Dossier: El Cid: narrativas y sociedades entre Historia y Literatura
La nobleza castellanoleonesa entre los siglos XI y XII. Sociedad, territorios y memorias1
The Castilian-Leonese nobility between the 11th and 12th centuries. Society, territories and memories
Cuadernos de Historia de España
Universidad de Buenos Aires, Argentina
ISSN: 0325-1195
ISSN-e: 1850-2717
Periodicidad: Anual
núm. 90, 2023
Recepción: 19 Abril 2023
Aprobación: 09 Agosto 2023
Resumen: Este artículo traza un panorama de la nobleza de León y Castilla entre mediados del siglo XI y mediados del siglo XII. Por una parte, su contenido valora en clave impresionista el estado de nuestros conocimientos, sugiriendo su progresiva mejora desde los años 1970, así como algunos de sus retos. Por otra parte, en el estudio se destaca la variedad de discursos sobre la nobleza de este periodo que proporcionan las fuentes narrativas y diplomáticas. Con ese objetivo, se ha examinado una selección de temas: la diversidad interna de la sociedad nobiliaria y sus elementos comunes; su articulación con el poder regio y los territorios del reino; las pautas de dominación social; y, en fin, su articulación con la Iglesia. Todo ello se argumenta mediante una selección de textos de la época que, además, revelan el gran desarrollo y la calidad de las labores editoriales durante los últimos cuarenta años.
Palabras clave: Antropología histórica, Historiografía, León y Castilla, Nobleza, Siglos XI-XII.
Abstract: This article traces an overview of the nobility of León and Castilla between the mid-11th century and the mid-12th century. On the one hand, its content assesses the state of our knowledge in an impressionist key, suggesting its progressive improvement since the 1970s, as well as some of its challenges. On the other hand, the study highlights the variety of discourses on the nobility of this period provided by narrative and diplomatic sources. With this objective, a selection of topics has been examined: the internal diversity of noble society and its common elements; its articulation with the royal power and the territories of the kingdom; patterns of social domination; and, finally, its articulation with the Church. All of this is argued through a selection of texts of the time that also reveal the great development and quality of editorial work over the last forty years.
Keywords: Historical Anthropology, Historiography, Leon and Castile, Nobility, 11th-12th Centuries.
Este trabajo propone un recorrido por la sociedad del siglo que transcurre entre el ascenso al trono de Alfonso VI (1066/1072) y la muerte de Alfonso VII (1157). Su enfoque prioriza a la nobleza, contrastando sus escenarios y discursos de distinta escala y naturaleza: esto es, del reino como una suma de áreas geopolíticas a las tenencias que articulan comarcas, el ambiente de la Corte y los ambientes locales, o la guerra y la negociación. Y, lo que no es menos importante, indaga en los mensajes que trasmiten las fuentes narrativas y diplomáticas. [2]
La exposición se inicia valorando un retablo literario de los tiempos del Emperador. Los dos epígrafes inmediatos buscan comprender la complejidad de la nobleza, identificando los elementos básicos de un sector social organizado alrededor del parentesco e internamente diferenciado. Los siguientes epígrafes muestran aspectos capitales de su funcionamiento: sus relaciones con la monarquía, su dinámica de dominación, y sus vínculos estrechos con una Iglesia en trance de cambio.
I. La imagen épica de la nobleza: El Poema de Almería
El Prefatio de Almaria es un poema latino que sirve de apéndice a la Chronica Adefonsi Imperatoris, el relato de los grandes hechos de Alfonso VII, el rey de León y Castilla desde 1126 que se tituló Emperador desde 1135 a su muerte en 1157 (Gil, 1990: 249-267).[3] Pero del “Poema de Almería”, su nombre más conocido, solo se ha conservado una primera parte, dedicada a exaltar cómo se preparó la conquista de Almería, reducto de piratas musulmanes, por la coalición formada por Alfonso VII, su cuñado Ramón Berenguer IV, príncipe de Aragón y conde de Barcelona, y la república de Génova. Compuesto a poco de la conquista de la ciudad (1147), el Poema canta tan feliz alianza, la convergencia de las mesnadas de todos los territorios de la monarquía ante la campaña, y sus primeros éxitos militares.
Las tropas habían sido convocadas por el soberano y vinieron conducidas por jefes ilustres. Mas de dos centenares de los versos conservados loan a los guerreros y sus caudillos, combinando lo admirable de cada región y sus hombres con memorias heroicas que van de la antigüedad clásica a los tiempos recientes. Los innumerables gallegos seguían al conde Fernando Pérez, ayo del infante Fernando, en tanto los leoneses de fidelidad probada marchaban tras el conde Ramiro Froilaz, cuyo cuñado Pedro Alfonso iba al frente de los sufridos asturianos. El conde Ponce de Cabrera comandaba las tropas de las Extremaduras, la temible banda fronteriza de al-Ándalus, y Fernando Yáñez, las de la Limia, sobre la incierta frontera de Portugal.
En cambio, no se atribuye un caudillo a las gentes de Castilla, ricas, bravas y de sonora lengua, tradicionalmente rebeldes y ahora pacificadas, subraya el anónimo autor: ¿o más bien tenían diversos jefes? Pues el texto intercala a varios personajes castellanos como prototipo de las virtudes nobiliarias. Así, a través de Gutier Fernández –ayo del infante Sancho, primogénito del Emperador-, se reflexiona que, ya que todo heredero regio necesita educación esmerada, los mejor preparados para dispensarla son los magnates, que viven rodeados de parientes y aupados sobre la herencia de sus antepasados: para su propio uso, lo demuestra el modo de gobernar resuelto y generoso de Manrique de Lara, aprendido del conde Pedro González, su padre. En cuanto a la valentía, es proverbial la de Álvaro Rodríguez, nieto de Alvar Fañez, el compañero del Cid: esto permite al poeta evocar al héroe “de quien se canta que no fue vencido por enemigos, que domeñó a los moros, [y] también a nuestros condes”, mientras compara a los dos campeones desaparecidos con otra pareja legendaria, Roldán y Oliveros.[4] Alvar Fáñez, además, es recordado por cierta cualidad: como gran formador de guerreros jóvenes, la virtud que ahora recrea otro paladín de la frontera, Martín Fernández de Hita, a cuyo alrededor se mueve una turba audaz y descarada, simpática. El grupo de los caudillos, en fin, practica una intensa camaradería, donde se integran sin esfuerzo el rey García Ramírez de Pamplona y el conde Armengol VI de Urgel, los principales vasallos foráneos del Emperador.
Todos estos personajes están presentes en la lista de quienes, en 1146, habían garantizado la alianza genovesa que precedió a la campaña. Fueron sesenta barones castellanos, leoneses y gallegos, muchos de ellos parientes (Martínez Sopena, 2007a: 149-150). Ambos textos encuadran las relaciones del rey y sus nobles en una común teoría del servicio leal y continuado al monarca, que se expresa a través de las armas de los guerreros y de la rectitud de los garantes, y que se tiene por herencia de los ancestros, si bien debe renovarse de continuo y necesita ser recompensada regularmente.
II. Los parientes
Todos los paladines de la campaña tenían antepasados ilustres. El Prefatio es muy certero al bosquejar su personalidad, recordando lo que trasmite la sangre; al mismo tiempo -y de forma implícita-, sugiere un factor de simultaneidad: en cada generación, la estirpe se recrea a través de una red de “parientes y amigos”, según refleja la Chronica Adefonsi Imperatoris (Maya, 1990: 150, 2.), entreverando nociones de consanguinidad, afinidad y vasallaje. Así, el conde Fernando Pérez era hijo del conde Pedro Froilaz. Aunque sus antepasados habían perdido el favor de los primeros monarcas de la dinastía pamplonesa, su padre lo recuperó con creces, como colaborador más cercano del conde Raimundo de Galicia, yerno regio, y luego ayo del futuro Alfonso VII. El conde Fernando de Traba había mantenido relaciones con la infanta Teresa, viuda del conde Enrique de Portugal. Clausurada sin éxito esta etapa, irradiaba con sus hermanos sobre el conjunto de Galicia y el Bierzo: aunque la rebeldía de uno de ellos hizo que La Limia pasara al fiel Fernando Yañez (Calderón Medina, 2017: 98-104).
En Ramiro Froilaz, hijo de los condes Froila Díaz y Estefanía Sánchez, coincidía la tradición de los Flaínez, señores de la montaña leonesa desde el año 1000, y la de la casa real de Pamplona, ahora restablecida en el trono a través del citado García Ramírez (Martínez Sopena, 2018: 91-92). Como excepción entre los caudillos, varios versos del Poema exaltan la personalidad de su hermana María Froilaz [II], casada con el futuro conde Pedro Alfonso de Asturias. Este hecho muestra la importancia de los Froilaz cuando se compuso el Poema, y también sugiere que el matrimonio del “joven” Pedro Alfonso con una gran dama “viuda y rica” reimpulsó a una estirpe alicaída, la de los condes Alfonso, Gutierre y Suero Vermúdez (Calleja, 2001: 589-595).[5] Ambos cuñados (más el occitano Ponce de Minerva, yerno del conde Ramiro), compusieron por décadas la principal asociación de magnates del Cantábrico a la Tierra de Campos (Barton, 1997: 88). Entre su área de influencia y la de los grandes señores gallegos se situaba el conde Ponce de Cabrera, de la estirpe vizcondal de Urgel y de Gerona. También se había incorporado al círculo palatino en el séquito de Berenguela de Barcelona, la esposa de Alfonso VII; alférez del soberano, su influencia se extendía por la Sanabria y el bajo valle del Esla hacia Zamora y la Extremadura leonesa. Es oportuno añadir que su esposa, María Fernández, era hija del citado conde Fernando de Traba (Fernández-Xesta, 1991: 59).
El conde Armengol VI de Urgel fue al mismo tiempo vasallo de Alfonso VII y de su cuñado Ramón Berenguer IV de Barcelona. Su arraigo en Castilla era de naturaleza distinta y anterior a la de Ponce de Cabrera, pues derivaba del conde Pedro Ansúrez, el gran cortesano de Alfonso VI y cabeza de los Banu Gómez, seculares señores del valle del Carrión y el Duero Medio (Val-Villanueva: 2019). El patrimonio de Pedro Ansúrez y el de su esposa Eylo Alfonso se repartían entre los retoños de su descendencia femenina. De su hija Mayor y Alvar Fáñez, su primer marido, era nieto el Álvaro Rodríguez que el Prefatio considera su heredero militar. De su hija María y el conde Armengol V de Urgel, nacieron el citado Armengol VI y su hermana Estefanía, y de ésta, Martín Fernández de Hita, el nuevo mentor de los guerreros jóvenes del Poema.
Como su tía y su propia madre, Estefanía Armengol casó dos veces: además fue la segunda esposa de sus dos maridos. El primero de ellos, Fernando García de Hita, había tenido hijos varones del matrimonio precedente, Gutierre y Rodrigo Fernández. Aquel ha sido glosado como ayo y educador del futuro Sancho III de Castilla, y este otro es considerado fundador de la parentela castellana de Castro (Salazar, 1991). El otro marido de Estefanía fue el conde Rodrigo González de Lara, viudo temprano de la infanta Sancha Alfonso que casó de nuevo por voluntad regia en 1136, quizá como prenda de pacificación tras un decenio de enfrentamientos de los Lara con el monarca; fallecería al cabo de un nuevo alejamiento de la corte. El Prefatio recuerda sus años como guardián de la frontera de Toledo, aunque sobre todo enaltece la memoria de su hermano el conde Pedro González, quien, antaño concubino de la reina Urraca, ofrece un perfil no menos problemático (Sánchez de Mora, 2007). Aunque el Poema -a diferencia de la Chronica- olvida los conflictos del difunto magnate y alude a sus cualidades para ensalzar a su hijo Manrique Pérez, que en 1147 encabezaba la gran parentela de los Lara y gobernó Almería tras la victoria, hasta que diez años después cayó en poder de los almohades.
Por encima de la casuística despuntan elementos comunes. Ante todo, el Poema no refleja solo un momento determinado sino tradiciones políticas profundamente arraigadas en la corte y entre los sectores dirigentes de la sociedad. Las crónicas asturianas del siglo IX habían proclamado a través de los títulos de sus epígrafes que los “reyes godos de Oviedo” eran los sucesores naturales de los “reyes godos de Toledo”, y en uno de sus relatos Pelayo, el resistente, auguraba desde su “pequeño monte” la restauración del reino perdido con ayuda divina (Gil, Moralejo, Ruiz de la Peña, 1985: 126-127, 204-205). Nada distinto a lo que consignó mucho después el taifa ‘Abd Allah de Granada en sus memorias, evocando al conde Sisnando Davídiz enviado por Alfonso VI a cobrar las parias, el magnate mozárabe le advirtió que los cristianos pretendían recuperar la tierra de sus antepasados que los musulmanes les habían arrebatado (Lévi-Provençal, García Gómez, 1980: 157-158). Como recuerda el Poema, había un componente sacro en la porfía, que varias de las mesnadas escenificaban entrando en campaña bajo la protección de sus patronos territoriales -el Salvador, la Virgen María y Santiago, para asturianos, leoneses o gallegos.
Desde una perspectiva más prosaica y cotidiana, la tradición legislativa visigoda compilada en el Liber Iudicum o “Fuero Juzgo” enmarcaba los comportamientos políticos y sociales. Las costumbres de herencia, en particular, favorecieron un sistema general de amplias “parentelas” -de especial relevancia en el caso de los nobles, sucesores y trasmisores por definición. Predominaban fórmulas de carácter bilinear (donde ambos cónyuges traspasaban a sus herederos cuanto habían recibido de sus progenitores y lo que habían ganado después) y cognaticias (pues todos los hijos, hombres y mujeres, participaban de las herencias, en las que inevitablemente también entraban sus primos). Con el paso del tiempo se multiplicaban los individuos que se estimaban coherederos de estos (y muy diversos) antepasados ilustres.
La extraordinaria importancia de los matrimonios en general y de las mujeres en particular en las alianzas entre parentelas -a veces reiteradas por generaciones, a despecho de las restricciones canónicas-, discurría junto con la hipergamia masculina (Pérez, 2009, 2010, 2014). Entre los nobles fue común tomar como esposas a mujeres (mucho) más jóvenes, un esquema del tipo [tíos-sobrinas], o [amigos del padre-sus hijas]. Los intereses de las parentelas y los de la monarquía actuaban en paralelo, tanto en armonía como en disenso. Se comprueba la proliferación de uniones como signo de alianza territorial y de uniones a través del reino, lo que sugiere decisiones políticas de distinto rango, que refuerzan a ciertos grupos en la Corte o la comarca, o que expresan un propósito integrador a escala del reino. Se ha percibido en el Poema que los matrimonios sucesivos no fueron extraños entre los magnates -trasunto de algo frecuente. En forma descarnada, se diría que las mujeres podían regresar o ser devueltas al mercado matrimonial en su viudez, como en su caso los hombres viudos.
La práctica modulaba las normas. Los derechos individuales a “porciones”, “raciones” o “divisas” sobre “solares”, aldeas y “palacios”, heredades y baldíos, iglesias o monasterios propios, eran con gran frecuencia virtuales y se traducían en usos compartidos. Al mismo tiempo, se intentaba combatir la fragmentación de los patrimonios con la unión entre parientes próximos y el reparto de las herencias atendiendo a criterios territoriales. La antroponimia nobiliaria mantuvo por siglos notable fluidez, a diferencia de otras áreas del continente; en vez de un apellido identificador por generaciones, todos los vástagos usaban un nomen paternum tras su nombre de pila, un gentilicio vivo que cambiaba de padres a hijos (Martínez Sopena, 2002b, 2).
Las costumbres legales no impedían la mejora de la herencia en favor de alguno de los vástagos, al mismo tiempo que los textos -desde el propio Poema a las listas de confirmantes de los diplomas-, muestran que en el seno de las parentelas existía una jerarquía imprescindible, presidida por cierta “figura tutelar de cada generación”, cuyo dato distintivo pudo ser las funciones políticas y administrativas encomendadas por el monarca. De modo que, si la noción de “linaje” -asociada a la trasmisión de la mayor parte del patrimonio a un solo vástago, el primogénito varón-, no llegó a establecerse hasta mucho después, en los reinos occidentales de la península coexistió el cognatismo patrimonial con cierto agnatismo político (Sottomayor-Pizarro, 2013).
En suma, los magnates del Poema entretenían relaciones de parentesco venidas de atrás, que en cada generación tomaban matices propios, definidos por avatares de naturaleza varia. Es patente que la llegada de Berenguela de Barcelona favoreció la incorporación de personajes destinados a integrarse en la nómina de magnates (Barton, 1992), algo que también había sucedido con los yernos de Alfonso VI, venidos al amparo de su esposa Constanza y de los intereses del abad Hugo de Cluny por la Reforma eclesiástica. Y como entonces y como siempre, fueron determinantes (pero casi todos reversibles), la gracia y la ira regias, el infortunio y el éxito militar, la salud y la enfermedad.[6]
III. Potentem, mediocrem uel inferiorem. Un léxico impreciso.
Sin pretenderse completa, esta selección de vínculos familiares entre protagonistas del Poema es ilustrativa. Evidencia que las parentelas principales formaban un conjunto relativamente reducido y endogámico, cuyo número de miembros dentro de la nobleza no guardaba relación con el decidido protagonismo en la vida política del reino.
Quienes se podrían considerar mejor caracterizados entre los magnates, los condes, eran una minoría dentro de la minoría. Además, no tenían relevancia similar en el ambiente palatino, ni era homóloga su implantación territorial o su reparto por el reino.[7] El intento de evaluar su número en tiempos de Alfonso VI identifica unos cincuenta en total -hasta treinta simultáneos-, que provenían de una quincena de parentelas (Reilly, 1989: passim); por entonces, el título era más frecuente en Galicia que en León y sobre todo en Castilla, donde los magnates eran reconocidos más como senior/es. La cifra de condes investidos durante los reinados de Urraca y Alfonso VII es inferior: poco más de veinte, a los que cabe sumar una decena de la época anterior y aquellos que, como Ponce de Minerva, alcanzaron la dignidad después de 1157 (Barton, 1997: 225-302). De hecho, la tendencia a la reducción del número de condes se acentuaría en los reinados inmediatos, hasta su casi total extinción.
Tras este grupo principal vienen los mencionados como barones, magnates, proceres o primates en actos de ambiente palatino -casi siempre de forma colectiva y vaga-, y los signatarios de diplomas que figuran como seniores. La designación Filius comitis, de uso individual o colectivo, refleja expectativas de los vástagos.
Aún quedaba detrás la mayoría de quienes eran considerados nobles, pues compartían con los anteriores privilegiados valores y prácticas ¿Cómo identificar y jerarquizar a un sector complejo articulándolo entre sí y respecto a la sociedad de su tiempo?
Potentem, mediocrem vel inferiorem: los tres términos figuran en un documento de 1106 donde el conde Raimundo de Galicia y su esposa Urraca -la hija de Alfonso VI que le sucedió en el trono-, donan cierta aldea a la iglesia de Santa María Magdalena de la villa de Sahagún (Herrero, 1988: III, nº 1143). El enunciado forma parte de las rutinarias pinceladas sobre la sociedad con que se conmina a quien contraríe un gesto piadoso o un mandato. Incorpora, como particularidad, la categoría mediocrem, que modularía la polaridad tradicional “mayor/menor”, o “máximo/mínimo”. Pero ¿a quiénes se refiere este inusual calificativo? La vaguedad del vocabulario corre pareja a la carestía de menciones.[8] Sin prescindir de material tan disperso, se ha preferido usar una corta selección de textos, de cierto periodo (el reinado de Alfonso VI), asociando la terminología con episodios vividos, esto es, contextualizarla.
A lo largo del siglo XI, se comprueba en León y Castilla un proceso de articulación social y política a través del cual se han definido las principales instancias de poder, arraigando en el territorio y convirtiéndose en la clave de un sistema de reparto de influencias. Entre sus testimonios más expresivos se halla uno emanado de la curia reunida en Villalpando (1089). Se trata de la sentencia dictada por el rey Alfonso VI en cierto pleito que enfrentaba al obispo de León con la infanta Urraca, hermana del soberano. El prelado la había denunciado por poner bajo su dominio a campesinos (villanos) dependientes de la catedral de León junto con las tierras (hereditates) que explotaban. Aunque reconoció que él no podía impedir a los villanos acogerse a otro señor, rechazaba que las propiedades de su sede pasasen a manos de la infanta. El rey tomó su decisión ante sus hermanas, las infantas Urraca y Elvira, tras atender a los asistentes:“per iudicium et consilium comitum, baronum suorum, et maiorum de sua escola et meliorum de sua terra”. (Gambra, 1998: II, 262-264, nº 100). [9]
La sentencia se basa en un principio: en adelante, todo predio permanecerá bajo la especie de señorío al que está atribuido en este momento. A continuación, figura una prolija relación de las especies de señorío de la tierra, en la que se distinguen varios ámbitos, unos muy nítidamente, y otros necesitados de alguna explicación. De los primeros, el rengalengum y el infantaticum (los ámbitos del señorío regio y de las infantas). De los otros, se aprecia con más claridad el futuro “abadengo” (la propiedad eclesiástica, aún llamado hereditas de episcopatu vel de aliquo sanctuario), mientras el ámbito de los laicos figura bajo formas simétricas y distintas: la habitual referencia a la benefactoríade ulla potestate vel de ullo heredario cambia en la última mención a hereditas de comite vel de infançone vel de ullo heredario.
El texto ofrece dos perspectivas de interés para la descripción de los poderosos laicos. En su título, muestra la composición de una relevante asamblea (curia). Tras los condes, figuran otros grandes vasallos del soberano, genéricamente “sus” barones, precisando que son “tanto los maiores de “su” schola como los meliores de “su” terra”. Se diría que hay una distinción entre ámbito palatino y territorial, matizada por la edad en el primero y por el rango en el otro.
La segunda perspectiva plantea una disyuntiva: o bien los mismos elementos adoptan una expresión distinta (lo que identificaría señorío de los laicos con benefactoría), o más sutilmente, el señorío laico se presentaba bajo dos facetas: unas veces comites, infanzones o genéricas potestates ejercían un dominio paralelo a los otros tipos (y por tanto ostentaban derechos señoriales sobre sus hereditates), y otras, desarrollaban una capacidad de benefactores o protectores particulares de campesinos libres y propietarios de explotaciones. Lo que se diferenciaba con nitidez era un sector descrito por su potestate (todo comite . infanzone) y otro, los meros hereditarios.
Infanzón es un término afortunado y maleable. Se usó para un determinado individuo y en plural – en este segundo caso, comparece de forma générica o se utiliza para quienes forman parte del grupo a escala local. Sobre lo que se entendía por infanzones, un documento de 1093 ofrece una descripción conocida: “Milites non infimis parentibus ortos sed nobiles genere necnon et potestate, qui vulgare lingua infazones (sic!) dicuntur” (Gambra, 1998: 330-334, nº 129). El texto aparece en un pleito del obispo de León contra varias parentelas de infanzones del valle del Bernesga que se enumeran, a las que tacha de “poderes foráneos” -lo que viene a ser “ilegítimos” (forastitis potestatibus)-, acusándolas de usurpar bienes y derechos de su sede en esta comarca cercana a la ciudad regia. Tanto la definición como los argumentos esgrimidos por ambas partes muestran los rasgos que caracterizaron a la nobleza del tiempo, esto es, el servicio de las armas, la herencia de sangre, y el ejercicio de poder. Más concretamente, se identifica a estos infanzones y seguramente a muchos como ellos, con un sector social formado por parentelas locales que irradiaban sobre el contorno. En ese ambiente, desempeñaron funciones militares y representativas, fueron dueños de iglesias y poseedores de divisas, signos de su preeminencia en las comunidades locales (Álvarez Borge, 1996: 35-51). Además, el texto muestra a contraluz a otros milites que no son nobles y carecen de potestate.
Tradicionalmente, el fuero de Castrogeriz (cuyo núcleo data de 974 según la opinión común), ha sido considerado el primer testimonio de la condición de los caballeros villanos -esto es, no nobles-, al mismo tiempo que revela su contraste con los infanzones, privilegiados por naturaleza y a los que se equiparan Es visible la conexión semántica de los filii bene natorum de los diplomas con los infanzones, cuyas noticias se espigan durante decenios, así como sus paralelos del conjunto hispánico y sus matices con otras regiones europeas (Larrea, 2002: 369-380).
Hay que esperar a la segunda mitad del siglo XI para que el foro o libertas de los infanzones comparezca en otros documentos. Lo hace como signo de un estatuto propio que el rey extiende ocasionalmente a algún colectivo no-noble. De él se conocen aspectos jurídicos como la cuantía de las reparaciones que podían exigir en juicio o la especial protección de sus moradas; más difícil resulta ilustrar los aspectos fiscales del privilegio, en todo caso asociados con la función militar que, en descargo de otras obligaciones, se les atribuye desde el principio. Paralelamente, la diferencia infanzones.villanos comienza a concurrir en los diplomas, pretendiendo abarcar con estos nombres a cualquier sociedad local y sus relaciones externas con sus iguales, los señores o el monarca.[10]
Pero es incómodo no disponer de un léxico que matice la distancia entre magnates y nobles locales. Tal vez no había una distinción específica, lo que pudo propiciar unas relaciones intensas (con una doble perspectiva de conflicto y ósmosis).[11] La frontera, por otra parte, ofrecía continuas posibilidades, tanto al servicio del rey o de los grandes como de los taifas. Por eso resulta oportuno concluir con Rodrigo Díaz, el Campeador. A mitad del siglo XII, el Poema de Almería refleja cómo su figura poseía matices legendarios: sus hazañas eran cantadas, esto es, estaban convirtiéndose en un recuerdo embellecido y animoso, apto para representarse colectivamente como disfrute y ejemplo, tanto en lengua culta como en vulgare lingua.
Tras don Ramón Ménendez Pidal (Menéndez Pidal, 1929), se ha generado mucha literatura sobre el Cid. El enfoque de estas páginas guarda relación con los análisis de historia social de los últimos decenios. En fechas recientes, además, el interés por la construcción del relato, las conmemoraciones, o la historia militar han promovido excelentes imágenes plásticas, así como resúmenes aseados y nuevas lecturas del corpus y de la memoria cidianos (Payo, 2006; Elorza, 2007; Porrinas, 2019). También se han reiterado especulaciones genealógicas sin fundamento (Torres, 2000-2002, 2017). Aunque la alcurnia de sus antepasados paternos fuera inferior a la de los maternos -partiendo de una condición común de nobles-, su progenitor y él mismo representan la ya comentada hipergamia masculina. Desde luego, nuestro hombre no debió ser un “infanzón local” por sus orígenes, mientras su entronque con una familia magnaticia de Asturias en los años 1070 pone de relieve sus expectativas concretas (Fletcher, 1989).[12] Por lo que se ha ido mostrando, Rodrigo Díaz se situaba en los rangos intermedios de la nobleza castellana -siempre valorando las funciones que asumió antes que una improbable designación común.[13] Conviene recordar que su legendario pariente y conmilitón Alvar Fáñez, de prosapia incierta, tuvo un destino similar y casó con una hija del conde Pedro Ansúrez. Aunque hoy se discuta su vínculo con Rodrigo Díaz, la vida de frontera les dio oportunidades que las crónicas trasformaron en gloria.[14] No fueron casos aislados, sino parte de una poderosa corriente de exitos y salitos, es decir, de gente que buscó fortuna fuera de su tierra voluntariamente o que fue obligada a exiliarse en circunstancias más o menos conocidas.
IV. Nobles y reyes
Las alianzas familiares de los grandes y de quienes podían ascender al círculo más selecto, podían - ¿o tenían que? - ser supervisadas desde la corte, como se cuenta del Cid. De suerte que, junto con la voluntad de las parentelas, el monarca y su círculo de confianza intervenían en los enlaces por la necesidad de articular, potenciar o neutralizar los movimientos de los poderosos. Por otra parte, y aún más importante, el servicio del rey garantizaba el estatus de individuos y parientes, reduciendo los perjuicios de patrimonios dispersados al ritmo de las generaciones. Era algo que exigía su señorío natural, y consagraban las funciones de auxilium . consilium.
Todo esto configura un panorama donde las relaciones entre el monarca y su nobleza se desarrollan en un marco de apoyo recíproco que alcanzó los mejores resultados bajo Alfonso VII (Barton, 1997: 104-118). En paralelo, las biografías de magnates como los condes Suero Vermúdez y Pedro Ansúrez coinciden en una apreciación ya señalada: que las costumbres cognaticias que regían las herencias hacían del éxito de los nobles de rango una cuestión muy dependiente de la gracia regia, incluso un asunto de aire más personal que ceñido a la parentela (Calleja, 2001: 616-620; Barón, 2013: 380-382). De ahí la importancia de formar parte de la caterva del palacio real, donde las parentelas de magnates se mezclaban con infanzones de provincia que venían como sus vasallos o estaban prestos a serlo, donde había múltiples tareas y circulaba la riqueza, y donde era más posible un cursus honorum fructífero y un matrimonio ventajoso. En tales condiciones, perder la confianza del rey acarreaba la ruina de vidas y haciendas, y rebelarse contra él indicaría reacciones contra la insuficiencia o falta de expectativas.
Si campañas militares afortunadas -como fue la de Almería-, podían proporcionar un copioso botín a cada uno de los caudillos, a los suyos y su mesnada, hubo otras fórmulas de prestar y remunerar servicios de los nobles al monarca, en particular la condición de tenentes y las donaciones pro bono et fidele servitio, iure hereditario.[15]
Fue habitual la cesión de territorios por el monarca a nobles, que ejercían poder sobre ellos como tenentes; no fue raro que individuos o grupos de parientes se mantuvieran por largo tiempo en las mismas “tenencias” (un neologismo afortunado), ni que éstas cambiaran de titular con frecuencia; en la dinámica tiene mucho que ver el arraigo patrimonial en la zona, el favor regio, o la promoción personal. Los tenentes “de” (también identificados en los diplomas como mandantes, imperantes, o simplemente situados “en”) un territorio “eran representantes o delegados de la autoridad regia [y] perceptores de derechos reales o fiscales”, que se generalizaron en tiempos de Alfonso VI y así se mantenían al filo de los años 1160. Después, nuevas competencias adquiridas por los “merinos” en los últimos decenios del siglo XII recortaron su capacidad jurisdiccional, aunque conservaran “su condición de perceptores y beneficiarios de los recursos del poder real” (Estepa, 2021: 206). El autor sostiene que hubo un cierto deslizamiento de las mandationes y commissos de época asturleonesa a las “tenencias” en la segunda mitad del siglo XI, un proceso que convirtió al reino en un mosaico de distritos: es decir, todo un sistema territorial basado en la delegación regia que sustituía la imagen fragmentaria y discontinua de antaño, aunque la envergadura de sus elementos fuera diversa espacial y jerárquicamente. Si con frecuencia sus titulares pertenecían a las ya mencionadas estirpes condales, no fue así siempre; además, una primera generación de “merinos” territoriales – oficiales más ligados al monarca-, los sustituyó en varias de las circunscripciones más importantes, como León y Astorga (Estepa, 2021: 113-121). Las características del período 1109-1157 parecen abundar sobre todo esto, aunque se diría que más información sobre el conjunto del reino sugiere que las parentelas magnaticias ocuparon exclusivamente las tenencias de Galicia y Asturias, mientras la nobleza media compartía con los magnates las de León -la tenencia del alcázar de la ciudad regia llegó a estar en manos de “mediocres”-, y la región de Carrión y Saldaña, donde los herederos de Pedro Ansúrez cedieron terreno ante Diego Muñoz, otro “mediano” cuyo servicio al emperador discurrió por los cargos de mayordomo curial, merino y tenente en la región.
Las manifestaciones de largueza regia a base de mercedes donde el buen servicio se premia con donaciones hereditarias parecen incrementarse a lo largo del periodo. Los datos muestran que sus beneficiados fueron principalmente potentes y sus vástagos, o relevantes mediocres que destacaban en las militiae de León, Castilla y Toledo, oficiales de la corte y la administración territorial, más hombres de confianza de los magnates (quienes pedían al rey recompensas para aquellos). La donación privilegiada con visos de perpetuidad y, con frecuencia, de sustraerse a la jurisdicción regia, convive con la capacidad de disponer libremente del beneficio (Martínez Sopena, 2002a).
Es instructivo relacionar las concesiones precarias y hereditarias en un doble sentido. Se aprecia cierta correspondencia espacial entre donaciones regias iure hereditario y “tenencias”, claro indicio de cómo unas y otras apuntalaban el poder territorial de grupos de parientes y afines que, por lo demás, tenían en la propia región lo sustancial de sus patrimonios heredados. En segundo lugar, no debió ser raro el deslizamiento de concesiones prestimoniales a hereditarias, afianzando los derechos del beneficiario.
Aunque entenderlas como expresiones de “plena propiedad” significó originalmente que se discutiera su carácter feudovasallático, e incluso se propusiera excluirlas (Grassotti: 1969), hoy parece indudable que forman parte del ambiente de los beneficios. Los principios correlativos de servicio y recompensa que figuran en buen número de preámbulos, el vocabulario que encuadra las relaciones, o la sucesión de mercedes conservadas para algunos individuos, son elementos que se tienen en cuenta, del mismo modo que se relativiza su sentido de libre disposición y el carácter hereditario.
Así, se aprecia que la firmeza de las donaciones per cartam no eximía de su confirmación posterior -como debió acontecer en 1126 con las otorgadas durante el gobierno de doña Urraca; en sentido inverso, no fue raro que bienes confiscados en otro tiempo fueran devueltos a los descendientes del penalido, precisamente por su buen servicio.
Como contrapunto, la Chronica Adefonsi Imperatoris narra insurrecciones nobiliarias que provocaron la ira regia y, a la postre, determinaron el final de varios de sus protagonistas. Entre ellos, los condes gallegos Rodrigo Pérez Villosus y Gomez Núñez, el conde asturiano Gonzalo Peláez y el leonés Pedro Díaz, señor de Valle. Aquellos tres habían culminado su rebeldía sirviendo al nuevo soberano de Portugal. Rodrigo Pérez volvió a la gracia real, pero Gómez Núñez tuvo que huir y concluiría su vida retirada en Cluny, mientras el asturiano murió exiliado en el país vecino, peregrinus in terra aliena (Maya, 1990: I, 164-165, 170-171, 185-186).[16] Al cuarto, la Chronica le reserva una suerte de inanición mortífera: Alfonso VII le habría dejado con vida, pero falleció afligido y pobre “sin rey ni benefactor” (Maya, 1990: I, 159-160). Aunque no debió ser exactamente así. Vivía a mediados de los años 1130, su prole recuperó su posición en Asturias, y su nieta Urraca fue una famosa concubina del Emperador, quién la dio por esposa al rey García Ramírez de Pamplona (Torres, 1999: 374-394).
Los condes castellanos Pedro y Rodrigo González de Lara atraen la mayor atención. Estos dos hermanos habían destacado entre los paladines de la reina Urraca, pero a diferencia de otros que reconocieron lealmente a su hijo y sucesor, su comportamiento generó recelos desde el principio -asegura el cronista, denunciando su inclinación por Alfonso el Batallador. Con la complicidad del rey aragonés, se rebelaron en 1130, pero fracasaron y fueron apresados. El conde Pedro quedó en libertad tras devolver al rey sus tenencias. Luego se exilió en la corte del Batallador y al año siguiente asistió con él al asedio de Bayona, en Gascuña. Moriría allí, tras un combate singular con Alfonso Jordán, el conde de Toulouse que era primo y vasallo de Alfonso VII. ´
La vida de Rodrigo González, señor de las Asturias de Santillana encierra otros vaivenes. Pudo volver de inmediato a la gracia real y fue en este periodo cuando casó con Estefanía Armengol. Combatió con éxito en la frontera del sur, como princeps de Toledo, aunque no recuperó las Asturias. Tal vez este fracaso hizo que en 1137 se despidiera del rey antes de marchar con amigos y parientes a Palestina. Siempre según la Chronica, tuvo una notable intervención al servicio del reino de Jerusalén (lo que resulta verosímil), pero vuelto a su patria no conseguiría recuperar el favor regio, ni recibió apoyo de los suyos. De modo que se vio forzado a una existencia errante: recalaría en las cortes de Barcelona y Pamplona, antes de trasladarse a Valencia -donde habría sido envenenado-, y de retornar a Palestina para morir al amparo de los Santos Lugares. Una versión menos novelesca de sus últimos años propone que falleció en Castilla hacia 1141 (Sánchez de Mora, 2007: 37-47).
V. Los vasallos
Cuando murió el conde Gonzalo Peláez en Portugal (1134), sus caballeros trajeron su cuerpo a Oviedo para sepultarlo. Era lo debido dentro de una cadena de obligaciones recíprocas, como expresa rotundamente el testamento del conde Gonzalo Salvadores, uno de los principales magnates castellanos (1082). Puesto que sus vasallos eran grandes y ricos gracias a él, les exigió que, si moría en la campaña a la que se aprestaba, llevasen sus despojos al monasterio de Oña, para ser enterrado junto a sus antepasados. Si no lo hacían, que fueran tenidos por traidores (Álamo, 1950: I, nº 77).
¿Cuántos hombres podía contar la mesnada de un magnate de la época? Solo disponemos de un testimonio directo. Es el contrato de vasallaje que el conde Pedro Ansúrez hizo con Alfonso el Batallador en 1105, durante su estancia en Urgel, acordando proporcionar al rey cuarenta caballeros con sus monturas. Una cifra que parece razonable siquiera sea porque coincide con el número de combatientes que, según la Primera Crónica General, envió el rey Sancho Ramírez de Aragón en auxilio del Cid cuando la campaña levantina de 1091 (Pedruelo, 2019: 342-343, 24; Reilly, 1989: 174; Menéndez Pidal, 1929: I, 437).
Estudios recientes han indagado cómo la jerarquía interna de la nobleza adquiere sentido cuando se pueden identificar a las comitivas de los magnates, esto es, su forma de configuración, los nombres y responsabilidades de sus componentes, eventualmente su número, o el atisbo de algunas trayectorias vitales. En definitiva, si se puede aplicar algo parecido a una metodología prosopográfica. Hay casos de dossieres (preservados como tales o susceptibles de construcción facticia), que muestran a una variedad de protagonistas sobre un escenario concreto y mediante elementos comparables y complementarios.
Bajo la rúbrica “Cartas de Valdespino”, el Becerro Gótico de Sahagún reúne documentos relativos a una pequeña área del páramo leonés cercana al río Cea. El primero y más antiguo es la carta en que Armentario Velaz recibió de Alfonso VI las villas de Octeiro y Iubarella (1071).[17] El monarca, tras ponderar los servicios prestados por su fidele, enajenaba a su favor “lo realengo” de ambos lugares. También pasaban a depender de Armentario sus habitantes, sustraídos a la jurisdicción regia. Era una donación perpetua, con la que Armentario y su descendencia adquirían plena capacidad para disponer de bienes y derechos, según el esquema pro bono et fidele servicio/iure hereditario. Tal capacidad quedó patente en los años inmediatos, pues el nuevo dueño comenzó su vez a donar y vender solares. Paralelamente, se documenta como repostero del monarca, un oficial cortesano (Martínez Sopena, 2002a).
Pero la plenitud de derechos de Armentario Velaz limitaba con la voluntad del propio rey. Una nueva carta de 1078 revela que fue obligado por Alfonso VI a entregar Otero y Joarilla al monasterio de Sahagún, aunque mantenía su usufructo. La secuencia siguiente es un movimiento inverso: el monasterio negoció durante treinta años la recuperación de los bienes que Armentario Velaz entregó (como benefactoria o por venta), al menos a cinco individuos, los cuales también habían trasferido parte a otras personas. Para conseguir su objetivo, el monasterio cedió eventualmente el usufructo, aunque se aseguró que los tenedores de los solares permanecerían bajo el señorío del abad; eso sí, en calidad de cavallarii si disponían de monturas convenientes.
En realidad, el caso se integra en una corta y significativa serie de diplomas de Alfonso VI. La mayoría proceden también del fondo documental de Sahagún, y también se sitúan en áreas cercanas al monasterio. Se reparten a lo largo del reinado y derivan de una circunstancia común: recompensando los buenos servicios de un individuo, siempre fidelis del soberano, sus bienes y hombres se hacen inmunes a la jurisdicción regia, o él recibe nuevas hereditates, lugares y villanos con esta privilegiada condición. Los beneficiarios originales aparecen con caracteres variados. Tal Pedro Muñoz, apodado Batalloth en otros diplomas, como hijo del conde Munio Alfonso -un tono de expectativa malogrado por su temprana muerte. Se conservan dos donaciones en favor de Velasco Velaz, posible hermano del repostero Armentario, y otras dos de Diego Cítiz: una, otorgada durante una hueste en el río Guadarrama, es la devolución de bienes que fueron confiscados a su padre, y la otra, que enfatiza la inmunidad de sus propiedades, extiende el privilegio a las adquisiciones que pueda hacer en el futuro a “conde, infanzones u otro hombre” (pero, signo de la época, ya se prohíbe aplicarlo a bienes de “realengo”). Por su parte, Pelayo Vellidiz y Miguel Alfonso son identificados como mayordomo y merino de Alfonso VI respectivamente.
De acuerdo con lo antes descrito, los privilegios de inmunidad -a los que igualmente se califica como foro, y aún más significativamente como foro bono-, son el elemento que mejor denota la segregación del realengo. El paralelismo prosigue al observar cómo también estos fideles trasfirieron una parte de estos bienes, u otros diferentes, a sus propios servidores, en forma de solares y cortes, de modo similar (incluyendo al final su trasferencia a Sahagún -que es lo que ha preservado su noticia).
En suma, estos textos tienen el interés de mostrar ciertas fórmulas y circunstancias por las que discurrió el proceso de redistribución de bienes y derechos, y sus participantes, del rey abajo: nobles afortunados, instituciones religiosas en auge y nutridos grupos de dependientes “villanos” o “caballeros villanos”, los cuales reciben beneficios de menor escala y transitan de una dependencia de aire volitivo a otra exclusiva, esto es, del régimen de benefactoría al de abadengo. Una atmosfera de intercambio de servicios envuelve compraventas y donaciones de solares. Los precios de compra y las “roboraciones” (a modo de contra-don) sugieren que los tenedores de solares eran capaces de afrontar gastos considerables. En fin, resulta relevante que varios se beneficiasen de un foro de cavallero. Este término, presente bajo versiones más o menos romanceadas (cavallario, cavalleiro, cavalero…) tenía un significado preciso en este momento: definía al dependiente que, mero poseedor de caballo, estaba dispuesto a servir a su señor en sus mandaderías, a formar parte de su comitiva en juicios, o a asistirle con arneses de guerra, a veces prestados por el propio señor.
Otra pesquisa de tono prosopográfico parte de los nombres de confirmantes en cartas de determinado magnate (eventualmente acompañados de una función curial), susceptibles de figurar en otros documentos como destinatarios de beneficios de su señor u otras personas e instituciones, o como donantes y vendedores a terceros. Esta labor va permitiendo reconstruir el ambiente que rodeó a personajes como los condes Pedro Ansúrez, Raimundo de Galicia, o Suero Vermúdez (Calleja, 2001: 367ss., 592; Barón, 2013: 338-381; Id., 2017: 310-357). A través de ello, emerge cierto perfil de las cortes señoriales, cuyos mayordomos, alféreces, escribas o miembros de la schola comitis correspondiente, semejan una reproducción a escala de la corte regia. Sus integrantes pueden ser magnates más jóvenes o maduros (así, el conde Pedro Froilaz fue lugarteniente de don Raimundo, Froila Díaz, su mayordomo, y Suero Vermúdez, su alférez), parientes que se acogen a la casa mayor tras una intensa peripecia vital (como Munio Pérez, familiar de la condesa Eylo, que había estado en Jerusalén durante la primera Cruzada), mientras sus actos esbozan el perfil de otros: como el mayordomo Aznar Sánchez, que poseía señoríos cerca de los de su señor Pedro Ansúrez e hizo donaciones a las casas religiosas patrocinadas por él. De otros, como Petro Billitiz, no se conocen las funciones, pero una larga trayectoria de servicios les ha reportado heredades entre las del mismo conde. Esto da una idea, todavía leve pero nueva, de cómo la distribución de mercedes entre los vasallos debió ser una práctica común, imprescindible para mantener fidelidades y para afirmar el poder del magnate en sus zonas de influencia.
Mas allá de deberes bélicos, funerarios o cortesanos, las situaciones locales aportan alguna perspectiva donde los señores y sus vasallos se articulan con el conjunto de la comunidad local. El convenio que en 1088 protagonizaron los infanzones de Castrillino sobre la iglesia de este pueblo leonés, es una buena muestra. Los dos infanzones del lugar, sus parientes y “los otros herederos” habían mantenido una disputa (conflictum) por su propiedad con el monasterio de Algadefe hasta alcanzar un acuerdo (confecta) de compartirla por mitad. El infanzón Martín Anaiaz acompañado por su señor, Fernán Pelaiz, hijo del mayordomo regio Pelayo Vellitiz, antes aludido, había representado los intereses de Castrillino: puede decirse que nivel local y cortesano se conectan a través del señor que asiste a su vasallo en una contienda que afecta todo el vecindario. Por otra parte, los infanzones obtuvieron como mejora “un olmo grande que estaba [junto] a la iglesia”: es un signo de su preeminencia, pues los notables del lugar se reservaban lo que ya debía ser y fue por siglos el símbolo comunitario por excelencia en las tierras del valle del Duero: la “olma” concejil, habitualmente cercana a la parroquia.[18]
VI. La nobleza en el proceso de Reforma de la Iglesia
Es conocida la estrecha relación de la aristocracia de la alta Edad Media hispánica con las instituciones eclesiásticas (García de Cortázar, 2004). Antes de la muerte de Fernando I (1066), el impulso reformador del concilio de Coyanza (1055) se hacía sentir sobre la Iglesia de los reinos hispánicos occidentales e impregnaba ciertos comportamientos de la nobleza. Si durante la primera mitad del siglo se sucedieron episodios de violencia de magnates e infanzones (y comunidades campesinas) contra sedes episcopales y monasterios, un nuevo y sólido poder regio acabó con los desórdenes: lo que favoreció el ajuste doctrinal y disciplinario de Coyanza. Dentro de este plan de acción, la realeza desarrolló una relación intensa con el monasterio de Cluny, institución clave en las tendencias de reforma de la Iglesia occidental (Bishko, 1968-1969).
Para nuestro interés, se aprecia cómo parentelas de magnates -los Alfonso, Flaínez o Banu Gómez-, comenzaron a ceder a las sedes episcopales una parte de los diezmos y la jurisdicción sobre los clérigos de sus iglesias propias. Vista en perspectiva, la transferencia de bienes y derechos se incrementó desde los años 1070, aunque adoptó una orientación distinta, tan duradera como irregular, que siguió implicando a grandes y medianos por espacio de un siglo (Barton, 1997: 185-220; Calleja, 2001: 419-516; Martínez Sopena, 2007b: 67-99; Reglero, 2008: 231-318; García de Cortázar, 2021: 127-185; Reglero, 2021: 151-189).
Al hilo de la llamada “reforma gregoriana” estimulada por el papa Gregorio VII y sus sucesores con el firme apoyo de Alfonso VI, una legión de celosos defensores de la liturgia y la disciplina romanas se instaló en los reinos de León y Castilla. En buena medida se trataba de monjes cluniacenses. Si la ayuda del monarca garantizó el éxito de sus iniciativas -y si pudieron contar con la temprana colaboración de un sector de la alta nobleza, sensible a su propuesta de impedir que los laicos controlaran la vida eclesiástica y sus provechos-, pronto se manifestaron actitudes contrarias bajo diversas formas: una de ellas, comprometer a todos los herederos a no enajenar las porciones virtuales que cada uno disfrutaba en los monasterios familiares,[19] o reclamar los bienes que la caridad de algunos parientes había detraído del patrimonio común e interrumpir una corriente secular de donaciones en beneficio de ciertos monasterios ahora reformados… Con ello se entreveró una defensa más o menos explícita del modelo nobiliario asociado con la benefactoria, así como la fundación de instituciones que reflejaban los usos tradicionales.[20]
La intensa crisis social y bélica que caracterizó al reinado de Urraca contempló fenómenos contrapuestos. Lo más destacado fue cómo individuos y grupos de parientes aprovecharon la situación para recuperar o intentar recuperar iglesias y monasterios de sus antepasados, aunque hubo cierta corriente de renuncias en favor de los obispados y las nuevas congregaciones. Pero al filo de los años 1130 persistían numerosos monasterios familiares, y tal vez se seguían produciendo fundaciones.[21] Su desaparición se produjo sobre todo en la segunda mitad del XII.[22] En relación con ello intervienen diversos factores, que, a través de una tradición textual con frecuencia fragmentaria y siempre complicada, tienden a matizan la intervención regia en los procesos y llevan a preguntarse por las claves del éxito entre la nobleza de las nuevas observancias benedictinas y agustinianas (fundamentalmente, los cistercienses y los premostratenses), [23] y en un tono distinto, por la influencia de las órdenes militares.[24] Como compensación, las fórmulas de patronato establecidas por el concilio de Letrán III proporcionaron una nueva cobertura a los notables laicos en la vida religiosa desde los años 1180.
VII. A modo de epílogo: sobre los dobles discursos
El aliento épico no cegó del todo al autor del Poema de Almería. Al final, se puso por un momento en la piel de los combatientes ordinarios, y evocó sus miedos ante los enemigos que acecharían la ruta, ante el hambre y la sed, para luego maldecir la codicia que, dominando el corazón de los guerreros, los había llevado a la campaña: “por un poco de oro”, concluía, iban a perecer en los combates y sus cuerpos alimentarían a las aves carroñeras, mientras sus mujeres buscaban otra compañía y sus hijos se sumían en el desconsuelo.[25] No era un recurso poético, sino una constatación de algo entretejido con la vida de los nobles de todo rango y de quienes combatían a sus órdenes contra musulmanes o cristianos.[26] Del mismo modo que las claves ideales que Sisnando Davídiz había formulado ante Abd ‘Allah de Granada tuvieron su contrapunto en la codicia proverbial de Alvar Fáñez, otro de los agentes enviados por Alfonso VI a cobrar las parias: tras recibir la suma convenida, advirtió al consternado taifa que ésa era “su” parte, y que debía recaudar otro tanto para su rey (Lévi-Provençal, É., García Gómez, 1980: 160).
Las interpretaciones donde la autoridad regia conjuga poder y carisma, también han podido quedar cautivas del relato de la Chronica Adefonsi Imperatoris. Se ha propuesto que, frente a su discurso, basado en contrastar la (obligatoria) fidelidad y sumisión de los magnates con la (gratuita) generosidad y misericordia del rey, las fuentes diplomáticas tenderían a mostrar que las parentelas nobles más relevantes dependían menos de los recursos suministrados por el monarca que de su capacidad de negociar con la monarquía, algo que derivaba de su red de relaciones internas y externas (Escalona: 2004). Una perspectiva como esta indica que la política palatina y territorial percibía el juego de poderes con visión tradicionalista, lo que ayudaría a explicar la separación de León y Castilla a la muerte de Alfonso VII (Reilly, 1998: 307-321).
Un texto sin fecha más algunos otros asociados con él van a servir como ilustración final. Vienen a resumir varios de los problemas que se han planteado a lo largo del trabajo, relacionándolos de una forma más ajena a los estereotipos de lo que acostumbran tanto los diplomas, vengan o no de la cancillería regia, como las crónicas de la época.
En este dossier, la pieza principal parece un borrador que relata en un lenguaje latino-romance ciertas iniciativas de magnates e infanzones, el tortuoso destino de un par de monasterios familiares, o las consecuencias de un matrimonio rechazado y la desastrosa gestión de un patrimonio. Se titula Noticia de querellas de villas sancti Antonini que abemus minos, lo que adelanta su contenido: se trata de una memoria redactada para reivindicar los derechos del monasterio asturiano de San Antolín de Sotiello o de Huerna sobre bienes y criazón en tres lugares del piedemonte astur-leonés: el monasterio de San Cristóbal y las villas de Flaneces y Sorribas. [27]
La documentación revela que San Antolín de Sotiello fue fundado en los primeros 1040 por el conde Froila Muñoz. Su viuda Gunterodo y la hija de ambos, María Froilaz I, lo donaron al obispo de Oviedo en 1078. Pero el caso refleja la complicada trasferencia de monasterios privados a la Iglesia reformada. En 1118 había retornado a la familia, pues pertenecía al conde Froila Díaz, heredero de la citada María: no fue hasta 1203 que sus sucesores renunciaron a su posesión; en esta fecha lo donaron al monasterio de benedictinas de Carbajal, entonces situado en las cercanías de la ciudad de León.
Las propiedades reivindicadas tenían su propia historia, aunque su integración en Sotiello es incierta. La Noticia recuerda que cierta doña Mayor, muy posible domina del desconocido monasterio de San Cristóbal, en Asturias, rechazó ser casada con el conde Rodrigo, hermano del conde Fernando, y huyó al Bierzo. Como represalia, el conde Fernando confiscó el monasterio y lo trasfirió al realengo. Ambos condes ya han aparecido anteriormente. Son Rodrigo y Fernando Díaz, los presuntos cuñados del Cid. También se ha aludido a matrimonios impuestos por las estrategias de los parientes y la intervención del monarca (circunstancias que podían complementarse), así como a alguna negativa castigada por el rey con la confiscación de los derechos de una heredera. No sería raro que el más notable de los magnates asturianos del momento cohonestara la causa familiar con su función política.
El interés de la villa de Flaneces en este contexto se asocia con las andanzas de García Ovequiz, qui fuit infanzone de patre et de matre y la había comprado. Enojado con el susodicho conde Fernando, abandonó su fidelidad y se acogió a la del conde Froila Díaz, que le cedió cuanta heredad tenía en el alto Órbigo y el contorno de León. La tuvo a su cargo más de siete años y la echó a perder. Para ser perdonado, entregó a su señor la citada villa y lo que debía tener en Sorribas, un lugar donde el conde también había heredado de sus abuelos. Froila Díaz lo sustituyó por personas de su criazón, a todas luces siervos.
Infanzón por los cuatro costados y con un patrimonio floreciente, García Ovequiz sirvió a dos grandes magnates, entre el desaire de uno y la confianza desprevenida del otro. Al final, tuvo que renunciar a sus propios bienes, mientras su señor prefería encargar de lo suyo a siervos de confianza. En este caso, la función llega a imponerse sobre el estatuto.
Todo esto -comenta el texto-, sucedió en tiempos de Alfonso VI, antes de que el conde Froila Díaz “fuese echado fuera de la tierra”: Sic transit gloria mundi! … Aunque es visible que regresó en 1109 -como el conde Pedro Ansúrez, otro ilustre exiliado-, y que los últimos años de ambos magnates y de algunos de sus pares dieron lugar a una memoria heroica de los paladines de la reina Urraca.[28]
Agradecimientos
Al Maestro José Mattoso (1933-2023)
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Notas