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Recepción: 12 julio 2024
Aprobación: 14 agosto 2024
Resumen: El artículo ofrece una síntesis sobre la problemática de los abusos en ambiente eclesial. Traza una breve crónica desde el estallido de la cuestión, con algunos de los hallazgos de los diversos sondeos del fenómeno y la presentación de la reacción eclesial, hasta llegar a la urgencia de propuestas de políticas institucionales de largo plazo. En particular, plantea evidenciar la sintonía entre la construcción de vínculos sanos a través de una cultura del buen trato, con el estilo eclesiológico sinodal que el magisterio propone hoy.
Palabras clave: Prevención de abusos, Clericalismo, Rendición de cuentas, Cultura del Buen Trato, Sinodalidad.
Abstract: The article offers a synthesis of the problem of abuse in the ecclesial environment. It traces a brief chronicle from the outbreak of the issue, with some of the findings of the various surveys of the phenomenon and the presentation of the ecclesial reaction, to the urgency of proposals for long-term institutional policies. In particular, it proposes to highlight the harmony between the construction of healthy bonds through a culture of good treatment, with the synodal ecclesiological style that the magisterium is proposing today.
Keywords: Prevention of Abuse, Clericalism, Accountability, Culture of Good Treatment, Synodality.
Cuando en una casa vieja se produce un incendio a causa de un corto eléctrico, lo urgente es apagar el fuego y reparar lo dañado. Pero encarar lo urgente no debe hacernos perder el horizonte de lo importante. Ese desperfecto eléctrico puede ser la señal de que ha llegado la hora de revisar todas las instalaciones de la casa. Comenzando por su sistema eléctrico, será importante ver en qué medida el envejecimiento general de las instalaciones, como la circulación del agua y sus desagües, o la fortaleza de muros y columnas, por ejemplo, requieren refuerzos o actualizaciones importantes.
Algo similar ha ocurrido en la Iglesia con la crisis de los abusos y en este texto intentaremos recorrer brevemente ese itinerario y cómo llegamos en la actualidad a un momento bisagra, con el riesgo de quedarnos en la superficie y con la oportunidad de comenzar a encarar, junto a lo urgente, lo importante.[1] Se trata de tomar en serio la perspectiva sistémica como lectura de la crisis de los abusos.[2]
Quidquid latet apparebit (Lo oculto será manifestado)
Esta expresión del famoso himno Dies Irae, que advierte que el día del juicio todo quedará al descubierto, nos puede dar esperanza cuando sin haber llegado todavía al día de la ira divina, gracias a quién fuera que sea, quedan al descubierto para ser puestos en evidencia, hechos de pecado, de corrupción, de omisión, ofreciendo así en el momento presente, la posibilidad de reparar, pedir perdón, reformar la vida.
Es evidente que al quedar al descubierto surja espontaneo un impulso defensivo, de autoprotección, pero pasado un tiempo, si se toman las cosas con hondura, se reconoce la bendición que esconde ser llamados a una vida más autentica. En este proceso de penetrar el sentido de la puesta a la luz de los hechos de abusos y violencias en el seno de la Iglesia, nos encontramos como comunidad creyente.
En el año 2002 un grupo de periodistas realizaron una investigación sobre abusos de menores por parte de clérigos en la Arquidiócesis de Boston, Estados Unidos.[3] La historia resonó en la opinión pública y obligó a las autoridades de la Iglesia a encarar el tema con mayor seriedad.[4] También su eco se escuchó en todo el mundo. Se multiplicaron las denuncias públicas y estallaron los escándalos por todos lados, Irlanda, Alemania, Australia[5] y así, por todo el globo, con pedidos a Roma para ser más clara y severa con este tema.
Las denuncias y las nuevas investigaciones dejaron, por todos lados, en evidencia la política institucional de traslado de los sacerdotes problemáticos a nuevos entornos.[6] Estos traslados eran motivados muchas veces por desconfianza en la autenticidad de las denuncias y entonces proteger al acusado. En otras ocasiones, por la presunción de que un miserable pecador al ser descubierto, ya por el susto de un posible escándalo o el cambio de contexto, llegaría rápidamente a convertirse. Los medios de comunicación y la justicia civil calificaron esa estrategia institucional como encubrimiento, haciendo ver a la propia Iglesia lo ineficaz de esa costumbre y lo altamente dañina para las víctimas y victimarios. Se pudo ver, como trasfondo una conciencia corporativa que subvertía los valores evangélicos, buscando salvarse a sí misma, su prestigio y su poder, en vez de señalar el mal y defender al inocente herido. Es verdad que una motivación de las mentalidades del pasado no era solamente salvar el pellejo de la institución, sino que se pretendía que esos crímenes quedaran ocultos pues se pensaba que era un bien para cada víctima no quedar señalada o estigmatizada, subrayando lo ocurrido. También en esto, la opinión pública y las investigaciones de los expertos, han ayudado a descubrir la falsedad de fondo de tales actitudes.[7]
Desde entonces la Iglesia ha realizado grandes esfuerzos, tanto en investigaciones serias sobre lo ocurrido como en su legislación canónica. Muchos episcopados encargaron sendos estudios como un primer paso para «dar luz», como se titula el de la Conferencia Episcopal Española, o han colaborado con los estudios asumidos por parte de las autoridades civiles locales.[8] Las normas emitidas por Roma significaron, si tenemos en cuenta los ritmos habituales de una institución tan grande y antigua, un impresionante despliegue normativo, sobre todo, desde 2010 en adelante.[9]
Los hallazgos de aquellas investigaciones han dado como resultado un potente material para reformas institucionales, y han impulsado nuevos campos de exploración, como los abusos de conciencia o los abusos a la mujer en la vida religiosa.[10] En otras palabras, sus aportes posibilitaron descubrir que la problemática no es puramente de índole sexual, sino de poder, y que el poder no es solo económico, sino sobre todo afectivo o emocional y espiritual, que los agresores no sólo son clérigos sino también laicos e incluso que existen violencias culturales e institucionales, y que las víctimas no sólo son menores de edad, sino toda persona en situación de vulnerabilidad.[11]
En solo diez años desde la denuncia que el periódico Boston Globe publicó en 2002 y hasta el presente, se fueron evidenciando más palpablemente los efectos de la crisis. En países de tradición católica comenzaron a aumentar las apostasías, la falta de confianza en la jerarquía y el abandono de las prácticas religiosas. Las estadísticas oficiales de la Iglesia Católica indican, por ejemplo, que desde 2012 las vocaciones sacerdotales y religiosas comenzaron a bajar constantemente.[12] Algunos autores afirman que la crisis desatada por los abusos ha colocado a la Iglesia en su segunda mayor crisis después de la Reforma.[13] Entonces, en poco tiempo, la Iglesia había quedado con algo más que la mitad de sus miembros. Si no fuera por la providencial conquista de América, los números de la Iglesia Católica hubiesen sido más modestos en la historia sucesiva. Es verdad que los actuales descensos en la cantidad de miembros y de participación en el culto religioso se deben a razones multifactoriales, de cambió de época, pero sin duda el drama de los abusos ha potenciado el desprestigio eclesial en occidente y será el ícono que marcará los manuales de historia de la Iglesia del futuro para caracterizar nuestro tiempo.
Regio dissimilitudinis (La región de la desemejanza)
La situación del hombre caído, según enseña la antropología católica clásica, lo coloca en un estado donde la semejanza con Dios ha quedado como borrada o se ha perdido en parte. De alguna manera, vemos en esta crisis de los abusos una especie de región de desemejanza de la Iglesia, en su aspecto de institución humana respecto a su propia identidad y origen, que reclama una búsqueda de conversión institucional.
Entre los principales hallazgos sobre los abusos en la Iglesia encontramos, de modo unánime, la carencia de mecanismos de supervisión.[14] Contrariamente a la caricatura que suele hacerse de una estructura con grandes controles persecutorios, se observa una concentración de poder en las autoridades eclesiales de cualquier nivel, con un ejercicio que cuenta con una casi total autonomía, sin los contrapesos ni chequeos propios de organizaciones civiles. Además de la falta de liderazgo de obispos como de superiores religiosos, con notable falta de preparación y capacitación en temas de conducción y toma de decisiones, se observa que el nivel de accountability o de dar cuenta en forma responsable de sus decisiones y gestión es, en términos generales, demasiado reducido. Esa falta de preparación y de supervisión se extiende, de alguna manera, a todos los servicios ministeriales.
Estos elementos que acabamos de mencionar los podemos observar a simple vista en cada diócesis o comunidad parroquial en nuestro país. La falta de adecuados niveles de accountability[15] es notable. En términos positivos, la Iglesia es una institución que se basa en una gran confianza. Cree que el obispo, que el sacerdote, el catequista o el profesor de teología, en su área, busca evangélicamente hacer lo que en la Iglesia se pretende. En nuestras comunidades no se suele supervisar ningún trabajo apostólico. Un obispo o un cura párroco, por ejemplo, pueden destruir una comunidad, o al menos sus edificios, para poner algo material, y llegado el caso saben que no deberán responder con sus propios bienes, sus acciones de gestión no tendrán consecuencias personales palpables.[16]
Los escasos mecanismos de rendición de cuentas,[17] incluso tan elementales como los estrictamente económicos, con la presentación del balance mensual, para dar solo un ejemplo, son demasiado débiles, hechos sin capacitación adecuada, y en algunos casos «dibujados», como suele decirse. Además, y lamentablemente, en nuestra cultura, percibimos negativamente todo intento de supervisión como una intromisión, por más que se trate de la autoridad legítima. Contrariamente a esta sensación, el término accountability, refiere a un recurso percibido como natural y valioso, de rendir cuentas y pedir supervisión como modo de alimentar el propio trabajo y contar con confirmaciones, sugerencias y una mirada diferente sobre el quehacer y la responsabilidad que se lleva a cabo.
Otro hallazgo repetido en los informes es el llamado «clericalismo», el poder excesivo del clero, como un factor contribuyente a la violencia hacia personas en situación de vulnerabilidad, caracterizado por un liderazgo autoritario, una visión rígida del mundo y de la Iglesia, y la atribución sacral al estado clerical, con sentimientos de superioridad.
Algunos encuentran aquí una veta teológica, de reformulación[18] incluso del sacerdocio católico, esto último a mi juicio equivocado y poco original.[19] La sacralidad de las figuras de autoridad en contexto religioso responde a razones antropológicas muy arraigadas. Es propio de lo religioso distinguir lugares, objetos, momentos y personas “sagradas”. Es verdad que la Real comisión australiana, en sus recomendaciones a la Iglesia católica, pide revisar la noción de “cambio ontológico” en la comprensión del sacramento del Orden, la idea de “ser sagrado” como un posible factor negativo, causante del clericalismo.[20] Sin embargo, el bautismo genera un cambio de estatus y no parece generar una visión de superioridad entre cristianos y no cristianos. Por otra parte, el Papa Francisco, en Querida Amazonia (2020), defiende la doctrina tradicional del sacerdocio católico y parece proponer como foco propiciador del clericalismo, no el munus sanctificandi, donde el Papa coloca lo esencial del ministerio, sino en el modo del munus regendi, dónde parece apuntar su propuesta de estilo sinodal de conducción (cf. 87ss).
Si bien es importante explorar posibles errores teológicos que dan pie al clericalismo, con todo creo que la teología «más que dirigir la práctica va a remolque de ella».[21] Herederos del racionalismo muchos todavía creen que lo importante es tener las «ideas claras», pensando que de ello se seguirá automáticamente todo lo demás. Más que de concepciones erróneas se trata de una sensibilidad que requiere pedagógicamente ser reconducida, evangelizada. Sensibilidades e ideas están conectadas, pero es generalmente la sensibilidad la que logra modificar ideas, y no al revés.[22]
Lo cierto es que efectivamente existe una visión deshumanizadora de los ministros sagrados. La admiración y confianza que se deposita dentro de las comunidades religiosas a los sacerdotes no siempre proviene de un especial carisma o de capacidades personales particulares; más bien, provienen del hecho de verlos como seres más cercanos a Dios. Otro signo de esta actitud, como ha observado el estudio chileno, es que los fieles, cuando en ocasiones perciben características negativas en algunos de los sacerdotes o consagrados, tales como el autoritarismo o el carácter irascible, estas son rápidamente desestimadas por la comunidad, o consideradas como aspectos que se perdonan a figuras con investidura sacerdotal o religiosa.[23]
A esta mirada de los fieles, debemos sumar las exigencias del Derecho Canónico, donde los Obispos y párrocos son responsables de casi todo y donde todo lo deberían hacer bien. También la mirada exigente que los mismos sacerdotes suelen tener respecto a los otros sacerdotes, con una cultura clerical que escanea lo malo, clasificando a las personas. Contabilicemos también la autopercepción del sacerdote frente a las exigencias ministeriales, no rara vez verdaderamente sobrecargado y solo. Sumemos a la cuenta, junto a esta percepción interna la mirada social externa sobre los sacerdotes y religiosos, con graves matices negativos respecto a la promoción de derechos civiles, con la ambivalencia de una mirada que exige y admira en ellos un gran compromiso caritativo y social. La cuenta es clara, hombre solos y sobre exigidos dan una perspectiva de salud realmente escasa.[24]
Vos estis lux mundo (Ustedes son la luz del mundo)
Frente a estos hallazgos la respuesta de la Iglesia no puede detenerse en protocolos, mesas de recepción de denuncias y procesos canónicos más eficaces. Claramente, lo dispuesto por las últimas normas vaticanas responden a lo urgente. Cosa en la que aún estamos en deuda.
En la mayoría del país, y ciertamente en las diócesis del conurbano, se ha cumplido formalmente con lo pedido en Vos estis lux mundo. Se implementa estrictamente con lo mandado de modo formal, pero no se toma con profundidad el espíritu que lo inspira. Si en educación se pide tecnología en las aulas, no basta con colocar un proyector o una computadora, la norma busca que se incluya su uso didáctica y efectivamente en educación. Del mismo modo, un protocolo de prevención y prácticas saludables sirve, en la medida que sea realmente conocido y comprendido por todos y sea continua ocasión para una sensibilización sobre el tema. Lo mismo con la mesa de recepción de denuncias en cada diócesis, se sabe que quizá exista, pero no se tiene claro su acceso, es decir, día, horario y lugar.[25]
También ocurre frente a las nuevas denuncias el riesgo de cumplir las normativas de modo superficialmente automático, aplicando incluso severas medidas de modo preventivo, “tolerancia cero”, pero sin dar la profundidad que se requiere, como para quitar rápidamente la cosa de encima y evitar, con todas las fuerzas, que el asunto llegue a los medios de comunicación.
Estos riesgos y actitudes tienen la misma motivación de base que tenían los obispos de antaño con la política de traslado de los sacerdotes acusados: el miedo. Un miedo comprensible y justo, normal. Se tiene miedo a tener problemas, a equivocarse, a herir, a que se divulgue, a quedar expuestos.[26] Sin embargo, se espera, que uno venza el miedo a fuerza de buscar la verdad, el bien y la justicia. En este sentido, hoy nos encontramos, a mi juicio, en un momento bisagra, decisivo. Tiempo de abandonar el miedo y las reacciones defensivas, para acoger la oportunidad de la responsabilidad y la conversión.
Cencini ha mostrado cómo las lecturas defensivas, cuya base es el miedo, se difunden e instalan y que es necesario superarlas.[27] Son una primera reacción que podríamos calificar como normal, pues se siente como un ataque a la propia identidad, pero es urgente poner fin a esa actitud defensiva inicial que se va prolongando excesivamente. En nuestros cleros y en los fieles laicos todavía circulan muy frecuentemente estas hermenéuticas sobre los abusos en la Iglesia.[28] Para comprender mejor de que se tratan, Cencini propone con ironía una lista provocativa y sintética de lecturas defensivas:
«(Lectura) Geográfica: “En mi diócesis no hay pedofilia”. Pastoral institucional: “Trasladamos al sacerdote abusador a otro lugar, a un nuevo entorno, quizás con solo una tarea espiritual”. Médica: “Son personas enfermas, no tienen la culpa”. Moralista: “Se trata de sacerdotes aislados que han traicionado su misión, son solo algunas manzanas podridas”. Machista: “La culpa es de las mujeres, que tientan a los hombres”. Misericordiosa: “Le pedimos a la víctima que olvide y perdone”. Aritmética: “Son algunos casos, una insignificante minoría en una gran masa de observadores y fieles; es más frecuente entre casados”. Histórica: “Esto ha sucedido siempre, pero ahora hay quien tiene interés en provocar un escándalo”. Sociológica: “La culpa es del ambiente erotizado de nuestra sociedad, que también ha contagiado a la Iglesia”. Ideológica: “Es culpa del celibato obligatorio”. Farisaica: “Yo no tengo nada que ver con esas cosas ni con esas personas”. De complot: “Alguien quiere acabar con los católicos”. Corporativista: “Son los lobbies de los abogados, que se inventan o exageran los casos para ganar más dinero”. Jesuítica: “La verdad es que el Papa exagera un poco con tanta insistencia… Los trapos sucios se lavan en casa”. Prescriptiva: “Ya basta de desenterrar el pasado, si no, no conseguiremos salir de él” (quien piensa así no ha escuchado nunca a una víctima contarle su experiencia como si le hubiese pasado ayer…)». [29]
Atender a vencer los miedos y las actitudes defensivas es todavía estar en el ámbito de lo urgente. Algunas de estas lecturas pueden tener elementos verdaderos, sin embargo, tienen la trampa de ser una justificación para permanecer lejos del problema, para no involucrarse como miembros del mismo Cuerpo, corresponsables.
Entendido el escándalo de los abusos como un emergente de problemas de fondo, estructurales, sistémicos, lo urgente consiste en encarar seriamente la problemática con protocolos conocidos y trabajados por todos, programas de sensibilización y formación en colegios y parroquias, accesibilidad de la mesa de recepción. En todo esto, entiendo, estamos todavía dando los primeros pasos.
Instalar y sensibilizar con este tema podrá permitir ir superando las lecturas superficiales en nuestras comunidades y cleros, y dar paso a vislumbrar una hermenéutica más completa y de fondo, que se abre a estrategias preventivas de largo alcance, ya no solo del ámbito de la protección infantil, sino a desterrar las violencias y sus prácticas, modificando las malas costumbres de nuestra cultura eclesiástica y enlazar más hondamente con nuestra identidad profunda de cuidado por la vida.
Como una madre amorosa
Los especialistas en el área de prevención señalan, cada vez con más fuerza, que la política preventiva más importante consiste en estrategias pedagógicas de largo plazo enfocadas en construir una cultura del cuidado, como ellos suelen calificar.[30]
Una persona maltratada o abusada, al interactuar en un ámbito «bientratante» puede, con más facilidad, descubrir que la situación que vive en su hogar no es adecuada ni normal.[31] Además, una vez instalada una Cultura del Buen Trato, las actitudes maltratantes quedan rápidamente a la vista, desactivándose por sí mismas o accionando el sano límite que impone la misma comunidad. Del mismo modo, la Iglesia está llamada a embarcarse en una política de largo plazo, con una cultura más igualitaria y fraterna, que entendemos es la propuesta de Francisco con la política de la sinodalidad.
La cultura tiene que ver con el modo de relacionarnos.[32] La Cultura del Buen Trato hace notar la necesidad de algunas premisas en los vínculos interpersonales y grupales. Ellas son:[33]
1. El reconocimiento: darse cuenta de que el otro existe y que tiene características, intereses, necesidades y formas de expresión que le son propias y que son legítimas. Hecho que la visión cristiana refuerza, ya que Dios nos hizo a cada uno únicos, originales, diversos. Persona indica una consistencia, una solidez irrepetible. Y sabemos que solo crecemos como personas en la comunidad de las personas.
2. La empatía: comprender cómo el otro siente, piensa y actúa. Sólo es posible desarrollarla si hemos reconocido al otro. Implica aceptar que ese otro puede estar viendo y viviendo la misma situación de una forma distinta, y que uno mismo no es la medida de todo.
3. Integración igualitaria: se basa en el reconocimiento y la empatía, y expresa la comprensión y uso adecuado de las jerarquías de poder en las relaciones humanas. Las jerarquías (posiciones de autoridad) y el manejo diferenciado del poder (capacidad de influir en la vida de otros), existen para facilitar la convivencia y asegurar las condiciones básicas para la vida; de ninguna manera justifican diferencias en cuanto a la valoración de las personas. Recordemos, para ver la sintonía con nuestra doctrina, que a la Iglesia la constituyen personas libres y diversas, iguales en dignidad por el bautismo -o como llamadas al bautismo-. En la que hay una diversidad de ministerios (servicios, también jerárquicos o estructurales) pero no de dignidades.
4. Diálogo: está constituido por mensajes que intercambiamos con el otro con alguna finalidad. Se basa en el reconocimiento, la empatía, y la integración igualitaria. Esta base posibilita poder escuchar sin juzgar de antemano o rápidamente lo que el otro dice (de lo contrario, esa actitud constituye una violencia).
5. Negociación: los conflictos son inherentes a la vida, precisamente porque somos diferentes, y la capacidad de resolverlos con la negociación asegura que todas las partes queden satisfechas por una propuesta superadora o, al menos, en un porcentaje adecuado. No es el camino de la violencia, por lo tanto, cuando negociamos no hay vencedores ni vencidos. Aquí se revela si existe reconocimiento, empatía e integración igualitaria, pues si reconocemos que las características, intereses, necesidades y puntos de vista de todos son igualmente importantes, no hay otra forma de resolver las discrepancias que negociando.
Parece obvia la gran sintonía entre la Cultura del Buen Trato y la propuesta del estilo sinodal en la Iglesia. Propuesta que antaño se denominaba corresponsabilidad de todos los bautizados. Se basa en la común dignidad de los miembros, que deriva de su regeneración en Cristo.[34] Es buscar nuestra identidad más elemental y profunda como comunidad creyente, famosa por su buen trato: «miren como se aman».[35]
La sinodalidad es aquel estilo de corresponsabilidad pedido por el Vaticano II con gran fuerza, de vivir verdaderamente como fraternidad. Evidentemente no hemos podido todavía llevar esto cabalmente en la práctica. Hoy, el Papa Francisco usa la expresión de «mayoría de edad» para los bautizados en la Iglesia, «saquen el carné de mayoría de edad», y que todos nos reconozcamos como parte activa y responsable, hermanos caminando juntos.
«La Santa Madre Iglesia hoy necesita del Pueblo fiel de Dios, necesita que nos interpele […] La Iglesia necesita que Ustedes saquen el carné de mayores de edad, espiritualmente mayores… Que nos digan lo que sienten y piensan. Esto es capaz de involucrarnos a todos en una Iglesia con aire sinodal que sabe poner a Jesús en el centro. En el Pueblo de Dios no existen cristianos de primera, segunda o tercera categoría. Su participación activa no es cuestión de concesiones de buena voluntad, sino que es constitutiva de la naturaleza eclesial».[36]
Es importante mostrar cómo un modo sinodal de vincularnos y vivir es remedio contra el clericalismo y contra la carencia de rendición de cuentas o supervisión, ya que la corresponsabilidad ejercida significa un sano límite al servicio de la autoridad en la Iglesia. Y que no se trata de una realidad novedosa y extraña, por el capricho de los tiempos actuales, sino en ir a nuestra raíz, a ser más fieles a lo que somos.
«Volvamos al estilo cristiano. Jesús mismo ha dicho: «Pero ustedes no quieran ser llamados “maestros”, porque uno solo es su Maestro, y todos ustedes son hermanos». (Mt 23, 8) …
Existe también una cierta paternidad espiritual: san Pablo la reivindica cuando dice: “Si ustedes tienen numerosos pedagogos tienen, sin embargo, un solo padre en Cristo: soy yo”. (1 Corintios 4,15) Hay una cierta paternidad espiritual, pero ella no engendra hijos sino hermanos. Porque la paternidad espiritual tiene un solo objetivo: hacer partícipes a muchos del bien mismo del que se vive y este bien, lo sabemos, es Jesucristo, es el Evangelio. La Iglesia debe ser una gran fraternidad. ¡Pero no siempre aparece como tal! Reconozco que no siempre es culpa nuestra. No se hace todo lo que se quiere: para jugar al dominó hay que ser dos... A veces, busco a un hermano y no puedo encontrarlo, y puede ser que también él, por su parte, busque a un hermano y no lo encuentre… Pero queremos tender a esta fraternidad y, efectivamente, estamos en camino.
En el fondo, esta necesidad de participación, esta necesidad de corresponsabilidad, esta necesidad de “hacer juntos”, este sueño de participar en la elaboración o en la maduración de las decisiones, esta necesidad, en el fondo, es cristiana y no debe tomarnos por sorpresa, porque es nuestra propia tradición, es el Evangelio mismo. Podría citar aquí textos explícitos de san Cipriano, de san León: un obispo y un papa de gran autoridad. No debemos ceder aquí a no sé qué gusto o corriente del tiempo. No, solo debemos reencontrar nuestra propia naturaleza profunda».[37]
Muchos descreen de la capacidad del «sistema iglesia» de corregirse, pues como sistema enfermo ha de necesitar una intervención externa, como lo ha necesitado con el tema concreto de los abusos, que resolvía mal. Sobre la sinodalidad muchos tienen una mirada escéptica, pues antaño se intentaron cosas parecidas como la Pastoral de conjunto, las Asambleas del Pueblo de Dios, etc. Se teme que sinodalidad signifique un simulacro de participación mientras los que deciden sigan siendo los mismos. El peligro es real, pero la solución no consiste en mantenerse al margen, sino exactamente en lo contrario, consiste en involucrarse. Sí es verdad que «el tiempo es superior al espacio», la Iglesia ha puesto en marcha un proceso, que como tal representa una oportunidad.
Entender la sinodalidad como un modo de vida y de conducción, supone la capacitación de obispos, sacerdotes y cualquier dirigente comunitario en conducción pastoral y gestión, tal como lo señalan los hallazgos ya mencionados de una gran carencia en este aspecto. Esos esfuerzos que hay que realizar en la formación encuentran un rico paradigma en la sinodalidad. Pero, a su vez, no se debe esperar que ocurran esos cambios en la formación y capacitación de dirigentes, sino que ya, ahora mismo, debemos encaminarnos como comunidad en responder a aquel ideario.
Para formar nuestra sensibilidad, descubrir nuestras actitudes
Para concluir, ya que no se trata tan solo de «ideas claras» sino de actitudes y vínculos sanos, propongo una especie de examen de conciencia, personal y comunitario, con un cuadro de actitudes que podríamos llamar sinodales, frente a otras que podríamos llamar clericalistas. Tomo la idea del subsidio para formadores de prevención de la Conferencia Episcopal de Chile[38] que contrapone actitudes nutritivas frente a actitudes tóxicas, a las cuales he agregado algún aspecto, puesto en negrita el indicador más decisivo, y adaptado algunas expresiones.
Trabajar seriamente en hacer efectivo el estilo sinodal constituye la gran política preventiva contra toda violencia en ámbito eclesial. En una Iglesia sinodal, más que buscar nuevos métodos de escucha al Espíritu Santo, si se puede imaginar tal cosa, son necesarias las actitudes bien tratantes o de sanidad en los vínculos con los demás, que, vividos cristianamente, esto es, in Spiritu Sancto,[39] deberían tomar mayor hondura, fuerza y eficacia.
La conciencia del propio rol como bautizados, esto es la sinodalidad, y, entonces, levantar la voz por la responsabilidad asumida, podrá ser aquella supervisión al ejercicio de los ministerios que limita y catapulta, que frena y hace avanzar. Supervisión y diálogo que logre no sumarse a una mirada inhumanamente exigente, sino experimentarse como responsabilidad compartida, diferenciada, pero compartida. Trabajemos para que se viva así el normal y saludable ejercicio de la corresponsabilidad humana y cristiana, todos en una misma barca, lección que nos regaló la pandemia del Covid-19, y que, en la Iglesia, -porque adquiere otras profundidades- deberíamos vivir más honda y concretamente.
Bibliografía
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Notas
Todas estas investigaciones están disponibles en la red, al menos sus resúmenes ejecutivos. Es importante destacar que todas ellas fueron realizadas con diversas metodologías y criterios, pero, sin embargo, han arrojado resultados similares y de gran coherencia entre unas y otras.
Notas de autor