Resumen: El presente artículo se pregunta principalmente por la visión del mal y la crisis definitiva de la teodicea en el pensamiento del filósofo judío Emmanuel Levinas (1906-1995). Revisando sus ensayos más sistemáticos sobre el asunto se destacan las nociones del mal como exceso, como horror y sufrimiento inútil. Para contextualizar la cuestión central se aborda la emergencia del mal absoluto y la experiencia del horror de Auschwitz en el testimonio de víctimas sobrevivientes y en la reflexión filosófica y religiosa de algunas voces de la filosofía judía contemporánea.
Palabras clave: Mal,Teodicea,Auschwitz,Sufrimiento inútil,Responsabilidad,Memoria,Emmanuel Levinas.
Abstract: The present article is mainly concerned with the vision of evil and the ultimate crisis of theodicy in the thought of the Jewish philosopher Emmanuel Levinas (1906-1995). In this article, I review Levinas’s most systematic essays on the subject, emphasizing the notions of evil as excess, horror, and useless suffering. In order to contextualize the central question, I point out the emergence of absolute evil and the experience of the horror of Auschwitz in the testimony of surviving victims and the philosophical and religious reflection of some voices of contemporary Jewish philosophy.
Keywords: Evil, Theodicy, Auschwitz, Useless Suffering, Responsibility, Memory, Emmanuel Levinas.
Artículos
El mal en el pensamiento de Emmanuel Levinas
Evil in the thought of Emmanuel Levinas
Recepción: 23 abril 2024
Aprobación: 28 mayo 2024
Emmanuel Levinas nace en Kovno (Kaunas), Lituania, bajo régimen zarista en Rusia, el 12 de enero de 1906. Tras la ocupación alemana y en medio de los horrores de la Gran Guerra, en 1915 la familia Levinas buscando refugio se traslada a Járkov, Ucrania, y allí viven los años de la revolución rusa. A los once años, Emmanuel asiste a un liceo de Járkov. Entre 1923 y 1928 se va a Estrasburgo, Francia. Se traslada a Friburgo, Alemania, entre 1928 y 1929, donde estudia fenomenología y asiste a los seminarios de Edmund Husserl y Martín Heidegger. Se radica en Francia desde 1930. Durante la Segunda Guerra Mundial fue movilizado en el ejército francés como intérprete de ruso y alemán. Al retroceder las fuerzas francesas fue hecho prisionero en Rennes en junio de 1940. Más tarde estuvo prisionero como oficial de ejército francés en el campo de Fallingpostel, entre Bremen y Hannover, en el norte de Alemania y permanecerá cautivo hasta la Liberación en l945. Sus familiares en Lituania, su padre, su madre y sus dos hermanos, su suegra y su suegro, fueron asesinados por los nazis. Su esposa Raïssa Levi y su hija Simone sobreviven gracias a la ayuda de amigos franceses que hicieron posible su amparo en el monasterio de San Vicente de Paul cerca de Orleáns. Juró no pisar nunca más suelo alemán, y cumplió su palabra. En 1949 nace su hijo Michaël. Fue profesor de las universidades de Poitiers, París-X-Nanterre y en La Sorbonne. Muere en París el 25 de diciembre de 1995.[1]
Hace ya un tiempo investigamos la original visión de Emmanuel Levinas sobre el tiempo en su relación con la muerte.[2] Mostramos en esa ocasión la confrontación crítica con Martín Heidegger y cómo Levinas, más allá del planteo existencialista heideggeriano, propone comprender la muerte a partir del tiempo y no el tiempo a partir de la muerte. Ser temporal significa tener todavía tiempo, poder aplazar la muerte, ser, en suma, contra la muerte, a partir de la responsabilidad infinita ante y por el otro. Ya entonces vimos la necesidad de indagar las implicancias bíblico-mesiánicas de la propuesta del lituano manifiesta en sus escritos judíos. Más tarde estudiamos los fundamentos creacionales del mesianismo: la creación ex nihilo de una criatura separada, soberana en su dependencia, la idea de la contracción de Dios al crear (tzimtzum); la creación de un ser moral y, en fin, la visión levinasiana del mesianismo universal, en la que todo ser humano está convocado a asumir su vocación mesiánica.[3] Recientemente hemos indagado la ausencia y presencia de Dios después de Auschwitz en los escritos judíos del pensador lituano.[4]
Para contextualizar la vida y el pensamiento de Emmanuel Levinas, el presente artículo examina, en una primera parte, la emergencia del mal absoluto en medio de las trágicas circunstancias del siglo XX siguiendo el testimonio de sobrevivientes del horror de Auschwitz y otros campos (Primo Levi, Jean Améry, Abel J. Herzberg, Elie Wiesel…) y la profunda crisis del pensar filosófico y religioso tras el Holocausto, paradigma de ese mal absoluto (Hannah Arendt, Theodor Adorno, Hans Jonas…). En una segunda parte se analiza la visión del mal en los escritos de Emmanuel Levinas y su propuesta de una fe adulta sin teodicea.
Las guerras mundiales y su brutal secuela de muerte y destrucción, los genocidios provocados por los totalitarismos y dictaduras de izquierdas y derechas, particularmente el genocidio del pueblo judío causado por el nazismo,[5] han producido una conmoción y un cuestionamiento profundo de toda teorización sobre el mal y de toda teodicea. Según palabras del mismo Emmanuel Levinas su entera biografía estuvo «dominada por el presentimiento y el recuerdo del horror nazi».[6] El filósofo lituano forma parte de una tradición contemporánea de diversos pensadores de origen judío como Theodor Adorno, la filósofa Hannah Arendt y Hans Jonas entre otros(as), quienes se han planteado en una línea semejante cuestionando radical y acertadamente el vano intento de toda justificación racional del mal. Estos hechos con su crueldad y absoluta violencia que sorprendieron a la conciencia de la humanidad a mediados del siglo XX, particularmente la persecución y el asesinato de millones de judíos…
«sacudieron profundamente la noción misma de Sujeto: los nazis encargados de conducir los trenes de deportados a los campos de exterminio ¿acaso no trataban a los hijos, las esposas y esos hombres como “mercancías” (…) Sin duda, por primera vez en la historia, el ser humano no valía nada. No era un enemigo para combatir, un prisionero para intercambiar, era un objeto para destruir».[7]
Primo Levi, sobreviviente y testigo cualificado de Auschwitz relata: «Hemos viajado hasta aquí en vagones sellados; hemos visto partir hacia la nada a nuestras mujeres y a nuestros hijos; convertidos en esclavos hemos desfilado cien veces ida y vuelta al trabajo mudo, extinguida el alma antes de la muerte anónima».[8] Con la memoria viva del dolor y horror experimentados, Primo Levi quiere recordarnos en su relato autobiográfico que el ser humano no es un objeto para ser ignorado y aniquilado violentamente: «Considerad si es un hombre/ Quien trabaja en el fango/ Quien no conoce la paz/Quien lucha por la mitad de un panecillo/Quien muere por un sí o por un no»… nos dice en el poema inicial de su conmovedora narración testimonial.[9] Refiriéndose a los autores nazis de Auschwitz, asevera en otro lugar que…
«no podemos comprenderlos: el esfuerzo por comprenderlos, por remontarnos a sus fuentes se nos antoja vano y estéril. Auguramos que tardará en aparecer el hombre capaz de comentarlos y de dilucidar qué ocurrió para que, en el corazón de nuestra Europa y en nuestro siglo, el mandamiento de ‘no matar’ fuese invertido. Y, sin embargo, cualquier hombre civilizado debe saber que Auschwitz ha existido y conocer que se perpetró allí: si comprender es imposible, conocer es necesario».[10]
Además del recién citado Primo Levi, en lo que más insisten las víctimas sobrevivientes, como Jean Améry, Elie Wiesel, Abel J. Herzberg y Jorge Semprún es, precisamente, en la importancia crucial del testimonio para mantener viva la memoria, única capaz de engendrar una vigilancia auténtica para pretender un futuro diverso y mejor.[11] Por su parte, Jean Améry señala en los inicios de su narración y testimonio que «en definitiva, todavía aliento la esperanza de que este trabajo sirva a una buena causa: entonces podría concernir a todos aquellos que no renuncian a su condición de prójimos».[12] Narrar el horror es la única manera de visibilizar un peligro para el futuro y motivar así una conciencia atenta a no repetir toda tragedia y desdicha a la humanidad. Por lo mismo, hacer memoria del horror y del sufrimiento constituye por sí mismo una reorientación de toda planificación del futuro previsible. De acuerdo a Irene Kajon:
«El testimonio (…) está dado por narrar de modo fiel los acontecimientos que muestran un peligro gravísimo, del cual se quiere poner en guardia a otros que no los experimentaron directamente: no es tanto el deseo de justicia lo que, en este caso, mueve al testimonio, sino el comprenderse a sí mismo como representante de una comunidad humana que quiere protegerse de la amenaza de la deshumanización».[13]
Precisamente, por ello, hay una estrecha relación, o, mejor dicho, un nexo indisoluble entre ética y memoria.[14]
El pensar filosófico igualmente no podía quedar indiferente al escándalo del mal que significa el acontecimiento de Auschwitz. Los conceptos tradicionales se ven alterados: tanto las preguntas como las respuestas conocidas ante el mal se ven profundamente afectadas y redimensionadas. Para Susan Neiman, «Auschwitz rebasó cualquier expectativa. Lo imposible se hizo realidad».[15] Siempre ha existido violencia del ser humano contra otros seres humanos, pero la magnitud y horror de los campos de concentración y exterminio no tienen precedentes semejantes en la historia que conocemos. «Auschwitz fue devastador desde un punto de vista conceptual porque reveló una posibilidad en la naturaleza humana que esperábamos no ver».[16] Lo inédito de los males y daños causados a la humanidad en estas circunstancias constituyen un desafío que desborda toda comprensión razonable. «Lo que pareció devastado (…) por Auschwitz fue la posibilidad misma de una respuesta intelectual. El pensamiento quedó paralizado, pues los medios de la civilización se vieron tan desamparados para enfrentarse al evento como lo fueron para prevenirlo».[17] Por su sin sentido, por un sufrimiento incapaz de tener algún valor, por su novedad radical y extrema crueldad, se habla con razón de un mal absoluto.
Se ha vinculado la emergencia de un mal inédito, absoluto, con el surgimiento y desarrollo de los totalitarismos conocido a lo largo del siglo XX. Quizá quien más ha profundizado en esto es la filósofa judía Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo[18]. En esta obra señala:
«Y si es verdad que en las fases finales del totalitarismo éste aparece como un mal absoluto (absoluto porque ya no puede ser deducido de motivos humanamente comprensibles), también es cierto que sin el totalitarismo podríamos no haber conocido nunca la naturaleza verdaderamente radical del mal».[19]
En este contexto, de consolidación del totalitarismo, los campos de concentración y exterminio emergen como «laboratorios especiales para realizar su experiencia de dominación total».[20] Estos campos, los Lager –que conoce Europa– son manifestación preclara de ese mal absoluto antes referido y se convirtieron sin duda en la institución tal vez más expresiva del poder totalitario.
«El auténtico horror de los campos de concentración y exterminio radica en el hecho de que los internados, aunque consigan mantenerse vivos, se hallan más efectivamente aislados del mundo de los vivos que si hubieran muerto, porque el terror impone el olvido. Aquí el homicidio es tan impersonal como el aplastamiento de un mosquito. Cualquiera puede morir como resultado de la tortura sistemática o de la inanición…”.[21]
Se impone con toda evidencia un mal radical, donde todo está permitido. En efecto, es un hecho que en estos campos «no existen normas políticas, ni históricas ni simplemente morales», sino «el todo o nada».[22] Son lugares o, mejor, no-lugares, los lager, donde como nunca en la historia humana se hace realidad el «principio nihilista» en que «todo es posible» y «todo está permitido»[23]: la tortura, la violencia, el asesinato, la muerte, el aniquilar un cuerpo hasta hacerlo literalmente humo que se desvanece en el aire.
Asimismo, la filósofa judía hace ver que lo que no está permitido es recordar, dejar huellas a fin de reconstruir memoria en el futuro. En definitiva, no hay derecho a la memoria ni a recordar a los muertos: se suprime no sólo todo vestigio, sino todo testigo: «cuando ya no quedan testigos, no puede haber testimonio».[24] Puntualiza Arendt que «hasta ahora el mundo occidental, incluso en sus épocas más oscuras, siempre otorgó al enemigo muerto el derecho a ser recordado como un reconocimiento evidente por sí mismo del hecho de que todos somos hombres (y solamente hombres)».[25] Rompiendo con esta humana y ancestral tradición, los nazis intentaron con todos los medios a su alcance borrar toda huella de los asesinatos masivos y hasta llegar a negar la muerte misma. En suma…
«los campos de concentración tornaron la muerte en sí misma anónima (haciendo imposible determinar si un prisionero está muerto o vivo), privaron a la muerte de su significado como final de una vida realizada. En un cierto sentido arrebataron al individuo su propia muerte, demostrando por ello que nada le pertenecía y que él no pertenecía a nadie. Su muerte simplemente pone un sello sobre el hecho que en realidad nunca había existido».[26]
No sólo se niega la muerte misma, sino que haya personas, con rostro y nombre, muertas. A propósito de esto, Joan-Carles Mèlich cita a Vasili Grossman, en su novela Vida y destino cuando narra que…
«el Scharführer Elf exige que a los cuerpos se les llame Figuren, cien figuras, doscientas figuras, pero Rozemberg los llama: personas, hombre asesinado, niño ejecutado, viejo ejecutado (…) los llama así en voz baja, de lo contrario el Scharführer descargaría nueve gramos de metal contra él».[27]
Son los signos de la lógica de la crueldad y de sus procedimientos. Mèlich comenta que…
«en la cultura occidental el siglo XX ha dado muestras de esta lógica de la crueldad. Auschwitz es su muestra más terrible, su símbolo más perverso. Según ella en Auschwitz no mueren “seres humanos”, seres con nombre propio, seres corpóreos, seres que nacen, que aman, que sufren. No son exterminados nombres propios en el Lager, sino números, figuras, y nadie debería tener mala conciencia por ello. En esto consiste, a grandes rasgos, la operación del procedimiento lógico».[28]
Con todo, se trata de una crueldad y de un mal radical que excede a toda comprensión humana racional.
Theodor Adorno, abordando también esta problemática, sugiere que tras Auschwitz la afirmación de la positividad de la existencia pierde consistencia y que incluso se puede ver como «una charlatanería, una injusticia para con las víctimas».[29] Coincidiendo de alguna manera con el análisis que hemos reseñado de Arendt sobre la radicalidad de la muerte experimentada y negada en el Lager, Adorno señala que «con el asesinato administrativo de millones, la muerte se convirtió en algo que nunca había sido todavía de temer así (…) El genocidio es la integración absoluta (…) hasta que literalmente se los extermina. Auschwitz confirma el filosofema de la identidad pura como la muerte».[30] Con todo lo conocido y documentado de los campos de exterminio, Theodor Adorno asevera que «Hitler ha impuesto a los hombres… un nuevo imperativo categórico: orientar su pensamiento y su acción de tal modo que Auschwitz no se repita, que no ocurra nada parecido».[31] Joan-Carles Mèlich comenta con razón que «la gran diferencia entre el imperativo categórico de Kant y el nuevo imperativo categórico de Adorno es que el de este último no lo dicta la razón pura práctica sino la experiencia. Nace de una experiencia, de una experiencia concreta, histórica, la experiencia del horror».[32] En definitiva, «Auschwitz demostró irrefutablemente el fracaso de la cultura»[33] dada la innegable emergencia de ese «mal absoluto»[34] y persistencia del mal radical –destacado asimismo por Hannah Arendt– que ha impactado trágicamente a nuestra historia contemporánea. Y todo ese mal absoluto o radical manifestado por el odio del otro hombre. Como lo expresa muy bien Levinas en la dedicatoria de su obra De otro modo que ser o más allá de la esencia:
«A la memoria de los seres más próximos entre los seis millones de asesinados por los nacionalsocialistas, al lado de los millones y millones de humanos de todas las confesiones y todas las naciones, víctimas del mismo odio del otro hombre, del mismo antisemitismo».[35]
En la línea de estos pensadores estamos ante el fracaso de una tradición filosófica, ética, estética y tecno-científica y, en suma, cultural. Persiste la pregunta que sigue abierta ¿Cómo hacer filosofía después de Auschwitz? «Para no pocos filósofos del siglo XX, la barbarie nazi, los campos de concentración y la maldad organizada, aun pudiendo ser interpretados como resultantes de la libertad humana, inciden en las cuestiones típicas de la teodicea».[36] Y, sobre todo, surge también la pregunta en torno a ¿cómo hacer teología después de Auschwitz? A juicio de Adorno, «después de Auschwitz, ninguna palabra pronunciada desde las alturas, ni siquiera desde la teológica, tiene ningún derecho sin transformarse».[37]
En relación a estas últimas preguntas, me detengo a continuación en Hans Jonas para quien además de la crisis ética, filosófica y cultural denunciada, está en juego y con mucha fuerza una comprensión teológica y religiosa. En un sorprendente y conmovedor análisis Hans Jonas nos entrega una profunda meditación sobre el mal y plantea la necesidad de repensar a Dios después de «Auschwitz» desde una perspectiva judía que, a nuestro modo de ver, se aproxima bastante al planteo de Levinas.[38] Constatando la experiencia de Auschwitz, Hans Jonas piensa críticamente respecto de toda teodicea.[39] Ninguna teodicea es adecuada si busca negar, disculpar o justificar la bruta realidad del mal que hemos conocido en los campos de concentración y exterminio. Nada de la antigua teología de la retribución judía puede, en consecuencia, dar una respuesta. En efecto, para Jonas nada de lo dicho antaño vale en estas nuevas circunstancias: «ni fidelidad o infidelidad, culpa y castigo, ni prueba, testimonio o esperanza en la redención (…) heroísmo o cobardía (…) En Auschwitz, donde también se aniquilaron a los niños, no se tenía conciencia de todo ello».[40]
Se aniquiló a millones de judíos sin razón, simplemente porque sí… ¿Cómo Dios pudo permitir semejante tragedia? Pregunta que, en el caso del judío, que cree que este mundo ha sido creado por Dios y que permanece como el espacio donde se manifiesta la justicia y la redención divina, adquiere una particular relevancia. Para el judío, «Dios es en primer lugar el Señor de la Historia y por eso, también para el creyente, “Auschwitz” pone en cuestión todo el concepto tradicional de Dios (...) ¿Qué clase de Dios pudo permitir esto?»[41], se pregunta Hans Jonas, cuya madre también fue exterminada en Auschwitz. Para responder a estos interrogantes, Jonas acude finalmente a la idea central de la Cábala judía sobre la contracción .tzimtzum) de Dios al crear este mundo: «más bien para que pueda existir el mundo, Dios renuncia a su propio ser; se despoja de su divinidad para volver a recibirla de la odisea del tiempo, cargada con la cosecha ocasional de experiencias temporales imprevisibles».[42] Para dejar lugar al mundo Dios, el Infinito, debió contraerse en sí mismo dejando así que surgiera el espacio para el mundo creado. Desde la misma creación en que libremente se contrae para dejar que exista lo creado, y ya en el origen, creación desde la nada, acontece una autolimitación de Dios.
El desarrollo de la vida trajo consigo la limitación, la mortalidad de las creaturas; la evolución de un mundo a la vez bueno y finito. Con el ser humano irrumpen inexorablemente la libertad, la conciencia y el saber. Con todo, Dios se convierte en un Dios sufriente y preocupado. Jonas habla de un Dios que sufre, pero no en la línea del significado cristiano de un Dios que sufre en relación con la cruz. Manifiesta que «la relación de Dios con el mundo incluye un sufrimiento desde el momento de la Creación, y ciertamente desde el de la creación de los seres humanos».[43] Dios sufre con/por los seres humanos, por las frustraciones que le causan.
En estrecha relación con el Dios sufriente surge el concepto de un Dios que «está preocupado, o sea un Dios que no está alejado, separado y cerrado en sí mismo, sino involucrado en aquello por lo que se preocupa».[44] Dios se preocupa por sus creaturas, es cuidador, ciertamente pero no como brujo que resuelva todo lo que lo preocupa. «El Dios cuidador no es un mago»,[45] insiste. En este contexto, la declaración más elocuente y provocativa del argumento de Jonas es que Dios no es omnipotente. No podemos, a su juicio, mantener la antigua doctrina de «un poder divino absoluto e ilimitado».[46] Conocemos la bondad divina y la podemos comprender y apreciar. Ante la existencia del mal y del escándalo incomprensible que siempre produce, ¿cómo armonizar los atributos de omnipotencia, bondad absoluta y comprensibilidad de Dios? ¿Cuáles de estos atributos son verdaderamente necesarios para una adecuada concepción de Dios?, del Dios que ha mostrado la tradición bíblica. En medio del inmenso mal que se presenta en el mundo, Jonas resuelve el problema renunciando a la noción de omnipotencia. Si Dios ha de ser comprensible en el mundo entonces su ser bueno debe ser compatible con la existencia del mal y sólo puede serlo si no es omnipotente; sólo de este modo podemos seguir sosteniendo que Dios es comprensible y bueno y que, sin embargo, existe el mal en el mundo.[47] De hecho, durante las atrocidades de Auschwitz, .Dios permaneció en silencio (…) no intervino porque no quiso, sino porque no pudo»,[48] porque no es omnipotente, en el sentido de un poder total –y mágico– que puede alterar e intervenir sin respetar la autonomía de lo que el mismo ha creado. En suma, el Dios cuidador y preocupado ha creado seres libres, deja hacer a los actores correspondientes, «haciendo así que lo que le preocupa esté en manos de ellos».[49] Y todo ello con la convicción de que nos ha sido revelada la Toráh, que muestra la «voluntad» de Dios, «sus mandamientos y leyes»,[50] las cuales pueden orientar el camino hacia un mundo más conforme a esa voluntad divina.
Recogemos en este apartado la reflexión levinasiana más sistemática en torno al mal. En conexión con la problemática anterior a finales de la década de los setenta y comienzo de los ochenta, Levinas escribió dos ensayos en los que aborda directamente el problema del mal: Transcendance et mal (1978)[51] y El sufrimiento inútil (1982).[52]
En el artículo Transcendance et mal de 1978, dialogando con Philippe Nemo,[53] Levinas destaca tres notas fundamentales del mal y que se constituyen en premisas básicas para oponerse luego a toda teodicea. En primer lugar, el mal como exceso. No se trata de cuantificar el mal o de medir la intensidad de tal o cual mal experimentado por los sujetos. «El mal es un exceso en su esencia (quiddité) misma (…) la ruptura con lo normal y lo normativo, con el orden, con la síntesis, con el mundo constituye ya su esencia cualitativa».[54] Lo que quiere expresar Levinas con la idea de exceso es que el mal se padece como algo que no se puede comprender ni racionalizar. Considerando lo anterior, «el sufrimiento en tanto que sufrimiento no es sino una manifestación concreta y cuasi sensible de lo inintegrable, de lo injustificable. La ‘cualidad’ del mal es esta inintegrabilidad misma».[55] Es más, «el mal no es sólo lo inintegrable, es también la inintegrabilidad de lo inintegrable».[56] Agrega Levinas: «En el aparecer del mal, en su fenomenalidad originaria, en su cualidad, se anuncia una modalidad (…): el no hallar un lugar, (…) una contra-naturaleza, una monstruosidad, lo que es de por sí perturbador y extraño. ¡Y en ese sentido la trascendencia!».[57] El lituano se refiere aquí a la «trascendencia» del mal porque, en sí mismo, el mal se experimenta sufriéndolo, pero a la vez escapa a toda categorización y conceptualización.
Una segunda nota que caracteriza al mal es su intencionalidad: «El mal me alcanza como si me buscara; me afecta como si alguien estuviera actuando en mi contra (…) como si se actuara con malicia, como si hubiera alguien detrás»,[58] comenta nuestro pensador. Soy y puedo ser víctima del mal… que sufro y experimento. Aquí hunde sus raíces precisamente el riesgo de la teodicea que surge por esa constatación, por suponer una intencionalidad de otro, de alguien, o, finalmente, de un Dios que puede llegar a permitir el mal. Ahora bien, como ya se ha dicho debemos evitar la justificación del mal y del sufrimiento y, por consiguiente, también la seducción de toda teodicea. Cualquier intento de racionalización filosófica o religiosa puede conducir a una indebida legitimación del mal.
Una tercera nota es la experiencia del horror.del mal. «El mal me afecta en mi horror del mal revelando así (…) mi asociación con el Bien».[59] Y añade: «el exceso del mal por el cual es un excedente en el mundo, es también nuestra imposibilidad de aceptarlo. La experiencia del mal sería por consiguiente también nuestra espera del bien».[60] El horror del mal me impulsa a una respuesta ética auténtica ante el mal que padecen los otros: «el rostro del otro cuestiona la suficiencia de mi identidad en tanto ‘yo’; me somete a una responsabilidad infinita con respecto al otro (…) El horror del mal que apunta hacia mí deviene horror ante el mal en el otro hombre»,[61] lo que implica un «descubrimiento del Bien que no es una simple inversión del Mal, sino una elevación. Bien que no complace, sino que ordena y prescribe»[62], afirma Levinas. En definitiva, tal descubrimiento del Bien me impulsa a actuar inexcusablemente contra todo mal evitando a otros la experiencia del horror.
En relación con esta inintegrabilidad del horror del mal y desde una experiencia vivida y sufrida, Primo Levi, con toda razón testimonia que «lo que ocurrió en Auschwitz no puede comprenderse ni tampoco, quizá, debe comprenderse».[63] En realidad, las palabras y los hechos conocidos en la persecución nazi y en la maquinaria aniquiladora «no deben ser comprendidas: son palabras y obras extra-humanas o, mejor dicho, contra-humanas, sin precedentes históricos, difícilmente comparables a los actos más crueles de la lucha biológica por la existencia».[64]
Retomando este crucial asunto en su artículo Sufrimiento inútil,[65] a comienzos de los años ochenta, Levinas reflexiona que tras Auschwitz, las dos guerras mundiales, Hiroshima, los totalitarismos de izquierda y de derecha del siglo XX, el estalinismo y el hitlerismo, el genocidio de Camboya…, no hay duda que estamos viviendo la época de la crisis definitiva, o mejor, del fin de la teodicea, sea secular o religiosa: «El hecho más revolucionario de nuestra conciencia del siglo XX (…) es quizá la destrucción de todo equilibrio entre la teodicea explícita e implícita del pensamiento occidental y las formas que el sufrimiento y su mal han adoptado en el propio desarrollo de este siglo»,[66] siglo que, como nunca, ha experimentado el horror del mal.
Levinas se pregunta «si la teodicea (…) consigue preservar la inocencia de Dios o salvar la moral en nombre de la fe, si consigue hacer soportable el sufrimiento».[67] Esta tendencia de hacer aceptable el sufrimiento dándole un cierto sentido marcó la conciencia europea e, incluso, más allá de la esfera religiosa y teológica «persistió en el seno del progresismo ateo, confiando ahora en la eficacia del Bien, inmanente al ser y destinado a triunfar ostensiblemente, por el simple juego de las leyes naturales e históricas, sobre la injusticia, la guerra, la miseria y la enfermedad».[68] Es decir, se trata de una corriente que de algún modo se ha mantenido en el seno de la llamada filosofía del progreso que ha conocido y difundido la modernidad occidental. Ahora bien, ningún bien ulterior podrá reparar el dolor, el sufrimiento, o las vidas que se han destruido con el genocidio de Auschwitz y con las tragedias del siglo. Nada, menos la ilusión de un bienestar futuro puede justificar el sufrimiento o la aniquilación de una generación presente.
Cuando habla del mal, nuestro autor se refiere a algo muy parecido a ese mal absoluto y radical ya analizado por Arendt, y evocado igualmente por Jonas y por Adorno, un mal «que ninguna razón limita, merced a la exasperación de una razón que se ha convertido en política y se ha desprendido de toda ética»,[69] un mal cuyo paradigma es el intento de aniquilamiento de los judíos. «El Holocausto del pueblo judío bajo el imperio de Hitler se presenta como el paradigma de ese sufrimiento humano gratuito, en donde el mal aparece en su horror diabólico (…) La desproporción entre el sufrimiento y toda teodicea se manifiesta en Auschwitz con claridad cegadora»,[70] afirma el lituano. Se trata de un acontecimiento que sin duda «“da a pensar” o “impide pensar” a los filósofos».[71] Y aquí, a propósito de «esta catástrofe de lo humano y de lo divino», Levinas retoma el análisis del pensador judío canadiense Émil Fackenheim quien destaca precisamente la singularidad particular de la sinrazón absoluta del genocidio de los judíos caracterizado esencialmente por constituir «una aniquilación por la aniquilación, la masacre por la masacre».[72] De todos modos, la fe en Dios –no obstante, su ausencia– sigue siendo irrenunciable después de Auschwitz. Levinas piensa que:
«Renunciar, después de Auschwitz, a ese Dios ausente de Auschwitz (…) sería como coronar la empresa criminal del nacionalsocialismo que pretendía la aniquilación de Israel y el olvido del mensaje ético de la Biblia, del que el judaísmo es el portador y cuya historia multimilenaria prolonga concretamente su existencia como pueblo».[73]
Historia y tradición donde el no matarás y el dejar que el otro/a viva, y plenamente, es lo principal de la Ley y de la experiencia religiosa judía.[74]
En definitiva, la pretensión de la teodicea como esfuerzo teórico por justificar lo injustificable, legitimar la irracionalidad absoluta del mal y del sufrimiento intolerable del otro, es finalmente inmoral. Para Levinas, «la justificación del dolor del prójimo es ciertamente el origen de toda inmoralidad».[75] En ningún caso se puede justificar el sufrimiento del otro y de otros(as), lo que sí corresponde hacer es resistir al mal, en toda circunstancia, y siempre enfrentar y luchar incansablemente contra las diversas formas de mal que causan el sufrimiento de los otros. La negatividad del mal no tiene sentido y alude, en definitiva, a un «sufrimiento inútil», sufrimiento, que en sí mismo carece de sentido. Y precisa el lituano que «intrínsecamente, el sufrimiento sea inútil, que sea “para nada”, tal es lo mínimo que de él se puede decir».[76] No es posible ni legítima ninguna racionalización o teodicea explicativa que pretenda justificar el mal experimentado y conocido, sobre todo en y desde Auschwitz. En el Holocausto del pueblo judío, que a juicio de Levinas, «se presenta como el paradigma de ese sufrimiento humano gratuito»,[77] el daño se impuso con toda su crueldad cuestionando los cimientos de toda teodicea o filosofía legitimadora. Los intentos por explicar tal horror acudiendo a los argumentos de pecados cometidos por las víctimas inocentes hacen imposible toda explicación razonable desde cualquier aproximación filosófica o religiosa: «el dolor en toda su malignidad y sin mezcla, sufrimiento en vano. Esto hace imposibles y odiosos todos los pensamientos o declaraciones que explicarían el sufrimiento por los pecados de quienes sufrieron o murieron».[78] En efecto, en los campos de exterminio, «se elimina a las víctimas inocentes, sólo culpables de ser».[79] Bastaría con pensar en todos los millones de inocentes y especialmente en el millón de niños asesinados.
En todo caso, la alternativa no es abandonar la fe, cediendo tanto al fatalismo insuperable como a la no creencia, o a toda posición nihilista o dualista. De lo que sí se trata es de pensar, y, sobre todo, vivir de manera diferente la fe y la esperanza: en definitiva, «con una fe más difícil que nunca, una fe sin teodicea» asevera Levinas[80] apelando a la adultez en la fe, a las potencialidades y a «los recursos del yo en cada uno y a su sufrimiento inspirado por el sufrimiento del otro hombre, a su compasión, que es un sufrimiento no inútil (o amor)»,[81] a la responsabilidad ante el otro en medio de los males inadmisibles. Por el contrario, «todas las teodiceas encuentran su razón de ser en hacer comprensible algo que es, de hecho, gratuito y sin-sentido. Invocar una teodicea para explicarlo es una manera de eludir nuestra responsabilidad por el sufrimiento del “otro”».[82] Lo que sí corresponde, cabe insistir, es profundizar en una fe adulta asumiendo, en palabras de Levinas, que «la manera divina de aliviar la miseria consiste en la no intervención de Dios. La verdadera correlación entre el hombre y Dios depende de una relación de hombre a hombre, en la que el hombre asume la responsabilidad plena, como si no hubiese Dios con quien contar».[83] Y, sin duda, junto con lo señalado se trata de aliviar, auxiliar, acompañar al que sufre y resistir en toda circunstancia el mal y los males, actuar éticamente procurando una cultura más humana y como lo ha reiterado una y otra vez Levinas: hacer «todo para que el otro viva».[84]
Para ir concluyendo, podemos evocar el comentario que hace Levinas de la novela del escritor judío ruso Vasili Grossman, Vida y Destino. Tanto el horror hitleriano como estalinista atestiguan «un mundo que no es ya un lugar. Mundo inhabitable en el abismo de su deshumanización: hundimiento de la base misma de la civilización europea. Mundo inhabitable de personas degradadas, golpeadas en su dignidad, entregadas a la humillación, al sufrimiento, a la muerte».[85] Pero, a pesar de todo ese horror insoportable hay esperanza junto a signos de una bondad humana que nunca desaparece:
«Siempre quedará la soberanía de esta bondad o de esta misericordia primordial y a la que el mal no podrá vencer –bondad descubierta en la tormenta, signo de un Dios todavía inaudito, pero que, sin prometer nada, tendría su sentido más allá de las teologías de un pasado sacudido hasta el ateísmo–: esta sería quizá la conclusión de Vida y destino».[86]
Y de esto da testimonio un personaje marginal de la novela llamado Ikonikov… a quien se atribuyen estas palabras extraordinarias en medio del dolor y de la persecución reinantes:
«Existe… la bondad humana en la vida de todos los días. Es la vida de una anciana que, en el borde del camino, le da un trozo de pan a un presidiario que pasa, es la bondad de un soldado que tiende su cantimplora a un enemigo herido, la bondad de la juventud que tiene piedad de la vejez, la bondad de un campesino que oculta en su granero a un anciano judío (…) Esta bondad privada de un individuo para con otro individuo es una bondad sin testigos, una pequeña bondad sin ideología (...) Se podría calificar de bondad sin pensamiento (…), la historia del hombre es el combate del mal que pretende aplastar el minúsculo grano de humanidad. Pero si incluso ahora lo humano no ha sido matado en el hombre, entonces el mal no vencerá jamás».[87]
Levinas rechaza claramente todo empeño en racionalizar y legitimar el mal, y, en consecuencia, se distancia de todo discurso justificador del horror del sufrimiento y de toda teodicea sea de índole secular o religiosa. Al mismo tiempo, expresa su confianza en un Dios que funda y respeta nuestra libertad y capacidad de responder como adultos en la fe. Adultez que se manifiesta escuchando y atendiendo su revelación sin olvidar que «Dios es recibido en el cara-a-cara ético con el otro hombre y en la obligación para con el prójimo».[88]
El lituano coincide en lo fundamental con lo señalado por Hans Jonas. Ambos estarán de acuerdo en la importancia de la Ley (Toráh) como mediación entre Dios y el ser humano y como base donde hunde sus raíces la eticidad y, por tanto, fundamento de toda responsabilidad. En fin, Auschwitz con su secuela de horror y desgracia pone en cuestión el concepto mismo de Dios e interpela radicalmente a la libertad humana. En consecuencia, se trata de profundizar en una fe adulta asumiendo como ya se ha dicho, en palabras de Levinas, que…
«la manera divina de aliviar la miseria (los dolores y sufrimientos…) consiste en la no intervención de Dios. La verdadera correlación entre el hombre y Dios depende de una relación de hombre a hombre, en la que el hombre asume la responsabilidad plena, como si no hubiese Dios con quien contar».[89]
Los seres humanos, y sólo ellos, son responsables de los males que existen en el mundo y tienen, en consecuencia, la suprema obligación de combatirlo permaneciendo fieles al Dios que sufre preocupado de su creación, especialmente de la misma humanidad. Con su planteo Levinas quiere, en definitiva, valorar y subrayar la libertad y responsabilidad humanas. Con la creación Dios ha permitido que existan el mundo y su devenir, la vida y sus creaturas. Ahora le toca al ser humano asumir su libertad y responderle a Dios, en justicia y santidad, conforme a la Toráh.
Al reflexionar sobre la cuestión del mal Levinas asevera que precisamente en su esencia el mal es un exceso, lo absolutamente injustificable y que, con todo, representa «la inintegrabilidad de lo inintegrable». En relación con esta inintegrabilidad del horror del mal y desde una experiencia vivida y sufrida se hace evidente que lo ocurrido en todos los Auschwitz de la historia es de suyo incomprensible y nuestro deber no es intentar comprenderlo, con el riesgo de legitimarlo, sino resistir a toda repetición de las tragedias conocidas y hacer todo lo posible para superar el mal. Ser testigos y dar testimonio de una fe adulta es inseparable de una memoria del sufrimiento ajeno y de toda injusticia que atenta contra la dignidad humana.
El argumento levinasiano coincidirá asimismo con Hannah Arendt sobre la noción de mal absoluto, un mal cuyo paradigma es el intento de aniquilamiento de los judíos, e igualmente con Theodor Adorno sobre el fracaso de la cultura (occidental), o, sobre la necesidad de la transformación de toda ética, de toda filosofía y de toda teología, a partir de Auschwitz.
Ante el escándalo del mal y de los males se trata de pensar y, especialmente, de asumir la experiencia religiosa y espiritual apelando a la adultez en la fe: «con una fe más difícil que nunca, una fe sin teodicea» (Levinas) haciéndose cargo del sufrimiento del otro/a, aliviando, auxiliando, acompañando al que sufre y resistiendo en toda circunstancia el mal y los males, actuando éticamente y procurando una ciudad más humana haciendo «todo para que el otro viva».[90] Este hacerse cargo del sufrimiento del otro/a puede implicar, también y normalmente, un «sufrimiento inspirado por el sufrimiento del otro hombre... que es un sufrimiento no inútil (o amor)»,[91] es decir, se trata de vivir el amor y la misericordia de un modo insoslayable en medio de los acontecimientos complejos de la historia. Surge así un llamado a la responsabilidad infinita e intransferible como resistencia contra el mal indecible, comprometiendo la propia vida en promover y defender la vida en toda circunstancia en el horizonte de un mundo más habitable, más justo y más alegre para todos y todas.
565-598.
Levinas, Escritos inéditos 1. Cuadernos del cautiverio. Escritos sobre el cautiverio y notas filosóficas diversas (Madrid: Trotta, 2013).