Otras Poligrafías
Una caminata por el libro-galería: Nueve pintores mexicanos de Juan García Ponce. Imagen autoral y trabajo colaborativo
A Walk through the Book-gallery: Juan García Ponce’s Nueve pintores mexicanos. Authorial Image and Collaborative Work
Nuevas Poligrafías. Revista de Teoría Literaria y Literatura Comparada
Universidad Nacional Autónoma de México, México
ISSN-e: 2954-4076
Periodicidad: Semestral
núm. 6, 2022
Recepción: 31 Enero 2022
Aprobación: 27 Marzo 2022
Resumen: A partir de la metáfora del libro como galería, el presente texto hace un recorrido por Nueve pintores mexicanos (1968) de Juan García Ponce. Mediante la noción de caminata de Rebecca Solnit (2000), la propuesta es entrar y salir del ejemplar con base en la experiencia de leer y ver al mismo tiempo. Esto da pie a observar cómo, al reunir textos de crítica de arte y una colección de pintura y fotografía, los implicados produjeron una imagen de autor individual y de grupo a través de la publicación. Dicha cuestión se vincula al análisis de su trabajo colaborativo, como parte de un momento sugerente para la cultura del libro durante la segunda mitad del siglo xx en México. Así, el texto explora la relación creativa que se gestó entre García Ponce, el fotógrafo Héctor García y los nueve pintores de la llamada Ruptura: Lilia Carrillo, Manuel Felguérez, Fernando García Ponce, Francisco Corzas, Gabriel Ramírez, Roger von Gunten, Arnaldo Coen, Alberto Gironella y Vicente Rojo. También se aborda el contexto histórico, político y social de 1968, en cuanto escenario de suma importancia para la configuración discursiva, autoral y visual del libro. Asimismo, el texto se divide en apartados que se aproximan a aspectos de la publicación no necesariamente cronológicos.
Palabras clave: Juan García Ponce, caminatas, pintores mexicanos, colaboración artística, crítica de arte criticism.
Abstract: Developing from the metaphor of the book as a gallery, this text takes a walk through Nueve pintores mexicanos (1968) by Juan García Ponce. Using Rebecca Solnit’s (2000) notion of walking, the article is about getting in and out across the book based on the experience of both reading and seeing. This gives ground to see how, by bringing together texts of art criticism and a collection of paintings and photographs, those involved produced an authorial image, both as an individual and a group. This question links to the analysis of their collaborative work as part of a compelling moment of the book culture during the second half of México’s 20th century. In this way, the text explores the creative relationship that developed between García Ponce, the photographer Héctor García, and the nine painters of the so-called Ruptura: Lilia Carrillo, Manuel Felguérez, Fernando García Ponce, Francisco Corzas, Gabriel Ramírez, Roger von Gunten, Arnaldo Coen, Alberto Gironella, and Vicente Rojo. The text also approaches the historical, political, and social context of 1968 as a scenario of great importance for the book’s discursive, authorial, and visual configuration. It is important to consider that the text is divided into sections to favor an approach to some aspects of the publication that are not necessarily chronological.
Keywords: Juan Garcia Ponce, walking, Mexican painters, artistic collaboration, art.
Primer paso
En Wanderlust: una historia del caminar, Rebecca Solnit (2015) apunta que caminar es una manera de “volverse parte de la historia de la imaginación y la cultura, de las diversas suertes de placer, libertad y sentido” (16), invitándonos a observar en esas suertes una metáfora. Emparentada al placer y la imaginación, la lectura conecta el sentido de un texto con otros, haciéndonos parte de la cultura en el trayecto. En tal desplazamiento, la mirada es indisoluble de la experiencia en la que caminar es ver y, al mismo tiempo, leer. Así, andar equivale a la noción de “reevaluación creativa” (Solnit, 2015: 445), tan ponderada por Solnit —esto es, una trayectoria que remodela la lectura desde la crítica y la creatividad—. Desde ese paraje me aproximo a Nueve pintores mexicanos (1968) pensando en el ejercicio imaginal de recorrer sus salas.
Ruta del andar
Nueve pintores mexicanos liga la crítica de Juan García Ponce con los retratos y cuadros de Lilia Carrillo, Manuel Felguérez, Fernando García Ponce, Francisco Corzas, Gabriel Ramírez, Roger von Gunten, Arnaldo Coen, Alberto Gironella y Vicente Rojo. El índice subdivide el contenido en secciones tituladas con el nombre de cada creador. Dichas secciones concentran un texto, un retrato y una selección de siete fotografías de obra. Además, se añade un prólogo, un epílogo, un índice de ilustraciones, un fichero catalográfico y un índice cronológico expositivo. La portada presenta recuadros de las huellas dactilares de los artistas, acompañadas del nombre propio en letras naranjas, sobre un fondo rojo. También presenta un retrato de Juan García Ponce y su huella digital en la solapa y al final del prólogo. Es destacable que un libro de tales características no tenía precedente en el ámbito nacional, además de que se produce cuando el grupo de pintores está vivo, activo y pujante.
Trayectos
El libro juega con la noción de catálogo de arte. Se trata de un medio impreso que muestra gráficamente la pintura, además de detallar el nombre de las obras a modo de inventario. De igual manera, consigna información técnica de los trabajos. Suscribe nombres propios y fechas de nacimiento, al tiempo que desglosa exposiciones anteriores a 1968. Puede considerarse un libro descriptivo. Mas no podría calificarse como catálogo a secas, puesto que no es el resultado de una exposición concreta, a fin de integrar un archivo. ¿Ante qué tipo de libro estamos entonces?
Además de lo expresado, es una publicación que forja una red de significados al establecer vínculos connotativos con base en la representación de figuras autorales. Esto se logra mediante la puesta en página de distintos tipos de imagen: la imagen verbalizada y la imagen visual de la pintura y de los artistas, equivalentes a los textos de García Ponce, las fotografías de obra y los retratos. Igualmente, la publicación puede considerarse un tipo de alianza política. Su título nos dice mucho de esto: se intenta ligar a nueve creadores nacidos en el país como “parte de una tradición [mexicana] cuya corriente es igualmente poderosa: la tradición de la ruptura” (García Ponce, 1968: 99). Esto presupone resaltar la continuidad de la tradición pictórica del país desde su rompimiento, con el propósito de integrar un nuevo comienzo a partir de la pintura de los nueve artistas.
Acompañantes
Vicente Rojo señala que fue Juan Martín, director de la famosa galería del mismo nombre, quien le sugirió hacer el libro bajo su diseño y edición, además de proponer a García Ponce como crítico. (Tvmacay, 2017: 0:33-0:52). Amigos de años atrás, los tres coincidieron como colaboradores en la Revista de la Universidad (1953-1966) y Casa del Lago (1961-1966). Llama la atención que fuera el galerista quien planteara el trabajo, pues éste no figura en el conjunto, dándosele el crédito de selección de los pintores al escritor.
Entrecruces
Uno se pregunta por qué Martín cedió la idea del libro. Podría aducirse que el galerista obtuvo mayor alcance de difusión de los artistas asociados a su local desde 1961. De igual modo, la publicación le permitió ampliar la visibilidad de la obra a otro tipo de espectadores de los que asistían a la galería, además de captar a posibles compradores (como promoción indirecta). También tiene lógica que el español pensara en García Ponce como autor, luego de conocer los libros Cruce de caminos (1964), Nueva visión de Klee (1966) o Rufino Tamayo (1967), con los cuales su prestigio como crítico de arte se iba construyendo, gracias a la publicación más o menos constante de su trabajo en los principales sellos editoriales del país, como la Universidad Nacional Autónoma de México, la Universidad Veracruzana, Joaquín Mortiz o la Librería Madero.
Vernissage
Hacia los sesenta, la creación pictórica en México encontró vías para producir obras distintas a las de la Escuela Mexicana de Pintura, caracterizada por un imaginario de corte político y social. En ese contexto, para García Ponce lo principal fue enfatizar la subjetividad de cada creador, luego de marcar una distancia con el nacionalismo. Con todo, es posible distinguir que su postura estetizante, libertaria e intimista, muy alentada por la figura de Octavio Paz, al cabo del tiempo formó otro tipo de ideología. Lo anterior fue posible gracias a una imagen autoral que, como apunta Ruth Amossy (2014), es una instancia visual discursiva a la que un tercero le atribuye un “ethos que el autor construye de su persona” (71), una representación de semejanza con la persona real, combinada con la figura textual, alrededor de la que se forma una reputación, un valor de credibilidad. De allí que se le autorice, ayudado por avales del sistema al que pertenece el sujeto como pueden serlo otros escritores, fotógrafos, artistas, editores o las propias instituciones, a decir o escribir.
En ese ámbito, la fotografía es un medio útil para fijar este tipo de imágenes. Destaca así la convención del retrato que, por lo regular, subraya la afinidad de la persona con objetos que recrean sus aficiones a través del uso de posturas corporales que resaltan la autoridad de quien es captado en la puesta en escena. Las más comunes suelen ser posar la mano en la barbilla, situarse de perfil frente al escritorio con una pluma en la mano o leyendo, mostrar a la persona de cuerpo completo dentro de su estudio, al lado de un librero o, en su defecto, acompañada de una galería fotográfica de autores seleccionados. Así se robustece la imagen que el escritor desea proyectar.
Otro tipo de fotografías que se emplazan en esta construcción visual capta la performática del cuerpo y sus acciones. Por ejemplo, cuando el autor convive con otras personas semejantes a él o con gustos afines, en la presentación de un libro, durante la inauguración de una exposición o como asistente a una fiesta. Y es verdad que, aunque la imagen de autor se fije a partir de fotografías publicadas en la solapa o en la cuarta de forros, las imágenes que circulan en distintos medios también coadyuvan a hilvanar el imaginario autoral.
Siguiendo a Amossy (2014), “la imagen de autor no está ligada únicamente a un imaginario, [sino que es] indisociable de una estrategia de posicionamiento en el campo literario” (71). Esto va en consonancia con García Ponce, quien desde finales de la década de 1950 requirió de esa imagen para posicionarse en las letras. De allí que, por ejemplo, en Autobiografía precoz (1966) deje claro que su escritura se inscribía en la tradición universal, sumando puestos en distintos frentes: ficción, crítica, traducción, difusión cultural y enseñanza. En todos esos casos se trataba de propagar una imagen diseminada en distintas capas del sistema cultural y literario. Ello significaba integrar un corpus de obra e imagen. Justo García Ponce disfrutó de la atención de fotógrafos a lo largo de su vida. Entre ellos encontramos a Héctor García, con quien colaboró en distintos proyectos, como el libro en cuestión. Por lo tanto, conviene tener en cuenta que la construcción de la imagen de autor está ligada a la socialización y las alianzas.
Nos siguen los pasos
El coctel de la presentación del libro mostró el panorama artístico del momento: pintores, escritores, actores, dramaturgos. Había bullicio, moda, maneras de hacerse notar, cigarros, alcohol. También había hartazgo económico y social. La crispación había estallado en la Ciudad de México. Tuvo varios preludios en las marchas y mítines de meses atrás. La fiesta por el nacimiento de la publicación en la Galería Juan Martín en la Zona Rosa, tan sólo unos días después del 2 de octubre, llevaba empeños de quienes la llevaron a cabo. Las palabras testimoniales de Roger von Gunten dan idea del ambiente:
Eran tiempos muy dramáticos, fue cuando surgió el movimiento estudiantil de 1968. El libro atrajo la atención de las autoridades. Llevaba en la cubierta las huellas digitales de todos nosotros, y como éramos una generación, nos vieron con sospecha. Recuerdo que hubo patrullas delante de la galería y al entrar nos cateaban. Adentro había muchas personas vestidas de civil que se esforzaban por mirar los cuadros, pero que evidentemente eran policías o agentes. (en Echegaray, 2006: 11)
Este testimonio del pintor deja entrever el temor y desconfianza gubernamental ante la reunión de un grupo de artistas que festejaban su trabajo como resolución para no sucumbir ante el miedo. También resalta la noción de pertenencia a un grupo, con base en el arte como forma de expresión política, mas no panfletaria.
Recorrido en silla de ruedas
En 1968 García Ponce se encontraba en silla de ruedas debido a la esclerosis que le diagnosticaron un año atrás. Cuenta Vicente Rojo que durante la presentación del libro le pidió al crítico que colocara su huella digital en calidad de firma, pues debido a la enfermedad le sería más sencillo hacerlo así. Héctor García captó fotográficamente la reunión. En alguna toma vemos al crítico colocando su marca en el ejemplar, utilizando su mano derecha, mientras que con la izquierda sostiene un cigarro, recargando el codo contra la mesilla. En otra imagen éste se encuentra rodeado de sus colegas, quienes están de pie. La mayoría sonríe.
Vale la pena destacar que la huella del crítico aparece triplemente en la publicación. Primero, en la solapa, segundo, al final del prólogo, y tercero, como rúbrica sustitutiva de su firma para quienes se acercaran a él durante el festejo. De tal manera, con la inclusión de la huella dactilar del escritor, Rojo unificó la autoridad de todos los participantes en la publicación.
Borrando huellas
En su ensayo “La contradicción suspendida” (1981), Monsiváis explica que durante el periodo de los meses anteriores a octubre del 68 se formó una asamblea de intelectuales y artistas para apoyar el movimiento estudiantil. Después de la invasión del ejército a Ciudad Universitaria, García Ponce se unió a la asamblea escribiendo manifiestos (no firmados) como respuesta a la violencia estatal. Nancy Cárdenas y el escritor asistieron al periódico Excelsior para dejar un escrito a fin de que fuera publicado. No obstante, ambos “fueron detenidos a la salida del periódico, supuestamente por la semejanza —a partir de la silla de ruedas— entre Marcelino Perelló, líder estudiantil, y García Ponce. Se les sujetó por unas horas a una feroz vejación y con Juan en particular se ensañaron” (Monsiváis, 1997: 47). Esto nos habla de que, aunque en el campo literario el crítico ponderaba un arte despolitizado y una actitud despreocupada de cualquier signo social, ante el hecho violento se sumó a las protestas, sin hacer alarde. Al no consignar su firma en los escritos, por obvio temor a las represalias, los textos que circularon se volvieron colectivos. De tal manera, los únicos en saber su procedencia eran los implicados. Por su parte, García Ponce no estaba interesado en hacer pública esa experiencia, porque no correspondía a la imagen autoral que quería propagar de sí.
Lo anterior se relaciona con el estereotipo de la imagen autoral, en cuanto rasgo que identifica el nombre del autor con las afueras de su conducta, asimilada como parte de su identidad, estabilizando una forma reconocible para el lector. En consecuencia, el relato de Monsiváis es una fuente de contraste del estereotipo, en cuanto matiz que un tercero puede reincorporar críticamente.
Hacia la crítica de una experiencia
En la introducción al libro, García Ponce (1968) expresa: “El espíritu que anima este libro no es el de la justicia, sino el del gusto. Quiere ser el resultado de una elección libre que no admite otras consideraciones que las de una pasión despertada en el escritor por las obras de unos cuantos pintores que trabajan en México. Antes que nada aspira, por tanto, a entablar un diálogo con esas obras” (6). El crítico se refiere a sí mismo como “el escritor”, tomando prestada la tercera persona para subrayar su autofiguración y así revelar una triplicación de voces textuales: el espíritu del libro (en cuanto pensamiento), el escritor que elige a los pintores (aunque eso sea falso) y, luego, la instancia que busca dialogar con las obras (que son los pintores). Se trata de marcas que abordan asuntos distintos, entremezclados en el discurso. Siguiendo a Amossy (2014), esto puede atribuirse al intento del productor de disimular su voz en el texto: “existe pues, un ethos autorial que la polifonía (la voz del narrador que cubre eventualmente la voz del productor) no consigue erradicar” (74). Este ethos autorial que ordena las capas significantes del discurso no disimula o disimula mal la voz triplicada del productor, quien busca explicar los distintos parámetros del origen de la crítica en el libro, la cual señala divergencias. El discurso oscila entre la toma de postura y el hecho de no revelar al verdadero artífice del libro, que, como sabemos, es Juan Martín. Por ello puede decirse que la introducción de García Ponce responde tanto a lo fidedigno como a lo meramente ficcional, lo cual suma a construir la autofiguración de crítico.
Digo esto porque mientras la introducción trata de ser una invitación a ingresar al libro, en ella también se distingue cierta exigencia del escritor, la cual remite al manifiesto (firmado) que fija las claves para exaltar una causa. Así, más adelante, éste asevera: “creo que hoy todos los verdaderos pintores realizan su obra tomando como base la misma historia del arte; son conscientes de ella y sufren su propio peso. Esta característica crea una nueva unidad. El arte es ya el mismo en todos lados y para todos” (García Ponce, 1968: 6). El fragmento se concentra en aludir a lo falso y lo verdadero a partir de la expresión “los verdaderos pintores”, haciendo referencia a que los artistas verdaderos, entre los que contempla a los nueve pintores, sí se encuentran dentro de la historia del arte. Esto equivale a decir que aquellos supeditados a la narrativa nacional son falsos, al obstruir lo universal. Con ello, el escritor hace plausible el núcleo ordenador del discurso.
Por tal motivo, aunque la autopercepción del crítico sea libertaria, también puede ser impositiva. La pasión materializada en el libro no es ajena al devenir histórico, sino que participa de él, lo cual permite reconocer un discurso semejante al que se opone, sin mencionar que el origen de la tradición pictórica mexicana es mucho más amplia que el Muralismo mexicano. Lo interesante de esto es que Nueve pintores mexicanos intenta establecer la nueva genealogía desde la retórica de los contrarios. Esto deja entrever el propósito de García Ponce por marcar una división, a fin de que los pintores asuman su perspectiva. Por ello la verbalización de las capas autofigurativas en este texto posibilita observar inconsistencias y fisuras de la proyección de la persona real del escritor, cuestión que reviste un conflicto y una solución en el propio discurso.
La colección
La fotografía de obra y el retrato de los pintores forman una unidad de sentido. Crean la ilusión de un presente perpetuo pues, mientras la colección montada en una galería real tarde o temprano es desmontada y desintegrada, ésta continúa intacta en el dispositivo del libro. Cabría preguntar, entonces, qué podemos considerar por colección. Al respecto, Victor I. Stoichita (2000) explica que la colección es producto de una práctica que se remonta al siglo xvi en Europa, relacionada con el gabinete de aficionado, en cuanto precedente del museo y la galería. En este último se reunían objetos variados, libros, pinturas, esculturas, que conformaban un discurso, además de constituir un muestrario de cosas de interés científico o estético. Al cabo del tiempo el agrupamiento de objetos se fue haciendo cada vez más específico, hasta llegar a la colección propiamente dicha, con base en la reunión de “pinturas según la época en la que fueron hechas, los asuntos que representan y el relieve […] que los artistas han conseguido darles” (Stoichita, 2000: 104). Salvando la distancia temporal, es presumible que la colección en nuestro libro-galería tiene agencia significativa desde esa lejana tradición. Puede asumirse que el parámetro estético de los artistas mexicanos diferencia sus obras de otras manifestaciones pictóricas de la época. Igualmente, sabemos que la selección de pintura responde a un propósito de corte coyuntural, pero, más allá, representa el deseo de resguardar un tipo de trabajo que pone en relación textos verbales, pictóricos y fotográficos como un dispositivo de memoria que puede ser consultado y visitado en cualquier momento. Esto tiene que ver directamente con el soporte del libro, capaz de mostrar retratos, montar cuadros o dar voz al crítico mediante sus textos: todo en el mismo sitio.
Al respecto, siguiendo a Stoichita (2000), la colección también es un “recurso ordenador y selectivo que atañe tanto a obras, como a nombres propios con cierta proximidad, dispuestos en el mismo lugar, unos al lado de los otros” (123). Esta aseveración tiene eco en Nueve pintores mexicanos, toda vez que el libro ordena las obras a partir de la fecha de nacimiento de los pintores seleccionados por Martín, lo cual se concatena, a su vez, con los retratos, en tanto identidad de los creadores y el énfasis puesto en los nombres propios. Esto posibilita atribuir un valor de textualidad a los pintores, quienes dentro del conjunto son representaciones de sí mismos. Se trata de un proceso de vasos comunicantes que invita a una lectura entrecruzada de sentidos. Al estar reunidos en el dispositivo del libro-galería, éstos se convierten en textos en proximidad, dispuestos en una suerte de cohesión y coherencia que forma el discurso ordenador del libro y del propio García Ponce.
En ese proceso, “la relación entre la imagen y el lugar es esencial” (Stoichita, 2000: 123) para integrar la colección, lo cual tiene que ver con recordar y reconocer el motivo de colocar objetos en espacios específicos para distinguirlos de otros cualquiera, pues “basta evocar en la memoria el aspecto de la habitación con imágenes, con su sucesión y disposición, para tener el esquema mental del discurso a realizar” (123). Trasladando esa propuesta a la materialidad del libro en cuestión, cada sección dedicada a un pintor equivale a una sala en cuyas páginas se muestran los cuadros. Cada retrato constituye, igualmente, un valor de obra, engarzamiento que nos habla de un tipo de engranaje intertextual.
En este punto valdría la pena preguntarnos qué tipo de relación guardan los pintores y el crítico en el libro. Resuena de nueva cuenta la voz del historiador de arte al apuntar que “la noción moderna de colección nace […] en estrecha relación con la acción de colligere, o sea, con el trabajo de citar” (Stoichita, 2000: 131), lo cual da pie a distinguir la semejanza entre los participantes. De allí que surja la cita. El trabajo de uno señala el trabajo del otro; de igual modo, un pintor evoca a su igual; asimismo, las palabras del crítico en torno a la pintura lo unen al conjunto de artistas.
Lo anterior se extiende a la metáfora de García Ponce como coleccionista de la nueva genealogía de pintura, quien, al menos textualmente, selecciona el grupo, encuentra el sitio ideal de muestra y convoca a los artistas. Precisamente el hecho de que el escritor titule sus textos con el nombre de sus colegas da forma a una colección personal, la cual sumó prestigio y reconocimiento a su crítica de arte. Al respecto, cabe mencionar que la colección de nueve cuadros obsequiada como homenaje al crítico, con motivo de la publicación del libro, fue adquirida por el Fondo de Cultura Económica después de su muerte, acaecida en 2003. Visto así, luego de recorrer la galería es difícil dejar de interconectar a los implicados en la andanza del trabajo en común.
Paseos en la pintura
La pintura se torna un entrecruce de textualidades para García Ponce, en cuyo centro vive cada artista, lo cual hace de los nueve escritos que conforman el libro-galería un tejido de correspondencias. La exposición abre con los cuadros de Manuel Felguérez. El crítico apunta: “como pintor o como escultor, la naturaleza misma de sus materiales es siempre en él inevitable punto de partida. Son ellos los que lo atraen y lo llevan a la obra” (García Ponce, 1968: 9). Con ello se aborda el antiguo planteamiento de la sorpresa ante lo circundante y lo que despierta en aquellos que, como Felguérez, desean que lo inanimado cobre vida en el arte, con la finalidad de convertirlo “en expresión del libre y estricto ejercicio de la imaginación” (García Ponce, 1968: 10). Por ello puede decirse que la sumatoria imaginación-material da paso a una estrategia de “afirmación personal” (García Ponce, 1968: 9) resuelta plásticamente.
El segundo paraje nos lleva a la obra de Alberto Gironella, en la que García Ponce (1968) distingue un estilo que “quiere encerrarlo todo” (19), el cual contiene “incluso la crítica del pintor” (9), en cuanto “imagen del propio proceso de la creación” (19). El escritor hace referencia a un tipo de crítica visual en la que el artista se autorretrata pintando y crea un “mundo en el que las fronteras se borran en un reflejo de reflejos” (García Ponce, 1968: 19), donde la imagen duplicada se torna el autoexamen que da forma a la ilusión de una imagen autoral inscrita en la obra y, al mismo tiempo fuera de ella, dada su referencialidad.
Dicho juego de reflejos continúa en el texto de Lilia Carrillo, en cuyo argumento se observa nuevamente la transposición de la autora en su obra. El escritor expresa que se trata de una pintora de “una madurez definitiva, no en el sentido del pintor que encuentra una fórmula, sino en el del que se refleja a sí mismo en sus cambios” (García Ponce, 1968: 29). Ello indica que no hay fórmula alguna para el ser, sino un devenir constante en la reverberación del reflejo: “sus cuadros nos entregan algo más que lo que los ojos contemplan: la evocación […] de un misterio” (García Ponce, 1968: 29). Desde García Ponce, Carrillo es el misterio vivo en la pintura. De allí que no veamos la realidad, sino su evocación.
Al referirse a la obra de Vicente Rojo, el escritor apunta: “recordando la trayectoria de su pintura no es difícil advertir que su pasión por recoger y expresar la esencia misma de la materia es una de las constantes que atraviesa todos sus cuadros, desde su primera época figurativa hasta su más estricto periodo abstracto” (García Ponce, 1968: 39). Grosso modo, esto remite al hecho de concebir el artefacto matérico de color y textura como signo de algo distinto a lo que su propia constitución lo arroja. El acto de presentar el trabajo pictórico mediante la convención del cuadro como forma ya es una manera de lograr ese efecto, a lo cual se suma “la lucha del pintor” (García Ponce, 1968: 40) por llegar al aspecto final de las piezas.
La siguiente fecha de nacimiento corresponde a Roger von Gunten. García Ponce (1968) sostiene que sus obras contienen “el equilibrio, la ordenación justa que se hace posible a través de la forma y que es la que hace importante la relación del artista con la realidad al dar lugar al nacimiento de la belleza” (50), traducida “como un orden trascendente en el que la inocencia es siempre sabiduría” (50). Al hablar de belleza, éste se refiere a la mirada del pintor en la niñez. Para el crítico, Von Gunten logra filtrar en sus cuadros algo de esa sabiduría casi olvidada. Justo por ello trastoca la realidad circundante.
En el texto de Fernando García Ponce, el crítico se enfoca en resaltar la voluntad de creación de un “orden que sólo quiere expresarse a sí mismo y niega la realidad [a fin de aventurarse en] una arriesgada afirmación del poder del artista sobre el espíritu y su drama en relación con él” (García Ponce, 1968: 60). Derivado de esto, negar la realidad es equivalente a afirmar la ficción del arte, donde el pintor se enfrenta a la noción de espíritu que reposa en el pensamiento. La pintura, así, es el resultante del rigor del creador consigo mismo, convirtiendo al lienzo en escenario de esa tensión.
La siguiente sala nos acerca a la obra de Gabriel Ramírez: “En sus cuadros los colores parecen pelearse entre sí, se muestran incapaces de renunciar a su propia naturaleza y no se unen a los demás, sino que los enfrentan, creando planos y rompimientos en continua tensión. En ellos algunas figuras aparecen de pronto, desgarradas y brutales, dejándonos escuchar el eco de sus gritos” (García Ponce, 1968: 69). Aquí se advierte una narrativa en la que García Ponce humaniza al color, creando la ilusión de que éste participa conscientemente del hecho estético. La pintura, así, no es armoniosa, sino un campo de lucha donde el crítico imagina escuchar.
Los cuadros de Francisco Corzas continúan la exposición. En ellos García Ponce (1968) encuentra “una sutil serie de pequeñas deformaciones, de transgresiones mal disimuladas que crean zonas de contraste, rompimientos, ya sea mediante el juego de la luz y la sombra, mediante los matices del color o mediante la integración del dibujo” (79). El crítico apunta un tipo de desestabilización de la imagen que “pone acento en lo grotesco” (García Ponce, 1968: 79) a fin de alcanzar la “expresión de irrealidad” (79). Se trata de un juego donde el pintor exhibe la reflexión de sus métodos, motivos y fines, en cuanto “creador enamorado de la creación” (García Ponce, 1968: 80), cuyo resultante es una forma de transfiguración de “lo fantasmagórico de las apariencias” (79).
El último pintor, por ser el más joven, es Arnaldo Coen. Las imágenes que ve el crítico en sus cuadros lo sorprenden: “en algunas ocasiones, estos paisajes tienen una calidad lunar. Su luz es una luz reflejada, sin sombras, dentro del que las figuras adquieren un carácter vago y fantasmal, alcanzan un aspecto casi vegetal; en otras brillan directamente, con un tono solar, y entonces las figuras parecen estallar dentro de su propia representación…” (García Ponce, 1968: 89). La idea de paisaje interior de García Ponce se asocia al libre ejercicio de la imaginación, con el que el artista puebla su obra. Lo mismo hay vistas solares que lunares, lo cual alude a la diversidad de la representación en Coen. Igualmente, la sugerencia del estallido de las figuras en algunas piezas dota de dramatismo a la pintura, haciéndonos ver algo que no existe sino en la mirada del crítico.
Luego de haber hecho este paseo, resulta más claro advertir los puntos cruciales de la crítica en García Ponce: orden, composición, rigor formal, consciencia crítica de la creación, valor de la imaginación y solvencia técnica, entre los principales. Pero, sobre todo, éste le otorga importancia a la expresión subjetiva que da forma al cuadro. Por ello no sorprende que, en medio de las generalidades, logre desarrollar una relatoría rica y variada de cada obra: algunos mundos se enfocan al diálogo con la obra; otros, al choque de fuerzas de los elementos pictóricos (color, textura y materialidad) y, por último, aquellos en los que la tensión del artista con la obra es un motivo de la creación.
Así, el ojo sorprendido de García Ponce hace notar detalles en la pintura que, aun observando las piezas, no nos serían ni tan claros, ni concisos. Además, esto señala la proyección de su mirada, traducida en los textos como verbalización crítica y ficcional, sin que ello represente problema alguno. Luego entonces, la propuesta del escritor se torna un híbrido de sentidos textuales que enriquecen y expanden la pintura y la figuración de los creadores desde el juego de los reflejos.
Retratos
Avancemos por los retratos de Héctor García, mismos que registran la fisonomía de los pintores, al tiempo de inscribirlos en espacios relacionados con su obra. Las fotografías muestran de cuerpo entero a los pintores, con una excepción. El primero en escena es Felguérez, quien se observa en un ambiente industrial que recuerda sus instalaciones. Le sigue Gironella, quien porta traje gris, en medio de un recinto barroco. A continuación está la imagen de Carrillo, de quien apenas se muestra el rostro y parte del cuello, atrapada en un espejo que refleja objetos variados. Rojo aparece en la calle frente a la cortina de una peluquería que muestra un diseño gráfico, semejante a una mandorla. A Von Gunten lo vemos fumando con una pipa, al lado de un maguey de grandes proporciones. Fernando García Ponce, de riguroso negro, se encuentra parado en medio de una construcción arquitectónica que remite al pedregal de Ciudad Universitaria. Ramírez se distingue en medio de un paisaje exuberante que le enmarca la figura. A Corzas lo vemos de perfil, sentado en la barandilla de un ventanal, tocando la guitarra, a un costado de dos flores gigantes que parecen de papel. Coen se encuentra en el patio de alguna construcción semiabandonada, acompañado de un niño de espaldas, quien pinta un corazón-flor-manzana en la pared de fondo.
Si se pretendía hacer una galería de figuras de autoridad, convendría detenerse a pensar en ciertos detalles. En el caso de Felguérez y García Ponce vemos un mayor realce de la figura, a partir de elementos que señalan su profesión de arquitectos. En el caso de Ramírez y Von Gunten, el aspecto de libertad que se gesta al posar en paisajes indica la lectura relacional con algunas de sus obras. En cuanto a Rojo, el vínculo se establece no tanto con su pintura, sino con el trabajo de diseño gráfico. A Corzas se le muestra con la guitarra, porque también era músico. En cuanto a Coen, no es claro el propósito de incorporar a un niño en la imagen.
Así, se advierte disparidad en el tratamiento de los retratos. Pero lo que llama más la atención es por qué a Carrillo no se le capta de cuerpo entero. Resulta un tanto más inquietante que la imagen no muestre sólo su rostro, sino a otra persona detrás, no del todo definida. Es decir, hay una variación en la fotografía que impide verla por completo. El cuerpo representado es clave como integrador de la colección, en cuanto presencia e identidad. ¿Por qué mostrarla así entonces? El retrato es desafortunado porque no comparte el mismo código que el de sus colegas. Esto remite a una mirada de desautorización que interconecta la percepción de su obra y figura. Muy seguramente esto fue advertido en la segunda edición, por lo que insertaron un nuevo retrato de la autoría de Kati Horna, el cual es más adecuado para el conjunto en términos estéticos. De allí que el cuidado de modificar el retrato de Carrillo indique la necesidad de reconstruir su imagen autoral con un enfoque que respete el planteamiento de la publicación, y que también resarza la inconsistencia del primer retrato.
Mirador
En el texto que dedica a Lilia Carrillo, García Ponce utiliza adjetivos para describir y connotar un asunto de abstracciones líricas. Entre ellos tenemos natural, etérea, delicada, sabia, instintiva, rigurosa, espontánea. Se trata de adjetivos que empalman la percepción del crítico sobre la pintora, trasladados a los cuadros. Y es verdad que lo hace con todos los pintores, al proponer una lectura del creador y la obra en cuanto nudo textual. Mas es sabido que la descripción del trabajo artístico de las mujeres se ha hecho a partir de atribuciones sexistas que van de las autoras a la obra, generando estereotipos que no corresponden con su trabajo. Con todo, García Ponce utiliza el recurso del contraste para trastocar los adjetivos. Leamos el párrafo completo: “Su calidad etérea, delicada, su excepcional sutileza, parecen contradecir antes que apoyar su tratamiento de los materiales, obligándolos a pasar desapercibidos, a perderse en la totalidad sin límites precisos del cuadro” (García Ponce, 1968: 29). Contradecir y obligar resultan fases de la relación de la pintora con el material, lo cual disloca el sentido de lo natural, delicado, sutil, dado que pintar es un artificio, un uso de estrategias y técnicas que obligan al material a adecuarse al orden de la mano de la artista. El crítico recurre a la oposición de sentidos para resaltar el trabajo que implica ese proceso, en la búsqueda de su contundencia final. Un poco más adelante éste comenta: “Su pintura habla siempre el mismo lenguaje llano y directo, aun en medio de sus sutilezas, de los verdaderos poetas, aquel que se basta a sí mismo para penetrar la apariencia y abrirla ante nosotros, para ser arte verdadero, orden y revelación: revelación de un orden” (García Ponce, 1968: 30). De tal manera, García Ponce dibuja un perfil en donde los valores autorales de libertad y autonomía describen a una pintora no supeditada a ninguna visión preconcebida. Sin embargo, no deja de llamar la atención que sea la única artista dentro del libro-galería (Fig. 1).
Nota: Óleo sobre tela
Colección Mercedes Oteyza © Museo del Estanquillo Colecciones Carlos Monsiváis1Recuadro de ida y vuelta
Si pensamos que para Solnit (2015) el acto de “caminar puede ser también imaginado como una actividad visual” (18), podemos plantear que la mirada es un tipo de trayecto que avanza hacia la imagen. La marcha tiene como propósito llegar a ella mediante el contraste que suscita lo nuevo en lo conocido, a fin de aportar hallazgos desde ese proceso. A partir de ello, es sugerente sumar a este recorrido consideraciones de la imagen autoral del crítico en las dos ediciones del libro (la ya mencionada y la segunda, de 2006).
Héctor García captó el retrato de García Ponce que encontramos en la primera edición. El escritor se encuentra sobre un fondo blanco. Lleva el cabello bien peinado, mostrando una mirada penetrante y audaz. Con la mano izquierda señala un punto definido, ayudado de un lápiz, como si se encontrara en medio de una disertación concienzuda. El hecho de que porte camisa y corbata sin saco mueve a pensar en cierto desenfado. Vemos, entonces, un autor vigoroso que acompaña la renovación pictórica y que, igualmente, desea integrar la nueva genealogía de crítica de arte mexicana (Fig. 2).
En contraste, la segunda imagen autoral, un retrato del mismo fotógrafo, muestra al escritor de traje y corbata, acompañado de objetos que hablan de su afición por el libro y la pintura. No obstante, se encuentra apoyado de un bastón y una silla de ruedas, dos objetos que ponen por delante la enfermedad. Curiosamente, el bastón destaca por tratarse de una reminiscencia simbólica que representa la calidad de mando entre aquellos que, siendo ya viejos, tienen la capacidad de dirigir a quienes comparten una perspectiva cultural, artística o espiritual. Desde ese criterio, pese el problema corporal que subraya el objeto, éste conecta con la autoridad del escritor para figurar como crítico y coleccionista. Sin embargo, el retrato no deja de remitir a un escritor enfermo (Fig. 3).
Esto recoge un punto nodal de cómo se fragua el sentido a través de los elementos que nos proporciona el caminar desde la vista. Siguiendo a Amossy (2014), ambos retratos se inscriben en el sistema literario como una imagen discursiva que “se elabora tanto en el texto literario como en sus alrededores (los discursos de acompañamiento como la publicidad editorial y la crítica)” (67), la cual tiene dos vertientes: la interpretación (que nace en la mirada de algún otro) y la autofiguración, que proviene de la autoevaluación y las decisiones del sujeto para representarse. Sin embargo, según la autora, “las imágenes que el escritor proyecta de sí mismo no pertenecen al mismo orden que las imágenes elaboradas por un tercero” (Amossy, 2014: 67). No obstante, parece que en estos casos esa última perspectiva no se cumple. Explico por qué: la imagen autoral de la primera edición reúne la mirada de Héctor García como fotógrafo y la de Rojo, en cuanto editor. Ambos, puede deducirse, reconocían en la fotografía la actitud vigorosa y segura de García Ponce como crítico; de otro modo, no la hubieran elegido para formar parte del libro, tomando en cuenta lo que expresa el propio escritor en sus textos donde se advierte una voz fincada en la pasión. Así se nos permite entrever que la proyección del escritor y la mirada de los otros dos sí era coincidente.
En la segunda imagen autoral, la perspectiva de los editores también empata con la autofiguración del crítico. El hecho de que esté acompañado de libros y cuadros lo fija en el ámbito de la palabra y el arte, quizá con mayor fuerza y contundencia que en la publicación original, dada la transposición de su imagen y de su nombre en la portada del libro. Dicha disposición del retrato le otorga casi toda la atención a éste, sin importar que los protagonistas sean los nueve pintores.
Destaca así la marcada diferencia entre ambas imágenes autorales, separadas tal vez por un año de diferencia a partir del momento en que fueron captadas. Mientras en la primera se antepone la juventud, la actitud y la postura del cuerpo del crítico como signo de autoridad sobre el trabajo, en la segunda se apunta más a mostrar sus afinidades estéticas y discursivas, con el propósito de anunciar desde la superficie de la publicación el nudo intertextual y la importancia autoral de García Ponce. Por ello, como bien expresa Solnit, la caminata por estas dos imágenes constituye una actividad visual que, a partir de contrastar sus ediciones, cambia el trayecto de cómo ha sido abordado el libro-galería. Así pueden sumarse pistas que amplían el panorama de una composición tan peculiar como la que revisamos en este andar.
Doble filo de la imagen de autor
Cabe mencionar que la oposición entre universalistas y nacionalistas sirvió para gestar el libro en un momento coyuntural, mas no para observar con detenimiento las diferencias en la obra de los nueve creadores, quienes han sido catalogados como rupturistas, a partir de la producción no nacionalista o abstracta. Esta última se refiere a un tipo de representación que contempla la expresión subjetiva y espontánea que puede o no mostrar formas geométricas, prescindiendo de un tema figurativo o ilustrativo de un acontecimiento histórico, literario o artístico. Sin embargo, esto no se cumple del todo en los casos mencionados, tal como lo hemos advertido en los textos del crítico y como nosotros mismos podemos hacerlo al revisar obras pictóricas tan diversas y ricas en su composición. Entre ellas se encuentran piezas de abstracción lírica, abstracción sintética, expresionismo, constructivismo, figurativismo, lo matérico, expresionismo figurativo o geometrismo, sólo por mencionar algunas (Fig. 4).
El doble filo de la imagen de autor, en este caso, consiste en advertir que, al formar parte del agrupamiento, los pintores cedieron la conformación de su imagen autoral a otros agentes. A Martín, primeramente, luego a García Ponce, y después a Héctor García; el caso de Rojo es la excepción, pues su presencia se percibe en tres frentes: tiene autoridad como editor, diseñador y pintor. Esto no deja de ser contrastante dado que, aun cuando todos contaban con exposiciones individuales antes de la publicación, no habían conseguido la visibilidad que les dio ésta, además de configurar la imagen autoral de grupo de la que gozan ahora.
Exit-Ritornello
El llamado a salir del libro-galería no es más que una invitación a efectuar un nuevo trayecto luego de que, tal como se ha advertido, éste encierra detalles sugerentes que interconectan lecturas variadas del vínculo intertextual pictórico, fotográfico y escrito, aunado al trabajo colaborativo. García Ponce (1968) subraya en el epílogo que el “libro debe considerarse una obra abierta” (100), dada su composición de calidades múltiples. Así, el singular artefacto posibilita su recorrido con base en la reevaluación creativa y crítica mencionada antes por Solnit, la cual recoge los hallazgos de la vista en la lectura: la imagen de autor individual y de grupo reflejadas en el diálogo y la tensión entre quienes pueblan el libro, en cuanto textos de la galería y la colección, y que dan vida a este interesante juego de representación.
Referencias bibliográficas
Amossy, Ruth. (2014). “La doble naturaleza de la imagen de autor”. En Juan Zapata (Comp.), La invención del autor: nuevas aproximaciones al estudio sociológico y discursivo de la figura autorial (pp. 67-84). Universidad de Antioquía.
Echegaray, Miguel Ángel. (2006). “Introducción”. En Nueve pintores mexicanos (pp. 7-19). Universidad Nacional Autónoma de México; DGE Equilibrista.
García Ponce, Juan. (1968). Nueve pintores mexicanos. ERA.
Monsiváis, Carlos. (1997 [1981]). “La contradicción suspendida”. En Armando Pereira (Ed.), La escritura cómplice. Juan García Ponce ante la crítica (pp. 46-53). ERA; Universidad Nacional Autónoma de México.
Tvmacay. (2017, 14 de julio). Nueve pintores mexicanos | Juan García Ponce [Archivo de video]. YouTube. https://www.youtube.com/watch?v=f9PBbx5j1bM
Solnit, Rebecca. (2015 [2000]). Wanderlust: Una historia del caminar. Capitán Swing Libros.
Stoichita, Victor I. (2000 [1993]). “El engranaje intertextual”. En La invención del cuadro. Arte, artífices y artificios en los orígenes de la pintura europea (pp. 109-147). Ediciones del Serbal.
Notas
Información adicional
*: Este
trabajo se llevó a cabo con el apoyo de la Beca de Doctorado Conacyt.
**: Estudiante
del Doctorado en Letras