianos, los franciscanos, los barnabitas, que eran más abiertos que la escolástica aristotélica en la aceptación de algunas tesis del pensamiento cristiano bajo modalidades propias de la era cartesiana y post cartesiana. Por ejemplo, frente a la duda metódica de Descartes, al argumento ontológico (anselmiano) para demostrar la existencia de Dios, a la relación del alma con sus facultades.

En estos puntos tomaban distancia de la orientación de la segunda escolástica y se acercaban más al agustinismo. En otros temas tomaban una postura ecléctica entre las dos corrientes, por ejemplo en el tema de la composición de los entes corpóreos en materia y forma, mientras tomaban distancia de la definición del alma humana como “forma” del cuerpo.” (2004, p. 26)

Si bien el conocimiento de autores modernos no empiristas no fue suficiente para amortiguar el golpe que significó el descubrimiento de la modernidad filosófica en simultaneidad con la ilustración –lo cual, según esta lectura, llevó a la identificación de ambos proyectos y determinó el enfrentamiento entre la tradición católica y las nuevas ideas (2004, pp. 55-56; 1992, p. 283)–, Leocata advierte cómo empieza a fisurarse esa actitud de rechazo general frente a todo lo moderno en algunos cristianos que son más sensibles a los requerimientos de la época y a las necesidades de educación, progreso y participación en la vida republicana. En primer lugar, la mención a G. Funes (1749-1832) que se formó con los jesuitas y los primeros franciscanos en Córdoba y luego completó sus estudios en Alcalá, donde embebió ideas de la Ilustración moderada que lo determinarán en su actuación política. En un famoso discurso de 1814, une la fidelidad a la religión católica con el rechazo a la obra colonizadora de España, y reivindica los derechos de los pueblos americanos (1992, pp. 97-104). En segundo lugar, la figura del clérigo J. I. Gorriti (1766-1842), de buena formación escolástica que profesa posturas más libres, inspirado en autores modernos como Malebranche y Locke. Da gran importancia a la educación como factor de progreso y defiende la compatibilidad del cristianismo con el progreso sociocultural de los países americanos, lo cual representaba un intermedio entre la “escuela ideológica” y las orientaciones más reaccionarias (2004, pp. 66-67).

Llegados a este punto, es preciso mirar de nuevo a Europa y notar que hacia 1830 se conformaba un grupo al que se denominó liberalismo católico francés, al que pertenecieron figuras como Montalambert, Lacordaire, Lamennais, y otros políticos y escritores. Lo característico de aquellos fue la tendencia a hermanar la tradición católica y la concepción política moderna, particularmente con la división de poderes, la vigencia de la constitución y la igualdad de derechos civiles. Interesa destacarlos por su influencia en Argentina, como fue en el caso de F. Frías (1816-1881). De la generación del 37, amigo y condiscípulo de Alberdi, Frías sostiene que la fe cristiana no solo es compatible con la libertad y la democracia, sino su verdadero fundamento (2004, pp. 80-81). Defiende el primado de lo religioso desde una perspectiva que no apoya la monarquía, ni subordina la política a la religión: “El principio cristiano debería ser más bien, en una estructura garante de la libertad y de los derechos del hombre, el centro animador de la cultura de un pueblo” (1992, p. 267). Por eso, también fue un defensor de la libertad religiosa frente al regalismo y se opuso al “falso liberalismo” que buscaba educar sin religión (1992, p. 275). En resumen, Frías fue un partidario de un liberalismo apoyado en valores cristianos que, por cierto, apunta más al modelo angloamericano por influencia de Tocqueville. Ha de notarse que incluso en una figura como la suya, sobresaliente en esta línea, hay todavía un rechazo global a la filosofía moderna, no así a la democracia que él juzga inspirada por el cristianismo. Esta dualidad entre apertura y cerrazón a la modernidad se la puede ver también en otros contemporáneos como F. Zubiría (1794-1861) y M. Esquiú (1826-1883). Ambos influenciados por el tradicionalismo que no llega a tomar en ellos una forma antidemocrática, porque, en parte como se ha visto, “el reaccionarismo político ‘apoyado’ en ideas católicas es un fenómeno característico de nuestro siglo XX” (1992, p. 284). Cada uno a su manera se ha mostrado proclive a la forma representativa y participativa de gobierno y ha adherido a la Constitución y a las instituciones republicanas, apoyándose sobre todo en el principio religioso (2004, pp. 81-82; 1992, pp. 275-79).

J. M. Estrada (1842-1894) es para nuestro autor “el heredero más destacado de la vertiente del pensamiento católico democrático, representado anteriormente por Frías” (2004, p. 121), pero a diferencia de su predecesor cuenta con una preparación más compleja que le permitirá profundizar algunas de las tesis ya mencionadas. Con él, el pensamiento cristiano supera la tentación fideísta y antiintelectualista para reconocer un ámbito racional filosófico anterior a la fe y no contradictorio con ella. Sus planteos más relevantes radican en que 1) asume el significado teorético del principio creacionista y lo pone en relación con la libertad para fundamentar la compatibilidad entre catolicismo y democracia: “en otras palabras, reconoce una correspondencia natural entre el hombre libre y las libertades democráticas” (1992, p. 318); 2) ve con claridad que la tesis filosófica y teológica de la creación no se contraponen al saber científico; 3) distingue la conciencia política moderna de las orientaciones iluministas; 4) separa la iglesia del estado para garantizar la libertad religiosa: “es a través de la sociedad civil como lo religioso influye en la vida política, sin someterla jurídicamente a la autoridad religiosa” (2004, p. 122); y 5) acentúa el carácter no sagrado del estado y remarcar el primado de la comunidad civil (1992, pp. 315-330). En la misma línea, hay que mencionar también a P. Goyena (1843-1892) que profundizó aspectos de la educación, la estética y la literatura, continuando esta tradición y evitando el riesgo del fideísmo y la polémica genéricamente antimoderna (2004, p. 123). Sin embargo, luego del período fecundo que representan ambos autores, a semejanza de lo que sucedió en Europa, el catolicismo democrático quedó un tanto aislado entre los frentes del laicismo y el tradicionalismo antimoderno (2004, p. 91), lo cual tendrá importantes consecuencias para la relación entre el catolicismo y la cultura argentina. Leocata resume el panorama global que hemos considerado hasta ahora del siguiente modo:

si desde fines del siglo XVIII vemos abrirse dos vertientes culturales básicas, la liberal y la católica, contando cada una de ellas a su vez con posiciones internas divergentes (ideología-historicismo; liberalismo católico-ultramontanismo; posiciones todas que se definen por una determinada actitud respecto al iluminismo, aun cuando todas lo identifiquen con la filosofía moderna) asistimos, después del 37 a un cierto acuerdo o síntesis entre las líneas moderadas de ambos lados. Ese equilibrio inestable, que hace posible la asamblea constituyente, da lugar más tarde a una nueva polarización que culmina en los años 80 y que ve resurgir la ideología consecuente en el positivismo y una cierta actitud católica globalmente antimoderna que tan profundas huellas dejaría en nuestra cultura. (1982, p. 188)

Ya entrados en el siglo XX, el autor rescata la figura del director de la revista Criterio, G. Franceschi, quien se muestra abierto a diversas orientaciones filosóficas modernas y apoya las instituciones democráticas con un anhelo de integración con el orden espiritual (2004, pp. 250-51). En 1929 la Iglesia católica toma oficialmente distancia del movimiento nacionalista que giraba en torno a L’action francaise y ya hemos mencionado que la década del 1930 el pensamiento político de J. Maritain se constituyó en el centro de un debate importante. Hubo varios pensadores católicos en Argentina que simpatizaron con las tesis contenidas en su Humanismo integral (1936) donde se propone la reconciliación de la Iglesia con las formas democráticas modernas, lo cual solo sería posible renunciando al ideal de “cristiandad medieval”. Leocata valora como significativo su planteo del problema, aunque le parezca insatisfactorio:

la relación entre el cristianismo y las formas políticas modernas no es tan simple como Maritain deja suponer, puesto que hay a menudo implícitas en ellas ciertas premisas ideológicas que no pueden yuxtaponerse sin más al humanismo cristiano sin ser cuestionadas ab imis fundamentis. (1979, p. 268)

Por ello, sería exagerado pensar algo así como que el programa de Maritain haya sido consagrado por el Concilio Vaticano II (1962-65), pero no que estas orientaciones liberales hayan encontrado allí un apoyo doctrinal, sobre todo con la Gaudium et Spes (2004, p. 378). Por lo demás, otra vertiente menos uniforme que tuvo como su principal inspirador a San Agustín y floreció después de la segunda guerra mundial fue el llamado espiritualismo cristiano, personalismo o filosofía del espíritu. En ella se puede ubicar a Le Senne, Lavelle y a Scciaca, quien en la década de los 50 visitó tres veces nuestro país y trabajó mucho por reivindicar la filosofía de A. Rosmini como la del más importante filósofo cristiano de la modernidad. Como representante de esta orientación en Argentina hay que nombrar a A. Rouges (2004, pp. 366-67; 1993, pp. 187-208). Finalmente, encontramos también una referencia a E. Komar, quien “explicitó también una lectura del pensamiento moderno que destaca figuras cristianas, como Pascal, Vico y Rosmini, y distingue entre pensamiento moderno en general y las líneas de la ilustración” (2004, p. 359).

5. Hacia una filosofía cristiana inculturada



la originalidad del pensamiento filosófico no puede medirse tan solo por el hecho de que algunas ideas habían sido dichas antes por otros. Lo originario es el pensamiento que se pone la pregunta del filosofar con genuinidad, partiendo de la propia situación existencial. (Leocata, 2004, p. 563)

Luego de la aparición de los dos primeros tomos sobre Las ideas filosóficas en Argentina en 1992 y 1993, quedaba pendiente la publicación de un tercer volumen que cubriera el período que va desde 1943 a la actualidad. Por distintas dificultades, este proyecto nunca se concretó, al menos como estaba previsto. En lugar de ello, Leocata publica en 2004 Los caminos de la filosofía argentinacon la intención de presentar un panorama global y más didáctico sobre la temática, recuperando lo más importante de esos primeros trabajos e incorporando distintas perspectivas sobre los acontecimientos filosóficos más recientes. Allí le dedica un capítulo entero –y luego volverá más de una vez en las conclusiones– al tema de la filosofía latinoamericana, en torno a la cual girará este apartado.

En esta publicación, con respecto a la relación entre la filosofía y las ideas políticas entre el 43 y 73, el autor señala que no se propone hacer un análisis de las líneas ideológicas del justicialismo, pero se pregunta en torno a la difracción que se abrió en el seno de ese movimiento. Antes había aludido a que los estudiosos señalaron el carácter ecléctico de esta ideología (2004, p. 431) y a fin de profundizar la sugerencia aprovecha para introducir la figura de C. Astrada como un símbolo de la ambigüedad que surgió en ese momento en el plano cultural y social. En la trayectoria de este filósofo puede encontrarse una primera adhesión al justicialismo, por ejemplo, en su obra La revolución existencialista de 1952, para luego dar un giro hacia una izquierda de connotaciones neomarxistas. Esto representa para nuestro autor

un intento frustrado de derivación de tesis justicialistas hacia posiciones teórico-prácticas que enfatizaban la lucha contra el imperialismo y buscaba el modo de traducir lo que de “revolucionario” tenía aquel movimiento a fórmulas de dialéctica histórica y de lucha de clases, que en el fondo le eran ajenas. (2004, p. 432)

Si bien aquí se refiere al camino de un pensador individual, esto correspondió a violentos enfrentamientos en la vida real, pero es significativo remarcar que el autor no identifica el problema en las tesis de base, sino en su derivación. El panorama de las décadas de 1960 y 1970 se complejizó también por el fracaso de los programas desarrollistas en varios países de Latinoamérica, con lo cual se empezó a privilegiar otro enfoque, que ya estaba contenido en el justicialismo y que en el fondo se retrotrae al nacionalismo, i. e., la temática de la dependencia con respecto al imperialismo, o bien, el enfoque de la liberación, cuyo impacto en la teología también debe ser discernido: “el tema de la liberación surgió de fuentes teológicas […]. Es errado sin embargo confundir la inspiración profunda de la teología de la liberación con caracteres propiamente marxistas” (Leocata, 2004, pp. 474-75).

Conectado con ello, hay que decir que en torno al tema de la identidad filosófico cultural de la Argentina maduró un pensamiento más acorde con nuestra circunstancia histórica. Como alternativa a la orientación eurocéntrica de nuestra cultura, “un sector de la filosofía argentina trató de modelar un pensamiento que reflejara un movimiento hacia una liberación, hacia una sociedad nueva” (2004, p. 467). La búsqueda de un lugar originario distinto o incluso “indemne” de la modernidad europea llevó a poner el foco en lo americano, tanto en su situación de alienación política y económica como en su mitología. Si no se pierde de vista el desarrollo precedente, se comprende fácilmente la dirección que toma la presentación crítica de los autores comprometidos con estas ideas. En el caso de R. Kusch, sin dejar de reconocerle méritos como, por ejemplo, su valoración de lo comunitario, Leocata le reprocha que esto sea a costa de enjuiciar las instituciones políticas modernas, que estarían irremediablemente contaminadas de individualismo y mercantilismo. Tampoco puede dejar de recalcar el irracionalismo que implica el volverse a las fuentes prerracionales de la vida en su raíz oculta y “metafísica” y la tendencia al quietismo que sentencia insuficiente como salida a la situación histórica latinoamericana (2004, pp. 470-73). E. Dussel, por otra parte, si bien adopta una óptica personalista, tampoco está exenta de ambigüedades con respecto al modo concreto de la realización de la liberación. Sobre todo, es con relación al “evidente resentimiento contra el pensamiento moderno, y en particular contra el inevitable ‘yo pienso’ de la modernidad, que él une a la sed de dominio y explotación tecnológica” (2004, p. 483) que Leocata toma distancia y le achaca dificultades que afectan a todos los pensamientos de izquierda.

Lo que aquí se pone en juego es en qué medida puede hablarse de un pensamiento latinoamericano con rasgos propios, para lo cual es necesario clarificar la relación con el pensamiento y la cultura occidental. Frente a ello, Leocata advierte una tensión en lo que podría denominarse el rasgo epigonal del pensamiento latinoamericano respecto al europeo (1) y la búsqueda de una originalidad más propia. Esta última opción se divide a su vez entre quienes “buscan lo específico del pensamiento americano en la acentuación de algunas tesis y perspectivas, como el primado de la praxis histórica, cierto genérico positivismo, la idea de progreso histórico, el sentido existencial, el llamado a una praxis de la liberación” (2004, p. 562) (2) y quienes ven lo propio en los mitos de las culturas precolombinas, distanciado del modelo moderno, eurocéntrico y logocéntrico (3). La conveniencia que ve Leocata en (2) es que no hay una ruptura total con el pensamiento occidental y puede atender a una cierta tradición latinoamericana, pero esto no significa denostar una hermenéutica del mito indígena (3). A estas tres posiciones entre las que se mueve la orientación del pensamiento latinoamericano agrega una cuarta (4) que las integra y constituye su propuesta:

la que pone como condición para la intelección de lo latinoamericano el estudio de su historia de las ideas, tal como se ha dado desde los orígenes a nuestros días. Esta reconstrucción ayudaría a identificar las líneas de fuerza más destacadas en la identidad del pensamiento latinoamericano, y podría relacionarse y combinarse con las otras instancias mencionadas. Es la línea que nosotros preferimos. (2004, p. 564)

Con otras palabras, lo había expresado un poco antes (4): “Tanto la atención a la cultura autóctona, como la historia de las ideas que le siguieron, como el planteo de preguntas nuevas partidas de nuestra situación vital de pobreza y exclusión, son necesarios para que nuestro pensamiento filosófico cumpla con su misión y su destino” (2004, p. 489). Junto con estos lineamientos, y más allá de las críticas, podemos decir que Leocata pudo ver ya desde la década del 70 por dónde puede ir el aporte del pensamiento latinoamericano:

tal vez uno de los lados más interesantes de esta dirección haya sido la insistencia en la temática de la “alteridad”, por la que se quiere romper el es­quema totalizador de las filosofías monistas (que no son las únicas del pensamiento occidental) y abrir la antropología al aspecto dialogal de la perso­na humana. Es justamente esta apertura, el encuen­tro del “rostro” del otro, lo que puede sacudir el egocentrismo y el ansia de dominio y dirigir al hom­bre concreto a una trascendencia liberadora. (1979, p. 450)

Llegados a este punto, estamos ahora en condiciones de preguntarnos: ¿Es que acaso no fue posible una filosofía cristiana en este contexto? ¿Ningún filósofo en esta orientación ha tomado aquella alternativa que “produce un discernimiento entre las corrientes filosóficas de cualquier época, y está llamada por tanto a remontarse a si misma en formas nuevas” (Leocata, 1991, p. 50)? Por alguna razón, Leocata solo menciona como al pasar y dedica unas pocas líneas al nombre de J. C. Scannone, a quien parece reconocer más como teólogo, omitiendo que en su pensamiento sapiencial se halla una filosofía que, todavía 10 años después de la asunción de Francisco y del redescubrimiento de la teología del pueblo (tal vez también a causa de ello), con frecuencia permanece solapada, pero así y todo constituye un nuevo capítulo en la historia de la filosofía cristiana en la Argentina.

Scannone se doctoró en Múnich hacia 1967 bajo la dirección de M. Müller, uno de los representantes de la llamada “escuela heideggeriana católica”, con una tesis sobre el pensamiento de M. Blondel. Posteriormente, perteneció al núcleo fundador del movimiento llamado “filosofía de la liberación” en 1971 e irradió su influencia desde Buenos Aires en el ambiente filosófico argentino y latinoamericano, alcanzando en el último tiempo una proyección internacional. Él mismo confiesa que para caracterizar su reflexión filosófica sirve la expresión de Blondel “viviendo en cristiano, pensar como filósofo”, pero incorporando el sentido de la inculturación, i. e., “viviendo en cristiano latinoamericano (a saber, en cristiano y en latinoamericano), pensar como filósofo” (1990b, p. 247). En su extensa obra7 encontramos enfoques que pueden responder a ciertos requerimientos y objeciones que han sido planteados a lo largo de este trabajo. Si miramos por ejemplo su posición frente a la modernidad, aunque no hay una distinción tan clara entre ésta y la ilustración, la perspectiva de Scannone busca superar no solo el esquema premoderno de la cristiandad, sino también el de la modernidad en su razón iluminista, en la que se enmascara la voluntad de lucro y de poderío: “formas de ese “logos” son tanto la unidimensionalidad de la razón técnico instrumental como la circularidad niveladora y reductiva, propia de la razón dialéctica marxista y su concepción de la praxis histórica” (Scanonne, 1976, p. 81).8 Nuestra modernidad dependiente latinoamericana es uno de los signos de esta crisis, pero sería un error pensar en una superación que no asuma los momentos históricos anteriores. No es posible empezar de cero a-históricamente, como quienes plantean la vuelta al mito americano como algo atemporal (Leocata, 1992, p. 494), ni tampoco dejar de reconocer que la modernidad como ethos histórico cultural promovió la ciencia, la técnica, las instituciones de derecho, la valoración del ser humano como adulto, su razón crítica, y su libertad transformadora del mundo y la sociedad. Todos estos ideales han entrado en crisis, por lo que es necesario aplicar el principio ireneico (“lo que no es asumido, no es redimido”) y “resituar sapiencialmente los aportes positivos de la modernidad en un horizonte más global y más integralmente humano de vida y comprensión de vida” (Scanonne, 1990a, p. 147; 1990b, pp. 182-83).9 De este modo, no encontramos aquí la actitud antimoderna presente en los autores mencionados del pensamiento latinoamericano. También hay una coincidencia en el diagnóstico de planteos artísticos y filosóficos “post-modernos” como expresiones de la modernidad tardía (Scannone, 1990a, p. 19), o bien, precisaría Leocata, expresiones neo-iluministas (2012, p. XIX).

Por supuesto que no es suficiente este desarrollo para determinar hasta qué punto Scannone, por así decirlo, respondería a las pretensiones de Leocata para que el pensamiento argentino-latinoamericano cumpla con su misión y su destino, pero dejamos la cuestión abierta y perfilada a partir de un aspecto crucial para este trabajo y para el pensamiento de ambos autores en general. Solo corresponde en última instancia preguntarse: ¿qué legitimaría la posición de Scannone como trascendiendo el planteo establecido? ¿No se trata simplemente de ubicarlo entre las figuras que formaron su pensamiento en apertura hacia la modernidad? De hecho, también es el caso y de manera análoga a muchas de ellas constituye una alternativa dentro de una orientación predominantemente antimoderna.10 Más allá de que su filosofía liberacionista se ubica en otro momento histórico, posconciliar, y que, en parte por ello, asuma tanto elementos del liberalismo, que hemos visto, como del tradicionalismo, me refiero a la también mencionada cuestión soberana y a la necesidad de retornar a las raíces religiosas del pueblo (Leocata, 2004, p. 377); hay aquí una intención explícita de superar aquello que Leocata identifica como

el fenómeno de la difracción cultural. Aunque en ésta juegan su papel las estructuras sociales, el pluralismo inmigratorio y el consiguiente cosmopolitismo, existen también las causas propia­mente filosóficas. Dividida la cultura entre modernidad y tradi­ción, debido al impacto del proyecto ilustrado, fue imposible des­de entonces una verdadera síntesis cultural. (1992, p. 499)

Para Scannone, la experiencia histórico-cultural fundante de América Latina es la del mestizaje cultural entre lo amerindio y lo ibérico. Dos mundos de valores distintos que a través de encuentros y conflictos se fueron mediando históricamente y conformaron un ethos cultural nuevo. Filosóficamente entendido es el fruto de la primacía de la dialéctica hombre-mujer (del encuentro, la fraternidad) sobre la dialéctica señor-esclavo (del conflicto, de la dominación), en cuyo entrecruzamiento la primera asume y transforma la segunda (1990b, pp. 177-78). Sin embargo, dado que históricamente este núcleo ético de valores no pudo mediarse en estructuras e instituciones sociales, políticas y económicas que le correspondan y respondan a la exigencia de justicia, esto inspira una pragmática ético-histórica, una nueva mediación histórica de los valores hacia sociedades más justas, más humanas y mejor inspiradas por el sentido cristiano de la vida:

el intento de una nueva síntesis sociocultural cuyo agente histórico sea el mismo pueblo latinoamericano, vertebrado por los pobres y sencillos. Esa síntesis histórica ha de seguir realizándose por la vía del mestizaje cultural entre la herencia cultural latinoamericana, signada por el Cristianismo, y los aportes válidos de los sistemas modernos de pensamiento, tecnología, participación y convivencia. Para ello es necesario que las elites científicas, técnicas, políticas, educativas, artísticas, etc., salgan del pueblo y/o se conviertan al pueblo, su cultura y sabiduría populares y su lucha por la justicia, formando parte orgánica del mismo. (1990a, p. 75)

Atiéndase, una última vez, que Leocata vislumbra también en esta línea la posibilidad de una síntesis cultural:

esta dialéctica entre lo nuevo y lo antiguo, lo moviente y lo estático, lo histórico y lo inmemorial, solo podría ser superada e integrada por las virtualidades presentes en el mensaje cristiano. Y esto no solo porque es propio del evangelio hermanar ambas instancias, sino porque en la realidad americana se han entrecruzado históricamente. Solo que la tradición se ha visto a menudo gravada por herencias dolorosas de estancamiento y reacción, y la apertura al futuro se ha dibujado a menudo con los colores de una utopía inmanentista. El cristianismo latinoamericano con­serva una característica vecindad con el sentido filosófico de lo americano, no precisamente por el pasado de conquista y coloni­zación, sino por la capacidad inherente a la fe de abrir un surco de esperanza, libertad, progreso cultural y social. Y también por su capacidad de integrar en una novedad de vida lo mejor de la experiencia religiosa del pasado. (Leocata, 1992, p. 496)

De este modo, la enorme dificultad que muestra la modernidad para asumir e integrar elementos de la cultura indígena sería compensada.

A modo de conclusión

Leocata escribió ya hace más de 30 años que la discusión en torno al concepto de filosofía cristiana estaba vetusta. Mucho menos hoy parece merecer una reconsideración, al menos en los términos en que fue planteada. Tal vez porque las objeciones se perciben al fin y al cabo como encubriendo la pretensión de una racionalidad iluminista que está sumida en la crisis, aunque mantenga, en parte, su vigencia. El tema dejó ver al menos tres aspectos no negociables en la cuestión que son parte importante del pensamiento del autor: la dimensión metafísica (centrada en la tesis creacionista), la pluralidad de escuelas, y el diálogo entre ellas, todo lo cual se plasma de algún modo también en su filosofía teorética.11 No obstante, la pregunta ya no es aquí por la posibilidad o imposibilidad de tal filosofía, sino que tal vez pasa a ser, entre sus posibilidades, cuál es la que puede aportar de manera más satisfactoria a la resolución de los problemas de la cultura actual, en particular de la argentina.

Para orientar una respuesta a este nuevo interrogante tampoco es prescindible la tesis de la no-identidad entre modernidad filosófica e iluminismo como clave hermenéutica, porque a través de ella se ve que en realidad no se trata de excluir a priori ninguna de las opciones, pero sí de efectuar una purificación en lo que concierne al espíritu antimoderno que, según se desprendió del desarrollo, afecta particularmente a la escolástica12 y requeriría cuanto menos de un ajuste de miras.13 Por esto, la exhortación a “dejar de considerar como dogma el pretendido carácter pecaminoso del pensamiento moderno y meditar más bien sobre el significado propio de la revolución cultural iluminista” (2012, p. XXXIII). Allí se encuentra el límite del diálogo. No sería posible establecer alianzas con formas y valores propios del giro inmanentista de la ilustración (2013, p. 27), es decir, con lo que se englobó bajo el concepto de voluntad de inmanencia: “Cohibir la apertura del corazón humano a la trascendencia es un modo voluntarista y mal disimulado de coacción que daña el sentido de la cultura y desequilibra un suficiente horizonte de comprensión” (2012, p. XXVII). De todas formas, esto tampoco es tan tajante, si al final del segundo apartado se ha hecho la salvedad que la ilustración pudo aportar algo más que aquello que ya estaba contenido en la modernidad. Se agrega entonces una dificultad al discernimiento sobre qué se puede asimilar o con qué se puede “dialogar”. En ello reside también el riesgo para las filosofías abiertas a lo moderno de caer por ejemplo en una “yuxtaposición”, como se le achacó a Maritain.

De nuestro recorrido histórico es importante aclarar que por la cercanía del análisis filosófico con el cultural propia del método de Leocata muchas de las figuras mencionadas no han sido propiamente “filósofos”, sino más bien actores influyentes a partir de los cuales se pudo ver cómo resistía o cómo se abría paso una u otra actitud frente a la modernidad. Por ello, la clasificación de éstos en cada “espíritu” es relativa, si pensamos por ejemplo que M. Esquiú critica la separación iglesia-estado y la libertad de cultos (1992, p. 334), aunque su famoso discurso saludando la Constitución haya dejado una marca en la cultura democrática. No deja de sorprender, en este sentido, el doble rostro del tradicionalismo argentino, en el siglo XIX posibilitando la Asamblea Constituyente, y en el siglo XX sobresaliendo por sus componentes reaccionarios.

Finalmente, con respecto al último apartado, resulta interesante señalar que Leocata concluye el primer tomo dedicado a las ideas filosóficas en Argentina desde los orígenes hasta 1910 afirmando que existe una tendencia en la filosofía nacional a la acentuación de la praxis. Esto no es de por sí negativo, dado que puede despertar la pasión por un pensar más comprometido, pero debe prevenirse de una segregación de la theoría, que le permite alcanzar la verdad de la acción. Tal posibilidad, incluso incorporando la perspectiva religiosa-cristiana, quedó demostrada por la filosofía de M. Blondel (1992, p. 495). La pregunta que abrimos es en qué medida esto puede desembocar en una praxis de la liberación bajo la perspectiva cristiana-inculturada de Scannone. Pero, así como podríamos seguir incorporando elementos que sugieran esta derivación como más natural o coherente, también deberá plantearse al menos una dificultad. Leocata había señalado que la discusión en torno al tema de la identidad cultural opone al progresismo una tradición de tipo hispana, indígena o de su conjunción, es decir, la cultura mestiza, con lo cual el peligro está en que la difracción mute y este pensamiento popular tome el lugar del tradicionalismo en la polarización.14

Sobre el autor

Mauro Nicolás Guerrero es Profesor (2015) y Licenciado (2020) en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica Argentina. Fue becario de la Baden-Württemberg Stiftung, de la UCA, del CONICET y del ICALA. Fue docente de la Facultad de Ciencias Económicas (2017-21) y del Programa de Ingreso (desde 2018) de la UCA. Asimismo, fue docente de Filosofía en el Curso de Admisión de la Universidad Nacional de La Matanza (2019-21). Actualmente, realiza su Doctorado en Filosofía en la Universidad de Wuppertal sobre el concepto de mundo en Husserl, Heidegger y Fink.

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Notas

1 Atendiendo estas objeciones se expresa en otras partes, por ejemplo: “Entre las muchas variables que admite hoy el pluralismo filosófico, ¿por qué habría que excluir a priori una filosofía que vive en armonía con la fe religiosa? ¿Es realmente concluyente la convicción de que la filosofía como un saber heredado de la cultura griega sea incompatible con la herencia bíblica, o que deba ser necesariamente un elemento “superador” de la fe religiosa? Lo que sí debe exigirse es en todo caso que su metodología y su modo de proceder estén avalados por una crítica rigurosa y consecuente, lo cual es algo distinto” (2004, p. 352; Cf. también pp. 572-73 y 2012, pp. 440-41).
2 Más adelante profundiza esta crítica: “La posición anteriormente mencionada, que insiste en la restauración de un único sistema válido, desconoce el hecho de que la verdad, por ser permanente, lo es sin embargo en el tiempo, en el cual el hombre va descubriendo horizontes más completos y amplios sin negar aquella verdad. Este desconocimiento deriva necesariamente hacia la repetición de todo un vocabulario y conjunto de categorías medievales, que, aun siendo respetables y en cierto modo aptas para nuestro tiempo, no alcanzan para la solución de los nuevos problemas culturales que este presenta. Su concepción de una única verdad monolítica genera además innumerables problemas que ponen en cuestión esa misma unidad -como por ejemplo las divisiones de escuelas en lo interno de la misma escolástica- y desconocen además la necesidad de una relación entre filosofía y diálogo entre los diversos campos del saber.

Provocan por lo tanto, sin proponérselo desde luego, con su intransigencia una aceleración de la desorientación de la nueva era” (2013, p. 16).

3 En numerosos artículos puede verse que Leocata asumió esta “elaboración” como tarea propia. Véase los trabajos contenidos en La vertiente bifurcada (2013).
4 Es interesante advertir aquí que Leocata lo reduce en última instancia al problema del “carácter dilemático” de los temas fundamentales de la filosofía (tesis de C. Renouvier), donde el filósofo no debe buscar soluciones de compromiso, sino jugarse por alguna alternativa (Cf. 2013, p. 32).
5 Más adelante dice con otras palabras: “[…] para que sobreviva un resto viviente del auténtico y trabajoso camino recorrido por la Modernidad, es preciso desvincular su herencia de la rémora de un envejecido y ya agotado Iluminismo, y no separarla de la gran tradición de la filosofía que por un sentido de brevedad me atrevería a llamar “clásica” (2013, pp. 20-21).
6 Para un desarrollo de este tema véase Leocata 2003; 2007; 2010.
7 Puede consultarse el índice bibliográfico al final de Scannone (2005).
8 Scannone deja ver en varios aspectos la distancia de su propuesta de una explicación de cuño marxista (Cf. p. e. 1976, pp. 74-75, 139-46, 182; 1990a, pp. 31, 252). Véase particularmente el por estos días muy afamado concepto de pueblo que no se reduce al de “clase” (1990a, pp. 187, 265-66).
9 Nos permitimos remarcar que aquí tampoco se trata de una vuelta nostálgica al medioevo: “Sin embargo, no se trata de oponer al secularismo moderno una regresión a la Cristiandad, sino de asumir y transformar los valores modernos y lo válido de las ideologías que lo propugnan, a partir del sentido del hombre y de la vida propio de la cultura latinoamericana” (Scannone, 1990a, p. 173).
10 En algún sentido, esta crítica dirigida a Dussel, también le cabe a cierta escolástica: “Desde el momento en que uno decide hacer filosofía, no puede dejar de tener una relación con su historia, y esta relación no puede ser predominantemente reactiva” (Leocata, 2004, p. 484).
11 En su libro de 1979, Leocata concluía de la presentación de los pensadores cristianos (europeos) del siglo XX lo siguiente: “El panorama filosófico contemporáneo, con la desorientación que le es propia, puede ser una ocasión para hacer tomar conciencia al pensamiento cristiano de su fundamental unidad y fecundidad.

Podría robustecerse así un diálogo tridimensional. El tomismo aportaría su sentido metafísico; el agustinismo, su mensaje de interioridad y su vetusta experiencia de diálogo con el pensamiento moderno; las filosofías existencial-personalistas, en fin, su sensibilidad para calar en la problemática del hombre contemporáneo” (1979, p. 274). Como sugerimos, aunque aquí no es posible desarrollar, su filosofía está más cerca de ser un fruto de ese diálogo, una posible síntesis, antes que inscribirse propiamente en alguna de estas tres corrientes.

12 Recuerdo que durante la cursada de Historia de la filosofía moderna del año 2012 el profesor F. Leocata se refirió al cardenal R. Belarmino, miembro del tribunal inquisidor que condenó a Galileo, como un símbolo del pensamiento escolástico oficial que desde ese momento no supo estar a la altura de la incipiente ciencia moderna. Luego comentó –yo diría hoy como ilustrando históricamente el proceder de la institución eclesial en torno a temas que se resisten, frente a su propia conciencia, a decisiones unívocas– que se le había otorgado el apoyo necesario para que continuara sus investigaciones extraoficialmente.
13 No es, sin embargo, la intención de este trabajo sugerir que el pensamiento medieval y escolástico sea algo perimido para Leocata. Para prevenirse de cualquier impresión errónea al respecto puede consultarse, entre otros textos, Leocata (2022).
14 Agradezco los comentarios de Marisa Mosto y Aníbal Torres que aportaron significativamente a la versión final de este trabajo.

Notas de autor

* Mauro Nicolás Guerrero es Profesor (2015) y Licenciado (2020) en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica Argentina. Fue becario de la Baden-Württemberg Stiftung, de la UCA, del CONICET y del ICALA. Fue docente de la Facultad de Ciencias Económicas (2017-21) y del Programa de Ingreso (desde 2018) de la UCA. Asimismo, fue docente de Filosofía en el Curso de Admisión de la Universidad Nacional de La Matanza (2019-21). Actualmente, realiza su Doctorado en Filosofía en la Universidad de Wuppertal sobre el concepto de mundo en Husserl, Heidegger y Fink.
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