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Formación moral del confesor. Casuística y literatura penitencial novohispana del siglo XVI. Un ejemplo significativo: El “directorio de confesores y penitentes” del III Concilio Mexicano (1585)
Juan Guillermo Durán
Juan Guillermo Durán
Formación moral del confesor. Casuística y literatura penitencial novohispana del siglo XVI. Un ejemplo significativo: El “directorio de confesores y penitentes” del III Concilio Mexicano (1585)
The Confessor's Moral Formation. Casuistic and Spanish American Literature of the 16th Century A Significant Example: the “Confessor's and Penitent's Directory of the Third Council of Mexico” (1585)
Revista Teología, vol. 61, núm. 145, 2024
Pontificia Universidad Católica Argentina Santa María de los Buenos Aires
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Resumen: El artículo se propone exponer un aspecto fundamental de la formación sacerdotal en Hispanoamérica del siglo XVI, como era la del buen confesor. De la misma se ocupó particularmente el III Concilio de México (1585), no sólo en los decretos referidos a la administración del sacramento de la penitencia, sino también mediante la promulgación de una obra específica, bajo el título Directorio de Confesores y Penitentes. Un verdadero manual de ciencia moral y canónica, de considerable extensión y de marcado contenido casuístico. Al respecto se analizan los siguientes temas: propósitos de la redacción, autoría, estilo, contenido, fuentes, tradición manuscrita de la obra y presentación de algunos casos de conciencia sobre el ejercicio de profesiones y oficios de época, relacionados con la justicia, la restitución y los agravios más comunes inferidos a los indígenas.

Palabras clave: III Concilio de México,Literatura penitencial,Casuística,Preceptismo moral,Reforma católica,Ejercicio de cargos.

Abstract: The article aims to expose a fundamental aspect of priestly formation in 16th century in Spanish America: the priest as the good confessor. The Third Council of Mexico (1585) was particularly concerned with this matter, not only in the decrees referring to the administration of the sacrament of penance, but also through the promulgation of a specific work, under the title “Confessor 's and penitent's directory”, a manual of moral and canonical science, of considerable length with a notable casuistic content. This article analyses the following topics: purposes of the writing, authorship, style, content, handwritten tradition of the work and presentation of some cases of conscience about the exercise of professions and trades of the time, related to justice, restitution and the most common grievances inflicted on indigenous people.

Keywords: Third Council of Mexico, Penitential Literature, Casuistic, Moral Preceptism, Catholic Reform, Exercise of offices.

Carátula del artículo

Artículos

Formación moral del confesor. Casuística y literatura penitencial novohispana del siglo XVI. Un ejemplo significativo: El “directorio de confesores y penitentes” del III Concilio Mexicano (1585)

The Confessor's Moral Formation. Casuistic and Spanish American Literature of the 16th Century A Significant Example: the “Confessor's and Penitent's Directory of the Third Council of Mexico” (1585)

Juan Guillermo Durán·
Academia Nacional de Historia, Argentina
Revista Teología
Pontificia Universidad Católica Argentina Santa María de los Buenos Aires, Argentina
ISSN: 0328-1396
ISSN-e: 2683-7307
Periodicidad: Cuatrimestral
vol. 61, núm. 145, 2024

Recepción: 02 marzo 2024

Aprobación: 05 abril 2024


Introducción

En estas páginas retomamos un tema desarrollado en otro artículo dedicado a analizar la formación y promoción del clero en Hispanoamérica, en concreto tal como se estableció canónicamente en el arzobispado de México, en la segunda mitad del siglo XVI.[1]En esa ocasión prestamos atención al plan formativo en base a cuatro configuraciones o modelos, que en la realidad se fueron complementando: el seminario para clérigos de Michoacán (1540), el II Concilio de México (1555), el decreto Tridentino sobre la creación de seminarios (1564) y el III Mexicano (1585). Por tanto, resta ahora completar cuanto hemos dicho al respecto poniendo de relieve otro aspecto fundamental de la formación sacerdotal, como era la del buen confesor, de la cual se ocupó particularmente el último de los concilios provinciales mencionados.

En este sentido, el III Mexicano[2] puso de manifiesto una particular preocupación por la pastoral penitencial con un doble propósito. Facilitarle a los confesores el aprendizaje o repaso de la ciencia moral y canónica necesaria para administrar el sacramento, en orden a modificar comportamientos que lesionaban, sobre todo, el orden de la justicia y la caridad; y estimular a los penitentes a la recepción fructuosa del mismo, mediante el prolijo examen de conciencia y el fortalecimiento del propósito de enmienda, condicionado en muchos aspectos por un marco social impregnado de ansias de poder y riquezas, donde se multiplicaban las corruptelas en cargos y profesiones que afectaban directamente el trato con los más débiles, especialmente los indígenas.

En principio, tal finalidad la cumplían los confesionarios de época,[3] en muchos casos bilingües, que a ejemplo de los penitenciales medievales y de los manuales, directorios, confesionales o sumas de confesores, que circulaban en España desde mediados del siglo XV, ponían en las manos de los sacerdotes la ayuda necesaria para que los fieles pudieran realizar una buena confesión, o sea, una acusación sincera, detallada e íntegra de sus faltas, dentro del esquema básico de los deberes fundamentales para con Dios, el prójimo y consigo mismo.

El contenido de estos libros incluía, por lo general, una exhortación antes de la confesión mediante la cual el confesor trataba de suscitar el verdadero arrepentimiento del penitente, una serie de preguntas breves y concisas de acuerdo al orden de los mandamientos para ayudar a realizar la acusación, y una plática final con la que se exhortaba a la conversión profunda y a la perseverancia en la vida cristiana.[4]

Un ejemplo contemporáneo lo constituye el Confesionario para los curas de indios, promulgado por el III Concilio de Lima (1582-1583), escrito por el jesuita José de Acosta y publicado en 1584, que con toda seguridad fue conocido en México; y que posiblemente fuera tenido en cuenta como modelo al momento de pensarse en la conveniencia de contar con un confesionario bilingüe, en castellano y mexicano.[5]

Sin embargo, el propósito inicial sufrió, al parecer, una modificación substancial, pues al momento de solicitarse la licencia real de impresión fue para un «directorio de confesores y penitentes», obra de género distinto al de un confesionario, que puede considerarse más bien como un manual de moral, de considerable extensión y de contenido marcadamente casuístico, como veremos de ahora en más. Pero que como los confesionarios proporciona en la actualidad valiosa información sobre la vida religiosa y social de aquella época, en razón que los casos de conciencia que comenta se convierten en fuente privilegiada para conocer los problemas en lo que quedaba envuelta la vida ordinaria de la sociedad mexicana.

Los “Memoriales”

Al momento de legislar sobre la penitencia el concilio prestó atención a las peticiones incluidas en algunos de los memoriales[6] presentados a su consideración, cuyos autores, además de señalar las deficiencias más comunes y extendidas en ese ámbito pastoral, proponían consejos y recursos prácticos destinados a subsanarlas.[7] Tales escritos fueron leídos por las comisiones, tratados en el aula y muchas de las recomendaciones incorporadas a la legislación. En concreto mencionamos cuatro de ellas en razón que aluden con cierto detenimiento a la cuestión que nos ocupa.

Necesidad de editar un nuevo manual o ritual de sacramentos

El 11 de febrero de 1585, el fiscal del Arzobispado, Dionisio de Rivera Flórez, peticionó se mandase hacer por orden del concilio un manual de sacramentos (un ceremonial o ritual) cuyo uso fuera obligatorio, basándose en la necesidad de poner remedio a los abusos litúrgicos reinantes por ausencia de un libro impreso al que los ministros se sujetasen, incluida la administración de la penitencia. La solicitud la hace en los siguientes términos:

«[…] Digo que a mi oficio toca e incumbe pedir lo que tuviere necesidad de reformación y avisarlo a V. Sa. Illma., a cuyo cargo es no solo obviar los yerros y reparar los daños presentes que de ellos resultan, sino también proveer los remedios […] para que los vicios queden corregidos, y como de sagrada fuente salga el agua de la saludable doctrina, orden y reformación, de lo que al servicio de Nuestro Señor, utilidad y bien del pueblo cristiano conviniere, especialmente en lo más espiritual, como es en la administración del sacramento del Bautismo, Penitencia, Eucaristía, Matrimonio, Extremaunción, cuya administración toca a los párrocos y presbíteros expuestos, en cuyo ministerio, por falta de manuales, se han introducido en los que andan escritos de mano entre los religiosos, regulares y seculares, en el catequizar y exorcizar, y en el modo y ceremonias de los demás sacramentos, notables faltas y absurdos, ansí en los ministros, como en los administrados […]. A todo lo cual conviene a V. Sa. Illma. […] provea con mandar a imprimir manual con la reformación en él debida al nuevo rezado tridentino […], nombrando persona o personas que, atentado juicio y maduro consejo, pongan en su punto lo que conviene, y censurado por V. Sa. Illma, se mande imprimir y sacar a luz para que con él se administren los sacramentos uniformemente […de lo cual tienen necesidad] los ministros, en particular los mozos, que están poco ejercitados e intrutos [instruidos] en la administración, de cuya causa, con la falta de dichos manuales, más de ordinario caen en yerros, lo cual es en vilipendio e injuria de los sacramentos sagrados y daño de los fieles».[8]

El obispo de Chiapas, Pedro de Feria, envió un extenso escrito sobre la evangelización de los indígenas, desde Oaxaca,[9] el 15 de abril, donde sugiere la conveniencia de redactar un pequeño tratado referido a la recepción de los sacramentos, propiamente un catecismo o vademecum, donde se explicara cada uno en particular, insistiendo en la necesidad de recibirlos y en las disposiciones necesarias para hacerlo. A su vez, recomendaba que la tarea fuera confiada a un grupo de peritos, que se repartieran la materia y que prestaran particular atención a las capacidades e idiosincrasia de los oyentes. Concluida la redacción de cada una de las partes, en lengua castellana, se las reuniría en un solo volumen, disponiendo el concilio que todos los ministros de los indios lo tuviesen y se lo declarasen frecuentemente en lengua materna.

En cuanto al “tratadito” sobre la penitencia, el obispo, apoyándose en su larga experiencia misionera, insiste en algunos puntos que considera fundamentales: disposición y aparejo para recibir el sacramento, purificación de la intención y fin para hacerlo, acusación ordenada, y plena conciencia de la gravedad de los pecados mortales y sus efectos en el alma. He aquí el párrafo que resulta de interés:

«Continuando este artículo de lo que conviene para que los naturales sean bien adoctrinados se me ha ofrecido que sería de mucha importancia que este santo concilio encomendase y repartiese entre algunos religiosos y clérigos doctos y experimentados en tratar con los naturales y que conozcan su talento y capacidad y modo de ser enseñados, que hiciesen un tratadico de las cosas más necesarias para su instrucción y salvación de sus almas. A uno, que tratase del sacramento de la penitencia, de la confesión sacramental, conforme a sus capacidades, declarándole lo que es este sacramento, y la necesidad de él, y de la obligación que hay a lo recibir, y la disposición y aparejo que ha de hacer y llevar cuando se van a confesar, y la intención o fin que han de tener».[10]

Peticiones para mejorar la administración de la penitencia

Por su parte, el doctor Fernando Ortiz de Hinojosa, vicario general del arzobispado y consultor del concilio, escribió tres amplios memoriales, fundamentalmente sobre cuestiones que afectaban a los indígenas, refiriéndose en alguno de ellos a la penitencia, si bien en alusiones muy breves. El 30 de enero (primer memorial) propone la publicación de un nuevo ritual de los sacramentos con la precisa finalidad de abreviar las ceremonias y oraciones acostumbradas,[11] tema del que se ocupó con más detalle, como ya los vimos, el fiscal Dionisio Rivera Flórez.

Y en el escrito del 9 de febrero (tercer memorial) menciona el caso frecuente de confesiones mal hechas, atribuyendo la causa a la ignorancia y la falta de instrucción religiosa por parte de los indígenas, quienes de ordinario no confiesan el número de sus pecados; al mismo tiempo que insiste en la idoneidad de los confesores, constituyendo la evaluación de sus capacidades el medio indispensable para asegurarla, sobre todo al momento de las oposiciones a ocupar los beneficios. Opiniones que expresa en los dos siguientes párrafos:

* «[Confesiones mal hechas] Que se mande a los confesores de indios que reparen mucho en esta circunstancia agravante, “quoties” [cuántas veces], aunque más propiamente se podría llamar adición de pecado a pecado, porque la frecuentación no es propiamente circunstancia que constituye nuevo pecado, porque siendo como es de tanta importancia saberse el cierto número, o el más verosímil, de los pecados, de manera que pecaría mortalmente el que por vergüenza o hipocresía callase algo del número que se acuerda, y aun si por su culpa dejase de acordarse, por no haber pensado en ello nada, pudiéndolo hacer, y aun la confesión que se hiciese no valdría nada. Es cosa cierta que por no tomar trabajo de preguntar esto a los indios en la confesiones, por huir de la pesadumbre que dan, comúnmente todos dejan de preguntárselo, y pasa de esta manera, que si le preguntan al indio cuántas veces se embriagó en el discurso del tiempo qué a que no se confiesa, responde [turbado] o que no se acuerda, o que cuatro veces, y estas mismas cuatro responde en todas las demás preguntas de los pecados [especie] que confiesa, diciendo cuatro veces forniqué, cuatro fiestas quebranté, etc., y no hay quien los saque de este número, y así conviene predicarles esto a menudo».[12]

* «[Exámenes de oposición] Que los opositores a los beneficios que de aquí en adelante se opusieren, sean examinados en lo que lo fuere a la misa, y sepan ejercitar la clave de ciencia que les fue dada en el sacerdocio de esta manera: que crean y sepan explícitamente los artículos de la fe; y que estén instruidos en todos los sacramentos, y que sepan casos de conciencia, y que sepan distinguir entre lepra y lepra, entre pecados y no pecados, entre veniales y mortales, y sepan las circunstancias que mudan la especie de pecado, y las que gravitan “in infinitum” [infinitamente] y las que no, y las que necesariamente se han de confesar, y los casos reservados, y en qué casos se ha de reiterar la confesión, y en qué casos se incurre la irregularidad y suspensión, y si puede él dispensar en ellos o no. Y ha de tener habilidad […] para enseñar todo lo necesario a la salud de las almas, y sobre todo saber la lengua que se usa en el beneficio a que se opone».[13]

Por último, se refiere al tema de la penitencia, y más en extenso, el jesuita Juan de la Plaza, consultor del concilio, hombre de autoridad y experiencia, que presentó varios escritos, considerados los más importantes, pues muchas de las opiniones y sugerencias expresadas pasaron a formar parte de los decretos. En esta ocasión nos interesa espigar información en “el memorial sobre los confesores”, visto por la comisión el 18 de julio,[14] donde recomienda prestar atención a los aspectos fundamentales de este ministerio: importancia del sacramento (segunda tabla tras el naufragio), cualidades del buen confesor (poder, ciencia, bondad, prudencia y secreto), admisión y aprobación por parte del obispo y necesidad del examen correspondiente.

Sobre el tema específico de la idoneidad del confesor, cuyas cualidades Plaza desarrolla en particular, conviene adelantar que sus opiniones fueron tenidas muy en cuenta al redactarse el directorio o manual conciliar, otro indicio firme para constatar que su mano intervino de cerca en la composición del mismo. A modo de ilustración, transcribimos dos párrafos del memorial, que se leen casi a tenor literal en la obra mencionada, referidos a las dos primeras cualidades del buen confesor, poder y ciencia:

*«[Así como no es aconsejable dar licencia a todos para confesar mujeres, sino a los experimentados] Para todo género de hombre, tampoco conviene dar facultad a todos los confesores para que los confiesen, porque a gente principal, y de oficios que tienen cosas dificultosas y escrupulosas, no conviene dar licencia que los confiesen confesores tímidos y de poca ciencia; porque pasarían con muchas cosas injustas y malas, por no entenderlas; y, cuando las entendiesen, por el respeto de la persona, pasarían con ellas contra su propia conciencia. Oficiales de la república y mercaderes tienen no menos dificultan que los pasados, por las ordenanzas juradas que tienen y contratos tan usuarios, como hacen tan ordinariamente. Y el confesor que poco sabe, fácilmente pasa con ellos, con cualquier aparente razón que le dan para lo que hacen».

* «La ciencia en el confesor está tantas veces mandada, como tan necesaria, que la tengan para hacer este oficio; porque, como es juez en negocios tan graves, tiene necesidad de ciencia, para dar sentencia acertada en ellos. No sé yo con qué conciencia se puede dar licencia para confesar al que no hubiere estudiado, a lo menos, dos años de casos de conciencia; porque, si la experiencia muestra que los que han oído artes y cuatro años de teología escolástica, no saben lo que es menester para confesar, sino estudian de nuevo materias morales y de sacramentos, ¿cómo podrá confesar, el que no sabe más que un poco de gramática? Y acrecienta el escrúpulo de poner los tales a confesar, ver que la gente más principal del pueblo busca confesores idiotas y de poco espíritu; porque, como no quieren mudar trato ni costumbres, no quieren ponerse en manos de quien le puede forzar a ello, negándoles la absolución».

Tan convencido está Plaza de la verdad que encierra cuanto escribe que a continuación solicita al concilio que ponga rápido y eficaz remedio a tal situación, no otorgando licencia para confesar a quien no hubiere cursado un año de la materia sacramentos y otro de mandamientos. De lo contrario sería cosa de “burla” tomar examen a quien se sabe de ante mano que no podrá responder aquello que no sabe por no haberlo estudiado.

Las “consultas”

Al conjunto de pareceres y demandas de los memoriales se sumaron algunas cuestiones puntuales que requerían ser estudiadas con mayor detenimiento. Razón por la cual se resolvió formular algunas “consultas” a peritos en la materia para que por escrito hicieran conocer sus opiniones antes de proceder a dictamen alguno. Éstas fueron remitidas por el secretario del concilio, el doctor Juan de Salcedo, a un grupo de teólogos y canonistas, a los que se sumaron representantes de las órdenes religiosas. Las consultas fueron ocho: excomunión, abstinencia, guerra chichimeca, los repartimientos, privilegios de los religiosos, mercado de la plata, tratos con los indios y contratos usurarios.[16]

Un caso de conciencia sobre confesiones de indígenas

En distintos días del mes de mayo la secretaría del concilio remitió a los peritos la consulta quinta, «sobre siete dudas sobre los ocho primeros capítulos del primer concilio mexicano». La cuarta pregunta alude a temas específicos de la pastoral penitencial: fecha más conveniente para escuchar confesiones de indios en vista al cumplimiento del precepto pascual, modo en que deben ser examinados y en qué materias ut integre confiteantur (para que se confiesen enteramente) y posibilidad de emplear intérpretes.[17] A continuación sintetizamos las respuestas, en la mayoría firmadas por dos o tres de los consultados, y que ponen de manifiesto criterios comunes.

El doctor Juan Zunero, canonista y arcediano de la catedral, junto con fray Pedro de Pravia, dominico, catedrático de prima de teología en la universidad, expresaron: conviene confesar todo el año porque así se dispone de suficiente tiempo para repasar la doctrina cristiana y examinar a cada penitente, evitándose amontonamientos innecesarios. No es aconsejable recurrir al empleo de intérprete o lenguaraz, a no ser en un caso grave o de extrema necesidad, por los inconvenientes que se siguen de ello: «la poca reverencia que se tendría a este sacramento de parte de los indios, por su rudeza, por lo cual el indio no sabría distinguir si les absuelve el sacerdote o el intérprete»; los intérpretes tendrían que ser mestizos, mulatos o negros, «de quien por su bajeza ut in plurimum no se debe fiar tan alto ministerio»; los penitentes manifestarían temor que los pecados se descubriesen, haciendo confesiones «demediadas» (incompletas o fragmentadas); y de generalizarse el uso, pocos ministros se esforzarían por aprender las lenguas indígenas.[18]

Fray Pedro de San Sebastián, provincial de los Menores de San Francisco, y fray Pedro de Oroz, respondieron: que es tiempo propicio por la septuagésima, «comenzando por los pueblos de la visita, y acabados éstos, confesar los de la cabecera», aunque cada uno de los ministros puede hacerlo según las circunstancias se lo aconsejen, para así poder confesar a todos sus feligreses. Cuanto al examen previo a la confesión, «no se puede dar regla cierta, por haber entre los indios, como entre las demás naciones del mundo, diversos estados y oficios». Es suficiente guiarse por los confesionarios menor y mayor de fray Alonso de Molina [franciscano], en lengua española y mexicana, donde se encuentra suficiente materia para interrogar según estado y oficio del penitente. No es conveniente usar de intérpretes, pues es obligación del confesor conocer la lengua de la feligresía para entender correctamente los pecados y proveer los remedios necesarios. Además, ningún pecador está obligado por ley divina o humana a confesarse por intérprete. Principio que recordó el III Limense al imponer a los confesores no hacerlo por ese medio, bajo graves penas (Segunda Acción, cap. 16). Otro caso es «si el penitente de su voluntad se quiere confesar con intérprete, en especial estando enfermo de grave enfermedad, y no se halla sacerdote que sepa su lengua, como alguno lo han hecho siendo de ello contento el penitente, que pospone todos los daños que se le pueden venir de ello, por el deseo de su salvación».[19]

Opinión de la Compañía de Jesús y otros canonistas

Los jesuitas Juan de la Plaza, doctor en teología, y Pedro Morales, canonista y profesor de casos de conciencia, expresan en su dictamen, que también suscribe el doctor Juan de Salcedo, catedrático de prima de cánones en la universidad, que en razón de la falta de instrucción religiosa que por lo general manifiestan los indígenas, conviene comenzar las confesiones con suficiente antelación, desde la septuagésima, reforzando así el repaso del catecismo.[20] Para asegurar la integridad de la acusación es obligación de los curas escucharlas en la lengua principal de su partido, debiendo los obispos poner remedio si no la saben suficientemente, pues de ello se siguen omisiones graves: «que contentándose con saber mal preguntarles dos o tres pecados los absuelven indebidamente sin examinarlos si tienen contrición, sin saber moverlos a que la tengan, siendo esta parte tan necesaria para el efecto del sacramento, como el confesar enteramente y aún más». En lo referente a la confesión por intérprete no parece conveniente, a no ser en artículo de muerte.[21]

El doctor Juan Ortiz de Hinojosa, catedrático de filosofía, teología y cánones, refiere que las faltas más comunes en que los indios incurren al confesarse son dos: no declarar el número de pecados, y, por tanto, «sería cosa de grandísima importancia predicarles y enseñarles esta circunstancia, quoties, muchas veces»; y callar algunos pecados por vergüenza, cosa que «se les debe reprender muchas veces», a la vez que animarlos y esforzarlos a que lo eviten en adelante.[22]

Por último, el doctor Fulgencio de Vique (Vich, Vic), canonista, provisor del arzobispado, sostiene que en cuanto a la fecha más conveniente para comenzar las confesiones, el derecho prevé semel in anno (una vez al año), para cuaresma, imponiendo censuras y penas a quienes no lo hagan, aunque el plazo puede prolongarse por unos días más. Y «así parece que esa regla se haya de guardar con los indios, aunque será dificultoso en pueblos donde no hay más que un sacerdote». Sobre si es conveniente persuadir a los indios a confesarse por intérprete, la norma que impone el derecho es clara: se puede hacer y es sacramental, pero los indios no están obligados a ello. Si bien conviene prestar atención a la siguiente circunstancia: «aunque es mucho de atender a los indios de varias lenguas, de que no hay ministros, y siendo tolerable esta manera de confesión, parece cosa justa buscar modo para ella».[23]

En resumen todos los consultores concuerdan en su opiniones: la septuagésima es el tiempo más indicado para dar comienzo a las confesiones, aunque puede adelantarse; en el modo de examinar a los penitentes siempre se debe asegurar la integridad de la acusación, insistiendo en no callar pecados y precisar el número (quoties); y no cabe obligar a los indígenas a la solución fácil de la confesión por intérpretes, si bien pueden hacerlo en forma voluntaria o proponérsela en caso de enfermedad grave o en peligro de muerte, constituyendo obligación grave de los ministros aprender sus lenguas.

Disposiciones conciliares

El concilio se ocupa en particular del sacramento de la penitencia en el Lib. V, título 12, De remissionibus et poenitentiis [De remisiones y penitencias],[24] en su parte final, dedicándole nueve cánones: importancia del ministerio de la confesión, oficio que exige de parte del ministro integridad y prudencia; para ejercerlo legítimamente se requiere ser párroco o estar aprobado por la autoridad competente; la licencia permanece hasta que sea revocada; el confesor no puede requerir ni aceptar retribución alguna de parte del penitente (alejar toda sospecha de simonía) ; necesidad de colocar confesionarios en las iglesias y modo de construirlos; obligación de los médicos de amonestar a los pacientes a que se confiesen; obligación de los confesores a utilizar el directorio aprobado por el concilio; y a conocer los pecados y excomuniones reservados a los obispos.[25]

El decreto que hace expresa referencia al tema que nos ocupa es el octavo y dice así:

«Por cuanto este Sínodo, para instruir a los confesores con la ciencia suficiente, y recordarles todo lo que es perteneciente a su oficio, principalmente en ciertos casos y dificultades especiales que ocurren en este arzobispado y provincia, y deseando atender a la necesidad de los fieles penitentes, formó y aprobó el Directorio de confesores y penitentes. Por tanto, dispone y manda, que todos los curas de esta provincia, tanto seculares como regulares, y cualquiera sacerdotes que han de oír confesiones, estén obligados a tener consigo este Directorio; y observar su forma: de lo contrario, el que no lo tuviere e hiciese oposición a algún beneficio, será excluido de aquel concurso hasta que lo adquiera. Y los beneficiados, hasta que compren y lean dicho Directorio: ni se admitirá a ninguno a las órdenes mayores, si no constare antes que tiene en su poder el expresado libro, a cuyo tenor debe ser examinado. Se manda también que los examinadores, y se les encarga sobre su conciencia, que (pospuesto todo oficio) observen y ejecuten este decreto, ya en cuanto al examen para órdenes, ya para celebrar y confesar, o finalmente para concurso de beneficios».[26]

Del presente decreto se desprenden algunas conclusiones importantes para el tema que nos ocupa. Al nuevo complemento pastoral se le asigna una finalidad precisa: ayudar a los confesores a ejercer con mayor idoneidad su ministerio, sobre todo en vista a solucionar casos de conciencia dificultosos, que requieren saber preguntar con precisión al penitente y aplicarle los remedios adecuados. Al libro en cuestión se lo designa con nombres distintos: según la versión castellana de los decretos, confesionario o dirección de confesores y penitentes; y según la latina, directorium confessorum et poenitentium.[27] Su lectura y utilización resulta obligatoria para ambos cleros, secular y regular, tanto quienes ya gozan de un beneficio, bajo pena de suspensión de no contar con un ejemplar en su poder, como los que aspiran a ello, debiendo ser examinados de acuerdo a su contenido. Extendiéndose esta última disposición a los candidatos a las órdenes mayores, a la otorgación de licencias para celebrar y confesar, y a la obtención cualquier beneficio eclesiástico. Responsabilidad que de modo particular recae sobre la conciencia de los examinadores, quienes dejando de lado todo afecto humano (excepciones, mitigaciones) han de observar y ejecutar tales disposiciones.

El autor

La tradición historiográfica, contemporánea y moderna, es concorde en atribuirle al jesuita Juan de la Plaza[28] la redacción del Directorio, al menos como autor principal, trabajo que también emprendió a pedido expreso del concilio, como ocurrió con el catecismo, menor y mayor.[29]

- «Al padre Doctor Plaza, que en el confesionario ponga la obligación natural que resulta ex sponsalibus et simplici promissione, etc., si nulla sint clandestina.

- Item, que se remite al doctor Plaza haga un confesionario, así para españoles como indios, el cual traiga a este santo concilio, el cual aprobado se manda a todos los sacerdotes y ministros seculares y regulares lo tengan, so pena, etc. Y así mismo el examen de confesores, que tiene hecho, y para este confesionario y examen se haga decreto de su autoridad y encomienda…

- Al padre doctor Plaza: que en el confesionario, que por orden de este santo concilio hace, ponga la obligación natural que resulta ex sponsalibus et simplici promissione.

- Para el capítulo 3°, se manda lo siguiente: que este santo concilio tiene ordenado confesionario en lengua castellana, y otro en mexicana, con un examen de confesores [al margen: estos confesionarios y examen son los que ha de dar el Padre Doctor Plaza]. Por los cuales todos los confesores, seculares y regulares de este arzobispado y provincia, sean obligados a ministrar el santo sacramento de la penitencia, y a tenerlos todos, so pena que el sacerdote que no lo tuviere, no sea admitido a beneficio ni curato, y, si tiene ya beneficio, lo pierda si no lo tuviere, los cuales dichos confesionarios e instrucción de confesores, este santo concilio aprueba y recibe y mande se use de ellos».[30]

Comparemos entonces estos testimonios. Las distintas formas de mencionar el encargo que recibió Plaza plantea la cuestión de precisar si el concilio ordenó en un momento la redacción de escritos diferentes (confesionario, confesionario para españoles e indios, confesionario en castellano y mexicano, dirección, instrucción o examen para confesores), y mantuvo la decisión sin cambio alguno; o si, finalmente, el proyecto inicial sufrió una modificación, reduciéndose a un solo libro, que se intituló directorio o manual.

Queda fuera de toda duda que a Plaza se le encomendó la composición de un “confesionario bilingüe” (castellano-mexicano), para españoles e indios, con el propósito de publicación, junto con un examen de confesores ¿En realidad llegó a redactar el confesionario? Por el momento no se puede comprobar documentalmente. Y en el supuesto caso de haberlo hecho, se ha perdido todo rastro, tanto en forma manuscrita como impresa.

En cuanto al otro escrito ¿es lo mismo examen de confesores (instrucción o dirección) que directorio de confesores? Nos animamos a decir que sí. Incluso estamos tentados a identificar el confesionario (en singular) con el directorio del que habla el decreto conciliar. En este caso, el más probable, Plaza procedió efectivamente a la redacción de dicha obra, al menos como autor principal, aportando su abundante ciencia, moral y canónica, y su experiencia pastoral, posiblemente secundado en algunos aspectos por su hermano en religión, Pedro de Hortigosa, y por Juan de Salcedo, secretario conciliar, conservándose el manuscrito aprobado en copias o traslados de época. Respalda esta convicción el hecho que los conciliares solicitaron al rey el permiso de impresión de varias obras, sin mencionar confesionario alguno: «así [de] los decretos como el catecismo, dirección de confesores y penitentes, estatuto y ceremonial».[31]

Proyecto de publicación

A tenor del edicto del arzobispo Moya de Contreras, fecha 30 de septiembre de 1585, se autoriza la impresión en México de varios libros ordenados por el concilio: un catecismo para instrucción de los fieles y ministros, un confesionario, un examen y dirección de confesores y penitentes, los estatutos de la catedral y un ceremonial.[32] Los dos primeros en castellano y mexicano, y los tres últimos en castellano y latín solamente. Desprendiéndose del siguiente párrafo que los originales se encontraban preparados para ser entregados a la imprenta:

«[…] y porque el doctor Juan de Salcedo, catedrático de Prima de Cánones en la Universidad Real de dicha ciudad, consultor y secretario del dicho Santo Concilio Provincial que en ella está congregado, me pidió que atento a la utilidad que de imprimirse los dichos libros con brevedad se seguirían a las almas de los fieles y servicio que a Dios nuestro Señor se hará con ello, le hiciese la merced del privilegio y estampa de ellos para que por el tiempo que se le concediese ninguna persona los pueda sin su licencia imprimir ni vender, so pena grave que se le ponga […], atento a lo cual, y a que dicho doctor Juan de Salcedo tiene y ha de tener en su poder como secretario los originales de los dichos libros firmados y sellados, y a que es persona de calidad, [de] mucha legalidad y confianza, por la presente, en nombre de su Majestad, le hago merced por tiempo de seis años primeros siguientes, que corran y se cuenten desde el día de la data de ella en adelante, de que pueda él y la persona que su poder tuviere, y no otra alguna, imprimir los dichos catecismo, confesionario, examen y dirección de confesores y penitentes, estatutos y ceremonial en esta ciudad o en otra parte de esta Nueva España en las dichas lenguas que el dicho decreto manda y refiere…».[33]

Por tanto, dos meses antes que finalizara el concilio se mantenía en pie la resolución de publicar el confesionario bilingüe, junto con el examen y dirección de confesores y penitentes (el futuro directorio), cuya redacción se encontraba concluida y aprobada ¿Qué fue de este amplio proyecto de impresión? Lamentablemente en su momento quedó paralizado a raíz del arribo a México del nuevo virrey, Álvaro de Zúñiga y Sotomayor, marqués de Villamanrique, el 17 de octubre de 1585, quien invocando derechos de patronato demoró las tareas de impresión.[34] A lo que se sumó, como factor condicionante, las hostilidades e impugnaciones que los decretos conciliares suscitaron entre los miembros de la Audiencia, parte del clero secular,[35] los religiosos y un grupo de laicos que se sintió afectado en sus intereses y privilegios.[36]

La suerte que corrieron los originales fue distinta: el Catecismo y el Directorio se conservaron en copias manuscritas;[37] el Confesionario se perdió, pues hasta ahora se desconoce noticias en contrario; el Ritual o Manual de los Sacramentos fue enviado a España con el propósito de impresión, previa revisión de Roma;[38] y los Estatutos fueron incluidos en la primera edición del concilio, en latín, impresa en México en 1622, a solicitud del arzobispo Juan Pérez de la Serna.

Además, para el arzobispo Moya de Contreras, principal promotor de la edición del Directorio, los plazos con los que contaba para superar las impugnaciones se acortaron al decidir viajar a España, meses más tarde, movido por tres preocupaciones: presentar los informes de la visita general en nombre del rey que se le había encargado practicar (incluía administración, finanzas, real audiencia y oficiales de la misma); tramitar la aprobación papal y real del concilio; y visitar su patria, que no había visto desde hacía quince años. A poco tiempo de su arribo Felipe II, que le profesaba particular afecto y confianza, lo tomó, primero, como asesor personal en cuestiones americanas, y luego terminó por confiarle la presidencia del Consejo de Indias, cargo que le impidió regresar a la sede y seguir de cerca la aprobación del concilio y la publicación de sus escritos.

Casuística y Confesión

La lectura del Directorio requiere esclarecer previamente el género literario que lo caracteriza dentro de la producción penitencial novohispana del siglo XVI. Esta es una cuestión preliminar a partir de la cual será posible valorar su contenido y sus alcances pastorales. Por cierto no es un confesionario en el sentido clásico de la palabra, es decir, un instrumento o subsidio para ayudar a los sacerdotes a examinar a los penitentes, o para que éstos lo hagan personalmente en orden a declarar con propiedad pecados y circunstancias, como los que se publicaron en México por esa misma época.[39]

Tampoco pertenece estrictamente al género de las guías, instrucciones o advertencias penitenciales contemporáneas que se divulgaron con el fin de examinar e instruir conciencias al momento de administrar el sacramento, puramente funcionales, sin aspiraciones estrictamente formativas. Ni fue escrito para ser empleado en la pastoral con los naturales como en el caso del catecismo conciliar, menor y mayor.

Un manual postridentino

En sentido positivo puede decirse que el Directorio es, ante todo, un manual, compendio o suma de varias materias relacionadas con la práctica de la confesión, donde se dan cita cuestiones de teología moral y sacramental, derecho canónico y ejercicio pastoral, en la perspectiva de la “casuística” postridentina. Cuyo fin primordial era compensar la deficiente formación del clero secular y regular en este aspecto.[40]

Por tal razón constituye un significativo ejemplo para comprender la estrecha relación que desde el concilio de Trento se estableció entre la moral y el derecho, tanto civil como canónico, al punto de constituirse en un rasgo decisivo del discurso teológico-moral de entonces. Si bien esta articulación entre norma jurídica y norma moral ya estuvo presente en las etapas precedentes, dando lugar a la aplicación de una acentuada casuística en la solución de los problemas morales.[41] Destacándose en este aspecto la figura del jurista español Martín de Azpilcueta (1492-1586), cuyo pensamiento tiene una incidencia clara en el campo de la moral, sobre todo en la producción vinculada a la praxis del sacramento de la penitencia, adelantando los principios que en esta materia determinaron las disposiciones tridentinas[42].

En este contexto la “casuística”, como estudio de la aplicación de los principios teóricos de la teología moral a casos concretos del obrar humano, ocupó un papel preponderante en cuanto método apropiado para resolver correctamente cuestiones prácticas referidas a la moral, el derecho (civil y canónico) y la pastoral. En este sentido se interesa, ante todo, por el estudio de la conciencia moral y en particular de la conciencia habitual, de sus cualidades y defectos (conciencias correctas, laxas o malas), en función de pronunciar un juicio sobre los casos morales.[43]

Modalidad operativa de la casuística

En cuanto a los límites de este planteo moral Philippe Delhaye afirma: «Los casuistas distan mucho de haber construido sus sistemas en continuidad con los datos bíblicos y tradicionales [patrística y alta escolástica]. En todo caso bajo un aspecto práctico platearon una cuestión análoga preguntándose cómo debe proceder el pastor de almas frente a las conciencias buenas o malas, frente a las invadidas por la escrupulosidad o, por el contrario, por el laxismo».[44] En el caso que nos ocupa, admite una doble modalidad operativa: asciende desde un caso particular a la ley o norma general, o desciende desde el absoluto moral, plano de la abstracción, a su aplicación práctica en un caso determinado, según tiempos, lugares y circunstancias.

Por lo que resulta un método o procedimiento: práctico, muestra cómo se cumplen las normas de la moralidad cristiana en las múltiples circunstancias y situaciones de la realidad humana; concreto, resuelve adecuadamente problemas complejos de conciencia, que son siempre determinados y singulares; y que se propone esclarecen el valor y el alcance de las normas generales a través de casos o ejemplos seleccionados a propósito.

Asimismo, los autores casuistas advierten que ciertas conciencias funcionan mal y pronuncian juicios falsos. Constatación que exige de parte de los confesores estudiar tales casos y buscar los medios aptos para poner remedio a tal situación con el fin de despertar en el penitente la necesidad de poseer una conciencia correcta o verdadera de suyo la única regla subjetiva y próxima de los actos humanos, y cierta, única norma legítima del obrar moral.

Uno de los primeros teólogos que trató sistemáticamente estos problemas fue el dominico Antonino de Florencia (1389-1459). En cierto sentido está muy próximo a los “casuistas”, pero en otro sentido tiene empeño en mantener el contacto vital entre la moral y el dogma, siguiendo las enseñanzas de san Pablo acerca de las cualidades y defectos de la conciencia (1 Tim 1,5), asentando las condiciones requeridas para la edificación de una buena conciencia habitual, entre ellas la reflexión y la caridad. Con lo cual pretendía contrarrestar el desprecio práctico de los teólogos, que después de afirmar los principios del dogma, apenas se ocupaban ya de las consecuencias morales, y, a la vez, impedir que la casuística se constituya en una ciencia autónoma fuera del estudio de los principios y las virtudes.

De lo cual se deduce la importancia de establecer normas claras, firmes y bien fundadas, a la vez que comprender cuán difícil resulta su aplicación en casos complicados, especialmente cuando la confusión de las conciencias es grande y los ámbitos de la vida se ven amenazados por el pecado como trastorno del orden establecido por Dios, tanto en el orden personal como social.[45]

El preceptismo moral

De hecho la casuística siempre ha acompañado a la especulación moral por ser un complemento de algún modo natural a la misma. Pero en épocas de letargo o decadencia de la teología terminó por impregnar toda la moral, privándola de su vertiente reflexiva, al punto de convertirse en un planteo abusivo y hasta nocivo, centrado en la obligación y el pecado, que favorece un “minimismo” inmoral que sólo busca fijar los límites estrictos del deber, sin llegar a despertar el anhelo de lograr plenamente la perfección de la moral cristiana, que incluye necesariamente elementos evangélicos, ascéticos y místicos. Al punto de impedir concebir la vida moral en forma dinámica como una respuesta de amor más bien que como obediencia a un código preciso del buen obrar.

La moral al servicio del confesionario

En los siglos XIV y XV con la decadencia de la escolástica y el progresivo abandono de la estructura de la moral tomista, de inspiración decididamente sobrenatural y método rigurosamente teológico, se produce un giro involutivo en el terreno de la investigación moral. La preocupación se centra ahora en la administración del sacramento de la penitencia, la moral es considerada cada vez más como ciencia al servicio de la misma y la reflexión sobre el obrar humano se aparta progresivamente del dogma y emprende el camino de la casuística jurídica.

Las razones de esta involución tienen que buscarse en varias direcciones, pero dos hechos revisten primordial importancia: la extensión progresiva de la práctica de la confesión privada y el giro que el nominalismo imprime a la moral.[46] La penitencia pública de la Iglesia primitiva se fue tornando cada vez más gravosa y hasta impracticable. Junto a ella se fue desarrollando desde los siglos VI-VII una nueva forma de disciplina penitencial, centrada en la acusación personal de los propios pecados y de su correspondiente expiación. En este contexto nacieron los “libros penitenciales” y las llamadas “tarifas de culpas”. Tal disciplina se fue extendiendo progresivamente hasta suplantar por completo a la penitencia pública y recibió aprobación definitiva en el concilio de Trento.[47] Desde ese momento la casuística se convirtió en el elemento dominante en la investigación moral, cuyo objetivo fundamental fue la preparación de confesores competentes, quienes de hecho prestaban más atención al acto externo del pecado que a las disposiciones del penitente.

Orígenes del nuevo enfoque moral

A su vez, el nominalismo contribuyó de manera decisiva a asentar las bases de este nuevo enfoque a través de Guillermo de Occam († 1350) y Duns Escoto († 1308), y su influencia en la corriente franciscana, que sostiene que el bien moral no es intrínseco al ser, sino que es tal solamente porque es querido por Dios y que la vida moral es una serie de actos, independiente uno de otro y absolutamente únicos. De aquí el extrinsecismo preceptista (es bueno lo que está mandado) y la casuista como modo concreto de regular el comportamiento humano en sus diversas expresiones. El problema moral fundamental no es ya el de cuál es el fin de hombre, el valor básico que da sentido a la existencia, sino más bien el de si este acto es lícito o está prohibido. «Ser bueno» o «ser malo» representa solamente una calificación relativa al obrar de la persona, pero no a su ser”.[48]

En los siglos XIV y XV esta nueva forma de elaborar la reflexión moral se hace patente en el florecimiento de las Summae confessorum, momento intermedio entre la herencia lejana de los libri poenitentiales medievales y las futuras Institutiones theologiae moralis, que pretenden ser continuación de la tradición tomista. Dichas “sumas” sin ambicionar, por cierto, el título de teología moral, se convierten de hecho en “prontuarios” o “léxicos” de la misma, especie de “vademecum” para pastores, donde se encuentra todo lo necesario para el ejercicio del ministerio: moral, derecho canónico y civil, liturgia y pastoral sacramental.[49] El ejemplo más notable lo constituye san Antonino de Florencia (1389-1459), quien además de su famosa Summa moralis, escribió tratados y manuales para bien confesarse y de dirección espiritual. Su influencia en el mundo hispánico fue notable, especialmente a través de sus obras morales menores. La suma de confesores más editada en España fue su confesional llamado Defecerunt.[50]

Normativa tridentina

Con el siglo XVI renacen los estudios teológicos pero lejos de las grandes intuiciones de los maestros antiguos. Los teólogos de este siglo no recuperaron el sentido de unidad que tenía la teología para sus predecesores medievales. De este modo la moral se perfiló como ciencia independiente de la dogmática, la espiritualidad se volvió antagónica de la moral, quedando ésta limitada al estudio de lo estrictamente obligatorio, el tratado de gracia fue relegado a la dogmática, y el de la ley nueva o evangélica fue pasado por alto o considerada superficialmente.

El concilio de Trento trató de la penitencia en varias oportunidades en el marco de la polémica con los reformadores. En la sesión VI, en el decreto sobre la justificación, afirmó la existencia de este sacramento como tabla de salvación para los cristianos que han vuelto a caer en pecado y definió la sacramentalidad. Si bien su estudio y elaboración definitiva tuvo lugar en la sesión XIV; y en dos ocasiones se refirió a las relaciones entre la penitencia y la eucaristía: sesiones XIII (eucaristía como sacramento) y XXII (discusión del sacrificio de la misa).[51]

Recepción de la penitencia sacramental

En lo referente al sacramento en sí y a su administración, la doctrina conciliar puede resumirse en los siguientes puntos. Los actos del penitente son parte del sacramento como su “cuasi-materia” (contrición, confesión y satisfacción). El efecto de la penitencia es la reconciliación con Dios, acompañada a veces de otros efectos, como la paz interior y el gozo espiritual. La contrición necesaria para el perdón de los pecados incluye la voluntad de no pecar y de iniciar una vida nueva, y la verdadera detestación de la vida pasada. En orden a obtener el perdón es de necesidad la confesión íntegra de los pecados mortales y la confesión en forma secreta (auricular), sólo a los ministros, obispos o sacerdotes. La índole judicial de la absolución exige normalmente el conocimiento del estado del pecador mediante la confesión de aquellos pecados mortales que en conciencia se considera culpable y el poder de imponer una satisfacción. Y, finalmente, establece que para recibir la eucaristía es necesaria la confesión sacramental para quienes sean conscientes de pecado grave, según «costumbre de la Iglesia» (ecclesiastica consuetudo), habiendo abundancia de confesores.[52]

Hasta este momento la recepción de la penitencia sacramental se limitaba a determinadas ocasiones, como cuaresma, bodas, enfermedades y peligro de muerte. A partir de ahora se impone acudir con mayor frecuencia al confesionario por los beneficios que dispensa, pues se lo considera un medio decisivo para alcanzar la perfección que conlleva de suyo la vida cristina. Pasando así a ocupar un lugar preeminente el sacerdote que oye confesiones, quien por su solvencia en las cuestiones espirituales lleva a los fieles por los senderos de la virtud y la santidad, según estados de vida y ocupaciones u oficios temporales.

Por tal motivo la teología moral se orientó de modo particular a iluminar la práctica del confesionario; y al seminario tridentino se le fijó por objeto, sobre todo, formar buenos confesores.[53] En esta nueva perspectiva la atención se centró de modo particular en la manera cómo el confesor debía decidir los casos morales y el modo de acusación del penitente, convirtiéndose la cuestión de la conciencia en el centro de las preocupaciones. A la vez que se le otorga al confesor la función de iluminar y controlar las decisiones que debían tomarse, siempre bajo la obligación de seguir la norma moral o canónica en cuestión. Abriéndose de este modo el camino a la utilización de ciertos sistemas morales para resolver casos difíciles o complicados, sobre todo cuando las opiniones de las escuelas o de los moralistas en particular no coincidía en la solución, adquiriendo la obligación legal, en caso de duda, una importancia desproporcionada en la disputas sobre los sistemas vigentes, como el caso del tuciorismo y el probabilismo.

Influencia del jesuitismo

Al respecto, Bernhard Häring se encarga de señalar la aparición de esta nueva teología moral, orientada de manera particular a la práctica del confesionario y centrada en la cuestión de los sistemas morales:

«¿Cómo se llegó a eso? La ley de Cristo, tal como fue formulada sobre todo en el Sermón de la Montaña [Mt 5,20-48], resalta principalmente los mandamientos que señalan un fin u orientación, como se pone de manifiesto en la fórmula (usada siete veces): “Yo empero os digo”, que se contrapone a la orientación de los antiguos, la cual se reducía a trazar límites o por lo menos veía en ellos su cometido principal. Sin embargo, el punto de vista de la moral postridentina fue el control que ha de ejercer el hombre, y por cierto con miras a la absolución que debe concederse o denegarse. Ahora bien, semejante control sólo es posible a base de un mandamiento que señale los límites. Dentro de esta orientación se formaron en gran grupo de moralistas presupuestos muy determinados, expresos o tácitos. Uno de ellos era: un caso de conciencia sólo surge frente a una ley prohibitiva claramente formulada. El pecado se identificó prácticamente con la transgresión de un mandamiento limitativo, dejando de lado la “ley de gracia” y los mandamientos finales, que, según el Sermón de la Montaña, tienen un auténtico valor normativo en conformidad con la medida de los carismas recibidos. Más como quiera que el mandamiento final no se presenta a los ojos de un juez humano como norma de control, la moral de aquel tipo se fijó enteramente en los mandamientos limitativos, que en muchos casos parecen estar en pugna entre sí, sobre todo cuando el mandamiento de la caridad es tratado únicamente como uno de los tantos con límites más o menos fijos de los deberes a cumplir».[54]

En este contexto la escuela teológica jesuítica se inclinó desde el comienzo al tratamiento de cuestiones de moral práctica, siguiendo en esto el pensamiento de los teólogos de Salamanca con quienes comparte preocupaciones similares: inquietudes metodológicas, preferencias por determinadas cuestiones y los mismos enfoques en la solución de los problemas morales en la perspectiva del tratado interdisciplinar sobre justicia y derecho, el fruto más cualificado de la escuela de salmantina y en general de los moralistas del siglo XVI.[55]

Destacándose en este aspecto la fuerte inclinación de los moralistas jesuitas al desarrollo de la moral casuística en la línea de las “instituciones morales” y “estudio de casos”, pensando al momento de escribir en destinatarios comprometidos en la actividad pastoral de las confesiones, más que en la demanda de las aulas académicas. Opción metodológica que se inspira en la misma Ratio studiorum de la Compañía que para responder a la nueva situación de los estudios eclesiásticos introdujo un curso especial de casuística moral para confesores.[56]

Por tal motivo abundan en los títulos de las obras publicadas las palabras instructio, directorium, examen, speculum, más bien que theologia moralis, expresión común entre los moralistas casuistas posteriores. Quienes se dedican a la redacción de estas obras siguen por lo general un esquema constante «que prevé desarrollo de las nociones fundamentales sobre el obrar humano y la exposición de la problemática moral concreta según la lista de los preceptos del decálogo y la casuista relativa a la administración de los sacramentos».[57]

En cuanto a la orientación de la moral propuesta en los manuales jesuíticos del siglo XVI, en opinión de M. Vidal, «no se la puede denominar tuciorista [como lo hace R. A. Maryks], ya que tal terminología es de época posterior. Los autores jesuitas se mantienen en la tónica de los manuales precedentes, eso sí aportando sensibilidades provenientes del carisma jesuítico. Ahora bien, tales peculiaridades no se inclinan hacia el rigor, sino a la comprensión de las situaciones individuales y hacia la adaptación a la evolución histórico-social».[58]

Finalidad e importancia del “Directorio”

El decreto del arzobispo Moya de Contreras, fecha 30 de septiembre de 1585, más arriba mencionado, pone de manifiesto el vasto alcance que el texto estaba llamado a tener en el ámbito de la pastoral penitencial del momento, pues por su contenido debían ser «doctrinados y examinados los que se recibieren a órdenes menores y mayores y se proveyeren en beneficios [de] curatos y doctrinas y dieren licencia para confesar». Es decir, en principio, todos los ministros, seculares y religiosos, desde la recepción de las órdenes sagradas a la habilitación canónica en parroquias y doctrinas de indios, quedaban obligados a contar con un ejemplar y estudiarlo detenidamente para aprobar oposiciones y aplicar su doctrina a la solución de los casos de conciencia que con mucha frecuencia planteaba la administración de la confesión a españoles, criollos, mestizos, indígenas y negros.

“Un precioso manuscrito”

Uno de los primeros que subrayó la importancia del Directorio fue el eminente bibliógrafo mexicano José Mariano Beristáin de Souza, quien al referirse al manuscrito que pudo consultar en su época (fines del siglo XVIII) en el Archivo de la Catedral de México, lo describe en estos términos:

«Otra obra trabajada por los PP. y DD. del tercer Concilio provincial mexicano, celebrado en 1585. Un tomo en fol. MS. En el archivo de la Iglesia de México.- Es una instrucción, por la cual sean examinados en esta diócesis los clérigos que solicitan licencias de confesar o curas de almas. Divídese en dos partes: la 1ª contiene lo que toca al ministerio sacerdotal, para que los sacerdotes entiendan en qué consiste su oficio, y cómo lo han de ejercer sin errar. La 2ª contiene lo que pertenece a sus costumbres, para hacer sus oficios con edificación y fruto de los prójimos; en dos palabras: de la ciencia del sacerdote y de la santidad de su vida; obra utilísima para curas, confesores y aún abogados de la América, especialmente cuanto a “casos prácticos”, pues se hallan en ella resueltas por el Concilio varias dudas propuestas por religiosos y mercaderes sobre los frutos y contratos, que entonces se usaban, y que aún no se han desterrado enteramente. No puedo atinar por qué permanece inédito tan precioso MS».[59]

Con posterioridad este testimonio ha sido recogido en varios de los modernos repertorios o elencos bibliográficos que dan cuenta de la producción intelectual mexicana en la época española. En nuestros días, el historiador norteamericano Stafford Poole se ha encargado de actualizar el tema, al señalar la importancia insoslayable que reviste la obra para los estudiosos del México colonial.[60] Al respecto escribe con la agudeza histórica que lo caracteriza:

«El Directorio para confesores es una fuente trascendental para la historia religiosa, social y económica de la Nueva España. Es un sumario tanto de las actitudes religiosas y sociales como del modo de vivir de aquel siglo, algo que no se encuentra en ninguna otra fuente. Por eso merece la atención de los historiadores y de otros investigadores, atención que hasta ahora ha faltado. Todavía echamos de menos una historia completa y comprensiva de la reforma católica en la Nueva España».[61]

“Un instrumento pastoral extraordinario”

Últimamente la importancia del Directorio ha sido puesta de manifiesto por las investigaciones de Luis Martínez Ferrer, a quien se debe el estudio más completo y novedoso en el marco de la pastoral penitencial en la segunda mitad del siglo XVI en Nueva España. El siguiente párrafo permite conocer, en apretada síntesis, su opinión al respecto, fundada en su doble oficio de historiador y buen conocedor de la teología de entonces:

«Nos encontramos ante un instrumento de pastoral extraordinario, una obra completa y muy articulada, que responde a la necesidad de dotar a la Iglesia mexicana de ministros de la confesión dignos, con la ciencia necesaria y con afán de santidad […] Podemos decir que responde a dos tradiciones: una genuinamente americana, representada por las Órdenes mendicantes, defensoras y evangelizadoras del indio; la otra, de origen europeo, constituida por el impulso pastoral del concilio de Trento y la aportación de la Compañía de Jesús, matizada por cierto rigorismo atribuible al autor del Directorio […] Se mueve en diversos ámbitos: el teológico moral, deudor de la ciencia sagrada de su tiempo, y particularmente de la herencia de sumista bajo medievales y de la gran escolástica salmantina del siglo XVI; el profético, representado en el epígrafe “Acerca de los Indios”, que, junto con la carta al rey, es la máxima comprensión del afán de justicia del III Mexicano; el espiritual, inscrito en la gran tradición europea y americana del siglo XVI, con una fuerte carga jesuita: no estamos, pues, ante una moral minimalista y fría, sino que se combina la doctrina casuística con una tensión hacia una rica vida espiritual. El Directorio resulta, en fin, una formidable pieza catequética, muy característica de su época y a la vez con una fuerte personalidad». [62]

Algunas conclusiones sobre lo expresado hasta este momento. El Directorio refleja el nuevo enfoque que imprimió a la moral y a la confesión individual la reciente legislación tridentina, fomentando el desarrollo de una casuística de fuerte impronta jurídica y legal, en la perspectiva de los antiguos “sumistas” bajo medievales. Preocupados más por analizar los actos externos del pecado que las disposiciones del penitente, como resultado de enseñar primero los diez mandamientos y a continuación los sacramentos, imponiéndose en las conciencias, ante todo, la primacía del cumplimientos de los “deberes” del buen cristiano, en su vida personal y social.

Enfoque jesuítico y contrareformista

Algunas conclusiones sobre lo expresado hasta este momento. En cuanto al contenido el Directorio refleja, ante todo, la formación y las preferencias temáticas de su autor principal, el jesuita Juan de la Plaza, quien a partir de las consignas recibidas, compone un texto, al modo de los antiguos casuistas, que asume los presupuestos de la moral práctica de procedencia salmantino-jesuítica, mencionada más arriba.[63]Al que incorpora, entre otras cosas, el tratamiento de cuestiones morales específicas, propias del medio mexicano, denunciadas en los “memoriales” al concilio, referidas a oficios y actividades que de suyo encubrían inmoralidades manifiestas y agravios inveterados en el trato con los indígenas.

El resultado final será la aprobación de un escrito que lleva el indudable cúneo del discurso ético y la espiritualidad jesuíticas, cuya redacción y publicación propuso con insistencia el arzobispo Pedro Moya de Contreras, más que cualquier otro de los obispos presentes. Admirador fervoroso de la Compañía de Jesús, a la que abrió en la arquidiócesis las puertas de nuevos espacios pastorales y de docencia. Y de quien recibió en algún momento el beneficio de los ejercicios ignacianos; y no bien llegado a México, el influjo de su magisterio teológico en la persona del jesuita Pedro de Hortigosa, quien mediante clases particulares contribuyó a completar su formación en moral.[64]

Indudablemente este conjunto de circunstancias contribuyeron a que el mencionado enfoque jesuítico y contrareformista predominara en las páginas del Directorio, al que el P. Plaza le trasmitió algo del rigorismo ascético que caracterizaba su espiritualidad.

A modo de conclusión de este apartado puede afirmarse que el mismo concilio, desde un comienzo, concibió al Directorio, como un elemento indispensable para promover, desde las exigencias propias de la conciencia cristiana, la reforma moral de la sociedad mexicana, en sus diversos estamentos sociales, particularmente el clero y la dirigencia, inmersos en vicios y corruptelas, favorecidos por la prosperidad económica, las ansias de poder y el sistemas de privilegios.

Pero cabe preguntarse si estas expectativas reformistas no resultaban desmedidas en cuanto a su efectividad ¿Sólo con la práctica del confesionario y la denuncia de las injusticias podía asegurarse la modificación generalizada de aquellos comportamientos pecaminosos tan arraigados, como disimulados y tolerados con indulgencia por muchos? ¿No debería sumarse a ello, como factor determinante, la acción política de la corona y el severo control local para acabar con tan preocupante situación?

Para dar respuesta a estos interrogantes recogemos el juicio de S. Poole, quien con adecuada comprensión de los hechos, piensa que los obispos en sus resoluciones manifestaron «una confianza casi excesiva en la efectividad del Directorio», de cuya impresión y puesta en práctica dependía gran parte el proyecto de reforma. Y como no ocurrió ni una ni otra cosa, el impacto deseado no se alcanzó, pues el único camino efectivo consistía en el asiduo empleo por parte de los confesores ordinarios de españoles, a quienes la legislación conciliar urgía a hacerlo. Circunstancia que viene a comprobar que en el ánimo del episcopado el sacramento de la penitencia, es decir, el confesionario, constituía una instancia pastoral de primer orden de influir y mejorar la vida religiosa de los fieles.[65]

Partes y contenido del “Directorio”

La misma obra,[66] al comienzo, advierte al lector que el contenido se distribuye en dos partes principales:

«La primera contiene lo que toca al ministerio sacerdotal, para que entiendan los sacerdotes en qué consiste su oficio y cómo lo han de ejercitar sin errar en él. La segunda contiene lo que pertenece a sus costumbres y orden de vida, para hacer su oficio con edificación y fruto de los prójimos. La primera pertenece a la ciencia que ha de tener el sacerdote, tan necesaria para no errar en su ministerio. La segunda a la santidad de vida que ha de tener para ayudar a bien vivir a los que vinieren a tratar con ellos del remedio de sus almas».[67]

Con lo cual el autor, acorde con el encargo recibido, fija los objetivos fundamentales que guían la redacción del texto. A modo de índice temático presentamos a continuación el contenido de la obra para facilitarle al lector una primera aproximación a las diversas cuestiones tratadas.

En la primera parte, bajo el título «examen que se ha de hacer a los candidatos a confesor», se expone todo aquello que concierne a la formación de los aspirantes al sacerdocio, dentro de los lineamientos tridentinos, para que éstos tengan una exacta comprensión del itinerario vocacional y del ejercicio virtuoso de futuro ministerio. Así se fijan las condiciones generales y particulares de cada una de las órdenes sagradas, hasta llegar al presbiterado; y se recuerdan los requisitos indispensables de virtud y ciencia para ejercer con idoneidad el oficio de confesor.[68] Para lo cual se le propone un repaso general de cada uno de los sacramentos, por el método de preguntas y respuestas, acompañado con la presentación de casos particulares, a título ilustrativo, que se extienden a las virtudes teologales y morales y a la resolución de casos graves, como herejía, superstición, homicidio, simonía, usura, robo, uniones ilícitas, restitución, estados y condiciones de vida, etc. Para concluir con el detalle de la doctrina canónica sobre censuras y penas eclesiásticas, tanto las reservadas al papa, como a los obispos y a los concilios, incluyéndose otras formas de excomunión y penas severas, como la suspensión, entredicho, cesación, irregularidad, y las medidas más severas de la degradación y deposición de los ordenados in sacris.[69]

En la segunda parte, se presenta el desarrollo de la «dirección para confesores y penitentes» propiamente dicha. Es decir, el Directorio en cuanto tal, a cuya normativa deben ceñirse quienes han demostrado, mediante el correspondiente examen en cuestiones morales y canónicas (primera parte), competencia para recibir la licencia de confesores ordinarios de españoles. Las recomendaciones se agrupan en varios puntos: comportamiento pastoral del confesor (virtudes); preparación del penitente por el orden de los mandamientos; modo de confesarse para gente devota; examen de conciencia por el orden de los pecados mortales; obligaciones que algunos penitentes tienen en razón de su estado y oficios (señores, vasallos, obispos, clérigos, doctores, maestros, estudiantes, jueces, profesionales, comerciantes, etc.); solución de las consultas presentadas al concilio (contratos de compra y venta, agravios a los indígenas, repartimientos, etc.); medios para mover al penitente a la contrición y dolor de los pecados; modo de imponer las penitencias para satisfacción de los pecados; remedios para no caer en idénticas faltas (contra recidium); el orden de vida que se le ha de recomendar a los que se han confesado; y asistencia espiritual a los moribundos y cumplimiento de las obligaciones testamentarias.[70]

Figura y competencias del buen confesor

En orden a perfilar la figura del confesor es necesario recordar el contexto social de época, pues dada la complejidad que de ordinario presentaban los casos de conciencia a resolver, no a cualquier sacerdote se lo consideraba apto para escuchar confesiones, ministerio reservado a los de ciencia y virtud reconocidas. Pues de hecho para acertar en las soluciones y consejos pertinentes debían ser versados en distintas disciplinas, como teología moral, derecho canónico, legislación real, normativa litúrgica y ejercitación pastoral. Proyecto de formación sacerdotal que ofrecían los seminarios tridentinos, cuya fundación se demoró aún por varios años en México. Influjo benéfico de los cuales todavía no gozaba la mayoría del clero secular, formado en otros parámetros, ni se había extendido entre los regulares. En este sentido, la ignorancia y la negligencia cundían para la preocupación de los obispos[71].

En este contexto resulta comprensible la preocupación por reconocer las cualidades que caracterizan al buen confesor, en atención a las especiales circunstancias en que se desarrollaba el ejercicio de su ministerio. Antes de entrar en el tema es necesario tener en cuenta la situación del clero respecto a la administración de la penitencia sacramental. Una mayoría representativa, conformada por quienes llevaban varios años de ordenados, se caracterizaba por contar con una formación deficiente en muchos aspectos, evidenciándose las carencias en relación a los requerimientos de los nuevos planteos morales (la moral al servicio del confesionario); mientras que los más jóvenes, si bien mejor dotados para el desempeño del ministerio, gracias al esfuerzos desplegados por obispos y superiores religiosos, aún no habían tenido oportunidad de incorporar en su integridad la reciente reforma tridentina. Por tanto, ambos grupos quedaban ante las exigencias de un proceso de aprendizaje novedoso, bajo muchos aspectos, que incluso generó algunos focos minoritarios de resistencia a las exigencias establecidas por el III Mexicano, que se expresaron en la presentación de memoriales y demandas ante la Real Audiencia.

¿Cómo dar solución rápida y eficaz a tal situación? Nada mejor que disponer de un texto impreso accesible a todos los confesores, en forma de directorio, manual o suma de casos, de uso obligatorio, cuya lectura y memorización les permitiera ejercer con idoneidad el ministerio entre los españoles. En razón de constituir, a todas luces, la porción de población más comprometida en conductas pecaminosas, tanto en el orden religioso como social. Negligencias y corruptelas que procedían de conciencias sumidas en el error, la indolencia y la relajación, en razón de no contar con la ayuda de oportunos y experimentados guías espirituales, llamados a proponerles el arrepentimiento, el propósito de enmienda y la consiguiente reparación, en caso de necesidad.[72]

Itinerario formativo

Pasemos, ahora sí, a ocuparnos de trazar la semblanza del buen confesor tal cual la presenta el Directorio, quien recuerda a los obispos que es competencia suya promover la esmerada formación de los clérigos, al punto de constituir una tarea primordial la de «hacer ministros idóneos, instituyéndolos en las cosas necesarias para hacer bien su oficio»[73]. Obligación episcopal urgida de modo particular por Trento, a tenor del siguiente canon que recoge la tradición de la Iglesia al respecto: «Los que son promovidos al orden del presbiterado, deben tener testimonios favorables de su conducta, y si se los encuentra idóneos, mediante previo y diligente examen, para instruir al pueblo en las verdades que es necesario todos sepan para salvarse y para administrar los sacramentos; y se han de distinguir tanto por su piedad y pureza de costumbres que se pueda esperar de ellos ejemplos sobresalientes de buenas obras y saludables consejos de buena vida».[74]

La formación intelectual como tal comienza en los pasos iniciales del itinerario vocacional, entre los doce y catorce años (primera tonsura y órdenes menores), tiempo en que se adquieren los primeros contenidos sobre la doctrina cristiana, la gramática (leer y escribir), nociones de latín y el arte del canto llano. A lo que se suman los aspectos morales y espirituales, como la correspondiente certificación de buena conducta y fama, respeto y obediencia a los sacerdotes, práctica frecuente de la confesión y comunión eucarística, y buen desempeño en el ejercicio de los oficios propios de las órdenes menores (servicio litúrgico). Debiéndose comprobar que han «vivido honesta y pacíficamente, sin ser notados de deshonestos, jugadores o revoltosos o tener mala costumbre de jurar».[75]

Las exigencias van en aumento llegado el tiempo de preparación para recibir a las órdenes mayores. El subdiácono (de epístola),[76] al menos de 22 años, debe poseer una asimilación más profunda de la doctrina cristiana, al punto de «dar razón de entender bien lo que cree», no sólo de repetirlo de memoria, demostrando saber: el modo de rezar las horas canónicas por el breviario recientemente aprobado (Breviarium Romanum), explicar el número de las órdenes sagradas y tiempos de administración (materia, forma, ministro, efectos), hablar latín «congruamente», dar cuenta de aquello que habla según los preceptos de la gramática y cantar canto llano. Siendo responsabilidad de la autoridad eclesiástica competente pedir debida información, sobre honestidad de costumbres y vida espiritual, a las iglesias donde hubiese desempeñado con anterioridad los oficios propios de las órdenes menores.[77]

Para la ordenación de diácono (de evangelio), a partir de los 23 años, cuentan las mismas exigencias «que para el de epístola y con ventaja». Sumándose otros requisitos: conocer en sus pormenores los ritos de la misa, «pues será ministro del sacerdote que celebra y le ha de ayudar en el altar”; haber cumplido con diligencia los oficios propios del subdiácono»; haber comulgado en la misa los domingos y fiestas solemnes, si «ha ministrado en el altar»; y haber aprovechado el año de intersticio (tiempo entre el subdiaconado y el diaconado) en oír y estudiar «la materia de sacramentos» como lo tiene ordenado el concilio. En cuanto a moralidad, se le pide: «haber sido de conversación honesta y pacífica, sin costumbre de jurar, ni jugar, ni murmurar, ni maldecir».[78]

Finalmente, el aspirante al sacerdocio (a partir de los 25 años), además cumplir con todas las exigencias propias de las anteriores órdenes, tiene que ser examinado cuidadosamente sobre la asimilación personal de la doctrina cristiana en orden a comprobar si sabe «exponer y declarar siendo preguntado para que la pueda declarar a los que a él acuden para ser enseñados». Extendiéndose el interrogatorio a los sacramentos, en particular a los que puede administrar: bautismo, penitencia, comunión, extremaunción y matrimonio (materia, forma, disposiciones, defectos más comunes en la administración y remedios correspondientes). Ocupando un lugar importante en la formación el haber aprovechado, durante el año de intersticio, escuchar y resolver casos de conciencia, conforme a las disposiciones conciliares, en vistas a la competente administración de la penitencia. Como poseer, asimismo, la maduración necesaria en otros aspectos de la vida virtuosa del sacerdote, mencionadas en el siguiente párrafo:

«Allende de esto, ha de tener noticias y ejercicio de la oración, pues es el principal oficio del sacerdote, después de ofrecer el sacrificio del altar, es hacer oración por el pueblo y ser intercesor para con Dios, para que remedie los males espirituales y corporales que en él hay, y provea a las necesidades espirituales y corporales de todo el pueblo. Cuanto a la buena vida y costumbres, se ha de tomar información en la iglesia donde hubiere servido de diácono: si ha acudido a ejercitar este ministerio y si en los domingos y fiestas solemnes que ha ministrado en el altar, ha recibido la sagrada comunión, y si ha dado ejemplo de buena vida en su conversación casta y pacífica, de manera que se pueda esperar de él que edificará el pueblo con buena doctrina y santas costumbre».[79]

Configuración del confesor

El sacerdote desde la ordenación quedaba en condiciones de asumir progresivamente diversos compromisos pastorales, exigiéndole cada uno de ellos mayor preparación y un tiempo adecuado para ejercerlos, que en el lenguaje canónico de época se designaban con estos nombres: ordenado «para misa» (recibir el sacramento y poder celebrar la eucaristía); «para cantar misa» (habilitación para celebrar misa solemne o pontifical) y «ser cura» (recibir la misión canónica para ejercer el oficio de la cura de almas o beneficio curado). Esta tercera instancia incluía de manera particular la facultad de escuchar pecados y la obligación de saber aconsejar a los penitentes en orden a suscitar en ellos el arrepentimiento, junto con el propósito de enmienda y la correspondiente reparación en caso que corresponda.

«Allende de esto, ha de tener noticias y ejercicio de la oración, pues es el principal oficio del sacerdote, después de ofrecer el sacrificio del altar, es hacer oración por el pueblo y ser intercesor para con Dios, para que remedie los males espirituales y corporales que en él hay, y provea a las necesidades espirituales y corporales de todo el pueblo. Cuanto a la buena vida y costumbres, se ha de tomar información en la iglesia donde hubiere servido de diácono: si ha acudido a ejercitar este ministerio y si en los domingos y fiestas solemnes que ha ministrado en el altar, ha recibido la sagrada comunión, y si ha dado ejemplo de buena vida en su conversación casta y pacífica, de manera que se pueda esperar de él que edificará el pueblo con buena doctrina y santas costumbre».[79]

Por esta motivo el Directorio incluye un apartado especial a la habilitación «para confesor», tema del cual se había ocupado en particular el concilio al establecer que ningún sacerdote pudiera «obtener beneficio curado, si no es primero probado y examinado se encuentre ser idóneo, y esté versado en la administración de los sacramentos, principalmente el de la penitencia, y bien instruido en los casos de conciencia, según la forma dispuesta por este Sínodo, y aprobada juntamente por el Directorio de confesores y penitentes, la cual se observe y practique en todo y por todo».[80]

Por tal motivo, el confesor «debe saber más cumplidamente la doctrina cristiana para poderla enseñar exactamente a sus penitentes», para los cual se le recomienda tener a mano dos libros que mucho pueden ayudarlo en dicha tarea: el Catecismo Romano de Pío V (Catecismo Tridentino) y el catecismo del dominico Felipe de Meneses, que lleva por título Luz del alma cristiana contra la ceguedad e ignorancia en lo que pertenece a la fe y ley de Dios y de la Iglesia, editado en Valladolid en 1554, con numerosas ediciones en años posteriores.[81]

En cuanto al sacramento de la penitencia se le recomienda conocer «enteramente» los actos propios del penitente: contrición, confesión y satisfacción; y de parte del ministro: poder, ciencia, bondad, prudencia y secreto. A la vez que saber la materia de la confesión, que incluye: pecados mortales y veniales, al igual que las circunstancias que pueden cambiar la especie o agravarla de manera notable.

Al mismo tiempo, en cuanto a los pecados mortales debe saber enumerarlos según la clásica distinción entre los que son contra Dios: herejía, idolatría, apostasía, supersticiones, arte mágica, votos (no cumplidos) y juramentos; y los que son contra el prójimo: usura, injusticias en compras y ventas, cambios y aseguraciones, hurto, rapiña, engaño, detracción, homicidios, guerra justa e injusta y simonía. Nómina de pecados a los que se suman el no rezar las horas canónicas, si se está obligado; y las censuras eclesiásticas que se pueden cometer (excomunión, suspensión, entredicho, irregularidades, etc.). Teniendo claro respecto de esto último, quién las puede imponer, absolver, dispensar o quitar.[82]

Al igual le corresponde estar enterado de cómo proceder con los penitentes en casos graves, como ser: herejía, apostasía, censuras, simonía, usura, concubinato, adulterio, forzar o engañar doncella, raptarla de la casa de sus padres e ignorar la doctrina cristiana. Ampliándose la competencia a resolver otras situaciones complicadas, que requieren contar con ciencia suficiente:

«Cómo se ha de haber con el reo o testigo que se perjuró en juicio. Con quien no ha restituido después de haberse confesado muchas veces. Con el que no puede restituir, y con el que no quiere perdonar la injuria a sus enemigos. Con el que tiene beneficio con mal título. Con los religiosos que se vienen a confesar con el de otra orden. Con el que no tiene dolor de sus pecados. Con el que no quiere aceptar la penitencia. Con el que tiene costumbre de pecar y recae muchas veces. Con el que está en ocasión próxima de pecar. Con el que pide dispensación de alguno voto o juramento. Con obispo que pide le confiese. Con los jueces del rey. Con los señores de vasallos y encomenderos de indios. Y cómo se ha de haber con el que está en el artículo de la muerte».[83]

En resumen, el confesor debe saber preguntar con claridad:

«Por los mandamientos de Dios y de la Iglesia, en qué se peca mortalmente, y los pecados que comúnmente se cometen en los estados y oficios de la república. También ha de saber los remedios generales y particulares contra los pecados. También ha de saber cómo se ha de haber con el penitente antes de la confesión y en la confesión y después de la confesión; de la cualidad y cantidad de penitencia que le ha de imponer».[84]

Dos ejemplos

A modo ilustrativo, nos detenemos por un momento en presentar los diversos tipos de penitentes a los que el confesor debe ayudar a realizar el necesario examen de conciencia acorde al estado de vida que los caracteriza (solteros, casados, obispos, clérigos, religiosos) y a los oficios a los que se dedican (ocupaciones).

Esta parte del confesionario es una de las más interesantes porque muestra el amplio abanico del tejido social que caracterizaba a la sociedad mexicana de esa época, dando a conocer los pecados, negligencias y corruptelas en que solían verse envueltos sus miembros, desde los que ocupaban los cargos más encumbrados hasta los que practicaban los trabajos más humildes. Así se mencionan, incluyendo las preguntas que deben formularse en caso de acusaciones genéricas o defectuosas: señores y vasallos; obispos; clérigos de orden sacra; doctores y maestros; estudiantes; mozos de poca edad; jueces; abogados, procuradores y solicitadores; relatores; escribanos; reos, acusados y presos; testigos; médicos y cirujanos; boticarios; testamentarios; tintoreros y curadores; administradores de hospitales y obras pías; regidores; fieles; capitanes y soldados; mercaderes; sastres, calceteros y jugueteros; tundidores; plateros; confiteros; ropavejeros; cereros; curtidores y curadores; zapateros y chapineros; carpinteros, canteros y albañiles; taberneros y estancieros.[85]

Teniendo en cuenta este polifacético mundo humano, donde se alternan las diversas clases sociales y los intereses propios de sus ocupaciones y oficios, transcribimos a continuación algunos párrafos del Directorio reveladores de los problemas que por entonces afectaban la sana convivencia humana, vigentes bajo diversas formas hasta nuestros días, lesionando de manera particular el entramado social comunitario. En este sentido los pecados más comunes contra el prójimo son los relacionados con la justicia y la correspondiente restitución. Cuestiones que exigían del buen confesor contar con la suficiente competencia en orden a subsanar las consecuencias morales y religiosas producidas. Asistamos, entonces, al siguiente interrogatorio de suficiencia que ante los examinadores debía aprobar el aspirante a obtener la licencia para confesar.[86]

Restitución:

«Justicia:

P. ¿Qué cosa es justicia?

R. Dar a cada uno lo que es suyo.

P. ¿Cuántas maneras hay de justicia?

R. Dos, que son: justicia conmutativa y justicia distributiva.

P. ¿Qué cosa es justicia conmutativa?

R. Hacer igualdad entre las cosas que se dan y se reciben.

P. ¿Qué cosa es justicia distributiva?

R. Es hacer igualdad en los oficios públicos que se dan, eclesiásticos y seglares, entre la cualidad de los oficios y méritos de las personas a quién se dan, para ejercitar­lo como conviene. En la justicia conmutativa se mira al bien particular de la persona, dándole lo que se le debe. En la justicia distributiva se mira al bien de la república, dando los oficios a quien mejor los puede ejercitar para el bien de la comunidad.

P. ¿Cuántos son los actos de la justicia conmutativa?

R En general son cuatro: remunerar el servicio, pagar la deuda, restaurar el daño hecho, satisfacer la injuria. Y todo se comprende debajo de un nombre común, que comúnmente se llama restitución.

Restitución:

P. ¿Qué cosa es restitución?

R. Pagar lo que se debe; y llámase, quia iterum statuit alterum in rei suae possessionem [porque restablece a otro en la posesión de lo suyo].

P. ¿De dónde nace la obligación de restituir?

R. En general de dos principios que llaman los doctores ratione acceptionis vel ratione rei acceptae [por razón de aceptarla o por razón de retener la cosa]. Que quiere decir: por haber recibido alguna cosa de otro, o por estar en su poder alguna cosa ajena, aunque no la haya recibido del señor cuya es la cosa.

P. ¿En cuántas maneras está uno obligado a restituir ratione acceptionis?

R. Cuando recibe contra la ley, que manda que no reciba. Y en los contratos voluntarios, está obligado a restituir, cuando recibe más de lo que se le daba por razón de empréstito, compra y ventas, censo, cambio, compañía, aseguración. En los involuntarios, está obligado a restituir por hurto, rapiña, o haber destruido o dañado la hacienda ajena o estorbando la ganancia [justa], o ser causa de nuevo gasto. En los daños de la persona, por haber muerto a otro, cortado miembro, herido, encarcelado para que no pueda hacer libremente su oficio. En los daños de la honra y fama, por haber injuriado en presencia de obra o de palabras; y en ausencia, por haber murmurado o levantado falso testimonio».

En defensa de los indígenas: injusticias y vejaciones

Ahora pasemos a leer otro fragmento destinado a instruir al confesor sobre los pecados y negligencias que pueden cometer aquellas personas investidas de autoridad en el orden temporal, poniéndose de manifiesto las obligaciones que le son propias en razón de tener bajo su cuidado a vasallos, particularmente el caso de los gobernantes y encomenderos. El siguiente epígrafe, junto con uno de los decretos conciliares más significativos sobre la defensa de los derechos de los naturales antes mencionado (lib. V, título VIII § II), pueden considerarse como textos pioneros de genuina inspiración profética que se suman al movimiento proindígena de época.

«Agravios contra los indios:

En esta tierra particularmente tienen obligación los gobernadores a poner diligencia bastante para estorbar las borracheras de los indios y quitar las ocasiones de ellas por ser cosa tan pública y tan ordinaria y tan dañosa a la salud corporal de los indios, y tan grande impedimento para que sean buenos cristianos, y aun para que sean cristianos. Y pecará gravemente el gobernador que en esto tuviere remisión y descuido, pues el principal intento y obligación de los que gobiernan en Indias es procurar la conversión de los gentiles, y ayudar que vivan cristianamente después de convertidos, procurando cumplir las instrucciones, cédulas y provisiones de su majestad, libradas para el buen tratamiento de estos naturales.

Especialmente pecan mortalmente mandando o permitiendo que los echen y repartan a minas a cavarlas y a los demás trabajos de ellas, de donde nace consumirlos, y a que aborrezcan el Evangelio y no asistan a la doctrina y conversión, de más de las ofensas que se causan en la ausencia de sus casas, mujeres, hijos y labores, robos, fuerzas e injurias que se cometen, tanto más grave esta violencia, cuanto ellos son gente pobre y pusilánime, y tienen menos patrocinio, y el poder insolente de los mineros y sus esclavos, y codicia de sacar plata con la sangre de estos miserables, a cuya conversión y manutención espiritual y temporal es la obligación de su majestad y ministros, y a obviar el escándalo y oprobio de nuestra sagrada religión.

Y aquí entran los agravios que, asimismo, reciben estos naturales en los repartimientos a labores y casas, y a granjerías, y de los que tienen violentados y forzados en obrajes, herrerías y otros oficios, como abajo se dirá conforme a lo que este santo Concilio tiene respondido y declarado.[87]

También pecan si gastan excesivamente en cosas no necesarias, teniendo y dejando sus estados y rentas empeñadas con grande congoja suya y de sus herederos, y ocasión vehemente de hacer vejaciones y molestias a sus súbditos para poder sustentar su estado. También se imposibilitan para hacer limosnas teniendo obligación particular a darlas pudiendo por razón de su estado y oficio.

Los encomenderos en esta tierra han de examinar sus conciencias por lo que aquí se ha dicho, y confesarse y enmendarse de lo que les toca si en ello faltaren; y los confesores se informarán de su estado y modo de proceder con los indios por lo que aquí está notado, inquiriendo si procuran la doctrina y conversión y aprovechamiento espiritual de los indios de su encomienda con cuyo cargo son encomendados. Si lo que a esto contradice lo procuran evitar o lo olvidan, pretendiendo con sumo cuidado y vigilancia tengan ministros espirituales idóneos que los industrien y ministren los santos sacramentos, y cómo cesen pecados y crezca en ellos nuestra sacra religión cristiana, y sean amparados y tratados como cristianos y gente pobre y flaca, excusando no los agravien ni escandalicen».[88]

La enumeración de las obligaciones propias relacionadas con los estados de vida, ocupaciones y oficios, concluye con una recomendación dirigida al confesor con el propósito de facilitarle recordar aquellos principios fundamentales a tener en cuenta al momento de ayudar a examinar la conciencia de las distintas categorías de penitentes.[89]

«Lo primero, cualquiera que acepta oficio o arte sin tener suficiencia bastante para ejercitarlo, peca mortalmente; y todo el tiempo que tienen voluntad de ejercitarlo está en el mismo pecado; y todo el daño de que es causa por su insuficiencia, está obligado a restitución.

Lo segundo, cualquiera que por malicia o descuidarse notablemente en su oficio o arte hace algún daño notable al prójimo, peca mortalmente y es obligado a restituirlo.

Lo tercero, cualquiera que por lo que hace en su oficio o arte lleva más del justo precio que merece su trabajo, conforme al precio común, o la tasa hecha por ley, peca mortalmente y está obligado a restituirlo.

Lo cuarto, el que en las obras de su oficio agravia a su prójimo, aunque sea en poca cantidad cada vez, está en pecado mortal, porque en muchos pocos se ha mucho daño y notable cantidad, y así hay obligación a restituirlo. En todos los oficios que hay leyes y ordenanzas que el oficial jura de guardarlas en particular, peca mortalmente y es perjuro si las quebranta.

Generalmente es pecado mortal quebrantar las leyes y ordenanzas de los oficios en cosa graves, aunque no haya juramento. Conocerse a ser cosa grave, cuando la ley pone grave pena por el quebrantamiento de ella, o cuando el prójimo recibe notable daño. Y con estas advertencias con facilidad ayudarán al reparo de las conciencias de los penitentes los confesores que son sus médicos».

Una óptica pastoral reformista

De este rápido repaso del contenido del Directorio se puede colegir que la preocupación fundamental de los prelados consistía en instrumentar un proyecto reformista de amplios alcances con la expresa intención de incluir en el mismo a todos los miembros de la Iglesia mexicana, según desempeño de oficios y estados: clérigos seculares, religiosos y laicos. Dando así muestras de un acentuado optimismo, acaso excesivo, como lo apuntamos más arriba, que los llevaba a pensar que la práctica de la confesión, por sí sola, contribuiría a recomponer por su propia eficacia sacramental el tejido religioso y social tan severamente dañado por actitudes pecaminosas generalizadas, donde se daban cita todo tipo de negligencias, injusticias, abusos y corruptelas.

Bajo esta óptica pastoral se examinan todas las conductas y actitudes humanas de época reñidas con el orden moral cristiano, a excepción de los indígenas, que entran en este escenario sólo en calidad de sujetos agraviados por el mezquino comportamiento de quienes tienen alguna autoridad o jurisdicción sobre ellos. Motivo más que suficiente para que en el listado de pecados se destaquen particularmente los contrarios a la justicia, tales como las deshonestidades, explotaciones, engaños y estafas. Preocupación social que se refleja en el tratamiento de una serie de consultas sometidas al concilio sobre la deplorable situación laboral en que se encontraban sumidos los naturales, cuyo dictamen forma parte del contenido del mismo Directorio, referidas específicamente a las vejaciones, injusticias y oprobios infligidos de ordinario por patrones y empleadores, sobre todo en los repartimientos dedicados al cultivo de la tierra y a la extracción de metales.[90]

Poniéndose así de manifiesto el particular interés de los obispos por denunciar la causa generadora de los males imperantes, que no era otro que el desmesurado deseo de alcanzar prontas riquezas por medios reñidos con la moral y las leyes, sin importarles afectar los intereses o derechos de terceros. Deplorable comprobación que ponen en conocimiento del mismo Felipe II en frases apremiantes, como para no dejar resquicio a justificación alguna y procurar urgente remedio:

«Uno de los pecados donde el demonio más se ceba y se pierden muchas almas en esta Nueva España es el deseo y el afecto de ser ricos, dando puerta abierta a la avaricia, semilla de los efectos tan malos y adversos que la religión cristiana y natural nos muestra».[91]

Asimismo, en opinión del autor del Directorio, con facilidad podían identificarse aquellos sectores de la población sobre los cuales recaían las mayores responsabilidades. Entre ellos, la existencia generalizada de una burocracia repleta de funcionarios atrapados en sustanciosas prebendas y de poderosas corporaciones comerciales que prosperaban el amparo de privilegios y vacíos legales existentes. A lo que había que sumar las repetidas deshonestidades de mercaderes, encomenderos, profesionales, artesanos, militares, administradores y hasta clérigos.

Todos ávidos en hacer prevalecer de manera egoísta los propios intereses o los del sector al que pertenecían, obteniendo así jugosas ganancias, al punto de verse lesionado gravemente el orden de la justicia y la caridad, en detrimento del bien común general. Virtudes que requerían ser fortalecidas en orden a salvaguardar la sana convivencia de estamentos sociales marcadamente diferentes en razón de la abigarrada realidad étnica que constituía a la Nueva España (españoles, indígenas, negros y demás castas) y de las lógicas aspiraciones sociales que sustentaban cada uno de ellos, dando así lugar a la aparición de situaciones altamente injustas y conflictivas.

Fuentes del “Directorio”

Este tema ha sido abordado competentemente por Luis Martínez Ferrer,[92] primero, y luego por Alberto Carrillo Cázares.[93] Sumándose, a su vez, los aportes que al respecto ofrece la exhaustiva investigación de Jesús Galindo Bustos sobre las fuentes del III Mexicano.[94] Por tanto, nos ceñimos a presentar las conclusiones que establecen estos autores.

La mayoría de las fuentes se encuentran citadas expresamente en el Directorio, bajo diversas modalidades, según el manuscrito que se consulte: algunas veces en el mismo texto, otras en anotaciones marginales.[95] Si bien, una fuente primordial, pero no citada de manera expresa, la constituye la misma documentación conciliar, en especial los «pareceres» de los consultores y los «memoriales» que se presentaron, de los que se sirvió el P. Plaza cuando lo creyó conveniente. Tal dependencia salta a la vista si se comparan unos textos con otros, como lo hace con acertada intuición Carrillo Cázares, mediante el recurso ilustrativo de la sinopsis.

Las fuentes de inspiración son de diverso género y origen. Unas veces sólo mencionadas por autor y/o título, a modo de argumento de autoridad o apoyatura documental: y otras, mediante la transcripción de versículos o párrafos más extensos, en forma literal o ad sensum, según ediciones originales o “catenas”, “florilegios”, “vademécum” de época. De todos modos, en el intento de clasificarlas, se las puede agrupar del siguiente modo: bíblicas, patrísticas, teológicas, derecho civil y canónico, concilios y literatura penitencial diversa.[96]

Bíblicas

Las citas bíblicas, tanto del AT como del NT, predominan en la primera parte del Directorio en orden a iluminar la dignidad del ministerio sacerdotal, las capacidades requeridas para acceder a él y el desempeño virtuoso del mismo, particularmente en calidad de confesor, factor fundamental en la renovación de la vida cristiana. Si bien no faltan abundantes referencias en la segunda parte, al hablar del acompañamiento pastoral que debe dispensarse a las personas devotas y a los penitentes deseosos de corregir su vida mediante el fortalecimiento del propósito de la enmienda y la reparación de los males cometidos. Con preferencia aparece citados: salmos, libros legislativos, sapienciales y proféticos (Dt, Lv, Jb, Sir, Is, Pr, Ez, Ct), evangelios (Mt, Lc, Jn), Hechos de los Apóstoles y cartas apostólicas (Pedro, Pablo, Juan, Santiago, Hebreos).

Patrísticas

Con el mismo propósito se menciona la literatura patrística, latina y oriental, con citas de Clemente Romano, Dionisio Areopagita (Pseudo Dionisio), Agustín, Jerónimo, Gregorio Magno, Basilio el Grande, Juan Crisóstomo, etc.

Teólogos medievales

Tampoco faltan alusiones a grandes teólogos medievales, como Alberto Magno, Tomás de Aquino y Buenaventura; y a los sumistas bajomedievales, Antonino de Florencia, Silvestre de Prieras, Juan de Andreas, Bartolo de Sasoferrato, etc. A los que se suman los teólogos y moralistas más reconocidos del siglo XVI, entre ellos, Tomás de Vio (Cayetano), Martín de Navarro (Azpilcueta) y Bartolomé de Medina; y los infaltables salmanticenses, Domingo de Soto, Pedro de Soto y Diego de Covarrubias. Y hasta se asume la teología americana en el magisterio de Bartolomé de Ledesma, catedrático en México.

Derecho canónico

Un lugar preferencial ocupa el derecho canónico, multiplicándose las apelaciones a diversas colecciones de cánones, sobre todo en las secciones destinadas a repasar las normas morales y jurídicas vigentes, tanto para eclesiásticos como para seglares, según especificidad de estados y oficios.[97] Urgiéndose, de este modo, lo establecido por las Decretales de Gregorio IX (1234), el Liber Sextus de Bonifacio VIII (1298), las Clementinas (1317), las Extravagantes de Juan XXII (1500) y las Extravagantes comunes (1503). Al igual que el magisterio (breves - motus proprius) de los papas Adriano VI, Pío IV y V, Gregorio XIII, las célebres bulas In Coena Domini de 1584 y De la Santa Cruzada (ampliada por Gregorio XIII), y el compendio “Sacerdotal Romano” (1567).

Derecho pontificio

Otra fuente que a la que se presta atención es el derecho pontificio que asistía a los mendicantes en el cumplimiento de su ministerio pastoral con los indígenas. En este sentido el concilio se propuso encuadrar sus privilegios dentro de la legislación del Tridentino y de la reducción llevada a cabo por el papa Gregorio XIII, mediante el Breve Universis Christi fideliter del año 1572. Tal resolución motivó a que los religiosos solicitaran que no se publicara ni declara nada en contrario hasta tanto se formalizara una consulta a la corona.[98] A la vez, se apresuraron a presentar un listado completo de dichos privilegios, algunos de los cuales tiene en cuenta el Directorio, publicado por el franciscano Juan Bautista, en 1600, en la segunda parte de sus Advertencias a los confesores de naturales.

Legislación real

En cuanto al derecho real se mencionan las famosas “Leyes de Toro” de 1505, que se convirtieron en base de las siguientes recopilaciones legislativas, “Nueva Recopilación” y “Novísima Recopilación”. Al mismo tiempo, que se invocan cédulas y provisiones promulgadas con el fin de asegurar el buen gobierno indiano, a la vez que regular el ejercicio de cargos públicos, de profesiones y actividades comerciales.

Concilios y sínodos

Asimismo, los concilios, como fuentes de moralidad y reforma, se convierten en lugares obligados de referencia, ocupando un lugar preferencial el contemporáneo de Trento (1545-1563), con citas numerosas y constantes de las sesiones 4, 14, 23, 24 y 25. Incorporándose al listado el Lateranense IV (1215) y V (1512-1517), el de Constanza (1414-1418), Florencia (1445), y los provinciales IV de Toledo (633), III de Lima (1583) y, por supuesto, III de México (1585), cuyos decretos son citados repetidamente.

Espiritualidad

Incluso en los apartados de mayor impronta ascética se citan grandes maestros de la vida espiritual, como San Vicente Ferrer, Tomás de Kempis y Fray Luis de Granada, de quien se recomienda la lectura a diaria, “un rato antes de comer o cenar”. Desde el punto de vista catequístico se mencionan el “Catecismo Romano de Pío V” (Tridentino) y el “Catecismo breve” del III Mexicano. Y en el apartado sobre el modo de confesar a gente devota (sacerdote, religiosas y personas piadosas) el texto abreva expresamente en los “Ejercicios Espirituales” de San Ignacio de Loyola.[99]

Penitenciales y catequéticas

Asimismo, de la lectura del texto se desprende que, amén de la documentación conciliar ya mencionada (pareceres y memoriales), el P. Plaza se inspiró particularmente en cuatro escritos penitenciales de amplia difusión por aquellos años: Enchiridion confessariorum de Martín de Navarro, más conocido como Martín de Azpilcueta; Luz del alma cristiana de Felipe de Meneses, que si bien es un catecismo, su tercera parte trata sobre el decálogo y los mandamientos de la Iglesia; Breve instrucción de cómo se ha de administrar el sacramento de la penitencia del dominico Bartolomé de Medina; y la Suma de sacramentos de Bartolomé de Ledesma, también dominico, distinguido teólogo y obispo de Oaxaca, presente en el concilio.

Interrogatorios y ordenanzas sobre oficios

Por último, en el intento de presentar un listado lo más exhaustivo posible de profesionales y artesanos, rubro que incluía en México un crecido número de actividades, donde abundaban engaños y deshonestidades, el autor acude otra fuente peninsular, el Interrogatorio y preguntas que mandó hacer don Cristóbal de Rojas y Sandoval, Obispo de Córdoba, por las cuales examinaran los confesores de este obispado los oficiales de él que confesaren, publicado en Córdoba en 1567.[100] Que con seguridad fue cotejado, en el caso de los artesanos, con las ordenanzas de gremios entonces vigentes en México, mencionadas repetidas veces en el Directorio, si bien de manera genérica.[101]

Conclusión

Como lo expresamos en su momento la redacción y el intento de publicación del Directorio obedecía a una finalidad bien precisa: facilitarles a los confesores que ejercían su ministerio en el ámbito del arzobispado de México el aprendizaje o repaso, según el caso, de la ciencia moral y canónica necesaria para administrar el sacramento de la penitencia dentro de una sociedad impregnada, en muchos aspectos, por las ansias de poder y riquezas, dando lugar a la persistencia de evidentes corruptelas en cargos , profesiones y oficios que afectaban directamente el trato con los más débiles, especialmente los indígenas.

De lo cual puede deducirse la importancia de establecer normas morales claras, firmes y bien fundadas, a la vez que comprender la dificultad de aplicarlas a casos concretos y complicados. Sobre todo en lo atinente a las conciencias defectuosas y erróneas, cauterizadas por el pecado, o adormecidas por la indolencia y la avaricia, sumidas en conductas acomodaticias o laxas, poco propensas al arrepentimiento y al propósito de enmienda.

En este sentido, el confesor disponía ahora de un recurso destinado primordialmente a ofrecerle los conocimientos morales y canónicos necesarios para intentar modificar aquellos comportamientos que lesionaban, sobre todo, el orden de la justicia y la caridad. Favoreciendo el prolijo examen de conciencia y el fortalecimiento de la enmienda, a semejanza de los penitenciales medievales y de los manuales, directorios o sumas de confesores que circulaban en España desde mediados del siglo XV. Sin limitarse a formular simplemente las preguntas que favorecieran una acusación sincera, detallada e integra de las faltas, dentro del esquema básico del cumplimiento de los deberes para con Dios, el prójimo y consigo mismo, si no exhortar a la vez al penitente a la conversión profunda y a la perseverancia en la vida cristiana. Preocupación que demuestra claramente que «no estamos, al decir de L. Martínez Ferrer, ante una moral minimalista y fría, sino que se combina la doctrina casuística con una tensión hacia una rica vida espiritual», constituyendo «una formidable pieza catequística, muy característica de su época y a la vez con una fuerte personalidad».[102]

El propósito de los obispos fue enmarcar la confesión sacramental dentro de un vasto proyecto reformista de amplios alcances con la expresa intención de incluir en el mismo a todos los miembros de la Iglesia mexicana según desempeño de cargos, oficios y estados, incluyendo a clérigos seculares, religiosos y laicos. Al respecto, puede pensarse que las intenciones del plan fueron expresión de un optimismo excesivo al esperar que por la sola práctica de la confesión podía alcanzarse la recomposición del entramado social severamente dañado por constantes actitudes egoístas, comprometidas en privilegiar los propios intereses o los del sector de pertenecía, provocando lesiones graves en el orden de la justicia y la caridad, en detrimento del bien común general. Los años posteriores al III Concilio Mexicano demostraron que sin la estrecha y efectiva colaboración de la Corona no era posible implementar las reformas religiosas y sociales deseadas.

Material suplementario
Bibliografía
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Notas
Notas
[1] Juan Guillermo Durán, «Normas básicas para la formación y promoción del clero secular. México 1540, 1555 y 1585. Un aporte a la historia de la Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis en Hispanoamérica Colonial», Teología 140 (2023): 145-192.
[2] En cuanto a la historia externa e interna del concilio, véase, Juan Guillermo Durán, Monumenta Catechetica Hispanoamericana, Vol. III (Buenos Aires: Agape Libros, 2017), 85-132 (en adelante sigla MCH).
[3] Cfr. Melquíades Andrés, La Teología Española en el Siglo XVI (Madrid: BAC, 1976), I, 348-356; Marciano Vidal, Historia de la Teología Moral. La moral de la Edad Moderna (ss. XV-XVI). 1. Humanismo y Reforma (Madrid: Editorial El Perpetuo Socorro, 2012), 117- 138; 589-634; 2. América: “problema moral”, 309-332; MCH, 61-64.
[4] Entre los confesionarios mexicanos anteriores a 1585 se cuentan los del franciscano Alonso de Molina, con varias ediciones: Confesionario breve en lengua castellana y mexicana (México 1565/1569/1577) y Confesionario mayor en lengua mexicana y castellana (México 1565/1569/1578). La edición de ambos textos en MCH, I, 409-541. Un elenco detallado, a modo de sinopsis histórica, sobre literatura penitencial: Lu Ann Homza, «The European Link to the Mexican Penance: The Literary Antecedents to Alva´s “Confesionario”» en Bartolomé de Alva, A Guide to Confession Large and Small in the Mexican Language, 1634, editado por Barry D. Sell y John Frederick Schawaller, con LuAnnn Homza (Norman: University the Oklahoma Press, 1999), 33-48.
[5] Edición del texto en MCH, II, 491-546. Sobre la influencia de este concilio en la legislación del III Mexicano, véase, Sebastián Terráneo, La recepción de la tradición conciliar limense en los decretos del Tercer Concilio Provincial de México (Junín, Buenos Aires: De las Tres Lagunas 2011).
[6] Conjunto de escritos presentados al concilio por el clero, secular y regular, cabildos catedrales, ayuntamiento y laicos sobre diversos aspectos de la vida mexicana que exigen remedio o reforma: evangelización de los indígenas, injusticias y agravios que reciben de parte de laicos y eclesiásticos, administración de los sacramentos, otorgación de beneficios, cobro de diezmos y aranceles, formación y reforma del clero, administración de la justicia, abusos en la práctica del comercio y las profesiones, etc.
[7] Cf. José A. Llaguno, La personalidad jurídica del indio y el III Concilio Provincial Mexicano (1585) (México: Editorial Porrúa, 1963), 45-69; y Luis Martínez Ferrer, Directorio para confesores y penitentes. La pastoral de la penitencia en el Tercer Concilio Mexicano (1585) (Pamplona: Ediciones EUNATE, 1996), 102-110.
[8] Alberto Carillo Cázares, Manuscritos del Concilio Tercero Provincial Mexicano (1585) (México: Colegio de Michoacán-Universidad Pontificia de México, 2007), I, vol. I, 149-151 (en adelante sigla MCCC). La misma preocupación se encuentra expresada en el memorial del doctor Hernando Ortiz de Hinojosa (ídem., 391); y en del clero del Arzobispado, presentado por el doctor Juan de Salamanca y el bachiller Alonso Muñoz, aduciéndose en este caso el desconcierto que produce en los indígenas la diversidad en las ceremonias: «Y porque la diferencia que hay entre clérigos y frailes en la administración de los sacramentos causan en los indios, que son muy fáciles, escrúpulo de entender que por no ser una misma la forma y orden de administrar los dichos sacramentos no quedan celebrados donde no se guarda la forma que ellos han visto usar, conviene que no se use, sino de un mismo manual entre frailes y clérigos, porque muchos indios se han visto dudar y preguntar si queda bautizada la criatura por no se haber guardado el orden que los frailes usan» (ídem., 458).
[9] Emprendió a tiempo la marcha para llegar a la apertura del concilio pero debido a problemas de salud tuvo que hacer parada obligada en Oaxaca, permanencia que se prolongó durante todo un año, pues al intentar reanudar la marcha rumbo a México sufrió un accidente a caerse de la mula, quebrándose una pierna; y de allí, recuperado, regresó a su diócesis. Envía poder para que algunos dominicos lo representen en el concilio: Juan Ramírez, Francisco Jiménez y Hernando de Morales.
[10] MCCC, I, vol. I, 295-296. A continuación el informe menciona: sacramento del altar y comunión, extremaunción, diezmos y oblaciones, gratuidad de la recepción del bautismo y confesión, matrimonio y velaciones. De manera particular el obispo insiste en el empleo de la lengua indígena: «… que he visto muchas veces predicar a indios sermones tan formados y tan prolijos y con tantas autoridades allegadas en latín, como los que se predican a españoles; lo cual, sin falta, es perder tiempo y causar y enfadar a los indios sin ningún fruto». Asimismo, el obispo, apoyándose en razones prácticas, recomienda la publicación de un nuevo ritual de los sacramentos, donde se abrevien el número de salmos y oraciones: «Por ser los ministros pocos en esta tierra, y los naturales muchos, tienen de ordinario muchas ocupaciones. Acontece que un ministro en un día decir la misa mayor, bautizar, casar, confesar, dar la comunión y la extremaunción y enterrar y hacer otros actos de su ministerio. Parece causa justa, porque lo ceremonial de los sacramentos se acorte y abrevie, que esto fuera posible, especialmente en el bautismo, en la extrema unción y en las bendiciones nupciales» (ídem, 305).
[11] MCCC, I, vol. 1, 391.
[12] Idem., 407. Idéntica opinión manifiesta Juan de Urbina Zárate, párroco de indios, en su memorial: «Lo primero que se mande y encargue a los ministros que enseñen con particular cuidado a sus feligreses indios el modo que han de tener para confesarse, porque de la ignorancia que de esto tienen vienen a no confesarse bien. Confesando debajo de un número cierto y determinado, sin salir de él, todos sus pecados de cualquier especie y calidad que sean» (ídem, 435).
[13] Idem., 411.
[14] Idem., 265-273 En igual fecha, presentó un “memorial sobre los curas” cuya lectura sirve de complemento al presente, pues se explaya sobre varios asuntos referidos al ministerio sacerdotal en general: criterios de elección de los candidatos, formación, conocimiento de la doctrina cristiana, práctica de la confesión según el directorio conciliar, creación del seminario como espacio formativo y conocimiento de las lenguas indígenas (ídem., 232-239). Asimismo, a esta materia se refieren otros escritos: sobre el seminario, sobre los ordenandos, sobre los predicadores y sobre visita pastoral de los obispos (ídem., 223- 232; 239-264).
[15] Idem., 269-270.
[16] Idem., II, 1, 175-625.
[17] El papa Pío V, por la bula Cum sicut accepimus (1572), autorizó esta práctica para facilitarles la confesión a los indígenas. Texto en Josef Metzler, America Pontificia (Città del Vaticano: Editrice Vaticana, 1991), II, 931-932 (confessio per interpretem indis neophytis permittitur).
[18] MCCC, II, vol. 1, 439.
[19] Idem., 443-444.
[20] Asimismo, se recomienda guardar en México «la buena costumbre que hay en el Perú, scilicet [a saber], que desde Año Nuevo hasta la Pascua de Espíritu Santo, que es tiempo más desocupado, viniesen todos los indios grandes y pequeños a la Iglesia a aprender el catecismo dos días a la semana, miércoles y viernes, y que en estos dos días el cura por su persona los instruya y declare el catecismo de modo que lo entiendan, lo cual a lo menos se haga en la cabecera principal de cada partido».
[21] Idem., 469.
[22] Idem., 472.
[23] Idem., 475.
[24] A los efectos del presente artículo los textos conciliares se citan según la edición de Mariano Galván Rivera, Concilio III Provincial Mexicano (…), Ilustrado con muchas notas del R.P Basilio Arrillaga (Barcelona: 1870, segunda edición en latín y castellano). Recientemente se ha publicado una edición histórico-crítica a cargo de Alberto Carrillo Cázares, Manuscritos del concilio tercero provincial mexicano (1585) (Zamora [México]: Colegio de Michoacán, 2009), Vol. II (sigla IIICM). Estudio preliminar a cargo de Luis Martínez Ferrer, Decretos del concilio tercero provincial mexicano (1585), Vol. I. Reproduce dos textos (en columnas diferentes): el manuscrito mexicano en castellano (MM 266) y la edición príncipe de 1622, en latín.
[25] Idem., Decretos del Concilio Tercero Provincia Mexicano (1585), vol. II, 625-635.
[26] Lib. V, tít. XII, § VIII. M. Galván Rivera, agrega en nota: «Está este Directorio aprobado por Su Santidad conforme a este decreto, y en los demás decretos donde se habla de él» (II, 403).
[27] En el siguiente apartado nos ocupamos de esta cuestión, cuyo esclarecimiento supone saber si el concilio dispuso la composición de dos obras independientes, un confesionario y un directorio, o si se trata de una sola y única obra, unificada, que en orden al intento de impresión fue titulada directorio o manual de confesores y penitentes.
[28] Semblanza biográfica en «Carta Annua de 160», Monumenta Mexicana, VIII (1603-1605), 91-109; Francisco Zambrano, Diccionario bio-blibliográfico de la Compañía en Mexico, VII, 557-770 (abundante documentación); Luis Martínez Ferrer, «Dos grandes protagonistas de una gran asamblea. Los jesuitas Juan de la Plaza y Pedro de Hortigosa en el Tercer Concilio de México (1585)» en Sevilla y América en la historia de la Compañía de Jesús (Córdoba-España: 2009), 177-194; y MCH, o. c, 149-162.
[29] En cambio, Fortunato Jacinto Vera no lo atribuye de manera expresa a Plaza, como en el caso de los catecismos, dice genéricamente: «Obra utilísima no solo a los confesores, sino también a los abogados. Fue suscrita por todos los PP. de dicho Concilio y autorizada por el Dr. Salcedo en 16 de octubre de 1585. Tiene 189 fojas en folio» (Apuntamientos históricos de los concilios provinciales mexicanos y privilegios de América, México 1893, 32). En este sentido, como lo indicaremos a continuación, no debe descartarse la posibilidad que Pedro de Hortigoza (jesuita) y Juan de Salcedo (canónigo y secretario del concilio) sumaran su colaboración.
[30] MCCC, I, vol. II, 656, 658,763 y 764.
[31] Carta a Felipe II, México 16 de octubre de 1585, en MCCC, II, vol. 1, 72. Otras referencias en pp. 100 y 146.
[32] «Licencia de Don Pedro Moya de Contreras a Don Juan de Salcedo, 30 de septiembre de 1585» en Joaquín García Icazbalceta, Bibliografía Mexicana del siglo XVI (México: Fondo de Cultura Económica, 1954), 54.
[33] Idem.
[34] Arribó a la ciudad de México el 17 de octubre de 1585. Desde un primer momento dio muestras de poco afecto a su predecesor, el arzobispo-virrey Pedro Moya de Contreras, sumándose a la hostilidad puesta de manifiesto por la Audiencia hacia el concilio. Por real provisión del 22 de octubre ordenó no sólo que no se ejecutase (según cédula real que traía), sino que fueran recogidos los autos, decretos y demás escritos, entre los que debieron figurar los catecismos y el directorio. Véase, Stafford Poole, Pedro Moya de Contreras. Reforma católica y poder real en la Nueva España, 1571-1591 (México: Colegio de Michoacán, 2012), 168-180.
[35] Muestra de tal oposición fue el recurso que interpusieron ante la Audiencia, el 28 de noviembre el doctor Joan de Salamanca y el bachiller Alonso Muñoz, en nombre el clero de Nueva España, invocando la siguiente razón: «que los prelados que se juntaron en el sínodo mexicano, tienen compuesto un libro que se intitula Directorio para curas y un Ceremonial, los cuales serán conforme a lo estatuido y decretado en el dicho concilio, lo cual sería en agravio y daño nuestro si no los viese y examinase Vuestra Alteza, antes que los usasen e imprimiesen…» (MCCC, Tercer Tomo, 509-510).
[36] Para conocer en detalle el conflicto en torno a la publicación de los decretos conciliares y demás escritos, remitimos a Stafford Poole, «Opposition to the Third Mexican Council», The Americas 25 (1983): 111-159; y Pedro Moya de Contreras…, 291-312. Un resumen en Luis Martínez Ferrer, Decretos del concilio tercero provincial mexicano (1585), Estudio preliminar, en MCCC, I, 86-93.
[37] Ambos escritos los hemos publicado hace pocos años: J. G. Durán, «La trasmisión de la fe. “Misión apostólica”, catequesis y catecismos en el Nuevo Mundo (Siglo XVI)» en X Simposio Internacional de Historia de la Evangelización de América, (Ciudad del Vaticano: Editrice Vaticana, 1992), 317-352 (catecismo); y MCH, III, 161-209 (catecismo mayor y menor); 261-578 (directorio de confesores). El original-primigenio de directorio se ha perdido. El texto nos ha llegado a través de cuatro manuscritos en castellano (copias auténticas), algunos de ellas traslados entregados al finalizar el concilio: Archivo de la Catedral de México; Biblioteca Nacional de Madrid; Biblioteca Pública Castilla-La Mancha (antes de Toledo); y Archivo de la Iglesia Catedral de Burgos de Osma (España); y un manuscrito en latín, que se supone el enviado a Roma, como parte de la documentación conciliar, que se conserva en el Archivo de la Congregación para el Clero (fondo antigua Congregación del Concilio). Descripción de los manuscritos en MCH, III, 231-240.
[38] Al parecer llegó a imprimirse porque en el año 1600 estaba en uso en el arzobispado, según testimonio de fray Juan Bautista en sus Advertencias para los confesores de naturales. Segunda Parte, México 1600, 204. Cf. Fortunato Jacinto Vera, Apuntamientos… (o. c), 33.
[39] Como, por ejemplo, los escritos por los franciscanos Maturino Gilberti (1558), Alonso de Molina (1565) y Juan Bautista Visceo (1598), el dominico Juan de Córdoba (1570) o el carmelita descalzo Elías de San Juan Bautista (1598), algunos de ellos bilingües (castellano-mexicano) por estar destinados primordialmente a facilitar la confesión de los indígenas. Véase, MCH, I, 409-541; 667-734; II, 523-596.
[40] Stafford Poole, «El Directorio para confesores del Tercer Concilio Provincial Mexicano (1585): luz en la vida religiosa y social novohispana del siglo XVI» en Religión, poder y autoridad en la Nueva España (México: 2004), 116-117.
[41] Marciano Vidal, Historia de la Teología Moral…, IV, 589.
[42] Tan notable influencia tiene origen en su magisterio universitario en Salamanca y Coimbra; y particularmente a partir de la divulgación de sus escritos que terminaron por convertirse en lugares de consulta obligada por aquellos años, como en el caso del Enchiridion confessariorum o Manual de confesores penitentes, el De finibus humanorum actuum y el Comentario resolutorio de cambios. Al punto de poder decirse que este autor representa en la renovación de los estudios del derecho canónico (dando importancia a las fuentes de la norma), lo que Francisco de Vitoria en el campo de la teología. Véase, AA.VV, Estudios sobre el Doctor Navarro en el IV Centenario de la muerte de Martín de Azpilcueta (Pamplona: Publicaciones Universidad de Navarra, 1988).
[43] Sigue siendo una referencia bibliográfica obligada el estudio de Eduardo Moore, La Moral en el siglo XVI y primera mitad del XVII. Ensayo de síntesis histórica y estudio de algunos autores (Granada: Imprenta de Francisco Román Camacho, 1956). Una visión de conjunto sobre la casuística en Antonio Fernández Cano, «La casuística: un ensayo histórico-metodológico en busca de los antecedentes del estudio del caso», Arbor 675 (2002): 489-511.
[44] La conciencia moral del cristiano (Barcelona: Herder, 1969), 126.
[45] Edouard Hamel, «Valeur et limites de la casuistique» en Loi naturelle et loi du Christ (Bruges: 1964), 45-79.
[46] Louis Vereecke, De Guillaume d’Ockham à Saint Alphonse de Liguori. Études d´histoire de la thélogie morale moderne, 1300-1787 (Roma: 1986), 468-494.
[47] Conviene tener presente que durante el medioevo, junto a las formas de penitencia privada, se extendió la práctica de la absoluciones generales o colectivas, que incluso permanecieron en algunos lugares, como en el caso de la Iglesia galicana (cuaresma y jueves absolutorio), hasta el siglo XVI, que desaparecerán bajo el influjo del concilio de Trento al imponer como única forma de penitencia sacramental la confesión privada.
[48] Giannino Piana, «Teología Moral» en Diccionario Teológico Interdisciplinar, I (Salamanca: 1982), 316-317.
[49] Véase, John T. Mc Neil y Helena M. Gamer, Medieval handbooks of penance (New York: Columbia University Press, 1938); Pierre Michaud–Quantin, Sommes de casuistique et manuels de confession au moyen âge (Lovaina: Éd 1962); y Marciano Vidal, «La moral práctica en el siglo XV» en Historia de la teología moral…, IV, 120-138.
[50] Véase, Melquíades Andrés, La teología en el siglo XVI…, I, 350.
[51] Dz (H), 1542-1543 y 1579; 1601: 1638; 1743 y 1753. Véase, Louis Vereecke, «Le concile de Trente et l´enseignement de la théologie morale», Divinitas 5 (1961): 361-374; Dino M. Manzelli, La Confessione dei peccati nella dottrina penitenziale del concilio di Trento (Bergamo: 1966); y José Ramos Regidor, El sacramento de la penitencia. Reflexión teológica a la luz de la Biblia, la historia y la pastoral (Madrid: 1976), 248-297.
[52] Asimismo, conviene recordar que el Lateranense IV, de 1215, dispuso la confesión anual para los fieles conscientes de pecados mortales (precepto pascual), favoreciendo de este modo la penitencia individual en detrimento de la general o colectiva. La disciplina tridentina reforzó esta práctica. Véase, Dionisio Borobio, «El modelo tridentino de confesión de los pecados en su contexto histórico» Concilium 210 (1987): 215-235.
[53] Un panorama general de la moral en el horizonte de la confesión en el siglo XVI en: Marciano Vidal, Historia de la Teología Moral…, 597- 624.
[54] Artículo «Moral (Teología moral y Sistemas morales)» en Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teológica IV (Barcelona: Herder, 1977), 805-806.
[55] Se debe tener en cuenta que el autor principal del Directorio, Juan de la Plaza, y su posible colaborador Pedro de Hortigosa, eran jesuitas formados en esta corriente moral, que expresan en sus opiniones y escritos; y que el otro probable colaborador, Juan de Salcedo, se desempeñaba profesor de “prima de cánones” en la universidad.
[56] Marciano Vidal, Historia de la Teología Moral, IV, 483-496, 553-564; Ernest Moore, «Los jesuitas en la historia de la teología moral», Studia Moralia 28 (1990): 223-245; y Robert. A. Maryks, «Census of the Books Written by Jesuits on Sacramental Confession (1554-1650)», Annali di Storia moderna e contemporanea 10 (2004): 415-519.
[57] Giannino Piana, «Teología Moral», 317.
[58] Marciano Vidal, Historia de la Teología Moral, IV, 564.
[59] Biblioteca Hispano Americana Septentrional (México: 1883), II, 247-248.
[60] Pionero en cuanto a las investigaciones referidas al cuerpo de manuscritos del III Mexicano que se conserva en la Biblioteca Bancroft. En 1961 se lamentaba no haber podido hallar en ese fondo el “Directorio”, si bien alentaba la esperanza de encontrar alguna información al respecto en los archivos diocesanos y de las órdenes religiosas, en la correspondencia del arzobispo Moya de Contreras o en el Archivo General de Indias (Research possibilities of the third Mexican Council, en Manuscripta, vol. 5, n. 3, 1961, 162). Años después pudo contar con una copia del Directorio, en microfilm (manuscrito del Archivo Capitular de México).
[61] «El Directorio para confesores del Tercer Concilio Provincial Mexicano (1585): luz en la vida religiosa y social Novohispana del siglo XVI», en Alicia Mayer - Ernesto de la Torre Villar (editores), Religión, poder y autoridad en la Nueva España (México: 2004), 124.
[62] Directorio para confesores y penitentes, o. c., 138.
[63] Una de cuyas primeras expresiones fue el Breve directorium ad confesarii confitentis munus recte obeundum del jesuita burgalés Juan Alonso Polanco, en una época secretario de san Ignacio de Loyola, publicado en Lovaina en 1554 y reimpreso en Lieja en 1591.
[64] En este sentido, preocupado por contribuir a la reforma del clero, según las recientes prescripciones tridentinas, inauguró en su palacio cursos sobre casos de conciencia, a cargo del mencionado jesuita, considerado por su competencia uno de los referente académicos del momento. Estas clases, que escuchaba con interés el arzobispo, le permitieron ampliar los conocimientos en el ámbito de la moral, en razón de no haber estudiado teología en forma sistemática, sino sólo derecho canónico a su paso por la universidad de Salamanca. Con el tiempo estos cursos de moral, a cargo de jesuitas, se extendieron con marcado éxito a otras diócesis mexicanas. Véase, Stafford Poole, Pedro Moya de Contreras, o. c, 80-81 y L. Martínez Ferrer, Directorio para confesores y penitente, o. c, 73-75.
[65] Moya de Contreras, 152.
[66] Citamos el Directorio de cuerdo a nuestra edición publicada en MCH III, 261-578 (folios del manuscrito y páginas de la edición mencionada). La misma transcribe el manuscrito que se conserva en el Archivo del Cabildo de la Catedral de México, comparándolo con los otros tres manuscritos en castellano existentes: Biblioteca de Madrid; Archivo de Castilla-La Mancha, antes Toledo; y Archivo Catedral de Burgos, España. Criterios de la edición en MCH, III, 254. En la actualidad se dispone de otras tres ediciones: María del Pilar Martínez López Cano, Directorio del santo concilio provincial mexicano (1585), en Concilios Provinciales Mexicanos, Época colonial, con el auspicio de la Universidad Autónoma de México, en disco compacto, la primera en formato digital, reproduce el manuscrito de Madrid (México: 2004); Alberto Carillo Cázares, Manuscritos del concilio tercero provincial mexicano (1585). Directorio de Confesores, reproduce el manuscrito de Toledo (Michoacán-México 2011); y Stafford Poole-John E. Schwaller, The Directory for Confessors 1585. Implementing the Catholic Reformation in New Spain (Norman: Editorial University of Oklahoma Press, 2018); reproduce el manuscrito del Archivo del Cabildo de la Catedral de México.
[67] Directorio, fols.2v-3r; 265.
[68] Entre los requisitos que se establecen figura quienes no pueden ser admitidos al sacerdocio: indios, mestizos y penitenciados por la Inquisición. Algunos historiadores sostienen que el III Mexicano prohibió realmente que las dos primeras categorías se ordenasen. En el marco de esta discusión puede decirse, al menos, que ese era el deseo de los obispos presentes. Si bien la Curia Romana, al aprobar el concilio, introdujo alguna modificación por no compartir tal criterio, que consideró prejuicioso, limitándose a afirmar la posibilidad de la ordenación «con gran cautela» (Lib. I, tít. IV, 3: … ad ordinis sine magno delectu non admittantur). El Directorio repite el decreto conciliar, y entre las categorías prohibidas añade a los judíos, sin que pueda saberse la razón. El tratamiento detallado de esta cuestión, en Stafford Poole, «Church Law on the Ordination of Indias and Castas in New Spain», Hispanic American Historical Review 61 (1981): 637-650.
[69] Directorio, fols. 3r-68v; 265-412.
[70] Idem., fols. 68v-188r; 413-578.
[71] Una fuente de época, si bien posterior a Trento en cuanto a la edición, dedicada a trazar la figura del clérigo ideal, es el tratado de J. Machado de Chaves, El perfecto confesor y cura de almas (Madrid: 1646). Un panorama general sobre el clero secular en Hispanoamérica: Federico R. Aznar Gil, «El clero diocesano» en Historia de la Iglesia en Hispanoamérica y Filipinas, I (Madrid: Biblioteca de Autores Españoles, 1992), 193-208.
[72] Precisamente esta finalidad hace del Directorio una fuente de información de gran interés sobre las diversas manifestaciones de la vida social y religiosa de aquellos tiempos, porque los casos de conciencia que se presentan describen en forma muy vívida los problemas morales de la vida ordinaria. De paso recordemos que no es un manual para confesar a los indígenas.
[73] Directorio, fol. 1r; 263.
[74] Sesión XXIII de Reforma, canon 14.
[75] Directorio, fols. 3v-4r; 266-268. III Mexicano, Lib. I, tít. 4, § II-III
[76] Según el vocabulario empleado por el derecho canónico de época al subdiaconado (orden no sacramental) se lo designaba como “orden de epístola” por corresponderle su lectura en las misas solemnes; y al diaconado (primera orden sacramental) “orden de evangelio” por serle propio dicha lectura en idéntica ocasión.
[77] Directorio, fols. 4v-5r; 268-269. III Mexicano, Lib. I, tít. 4 § IV.
[78] Idem., fols. 5r-v; 269; tít 4 § V.
[79] Idem., fols. 5v-6r; 270.
[80] III Mexicano, Lib. I, tít, 4 § VII.
[81] De la popularidad de esta obra es prueba encontrarla citada en el Quijote, Parte II, cap. 62.
[82] Acerca de la excomunión mayor se precisa lo que es menester saber en particular: «Cuáles son las excomuniones reservadas en la Bula de la Cena, cuáles reservadas al papa fuera de éstas y cuáles reservadas al obispo. Acerca del sacramento del matrimonio: cómo se contrae, qué impedimentos lo estorban y dirimen; y qué impedimentos los estorban y no dirimen, et quae impediunt petitionem debiti [y los que impiden la petición del débito conyugal]».
[83] Directorio, fols. 6v-7r; 274.
[84] Idem., fol. 6v; 272.
[85] Idem., fols. 110v-131v; 474-504. A continuación se incluye la respuesta a las dudas que se presentaron al concilio sobre algunas cuestiones particulares, todas referidas a la justicia en el campo laboral y a la honestidad de los comportamientos en los tratos comerciales: contrataciones que se usan en la ciudad de México; acerca de los indios: vejaciones, oprobios y otras injusticias; acerca de los repartimientos de los indios; y cerca de los repartimientos de los indios para minas (fols. 132r-147v; 504-528).
[86] Tomado del apartado: Doctrina de los casos de conciencia por orden de la virtudes teologales y morales (fols. 32v-33r; 331-332).
[87] III Mexicano, Lib. V, tít. VIII § II. El mismos tema es tratado más adelante en uno de los casos de conciencia que se presentaron al concilio bajo el título: Acerca de los indios, vejaciones, agravios y otras injusticias que contra ello se cometen (fols. 142r-147v; 519-528). Asimismo, la opinión de la Compañía de Jesús y del doctor Vique, consultor jurídico, a la consulta conciliar, en MCCC, II, vol. 1, 562-570.
[88] Fols. 112v-113v: 477-478.
[89] Bajo el título: Lo que en general se puede más decir es lo siguiente (fols. 131r-131v; 503-504).
[90] Fols. 141-147v; 519-528. Sobre esta cuestión particular, véase nuestro trabajo «Los concilios hispanoamericanos y las comunidades indígenas. El método de socialización. Aplicaciones y denuncias de agravios» en Anuario Argentino de Derecho Canónico, vol. XVIII (Buenos Aires: 2012), 195-241.
[91] Carta a Felipe II, 16 de octubre de 1585, en MCCC, II, vol. 1, 146,
[92] Directorio para confesores y penitentes (o. c), 135-138.
[93] Manuscritos del concilio tercero provincial mexicano (1585). Directorio de confesores, Estudio introductorio, V, XXIII-XLIX; LXIII-LXXVI.
[94] El estudio del aparato de fuentes del III Concilio de México (1585) (Zamora [México]: 2010).
[95] De los manuscritos del Directorio, en castellano, el más prolijo en cuanto a referencia de fuentes es el “Toledano”. Pero como advierte L. Martínez Ferrer, entre ellas figuran autores y obras posteriores a la redacción del original y de los traslados de época que se conocen. Esta comprobación demuestra que se trata de agregados, introducidos en copias auténticas, confeccionadas en los siglos XVII o XVIII, a las que se creyó conveniente enriquecer con la correspondiente actualización bibliográfica. Motivo por el cual, tras reconocerlas, decide prescindir de ellas al momento de presentar las fuentes (Directorio para confesores y penitentes…, 136).
[96] Téngase en cuenta que la presentación de las fuentes que figura a continuación se limita a ofrecer la información indispensable para un reconocimiento global de las mismas, pues en nuestra versión del Directorio se las individualiza por autor, título y edición.
[97] En orden al reconocimiento de las ediciones que se manejaban por aquellos años, conviene tener presente que Gregorio XIII autorizó en 1582 la publicación de una versión oficial del Corpus Iuris Canonici, que preparó una comisión de eruditos, conocidos como “Correctores romanos”, instituida por Pío V, en 1566. De este modo queda establecido el texto legal y oficializado ya que algunas de las colecciones que lo formaban eran estudios privados como, por ejemplo, el Decreto de Graciano. En México se utilizó esta nueva versión ya que, junto con la legislación tridentina, conformaban el derecho vigente. Si bien en esa época se usaba preferentemente el libro de las Decretales de Gregorio IX, cuya estructura copia el III Mexicano. Véase, Luciano Muselli, Storia del diritto canonico. Introduzione alla storia del diritto e delle istituzioni eccesiali (Torino: 2007), 53-54; y Jesús Galindo Bustos, Estudio del aparato de fuentes…, o. c., 200-202.
[98] La discusión giraba en torno al hecho que las órdenes estaban aún en posesión de la facultad de administrar los sacramentos en sus antiguas doctrinas exentas de la jurisdicción episcopal. El concilio procedió con suma delicadeza en el asunto, si bien declaró que en principio quedaban revocados todos los privilegios que invocaban los religiosos para continuar como párrocos de indios. Al mismo tiempo, les ofreció, hasta tanto Roma proveyera otra cosa, confirmarlos en dichas funciones; y, por ende, continuar ejerciendo la cura pastoral a favor de los naturales.
[99] A. Castillo Cázares se encarga de cotejar ambos textos en orden a comprobar tal dependencia (MCCC, V, Introducción XLVII-XLVIII). Y deja pendiente la tarea de investigar las fuentes de dónde el P. Plaza puedo haber tomada las meditaciones sobre la «Consideración de la Pasión de Jesucristo Nuestro Señor» (fols.162v-168v; 545-552) y la «Consideración de la muerte» (fols.168r-171v; 552-556).
[100] Luis Martínez Ferrer, La penitencia, o. c., 280-281.
[101] MCCC, V, Introducción, XLVII. Véase, Juan Francisco del Barrio Lorenzot, El trabajo en México durante la ápoca colonial. Ordenanzas de gremios de la Nueva España. Compendio de los tres tomos de la compilación nueva de ordenanzas de la muy noble, insigne y leal de México (México: 1920).
[102] Directorio para Confesores y penitentes, o. c, 138.
Notas de autor
· El autor de esta contribución es profesor Emérito de la Pontificia Universidad Católica Argentina.
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