Resumen: La teoría de las representaciones sociales, surgida en la década de los ’60 en Francia, ha experimentado un importante desarrollo, que se refleja en aportes empíricos y metodológicos. El problema del fundamento filosófico de la teoría es, sin embargo, un área relativamente poco explorada. El propósito de este artículo es realizar una lectura fenomenológica de las representaciones en tanto saber de sentido común. Los conceptos husserlianos de actitud natural y mundo de la vida contribuyen a la conceptualización de un sujeto abierto, activo e interpretador de la realidad, que construye significados en un contexto vital de interacción con otros y con la cultura. A través de las representaciones sociales, el sujeto hace familiar la realidad y construye, por medio del diálogo, las múltiples perspectivas que son la urdimbre del mundo.
Palabras clave: Representaciones sociales,actitud natural,mundo de la vida,sentido.
Abstract: Emerging in France in the 1960s, Social Representations Theory has experienced significant growth, marked by empirical and methodological contributions. However, the exploration of its philosophical foundations remains largely overlooked. This article seeks to address this gap by adopting a phenomenological approach to understanding social representations as forms of common sense knowledge. Drawing upon Husserl's concepts of the natural attitude and life world, this study theorizes a subject that is receptive, active, and interpretive, shaping meaning within the context of social interactions and culture. Through the lens of social representations, individuals render reality familiar and engage in dialogues that give rise to multiple perspectives, thus shaping the structure of the world. By integrating phenomenological insights, this article aims to enrich our understanding of social representations and their role in shaping our collective understanding of reality.
Keywords: Social representations, natural attitude, life world, meaning.
Artículos
De Husserl a Moscovici: el pensamiento fenomenológico en la teoría de las representaciones sociales
From Husserl to Moscovici: Phenomenological Thinking in the Theory of Social Representations
Recepción: 22 Abril 2024
Aprobación: 08 Octubre 2024
El campo de estudios de las representaciones sociales, nacido en la agitada década de los ’60 en Francia, ha mostrado su fecundidad. Desarrollos teóricos y metodológicos han promovido aportes empíricos en distintos espacios de la vida social y diversas comunidades de investigadores han realizado sus contribuciones en países de Europa (Reino Unido, Francia, Alemania) y América Latina (Brasil, Venezuela, Argentina). Sin embargo, se echa de menos una aproximación sistemática a los fundamentos filosóficos de la teoría de las representaciones sociales. ¿Cuál es el horizonte filosófico del paradigma de las representaciones? Algunas indagaciones han revisado las articulaciones conceptuales entre las representaciones y la lingüística (Studer, 2013), otros autores han destacado los antecedentes en la sociología de Durkheim o la psicogenética de Piaget (Wagner y Hayes, 2011), se ha sugerido una vinculación con la tradición hermenéutica (Ibáñez Gracia, 1988) y también ha habido intentos de reconducir aspectos específicos de la teoría a postulaciones foucaultianas (Jodelet, 2008). Estas contribuciones, con todo lo valiosas que son, consideran el problema de modo tangencial. Se necesitan abordajes más sistemáticos, que hagan foco en el problema del núcleo filosófico de la teoría. El tema es complejo y por el momento parece habilitar sólo acercamientos preliminares, como es nuestro caso. Aquí exploraremos un aspecto delimitado de la cuestión, proponiendo una lectura fenomenológica de las representaciones como saber de sentido común. Es difícil encontrar desarrollos previos acerca de este tópico: hay quien ha hecho recientemente una lectura teológica de la relación entre la fenomenología y las representaciones (Escobar Mejía et al., 2022) y la cuestión de los mecanismos de objetivización y anclaje ha sido examinada desde el punto de vista fenomenológico (Daanen, 2009). Pero no hay mucho más sobre el tema que nos interesa, que es el de la postura fenomenológica sobre las representaciones como conocimiento de sentido común. Para iniciar la argumentación, tomaremos algunos conceptos clave de la fenomenología de Husserl, siguiendo especialmente el análisis de David Carr. Primero haremos una aproximación introductoria a la idea de mundo y argumentaremos por qué el perspectivismo le es consustancial. Luego, explicaremos el concepto de mundo de la vida en Husserl y lo pondremos en relación con el concepto de actitud natural. A continuación, veremos que el hombre que habita el mundo de la vida en actitud natural construye sentido en estrecha articulación con los otros y la cultura. Finalmente, consideraremos por qué puede afirmarse que el mundo de la vida es un mundo de representaciones sociales. Entendemos que estos desarrollos configuran un aporte al campo de los fundamentos filosóficos de la psicología y que contribuyen a entender la complejidad de una de las teorías más relevantes y actuales en el campo de la psicología social.
El hombre no está situado en el mundo como una cosa material, lo está respecto de las coordenadas espaciales y temporales. Él habita, por supuesto, el espacio y el tiempo, pero el espacio y el tiempo propiamente humanos no emergen como dimensiones objetivas y operacionales—es decir, como rasgos implícitos de la sustancia que la tornan objeto de alguna métrica posible—, sino como evanescentes categorías que, de algún modo, desbordan cualquier sistema de medición. Un hombre cualquiera se halla en un espacio que, al tiempo que le otorga una singularidad irreductible, lo equipara con otros hombres que habitan un espacio análogo. Decimos coloquialmente que alguien está o vive en su mundo para aludir a su carácter taciturno, introvertido o reservado. Sin embargo, y en algún sentido, todos estamos en nuestro mundo y al mismo tiempo en el mundo con los otros. Más: el único modo de diferenciar a quienes están en su mundo de otras personas que aparentemente no lo están es suponiendo (aunque esta suposición se formule de modo tácito, fuera del campo de la conciencia) un horizonte común que aporte un punto de referencia. El ser sociable o introvertido, o hablador o reservado, alude propiamente al modo de estar en el mundo en un aspecto transversal, que es el de la sociabilidad. Platón narra la anécdota de Tales de Mileto, quien, mientras caminaba escudriñando las estrellas, cayó a un pozo y provocó la risa de una sirvienta tracia. Diríamos que Tales estaba en su mundo, expresión en la que el adjetivo posesivo estaría connotando una limitación del filósofo, ciudadano de un país supuestamente irreal de teorías y elucubraciones. La sirvienta tracia, por el contrario, vive en el mundo compartido de las realidades materiales, cuya patencia parecería ser la garantía más sólida a favor de su realidad. Para la sirvienta, el mundo del filósofo no es tal. Sin embargo, lo que sostiene su risa es la existencia de un mundo común, desde el cual tiene sentido diferenciar el mundo de los filósofos y el mundo del resto de los mortales.
El hecho es que, en cierto modo, cada uno de nosotros vive en su mundo y al mismo tiempo en un mundo que es común a todos. Así y todo, las cosas poseen, para cada uno de nosotros, un significado diferente. Y las mismas cosas pueden adquirir significados distintos para la misma persona, en distintos momentos de su vida. La idea misma del mundo introduce el problema de las perspectivas. Tomás Ibáñez Gracia apunta, en su Ideologías de la vida cotidiana (Ibáñez Gracia, 1988) el ejemplo del padre que no comprende a su hijo. Evidentemente, puede llegar a ser difícil, para un padre contemporáneo, interpretar el rap que escucha un joven, pero algo parecido pudo haberle ocurrido a él con su propio padre en la época del rock. Alguna música puede a veces parecer tan extraña o disonante que predispone a rehusarle la misma adscripción a la categoría, pero la condición para que se opere este juicio es que observemos desde una perspectiva particular. Para que haya desacuerdo tiene que haber, en el fondo, un ámbito compartido. Si dos sensibilidades musicales no se reconocen, pueden hasta llegar a negarse una a otra la cualidad artística, pero lo que es notorio es que están en tensión y conflicto precisamente respecto de una dimensión puntual (y que es transversal a su desavenencia): la armonía, la musicalidad. Las perspectivas (en plural y con minúscula) suponen una Perspectiva (en singular y con mayúscula).
Las cosas siempre significan algo para nosotros y es a eso a lo que llamamos mundo. Lo absolutamente otro deviene mundo por causa del sentido. Estar en el mundo—o, para el caso del filósofo abstraído, estar en su mundo—referencia precisamente estar situado en una urdimbre de cosas con sentido. El sentido es lo que hace que exista saliencia: hay entes que se nos revelan como cosas que se puedan escuchar, usar, ver, explorar, o como otros semejantes que se puedan amar, odiar, comprender... La etnografía muestra innumerables ejemplos. En su bello El último confín de la tierra, Esteban L. Bridges cuenta que, para los selk´nam de Tierra del Fuego, algunas montañas de la isla habían sido antaño personas y que por ello debía tratárselas con sumo respeto; señalarlas con el dedo, por caso, era tenido por gravísima afrenta. Donde Bridges veía sólo una colina escarpada, sus compañeros onas veían a la hechicera Heuhupen, que respondía con viento y lluvia al paso de extraños por sus laderas (Bridges, 2008). El mundo es un entramado de sentidos; es la condición de posibilidad de lo que se nos revela a los ojos, de todo aquello que juega un papel, deslucido o no, en el teatro de nuestra existencia. Estar en el mundo no referencia una posición en el espacio físico sino una determinada perspectiva que abre a la vista un plexo de entes: objetos, actividades, personas.
Tengamos ahora en cuenta otra vertiente de la cuestión. Si llegase a ser cierta la distinción que apuntamos al afirmar que el hombre no está situado en el mundo como una cosa material lo está respecto de las coordenadas espaciales y temporales, ello implicaría—entre otras cosas—que estos dos modos de ser requerirían dos tipos de operaciones distintas. Sería razonable conjeturar una diferencia entre un mundo al que le es propio el conocimiento categorial, con pretensiones de objetividad, y un mundo más próximo, inmediato, intuicional. ¿Qué hay de plausible en ello y qué relación tiene con lo que estamos argumentando? Debemos precisar nuestra noción de mundo, pergeñada hasta aquí a fuerza de acercamientos improvisados. Para eso, habría que ponerla en conexión con el desarrollo de un añejo problema filosófico, que influyó vigorosamente en la configuración actual de las ciencias sociales.
Consideremos el momento en que la filosofía comienza a preguntarse por el mundo del hombre. De modo significativo, la filosofía inaugura la pregunta por el mundo y el sentido a fines del siglo XIX, un tiempo histórico en el que la ciencia despliega todo su potencial: desarrolló teorías cada vez más explicativas y tecnologías cada vez más efectivas. Una actitud científica, progresivamente acendrada, profundiza el divorcio entre la sensibilidad propia del vivir pre–conceptual y cotidiano, y el talante objetivo–positivo que el quehacer científico exige como requisito ineludible. La actitud científica pugna por la constitución de un saber del cual se haya expurgado toda traza de subjetividad. La ciencia, que se manifiesta capaz de develar los secretos del cosmos, se muestra impotente para responder los interrogantes decisivos sobre el sentido de la vida para el hombre: quién es, hacia dónde va, por qué vive (Montero, 1994). Edmund Husserl vivió este tiempo y tematizó esta profunda cesura, que se operó en el contexto social e histórico del auge de la ciencia positiva. Su sistema, que se desarrolla en un proceso de elaboración de largo aliento, integra el concepto de mundo en el marco más amplio de una vigorosa crítica del rol de la filosofía como saber metódico y fundamentado. El mundo de Husserl se plantea en un horizonte de complejidad creciente, al compás de su característico retomar las argumentaciones para enriquecer o acentuar distintos aspectos. Así, el mundo husserliano va adquiriendo sentidos que se articulan, se intersecan, se complementan, o se superponen. Hay un mundo lógico, que corresponde a la etapa de redacción de las Investigaciones lógicas (Husserl, 1929/2006), el mundo circundante de Ideas relativas a una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica (Husserl, 1913/1962) y el mundo primordial de las Meditaciones cartesianas (Husserl, 1931/1996). Hay, por fin, el mundo de la vida de la época de la redacción de La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental (Husserl, 1936/2008). El problema del mundo es, verdaderamente, “uno de los más complicados que plantea la fenomenología de Husserl” (Montero, 1994, p. 15). Estamos, por ello, obligados a la esquematicidad: nuestro análisis, en lo que sigue, se centrará básicamente en los desarrollos de Ideas..., Meditaciones cartesianas y La crisis.... Son textos que representan etapas en el pensamiento de Husserl y en los que el concepto de mundo de la vida es presentado con claridad y en plena conexión vital con otros conceptos relevantes.
Uno de ellos—quizás el que mejor facilita la introducción a la noción husserliana de mundo de la vida—es el de actitud natural. Remite a un momento temprano de la producción de Husserl, 1906-1907 (Føllesdal, 1991) y denota un dar por sentado la existencia del mundo (Luft, 2002), un estar pre–reflexivo y aproblemático en el ámbito de la mundanidad, una actitud corriente y cotidiana: al mundo de la actitud natural “lo encuentro ante mí inmediata e intuitivamente, lo experimento” como algo que está simplemente “ahí adelante” (Husserl, 1913/1962, p. 64):
Yo encuentro constantemente ahí delante, como algo que me hace frente, la realidad espacial y temporal una, a que pertenezco yo mismo, como todos los demás hombres con que cabe encontrarse en ella y a ella están referidos de igual modo. La "realidad" la encuentro -es lo que quiere decir ya la palabra- como estando ahí delante y la tomo tal como se me da, también como estando ahí (Husserl, 1913/1962, p. 69)
Es cierto que Husserl describe la actitud natural como algo que, por su mismo carácter pre–conceptual, debe ser superado si la filosofía quiere transformarse en una ciencia rigurosa. Para el discípulo de Brentano, la actitud natural debe ser sustituida por la actitud fenomenológica. No avanzaremos en esta dirección, porque aquí queremos apropiarnos de la idea de actitud natural como propedéutica del concepto de mundo de la vida. Tomemos en consideración varios puntos. El primero es que el mundo es, para la actitud natural, eso que aparece “ante la vista”. Hay aquí como un posicionamiento naive, que asume, sin más, que el mundo es. Por eso, la actitud natural es transparente para sí misma: la única manera de tematizarla es situándose fuera de ella (Luft, 1998). Dice Husserl: “De este modo me encuentro en todo momento de la vigilia” (Husserl, 1913/1962, p. 66). Por otro lado, vivir en la actitud natural implica participar de un sistema de perspectivas sobre el mundo que, por su propia naturaleza, es relativo. El mundo de la actitud natural se halla infundido de una nube de opiniones y apreciaciones que pueden engañar o ilusionar. Y es este halo de apreciaciones relativas y falibles, en el que todo y nada podría ser cierto, lo que enciende el anhelo por un conocimiento indubitable, firme, absoluto. La doxa, que caracteriza a la actitud natural, va a constituirse en la episteme propia de la actitud científica (Hoyos Vásquez, 1993; Luft, 1998; Villanueva Barreto, 2006), a través de un movimiento de abstracción. No podría haber oposición entre ciencia y vida—como plantean los positivistas—porque esta es la precondición de aquella. En tercer lugar, hay que percatarse de que el estar en actitud natural no es equivalente al estar de una cosa frente a otras en el mero modo de la percepción. Se trata de una actitud, no de un simple reflejar, y por ello involucra un haz de valoraciones, voliciones, cogniciones. La primera frase del parágrafo 27 de Ideas… dice: “Empezamos nuestras meditaciones como hombres de la vida natural, representándonos, juzgando, sintiendo, queriendo ‘en actitud natural’” (Husserl, 1913/1962, p. 64). En otras palabras, la actitud natural, por la cual me hallo en el mundo, implica un estar frente a las cosas tal como son para mí. Soy, en efecto, yo mismo el que tiene ahí adelante a ese objeto, pero ese estar frente no es hierático, impasible o neutral, es un ya–estar–valorando y, por lo tanto, un para mí. El mundo—dice Husserl—no está ahí adelante como un mero conjunto de cosas, sino como “un mundo de valores y de bienes, un mundo práctico” (Husserl, 1913/1962, p. 66). La actitud natural se despliega en un representar valorativo, que se manifiesta en un develamiento del sentido de la cosa. Éste es, siempre, para mí. Ahora bien: el para mí de la actitud natural no tendría ningún sostén, si no fuera por su adscripción a una estructura del para otros, porque ¿qué podría significar que una cosa tuviera sentido, si no fuera porque se recorta sobre un horizonte más vasto? ¿Existe algún sentido que pudiera apuntalarse sobre sí mismo, sin algún tipo de envío a una estructura referencial? Es cierto que la perspectiva fenomenológica y su visión en primera persona del singular puede “oscurecer” (Carr, 1986, p. 121) la característica distintiva de lo colectivo, y que la inserción del Yo en esta estructura resulta, en sí, problemática. También se ha dicho que Husserl no ofrece sino “pistas” (Carr, 1986, p. 128) acerca de los entresijos de la articulación del yo con el nosotros. Pero más allá de esta discusión, creemos plausible afirmar que el sentido remite a un otro. El para mí que surge en la actitud natural referencia una estructura del para otros. Podríamos llamar a esto una forma de intersubjetividad.
En síntesis: el estar en el mundo propio de la actitud natural implica un posicionamiento ingenuo (en el sentido del dar por sentado lo que aparece a la vista), la presencia de un sistema de doxas que son cimiento de epistemes y un estar frente a las cosas que es, en última instancia, un representar valorativo que supone una intersubjetividad. Pero ¿qué tiene que ver todo esto con el concepto husserliano de mundo de la vida? La problemática del mundo de la vida está estrechamente ligada a la cuestión de la actitud natural (Føllesdal, 1991), son las mismas preocupaciones de Husserl las que aparecen, una y otra vez, en la composición de ambas nociones. Sin embargo, se ha planteado que los paralelismos entre la actitud natural y su mundo circundante y el mundo de la vida no han sido suficientemente explorados (Moran, 2012). Más bien lo que ha habido por parte de Husserl es una laboriosa maduración del concepto de mundo, desde sus planteamientos tempranos—ya en 1910 Husserl usa una expresión tomada de Avenarius: natürlicherWeltbegriff (“concepto natural del mundo”; Føllesdal, 1991)—hasta los postulados más precisos y consistentes que se advierten en La crisis... (Husserl, 1936/2008), obra en la que el concepto de Lebenswelt representa el tema central (D´Ippolito, 2002). En esta maduración ha jugado un importante papel la noción de actitud natural, como aquello que patentiza la apertura hacia el mundo. David Carr ha sostenido que la explicación que Husserl da de la actitud natural en textos tan tempranos como Problemas fundamentales de la fenomenología e Ideas... es breve, pero extraordinariamente rica en elementos: uno de los más importantes es, precisamente, la emergencia de una cierta noción de mundo. Carr entiende que gran parte de lo que en La crisis... obra a título de descripción del mundo de la vida, no es más que una recapitulación de la fenomenología de la percepción, de la que el desarrollo de la actitud natural forma parte (Carr, 2014). Herrera Restrepo, por su parte, se limita a afirmar que el distingo que Husserl formula entre actitud natural y actitud personalista es la primera manifestación de un deslinde que hará posteriormente: el de mundo de la vida y mundo de la ciencia (Herrera Restrepo, 2010), en virtud del cual la actitud natural quedaría conceptualmente emparejada con el mundo de la vida. Luft (1998) agrega otro elemento y argumenta que cualquier sub-actitud dentro de la actitud natural—por ejemplo, la actitud estética, la actitud familiar o la actitud comercial—se dirige hacia un horizonte de entidades siempre abierto. Así como los actos poseen objetos que les son correlativos, podríamos preguntarnos si lo mismo vale para las actitudes. Pero si para cada actitud particular no existen, en principio, obstáculos que impidan que algo devenga objeto de esa actitud—una casa puede ser objeto de la actitud comercial, tanto como de la familiar o la estética—, entonces ¿qué es exactamente un correlativo de una actitud? Luft apunta que ese correlativo es, precisamente, el mundo (Luft, 1998). Diríamos, para resumir, que la actitud natural es aquella que posibilita la emergencia de lo otro como escenario cuya evidencia y significatividad se admite sin más. La recíproca también es válida: el mundo de la vida es eso que emerge cuando el hombre se halla en actitud natural.
Hemos avanzado en la clarificación del vínculo entre la actitud natural y el mundo de la vida. Puede objetarse que, hasta ahora, hemos visto el mundo de la vida al través del cristal de la actitud natural. ¿Qué hay del Lebenswelt considerado por sí mismo? El mundo de la vida es el mundo de las cosas que está, como mencionamos más arriba, ahí adelante (Husserl, 1913/1962). Pero no sólo es el mundo de las cosas, sino también el de las cualidades de las cosas—sus aspectos sensibles y valorativos—y el de las acciones que llevo a cabo en él. A este mundo
se refieren, pues, los complejos de múltiples y cambiantes espontaneidades de mi conciencia; del considerar e investigar, del explicitar y traducir en conceptos al hacer una descripción, del comparar y distinguir, del coleccionar y contar, del suponer e inferir, en suma, de la conciencia teorizante en sus diversas formas y grados. Asimismo, los multiformes actos y estados del sentimiento y del querer, agradarse y desagradarse, alegrarse y entristecerse, apetecer y huir, esperar y tener, resolverse y obrar. Todos ellos, contando los simples actos del yo en que tengo conciencia del mundo al volverme espontáneamente hacia él y aprehenderlo como algo que está inmediatamente ahí adelante, están comprendidos en la sola palabra cartesiana cogito (Husserl, 1913/1962, p. 67)
Lo que descubro, entonces, ahí delante, son las cosas y sus características (si son pequeñas o voluminosas...); su color afectivo (si me gustan o me disgustan...); sus objetivaciones, fruto de mi intelectual considerar (cuando las traduzco en imágenes o conceptos...); su instantáneo develarse, cuando acaso levanto la vista del papel y de inmediato veo las plantas del parque y me apercibo de que he tenido una distracción en mi trabajo. Todo esto lo encuentro frente a mí en el Lebenswelt. Sin embargo, el mundo de la vida es, también, un mundo donde hay otros. Ellos aparecen, incluso, como objetos, cuando estoy en actitud natural: “Son ellos mis ‘amigos’ o enemigos’, mis ‘servidores’ o ‘jefes’, ‘extraños’ o ‘parientes’” (Husserl, 1913/1962, p. 66). Pero los otros del mundo siempre son—también como las cosas—para mí, en adscripción a una estructura del para otros. El sentido es con otros en un mundo que es nuestro, aun cuando la actitud natural parezca remitir exclusivamente al campo de un sujeto (tengo la experiencia de los otros como quienes también pueden tener, y de hecho tienen, una experiencia de mí). La intersubjetividad que se plasma en un núcleo de sentidos compartidos se concreta, en el plano de lo temporal, en la cultura. No hay objetos de la actitud natural al margen de la dimensión cultural, que es la intersubjetividad que se materializa en la historia. En otras palabras, el mundo de la vida está integrado no sólo por cosas empíricas, sino también por
objetos con predicados “espirituales”, que remiten por su origen y su sentido a sujetos, y en general, a sujetos ajenos y a su intencionalidad activamente constituidora. Así, todos los objetos culturales (libros, utensilios, y obras de toda índole, etcétera) que, a un tiempo, llevan además consigo el sentido empírico de “ahí - para – todos" (scil. para todos los miembros de la comunidad cultural que corresponda) (Husserl, 1931/1996, p. 152)
Podríamos afirmar, entonces, que mundo de la vida dice, también, mundo de sentido. El mundo de la vida implica, ciertamente, una estructura de sentido (Herrera Restrepo, 2010). Y no sólo porque las cosas se develan en perspectiva y en su dimensión del para mí cabe mi mundo, sino también porque encuentro este sentido en las cosas del mundo que, implicando la estructura del para otros, han sido impregnadas por la cultura. El sentido se me da a través del representar valorativo. Pero no es este representar al modo de las ciencias cognitivas, que abonan una disociación entre sujeto (el que representa) y objeto (lo representado) en la que el sujeto se apropia o coloniza al objeto por efecto de una imagen tanto más verdadera cuanto más ajustada. Este representar, valorativo por cuanto se verifica una implicación de lo subjetivo y su estructura axiológica, es una operación que resulta de la mutua implicancia (o co-pertenencia) entre hombre y mundo, y de la participación de aquel en la estructura del para otros.
Haber dilucidado la idea de mundo en la fenomenología de Husserl a partir de la exploración de la idea de mundo de la vida nos permite ahora ser más claros con lo que queremos expresar cuando hablamos de perspectiva y sentido. La filosofía de Husserl ayuda a comprender el mundo humano como una trama en la que el sentido tiene un rol estructurante. Naturalmente, esto no es una novedad: la etnometodología quiere remontar su origen en el programa filosófico husserliano (Bauman, 1973; Garfinkel y Liberman, 2007) y Peter Berger y Thomas Luckmann reconocen, en La construcción social de la realidad, la deuda que han contraído con Alfred Schutz, antiguo estudiante de Husserl (Berger y Luckmann, 2003).
Hemos explorado una de las dimensiones del mundo de la vida, que es la de ser mundo de sentido. Pero el centro o referente del sentido es el hombre. Las cosas del mundo remiten a él, en la medida en que adquieren su consistencia en el hecho de ser, en cada caso, para mí. Este particular atributo distingue al hombre de los objetos inanimados y los animales, que habitan un espacio y un tiempo estrictamente físicos, vacantes de significado. Un minuto cuenta, para un perro o una roca, exactamente lo mismo que cualquier otro minuto, pero para un hombre el valor del tiempo es cualitativo. Borges narra que el último instante de vida de Jaromir Hladik, el protagonista de “El milagro secreto”, duró un año (Borges, 1944/2016). Hay aquí una fundamental asimetría: el hombre es, a un tiempo, sujeto para el mundo y objeto en el mundo (Husserl, 1936/2008, p. 219). Por su capacidad de preguntarse por sí mismo y por las cosas, es, parece, el único ente capaz de sentido. Diríamos, así, que el hombre es constructor del sentido. Es necesario usar con cautela el término “construcción”, que ha adquirido acepciones muy dispares en las ciencias sociales. Se corre el riesgo de hacerlo trivial, y trivializar el concepto de construcción hace que pierda su carácter propiamente emancipador (Moscovici, 1988). Por eso, es necesario decir algunas palabras al respecto.
El construccionismo es la corriente teórica que da sustento al concepto, pero la dificultad estriba en que dicha corriente ha experimentado en las últimas décadas una importante diversificación, con matices no solo en cuanto a los antecedentes filosóficos invocados sino también en relación con el papel asignado a la mente (el sujeto), al discurso, a la realidad (el mundo) y a las relaciones sociales (Danziger, 1997). No podemos entrar en las diferencias de las distintas vertientes del construccionismo, pero sí aclarar que, cuando utilicemos el término “construcción”, se le estará atribuyendo el particular sentido que le otorga Kenneth Gergen. En Realities and relationships, Gergen (1997) sugiere un conjunto de supuestos que caracterizan el paradigma. El primero es que el lenguaje no es algo que se encuentre organizado por alguna determinación esencial de los objetos: su vínculo con la realidad es arbitrario. Además, si por medio del lenguaje logramos construir complejas estructuras simbólicas a través de las cuales interpretamos el mundo, se asume que estas estructuras—sistemas de creencias, teorías científicas, teorías del conocimiento del sentido común, sistemas formalizados, representaciones sociales—son producto de interacciones social e históricamente situadas. Por otro lado, si estas descripciones del mundo perduran en el tiempo, no es en virtud de una supuesta objetividad, sino por causa de procesos sociales en los cuales el poder, la influencia social y los conflictos de interés se encuentran implicados. Una consecuencia de lo anterior es que el significado se origina en patrones de relaciones y uso social, y que cuando se analizan formas de discurso se está, en realidad, evaluando patrones o usos de la vida cultural. En síntesis: cuando aquí se utilice el término “construcción” estaremos refiriéndonos a una cierta relación entre el lenguaje, las cosas, y las relaciones sociales.
Se ha dicho que la construcción de sentido es algo primario. Antes que salirnos al paso como medio o instrumento, se presenta como un carácter constitutivo de lo humano (Vilanova, 1993). Más que algo que se adquiere y perfecciona a través del progreso madurativo o los procesos instruccionales, opera como una determinación existenciaria del ser (Heidegger, 1927/1990), una “categoría de la vida” misma (Fernández Labastida, 2004; Pinillos, 1993). Señalábamos que la idea del hombre como constructor de sentido se remonta—entre otras corrientes de pensamiento—a la fenomenología y que encuentra una recepción en ciertas tendencias del campo de las ciencias sociales. Los conceptos husserlianos de actitud natural y mundo de la vida ayudan a entender el particular modo en que el hombre está en el mundo, cómo la realidad se yergue ante sus ojos como algo que adquiere significado y de qué manera los otros y la cultura están implicados en el modo en que este significado es construido. Un discípulo de Husserl continúa estas ideas y las lanza en una dirección que profundiza en esta noción. Se trata del filósofo alemán Martín Heidegger. En Ser y tiempo Heidegger se ocupa de la pregunta por el ser, que formula sobre el horizonte de la metafísica (Heidegger, 1927/1990). Pero la pregunta por el ser deriva en otra, que interroga por las cualidades de ese ser que se distingue, precisamente, por hacer preguntas: el hombre. El hombre es, para Heidegger, un ente cuyo rasgo ontológico principal es una situación o estado de apertura e interés. El hombre de Husserl se halla en actitud natural y en ella se le hace presente ahí adelante un mundo “extendido sin fin en el espacio y que viene y ha venido a ser sin fin en el tiempo” (Husserl, 1913/1962, p. 64). El hombre de Heidegger no se limita a ponerse delante, él se pregunta por todo aquello que le hace frente en el mundo—y, en última instancia, por el ser mismo. Pero no se trata, esta, de una propiedad más de lo humano entre otras propiedades, sino de un aspecto categorial: el hombre (Da–sein, ser–ahí) es “un ente ónticamente señalado porque en su ser le va este su ser” (Heidegger, 1927/1990, p. 21). En el origen de la pregunta del hombre está este no serle indiferente su ser. Pero no es esta una pregunta que pueda responderse añadiendo contenidos a un definiendum: es un interrogante que compromete la dilucidación del sentido: “Si ha de hacerse expresamente la pregunta que interroga por el ser, y ha de hacérsela en forma de ‘ver a través’ de ella plenamente, el desarrollo de esta pregunta (…) pide que se expliquen los modos del ‘dirigir la vista’ al ser, del ‘comprender’ y ‘apresar en conceptos’ el sentido” (Heidegger, 1927/1990, p. 16).
En Heidegger aparece la figura de un hombre volcado a la construcción de sentido, dotado de un impulso originario hacia la vida entendida como comprensión del ser. En él se advierte una idea de inmediatez cercana a Husserl: el hombre es ya su comprensión del mundo. Sólo en él se da la posibilidad de captar algo como algo, pero este captar es más que una mera asimilación intelectiva: es interpretación. En otras palabras: no es un ente entre otros, que se diferencie por poseer la capacidad de develar un sentido que esté detrás o por encima de ellos. Es el ente cuyo atributo esencial es la comprensión, pero una comprensión pre–conceptual, hincada en el hecho mismo de la existencia, que funge como paso previo de toda comprensión basada en el despliegue de teorías. Es el hombre husserliano de la doxa y la actitud natural. “El existir lleva en sí originariamente la estructura del interpretar, de suerte que antes que empiece el análisis teorético su labor, el existir ya ha realizado una interpretación originaria y pre – ontológica” (Wagner de Reyna, 1939, p. 87). El hombre habita un mundo, interpreta los entes del mundo, y esta interpretación es dación de sentido: él construye un mundo de significados que no es de ningún modo previo a su presencia generativa. “Cuando los entes intramundanos son descubiertos a una con el ser del ‘ser ahí’, es decir, han venido a ser comprendidos, decimos que tienen ‘sentido’” (Heidegger, 1927/1990, p. 169). Es decir: el mundo tiene sentido para nosotros, pero no porque el sentido sea un rasgo de los entes que de algún modo estamos predispuestos a descubrir, sino porque el sentido está en nosotros como una propiedad al tiempo germinativa y constitutiva: “El sentido es un existenciario del ‘ser ahí’, no una peculiaridad que esté adherida a los entes (…) Sólo el ‘ser ahí’ puede, por ende, tener sentido o carecer de él” (Heidegger, 1927/1990, p. 170).
Pero en esta comprensión del mundo que es el hombre se echa de menos a los otros. En efecto, el hombre heideggeriano construye sentido, pero parece hacerlo en soledad; no hay, en el horizonte de su pensamiento, atisbos de la presencia de quienes pudieran enmarcar la construcción de sentido en un proceso de diálogo, más allá del planteamiento de un ser con, que se traduce primeramente como una aceptación de lo que es palmario e inevitable: “El mundo del ‘ser ahí’ es un ‘mundo del con’” (Heidegger, 1927/1990, p. 135). Pero los otros que el ser ahí se encuentra en el ser con no hacen frente en el modo de la construcción de sentido, del diálogo y de la coautoría, sino como objetos de un procurar por que puede ser propio o impropio. O se revelan, sin más, como ocasión de caída: “En cuanto cotidiano ‘ser uno con otro’ está el ‘ser ahí’ bajo el señorío de los otros. No es el mismo, los otros le han arrebatado el ser. El arbitrio de los otros dispone de las cotidianas posibilidades” (Heidegger, 1927/1990, p. 143). Se trata, parece, de un ser con en el que el otro adquiere ribetes empobrecedores. Por eso se ha dicho que el ser con heideggeriano tiene un carácter negativo (Garrido Periñán, 2019). En una opinión que juzgamos algo extrema, Hayden Godoy sostiene que para el Heidegger de Ser y tiempo “la vida social está caracterizada como pérdida” (Hayden Godoy, 2009, p. 60). Pero el filósofo vasco Andrés-Osés es aún más lapidario, cuando adscribe la obra del primer Heidegger (precisamente el Heidegger de Sein und Zeit) a un “narcisismo solipsista” (Ortiz-Osés, 1986). Al parecer, para reencontrarnos con la presencia vivificadora de los otros deberemos volver a Husserl.
Husserl dice que empieza su meditación como hombre de la actitud natural, “representando, juzgando, sintiendo, queriendo”, en un mundo que “encuentro ante mí inmediata e intuitivamente” (Husserl, 1913/1962, p. 64). Pero detengámonos aquí: esta inmediatez parecería impugnar toda conjetura que se oriente a una construcción, por lo menos tal como la hemos definido. Si la construcción de sentido es algo primario y si el mundo es algo que me encuentro de modo inmediato, ¿no equivaldría ello a situar el mundo de la vida y la misma construcción de sentido en un plano pre-lingüístico y pre–social? Y si esto fuera así, ¿cómo podríamos hablar de construcción de sentido? Sin embargo, al mismo tiempo Husserl afirma que la cultura y el lenguaje también contribuyen a lo que es dado de manera inmediata a la conciencia. ¿No hay una paradoja? David Carr se refiere a ella como la discrepancia “entre el mundo de la vida como mundo cultural y el mundo de la vida como un mundo de experiencia inmediata” (Carr, 1970, p. 337). ¿Cómo podría resolverse esta paradoja, de modo que nuestra posición sobre el hombre como constructor de sentido no perdiera sustentación? No podemos profundizar en este asunto, que pertenece al ámbito específico de la fenomenología. Sin embargo, sí podemos aclarar qué respuesta ofrece el mismo Husserl. Lo primero que hay que considerar es que la discrepancia que menciona Carr remite a la distinción entre fenomenología del mundo cultural y fenomenología del mundo experimentado de manera inmediata. Es decir: el mundo de la vida ofrece a mi mirada objetos de la percepción (una hoja de papel, la computadora, un lápiz) y objetos cuya naturaleza es cultural (una novela, un diseño arquitectónico, un mito). Mi actitud natural intuye de manera inmediata ambos tipos de objetos, pero con una diferencia: respecto del mundo cultural, la intuición que posibilita presupone una labor colectiva previa, que ha decantado en una compleja estructura simbólica. Nacemos a un mundo de cultura y lenguaje de la misma manera que nacemos a un mundo de objetos dados a la percepción. Es cierto que hay inmediatez en esa intuición, pero una que depende de la inmersión en el mundo de la cultura, cuyos componentes son, al principio, arcanos—del mismo modo que la función perceptual depende de procesos de maduración y desarrollo. Es cierto, también, que el mundo cultural depende del mundo experimentado, pero con la misma claridad se ve que el primero no es reductible al segundo. Porque el mundo cultural y el mundo de las cosas percibidas no son idénticos: una obra de arte plástico necesita de los colores y tinturas, de los pinceles y el paño, pero su efecto y significación son mucho más que una mera configuración física de pigmentos. ¿Es, entonces, la inmediatez una cualidad que puede predicarse de ambos mundos? En principio, sí, si se asume que esa inmediatez debe interpretarse de acuerdo con dos registros. El primero, puramente perceptual; el segundo, referido a estructuras de símbolos plasmadas a través de la historia humana. Husserl entiende que el mundo cultural contribuye a lo que “siempre y necesariamente es pre – dado a la conciencia”
No es sólo el mundo de la pura experiencia –el a priori del mundo de la vida en este sentido- lo que la conciencia da por sentado en su proceder respecto del mundo; es, también, el mundo cultural, y los prejuzgamientos e interpretaciones que de él pudieran derivar (…). El mundo cultural es, pues, del mismo modo que el mundo de la pura experiencia, un fundamento necesario de la vida conciente (Carr, 1970, p. 338)
Husserl parece decir que el sentido está ya ahí, y por eso usa el adjetivo inmediato. Desde este punto de vista, no hay operación previa que lo construya. No hay, propiamente hablando, un gesto constructivo, ni como amaño, ni como creación arbitraria o caprichosa. Por sí solo, el Yo no crea nada (Føllesdal, 1991; Herrera Restrepo, 2010). La génesis del sentido se da en el diálogo hombre–mundo, que se desarrolla en el horizonte de la mutua implicación que posibilita la cultura: no hay hombre sin mundo, ni mundo sin hombre. El sentido, así, forja una comprensión del mundo en términos de un vínculo dialógico entre el hombre y los otros. El para mí que se devela en la actitud natural reenvía a una estructura del para otros, que ha sido constituida en la historia y por la cultura. El hombre construye sentido, pero con otros. Conjeturamos que este es uno de los sentidos que podría atribuirse a la intersubjetividad en Husserl. El modo en que el mundo de la vida se devela en actitud natural es intuitivo, pero no es una intuición que se despliega en el estrecho plano de lo individual–subjetivo, sino que está embebida en la cultura (Carr, 2014). En el mundo de la vida se sedimentan
los productos de las actividades culturales del pasado, como nuevas objetividades que se añaden a las que son propias de la percepción actual que se tiene de un objeto o de una situación objetiva, fundiéndose con ellas y enriqueciendo su sentido. (…) en la comprensión de cualquier objeto hay un pasado latente o explícito, así como un horizonte de expectativas que incluyen una dimensión histórica. (Montero, 1994, p. 114)
En síntesis: el hombre es constructor de sentido porque en la interdependencia hombre–mundo él ocupa la posición de referencia frente a la cual las cosas significan algo (los entes del mundo tienen sentido en él, en la implicación mutua de las estructuras del para mí y para otros). El sentido responde a estas estructuras, porque en el mundo de la vida el hombre enfrenta objetos pre–dados a partir de la intuición sensible y la cultura. El sentido es inmediato, un ya estar ahí. A diferencia de la episteme propia de la ciencia—que pretende arribar al sentido como punto de llegada de una mediación ascética o terapéutica del lenguaje científico, que debe expurgar los aspectos subjetivos—el conocimiento de sentido común (la doxa de la actitud natural) presupone el sentido como punto de partida. En la construcción del sentido, el hombre se encuentra con otros en el modo de las situaciones concretas y de la cultura, que a través de la historia constituye un tesoro de significados.
Después de analizar la idea de mundo de la vida y de presentar al hombre como constructor de sentido, quisiéramos plantear que las representaciones son factores centrales de la construcción de sentido. Más arriba ya hemos mencionado que en la actitud natural se da un representar valorativo y que en el mundo de la vida se verifican los extremos del “considerar e investigar, del explicitar y traducir en conceptos al hacer una descripción, del comparar y distinguir, del coleccionar y contar, del suponer e inferir” (Husserl, 1913/1962, p. 67). En otras palabras, la actitud natural y el mundo de la vida suponen la presencia de representaciones, porque ninguna de las operaciones que Husserl enumera en la cita anterior sería posible sin ellas. Por lo que, de algún modo, plantear que el mundo de la vida es un mundo de representaciones es algo que podría desprenderse de lo desarrollado anteriormente. La misma forma que hemos elegido para caracterizar la cuestión de las perspectivas alude a lo representacional, porque para que exista para mí (o para otros) tiene que haber, por un lado, ente, y por el otro, perspectiva (representación) del ente. Sin embargo, hay que hacer más claridad sobre la cuestión de las representaciones: a qué nos referimos exactamente con el término “representación”, por qué las traemos aquí a mención, cómo surgen, cómo intervienen en la construcción del sentido, qué relación guardan con las estructuras del para mí y del para otros.
Hay que hacer una aclaración. Decimos “representaciones” a secas, pero nos referimos, en realidad, a las representaciones sociales. Esta asimilación puede parecer, ahora, infundada. Sin embargo, al terminar nuestro desarrollo quedará claro que, cuando en el contexto del mundo de la vida nos referimos a representaciones, el calificativo de sociales resulta pertinente. Comenzaremos llamando la atención sobre una característica de las representaciones, que es la de ser un conocimiento del sentido común. Denise Jodelet dice que la noción de representación social concierne al “conocimiento ‘espontáneo’, ‘ingenuo’ que tanto interesa en la actualidad a las ciencias sociales, ese que habitualmente se denomina conocimiento de sentido común, o bien pensamiento natural, por oposición al conocimiento científico” (Jodelet, 1986, p. 473). El creador mismo de la teoría, Serge Moscovici, sostiene que por representación social hay que entender “un conjunto de conceptos, enunciados y explicaciones originados en la vida diaria (…) que proveen a los individuos de un entendimiento de sentido común” (Moscovici, 1981); en muchos otros trabajos expone una concepción similar (Moscovici, 1979, 1988, 2019; Moscovici y Hewstone, 1986). Jean–Claude Abric afirma que, a partir de la boga del paradigma de las representaciones sociales, “el estudio del pensamiento ‘ingenuo’, del ‘sentido común’, se torna esencial en adelante” (Abric, 2001). Wagner y Hayes (2011) vinculan explícitamente a las representaciones con el discurso cotidiano y el saber de sentido común. Podría afirmarse que, respecto de un campo definicional heteróclito, en la que los especialistas han destacado diferentes aspectos, el de conformar un conocimiento de sentido común es uno de los que ha suscitado más consenso. Es, por ello, el primero de los rasgos de las representaciones que queremos poner en primer plano.
Pero ¿qué es el conocimiento de sentido común? Señalemos, primero, que el sentido común ha sido objeto de tratamiento por parte de pensadores de fuste. Desde las primeras aproximaciones de Aristóteles en De Anima hasta las provocadoras hipótesis de la Inteligencia Artificial, este tipo de conocimiento ha interesado a filósofos y epistemólogos. Aquí será enfocado con los elementos conceptuales de la fenomenología husserliana, porque esta perspectiva nos permite resaltar el carácter sustantivo (no contingente) de las representaciones en el mundo de la vida. Si de definirlo se tratase, diríamos que es un conocimiento de la medianía, no especializado, de la cotidianidad, eximido de la aplicación de complejas reglas constructivas, un conocimiento que cualquiera podría tener sin necesidad de estar provisto de titulaciones académicas o cualificaciones destacadas, un conocimiento de las cosas corrientes—aquellas que nos hacen frente en el cotidiano de nuestra existencia. Es un tipo de conocimiento que guarda una estrecha conexión con la experiencia inmediata. En el lenguaje coloquial, lo llamaríamos un conocimiento “de todos los días”, que es propiedad de nosotros, es decir “del hombre común”. Abarca distintos dominios: los eventos naturales, las relaciones sociales, los valores morales de las acciones y otras (Wagner y Hayes, 2011). La mayoría de las personas estaría de acuerdo en que el conocimiento indubitable es la excepción en la vida cotidiana. Vivimos, por ende, con naturalidad en el saber de sentido común, porque a pesar de que comprendemos que no es absolutamente exacto, nos aporta las orientaciones básicas e indispensables para habitar el mundo de la vida. En otras palabras: transforma el mundo en algo familiar y relativamente inteligible.
Habitamos tan naturalmente en el saber de sentido común como lo hacemos en el sentido tout court, pero con una diferencia: sentido no mienta saber. Sentido es aquello que hace que un ente aparezca ante mí como algo, pero un saber presupone el despliegue, en el eje diacrónico del discurso, de argumentaciones acerca de ese algo. El sentido, en tanto derivado necesario de una actitud de apertura al mundo, es inmediato; el saber necesita, para constituirse, de un proceso dialógico y por ello es mediato. Desde este punto de vista, la diferencia entre sentido y saber de sentido común radica en la pertenencia a distintos campos del conocimiento (filosofía, psicología social). Pero parece oportuno prestar atención a la relación entre esos dos términos, aun cuando pertenezcan a diferentes disciplinas. En efecto: una cosa tiene sentido para mí, pero lo tiene en la medida en que—en diálogo con otros—he logrado construir un saber de sentido común que me orienta acerca de lo que esa cosa es, de su utilidad, de su significado, de su valor. Pero también la construcción de ese saber de sentido común—que, por su carácter dialógico, implica dinamismo y cambio—puede transformar el sentido de la cosa, haciéndola valer más o menos, modificando sus connotaciones, descubriendo u obturando aspectos de su utilidad. Supongamos que alguien me preguntara qué es El Quijote para mí, y yo le respondiera que es un exponente de la más exquisita literatura. Si se me pidieran razones, yo me vería obligado a argumentar. Y para argumentar, debería echar mano de cuanto saber esté a mi disposición en ese momento para justificar mi primera aseveración. Quizás alegaría la maestría en la factura de la obra, o su impacto cultural a través de los siglos, o su valor para el idioma español, o la profundidad de sus moralejas. Quizás intentaría citar las opiniones que han emitido otros, más autorizados que yo. Es claro que El Quijote tiene para mí un sentido, pero si se me pregunta por él, debo desenvolverlo, y para ello necesito un saber que se materialice en el discurso. Cuando explico el sentido que para mí tiene El Quijote, apelo al saber de sentido común. Son mis opiniones, vivencias, corazonadas, intuiciones acerca de la obra: algo poco exacto o riguroso, aquello de lo que puedo echar mano en el momento, sin estar en el fondo muy seguro de sus quilates. Pero todo ese material subjetivo no es creado ex nihilo por mi conciencia. Refiere a mis percepciones, pero en el contexto del mundo de la vida, en que las cosas “se han impregnado de los resultados de la cultura en que vivimos” (Montero, 1994, p. 109). El despliegue del sentido de El Quijote a través de un conocimiento de sentido común que se desgrana en el eje diacrónico del discurso descansa, es cierto, en “percepciones actuales”, pero percepciones que no podrían ser abstraídas de “actividades culturales del pasado” que producen “nuevas objetividades” (Montero, 1994, p. 114). En cualquier caso, mi para mí depende de la estructura del para otros: es a través de la cultura que puedo entrar en diálogo con diferentes valoraciones de El Quijote, de modo tal que cuanto pueda llegar a pensar acerca de él remite, en realidad, a algo pensado por otros, a algo dicho por otros, al modo en que todo esto ha visto la luz en el curso de un diálogo. Mi conocimiento de sentido común depende de los procesos colectivos de construcción de significado que, a lo largo del tiempo, constituyen la cultura. El mundo de la vida, desde el cual los entes me hacen frente como cosas con sentido, es un mundo de representaciones sociales.
Si bien el sentido se despliega en el conocimiento de sentido común, la relación entre uno y otro no es de tipo unidireccional. En efecto, el sentido se despliega en el conocimiento, pero el conocimiento de sentido común es constructivo (o re–constructivo, si se quiere) respecto del sentido. En el enunciar, en un contexto dialogal, lo que yo sé acerca de El Quijote, esto es: al participar en un diálogo y poner a mis oyentes frente a mi para mí, que a su vez referencia un para otros, yo también confirmo (o desconfirmo) mi sentido de El Quijote. Mi conocimiento de sentido común interpreta, con otros, el mundo: en el interpretarlo, me reencuentro con sentidos originariamente abiertos, los objetivizo para mí y para otros. Mi diálogo con los demás implica un diálogo conmigo mismo. Quizás este diálogo contribuya a que el sentido que le atribuyo a El Quijote se modifique, o quizás no (los psicólogos sociales saben que la interacción social es un modulador de la cognición). Por supuesto, utilizamos el término “diálogo” en un sentido lato, haciendo referencia tanto a interacciones concretas entre personas como a la participación en una tradición cultural que opera como referencia de los significados que sustentan el conocimiento de sentido común. A través de las representaciones el sentido es construido y el sujeto se posiciona frente a los entes del mundo de la vida como frente a algo ya-comprendido, aunque esta comprensión sea, en rigor, una pre-comprensión. Lo que yo pienso y digo sobre El Quijote a través del conocimiento de sentido común (mis representaciones sociales acerca de él) me permiten posicionarme como quien interpreta y atribuye sentido a esa realidad del mundo de la vida, y me permiten tomar conciencia de mi interpretación como un para mí que puede (o no) abrirse al para otros. En este sentido, mis representaciones constituyen una parte importante de mi identidad, porque revelan—y eventualmente me revelan—mi modo particular de entender e interpretar, aquello que me distingue como sujeto que, frente al mundo, lo interpreta de este modo o de otro. ¿No quiere decir esto que las representaciones juegan un papel en la construcción del sentido? Las representaciones sociales expresan y despliegan el sentido, pero también lo construyen y reconstruyen. De continuo estoy apelando a saberes de sentido común para formular el “considerar e investigar, el explicitar y traducir en conceptos al hacer una descripción, el comparar y distinguir, el coleccionar y contar, el suponer e inferir” (Husserl, 1913/1962, p. 67), y todas estas operaciones de la conciencia tienen como fin una explicitación del para mí que, al pasar por la cultura (a través del otro, de una institución, de un objeto cultural, etcétera), revierte sobre el sentido y lo reconstruye.
Para finalizar: en este último parágrafo hemos procurado mostrar que el mundo de la vida es un mundo de representaciones sociales y que éstas juegan un papel relevante en los procesos de construcción del sentido. El mundo de la vida supone las representaciones, en la medida en que interpretamos las cosas que lo pueblan por medio del conocimiento de sentido común. Pero las representaciones no intervienen sólo en el despliegue del sentido a través de los saberes de la cotidianidad. También contribuyen a darle forma, porque los diálogos con los otros y con la cultura abren la posibilidad para el encuentro de perspectivas y para las reconstrucciones del sentido. El sujeto interpreta las cosas del mundo a través de las representaciones, y las representaciones constituyen su identidad y lo posicionan como sujeto de la pre-comprensión del mundo.
El principal aporte de este artículo es haber formulado una aproximación a un aspecto acotado de la teoría de las representaciones sociales desde la perspectiva fenomenológica. El argumento descansa en la noción de las representaciones como saber de sentido común. Nos preguntamos cómo la fenomenología husserliana puede ayudar a comprender la construcción de este saber. El conocimiento de sentido común surge del estado de apertura del sujeto, inmerso en un mundo de significados. Los conceptos de actitud natural y mundo de la vida contribuyeron a la conceptualización de un sujeto abierto, activo e interpretador de la realidad, que construye significados en un contexto vital de interacción con otros y con la cultura. La actitud natural es la de quien que se posiciona frente a la realidad no como algo que debe ser instrumentalizado (a la manera del conocimiento científico), sino como lo que es vivenciado (que es el fundamento del conocimiento cotidiano). Este proceso no se desarrolla en una situación artificial de aislamiento, de modo solipsista, sino en una dialéctica que involucra a los otros y a la cultura. Decimos dialéctica porque el significado del sujeto se encuentra siempre en tensión con los significados de los demás (en las otras opiniones, puntos de vista, sensibilidades) y con los significados de la cultura (en las distintas tradiciones, costumbres, hábitos, cosmovisiones). A través de las representaciones sociales, el sujeto hace familiar el mundo y construye, por medio del diálogo, las múltiples perspectivas que son la urdimbre del mundo.
El problema de los fundamentos filosóficos de la teoría de las representaciones es complejo, debido a las múltiples filiaciones conceptuales que pueden alegarse y a la misma extensión de la teoría, que ya lleva varias décadas de desarrollo. Todavía falta avanzar mucho en este terreno, ya preparado por algunos aportes previos. Pero una aproximación sobre uno de los aspectos de esta articulación ha sido esbozada aquí. Algunos conceptos de la fenomenología husserliana han mostrado ser de utilidad para profundizar la comprensión que tenemos acerca de la naturaleza del conocimiento de sentido común, que es la materia prima de las representaciones. El principal aporte de este trabajo preliminar es haber formulado una reflexión sobre la actitud natural y el mundo de la vida, que arroja luz sobre un aspecto no tratado de las representaciones. Más investigaciones son necesarias para echar luz sobre esta cuestión.