

Artículos de Investigación
Lo natural en el mundo. Juicio al ecocentrismo
The natural in the world. A trial of ecocentrism
Il naturale nel mondo. Un processo all’ecocentrismo
Prudentia Iuris
Pontificia Universidad Católica Argentina Santa María de los Buenos Aires, Argentina
ISSN: 0326-2774
ISSN-e: 2524-9525
Periodicidad: Semestral
núm. 98, 2024
Recepción: 24 mayo 2024
Aprobación: 06 septiembre 2024

Resumen: Este es un ensayo filosófico sobre la interdependencia entre el hombre y la naturaleza no humana. Desde el momento en que el hombre ya no se comprende a sí mismo como el centro de la naturaleza material y se empieza a reconocer el “valor intrínseco” de todas las cosas con independencia del servicio que prestan al hombre, se va marginando al ser humano, al tiempo que se reconocen derechos a los elementos de la naturaleza: a los animales, los ríos… Con este planteamiento, cada vez más extendido, se subvierten los fundamentos de los ordenamientos jurídicos occidentales, construidos sobre presupuestos antropocéntricos judeocristianos.
Palabras clave: ecocentrism, Anthropocentrism, Creation, Eternal law, Nature.
Abstract: This is a philosophical essay on the interdependence between man and non-human nature. From the moment that man no longer understands himself as the center of material nature and begins to recognize the “intrinsic value” of all things, regardless of the service they provide to man, the human being is gradually marginalized, while the elements of nature are recognized as having rights: animals, rivers... With this approach, increasingly widespread, the foundations of Western legal systems, built on Judeo-Christian anthropocentric assumptions, are being subverted.
Keywords: Ecocentrismo, Antropocentrismo, Creación, Ley eterna, Naturaleza.
Sommario: Questo è un saggio filosofico sull’interdipendenza tra l’uomo e la natura non umana. Dal momento in cui l’uomo non si comprende più come centro della natura materiale e si inizia a riconoscere il “valore intrinseco” di tutte le cose, indipendentemente dal servizio che esse prestano all’uomo, l’essere umano viene gradualmente marginalizzato, mentre si riconoscono diritti agli elementi della natura: agli animali, ai fiumi... Con questo approccio, sempre più diffuso, si sovvertono i fondamenti degli ordinamenti giuridici occidentali, costruiti su presupposti antropocentrici giudaico-cristiani.
Parole: Ecocentrismo, Antropocentrismo, Creazione, Legge eterna, Natura.
Lo natural en el mundo.
Juicio al ecocentrismo
Para citar este artículo:
Poole Derqui, Diego. “Lo natural en el mundo. Juicio al ecocentrismo”.
Prudentia Iuris, 98 (2024)
1. Ecocentrismo vs. antropocentrismo
Dicotomía antropocentrismo-ecocentrismo; importancia de esta distinción para la ciencia jurídica
La dicotomía entre antropocentrismo y ecocentrismo ha desencadenado un debate que afecta a los fundamentos de la ciencia jurídica[1]. El antropocentrismo, que históricamente ha sido un presupuesto indiscutido en la ciencia jurídica, justificaba la utilización de los recursos naturales por el servicio que estos prestan al hombre. Pero se ha instalado en el imaginario colectivo la idea de que el antropocentrismo es algo perverso, que provoca la sobreexplotación de los ecosistemas, la pérdida de biodiversidad y el cambio climático. El ecocentrismo, en cambio, se presenta ante la opinión pública mundial como una alternativa más equilibrada y razonable, y propone un cambio de paradigma al reconocer el “valor intrínseco” de la naturaleza, con independencia del servicio que presta al hombre. Este enfoque implica un replanteamiento no solo de la legislación ambiental, sino también de casi todo el ordenamiento jurídico, construido sobre el presupuesto de que el ser humano es el único sujeto de derechos. El ecocentrismo ha impulsado el reconocimiento de los derechos de la naturaleza, otorgándole en algunos casos un estatus legal similar al de los seres humanos[2]. Por otra parte, el ecocentrismo amplía el concepto de responsabilidad ambiental, que tradicionalmente se ha limitado a la reparación del daño causado al ser humano[3]. Esto supone también una ampliación de la noción de justicia ambiental, referida en su inicio al reparto equitativo entre todos los pueblos de las cargas y beneficios del medio ambiente; ahora, en cambio, la misma naturaleza se convierte en sujeto de derechos.
En este trabajo vamos a analizar el fondo de ambas posturas y trataremos de argumentar que no todo antropocentrismo es igual, y que rechazarlo sin más, con los argumentos convencionales, sería como reemplazar el agua de la bañera tirando el agua sucia con el niño dentro.
Ecocentrismo, una nueva religión (o no tan nueva)
Algunos pueden pensar que el antropocentrismo, al ser una tesis judeocristiana, es la defendida por las personas religiosas, mientras que el ecocentrismo, al considerar al hombre un elemento más de la naturaleza, presupone una cosmovisión no religiosa[4]. Pero no es así. El ecocentrismo en muchos casos supone, consciente o inconscientemente, un retorno a las religiones ancestrales que rinden culto a la naturaleza. Michael Crichton, conocido por su popular Parque Jurásico o La amenaza de Andrómeda, poco antes de morir definía el ambientalismo (environmentalism) como “la religión preferida por los ateos urbanos”, una religión que rediseña las creencias judeocristianas en estos términos: “Hoy en día, una de las religiones más poderosas en el mundo occidental es el ambientalismo. El ambientalismo parece ser la religión preferida por los ateos urbanos. ¿Por qué digo que es una religión? Bueno, simplemente mira las creencias. Si observas detenidamente, verás que el ambientalismo es de hecho una nueva versión (a perfect remaping) para el siglo XXI de las creencias y mitos judeocristianos tradicionales: Hay un Edén inicial, un paraíso, un estado de gracia y unidad con la naturaleza, hay una caída de la gracia a un estado de contaminación, consecuencia de comer del árbol del conocimiento, y como resultado vendrá un día de juicio para todos nosotros. Todos somos pecadores energéticos, condenados a morir, a menos que busquemos salvación, que ahora se llama ‘sostenibilidad’. La sostenibilidad es la salvación en la iglesia del medio ambiente. Así como la comida orgánica es su comunión, esa oblea libre de pesticidas que ingieren las personas buenas con las creencias correctas”[5].
Quizá este diagnóstico de Michael Crichton sea un poco exagerado, pero al menos ilustra la radicalidad con la que muchos ecocentristas asumen su postura. En cualquier caso, nuestro propósito ahora es resaltar la idea de fondo del ecocentrismo: todos los seres vivos tienen la misma importancia, y el hombre ya no se comprende como la razón de ser del universo material, como enseñaba el cristianismo. Desde esta perspectiva, la cosmovisión judeocristiana supone un elitismo especista, análogo al machismo o al sexismo, una presunción insolente del hombre que se arroga la primacía en un universo donde realmente no es más que un fenómeno periférico y ocasional, como lo podrían ser los dinosaurios o las medusas.
Causas y precursores del ecocentrismo
Para comprender el alcance y la rápida penetración del ecocentrismo en la mentalidad de la mayoría de las personas del mundo occidental es preciso indagar las causas y hacer una breve referencia a los precursores.
Entre las causas es frecuente poner en primer lugar la degradación ambiental y el cambio climático provocado por la explotación humana de los recursos naturales basada en un modelo económico que concibe los recursos naturales como ilimitados. En segundo lugar, el auge de los movimientos ecologistas, desarrollados especialmente a lo largo del siglo XX, que junto con la globalización de la comunicación (Internet, redes sociales, etc.) ha provocado que su mensaje se extienda rápidamente por todo el mundo. En tercer lugar, el fuerte impulso ideológico y político de los organismos internacionales, especialmente de las Naciones Unidas[6]. Y, en cuarto lugar, la crisis del cristianismo en los países occidentales ha eclipsado la idea tradicional de que la naturaleza es una realidad creada al servicio del hombre.
Entre los grandes precursores del ecocentrismo a nivel popular o de masas, con millones de libros vendidos en todo el mundo, destacan Paul Taylor, Aldo Leopold, Rachel Carson, Arne Naess, Lynn White y Garrett Hardin[7].
Paul Taylor (1923-2015), profesor de filosofía en Brooklyn College (NY), es uno de los autores que más claramente formula la tesis principal del ecocentrismo: los seres vivos tienen un valor independiente del servicio que prestan al hombre, y debemos extender el concepto de derecho subjetivo para que los seres no humanos sean considerados dignos de toda protección, con independencia de su relación con el hombre[8].
Para el biólogo forestal Aldo Leopold (1887-1948), la esencia de la moralidad es la preservación de la comunidad biótica: “Una cosa es buena cuando tiende a preservar la integridad, estabilidad y belleza de la comunidad biótica. Es mala cuando atenta contra dicha integridad”[9].
Desde una postura más moderada, figura la bióloga norteamericana Rachel Carson (1907-1964), cuyo libro Primavera silenciosa, publicado (1962), se convirtió en una de las publicaciones de literatura científica más influyente de todos los tiempos. Carson denuncia los efectos nocivos sobre la naturaleza y la alimentación de los productos químicos producidos por el hombre[10].
Una postura más radical y antirreligiosa es la del profesor de historia Lynn White (1907-1987), que denuncia al cristianismo como culpable de los abusos contra la naturaleza[11].
Otra manifestación del ecocentrismo es la llamada deep ecology, término propuesto por el filósofo noruego Arne Naess (1912-2009) para referirse al movimiento ecologista que va más allá de la lucha contra la contaminación y el agotamiento de recursos (este es el objetivo de lo que él llama la ecología superficial, shallow ecology, que en el fondo solo busca la salud y la prosperidad de las personas de los países desarrollados). La “ecología profunda” es una reflexión de fondo sobre la naturaleza (una ecosofía, como dice Naess), que plantea un cambio de paradigma, una nueva cultura, donde el hombre renuncie de una vez por todas a considerarse el centro del universo, donde todos los seres vivos se consideren con la misma dignidad, y comprendan el mundo como un conjunto donde todos los seres dependen de todos[12].
Unos, por amor a la naturaleza no humana, comprendida como sujeto de derechos; otros, por una mezcla de maltusianismo y ecologismo, como Garrett Hardin (1915-2003), autor de The Tragedy of the Commons[13], al final casi todos concluyen en lo mismo: limitar la procreación, ya sea en defensa de la naturaleza, ya sea por la supervivencia de la humanidad, o de las dos cosas a la vez.
Junto a la influencia de los autores ecocentristas contemporáneos hay que tener en cuenta las culturas indígenas precolombinas con sus cultos ancestrales a la naturaleza, como la Pachamama (proviene de la lengua quechua y se traduce comúnmente como “Madre Tierra” o “Madre Cosmos”), que personifica a la tierra.
Por su parte, el hinduismo y el budismo podemos también calificarlos como ecocentristas. La cosmovisión hindú está ligada a una concepción panteísta. Algunos textos sagrados consideran que la naturaleza es la manifestación física de Dios mismo. Uno de los libros más influyentes del hinduismo describe así la naturaleza: “La esfera del espacio sideral constituye las cuencas de Sus ojos, y el globo ocular es el Sol como la capacidad de ver. Sus párpados son tanto el día como la noche”.
“¡Oh, rey!, los ríos son las venas del gigantesco cuerpo, los árboles son los vellos de su cuerpo, y el aire omnipotente es su respiración. Las estaciones que pasan son sus movimientos”[14].
Por su parte, la filosofía budista, estrechamente ligada al hinduismo por su origen, considera que la vida humana se integra con la naturaleza en un todo del que forma parte como un elemento más, por lo que se asume que el hombre no tiene un dominio particular sobre el resto de los seres vivos.
La postura de la encíclica Laudato si’, escrita por el Papa Francisco en 2015, ha avivado la reflexión sobre la naturaleza, especialmente entre autores cristianos. En la encíclica se critica tanto el biocentrismo como el “antropocentrismo desviado”. Es importante resaltar que siempre que la encíclica se refiere al antropocentrismo lo hace acompañado de alguno de estos adjetivos: desviado, despótico o moderno. La clave está en definir qué entiende por desviado, despótico o moderno. En cualquier caso, el antropocentrismo está en el corazón del pensamiento cristiano sobre la naturaleza, tal y como veremos a lo largo de este trabajo.
Antropocentrismo y principio antrópico
A partir de 1974, por obra del astrofísico australiano Brandon Carter, se introdujo en el lenguaje científico y en la filosofía de la ciencia la expresión “principio antrópico” para describir la infinidad de condiciones necesarias para que el proceso evolutivo del universo diera lugar a la vida humana. El principio antrópico sostiene, pues, que todo el universo parece diseñado para acoger a la humanidad. Se suele distinguir el principio antrópico “débil”, que se limita a constatar que, sin esos millones de ajustes precisos, la vida humana no podría haber tenido lugar; y un principio antrópico “fuerte”, que postula la existencia de una inteligencia suprema ordenadora que da razón de esos ajustes. El principio antrópico fuerte es el que vamos a defender aquí, porque si no hay Dios, todos los procesos evolutivos del universo tendrían que ser fruto del azar, lo cual requiere una fe más grande que la aceptación de la existencia de Dios[15].
Seis siglos antes de la formulación científica del principio antrópico, Santo Tomás escribía a su manera sobre el mismo principio: “En el orden natural, las cosas se emplean según sus propiedades naturales, y así vemos que las cosas imperfectas se destinan para el uso de los seres más nobles: las plantas se alimentan de la tierra, los animales de las plantas y todo está destinado para el uso del hombre. Por consiguiente, las cosas inanimadas han sido creadas para las animadas, las plantas para los animales y todo para el hombre. […] Hemos demostrado antes (capítulo 74 de este libro) que la naturaleza intelectual es superior a la naturaleza corporal; luego toda la naturaleza corporal estará ordenada a la naturaleza intelectual. Entre las naturalezas intelectuales, la que está más cerca del cuerpo es el alma racional, forma del hombre. Luego toda la naturaleza corporal parece estar creada para el hombre en cuanto animal racional; por consiguiente, la consumación de toda la naturaleza corporal depende en cierto modo de la consumación del hombre”[16].
Antropocentrismo: los bienes que la naturaleza proporciona al hombre
Si la naturaleza se concibe como una realidad creada al servicio del hombre, ¿cuáles son los servicios que le presta? Resumidamente podríamos responder que la naturaleza es el hábitat natural del hombre, el entorno físico y biológico necesario para que pueda vivir y desarrollarse. Pero este desarrollo que proporciona la naturaleza no es solo físico, también es psíquico, intelectual y moral. El contacto del hombre con la naturaleza es necesario para la salud mental[17]. Hay desequilibrios de la personalidad catalogados como “Trastornos de déficit de la naturaleza” provocados por falta de contacto con el medio ambiente, que se manifiestan en ansiedad, depresión, déficit de atención, obesidad…[18]. Por otra parte, la contemplación de la naturaleza hace a los hombres más creativos. La mayoría de las creaciones artísticas están ligadas a la contemplación de la naturaleza, ya sea en la pintura, en la arquitectura, en la música, en la literatura, en la moda, o en el teatro... Y quizá la aportación más decisiva de la naturaleza al hombre es que le ayuda a conocer a Dios. Santo Tomás explica que el principal servicio que las criaturas prestan al hombre consiste en ayudarle a conocer al Creador. El libro de la Sabiduría, que forma parte del Antiguo Testamento, lo dice claramente: “[…] de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su autor” (Sb 13,5). Y en la Epístola a los Romanos, que forma parte del Nuevo Testamento, San Pablo escribe: “Porque desde la creación del mundo, las cualidades invisibles de Dios, su eterno poder y divinidad, se hacen claramente visibles, siendo entendidas a través de lo que ha sido hecho, de modo que [los que niegan a Dios] no tienen excusa” (Rm 1,20). La naturaleza que rodea al hombre, por tanto, no tiene como única ni como principal función la conservación de la vida humana, no es un mero depósito de materias primas.
Ahondando un poco más en la naturaleza como fuente de inspiración creadora, Thomas Berry[19], considerado uno de los más grandes filósofos del ecologismo, desarrolla toda una tesis para que las creaciones humanas se integren e imiten en lo posible las creaciones de la naturaleza (obras integradas en lo que él llama la cultura bioregional). “La Tierra misma debería verse como el modelo primario para la arquitectura, como el primer científico, el primer educador, sanador y tecnólogo, incluso como la primera manifestación del misterio último de las cosas”[20].
La naturaleza no es solo fuente de inspiración para el arte, sino también para la técnica. La inteligencia impresa en la naturaleza se pone también de manifiesto en que diferentes ramas de la técnica y de la ingeniería estudian los mecanismos de la naturaleza para reproducirlos en sus artefactos (desde la forma de las alas de los aviones hasta el movimiento vertical de las moscas, pasando por la fisonomía de las ballenas…)[21].
John Muir, fundador de la primera asociación naturalista dedicada a la conservación del medio ambiente (Sierra Club)[22] y uno de los pioneros de los movimientos ecologistas, escribía: “Todo el mundo necesita belleza tanto como el pan, sitios en los que jugar y en los que rezar, donde la naturaleza pueda dar consuelo y fuerzas tanto al cuerpo como al alma”. Y comparaba la explotación de la naturaleza con la profanación del templo de Jerusalén por los mercaderes, que merecieron el reproche de Jesucristo: No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre[23].
La naturaleza, por ser un bien común, en la medida en que se respeta y se promueve, es una fuente primordial de la ética. La perfección moral consiste precisamente en amar como propio un bien común y en amarse a sí mismo como miembro de una comunidad. El fundamento de toda obligación es siempre un bien comunitario, y es difícil concebir un bien más común que el medio ambiente. La moral surge con el empeño de hacer y de tener algo en común[24]. Por eso, el “cuidado de la naturaleza refleja también el cuidado a las personas, la capacidad de reflexionar sobre el impacto de nuestro comportamiento sobre los demás, sobre el entorno natural y humano, mirar más allá de nuestros propios intereses para integrar nuestros valores y nuestras acciones en un contexto más amplio, cultural, social y espiritual, que les dé sentido y los llene de vida”[25].
2. Naturaleza y creación
Antítesis casualidad-causalidad. Negación de la Providencia: posturas racionalistas o ateas
Cuando se aborda el estudio del sentido de la naturaleza ante el hombre es frecuente comenzar, como hemos hecho nosotros, por la división entre posturas antropocéntricas y biocéntricas. Sin embargo, en el fondo de esta dicotomía hay una más profunda y radical: la división entre posturas casualistas y causalistas. La vía de la casualidad es la transitada por los que niegan la existencia de una inteligencia suprema creadora y providente. Es la vía del ateísmo, pero requiere una fe, una confianza en el azar mucho más grande que la que se necesita para aceptar la creación[26]. La segunda vía, la de la causalidad, presupone una inteligencia suprema creadora y providente que da consistencia a la naturaleza. Para la mentalidad atea, el discurso sobre Dios se circunscribe al ámbito interior de la conciencia subjetiva, mientras que la consideración del mundo material, de “la naturaleza”, es asunto de las ciencias experimentales, de la física y de la técnica[27].
Es cierto que la marginación de la idea de creación y, por tanto, de las antiguas nociones de ley eterna y de ley natural no siempre ha ido unida al ateísmo. El deísmo de la Ilustración también contribuyó a oscurecer la relación entre Dios y el mundo, haciendo de la naturaleza un absoluto con pretensiones de suplantar a Dios. Para ellos no había nada que sustentara a la naturaleza: se sostiene por sí misma. Esta idea se generalizó hacia finales del XVIII con L’Homme Machine (1748), escrito por La Mettrie (1709-1751), quien difundió la idea de que los hombres somos como máquinas o robots que seguimos un curso predeterminado por el azar, aunque nos creamos libres (la libertad es la necesidad no comprendida). Toda la naturaleza funciona como un gran mecanismo que no requiere la atención providente de Dios. Quizá pueda haber sido necesario un creador en su origen, pero una vez puesto en marcha el mundo, ya no hace falta Dios. Todo sucede según un orden matemático impreso en la naturaleza. Ejemplo típico de esta regularidad es el movimiento de los astros, donde podemos saber la situación exacta de los planetas dentro de cientos de años, y también hace miles de años. Voltaire (†1778) difundió la idea de que las teorías de Newton confirmaban la autosuficiencia de una naturaleza y atribuyó a Dios el papel de simple “relojero”, creador y organizador del mundo, que “se retiró” una vez puesto en funcionamiento. Laplace (†1827) extendió la convicción de que si se conocieran todas las variables y fuerzas que afectan a un sistema en un momento dado, sería posible predecir su evolución futura y conocer lo que sucedió en el pasado[28].
Junto a las dificultades planteadas por esta concepción mecanicista de la naturaleza, está la idea moderna de libertad como pura autonomía, que arranca de Kant, y que se recrudece con Feuerbach, Nietzsche y Sartre, quienes acaban percibiendo a Dios creador como un competidor del hombre, que limita su libertad. El existencialismo de Sartre supuso la consagración de la libertad como pura independencia de la naturaleza[29].
La racionalidad impresa en la naturaleza. Causalidad y visión funcional de la naturaleza
Cuando estudiamos la naturaleza presuponemos una racionalidad en ella. Sería absurdo tratar de buscar una estructura lógica en lo que es fruto de procesos casuales e irracionales. Nadie trata de encontrar la lógica de la distribución de los objetos arrojados en un vertedero de basuras (un plástico, una botella, dos latas, un jersey...). En cambio, sí podemos buscar la lógica en la distribución de los libros en la biblioteca de un sabio, porque se presupone que esa distribución ha sido previamente pensada por una inteligencia. Pero si partimos del principio de que no hay creador, la naturaleza no tendría significados propios, si acaso proyecciones de nuestra inteligencia que trata de buscar formas como los niños al contemplar las nubes.
La causalidad, y no el azar, es precisamente lo que hace que el mundo tenga un sentido, un objetivo, una razón de ser, de modo análogo a cómo los artefactos se explican y justifican por el propósito o intención del fabricante. El creacionismo implica, por tanto, una visión funcional del mundo y del hombre, un “para qué” del universo y de la vida humana. Si hay un para qué, las cosas del mundo se tratan correctamente cuando se emplean conforme al fin al que han sido destinadas. Un ejemplo banal: una pluma estilográfica se usa incorrectamente si se emplea para abrir una botella, porque se ha hecho para escribir. Análogamente, el hombre “usa” correctamente la naturaleza (suya y de su entorno) cuando lo hace respetando el fin para el que fue creada.
Alasdair MacIntyre explica en Tras la virtud que, desde la perspectiva de Aristóteles, las proposiciones sobre el deber ser se derivan del ser de modo análogo a como podemos decir que tenemos un buen reloj cuando nos da la hora que realmente es; si no, es un mal reloj; si acaso, podrá ser una buena pulsera o una joya, pero no un buen reloj. Y se usa bien no cuando se usa conforme a los valores o deseos de propietario, sino conforme al fin del reloj. Los juicios sobre lo bueno o lo malo de las cosas son juicios de hecho porque presuponen que es un hecho la finalidad o propósito de esas mismas cosas[30].
Precisamente porque las cosas se crean para algo, con un propósito, la creación es la raíz primera y última del ser moral de las cosas, que exigen ser tratadas por el hombre conforme a su propósito o destinación. Cuando las cosas se usan para lo que han sido hechas, entonces se obtiene el mayor fruto de ellas. Igualmente, cuando una persona vive de acuerdo con su finalidad, su vida es tanto más plena (para él y para los demás). Josef Pieper explica esta relación entre creación, naturaleza y funcionalidad como fundamento del deber ser moral: “Esta idea fundamental de que las cosas naturales son algo planeado, diseñado está repleta de consecuencias para nuestra reflexión sobre la realidad en general y, por supuesto, sobre el hombre mismo. Quiero decir, por ejemplo, y sobre todo, que, inevitablemente, el hombre se encuentra dentro del mundo como un ser que, sin haber sido consultado, ya está determinado y sellado por encima de sus preferencias. No solamente no hacemos nuestra propia naturaleza, sino que ésta es exactamente la quintaesencia y la suma de lo que nosotros tenemos que ser por la virtud de la Creación. Nuestra naturaleza es lo que viene de otra parte y de otro; así, el Creador es más interior a su criatura que la criatura a sí misma”[31].
El fundamento de la ética se basa, por tanto, en una concepción funcional de la naturaleza y esta, a su vez, se basa en la creación. Quede claro, sin embargo, que cuando decimos “el fundamento de la ética” no decimos sin más “la ética”, porque la aceptación de las evidencias morales como, por ejemplo, la regla de oro (“trata a los demás como te gustaría que ellos te trataran a ti”), no conlleva necesariamente la aceptación del conocimiento de Dios, porque el conocimiento y la aceptación del efecto (en este caso, de la moral) no implica obligatoriamente el conocimiento de la aceptación de la causa última (Dios), del mismo modo que la aceptación de la ley de la gravedad no requiere del reconocimiento de la existencia de Dios, autor de la naturaleza y de sus leyes.
Cicerón explicaba que el fin del hombre consiste en vivir conforme al sentido de la naturaleza, lo cual le reporta la máxima felicidad[32]. Y la prudencia, virtud por la cual elegimos los medios más adecuados para conseguir los mejores fines, nos guía para vivir de acuerdo con la naturaleza[33]. Cicerón aclara que, por analogía con esta conformidad con la naturaleza, se comprende la misma noción de bien, que es plenitud de ser, de ser completamente lo que a cada uno le compete ser[34].
El hombre moderno no quiere ser criatura
En el fondo de la actitud moderna ante la naturaleza hay una posición contradictoria. Por un lado, se idolatra a la naturaleza, pero dejando al hombre fuera (es la paradoja de algunos movimientos ecologistas, que tanto defienden a los animales como desprecian al hombre). Y, por otro lado, se niega la condición creatural del hombre, porque aceptarlo supone aceptar una medida y unos límites que vienen de fuera. Según Ratzinger: “[el hombre moderno] quiere ser criatura porque no quiere ser medido, no quiere ser dependiente. Entiende su dependencia del amor creador de Dios como una intervención extraña. Percibe esta intervención como una esclavitud, y de la esclavitud hay que liberarse. De esta manera el hombre pretende ser Dios mismo. Cuando lo intenta se invierte todo. Se invierte la relación del hombre consigo mismo y la relación con los demás: para el que quiere ser Dios, el otro se convierte también en limitación, en rival, en amenaza. Su trato con el otro se convertirá en una mutua inculpación y en una lucha, como magistralmente lo representa la historia del paraíso en la conversación de Dios con Adán y Eva (Gen 3,8-13). Se transforma, por último, su relación con el Universo, de modo que se convertirá en una relación de destrucción y explotación. El hombre que considera una esclavitud la dependencia del amor más elevado y que quiere negar su verdad, su ser-creado, ese hombre no será libre, destruye la verdad y el amor”[35].
Pero si el hombre y el mundo han sido creados, han sido previamente pensados, han sido creados conforme a un plan del artífice divino; y a ese plan los clásicos le llamaban ley eterna.
3. La ley eterna como ley del universo
Creación, providencia y ley eterna. Una especie de sinfonía cósmica
Las nociones de creación y de providencia están íntimamente relacionadas: Dios no crea el mundo y se desentiende de él; Dios lo mantiene en el ser con su providencia, que es como una creación sostenida en el tiempo[36]. Desde la perspectiva cristiana, la naturaleza es la comunidad de todos los seres creados y sostenidos por la sabiduría y el amor de Dios, que se mueven atraídos por sus fines mediante una ley impresa en ellos, una ley que, desde San Agustín, se llama ley eterna. Esta ley es la misma sabiduría divina que gobierna el cosmos[37]. Santo Tomás la define como “razón de la sabiduría divina en cuanto principio directivo de todo acto y todo movimiento”[38]. Este orden impreso en los seres es lo que los constituye, precisamente, en naturaleza[39]. En cierta manera, la ley eterna es como el alma del universo[40].
Esta ley tiene por efecto el orden de la naturaleza. Es como la partitura de una sinfonía cósmica impresa en el mundo, en la que los hombres desempeñan el papel de músicos con sus respectivos instrumentos (la vida que cada uno ha de vivir), y donde el resto de las criaturas irracionales cumplirían una función instrumental al servicio del hombre, como acompañamiento o como elementos de los mismos instrumentos de los hombres. Todos los seres irracionales (los astros, los mares, los animales, las plantas...), al ser movidos directamente por Dios mediante la ley eterna, participan pasivamente en esta orquesta. Los hombres, en cambio, participan activa y responsablemente con “la partitura” de la ley natural, intimada en su razón y en su voluntad. En esta “sinfonía” cada hombre goza al escuchar su propio instrumento (al vivir su propia vida), pero aún goza más al darse cuenta de que lo bueno es la música de la orquesta entera, de la que él forma parte como músico y como espectador al mismo tiempo. Desde esta perspectiva, el hombre se hace tanto mejor cuanto más se integra en la “orquesta de la naturaleza universal” que Dios compone para él y para que la interprete en su presencia. En palabras de Ratzinger: “Se hará entonces manifiesto que el hombre es tanto más grande cuanto más crece en él la capacidad de ponerse a la escucha del profundo mensaje de la creación, del mensaje del Creador. Y entonces aparecerá claramente que la consonancia con la creación, cuya sabiduría se convertirá para nosotros en norma, no significa limitación de nuestra libertad, sino que es expresión de nuestra razonabilidad y de nuestra dignidad”[41].
La ley eterna como gobierno de Dios sobre el mundo que dirige por medio de la naturaleza, que es el dinamismo impreso en los seres, en virtud del cual se sienten atraídos hacia su fin
La naturaleza no es un producto terminado. La naturaleza por definición es una realidad orientada, un proceso hacia un fin. Por eso, a Dios no solo le corresponde dar la existencia al mundo, sino también llevarlo hasta su plenitud. Este “amor que mueve el sol y las estrellas”[42] es la sabiduría divina que gobierna el cosmos, es la ley eterna de la que nos hablan los clásicos. Nada en el mundo está entregado al azar. El mismo concepto de naturaleza lleva en sí este dinamismo perfectivo por el cual Dios dirige todo el universo.
Pero esta acción de gobierno, desplegada por Dios en la naturaleza, es participada por las criaturas mismas, de tal suerte que la acción de gobierno no resulta extrínseca a las cosas mismas gobernadas. Y esto es así, al menos por dos motivos. Primero, porque la acción gobernadora de Dios está impresa en la esencia de cada cosa que le impulsa al fin, de manera que su movimiento es, por eso mismo, natural, y no violento. Y segundo, porque unas cosas obran sobre otras dirigiéndolas secundariamente a su fin último[43]. En ambos sentidos, las criaturas obran como movidas por Dios. Las irracionales inconscientemente y las racionales como el hombre, con el concurso de su libertad. Y aquí aparece la noción de ley natural: la participación del hombre en el gobierno del mundo, ordenándose a sí mismo y ordenando lo que puede para que toda la naturaleza cumpla su fin.
Maneras en que están sometidas a la ley eterna las criaturas irracionales y las racionales y, dentro de estas, cómo lo están los hombres “buenos” y los “malos”
Santo Tomás explica que este gobierno de la naturaleza mediante la ley eterna se ejerce de distinto modo en lo seres irracionales y en los racionales. Los primeros se mueven hacia su bien sin elección y sin conciencia del fin. En cambio, las criaturas racionales, aunque están inclinadas hacia su bien como los animales irracionales, han de confirmar con su libertad la destinación al bien que Dios ha impreso en su ser. Por eso, las criaturas racionales están sujetas a mandatos y a prohibiciones, cosa que no sucede con las irracionales, que son movidas como por fuerza, aunque sin violencia, porque sus movimientos son todos naturales.
“Así, pues, conforme a un plan único de Dios que las gobierna, las cosas son gobernadas diversamente según su diversidad. Pues hay algunas que, conforme a su naturaleza, obran por sí mismas en cuanto que tienen dominio de sus actos. Estas son gobernadas por Dios no solamente en cuanto son movidas por Dios mismo, que obra en ellas interiormente, sino también en cuanto que por Él son inducidas al bien y retraídas del mal por medio de mandatos y prohibiciones, premios y castigos. Está claro que no pueden ser gobernadas por Dios de este modo las criaturas irracionales, que son sólo determinadas, sin determinarse ellas a sí mismas”[44].
Santo Tomás explica que todas las criaturas, sin excepción, están sometidas a la ley eterna. Como hemos visto en la metáfora de la orquesta, las irracionales están sometidas a la ley eterna pasivamente, porque más que moverse a sí mismas, son movidas por Dios: se mueven atraídas por sus fines. Las criaturas racionales, en cambio, cumplen la ley eterna activa y pasivamente: activamente, porque conocen por su razón el bien al que se dirigen y lo ratifican (o no) con sus libres decisiones; y pasivamente porque también sus apetitos están naturalmente dispuestos hacia ese bien. Sin embargo, el modo de someterse a la ley eterna es diferente en los hombres buenos y en los malos. Los buenos perciben con más claridad el bien y se sienten más fuertemente inclinados hacia él por la virtud, lo cual les acerca a Dios, que refuerza su inclinación natural con la gracia. Los malos, aunque tengan su razón confundida por su lejanía de Dios y sus inclinaciones naturales pervertidas por los vicios, cumplen con la ley eterna porque con sus actos inmorales, aunque sean para su propia perdición, contribuyen al plan general de Dios sobre el universo. Como dice Santo Tomás, “lo que les falta en el plano de la acción se suple en el plano de la pasión, puesto que padecen lo que la ley eterna dispone sobre ellos en la medida en que rehúyen hacer lo que la ley eterna les pide”[45]. Séneca decía una cosa muy parecida, rememorando el himno a Zeus de Cleantes: Ducunt volentem fata, nolentem trahunt (“el destino guía al que quiere seguirle; pero al que se niega, lo arrastra”)[46]. Al final, todos cumplen con la ley eterna.
Definición de la ley natural como participación de la criatura racional en el gobierno del universo (no solo de sí mismo)
Aunque no es el objeto de este trabajo tratar sobre la ley natural, es preciso hacer una breve referencia a ella por su íntima relación con la ley eterna. La ley natural es la participación de la criatura racional en el gobierno divino del universo[47]. No es algo distinto de la ley eterna: es la ley eterna en el hombre. La ley natural es, como dice Santo Tomás, la participación de la criatura racional en la ley eterna. La definición de ley natural según Santo Tomás, por tanto, requiere necesariamente la referencia a Dios y a la ley eterna[48].
La ley eterna se participa en las criaturas de dos modos distintos: como mera inclinación material impresa en la naturaleza (concepto impropio de ley) y como participación formal, en cuanto dictamen de la razón humana sobre el comportamiento debido (sentido propio de ley, que como tal existe solo en las criaturas racionales). Según este segundo sentido, la razón humana es fuente reguladora y preceptiva, creadora de la ley, de modo análogo a como lo es la sabiduría divina. La ley, toda ley, se constituye como un dictamen de la razón y, en el caso de la ley natural, la materia sobre la que dictamina la razón toma como punto de referencia, en primer término, el orden objetivo de las inclinaciones naturales; y, en segundo lugar, el orden impuesto en toda la naturaleza. La ley natural consiste propiamente en esta participación de la razón humana en la razón divina, que se manifiesta en que, a semejanza de la divina y cooperando con ella, la razón humana es capaz de contribuir a la ordenación de todo –de uno mismo, en primer lugar– hacia su fin. Por eso, Santo Tomás dice que el hombre es providente para sí y para los demás. Y esto es lo natural en el hombre. El pasaje más claro de todo el corpus tomista donde se define la ley natural es aquel que responde a la pregunta de si existe en nosotros una ley natural, a lo cual responde: “Siendo la ley regla y medida, puede, como ya se ha dicho (q. 90 ad. 1), existir de dos maneras: tal como se encuentra en el principio regulador y mensurante, y tal como está en lo regulado y medido. Ahora bien, el que algo se halle medido y regulado se debe a que participa de la medida y regla. Por tanto, como todas las cosas que se encuentran sometidas a la divina providencia están reguladas y medidas por la ley eterna, según consta por lo ya dicho (a. l), es manifiesto que participan en cierto modo de la ley eterna, a saber, en la medida en que, bajo la impronta de esta ley, se ven impulsados a sus actos y fines propios. Por otra parte, la criatura racional se encuentra sometida a la divina providencia de una manera muy superior a las demás, porque participa de la providencia como tal y es providente para sí misma y para las demás cosas. Por lo mismo, hay también en ella una participación de la razón eterna en virtud de la cual se encuentra naturalmente inclinada a los actos y fines debidos. Y esta participación de la ley eterna en la criatura racional es lo que se llama ley natural. De aquí que el Salmista (Sal 4.6), tras haber cantado: Sacrificad un sacrificio de justicia, como si pensara en los que preguntan cuáles son las obras de justicia, añade: Muchos dicen: ¿quién nos mostrará el bien? Y responde: La luz de tu rostro, Señor, ha quedado impresa en nuestras mentes, como diciendo que la luz de la razón natural, por la que discernimos entre lo bueno y lo malo –que tal es el cometido de la ley–, no es otra cosa que la impresión de la luz divina en nosotros. Es, pues, patente que la ley natural no es otra cosa que la participación de la ley eterna en la criatura racional”[49].
Quizá podamos resumir con nuestras palabras en una breve fórmula qué es la ley natural desde la perspectiva tomista: la ley natural es la ordenación de la razón humana que confirma y desarrolla el impulso natural hacia la plenitud de la forma propia y del mundo entero, impulso que está impreso por Dios en todas las potencias del hombre.
El racionalismo moderno difuminó la idea de participación
Hemo visto que la noción de participación es un concepto clave para comprender la relación entre ley eterna y ley natural. A partir del siglo XVII, con el racionalismo moderno, especialmente por influjo de Descartes y luego por obra de Kant, se fue borrando en el pensamiento filosófico la noción de participación y, por consiguiente, se rompió la relación entre ley natural y ley eterna. Y esta es precisamente la diferencia fundamental entre el iusnaturalismo tomista y el iusnaturalismo moderno. Acabamos de ver cómo, antes del racionalismo, la naturaleza se concebía como una melodía que se mantiene en vibración mientras es interpretada por el artista divino. Todo lo creado se entendía como un reflejo sostenido de la sabiduría y bondad divinas. Y esta participación, en el caso de la criatura racional, no se concebía únicamente de modo pasivo, sino también activo. La ley natural era precisamente eso: la participación de la criatura racional en la misma ley eterna, entendida como el plan de Dios sobre el hombre y el mundo. Santo Tomás entiende, por tanto, que la criatura racional participa del ser divino no solo en su mero existir, sino también en su pensar y en su querer.
“Dios, además de ser la causa de la acción de los agentes secundarios, lo es también de su ser (esse), según antes hemos demostrado [cap. 68 de este mismo libro]; pero no hemos de considerar a Dios como si causara el ser de las cosas igual que un arquitecto es causa del ser de la casa, porque separado el arquitecto, la casa permanece. El arquitecto sólo es causa del ser de la casa porque causa el movimiento para que la casa sea. Este movimiento es la construcción de la casa, y, por esta razón, es directamente la causa de la construcción de la casa, construcción que cesaría si faltara el arquitecto. Dios, por el contrario, es directamente por Sí la causa del mismo ser, porque comunica el ser a todas las cosas, como el sol comunica la luz al aire y a los demás seres iluminados por él y así como para la conservación de la luz en el aire se requiere la iluminación permanente del sol, así para que todas las cosas se mantengan en su ser es necesario que Dios les comunique incesantemente el ser. Por esta razón todas las cosas se refieren a Dios, no sólo en cuanto comienzan a ser, sino también porque son conservadas en el ser, como la obra (factum) se refiere a quien la está haciendo (faciens). Y, puesto que la obra y el artífice deben estar unidos (esse simul) como el motor y el móvil, es necesario que Dios esté presente a todas las cosas en cuanto que tienen el ser, pues el ser es lo más íntimo (intimius) que hay en las cosas. Por ello, conviene que Dios esté en todas las cosas”[50].
Y este es precisamente el modo en que está la ley eterna en la naturaleza.
4. Conclusiones
La reflexión sobre el sentido de la naturaleza en el mundo y ante el hombre, objeto de este trabajo, nos ha llevado primero a valorar la sensibilidad creciente hacia la naturaleza no humana, alentada por los movimientos ecologistas, y al análisis de la polaridad actual entre ecocentrismo y antropocentrismo. Hemos analizado el ecocentrismo entendido como aquella postura que otorga a la naturaleza no humana un valor con independencia del servicio que presta al hombre. Después de exponer las principales razones del ecocentrismo y los autores más representativos, concluimos que la doctrina judeocristiana sobre el hombre como el centro y la razón de ser del resto de la naturaleza material es una postura que protege mejor la naturaleza no humana que el mismo ecocentrismo. Hemos visto que una consecuencia lógica del ecocentrismo es el reconocimiento como sujetos de derecho a realidades no humanas (no solo animales, también ríos y plantas), con lo que se subvierten los fundamentos de los ordenamientos jurídicos occidentales, construidos sobre presupuestos antropocéntricos judeocristianos.
La reflexión sobre el sentido de la naturaleza nos ha llevado a la noción de creación. La marginación de la reflexión sobre la creación supone la negación de la teleología de la naturaleza en general y de la naturaleza humana en particular. Se produce entonces la disociación ente hechos y valores. La reflexión moral se vuelve relativa a los intereses de cada uno o de la mayoría, y la enseñanza ética se convierte en pura sociología o en “buenas costumbres” carentes de fundamento en la realidad. Precisamente porque las cosas se crean para algo, con un propósito, la creación es la raíz primera y última del ser moral de las cosas que exigen ser tratadas por el hombre conforme a su propósito o destinación. El fundamento del valor mismo y de la moral se basa en una concepción funcional de la naturaleza y esta, a su vez, se basa en la creación. Por tanto, la concepción funcional de la naturaleza, la ética y la creación son tres aspectos que se implican recíprocamente.
Hay una referencia mutua y constitutiva entre el hombre y la naturaleza no humana. Es una reciprocidad natural no en el sentido de una copertenencia en pie de igualdad entre la naturaleza y el hombre, sino en el sentido de una interdependencia donde la naturaleza se concibe como una realidad creada al servicio del hombre. Aquí se defiende, por tanto, el principio antrópico como conclusión científica, filosófica y teológica. Lo cual no significa un uso utilitarista del mundo por parte del hombre según el querer arbitrario de cada uno, sino conforme a la naturaleza de cada cosa. Si lo natural es lo que Dios hace en las cosas, el modo en que las cosas creadas han de servir al hombre no es cualquier modo, sino la manera que Dios dispuso. La grandeza del hombre dependerá, por tanto, del modo en que emplee la naturaleza, que es portadora de un mensaje del Creador, cuya sabiduría (impresa en la naturaleza) se convierte para nosotros en norma.
Hemos expuesto la visión clásica de la ley eterna como el orden impreso en toda la naturaleza en el acto fundacional del mundo, una ley que gobierna el cosmos, incluido el hombre. Aunque el estudio de la ley natural no ha sido objeto de este trabajo, la reflexión sobre la creación y la ley eterna sienta las bases para una comprensión de la ley natural como participación del hombre en el orden impreso en toda la naturaleza creada. La ley eterna, dice Santo Tomás, tiene naturaleza de ley en cuanto mueve todas las cosas a sus propios fines. Y el hombre se hace partícipe de ese gobierno divino sobre el mundo, cuyas leyes descubre en sí mismo y en el resto de la naturaleza creada. Y esta participación es precisamente la ley natural. Esta, por tanto, no se conoce solo ni principalmente a través de las inclinaciones humanas, sino también mediante la contemplación de toda la naturaleza.
Si la naturaleza es portadora de un mensaje moral, es decir, si el hombre se hace bueno ajustándose a ella, es preciso conocerla. Lo cual requiere no solo espíritu contemplativo, sino también, en cierta manera, espíritu científico. La conciencia moral se puede entender también como con-ciencia, es decir, como un saber fundado en el conocimiento de la realidad que aprendemos también gracias a los avances de la ciencia.
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Notas

