Ensayo
Recepción: 01 septiembre 2023
Aprobación: 24 junio 2024
Resumen: Hasta bien entrado el siglo XX, la ciencia fue considerada una disciplina neutral y objetiva que, si bien podía conducir a la sociedad hacia el desarrollo, se pensaba que debía hacerlo manteniéndose al margen de sus implicaciones y valores. En este artículo se recuperan las aportaciones que, desde las disciplinas de la ciencia, tecnología y género (CTG) se han hecho en aras de develar las implicaciones de género subyacentes a la ciencia. Esto se hace con el objetivo de cuestionar uno de los paradigmas científicos más influyentes en las últimas décadas: el paradigma de salud centrado en el peso (PSCP). Desde una perspectiva feminista y descolonial, se indagará en la forma en que la gordofobia y su dimensión cientificista, el pesocentrismo, se imbrican con las desigualdades de género y raza, contribuyendo así a su perpetuación. Se expondrán también las anomalías científicas a las que este enfoque clásico de la salud debe enfrentarse, y se propondrá, en última instancia, un modelo más inclusivo de salud que fomente el desarrollo de la sociedad mediante la erradicación de las desigualdades de género y raza.
Palabras clave: Ciencia, pesocentrismo, género, raza, modelo de salud en todas las tallas (HAES.
Abstract: Until the twentieth century, science had been considered a neutral and objective discipline that, although it could lead society to development, would have to remain aloof from its implications and values. This article recovers the contributions that, from the discipline of Science, Technology and Gender (STG), have been made in order to bring to light the underlying gender implications of science with the aim of questioning one of the most influential scientific paradigms in recent decades: the weight-centered health paradigm (WHP). From a feminist and decolonial perspective, we will investigate how fatphobia and its scientistic dimension, weight-centric, are intertwined with gender and racial inequalities and contribute to their perpetuation. It will also expose the scientific anomalies that this classical approach to health must confront, and will ultimately advocate for a more inclusive model of health that promotes the development of society in the eradication of gender and racial inequalities
Keywords: Science, weight-centeredness, gender, race, Health at All Sizes Model (HAES).
Introducción
O de la importancia de quién soy1
Hola, mi nombre es Érika y padecí anorexia nerviosa2
Cuando nací, pesaba dos kilos y medio, un peso significativamente menor al de la mayoría de bebés; sin embargo, esa tendencia pronto se revertiría (¡no sabes cuántas veces me he maldecido a lo largo de mi vida por ello!) y me convertiría en una niña con sobrepeso.3 No me gustaba ir a la revisión pediátrica; la amenaza era siempre la misma: si no bajas de peso, te tendremos que poner a dieta. Tampoco disfrutaba de las comidas familiares, en las que mis tíos y tías no dejaban de recordarle a mi mamá lo atlética y esbelta que se veía para luego, volteándose hacia mí —como extrañados por cómo mi cuerpo podía ser tan diferente al de mi progenitora—, advertirme: “Si no adelgazas ahora que estás a tiempo, luego te resultará más difícil; te lo digo por tu salud”. Todas las personas, conocidas y desconocidas, parecían estar sinceramente preocupadas por mi salud. Ahora bien, lo que quizás no sabían es que sus comentarios terminarían por perjudicar aquello que tanto les importaba: tenía tan sólo doce años la primera vez que vomité. A esa primera vez, en la que los discursos dietéticos4 y gordofóbicos5 que me rodeaban ya se habían incrustado en mi subjetividad, le seguirían otras esporádicas a lo largo de muchos años en los que, primero como adolescente y luego como universitaria, intentaba luchar en contra de una corporalidad que, si bien ahora entiendo que no era gorda, no terminaba por adecuarse a los patrones estéticos considerados socialmente deseables. Me acostumbré a vivir odiando aquello que veía en el espejo, sintiéndome inferior a mis amigas y enfrentándome a la comida con culpa, pero con la aparente certeza de que podía gestionar la situación. Por lo menos, así fue hasta que llegó la pandemia del covid-19.
El aislamiento y vigilancia de las sociedades disciplinarias características del siglo XX (Foucault, 1983) y el sometimiento permanente a través de las pantallas y redes sociales propio de las sociedades del control del siglo XXI (Costa, 2008) convergían en aquel marzo de 2020 en el que se decretaba el estado de emergencia en el Estado español y en otros tantos países. Aquellas que pudimos permanecer en nuestras casas fuimos bombardeadas por los discursos del irrenunciable glow-up, de la necesidad de descubrimiento de una misma y del self-made. Qué mejor oportunidad se le ofrecería a la modernidad capitalista para crear seres disciplinados que aquella que le otorgaba el contexto de una urgencia sanitaria en la que la vida parecía salirse de la voluntad de la ciudadanía que se tornarían, entonces, en seres desesperados por poder controlar, cuando menos, algún ámbito de su existencia. La corporalidad aparecía, en consecuencia, como el área por excelencia en la que aquel individuo que no era infectado por el virus podía desplegar sus ansias de dominio y, con ello, reducir la congoja que la ausencia de certeza y de poder sobre la realidad le producía. No parecía haber mejor momento, en efecto, para empezar a comer de manera más equilibrada, aprender recetas nuevas, ejercitarse, leer, practicar mindfulness y, en definitiva, hacer de la propia persona una mercancía a producir para que, una vez finalizado el confinamiento, pudiese ser consumida a través de la aprobación y los halagos de otras personas.
La anterior narración es más que una hipótesis especulativa en clave biopolítica. Se trata, también, de mi propia historia: seis meses después de que se iniciase la pandemia, pesaba veinte y cinco kilos menos, había perdido la menstruación, tenía problemas de circulación, hipotiroidismo, colesterol y depresión. Afortunadamente, no pasó mucho tiempo hasta que decidí hablar y pude empezar mi tratamiento psiquiátrico y psicológico. Pese a ello, sabía que lo que estaba atravesando no se trataba de un simple trastorno mental de carácter individual, sino que su causa era más profunda y encontraba sus raíces en un sistema en el que las personas gordas son humilladas, criticadas por no preocuparse por su salud y señaladas constantemente como feas, tontas, indisciplinadas, antihigiénicas y con problemas emocionales (Albet Castillejo, 2022). Que una persona tenga pánico a engordar en nuestra sociedad no parece resultar, a fin de cuentas, tan sorprendente. Fue así como empecé a entrar en contacto con el movimiento antigordofóbico y los fat studies,6 desde los cuales, no sólo se denuncia el estigma social hacia las personas gordas, sino que también se expone la necesidad de avanzar hacia un paradigma médico alternativo que no se articule en torno al criterio del peso corporal. Este es, precisamente, el propósito de este ensayo: argumentar, desde una perspectiva académica situada en los estudios de ciencia, tecnología y género (CTG), la inadecuación del modelo pesocentrista como paradigma de salud, en tanto que, construido con base en sesgos gordofóbicos, se convierte en un constrictivo dispositivo biopolítico de gestión y normalización de las corporalidades, en especial de aquellas que pertenecen a subjetividades feminizadas y racializadas.
En aras de alcanzar el objetivo arriba descrito, la primera sección irá destinada a cuestionar la visión clásica de la ciencia para presentarla, de la mano de la tradición de los CTG, como un producto social e histórico que se imbrica con las relaciones de poder y cuyo desarrollo interno no aparece, por ende, como neutral ni objetivo desde el punto de vista axiológico. Desde este marco teórico se analizarán, en segundo término, las anomalías a las que el PSCP debe hacerle frente: i) la inexistencia de evidencia científica que pruebe la correlación causal entre morbilidad y obesidad; ii) la insostenibilidad de la pérdida de peso; iii) la imposibilidad de probar que la pérdida de peso implique, per se, una mejora en la salud; y finalmente, iv) la inadecuación del índice de masa corporal (IMC) como indicador de la gordura y de la salud, cuya formulación habría tenido lugar, además, con base en sesgos racistas y sexistas. El análisis feminista y descolonial se desarrollará en extenso, por su parte, en el tercer epígrafe, en el que se intentará darle respuesta a la pregunta de por qué, si son tantas las anomalías a las que el PSCP debe hacerle frente, este no es abandonado. Se develarán, entonces, los irrenunciables vínculos entre la ciencia, la medicina y el poder sociopolítico para argüir que, i) ciencia y sociedad, también en lo que respecta a las relaciones de opresión que a esta atraviesan se coconstituyen, y ii) que la medicina funciona, tal y como lo habría señalado Foucault (1978, 1998), como un dispositivo biopolítico en la normalización de los cuerpos. En concreto, se detallará cómo el PSCP busca gestionar, con especial atención, las corporalidades racializadas y feminizadas, operando como mecanismo de reproducción de su alteridad monstruosa o animalizada frente a la norma de lo humano: el varón blanco heterosexual capaz de someter su corporalidad al control del espíritu. Finalmente, se propondrá el HAES como la alternativa científica más conveniente al paradigma tradicional, no sólo desde el punto de vista de la evidencia empírica, sino también desde una perspectiva ética.
Argumentación
Deshacer mitos: sobre el carácter socialmente construido de la ciencia
Como las personas lectoras habrán podido constatar, el texto que precede este trabajo no es una introducción al uso. En él me sitúo desde mi propia vivencia personal y pongo de manifiesto la manera en que la temática que aquí se aborda me atraviesa en mi corporalidad. Este enfoque representa un modo de generar conocimiento que desafía, en buena medida, mi formación filosófica occidental y su apuesta por la construcción de un conocimiento universal, la misma que, junto con el afán de objetividad y neutralidad, ha caracterizado a la ciencia moderna desde sus orígenes. Sin embargo, los estudios de CTS en los que se enmarca este ensayo, me han permitido tomar conciencia de que la producción académica, incluso aquella identificada como científica, nunca está libre de valores. Las y los sujetos que se encuentran detrás de ella pueden ubicarse en una plataforma neutral desde la que desproveerse de su identidad o experiencias vitales (Blazquez Graf y Chapa Romero, 2012; González García, 2005). Por ello, siguiendo a Haraway (1995, p. 326) sostengo que señaló: “solamente la perspectiva parcial promete una visión objetiva”.
Este primer epígrafe, una vez develada mi propia parcialidad en la introducción anterior, se destinará a desmontar la visión tradicional de la ciencia como un producto desprovisto de cualquier componente cultural, social o político. En su lugar, evocará su carácter socialmente construido y su imbricación con otros sistemas de poder (Blazquez Graf y Chapa Romero, 2012). Este supuesto legitimará, en secciones posteriores, el cuestionamiento del paradigma pesocentrista y del IMC como un indicador sexista y colonial de la salud.
Hasta los años cincuenta, el imaginario social caracterizaba a la ciencia como sinónimo de riqueza, progreso y bienestar (López Cerezo, 1999; Palacios et al., 2001). Se pensaba que la actividad científica y tecnológica se desarrollaba para acumular cada vez más conocimiento objetivo sobre el mundo. Impulsada únicamente por los criterios universales de racionalidad y búsqueda de la verdad, y sin injerencia de ningún tipo de valor histórico, contextual o subjetivo, se suponía que la ciencia podría guiar a la sociedad hacia una mejora (González García, 2005; López Cerezo, 1999). Sin embargo, en el contexto de la posguerra, las sociedades occidentales comenzaron a temer que ese mismo dispositivo creado para dominar a la naturaleza, terminara dominando a sus propios creadores: el conocido como síndrome de Frankenstein (López Cerezo, 1999; Palacios et al., 2001). Esta preocupación pronto encontró su expresión en el campo de las ciencias sociales. Fue en la Universidad de Edimburgo donde surgieron los primeros intentos de reflexionar sobre el desarrollo interno de la ciencia y la influencia en él de aquellos valores que hasta entonces se habían considerado extracientíficos o contextuales. Lo hicieron de la mano del programa fuerte de la sociología del conocimiento científico (SCC), organizado en torno a la lectura radical de la obra del filósofo de la ciencia Thomas Kuhn (López Cerezo, 1999).
En su texto La estructura de las revoluciones científicas (2004), Kuhn cuestionó la existencia de un progreso de la ciencia que supusiera un avance lineal hacia el conocimiento de la verdad. Más bien, lo que el físico estadounidense sostenía es que la ciencia, en un determinado ámbito, se desarrolla a través de paradigmas que son adoptados, perfeccionados y finalmente, si es el caso, abandonados. Se trata de una constelación de teorías y presupuestos aceptados por la comunidad científica que, al ofrecer un conjunto de marcos interpretativos desde los cuales observar un determinado fenómeno, condicionan la investigación. Este planteamiento fue radicalizado por integrantes del SCC, quienes, en su estudio de las controversias científicas, concluyeron no sólo que los presupuestos paradigmáticos influían en su resolución, sino que también lo hacían otros valores políticos, sociales o éticos.
De la diversificación de este programa fuerte de la sociología del conocimiento científico emergieron, por su parte, los estudios de ciencia, tecnología y sociedad (CTS). Estos pueden definirse como un campo interdisciplinario cuyo objetivo es comprender la dimensión social de la ciencia y la tecnología, en dos sentidos principales: i) en cuanto al modo en que la ciencia y la tecnología generan consecuencias éticas, ambientales o culturales que requieren de una gestión política democrática, y ii) en lo que refiere a la manera en que esos mismos factores sociales, culturales o económicos condicionan el desarrollo de la actividad científica (Palacios et al., 2001). Este último fue el principal campo de reflexión de los CTS en el continente europeo, cuyos y cuyas integrantes, sin embargo, a pesar de sus importantes aportaciones a la visión de la ciencia como una construcción social, parecían reproducir esos mismos sesgos de los que acusaban a la comunidad científica en otro ámbito: las relaciones de género.
Ante la carencia de una perspectiva de género en el ámbito de los estudios de CTS, a finales de los años setenta, la física feminista estadounidense Evelyn Fox Keller puso de manifiesto la necesidad de reflexionar, precisamente, sobre los vínculos existentes entre ciencia y género. Surge entonces el campo disciplinario de los estudios de Ciencia, Tecnología y Género (CTG). Lejos de limitarse, como podría sugerir el imaginario común, a impugnar la restricción de oportunidades que las mujeres viven en el ámbito científico o la invisibilización de las aportaciones que han realizado, sus exponentes pusieron énfasis en el cuestionamiento de la metodología y de los presupuestos epistemológicos que históricamente han subyacido a la generación de conocimiento científico. Se mostraron escépticas, en concreto, frente a las pretensiones de neutralidad valorativa y de universalidad científica, en tanto que, argumentarían, aquellas no se habrían realizado sino como una elevación al absoluto del punto de vista de los varones (Blázquez Graf, 2011; González García, 2005). Por ello, apostaron por sustituir al investigador parcial, preso de la hybris del punto cero (Castro-Gómez, 2010), ya sea por otra persona investigadora parcial, capaz de generar saber desde el reconocimiento de su situación específica en el mundo, o por un encuentro democrático de voces plurales desde las que poder llegar a un consenso epistemológico7 (González García, 2005).
A pesar de tratarse de una disciplina de reciente formación, los estudios de CTG abarcan múltiples temas: reflexiones en torno al género y pedagogía, género y matemáticas, género y tecnología, o género y alimentación, son sólo algunos ejemplos (Blazquez Graf y Chapa Romero, 2012). El trabajo que desarrollaré en las siguientes páginas problematiza, por su parte, la relación entre género y salud, ámbito desde el cual se examina, por ejemplo, la incidencia de factores de carácter sexo-genérico en la tipificación de determinadas enfermedades, en el acceso a servicios sanitarios, o en la elaboración de diagnósticos clínicos (Blazquez Graf y Chapa Romero, 2012). En particular, el objetivo que aquí persigo es cuestionar, de manera razonada, el paradigma médico centrado en el peso, no sólo como una extensión de la gordofobia social, sino también como un dispositivo de control de los cuerpos que se proyecta, con especial incidencia sobre las personas racializadas, mujeres y otras corporalidades feminizadas.8 De ello me ocuparé en el tercer epígrafe. Sin embargo, antes, resulta necesario presentar los fundamentos del PSCP y las críticas que se le pueden dirigir desde la propia evidencia científica.
Las anomalías del paradigma de salud centrado en el peso
En su obra La estructura de las revoluciones científicas (2004, p. 292), Kuhn define un paradigma como “una constelación de creencias, valores, técnicas y demás, compartida por los miembros de una comunidad dada”, la cual constituye el marco limítrofe al que la ciencia se ciñe en su práctica y desarrollo normal. La premisa que articula esta sección es que el pesocentrismo, entendido como una concepción reduccionista de la salud por la cual el peso corporal se considera un indicador suficiente para determinar la enfermedad (Lema, 2022), es uno de los paradigmas que rige la ciencia médica en la actualidad. Sin embargo, este paradigma no resulta adecuado para medir los parámetros de salud de una persona.
De acuerdo con este paradigma, la obesidad, calculada mediante la fórmula del IMC, es una causa importante de morbilidad y de riesgo de mortalidad (Lema, 2022); incluso ha dejado de ser concebida por varias instancias como un factor de riesgo, para ser catalogada como una enfermedad crónica basada en la adiposidad, tal y como concluye la Asociación Americana de Endocrinología Clínica (AACE), o como un proceso patológico multifactorial, de acuerdo con las declaraciones de la Organización Mundial de la Salud (OMS) (Aguilera et al., 2019).
Además del supuesto de la existencia de una correlación causal entre enfermedad y adiposidad, la segunda premisa sostenida por el PSCP indica que la diminución del peso corporal en personas con sobrepeso u obesidad devendrá por sí mismas en un mejor estado de salud para el individuo. Esta pérdida de peso sería posible y sostenible en el tiempo, ya que el tercer presupuesto del PSCP sostiene que el peso corporal puede ser calculado a través de la diferencia entre la cantidad de energía ingerida y la cantidad de energía consumida (peso corporal = calorías que entran - calorías que salen) (Guendulain-Sernas et al., 2022; O’hara y Taylor, 2018). Se argumenta, por ende, que las personas deben ser capaces de reducir su peso para adecuarse a un IMC inferior a 24,5 mediante elecciones conscientes acerca de su alimentación y ejercicio. La cuarta y última hipótesis del PSCP es la creencia de que el IMC es un buen indicador de la gordura y, en última instancia, de la salud de las personas (O’hara y Taylor, 2018).
Thomas Kuhn (2004) refiere a la posibilidad de que, para un paradigma concreto, surjan determinadas novedades empíricas que violen las expectativas inducidas por él. A estas novedades las denomina anomalías. Son fenómenos inasimilables que, de no ser resueltos por el paradigma, pueden desencadenar una crisis científica. En esta sección, se expondrá un conjunto de evidencias recientes que atentan contra los cuatro supuestos del PSCP descritos anteriormente. Se concluirá que el cuestionamiento de cada una de esas premisas puede ser traducido en un conjunto de anomalías que, al no haber sido resueltas hasta el momento, invitan al abandono del paradigma centrado en el peso en favor de uno alternativo. El motivo por el cual esta sustitución no ha tenido lugar será objeto de estudio en el tercer epígrafe que sigue a este.
Obesidad y morbilidad: ¿una relación causal?
A lo largo del siglo XXI, numerosas publicaciones y sociedades internacionales de medicina han hecho un llamamiento para dejar de considerar la obesidad como un factor de riesgo para la contracción de otras enfermedades, como la diabetes o los problemas cardiovasculares, y comenzar a identificarla, per se, como una enfermedad (Aguilera et al., 2019; World Health Organization, 2000). De acuerdo con la OMS, una enfermedad debe ser considerada como tal cuando se produce una “alteración o desviación del estado fisiológico en una o varias partes del cuerpo, por causas, en general, conocidas, manifestada por síntomas y signos característicos, y cuya evolución es más o menos previsible” (como se citó en Aguilera et al., 2019, p. 471). Por su parte, la American Medical Association ha adoptado los siguientes criterios en la definición de aquello que puede ser considerado una enfermedad: “falla del funcionamiento de algún sistema corporal, signos y síntomas característicos y daño o morbilidad” (Aguilera et al., 2019, p. 471). En los siguientes párrafos, se expondrán las evidencias empíricas que cuestionan la existencia de una relación causal entre la obesidad, por un lado, y el daño, la morbilidad o la falla de funcionamiento de algún sistema corporal, por otro. Por este motivo, se concluirá que se debería desestimar su patologización.
La esperanza de vida ha sido considerada, históricamente, como el criterio por antonomasia para determinar el estado de salud global de nuestras sociedades. Si aceptamos esta premisa, debemos rechazar la tesis socialmente aceptada de que las personas con sobrepeso tienen una menor calidad de vida. El estudio epidemiológico más grande que se ha realizado hasta la fecha, que analizó una muestra de casi dos millones de personas a lo largo de diez años, concluyó que las expectativas de vida son más altas entre las personas con sobrepeso que entre aquellas con un IMC inferior a 18. Por su parte, el riesgo de mortalidad sólo se incrementaría en las personas con obesidad a partir de un IMC mayor de 35, el cual se aproxima a lo que se conoce como obesidad mórbida (Waaler, 1984). Otras investigaciones, como la realizada por Americans´Changing Lives, o la supervisada por el National Cancer Institute, llegaron a conclusiones similares, señalando que “las personas que tienen sobrepeso o están moderadamente obesas viven por lo menos tanto como las personas con peso normal, y con frecuencia más” (Bacon y Aphramor, 2011, p. 2).
Pero, ¿qué sucede con la relación causal entre la obesidad y otras enfermedades? No es raro encontrar en artículos científicos de alto impacto afirmaciones alarmantes como: “La obesidad es un importante problema de salud pública en la mayor parte de los países, [dada su] fuerte asociación con las principales enfermedades no transmisibles de nuestro tiempo” (Atalah, 2012, p. 117), o “El hecho de tener sobrepeso u obesidad conlleva a un mayor riesgo de mortalidad, así como al desarrollo de múltiples padecimientos” (Sánchez-Castillo et al., 2004, p. 3). Estas declaraciones suelen ir acompañadas de una larga lista de enfermedades supuestamente asociadas con un peso elevado como diabetes tipo II, hipertensión arterial, problemas cardiovasculares o algunos tipos de cáncer, entre otras. Es innegable que diversas investigaciones han demostrado la coexistencia habitual de un elevado IMC con determinadas patologías, como es el caso de la diabetes tipo II. Un estudio específico realizado en el Hospital Policlínico de la Habana (Cuba), reveló que, de las 125 personas diabéticas que conformaban la muestra, el 80% presentaba un IMC superior a 27 (Justo Roll y Orlandi González, 2005). Este porcentaje es incluso superior al encontrado en otras investigaciones similares, como la realizada en España por Ramón Arbués y colaboradores (2019), quienes identificaron una prevalencia de 57% de sobrepeso y obesidad entre les pacientes diabéticos.
Sin embargo, la diabetes tipo II no es la única enfermedad relacionada con la obesidad, otro padecimiento frecuentemente asociado es el de los problemas cardiovasculares. Esto es respaldado por un importante estudio llevado a cabo por Willett et al. (1999), quienes señalaron como el riesgo de cardiopatías coronarias en mujeres con un IMC superior a 26 se duplica en comparación con aquellas con una menor masa corporal. Finalmente, cabe mencionar la hipertensión, otro de los grandes riesgos asociados a la adiposidad, tal y como se concluye en el artículo Body mass index is strongly associated with hypertension: Results from the longevity check-up 7+ study (Landi et al., 2018). En este estudio, desarrollado en Italia en 2015 y que contó con la participación de casi 8,000 personas, se observó que “entre los inscritos con IMC normal, la prevalencia de hipertensión fue del 45% en comparación con el 67% entre los participantes con sobrepeso, el 79% en la obesidad clases I y II, y hasta el 87% entre los participantes con obesidad clase III” (p. 1).
Todas las investigaciones mencionadas hasta el momento, entre muchas otras que podrían citarse, apuntan, de facto, a la mayor incidencia de determinadas enfermedades en personas que son consideradas, a efectos de nuestras sociedades occidentales, gordas. Sin embargo, la existencia de una asociación entre la obesidad y ciertas patologías no es suficiente para concluir que la causa de estas enfermedades reside en el IMC de dichas personas (Bacon y Aphramor, 2011). La imposibilidad de probar esta relación causal desestima, en última instancia, la tendencia a patologizar la gordura que ha prevalecido en los últimos años. De manera similar a como el hecho de que exista una mayor prevalencia de cáncer de mama en mujeres, la condición de ser mujer no es considerada una enfermedad per se, el que una persona gorda tenga mayores papeletas para padecer ciertos problemas de salud no la convierte, de inmediato, en una persona enferma.
En este sentido, es posible que la gordura no sea la causa de las enfermedades mencionadas, sino más bien su consecuencia. Así lo sugiere el estudio Acute postchallenge hyperinsulinemia predicts weight gain: A prospective study (Sigal et al., 1997), que recupera datos de una investigación realizada con una muestra de 107 individuos. El estudio concluye que la misma alteración metabólica que produce la resistencia a la insulina puede ser un factor de riesgo para el aumento de peso a largo plazo, siendo este último la consecuencia, y no la causa, de la hiperinsulinemia.
Además, cuando se analiza la relación entre ciertas enfermedades y la gordura, es importante considerar que esta tiende a manifestarse junto con otros fenómenos, los cuales podrían ser los verdaderos factores de riesgo para la aparición de la patología mencionadas. Uno de estos fenómenos es el ciclo repetitivo de pérdida y ganancia de masa corporal en el que muchas personas, especialmente gordas, se ven atrapadas. Bacon y Aphramor (2011) explican cómo, debido a la presión social para adelgazar, las personas gordas terminan inmersas en ciclos infinitos de diminución y aumento de masa corporal —pues, se verá en la próxima sección, la pérdida voluntaria de peso difícilmente puede ser sostenida en el tiempo—, que, más que la gordura en sí misma, podrían resultar perjudiciales para la salud. Por ejemplo, se analizaba con anterioridad la frecuente asociación entre gordura e hipertensión: la prevalencia de esta última resultaría hasta dos o tres veces mayor, sugieren diversos ensayos, en las personas consideradas como obesas.
El informe Weight fluctuations could increase blood pressure in android obese women (Guagnano et al., 1999), realizado con una muestra significativa de mujeres situadas en el rango de obesidad, habría llegado a conclusiones del todo distintas, al constatar que, mientras la presión arterial alta era un rasgo común entre las mujeres que habían estado sometidas a algún tipo de dieta a lo largo de su vida, no así entre aquellas mujeres que, a pesar de ser identificadas igualmente como obesas, nunca habían practicado un régimen alimentario restrictivo. Ello se debería a que los ciclos de pérdida y aumento de peso devienen en una mayor inflamación para las personas, lo que a su vez podría estar relacionado, no sólo con la hipertensión, sino también con dislipidemia, la resistencia a la insulina, enfermedades de tipo cardiovascular o, incluso, con un mayor riesgo de mortalidad.
En definitiva, los párrafos anteriores han intentado arrojar luz sobre la correlación entre la gordura y el estado de salud de una persona, cuestionando la tipificación de la obesidad como enfermedad. La falta de estudios que demuestren una causalidad directa entre un IMC elevado y una mayor morbilidad desestima la patologización de la gordura. En otras palabras, la prevalencia de cierto tipo de enfermedades en determinado tipo de personas no hace de estas, ipso facto, personas enfermas. Es más, se ha demostrado que muchas de las asociaciones que se han establecido entre la obesidad y enfermedades como la hipertensión, los problemas cardíacos o la diabetes, podrían deberse no tanto al peso corporal como a las fluctuaciones del mismo, un fenómeno que atraviesa, con especial incidencia, a las personas gordas. Ello, a consecuencia de la permanente presión social que sobre ellas pesa para que disminuyan su tamaño corporal. Estos ciclos de subida y bajada de peso, y no la gordura en sí misma, podrían aparecer, finalmente, como el factor de riesgo por excelencia para la contracción de las enfermedades anteriormente nombradas. En el siguiente epígrafe se demostrará que estas fluctuaciones son inherentes al régimen dietético, ya que el peso corporal de una persona es el resultado de numerosos factores que difícilmente pueden reducirse a la diferencia entre la energía que entra y sale del cuerpo.
Spoiler alert: las dietas no funcionan y pueden ser perjudiciales para la salud.
En la sección anterior se presentó la primera anomalía al que el paradigma de salud centrado en el peso (PSCP) debe enfrentar: el cuestionamiento de la existencia de una relación causal entre obesidad y enfermedad. En este apartado, se expondrá una segunda crítica a otro de los supuestos fundamentales sobre los que se sostiene el pesocentrismo como paradigma de salud: la idea de que el peso corporal puede ser modificado a voluntad del individuo mediante el incremento de la energía gastada y la diminución de la energía consumida, y que este cambio repercutirá, necesariamente y de manera favorable, en la salud del individuo.
Por el contrario, se argumentará que el peso corporal de una persona está determinado por una multitud de factores que escapan a su control, lo que resulta en la incapacidad para mantener la pérdida de peso a largo plazo e incluso en la aparición de daños físicos y mentales como consecuencia de la práctica dietética.
Contrario de lo defendido por el PSCP, estudios recientes han indicado que entre el 70 y 80% de nuestro peso corporal no depende de nuestras elecciones conscientes (O’Hara y Taylor, 2018). Se considera así la existencia de un setpoint distinto para cada individuo; es decir, un rango de peso al que el cuerpo tiende de manera natural, en la medida en que ese es el peso que, para un determinado momento y contexto vital, puede mantener sin esfuerzo y que le permite funcionar de manera óptima. De este modo, “cuando el peso corporal se aleja de este rango, el hipotálamo tiene la capacidad de recuperar el setpoint a través del metabolismo energético, del apetito y del movimiento físico; estimulándolos o inhibiéndolos” (Schvartzman, 2022, p. 34).
Un estudio clínico realizado en 1995 por la Universidad de Massachussets evidenció la existencia de un rango de peso adecuado para cada persona de acuerdo con la interacción de su genética con su entorno concreto. En este estudio experimental, 18 personas con obesidad y 23 con normopeso fueron sometidas a un régimen de control de su alimentación. Primero, se les hizo ganar un 10% adicional de su peso original, y luego, se les llevó a perder un 10% de masa corporal respecto a su peso inicial. El resultado fue revelador: “sin importar con qué peso corporal iniciaron el estudio […] cuando comieron tanto que ganaron un 10% adicional de su peso corporal, su metabolismo se aceleró en un 15%, señal de que sus cuerpos estaban intentando bajar de peso. Y cuando comieron tan poco que su peso cayó a un 10% por debajo de su setpoint, su metabolismo se desaceleró en un 15%” (Schvartzman, 2022, pp. 34-35).
Lo expuesto anteriormente no presupone un determinismo biológico por el que se defienda que la genética tendría la última palabra en la determinación de nuestro peso. Más bien, se trata de un diálogo entre la genética y los elementos contextuales que rodean a las personas, como el nivel socioeconómico,9el grado de estrés,10 o la presencia de enfermedades, factores que, en su mayoría, escapan al control individual. Pensar que las personas pueden decidir cuánto pesan a través del ejercicio de su racionalidad en la ingesta y el consumo energético es ignorar, en última instancia, otros estímulos relacionados con su estado de salud y el contexto sociocultural en el que se encuentran. Esto lleva a una invisibilización del modo en que la corporalidad está siempre inserta en una red de significaciones humanas y, por ende, ninguna fórmula biológica puede actuar de manera independiente, como si fuera “un dictador de los rasgos humanos” (Hustvet, 2019, p. 18).
En este contexto, no sorprende que el porcentaje de dietas fracasadas se eleve hasta un 95%, entendiendo por dieta, no sólo las conductas extremas, sino cualquier intento de disminuir intencionalmente el peso corporal (Hobbes, 2018). Así lo confirmó la iniciativa de Women´s Health que, tras estudiar a lo largo de más de ocho años a un total de 20,000 mujeres, concluyó que, aunque las participantes en su muestra redujeron significativamente su ingesta calórica e incrementaron su gasto energético, con el paso del tiempo su metabolismo se ajustó para inhibir la pérdida de peso conseguida inicialmente (Howard et al., 2006). De manera similar, un comité de expertos reunidos por los National Institutes of Health (1992), afirmó que más de un tercio de las personas sometidas a algún tipo de dieta recuperaban su peso inicial en el mismo año, mientras que casi todas lo hacen en el margen de los cinco años siguientes.
Fórmulas vemos, sesgos no sabemos. La historia racista y sexista del IMC
En los apartados anteriores se han presentado dos anomalías que pueden ser apuntaladas al respecto del paradigma de salud centrado en el peso (PSCP): i) la imprecisión en la asociación entre la obesidad y una mayor morbilidad y mortalidad, y ii) la ineficacia de las dietas como método sostenible para la pérdida de peso y mejora de la salud. En esta tercera sección, se aborda una crítica fundamental: la inadecuación del índice de masa corporal (IMC) como un indicador confiable de gordura y salud.
Para entender el debate en torno al IMC, primero es necesario explicar su cálculo. El IMC se obtiene dividiendo el peso de una persona en kilogramos por su estatura en metros cuadrados. Según las normas establecidas, se considera que un peso es normal si su IMC se sitúa entre 18.5 y 24.9; por debajo de ese rango se clasifica como infrapeso; sensu contrario, se dice de aquellas personas que superan el IMC de 25 que tienen sobrepeso; mientras que, si este índice se eleva por encima de 30 nos encontraríamos en el grado de obesidad (O’Hara y Taylor, 2018). De acuerdo con el PSCP, los valores del IMC estarían íntimamente relacionados con la salud de las personas. Sin embargo, esta sección argumenta que el IMC no fue diseñado pensando en la medición de la salud de las personas y, además, fue formulado a partir de sesgos raciales y de género.
El IMC tiene su origen en 1830, cuando fue creado por Adolphe Quetelet, un astrónomo, sociólogo y estadista belga, seguidor además de los estudios de craneometría que se encontraban en auge en su época. Interesado en la posibilidad de aplicar el método matemático a la humanidad, Quetelet realizó una investigación con soldados del ejército francés y escocés, a fin de establecer un prototipo de “hombre ideal”. Para ello, recopiló datos como el peso y la altura de estos hombres, y al graficarlos en un eje de coordenadas, observó que el peso era proporcional a la altura al cuadrado en un alto porcentaje de los casos. Así surgió el Índice de Quetelet, hoy conocido como IMC, el cual establecía el peso medio del hombre ideal con el que nuestro astrónomo especulaba (The bizarre and racist history of the BMI, 2019; Jackson-Gibson, 2021).
Son varias las observaciones que resultan necesarias al respecto de la historia del IMC. En primer lugar, Quetelet no era médico, y su objetivo poco o nada tenía que ver con las ciencias de la salud. De hecho, su fórmula de cálculo del peso ideal fue olvidada hasta que, con la entrada en el siglo XX, las compañías de seguros estadounidenses la recuperaron para calcular la póliza para aplicar a sus clientes. Era la primera vez que se consideraba que el peso influía, de alguna manera, en la calidad de vida de las personas (Molinet, 2022). De igual modo, se debe precisar el sesgo racista y sexista que estaba presente en la investigación de Quetelet: todos los participantes en su estudio eran varones adultos y blancos, por lo que su índice difícilmente podía tener en cuenta la media del peso de las mujeres o de las personas racializadas. Nos encontramos, entonces, ante un caso de infradeterminación de la teoría por la evidencia empírica (González García, 2005). Esto, en la medida en que la fijación del IMC se habría realizado con base en la universalización de los rasgos del varón blanco occidental, proyectados ahora sobre la totalidad de la población bajo el supuesto común que son los hombres europeos los que representan la medida de la humanidad. En definitiva, como concluye Molinet (2022), el IMC aparece como una “herramienta que no tiene base científica, desarrollada por una persona que no tenía ni idea de medicina, y que se determinó a partir de una muestra claramente sesgada”.
En 2003, un estudio de la American Medical Association reveló que el promedio de peso en personas negras suele ser más elevado y que, además, en el caso de las mujeres racializadas, el riesgo de mortalidad no se incrementa hasta que el IMC sobrepasa los 37 kg/m2. Por su parte, otra investigación llevada a cabo en Nueva Zelanda encontró que, mientras un mayor IMC podría estar relacionado con una obstrucción de las arterias en neozelandeses blancos, este resultado no aplica para personas de ascendencia maorí (Jackson-Gibson, 2021). Se concluye, por ende, no sólo que la media del peso de una población no puede ser indicativa de su salud, sino que, cuando esta media se calcula sin considerar la diversidad global, puede resultar perjudicial para quienes, excluidos de la muestra original, intentan encajar en ese ideal.
La pregunta que surge, de aceptar las tres críticas que frente al PSCP son formuladas, es: ¿por qué el pesocentrismo en medicina no es abandonado en pro de la adopción de un paradigma más empático con las personas gordas y más alineado con la evidencia empírica? Una tentativa respuesta será explorada en la siguiente sección: “La gordofobia médica: un dispositivo biopolítico”.
La gordofobia médica: un dispositivo sexista y racista del control del cuerpo
El propio Kuhn (2004) observó que la presencia de una anomalía que no puede ser absorbida por el paradigma vigente en un ámbito determinado de la ciencia no resulta suficiente para su abandono. Por el contrario, para que esto ocurra, el paradigma debe atravesar una crisis profunda y entrar en competencia con una nueva constelación de teorías y métodos emergentes, que sea capaz de asimilar las novedades empíricas y dar cuenta, asimismo, de los fenómenos que el paradigma anterior podía explicar. Solo así es que una revolución científica podrá tener lugar. En el último apartado, se problematizará la pertinencia del HAES como un posible paradigma sustituto del enfoque tradicional. Sin embargo, antes de ello, encuentro necesario ampliar la argumentación kuhniana sobre la tendencia científica a atrincherar los paradigmas vigentes hasta que estos resulten insostenibles. En concreto, este epígrafe se propone explorar una posible explicación de las reticencias al abandono del paradigma de salud centrado en el peso. Articularé el concepto de biopolítica formulado por Michel Foucault con otras aportaciones provenientes de los feminismos y los estudios de CTG, que han revelado cómo la ciencia y la sociedad, con sus correspondientes estereotipos de género y raza, se coconstituyen (Subramaniam et al., 2016).
En algunas de sus obras más estudiadas, como El nacimiento de la clínica (1978), Historia de la sexualidad (1998) o Vigilar y castigar (1983), Michel Foucault refiere al modo en que, con la entrada en la modernidad, el poder soberano fue transformado hasta tal punto que su dilema ya no consistiría en un “hacer morir o dejar vivir”, sino en el “dejar morir o hacer vivir”. A partir del siglo XVII, la vida biológica se convierte en objeto de administración soberana con el fin de incrementar sus formas más productivas y ponerla al servicio de la naciente economía capitalista (Albet Castillejo, 2021). Foucault denomina biopolítica a este “ejercicio de poder que penetra las esferas vitales de las personas” (Arboleda Gómez, 2008, p. 32), el cual puede orientarse en dos direcciones: i) el control de los procesos de mortalidad, natalidad y morbilidad, y ii) el disciplinamiento del individuo como cuerpo-máquina, en cuyo caso nos encontraríamos ante una anatomopolítica (Costa, 2008; Foucault, 1998). De este modo, la biopolítica somete a vigilancia y ordenamiento todos los aspectos de la vida individual que pueden incidir en los procesos de mortalidad, morbilidad y natalidad, convirtiendo ámbitos como la salud, la alimentación, la sexualidad o los estilos de vida en dominios políticos. El objetivo: la normalización de las y los sujetos y el aislamiento de quienes en última instancia no pueden superar su condición de anormales, en aras de servir a la productividad necesaria para la reproducción capitalista: las y los monstruosos, las y los desviados sexuales, las histéricas, etcétera.
La medicina, siguiendo también a Foucault, ha gestionado de manera normativa la vida humana desde el siglo XVIII, produciendo y naturalizando, por una parte, las diferencias entre aquello que es considerado normal y lo que no; y, por la otra, desplegando una amplia variedad de mecanismos con el afán de hacer devenir en normal aquello que no es percibido como tal. En este sentido, se podría argumentar que el paradigma pesocentrista en el ámbito de la salud figura estrechamente relacionado con un doble afán: i) el de someter a las personas a un proceso de normalización de sus corporalidades para que se adecúen al parámetro de lo que se considera normal (id est, la delgadez) y ii) naturalizar la desigualdad entre personas delgadas y gordas, en la medida en que estas últimas son consideradas anormales y necesitadas de corrección. Esto nos lleva a preguntarnos por qué es la delgadez, y no la gordura, la que aparece como el epítome de la normalidad en nuestras sociedades modernas.
Si algo ha caracterizado a la modernidad, tal y como reflexiona Rubiela Arboleda (2008), es el anhelo de dominar la naturaleza. Las ciencias naturales se han erigido como el instrumento por antonomasia al servicio de este propósito. En lo que respecta al ser humano, el cuerpo figuraría desde entonces como la punta de lanza de dicha pretensión: se cree que, situado a medio camino entre lo social y lo natural, el cuerpo debe ser sometido al control del sujeto mediante el ejercicio de su razón. Sólo a través de este disciplinamiento, argumenta Silvia Federici (2018), podría resultar útil para el capital naciente. En efecto, si se piensa, los cuerpos gordos son frecuentemente caracterizados como fuera de control, y las personas gordas como fracasadas en el proyecto de convertirse en sujetos modernos: individuos incapaces de imponer su voluntad racional sobre los apetitos sensoriales del cuerpo y de incorporarse, finalmente, a la meta-comunidad que emerge en la época moderna: la comunidad de personas propietarias y seres productivos para el desarrollo de la economía capitalista (Echeverría, 2018).
Una segunda observación sobre la asociación entre el cuerpo gordo y la incapacidad de culminar el imperio de la razón nos conduce a identificar los vínculos entre la gordofobia y otros sistemas de opresión, como el racismo y el sexismo, que históricamente se han basado en la caracterización de mujeres y personas racializadas como más próximas a la corporalidad, la naturaleza y la animalidad que a la cultura, la razón o la humanidad, una asociación similar a la realizada en el caso de las personas gordas. Ello nos conduce a pensar en la asociación existente entre el sexismo, el racismo y la gordofobia. La hipótesis que aquí sostengo es que, precisamente, el PSCP, concebido como el correlato científico de la discriminación respecto a las corporalidades gordas, habría fungido también, históricamente, como un dispositivo biopolítico de normalización que operaría con especial violencia sobre las corporalidades de personas feminizadas y racializadas, legitimando su desigualdad frente al sujeto hegemónico: el varón blanco, heterosexual, delgado, propietario y occidental.
La historia de Sarah Baartman (1789-1815) puede resultar ilustrativa al respecto. Perteneciente al pueblo sudafricano Khoi Khoi, Baartman habría sido llevada a Europa tras haber sido presionada por un médico inglés para firmar un contrato que ni siquiera podía comprender. Terminaría así siendo convertida en una atracción circense, expuesta como espectáculo e incluso prostituida en las grandes plazas de Gran Bretaña. Todo ello debido a sus prominentes caderas y glúteos, que resultaban hilarantes para el público. En 1815, la conocida como Venus Hotentonte pasó a estar a cargo del naturalista Georges Cuvier, quien, junto con un conjunto de anatomistas, zoólogos y fisiólogos, estudió su cuerpo a conciencia y sin ningún tipo de consentimiento. A su muerte, y por órdenes del mismo Cuvier, quien habría dicho de ella que “sus movimientos me recordaban a los de un mono y sus genitales externos recordaban a los de un orangután”, el cerebro y genitales de Sarah pasaron a formar parte de una exposición permanente en el Musée de l´Homme de París, donde permanecerían hasta 1974 (Sala, 2021). El trato recibido por Baartman evidencia, cómo aquellos atributos físicos que no se identifican con la blanquitud, incluida la gordura, habrían sido puestos al servicio —también por parte de la ciencia— de la deshumanización de las personas racializadas y, en especial, feminizadas, bajo el propósito de reproducir su asociación con la animalidad y la corporalidad desposeída de toda razón (Subramaniam et al., 2016).
En el caso de la gordofobia y el sexismo, quizás es en la actualidad donde su relación complementaria se hace más notoria. Una rápida búsqueda en Internet permite tomar conciencia de hasta qué punto el dispositivo dietético está dirigido, en específico, a las mujeres: de las 100 primeras imágenes que aparecen al teclear la expresión cómo perder peso, 74 se corresponden con figuras femeninas, mientras que tan sólo siete de ellas contienen imágenes de cuerpos masculinos (las demás no son específicas al respecto al género). Más sutiles, pero igualmente significativos, los resultados ante la búsqueda de pastillas para perder peso: si bien en torno a un 87% de las imágenes corresponden a medicaciones aparentemente neutras en lo que, al género, casi un 13% de los resultados incorporan algún tipo de alusión a una imagen feminizada, mientras que ninguno de ellos hace lo propio con la imagen del varón. De igual modo, se calcula que un 90% de las personas que sufren trastornos de la conducta alimentaria (TCA) son mujeres (Guarda Torner, 2018). Fue Naomi Wolf, en su obra El mito de la belleza (2002), una de las autoras que, a mi parecer, ha retratado de manera más detallada el modo en el que los constrictivos cánones estéticos y, de entre todos ellos, la cultura de las dietas se ha convertido en un aliado fundamental del patriarcado a partir de la segunda mitad del siglo XX.
Impedir, a través de la destrucción psicológica de las mujeres, que los logros alcanzados por el feminismo en la esfera pública y económica se extiendan también a la esfera privada: este es el modo en que la presión estética, que pesa sobre las subjetividades feminizadas e insta a las mujeres a permanecer siempre jóvenes y delgadas, sirve al patriarcado. La mística de la belleza se erige, según Wolf, como un intento de destruir la herencia feminista, sustituyendo la mística de la feminidad propuesta por Betty Friedan, de acuerdo con la cual el objetivo de la mujer no era otro sino el de afirmarse como una buena esposa, madre y ama de casa. En la actualidad, en efecto, el propósito de la mayoría de nosotras es otro bien distinto: alcanzar un físico que sea aceptable para la sociedad, vernos presentables, atractivas y, sobre todo, para el caso que compete a esta investigación, delgadas. Cobran así sentido las palabras de Wolf (2002) cuando afirma: “Una cultura obsesionada con la delgadez femenina no está obsesionada con la belleza de las mujeres, está obsesionada con la obediencia de estas”. Porque la mística de la belleza y la mística de la delgadez, en último término, tiene como propósito el convertir a las mujeres en objeto de consumo a disposición de los varones y apagar, entre la obsesión por aquello que comemos, aquello que vestimos o la forma en la que nos vemos, toda posibilidad de organización política: la dieta es, a fin de cuentas, tal y como apuntala Wolf (2002, p. 187), “el sedante más potente en la historia da las mujeres”.
Un enfoque alternativo: El HAES
La ineficacia del paradigma de salud centrado en el peso para resolver las anomalías arriba mencionadas (relación entre obesidad y morbilidad, pérdida de peso como mejoría de la salud, la posibilidad de una pérdida de peso sostenida en el tiempo y adecuación del IMC como medidor de la gordura y de la salud), junto con el descubrimiento de su relación con las jerarquías socialmente establecidas (capitalismo, racismo y sexismo), nos permite concluir que su sostenimiento en el tiempo se debe, no tanto a su correlación con la evidencia científica, como a su imbricación con los sistemas de opresión de nuestra sociedad imperante. En este sentido, sostengo la urgencia de una revolución científica que induzca el desplazamiento del PSCP en favor de un paradigma alternativo. Esta posibilidad, que ha venido siendo explorada en las últimas décadas, es el conocida como el Modelo de salud en todas las tallas (HAES). A continuación, se esgrimirá que este modelo es conveniente no sólo por su adecuación a la evidencia empírica, sino también desde una perspectiva ética en la confrontación con los sistemas de discriminación mencionados.11
Entre algunos de los principios que articulan el enfoque HAES cabe destacar, en primer lugar, la apuesta por una concepción integral de la salud que, independientemente del peso de la persona, procura no sólo la ausencia de enfermedad, sino también el bienestar físico, emocional y psíquico, así como una buena calidad de vida. Además, se opone al salutismo, entendido como la “ideología que le atribuye a los individuos la responsabilidad primaria de su salud, se les obliga moralmente a perseguir la meta de la salud perfecta y se les culpa de manera personal si enferman” (O’hara y Taylor, 2018, p. 16). Al contrario que lo defendido por el PSCP, la regulación del peso no es considerada por el paradigma de salud en todas las tallas como una herramienta eficaz en la promoción de la salud. Este paradigma se opone, por su parte, a asumir nada de la salud de una persona en función de su tamaño corporal, observando la necesidad de desacoplar la noción de peso y salud como equivalentes, ya que esta debe ser pensada desde múltiples factores que difícilmente pueden ser reducidos a porcentajes relativos al IMC o de grasa corporal (Schvartzman, 2022; Tylka et al., 2014).
La premisa por excelencia desde la que se articula el HAES no es otra que la convicción de que es posible incrementar la salud de una persona sin realizar ningún tipo de modificación en su peso corporal, aunque este haya sido calificado por el enfoque clásico dentro del umbral de obesidad o sobrepeso, categorías a las que este nuevo paradigma se opone con rotundidad (O’hara y Taylor, 2018; Schvartzman, 2022). HAES se aleja así de las dietas, las cirugías o de cualquier comportamiento que promueva la pérdida de peso como un fin en sí mismo, y propone, en su lugar, una serie de herramientas que, desde el respeto y la empatía, permitan incrementar la calidad de vida del o la paciente, lo que implica también una mejoría en lo que a la relación consigo mismo o misma y en su salud mental. Ejemplo de ello es la apuesta por el movimiento placentero y apto para todos los cuerpos, así como por la alimentación intuitiva, entendida como un tipo de alimentación que, aunque promueve la diversidad de alimentos, no se basa en la distinción de alimentos buenos y malos y toma en consideración tanto las preferencias de las personas como sus señales de hambre y saciedad (Tylka et al., 2014). Se desafía, por ende, cualquier tipo de estigma hacia las corporalidades gordas y, desde el supuesto de que el peso no es una elección corporal, se confía en que, con los instrumentos adecuados, toda persona puede mejorar su salud sin necesidad de reducir su tamaño corporal (Bacon y Aphramor, 2011; O’hara y Taylor, 2018).
Si bien es cierto que existen aún pocos estudios comparativos de la aplicación del enfoque HAES frente al PSCP, algunos realizados recientemente parecen arrojar buenos pronósticos: Tracy L. Tylka concluyó, a partir de una investigación realizada con casi 1,300 universitarias en la Universidad de Ohio, que aquellas que comían de manera intuitiva presentaban mayor satisfacción corporal y autoestima, así como una conducta alimentaria menos desordenada (Schvartzman, 2022). Por su parte, Linda Bacon llevó a cabo en 2002 un ensayo experimental con mujeres de entre 30 y 45 años con sobrepeso y obesidad, quienes posteriormente fueron divididas en dos grupos y tratadas, bien desde el enfoque tradicional del PSCP o desde el modelo HAES. El resultado: “el grupo HAES disminuyó el colesterol total, el colesterol LDL, los triglicéridos y la tensión arterial sistólica a los dos años de seguimiento y mostró una mejoría sostenida […]. Mientras que el grupo de dieta perdió peso y mostró una mejoría inicial en muchas variables al año de seguimiento, a los dos años de seguimiento había recuperado peso y no sostuvo la mejoría” (Schvartzman, 2022, p. 37).
De lo explicado con anterioridad se concluye que, a espera de la realización de un mayor número de investigaciones, el HAES podría ser el baluarte de la revolución científica que conlleve el abandono del paradigma de salud centrado en el peso. Tal y como reflexiona Irene Schvartzman (2022), no parece ético que las personas profesionales de la salud sigan prescribiendo la pérdida de peso como única forma de mejorar la salud y de darle solución a patologías que, en muchas ocasiones, no guardan ningún tipo de relación con el tamaño corporal. Es más, se sabe, las dietas y la estigmatización que, desde los propios consultorios, se hace de las personas gordas pueden resultar dañinas para su salud física y mental, incrementando su estrés, la posibilidad de padecer un trastorno de la conducta alimentaria o alimentando ciclos de pérdida e incremento de peso que, como se ha constatado, están estrechamente relacionados con la hipertensión, la diabetes tipo II o la afectación por problemas coronarios (Bacon y Aphramor, 2011, pp. 3-5; Guendulain-Sernas et al., 2022, pp. 917-918).
Conclusiones
Estas páginas han tenido como objetivo mostrar la insuficiencia del PSCP. Ello, partiendo de la premisa de que la ciencia, en sus distintas disciplinas, se encuentra entrelazada de facto con los distintos sistemas de valores que articulan la sociedad. En este sentido, en el presente texto he expuesto las múltiples anomalías que presenta el PSCP: la imposibilidad de mostrar una relación causal entre la obesidad y la morbilidad, la inadecuación del IMC como criterio de salud y la insostenibilidad de la pérdida de peso voluntaria a largo plazo, son tan sólo algunas de ellas. A pesar de esto, la reproducción del PSCP se argumentó que está siendo posibilitada gracias a su capacidad disciplinaria en alianza con las diferentes jerarquías de clasificación social imperantes en la actualidad, como es el caso de la raza o el género. Finalmente, el artículo abogó por el HAES como un enfoque alternativo que no sólo resultaría más adecuado en la búsqueda de la mejora de la salud de las personas, sino también más inclusivo en aras de procurar la erradicación de las desigualdades sociales.
En total, cuatro fueron las secciones que estructuraron este trabajo: “Deshacer mitos” tenía como propósito ofrecer una visión constructivista de la ciencia que, como se explicó, en tanto producto social y cultural, figuraría estrechamente vinculada a los valores y relaciones de poder existentes. Esta aproximación reflexiva al quehacer científico y tecnológico nos permitió, en segunda instancia, presentar el PSCP y, en terminología kuhniana, las anomalías de las que este no puede dar cuenta, a saber: i) la inexistencia de pruebas fehacientes de una correlación causal entre morbilidad y obesidad; ii) la imposibilidad de mantener una pérdida de peso voluntaria de forma prolongada en el tiempo; iii) la insostenibilidad del argumento que propone la pérdida de peso como un fin saludable en sí mismo y iv) la inadecuación del IMC como un buen indicador del peso y de la salud. Dadas estas anomalías, en la sección “La gordofobia médica: un dispositivo sexista y racista del control del cuerpo” nos preguntamos cuáles son los motivos por los que el PSCP no es abandonado. La respuesta explorada consistió en una articulación de las teorías feministas, los estudios de CTG y el marco teórico de la biopolítica foucaultiana, desde los cuales razoné el modo en que el pesocentrismo y la dietética fungen como un dispositivo de normalización de los cuerpos, donde la delgadez aparece como sinónimo de lo normal y símbolo del dominio de la razón sobre la corporalidad sensible y, por extensión, de la productividad. Se estudió, además, la especial incidencia de estos dispositivos en las corporalidades de personas feminizadas y racializadas, consecuencia del modo en que la ciencia se coconstituye con sistemas de poder que, como la gordofobia, el sexismo o el racismo, contribuyen a perpetuar la legitimación del varón blanco occidental como la medida de la humanidad y la opresión de todas las subjetividades que se escapan a este canon. En último término, se propuso el HAES como uno de los posibles paradigmas que podría liderar la necesaria revolución científica en el ámbito de la salud, la cual, personalmente, espero que se encuentre próxima.
Inicié este ensayo con un relato en primera persona en el que narraba mi propia experiencia con el peso, la imagen corporal y los trastornos de conducta alimentaria. Con ello, mi intención era la de situarme en mi irreductible particularidad, la misma desde la que escribiría las páginas que siguieron a esa introducción, pero también ilustrar la manera en que el PSCP y la gordofobia médica pueden ir en detrimento de la salud física y mental de las personas. Es muy probable que el fin del pesocentrismo en el ámbito de la medicina no implique, ipso facto, la desaparición de la gordofobia social. Sin embargo, el cese de la patologización y estigmatización de los cuerpos gordos como cuerpos provisionales en los que uno o una adelgaza, cuerpos a corregir, cuerpos no funcionales, etcétera, supondría un gran avance en la erradicación de la discriminación injustificada hacia las personas gordas. Quizás, si el paradigma vigente fuese el del HAES, mi historia, y la de muchas personas —y, especialmente, la de muchas mujeres— hubiese sido distinta.
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Notas
Notas de autor