Resumen:
La teología pastoral busca discernir cursos de acción que colaboren con el obrar salvífico de Dios. Se elabora a partir de la experiencia creyente de sujetos concretos, que siempre son miembros de un pueblo y que están atravesados por una historia y una cultura común. En América Latina, la historia muestra que la Virgen María ha sido una protagonista de primer orden en el proceso por el que se fue inculturando la fe. Tanto, que se ha vuelto parte del ADN cultural del Continente y su presencia marca la vida cristiana de enormes mayorías. En este artículo se exploran las raíces histórico culturales de este cristianismo de rostro mariano, tomando al acontecimiento guadalupano como hito arquetípico de lo que será la presencia y la acción de María en el pueblo naciente. El hilo conductor lo marca la lectura teológica sobre la evangelización fundante de América Latina que desarrolla el teólogo argentino Rafael Tello, que entiende que con la aparición del cristianismo popular latinoamericano se despliegan nuevas riquezas de la Revelación en la historia. Una de estas nuevas riquezas es una mayor comprensión del misterio de la Madre de Dios y su lugar en la redención.
Palabras clave: Discernir,Inculturación,Rostro mariano,Cristianismo popular.
Abstract:
Pastoral theology seeks to discern courses of action that collaborate with the salvific work of God. It is elaborated from the believing experience of concrete subjects, who are always members of a people and who are traversed by a common history and culture. In Latin America, history shows that the Virgin Mary has been a protagonist of the first order in the process by which the faith was inculturated. So much so that she has become part of the cultural DNA of the continent and her presence marks the Christian life of enormous majorities. This article explores the historical and cultural roots of this Christianity with a Marian face, taking the Guadalupan event as an archetypal milestone of what will be the presence and action of Mary in the nascent people. The guiding thread is marked by the theological reading of the founding evangelization of Latin America developed by the Argentine theologian Rafael Tello, who understands that with the emergence of Latin American popular Christianity, new riches of Revelation unfold in history. One of these new riches is a greater understanding of the mystery of the Mother of God and her place in redemption.
Keywords: Discernment, Inculturation, Marian Face, Popular Christianity.
Artículo
Teología pastoral para un cristianismo de rostro mariano
Recepción: 21 Febrero 2024
Aprobación: 15 Mayo 2024
En una definición que se ha vuelto prácticamente canónica, San Juan Pablo II nos dice que «la teología pastoral o práctica es una reflexión científica sobre la Iglesia en su vida diaria, con la fuerza del Espíritu, a través de la historia».[2] En realidad, toda teología –pero muy especialmente la teología pastoral– se elabora a partir de la experiencia creyente de sujetos concretos interpretada a la luz de la tradición eclesial. Cristianos que viven su fe impulsados por el Espíritu Santo y que desarrollan su vida en un pueblo concreto, con una historia y una cultura común que los atraviesa. Aplicando esto a nuestra realidad de América Latina, creemos que la teología pastoral no puede soslayar la relevancia que tiene la presencia de la Virgen María en la vida de fe de una enorme mayoría de los cristianos. Muchos de los cuales se sienten distanciados de las instancias institucionales de la Iglesia, y sin embargo se saben ligados a ella por el vínculo filial con María.
Esta preeminencia mariana tiene razones históricas. En estas tierras, la semilla del Evangelio se sembró «con sabor a María»,[3] según la feliz expresión del beato Eduardo Pironio. El Documento de Puebla da cuenta de esto cuando afirma que: «en nuestros pueblos, el Evangelio ha sido anunciado presentando a la Virgen María como su realización más alta».[4] Desde los orígenes, la experiencia vital del creyente latinoamericano ha encontrado en la Madre de Dios el signo más elocuente de la presencia de un Dios cercano y providente. En este artículo, intentaremos reflexionar sobre las raíces histórico culturales de este cristianismo de rostro mariano. Tendremos como guía la lectura teológica sobre la evangelización fundante del Continente que desarrolla el teólogo argentino Rafael Tello.[5]
Primeramente presentaremos el nacimiento del cristianismo latinoamericano, señalando dos características que lo marcan desde el origen: popular y mariano (2). Luego repasaremos el acontecimiento guadalupano como hito arquetípico de lo que será la presencia y la acción de María en el pueblo naciente (3). En tercer lugar, veremos que el cristianismo latinoamericano representa una nueva riqueza en la historia. Cada vez que un nuevo pueblo recibe el anuncio del Evangelio, la vida cristiana se despliega con diversos acentos que dependen de la cultura de ese pueblo. Esto enriquece el poliedro cristiano y trae aparejado un crecimiento en la comprensión de la Revelación, que no puede ser agotada por ningún pueblo. Tello sostiene que una de las nuevas riquezas que aporta a la historia la aparición del cristianismo latinoamericano es una mayor comprensión del misterio de la Madre de Dios y su lugar en la redención (4). Por último, apuntaremos algunas breves conclusiones pastorales (5).
El proceso histórico de conformación de América Latina comenzó a fines del siglo XV a partir del doloroso encuentro entre los pueblos originarios que habitaban estas tierras y los conquistadores europeos, sobre todo españoles y portugueses. El desembarco de Colón en estas playas tuvo lugar en 1492 y muy pronto comenzaron los españoles un proceso de colonización y evangelización. Según las ideas vigentes en la época, el Sumo Pontífice era una especie de señor natural del orbe, Dominus orbis, y su jurisdicción se extendía hasta los territorios de infieles. Esto hacía que la Santa Sede funcionara como un organismo regulador de las relaciones internacionales entre los reinos católicos. Por eso los reyes de España, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, rápidamente recurrieron al Papa Alejandro VI para solicitar el derecho a ocupar las tierras recientemente descubiertas. Este permiso fue concedido a través de la bula Inter Caetera en la que –junto con el dominio de las nuevas tierras– se les dio el encargo de convertir a la fe cristiana a sus habitantes.[6] A los pocos días de concedida la bula papal, Isabel y Fernando –quienes con anterioridad habían recibido del Papa el derecho a llamarse Reyes Católicos– dieron a Colón una Instrucción para su segundo viaje en la que le pedían, como encargo principal, atraer a los indios a que se conviertan a la fe católica.
El anuncio de la fe cristiana estuvo unido a la conquista desde sus más remotos orígenes. Con las bulas papales y la Instrucción a Colón, se fue delineando lo que sería la institución del Patronato, por la cual la Iglesia les confiaba a los reyes la organización de la evangelización en estas tierras. De este modo la Iglesia, por decisión del Sumo Pontífice, quedaba al servicio de la Corona para obtener un fin superior: la evangelización de los indios. Los reyes eran los responsables de enviar y distribuir a los hombres de Iglesia, que debían participar juntamente en la obra civilizadora y de la misión evangelizadora. Como explica Tello: «el Patronato constituía, pues, a la Iglesia como instrumento de la Corona para la conquista −lo que suponía sostener, apoyar y controlar a la sociedad española− con el objeto de evangelizar, convertir y organizar la vida cristiana de los indios».[7]
Esta dependencia de la Iglesia respecto de la Corona, hizo que no desarrolle su actividad misionera –como podríamos suponer hoy– con el método de plantatio Ecclesiae, esto es, fundando comunidades eclesiales. Lo que hizo fue colaborar con la formación de pueblos buscando que estos fueran cristianos. Esta distinción es central en la lectura teológica que hace Tello del nacimiento del cristianismo latinoamericano:
«La Corona tiene que lograr someter o formar pueblos que la reconozcan, la Iglesia en su actividad misionera propia, tal como la entendemos hoy, tendería a plantar Iglesias, es decir a fundar comunidades eclesiales; esto no ocurre en la primera evangelización de América: la Iglesia colabora con la formación de pueblos (institución temporal), pueblos que sean cristianos (realidad sobrenatural), pero para que verdaderamente lo sean, el camino es que sean sometidos a la Corona. En resumen, la acción de la Iglesia va dirigida a formar pueblos cristianos, no comunidades eclesiales. Esto es un hecho lleno de consecuencias futuras».[8]
La fe cristiana, tal como se la trajo a América, no fue enseñada para ser vivida primeramente en el ámbito acotado de una comunidad eclesial sino en el espacio amplio de la comunidad del pueblo. Tal vez el desconocimiento de este origen del cristianismo latinoamericano esté en la raíz de muchas incomprensiones y fracasos de proyectos pastorales actuales.
Como es fácil imaginar, el Patronato dejaba a la Iglesia en una posición muy difícil al verse tensionada por una doble lealtad contrapuesta: una a la Corona y otra a los indios que debía evangelizar. Esto se complejiza más aún si consideramos que en la sociedad española de las Indias prevalecía la intención de someter a los indios para enriquecerse, lo que la hacía mostrarse reacia a aceptar las leyes que en algunos casos se dictaban buscando reconocer los derechos de los nativos de estas tierras. Más allá de las buenas intenciones declaradas en los documentos de los Reyes Católicos, muchos de los españoles que vinieron a América lo hacían con el fin de obtener riquezas y eso era imposible sin la explotación de la fuerza de trabajo de los indios.[9]
En la práctica, con una Iglesia comprometida en sostener el orden social colonial, era muy reducida la libertad de acción de los eclesiásticos que querían denunciar y detener algunas de las injusticias que se cometían con los indígenas. Es evidente que estos abusos condicionaron la acción evangelizadora. Para no caer en anacronismos superficiales, debemos tener presente que el conquistador de esos tiempos representaba un tipo humano difícil de entender desde nuestra cosmovisión moderna. Muchos de ellos eran sinceramente religiosos, pero no veían mayor oposición entre su amor a Dios y el enriquecerse explotando a los indios. El padre Tello explica esta paradójica actitud como una escisión entre la honra de Dios y el amor al prójimo:
«Los cristianos españoles de ese tiempo cuidaban mucho de la honra de Dios, pero fácilmente mediatizaban el amor al otro –no viéndolo siempre como el amor al prójimo– subordinándolo al propio provecho, o al del Rey temporal. Así por ejemplo los capitanes de los barcos negreros (que conducían esclavos y además de modo extremadamente inhumano y cruel) prohibían al mismo tiempo muy severamente a la tripulación, la blasfemia y el juego de naipes (ocasión para jurar y blasfemar)».[10]
Es menester también decir que –a pesar de esta subordinación de la Iglesia a la Corona– entre los misioneros españoles no faltaron heroicos defensores de los indios, como Antonio de Montesinos o Bartolomé de las Casas, entre muchos otros. Si el Evangelio prendió en estas tierras se debe primeramente a una disposición divina, que con su gracia atrajo a los indios a la nueva fe. Pero, a nivel humano, podemos encontrar una de las causas en el amor con el que procedieron tantos misioneros, que en definitiva predominó frente a otras motivaciones, que también existieron y en una escandalosa cantidad.
Para discernir las raíces marianas del cristianismo latinoamericano conviene señalar alguna otra característica de la personalidad de los conquistadores. Nos referimos a la notoria devoción mariana de muchos de ellos. Lo atestigua, por ejemplo, Bartolomé de las Casas cuando relata el descubrimiento de la isla Trinidad. Al llegar a tierra firme,
«[Cristóbal Colón] dio infinitas gracias a Dios, como tenía de costumbre, y todos alabaron a la bondad divina, y con gran regocijo y alegría dijeron cantada la Salve Regina, con otras coplas y prosas devotas que contienen alabanzas de Dios y de Nuestra Señora, según la costumbre de los marineros, al menos los nuestros de España, que con tribulaciones y alegrías suelen decirla».[11]
El cristianismo en estas tierras fue anunciado bajo el signo de la cruz de Cristo siempre unido a la imagen de María. En cada templo que se construía, por disposición de Carlos V en 1518, se debía entronizar la cruz y la imagen de la Virgen, y debía reservarse un lugar para hacer la alabanza a la Madre de Dios, tanto a la mañana como a la noche.[12]
Una nota distintiva de la fe mariana de estos españoles era su devoción a la Concepción Inmaculada de María. Siglos antes de que se declare su dogma (fue decretado en 1854), y mientras en Europa se discutía esta doctrina mariológica, en la península ibérica era aceptada entusiastamente, especialmente por franciscanos y jesuitas. Aún más, se propagó entre los fieles y las órdenes religiosas el votum sanguinis, que consistía en comprometerse bajo juramento a defender la doctrina de la Inmaculada Concepción hasta derramar la sangre.[13] Este rasgo inmaculista de la fe mariana de los españoles dejó su huella en el cristianismo latinoamericano.
«Desde los orígenes –en su aparición y advocación de Guadalupe– María constituyó el gran signo, de rostro maternal y misericordioso, de la cercanía del Padre y de Cristo, con quienes ella nos invita a entrar en comunión» (DP 282).
La entrañable relación entre la Virgen y el pueblo latinoamericano tuvo su hito fundador en 1531 en el Tepeyac, un cerro cercano a Tenochtitlan, corazón del imperio azteca. Siguiendo la enseñanza conciliar –y patrística– que presenta a María como figura de la Iglesia,[14] puede pensarse que en la manifestación de la Virgen de Guadalupe a aquellos primeros indios se cifra lo que luego sería el cristianismo del nuevo pueblo. Como afirman los obispos en Puebla, la identidad de América Latina: «se simboliza muy luminosamente en el rostro mestizo de María de Guadalupe que se yergue al inicio de la Evangelización».[15]
Para acercarnos al sentido que pudo haber tenido para aquellos indios la intervención maternal de la Virgen en sus vidas, debemos tener presente el estado de absoluto desamparo en el que vivían. Antes de la llegada de Hernán Cortés los aztecas tenían su propio orden social articulado a partir de un conjunto de creencias religiosas. Por ejemplo, como parte de su cosmovisión, se creían responsables del equilibrio del mundo y estaban convencidos de que el sol necesitaba que le ofrecieran el palpitar de corazones humanos para luchar con las fuerzas de la oscuridad y salir al día siguiente.[16]
En 1519 tuvieron su primer contacto con los españoles, y –luego de un breve período de diplomacia– fueron dominados a fuerza de guerra. En poco tiempo el imperio se desplomó. Todo su orden social se derrumbó como un castillo de naipes. Veían con perplejidad que sus ritos no se llevaban a cabo y el sol seguía alumbrando cada día. Sus templos eran derribados, ¡y sus dioses no se defendían! Dolorosamente escuchaban que sus antepasados estaban todos en un lugar de tormento. En definitiva, se destruyó el universo simbólico del indio. El colapso cultural fue tal que muchos sólo querían morir.[17]
Para los indios no era extraña la caída de una ciudad en manos de sus enemigos. Pero eso no implicaba, como en este caso, «la destrucción total de su mundo, es decir, de sus imágenes, templos, costumbres y praxis de fe».[18] Esta nueva forma de dominación los sumergió en un verdadero caos identitario. A esto se sumó una peste de viruela que produjo una gran mortandad (no tenían anticuerpos para las enfermedades europeas), y la obligación que les impusieron los dominadores de realizar trabajos forzados. Como bien dice el escritor mexicano Octavio Paz, estos aborígenes quedaron en una situación de soledad y orfandad tan completa que es difícil de imaginar para el hombre moderno.[19]
En este contexto se dio el acontecimiento guadalupano. Llega hasta nosotros a través del relato que escribiera en elegante náhuatl el indio Antonio Valeriano a partir de información que –muy probablemente– recibió de los labios del mismo Juan Diego: el Nican Mopohua (en adelante: NM).[20]
Según narra este antiguo códice, escrito en papel elaborado con pulpa de maguey, el hecho milagroso se produjo apenas «diez años después de conquistada la ciudad de México» (NM 1). Un indio pobre, Juan Diego, iba cruzando el cerro Tepeyac de madrugada para ir a misa cuando de pronto escuchó una música cuya belleza lo remitió al cielo de sus antepasados. Al cesar el canto oyó que lo llamaban tiernamente. Se acercó al lugar de donde provenía la voz y vio a «una Doncella que allí estaba de pie».[21] Quedó maravillado de su gran belleza. Para el indio, era evidente que se trataba de una mujer noble aunque estaba de pie (los nobles dominadores, tanto españoles como indios, recibían a la gente sentados). Ella le reveló que es «la perfecta siempre Virgen Santa María, Madre del Verdaderísimo Dios por quien se vive», (NM 26) y le pidió que le diga al obispo que mucho desea que se le construya una «casita sagrada» en ese lugar. Donde «a mis amadores, los que a mí clamen, los que me busquen, los que confíen en mí… allí escucharé su llanto, su tristeza, para remediar, para curar todas sus diferentes penas, sus miserias, sus dolores» (NM 31-32). En aquel cerro, la Virgen quería un lugar donde estar presente para oír los sufrimientos de sus hijos y darles consuelo. En ese deseo de la Madre de Dios podemos leer, con la perspectiva que nos da la historia, el germen de una hermosa y sintética definición del sentido de los santuarios marianos en América Latina.
El indio –no sin dificultad– logró hacerse recibir por el obispo, fray Juan de Zumárraga. Este lo atendió benignamente pero no pareció tomarse en serio el pedido. Juan Diego volvió a encontrarse con la Virgen en el cerro y –con candorosa interpretación– le explicó que el obispo: «por lo que me respondió, como que no lo entendió, no lo tiene por cierto… piensa que tu casa que quieres que te hagan aquí, tal vez yo nada más lo invento, o que tal vez no es de tus labios» (NM 51-53). El obispo no lo entendió al indio, pero el indio lo entendió perfectamente al obispo. Era consciente de que ocupaba el último lugar en la sociedad, que su palabra nada valía para los que gobiernan. Por eso le pidió humildemente a la Virgen que enviara a alguno de los nobles «a llevar tu amable palabra para que le crean» (NM 54). Le costaba entender que la Santísima Virgen quisiera usar un instrumento tan pobre para una misión tan noble. De aquí la insistencia: «en verdad yo soy un hombre del campo, soy mecapal, soy parihuela, soy cola, soy ala; yo mismo necesito ser conducido, llevado a cuestas, no es lugar de mi andar ni de mi detenerme allá a donde me envías, Virgencita mía, Hija mía menor, Señora, Niña»(NM 55). Como los pobres de todos los tiempos, sabía bien que hay lugares que no son «de su andar» ya que poco valen allí sus razones.
Luego de esa descarnada confesión de Juan Diego sobre su radical pobreza, María le dirigió unas tiernas palabras en las que aparece con toda su fuerza el designio salvador de Dios mediante los pobres:
«Escucha, el más pequeño de mis hijos; ten por cierto que no son escasos mis servidores, mis mensajeros, a quienes encargue que lleven mi aliento, mi palabra, para que efectúen mi voluntad; pero es muy necesario que tú, personalmente vayas, ruegues, que por tu intercesión se realice, se lleve a efecto mi querer, mi voluntad. Y mucho te ruego, hijo mío el menor, y con rigor te mando, que otra vez vayas mañana a ver al obispo. Y de mi parte hazle saber, hazle oír mi querer, mi voluntad, para que realice, haga mi templo que le pido. Y bien, de nuevo dile de qué modo yo, personalmente, la siempre Virgen Santa María, Yo, que soy la madre de Dios, te mando» (NM 58-62).
La Virgen reconoce los caminos de la lógica humana («no son escasos mis servidores, mis mensajeros»), pero quiere emplear en América el camino del indio pobre y despreciado. El designio divino es que el obispo acepte la presencia y palabra del indio. Juan Diego –ante la firmeza de la Virgen– obedeció, pero sin cambiar de opinión: «iré a poner en obra tu voluntad, pero tal vez no seré oído, y si fuere oído, quizás no seré creído» (NM 64).
Al día siguiente, luego de oír misa, el indio volvió al palacio episcopal. En este segundo encuentro el obispo le hizo muchas preguntas –con cierto tono inquisidor– sobre sus encuentros con la Virgen. Antes de despedirlo le explicó que no podía hacer un templo en el cerro solo por su palabra, necesitaba alguna otra señal. Juan Diego no dudaba de que la Madre daría una señal y se marchó. El obispo se quedó desconfiando de que este indio –que pedía un templo en un antiguo lugar de culto pagano– anduviera en cosas de idolatría y lo mandó a seguir. Los espías le perdieron el rastro cerca del Tepeyac y fue tanto su fastidio que se determinaron a que si volvía le darían una golpiza para que no siguiera alborotando a la gente.
Entre tanto, Juan Diego estaba con la Virgen dándole la respuesta del obispo. Ella aceptó el pedido y le pidió que vuelva al día siguiente para recibir la señal que debía llevarle al obispo. Pero al otro día Juan Diego no regresó. Porque cuando volvió a su casa encontró a su tío Juan Bernardino gravemente enfermo. Tuvo que pasar el día cuidándolo. Le consiguió un médico, pero ya no había esperanzas. Al verse desahuciado, Bernardino le pidió encarecidamente que vaya bien temprano al otro día a buscar un sacerdote a Tlatilolco para que pudiera confesarlo y prepararlo a morir. Apenas despuntada la madrugada del martes, Juan Diego salió a cumplir su urgente diligencia. Por temor a demorarse, ingenuamente decidió dar un rodeo al cerro donde podría encontrarlo la Virgen. En su intuición de hombre sencillo, lo sobrenatural no podía ser una excusa para desentenderse de las urgencias de la caridad en esta vida. La vida eterna y la presente van naturalmente juntas en la vida del pobre.
Pero Ella le salió al encuentro a un costado del cerro. Él, quizás avergonzado por la fallida evasión, la saludó con ternura: «Mi jovencita, Hija mía la más pequeña, Niña mía, ojalá que estés contenta: ¿cómo amaneciste? ¿acaso sientes bien tu amado cuerpecito, Señora mía, Niña mía?» (NM 110). Luego le expuso el motivo de su extraña conducta. En cuanto oyó las razones de Juan Diego, Ella le respondió usando tal vez las más tiernas y consoladoras palabras que haya escuchado indio alguno en estas tierras:
«Escucha, ponlo en tu corazón, hijo mío el menor, que no es nada lo que te espantó, lo que te afligió; que no se perturbe tu rostro, tu corazón; no temas esta enfermedad ni ninguna otra enfermedad, ni cosa punzante, aflictiva. ¿No estoy aquí, yo, que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra y resguardo? ¿No soy la fuente de tu alegría? ¿No estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos? ¿Tienes necesidad de alguna otra cosa? Que ninguna otra cosa te aflija, te perturbe: Que no te apriete con pena la enfermedad de tu tío, porque de ella no morirá por ahora, ten por cierto que ya está bueno» (NM 118-120).
La traducción –y los siglos– nos velan algunas de las riquezas de sentido que estas palabras pudieron haber tenido para un indio. Para asomarnos un poco más a la intimidad y protección que significaron para Juan Diego estas frases, démosle la palabra a los conocedores del náhuatl:
«Nocuixango, Nomamalhuazco, Cuixantli es la concavidad delantera que se forma con una vestidura: falda, enagua, delantal, ayate, para cargar algo; de allí la idea y la imagen de gremio, regazo, protección, intimidad, cercanía, amparo. Mamalhuaztli es el receptáculo semejante pero formado hacia la espalda con el rebozo, manto, capa, o con el mismo ayate, dándole vuelta. Esta expresión de la Virgen corresponde a lo que había dicho Juan Diego: ‘necesito ser conducido, llevado a cuestas…’ Ahora Ella le dice: ‘¿No te llevo en mis brazos? ¿No te cargo en mis espaldas?’, como si dijera: ‘¿No dependes de mí completamente?’ Vemos aún ahora cuán tiernamente llevan las indias a sus hijos en las espaldas».[22]
Ante esta entrañable manifestación de amor, Juan Diego quedó profundamente consolado y con el corazón apaciguado. La Virgen lo envió entonces a la cumbre del cerro a que corte y le traiga las flores que encuentre. Él sabía bien que ese era lugar de riscos y arbustos espinosos y que era imposible en diciembre –cuando el hielo se devora toda la vegetación– que allí crezcan flores. Aun así, no dudó y fue a buscarlas. Con gran maravilla contempló al llegar a la cima una gran variedad de flores bellas y perfumadas. Para el indio las flores tenían una significación religiosa de presencia y cercanía divina, algo así como el cielo en la tierra. Las cortó y las recogió en su regazo envolviéndolas con su tilma.[23] Enseguida se las llevó a la Reina del Cielo. Ella las vio, las tomó «con sus venerables manos», y las devolvió al hueco del ayate del indio diciéndole: «Mi hijito menor, estas diversas flores son la prueba, la señal que llevarás al obispo. De mi parte le dirás que vea en ellas mi deseo, y que por ello realice mi querer, mi voluntad […] Y tú que eres mi mensajero [...] en ti absolutamente se deposita la confianza» (NM 139).
La Virgen confiaba en el indio. Lo quería como embajador del mensaje salvador de Dios que Ella trae a estas tierras. El indio confió también en la Virgen y –seguro de que todo iba a salir bien– se dirigió feliz al lugar que no es de su andar, a llevar la señal del cielo. Esta vez le costó más llegar al obispo por la desconfianza de su entorno. Cuando logró hacerlo, le relató hasta el detalle el origen de las flores que le traía como señal. Luego, al extender su blanca tilma, las flores cayeron al suelo y en el manto «se apareció de repente la Amada Imagen de la Perfecta Virgen Santa María, Madre de Dios, en la forma y figura que ahora está» (NM 183).
La Virgen estampada en el manto es el signo que le dice al obispo que le crea al indio. Que crea que es verdad que la vida–tilma del indio ha sido tocada por Ella, la madre del verdadero Dios por quien se vive. Y que el santuario es el signo y lugar de ese encuentro, que todo indio lleva impreso en el alma.
Dios interviene en la vida de este pueblo naciente por medio de María. Ella elige a uno de sus hijos más humildes, lo consuela y lo eleva haciéndolo su embajador ante la Iglesia que debe reconocerlo. Como Madre que busca reunir a todos sus hijos, comienza un camino de acercamiento entre grupos infinitamente distantes. Los españoles poco veían de bueno en esos indios y sus creencias, y Ella los obliga a valorarlos. Dignifica a los indios y –en su Imagen– les enseña los misterios de la fe de un modo en que sólo ellos podrían verlo. En la tilma estampada, Ella les acerca a su Hijo sin que tengan que renunciar a su cultura indígena.[24]
La casita sagrada del Tepeyac se construyó. Allí se expone hasta el día de hoy la imagen milagrosamente impresa en la tilma conocida como la Virgen de Guadalupe, nombre que Ella misma le revelara al tío de Juan Diego al sanarlo (o, al menos, ese nombre entendió el obispo en el relato del anciano).[25] Su imagen, milagrosamente conservada a lo largo de los siglos a pesar de la rusticidad del tejido, es como un signo de esa fe conservada durante cinco siglos en ese pueblo pobre y dominado. Desde aquellos primeros sucesos, han sido millones los hijos de América Latina que llegaron a su santuario a buscar el consuelo maternal que ofrece para todos: «allí escucharé su llanto, su tristeza, para remediar, para curar todas sus diferentes penas, sus miserias, sus dolores» (NM 32).
El padre Tello, en una charla con sacerdotes que animaban el Movimiento Juvenil Evangelizador, les explicaba:
«Históricamente la figura de María, incluso en términos de psicología profunda, es ante todo la Madre. Y en términos de psicología profunda dirán: es el seno maternal, o es la Madre Tierra. La Virgen de Guadalupe anda mucho por ahí. Es la madre, es el seno maternal. Entonces a un pueblo destrozado, sin organismo, sin organización, un pueblo desvalido, la madre, el seno maternal, su protección es la que congrega, la que reúne, la que atrae».[26]
El pueblo naciente –mestizo y oprimido– ya tiene una Madre. A primera vista, en un contexto de tanta injusticia y dolor, no parece muy liberador lo que ofrece. Pero, al igual que San Pablo en su carta a Filemón, pone la semilla de la verdadera liberación igualando al oprimido y al opresor en una misma dignidad de hijo de Dios.
Debemos tener en cuenta que esto se dio en el doloroso inicio del proceso de mestizaje racial. Muy pronto los españoles empezaron a tomar indias como concubinas por la fuerza o incluso contraían matrimonio. Además, en algunos casos, la nobleza azteca les entregaba a sus hijas para establecer una alianza de sangre con esta nueva raza.[27] Esto hizo que empezaran a aparecer niños con un rostro nuevo. Ni español, ni indio: mestizo. En Tenochtitlan, en los años inmediatamente posteriores a la conquista de Hernán Cortés, no era muy buena la suerte de los niños mestizos. Ante la crisis de relación que había entre indios y españoles, las dos partes rechazaban el fruto de esa unión. A pesar de que los aztecas valoraban mucho a sus hijos, en el contexto de la profunda crisis cultural que vivían, no aceptaban a estos niños de nuevo rostro. Hay cartas de la época que describen la situación desesperada de estas criaturas. Cuenta por ejemplo el obispo Vasco de Quiroga: «andan por los mercados buscando de comer lo que dejan los puercos y los perros, es cosa de gran piedad de ver a estos huérfanos y pobres, son tantos que es cosa de no poderse creer si no se ve».[28]
En este estado de desconcierto desesperante, considerando a sus dioses muertos y a sus antepasados en el infierno, los indios recibieron la manifestación de la Virgen de Guadalupe. Su presencia vino a tocar y dignificar la vida de cada uno de ellos en la de Juan Diego. Y adoptó un rostro nuevo, un rostro mestizo, el rostro de los niños abandonados, de los más sufridos, de los últimos. Así llega la Virgen a América Latina, como madre de los últimos. De todos, pero especialmente de los últimos. Se inclina hacia quienes sufrían la más profunda soledad y les dice al oído: no se turbe tu corazón… ¿no estoy yo aquí, que soy tu Madre?[29]
3.4 Bautismos masivos
Los estudios históricos muestran que, después de la aparición de la Virgen de Guadalupe, se incrementó notablemente el número de bautismos.[30] Para ese entonces no había más de cuarenta misioneros en Nueva España. Un celoso evangelizador de esos primeros tiempos, el franciscano fray Toribio de Benavente, alias Motolinía, cuenta que «eran tantos los que en aquellos tiempos venían al bautismo, que a los ministros que bautizaban, muchas veces les acontecía no poder alzar el brazo».[31] Se estima que, en Nueva España, hacia 1540 no quedaban indios adultos sin bautizar, al menos que se sepa.[32]
El padre Tello, al preguntarse sobre el significado que podría haber tenido para el indio el bautismo en esta situación de crisis existencial, ofrece una respuesta tan sencilla como contundente: un lugar en el mundo. El último, pero un lugar. El bautismo lo reconocía como persona, como hijo de Dios. Este sacramento que la Iglesia le daba representó un reconocimiento de su dignidad. Reconocimiento que –como señala Octavio Paz– no tuvieron los indígenas de las colonias inglesas.[33]
Hasta el día de hoy, el pueblo pobre de América Latina vive el bautismo como lo que lo hace verdaderamente humano. Tello afirma que:
«Para el pueblo pobre, el bautismo es propiamente una humanización. El chico bautizado deja de ser un ‘animalito’ para ser –de un modo nuevo– hombre. Capaz de trascender los dolores de la vida, la pobreza, los sufrimientos, y ser de Dios. El bautizado queda unido a Cristo, participa en su ‘suerte’, en su Pasión, Muerte y Resurrección, y esta participación es gratuita sin ningún trabajo del hombre. El bautizado se identifica con Cristo principalmente en sus dolores, corrientes en el pobre, en quien de una manera misteriosa se completa la Pasión (Cf. San Cirilo en la Feria quinta de la octava de Pascua) […]
El bautismo es –para la gente del pueblo– primeramente un valor estructurante de la vida que hace al hombre verdadera y plenamente hombre y por lo tanto fundamentalmente a todos iguales, con igual dignidad. […] Indudablemente habría que ser pobre, sufrido y sin camino (oprimidos) en esta vida para entender a fondo todo esto».[34]
Esta identificación con Cristo que realiza el bautismo y el modo en que los pobres de América Latina la perciben, está en consonancia con lo que enseña el Papa Francisco cuando afirma que los pobres tienen mucho que enseñarnos sobre Cristo ya que «en sus propios dolores conocen al Cristo sufriente».[35] La cruz de Cristo es el prisma por el cual miran sus vidas cruciformes. El conocimiento de Cristo, Dios que muere en la cruz, es el más fuerte y conmovedor hecho para el alma del hombre del pueblo. No lo intelige, sólo sabe que esa es la señal del amor de Dios. Además, le otorga una aceptación de su propia vida pobre y sufrida como una vida buena y llena de sentido para él y los demás hombres. Vive el misterio de la aceptación de la cruz como algo bueno aunque no sepa decir porqué.
3.5 María en toda América
Durante los siglos XVI y XVII, en la medida en que el pueblo crecía, toda la geografía del Continente se fue poblando de nuevas advocaciones de María. Siempre con dinámicas similares: a partir de los pobres, la Virgen atraía y unía entre sí a sus hijos, a la vez que les presentaba el rostro misericordioso de Dios. Cada una de estas advocaciones marianas de los primeros siglos pasaron a constituir parte de la identidad histórica de los pueblos que conforman América Latina. La Virgen quedó en el ADN cultural del Continente. O mejor, desde una lectura teológica de este proceso histórico, podemos decir que América Latina nació de la Virgen.
En el territorio de lo que hoy es la República Argentina se destacan tres advocaciones de este tipo. En el noroeste la Virgen del Valle, en el noreste la Virgen de Itatí y en la zona pampeana la Virgen de Luján. De las tres puede decirse que son acontecimientos de gracia por los que Dios se hace presente en la historia del pueblo argentino. Todas nacieron desde los más pobres y reuniendo un pueblo a su alrededor. María, la más pura representante de la lógica evangélica, comienza por los últimos para abrazar a todo un pueblo.
La Virgen, con su presencia materna, acompañó ese proceso por el cual indios, mestizos y criollos aceptaron la fe cristiana pero la expresaron de un modo culturalmente diverso al español. Para comprender esto debemos recordar –como enseña Francisco en Evangelii Gaudium– que el cristianismo no es monocultural.[36] La gracia supone la naturaleza y la cultura, de modo que esta última siempre va a teñir el modo en que se vive la vida cristiana. La sustancia de esta vida es el ejercicio de las virtudes teologales, que son tal por ser infundidas por Dios y porque nos capacitan para alcanzarlo. Son una gracia pero su ejercicio es un acto libre que, como tal, está influido por la cultura. Por eso, el cristianismo tendrá tantos rostros como culturas en las que se encarnó. Esto es algo que se dio siempre en la historia y que se verificó especialmente en América Latina. Aquí la semilla del Evangelio brotó con los rasgos propios de la tierra en que fue sembrada. El cristianismo encontró un nuevo rostro, que llamamos cristianismo popular latinoamericano. La práctica de una pastoral popular, pensada para fortalecerlo, ha demostrado que este sigue vivo entre los más pobres, a pesar de las profundas transformaciones sociales de la modernidad en curso.[37]
Tello sostiene –contemplando los dos milenios de cristianismo– que el nacimiento de un cristianismo popular latinoamericano representa una notable ampliación de la Iglesia, como la que se da cada vez que una nueva civilización acepta el Evangelio. Así lo explicaba en un texto trabajado en su escuelita en el marco del V Centenario de la evangelización de América (1992).[38]
Allí sostiene que en el trascurso de los siglos la Iglesia ha ido creciendo. En primer lugar, en el conocimiento de Dios. A través del estudio de la Escritura, de la reflexión, la oración, del conocimiento que Dios infunde en los creyentes, la Iglesia fue comprendiendo más profundamente la Revelación divina.[39] El desarrollo del dogma es un claro testimonio de esto. Otro aspecto de este crecimiento se da cuando un nuevo pueblo recibe el Evangelio. En estos casos, es notable la ampliación que se da en la Iglesia:
«Toda ampliación y crecimiento de la Iglesia se realiza a través de la vida de los creyentes. Los crecimientos notables y de enorme riqueza se han dado cuando un nuevo pueblo, más bien una nueva civilización, una nueva cultura, es evangelizada. Cuando nuevos pueblos reciben el Evangelio y se hacen cristianos, es cuando mayor ha sido el crecimiento en todos los órdenes en la Iglesia. No tanto los individuos sino los nuevos pueblos evangelizados traen un enorme crecimiento, no sólo en número -desde luego- sino en los aspectos que más vida y profundidad dan a la Iglesia».[40]
Pero este crecimiento tan notable que se verifica cuando la Iglesia abraza en su seno a un nuevo pueblo se asemeja a un parto: no se da sin dolor. Esta nueva riqueza que Dios quiere hacer nacer en la Iglesia universal se va afianzando lentamente y –por lo general– con resistencias de quienes no entienden que las instituciones deben ajustarse a una nueva realidad. Un ejemplo de estas dificultades es la crisis de la Iglesia primitiva, cuando se vio frente al desafío de incorporar al mundo pagano. La integración de los paganos, a quienes no se les pedía la circuncisión, representó una ampliación por la incorporación de miembros de otra cultura. Esto trajo un nuevo modo de ser cristiano, ya separado del judaísmo pero heredero de este. Sin embargo, la herencia de la Iglesia de origen judío no quedó solo como tradiciones o recuerdos sino como una raíz que sigue dando vida. Es la misma Iglesia, pero acrecida. Esto se repite a lo largo de la historia. La historia de la Iglesia puede leerse como jalonada por la evangelización de cada nueva cultura.
Desde este marco, Tello propone interpretar la aparición del cristianismo popular latinoamericano. Puede decirse que una nueva Iglesia nació aquí, en el sentido de que se gestó un nuevo modo de ser cristiano:
«Solemos decir que una nueva Iglesia nació entonces. Pero esto no se debe entender como otra distinta de la que evangelizó, sino que la Iglesia de siempre se renovó notablemente aun cuando esto no fuera percibido en su momento, ni siquiera hoy, y apenas en estos tiempos esté empezando a despuntar la conciencia de que la evangelización de América y el nacimiento de un nuevo pueblo cristiano enriqueció y enriquece a la Iglesia con un modo nuevo, hijo del anterior, más pleno y más perfecto, de ser cristiano o de vivir el cristianismo, un modo más perfecto de llegar a Dios y conocerlo. Y esto es lo que ha sucedido, pero se percibe después de muchos siglos, cada vez que una cultura ha sido cristianizada».[41]
El Espíritu Santo suscitó en estas tierras un nuevo modo de ser cristiano. Esto es algo que en la historia siempre se ha percibido varios siglos después de que una cultura ha sido cristianizada y que hoy apenas está despuntando en la conciencia de la Iglesia. Así como hoy vemos claro que la Iglesia primitiva, al incorporar al mundo pagano, creció, se amplió, aprendió un modo más perfecto y pleno de vivir el cristianismo, del mismo modo ocurrió con cada nueva gran evangelización y ocurrió también en América Latina. Dios es infinito en riquezas. Cuando suscita en la historia un modo nuevo de ser cristiano quiere mostrar alguna nueva perfección a través de él:
«Todavía está por verse, conocerse y aceptarse cual es y como es el modo más perfecto que Dios trajo a los hombres del mundo para vivir el Evangelio y que suscitó a través del pueblo cristiano de América. Que no ha de ser único y excluyente pero que ciertamente trae una perfección nueva a la Iglesia. (Pleno y más perfecto lo decimos acá en el sentido de que acerca más a Cristo a todos los hombres)».[42]
En esta línea está la enseñanza del Papa Francisco en Evangelii Gaudium cuando afirma que, siendo tanta la riqueza del mensaje salvífico de Dios, ninguna cultura puede agotarlo en su expresión. Más bien, cada cultura es una ocasión para que se pongan de manifiesto nuevos aspectos de la Revelación.[43]
Para Tello, la fe mariana de América Latina es un ejemplo de esta acción del Espíritu Santo de resaltar nuevas vetas de la Revelación a través de la encarnación del cristianismo en las culturas. Este pueblo, además de haber conocido a María por la predicación de los españoles, profundizó ese conocimiento en su trato cotidiano de amor filial con Ella:
«Dios es infinito en su riqueza. Sabemos mucho de Dios porque mucho ha revelado, pero sabemos muy poco al mismo tiempo porque ningún hombre podría abarcarlo. Así un pueblo puede comprender un aspecto de los ‘misterios’ de Dios con mayor profundidad y riqueza que hasta entonces.
Para poner un ejemplo podríamos decir así. La devoción y amor a la Virgen que tiene el pueblo de Sudamérica es, por cierto, traído por y aprendido de la Iglesia. Y particularmente de la Iglesia española que evangelizó América y que efectivamente tenía una gran devoción a la Virgen. Pero en América esa devoción no es sólo hija de la tradicional devoción a la Virgen de toda la Iglesia. Es también haber conocido a la Virgen, Madre de Dios –y por obra del Espíritu Santo, que estas cosas son cosas de Él– de un modo distinto, más profundo.
No es sólo un modo particular de devoción que las Iglesias locales (de un pueblo u otro) pueden tener en mayor o menor grado, es un modo nuevo de amar, conocer, honrar a la Virgen y de entender más y mejor su relación con la obra de redención de Cristo. Es un modo nuevo que aparece en la Iglesia y la enriquece en su sabiduría y en su modo de vivir cristianamente. Esto, aunque aún no se haya comprendido bien y pasen otros siglos hasta que se vuelva patrimonio de toda la Iglesia (aunque ya lo es de hecho)».[44]
El cristianismo popular latinoamericano es portador de una profundización en el conocimiento y la sabiduría de las cosas de Dios en la Iglesia. Parte de esa novedad es la comprensión que tiene de la Virgen y su rol en la redención de Cristo. Este nuevo modo de ser cristiano que apareció en la historia arroja una nueva luz sobre el misterio de la Virgen Madre de Dios. Lo que supone un crecimiento en el conocimiento de la Revelación, depósito de infinitas riquezas. Tello se pregunta cuál es el conocimiento mayor que ha adquirido la Iglesia por la evangelización del pueblo de América:
«¿Dónde se muestra ese conocimiento? Este se devela en la vida cristiana de los nuevos evangelizados. Habría que mirar cómo vive el pueblo americano, su relación con Dios. Cómo vive su cristianismo, qué dice de Dios, cómo le reza, cómo vive y entiende la caridad, la fe, la esperanza.
Es imposible clasificar o anotar semejante cosa. Pero es posible ver después de 500 años muchas cosas del cristianismo popular americano que son firmes, inamovibles y a las que el pueblo cristiano defiende como esenciales para su vida y ni la más férrea oposición ha podido menguar».[45]
El planteo lleva a una actitud contemplativa sobre la vida de fe de millones de latinoamericanos que –en el contexto de las enormes dificultades de la pobreza– creen, esperan y aman; y encuentran en la fe una fuerza que estructura sus vidas. La misma actitud que señala Francisco cuando dice que «para entender esta realidad hace falta acercarse a ella con la mirada del Buen Pastor, que no busca juzgar sino amar. Sólo desde la connaturalidad afectiva que da el amor podemos apreciar la vida teologal presente en la piedad de los pueblos cristianos, especialmente en sus pobres».[46] Con esa mirada signada por el amor, Tello señala tres elementos que considera firmes para el cristiano de cultura popular: 1. El Dios con que se une el cristiano es Jesucristo crucificado; 2. El cristiano es de la Virgen, Ella es el lugar donde se vive y se hace posible la vida cristiana; 3. El sentido de la dignidad de ser hijos de Dios. Respecto a lo relativo a la Virgen, Tello amplía el tema diciendo:
«El cristiano es de la Virgen. La novedad de entender que no hay cristiano ‘perfecto’ sin un profundo amor y unión con la Virgen. Que la aceptación de Cristo crucificado es verlo en la cruz junto a la Virgen como si no pudiera haber Cristo crucificado sin la madre a su lado. Dios no es sin la Virgen. Para el hombre es tan importante Dios como la Virgen, no en un orden de supremacía divina (como se critica a veces), eso se tiene claro, es en orden a la posibilidad de ser fiel a Cristo –de permanecer cristiano– antes que cualquier otra cosa (incluso los sacramentos) es la Virgen la primera y más cierta posibilidad de llegar a Dios. De los medios que Dios dio a la Iglesia para la salvación de los hombres el primero es la estrecha unión con la Virgen. Esto a su vez trae de la mano un conocimiento mayor de los misterios de la Virgen, sobre todo del de su lugar en la redención de Cristo».[47]
En esta apretada síntesis, Tello nos propone todo un programa de investigación mariológica. Nos invita, entre otras cosas, a profundizar en el sentido de la presencia de la Virgen al pie de la cruz, en su capacidad mediadora para unirnos a su Hijo y sobre todo en su lugar en la redención de Cristo.[48]
Hemos repasado los inicios de la fe cristiana en este Continente y hemos podido ver cómo María ha tejido una singular historia de amor con el pueblo latinoamericano, especialmente con los más pobres. Ha sido –y continúa siendo– el signo de la cercanía misericordiosa de Dios y una fuerza de unidad del pueblo, moviendo a sus hijos a ser más hermanos. Valores evangélicos que el pueblo ha hecho cultura, como la solidaridad, la preocupación por los últimos, el reconocimiento de la dignidad de cada persona, la ternura, y tantos otros, reconocen en el amor a la Virgen una fuente vital.
Contemplar esta obra de Dios es lo que lo lleva a Tello a afirmar que es la Virgen quien evangelizó a América, o mejor, que «Dios le dio América Latina a la Virgen».[49] Creemos que la teología pastoral, en su búsqueda por discernir acciones que colaboren con el obrar salvífico de Dios, tiene allí un sendero fecundo. Profundizar la comprensión del misterio de amor entre la Virgen y el pueblo puede ayudarnos a encontrar instancias pastorales que lo fortalezcan. El vínculo filial con la Virgen, como todas las relaciones humanas, necesita ser cultivado. La creatividad evangelizadora encuentra allí un llamado y una oportunidad: repetir y actualizar la escena del Calvario, en que Cristo nos ofrece a su Madre como Madre nuestra, y suscitar en el creyente la respuesta del discípulo amado: aceptarla filialmente. La pastoral puede ofrecer un ámbito donde resuene el diálogo cordial entre Cristo que dice: «Ahí tienes a tu Madre» (Jn 19,26) y los cristianos que responden: «Soy de la Virgen nomás».[50]