Artículos
¿Por qué una teología latinoamericana de la imagen?
Revista Teología
Pontificia Universidad Católica Argentina Santa María de los Buenos Aires, Argentina
ISSN: 0328-1396
ISSN-e: 2683-7307
Periodicidad: Cuatrimestral
vol. 60, núm. 141, 2023
Recepción: 17 Marzo 2023
Aprobación: 27 Abril 2023
Resumen: El culto a las imágenes y la performance festiva que se despliega en torno a ellas aparecen como rasgos fundamentales de la experiencia de fe de los pueblos latinoamericanos. Esto ha sido abordado principalmente como expresiones de “religiosidad” o “piedad popular”, términos que, en buena medida, desvían la atención respecto a la profundidad teológica presente en la veneración de las imágenes. En este sentido, la doctrina cristiana de la imagen reconoce en ella una expresión fundamental de la respuesta de fe a la revelación de Dios en Jesucristo. Esta doctrina fue formulada en el marco del VII Concilio ecuménico, y ha dado lugar al desarrollo de una teología de la imagen, que ha encontrado su principal desarrollo en el mundo ortodoxo, pero que a partir del siglo XX ha despertado creciente interés en el mundo católico. En el presente artículo artículo, una vez presentada la relevancia de la teología de la imagen para la vida de la Iglesia, se plantea la necesidad de explicitar la teología de la imagen que subyace en la experiencia de fe de los pueblos latinoamericanos.
Palabras clave: Religiosidad popular, Teología de la imagen, América Latina: Fiesta.
Abstract: The cult of images and the festive performance that unfolds around them appear as fundamental features of the faith experience of the Latin American peoples. This has been addressed mainly as expressions of "religiosity" or "popular piety", terms that, to a large extent, divert attention from the theological depth present in the veneration of images. In this sense, the Christian doctrine of the image recognizes in it a fundamental expression of the response of faith to the revelation of God in Jesus Christ. This doctrine was formulated within the framework of the 7th Ecumenical Council, and has given rise to the development of a theology of the image, which has found its main development in the Orthodox world, but has aroused growing interest in the Catholic world since the 20th century. In this article, once the relevance of the theology of the image for the life of the Church has been presented, the need to explain the theology of the image that underlies the faith experience of the Latin American peoples is raised.
Keywords: Popular Religion, Theology of Image, Latin America: Feas.
1. Introducción
La veneración de imágenes sagradas constituye una característica fundamental del catolicismo latinoamericano, y no ha pasado inadvertido para la reflexión teológica y magisterial. En torno a las imágenes se despliegan una serie de prácticas rituales, una de cuyas manifestaciones más acabadas es la fiesta religiosa. En este sentido, cuando hablamos de imagen sagrada en Latinoamérica, hablamos también de música, danza, procesión, manda, etc. Desde los orígenes mismos de la Iglesia latinoamericana, durante la Colonia, se producirá una progresiva valoración de las nuevas imágenes aparecidas a los pueblos indígenas. En este contexto, la imagen de culto y su performance festiva terminará convirtiéndose en el principal vehículo de la evangelización y en un rasgo característico de la cultura latinoamericana. Luego, en el debate sobre la denominada “religiosidad” o “piedad” popular, la imagen y las prácticas que se realizan con ella también ocupará un lugar central, destacándose como expresión ejemplar de una fe inculturada que se juega en la mediación sensible. Ahora bien, junto con subrayar su importancia y su valor, se han destacado permanentemente sus peligros.
El gran temor de la Iglesia colonial fue que la imagen cristiana terminara albergando resabios del ídolo prehispánico, lo cual, en cierta medida, efectivamente sucedió.[1] Así, la Virgen Cerro se eleva al cielo desde la huaca, flanqueada por Inti y Quilla; la prestancia de San Santiago se asimila al poderío de Illapa; la celebración del Nazareno de Caguach conserva muchos elementos rituales del nguillatún mapuche. A este temor, con posterioridad, se sumará la preocupación por una fe que carece de un aparato conceptual que la defina y cuyo ejercicio se desarrolla en buena medida al margen de la liturgia oficial, lo cual también, en cierto modo, es así. El culto a las imágenes se significa performativamente, a través de la poesía, la música, y la danza, y reivindica el protagonismo del laicado en acciones que, en cierto sentido, aspiran a constituirse en mediación sacramental. De este modo, la imagen de culto en América Latina es, a su vez, objeto de gran devoción y de sutiles -a veces no tanto- sospechas. Los términos con los que la reflexión teológica se ha referido a estas prácticas son elocuentes a este respecto.
La noción de “religiosidad popular” hace referencia a una disposición natural del ser humano hacia lo sagrado, que puede funcionar como sustrato antropológico para la evangelización, pero que, sin embargo, se diferencia claramente de la fe, entendida como respuesta consciente a la revelación de Dios en Jesucristo. En este sentido es empleada en el encuentro de Medellín (1968), al declarar que “La religiosidad popular puede ser ocasión o punto de partida para un anuncio de la fe. Sin embargo, se impone una revisión y un estudio científico de la misma, para purificarla de elementos que la hagan inauténtica no destruyendo, sino, por el contrario, valorizando sus elementos positivos” (Catequesis 2). Este concepto proviene del campo de las ciencias sociales y se enmarca en una discusión de larga data que se origina en el contexto de la Ilustración, cuando se distingue entre aquellas formas religiosas que son útiles para el proyecto civilizatorio del estado-nación moderno y aquellas que lo obstaculizan.[2] De este modo, las religiones “oficiales”, con su claridad dogmática y su estructura institucional, aspirarán a convertirse en correlato de los proyectos republicanos, mientras que las religiones populares, con su ambigüedad doctrinal y su disrupción icónica y festiva, serán interpretadas como un estadio primitivo de las primeras, que debe ser superado.[3] El concepto de religiosidad popular es tan amplio, que abarca desde prácticas rituales de los pueblos indígenas, como el nguillatún o la pawa, hasta las fiestas religiosas que se celebran en los santuarios católicos. (Error 1: La referencia debe estar ligada) (Error 2: El tipo de referencia es un elemento obligatorio) (Error 3: No existe una URL relacionada)
El término “piedad popular”, por su parte, marcará un giro determinante en la valoración del culto a las imágenes en América Latina, en tanto que habilitará la incorporación de este tipo de prácticas al ámbito de la tradición eclesial. Inspirada por la eclesiología cultural de Gaudium et Spes, donde se establece que las culturas no son un mero complemento del anuncio del evangelio sino su condición de posibilidad, la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi (1975) distinguirá entre “religiosidad” y “piedad” popular, poniendo de relieve el sesgo peyorativo de la primera y refiriéndose a la segunda como un valioso tesoro del catolicismo latinoamericano, todavía por descubrir. En la misma línea, unos años más tarde, en el encuentro de Puebla (1979), la “piedad popular” se definirá como “la forma o la existencia cultural que la religión adopta en un pueblo determinado. La religión del pueblo latinoamericano, en su forma cultural más característica, es expresión de la fe católica. Es un catolicismo popular (DP 444)”. En Aparecida (2007), se destacará consistentemente la legitimidad de las prácticas constitutivas de la piedad popular, se las denominará “espiritualidad” o “mística” popular, subrayando su fundamento pneumatológico. Finalmente, en Evangelii Gaudium (2013), donde se recoge todo este proceso de valoración, el Papa Francisco terminará declarando que “Las expresiones de la piedad popular tienen mucho que enseñarnos y, para quien sabe leerlas, son un lugar teológico al que debemos prestar atención, particularmente a la hora de pensar la nueva evangelización” (EG 126).
Ahora bien, la palabra “piedad” alude a una inclinación sentimental por lo sagrado, una “actitud básica”, como declara Puebla, o un “modo directo y simple de manifestar externamente el sentimiento del corazón y el deseo de vivir cristianamente”, como señala el Directorio sobre la piedad popular y la liturgia (2002). En este sentido, la piedad popular se distingue claramente de lo que sería una meditada intelección de la fe o la eficacia sacramental de la liturgia, razón por la cual, como se subraya ya desde Evangelii Nuntiandi, debe ser permanentemente orientada hacia estas instancias. Por otro lado, el término en cuestión hace referencia a prácticas tan diversas como el rezo del rosario o el baile religioso, sin identificar las particularidades de cada una, sus motivaciones, sus funciones y carismas específicos, y sus horizontes de sentido. No cabe duda de que hoy en día la Iglesia en su conjunto reconoce el valor de estas prácticas, pero en cierta medida dicho reconocimiento no ha calado en su profundidad teológica. De hecho, la mayor parte de la reflexión sobre este tema se ha desarrollado desde una perspectiva normativo-pastoral, sin ponderar suficientemente su dimensión teológico-fundamental, en tanto que lugar teológico. Esta perspectiva, que queda claramente demarcada a partir de la declaración del Papa Francisco en Evangelii Gaudium y otros documentos de su pontificado, ya había sido planteada hacia finales de los años 70:
«Cuando se habla de revalorización de la religiosidad popular en este contexto, no se está significando entonces un problema pastoral, sino que se está apuntando a una reinterpretación fundamental del significado cultural de estas formas del culto […] Este cambio en la interpretación de la religiosidad popular lleva a considerarla “criterio de discernimiento” de la autenticidad de la vida religiosa latinoamericana, lo que la constituye también en punto de referencia obligado de toda teología que pretenda elaborarse desde América Latina».[4]
En el marco de la investigación que he desarrollado durante los últimos años sobre fiestas religiosas en Chile, he podido identificar el rol central que juega la imagen sagrada en las prácticas festivas que se suelen denominar “religiosidad” o “piedad” popular. El pueblo creyente no reconoce en ella un objeto, sino a una “persona” que incide en sus vidas, alguien que escucha y que se comunica con ellos.[5] En este sentido, desde la época de la Colonia hasta nuestros días, la imagen aparece como el foco de estas prácticas, es decir, como el lugar de una teofanía y como fuente de gracia divina.[6] La imagen, entendida como modo de presencia personal, está en el corazón de prácticas que van desde las animitas del camino hasta los templos del centro de la ciudad, pasando por las plazas de los santuarios, donde se celebran las fiestas religiosas.[7] A su vez, el concepto de imagen posee una densidad dogmática que nos permite acceder a un horizonte teológico-fundamental que hasta ahora ha sido apenas atisbado.
2. ¿Por qué una teología de la imagen?
En tercer lugar, según lo indicado por Daley, la teología de la imagen también se puede considerar como una “teología fundamental”, en tanto que el culto a las imágenes constituye una respuesta de fe a la revelación de Dios en Jesucristo. De aquí se derivan cuestiones epistemológicas y hermenéuticas, claramente perfiladas durante la querella iconoclasta. La imagen sagrada y toda la performance que se despliega en torno a ella definen un modo de conocimiento de Dios, vinculado al desarrollo de diversas formas de arte (arquitectura, artes visuales, música, etc.), con lenguajes propios y funciones específicas.[11] La imagen de culto cristiana, pues, tal como se define en torno al VII Concilio ecuménico, en ningún caso es una mera “biblia de los iletrados”. De hecho, se establece una relación directa entre la exégesis bíblica y la contemplación de la imagen sagrada, como modos complementarios de reflexión teológica.[12] En este sentido, en el marco de la querella iconoclasta, el término “imagen” será concebido como una categoría gnoseológica, es decir, como un auténtico método para conocer a Dios, cuyo punto de partida es lo particular de su persona o ὑπόστασις y no lo general de su esencia o οὐσία.[13] De este modo, entendida en un sentido amplio, la imagen -sea visual, sonora, escrita, etc.- constituye el modo de expresión personal del Dios encarnado, en contraste con el concepto, que aspira a expresar lo general. Por esta razón, los profetas comunican la Palabra de Dios a través de metáforas y Jesús anuncia el Reino a través de parábolas, donde la universalidad de su mensaje no queda secuestrada en categorías abstractas, sino que se encarna en los imaginarios del pueblo.
Respecto a la importancia de una teología de la imagen para la vida de la Iglesia, Vladimir Lossky declara:
«No hay ninguna rama de la enseñanza teológica que pueda aislarse del problema de la imagen sin correr el riesgo de separarse del tronco vivo de la tradición cristiana […] Por la Encarnación –hecho dogmático fundamental del cristianismo–, “imagen” y “teología” guardan un vínculo tan estrecho que la expresión “teología de la imagen” podría casi convertirse en un pleonasmo (por supuesto, siempre y cuando la teología sea considerada conocimiento de Dios en su Logos, imagen consustancial del Padre)».[14]
Si bien la Iglesia católica reconoce la doctrina de la imagen tal y como fue formulada en torno al VII Concilio ecuménico,[15] lo cierto es que, después del gran Cisma, la teología de la imagen encontrará su mayor desarrollo en el cristianismo oriental. Esto se debe principalmente a factores culturales, aunque también a ciertas tendencias iconoclastas que se manifiestan en la Iglesia desde sus orígenes, y están presentes hasta nuestros días. En cualquier caso, como señalan diversos estudiosos, la progresiva marginación de la teología de la imagen en Occidente encuentra su punto de inflexión a finales del siglo VIII, con el surgimiento del Imperio carolingio, cuyos teólogos desconocerán las conclusiones del VII Concilio ecuménico, asignando a la imagen sagrada una función meramente ilustrativa y pedagógica.[16] Si bien la Iglesia de Roma confirmará inmediatamente la doctrina del VII Concilio ecuménico, los planteamientos de la teología carolingia seguirán presentes de manera implícita en el posterior desarrollo de la teología latina. Más tarde, la teología de la imagen, que tiene una marcada impronta inductiva, será eclipsada por la teología conceptual de la Escolástica y por otros movimientos religiosos y culturales, como la reforma cisterciense, la Reforma protestante, el Renacimiento, y el surgimiento del Racionalismo.[17]
Ahora bien, la teología de la imagen ha conocido un fuerte renacimiento en el seno de la Iglesia católica a partir de las primeras décadas del siglo XX. Como es sabido, uno de los impulsos de la teología que se desarrolla en torno al Concilio Vaticano II viene dado por el redescubrimiento de la patrística griega, donde la teología de la imagen, en su dimensión dogmática, se reconoce como una de sus directrices. Por otro lado, el estudio de la tradición iconográfica del Oriente cristiano, en su dimensión mistagógica, aportará elementos claves para el desarrollo del movimiento litúrgico. A este respecto, haciéndose eco de esta revaloración, Juan Pablo II declarará en los años 90 en su carta apostólica Orientale Lumen:
«La riquísima iconografía litúrgica, de la que con razón se enorgullecen todas las Iglesias del Oriente cristiano, no es más que la continuación de la Palabra, leída, comprendida, asimilada y, por último, cantada: esos himnos son, en gran parte, sublimes paráfrasis del texto bíblico, filtradas y personalizadas mediante la experiencia de la persona y de la comunidad».[18]
Además del gran interés y curiosidad que despierta el ícono bizantino y su performance litúrgica, se abordará también la teología de la imagen en su dimensión dogmática y teológico-fundamental, como se puede apreciar en la obra de Romano Guardini, Hans Urs Von Balthasar, Joseph Ratzinger, y Christoph Schönborn, entre otros. En la obra de estos autores -sobre todo en la reflexión de Romano Guardini, con mayor profundidad, claridad y consistencia- se destacan tres premisas que constituyen y fundamentan la teología de la imagen. En primer lugar, la imagen de culto y toda la performance festiva que se despliega en torno a ella no es una expresión complementaria en la vida de la Iglesia, sino que la constituye desde sus orígenes en tanto que expresión, testimonio, y kerygma de la encarnación de la Palabra.[19] En segundo lugar, la imagen no es una simple ilustración de la historia sagrada, sino que es signo (σημεῖο) del acontecimiento Pascual, y, por tanto, tiene una naturaleza sacramental; en ella se prolonga el opus operatum de la Gracia, cuyo fruto es la transformación espiritual de quien la contempla.[20] Finalmente, la imagen -y todas las formas artísticas que constituyen su culto- son teología, discurso apofático o sobreabundante (ὑπεροχικός) acerca de Dios, donde se puede identificar un determinado orden sensible, una gramática y una sintaxis del color, las formas, los sonidos, los movimientos, etc., que se conciben para comunicar la revelación personal de Dios.[21] Respecto a la urgente necesidad de una teología de la imagen para la Iglesia de nuestro tiempo, Romano Guardini observa lo siguiente:
«El cristiano no ha retirado su obediencia a Dios, pero sí ha permitido, en gran parte, que el Dios vivo que se manifestó en la Revelación se convirtiese en el abstracto "Dios de los filósofos", en el "señor absoluto" de la metafísica (...) El pensamiento cristiano tiene, pues, la tarea de llegar de nuevo hasta el orden vivo que se manifiesta en la revelación».[22]
3. ¿Por qué una teología “latinoamericana” de la imagen?
Como ya se ha señalado, uno de los principales obstáculos para poder acceder a la profundidad teológica del culto de las imágenes en América Latina es la falta de precisión de los términos con los que nos referimos a esta realidad. Por las razones que expuse más arriba, considero que los términos “religiosidad” y “piedad” son inadecuados, pues en cierto sentido obturan la mirada sobra el modo icónico y festivo en el que se da la fe de los pueblos latinoamericanos. En alguna medida, estos términos nos desvían de la consideración del culto a las imágenes sagradas -y el conjunto de prácticas que lo constituyen- como una respuesta de fe a la revelación de Dios en Jesucristo, con todas las implicancias dogmáticas y epistemológicas que una respuesta de fe supone. Estas implicancias, no cabe duda, han sido notadas por la reflexión teológica y magisterial, pero no han terminado de encontrar una formulación sistemática, sobre todo en lo relativo al culto de las imágenes. A este respecto, es destacable la reflexión de Rafael Tello, quien advierte sobre la infravaloración del culto a las imágenes en América Latina e identifica con toda claridad su dimensión epistemológica y sacramental[23]. También son dignas de atención las contribuciones de Juan Van Kessel y José Carlos Caamaño, quienes han puesto de relieve la familiaridad entre la teología de la imagen del oriente cristiano y el culto a las imágenes en América Latina.[24]
Ahora bien, en el culto a las imágenes sagradas que acontece hace cientos de años en nuestro continente palpita una auténtica teología de la imagen, portadora de la profundidad y riqueza teológica que se expuso en el apartado anterior. De manera similar, la teología de la imagen formulada durante la querella iconoclasta palpitó en la vida de la Iglesia greco-romana durante los siglos precedentes, antes de ser explicitada y actualizada en diversos momentos de la historia. Habida cuenta de que la Iglesia ya posee una teología de la imagen, cabe preguntarse, sin embargo, ¿por qué una teología “latinoamericana” de la imagen? En primer lugar, porque, de manera análoga a la Iglesia del primer milenio, el culto a las imágenes constituye el núcleo de la experiencia de fe de los pueblos latinoamericanos. En segundo lugar, porque esta realidad tiene implicancias dogmáticas y epistemológicas que no han sido valoradas en toda su profundidad teológica. En tercer lugar -y en cierto sentido lo más determinante-, porque el culto a las imágenes en América Latina obedece a una realidad contextual que, si bien puede presentar similitudes con el Oriente cristiano, también presenta diferencias. La comprensión del culto a las imágenes como lugar teológico requiere una aproximación de esta naturaleza. Para finalizar, pues, querría enunciar tres ejes de desarrollo de lo que podría llegar a constituirse en una teología latinoamericana de la imagen.
3.1 Imagen e inculturación del evangelio
Una de las categorías centrales que se han empleado para el análisis de la fe del pueblo en América Latina es la de “inculturación”. Este término se define como “el proceso activo a partir del interior mismo de la cultura que recibe la revelación a través de la evangelización y que la comprende y traduce según su propio modo de ser, de actuar y de comunicarse”[25]. Como subraya Francisco en Evangelii Gaudium (115), entender la evangelización como inculturación implica reconocer, por una parte, que no hay anuncio del evangelio sin cultura, y, por otra parte, que no existe una cultura más idónea que otra para recibir este anuncio[26]. De este modo, los pueblos son agentes de su propia evangelización antes, durante y después del anuncio. De hecho, aunque se puedan reconocer diferentes etapas, el anuncio del evangelio, al ser portador de revelación, en estricto rigor nunca termina.
Esta mediación cultural de la revelación parece evidente en relación a ciertas culturas que han gozado de una posición hegemónica al momento de su evangelización, como es el caso de las culturas greco-romana y germánica, por ejemplo. Respecto a ellas, no existe ningún reparo a la hora de emplear sus cosmovisiones y prácticas para encarnar el anuncio del evangelio, como sucede con la filosofía y el arte griego, el derecho romano, o las monarquías europeas. Las culturas indígenas de América, por el contrario, han sido consideradas como subculturas que deben ser modificadas sustancialmente para recibir la fe cristiana, planteándose una perversa ecuación entre civilización y Cristiandad, que termina por asfixiar la inculturación y, en definitiva, por obstaculizar la acción del Espíritu Santo.[27]
En este sentido, así como las estatuas de sus dioses y el culto a los muertos del helenismo constituyen el sustrato cultural de la veneración de las imágenes en el cristianismo del primer milenio, la huaca andina o la ixiptla azteca han dejado su huella en la imagen de culto latinoamericana. En ambas culturas “paganas” hay una experiencia previa de Dios, una sensibilidad religiosa que, si bien adopta una nueva perspectiva con el anuncio del evangelio, sigue presente y se constituye en una clave para la hermenéutica teológica. Una teología latinoamericana de la imagen, pues, debería encontrar su fundamentación antropológica en el estudio del ídolo prehispánico, reconociendo en él una auténtica semilla de la Palabra de Dios. Como indica Caamaño, .De cara a la imagen la fe popular provoca la inculturación en sentido estricto, no como dinámica impuesta y ejercida desde fuera, sino como movimiento interno del pueblo creyente que se adhiere a Dios en su/desde su/ historia».[28]
3.2 La agencia sacramental de la imagen
Como ya he señalado, el pueblo fiel reconoce en la imagen a una “persona” que tiene agencia propia, es decir, se identifica en ella la capacidad de incidir en la vida de las personas y transmitir la gracia divina. Las imágenes son el corazón de los eventos festivos que las celebran, y por esta razón se las engalana, se las invita a “alojar” a las casas de los fieles, se visitan entre ellas, etc. Si bien el pueblo fiel distingue entre la imagen material y el prototipo histórico (Jesucristo, la Virgen, y los santos y santas), que vivió en otro tiempo y lugar, también reconoce en ella una presencia de dicho prototipo, que sigue relacionándose con el pueblo, dando lugar a nuevos relatos de gracia santificadora. Ya se ha dicho que ciertas teologías ven en estas prácticas la expresión superficial de una fe que debería ser orientada hacia el corazón del dogma y la celebración litúrgica. A este respecto, Tello advierte lo siguiente:
«una cierta prevención contra las imágenes más o menos frecuente hoy entre los agentes de pastoral no se puede fundar en motivos doctrinales verdaderos, sino más bien en prejuicios teológicos importados de otras regiones o en una errónea y subjetiva valoración del cristianismo del pueblo y en definitiva en un desconocimiento de la cultura popular».[29]
No cabe duda de que la teología, desde su función crítica, tiene el deber de examinar y discernir la experiencia de fe. Sin embargo, es necesario que esta tarea se realice desde el corazón mismo de esa experiencia, y no a partir de experiencias ajenas, como se ha subrayado insistentemente en el magisterio postconciliar. La imagen de culto latinoamericana comunica la realidad de un Dios festivo y cercano, un Dios filántropo que se ha encarnado no para luego huir hacia una esfera trascendente, no para convertirse en el dios de la filosofía, sino para seguir aquí, con nosotros y nosotras. Esta agencia sacramental de la imagen de culto ya ha sido fundamentada dogmáticamente por la Iglesia, según lo expuesto más arriba. En ella la Iglesia identifica una cristología de la presencia, la cercanía y la relación comunitaria, que a su vez revela el misterio de la reciprocidad trinitaria.
En este sentido, el corazón del dogma cristiano ya está presente en esa experiencia de la imagen de culto, y cualquier movimiento hacia la plenitud de la imagen eucarística -la imagen consubstancial de Jesucristo presente en el pan y el vino- debe partir desde esa primera experiencia de índole sacramental. Así pues, en torno a la imagen de culto se condensa una synaxis festiva, que es prolongación de la comunión eucarística y prefiguración de la promesa escatológica.[30] En esta synaxis festiva se modela, a su vez, una auténtica propuesta de sinodalidad, que se fundamenta en la comensalidad y se caracteriza por el dinamismo lúdico de sus liderazgos. Como subraya Francisco, la fe icónica y festiva del pueblo es una manera de relacionarse y .uno de los pocos espacios donde el Pueblo de Dios es soberano de la influencia de ese clericalismo que busca siempre controlar y frenar la unción de Dios sobre su pueblo..[31]
En una teología latinoamericana de la imagen, cabría, pues, examinar la naturaleza sacramental del baile religioso, del canto a lo divino, de la procesión, y de tantas otras prácticas que se originan a partir de la virtud sacramental de la imagen sagrada, para, desde ahí y no desde otro lugar, proyectar la fe del pueblo a su plenitud eucarística y escatológica.
3.3 La imagen como expresión del sentido de la fe del pueblo fiel
Finalmente, una vez establecidos sus fundamentos antropológicos y expuestas las implicancias dogmáticas del culto a las imágenes en Latinoamérica, una teología latinoamericana de la imagen también debería explicitar sus premisas epistemológicas. ¿Qué tipo de conocimiento provee la imagen y todas las expresiones artísticas que componen su culto: danza, música, poesía? ¿En qué sentido podemos hablar en ese caso de una “teología”? ¿Cómo se constituye la imagen de culto latinoamericana en un lugar teológico, es decir, en aquel lugar donde la revelación de Dios permanece viva y normativa? Como declara el Concilio Vaticano II, el pueblo fiel es portador de un sentido de la fe y posee la gracia de la palabra, a través de las cuales ejecuta la misma misión profética de Jesucristo, compartida con otras instancias interpretativas de la revelación, como son el magisterio y la teología (LG 35).
En esta misma línea, Juan Carlos Scannone hablará de una “teología popular” que es portadora de un “logos”, es decir, de una reflexión y un juicio crítico.[32] Se trata de un saber carismático, profético y escatológico, que se comunica a través de medios propios, como los que hemos enumerado anteriormente.[33] Como subraya Scannone, si bien esta teología popular se distingue de la teología académica, .no se trata de un saber anterior, ingenuo, inferior e imperfecto que sólo se hace crítico, superior y perfecto en el saber ulterior conceptualmente explicitado de la ciencia».[34] En efecto, mientras la teología académica se expresa a través de conceptos, la teología popular latinoamericana lo hace a través de imágenes. En este sentido, la imagen de culto y su performance festiva constituyen una expresión objetiva de este sentido de la fe. En ella encontramos expresados y significados, de manera performativa, los contenidos fundamentales de la fe; la imagen de culto, pues, se constituye en lugar teológico de modo análogo a la liturgia.
Por esta razón, Rafael Tello pone de relieve persistentemente la naturaleza estético-sacramental de este modo de conocer festivo e icónico: .El pueblo nuevo –tal vez retomando algún antiguo saber– se habituó a captar la presencia de Dios en las cosas y en los hechos sensibles, que tomaron así para él valor de ‘signos’. Y por esto su conocimiento de Dios es básicamente de carácter sacramental».[35]
Esta incipiente teología latinoamericana de la imagen presenta grandes desafíos, que solo podrán ser enfrentados en un ejercicio sinodal que comprometa al pueblo fiel, a la jerarquía eclesiástica, y a teólogos y teólogas dispuestos a salir de sus espacios de confort hacia el encuentro del Dios de la vida.
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VATICANO II, Constitución Sacrosanctum
Concilium (1964)
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