Dossier
Ciencia y filosofía. Dos facetas en la vida de Andrés Manuel del Río
Saberes. Revista de historia de las ciencias y las humanidades
Historiadores de las Ciencias y las Humanidades, A.C., México
ISSN-e: 2448-9166
Periodicidad: Semestral
vol. 1, núm. 3, 2018
Resumen: El presente artículo explora dos facetas de la actividad profesional de Andrés Manuel del Río en su etapa mexicana: la ciencia de los minerales y la filosofía crítica alemana, a través del análisis de dos casos y de las circunstancias en las cuales se vio involucrado. El primer caso refiere a la existencia de yacimientos de diamantes en México y el segundo a la introducción al país del primer libro de Immanuel Kant. El significado y dimensión de ambos acontecimientos han pasado desapercibidos para los historiadores de las ciencias y se han perdido en el torbellino de lo anecdótico. No obstante, en el presente trabajo se consideran aspectos vitales del quehacer científico de Del Río, en cuya manera de hacer inteligibles los procesos de la naturaleza es posible encontrar una relación intrínseca entre ciencia y filosofía.
Palabras clave: Andrés Manuel del Río, ciencia, Immanuel Kant, XIX.
Abstract: The article explores two facets of the professional activity of Andrés de Río in his Mexican period: the science of minerals and the German critical philosophy, through two cases and circumstances in which he was involved. The first one refers to the existence of diamond deposits in Mexico and the second to the introduction to the country of Immanuel Kant's first book. The meaning and dimension of both events have gone unnoticed by historians of the sciences, and have been lost in the whirlpool of the anecdotal. However, in the present work are considered vital aspects of the scientific work of Del Rio, in which it is possible to find an intrinsic relationship between science and philosophy in the way of making intelligible the processes of nature.
Keywords: Andrés Manuel del Río, Science, Immanuel Kant, S. XIX.
Introducción
La noticia del fallecimiento de Andrés Manuel del Río, el 23 de marzo de 1849, conmocionó a la pequeña comunidad de profesores y estudiantes del Colegio de Minería de la Ciudad de México, de la que había sido su profesor por espacio de 51 años, y a los miembros y colegas de las sociedades y corporaciones científicas del país y el extranjero a las que había pertenecido como miembro fundador o corresponsal.
La tarde del 31 de mayo del mismo año, dos meses después de las exequias, se reunían en el salón de actos del Colegio autoridades de gobierno, profesores y estudiantes, para rendir un sentido homenaje al sabio y naturalista madrileño, que había optado por permanecer en México después de la cruenta Guerra de Independencia. El elogio fúnebre le fue encomendado al profesor de Geología y Zoología Joaquín Velázquez de León, alumno de Andrés del Río en la década de 1830, y nieto del criollo ilustrado Joaquín Velázquez de León y Cárdenas, fundador del Real Seminario de Minería en 1792.
En el acto solemne, Velázquez de León realizó la primera narración de la vida y obra de Andrés Manuel del Río de la que se tenga conocimiento.1 Ahí recordó que Andrés del Río había nacido en la ciudad de Madrid el 10 de noviembre de 1764; rememoró sus estudios básicos en el Colegio de San Isidro, su espíritu inquieto y observador, así como las notas sobresalientes que obtuvo y que le valieron para ser pensionado por el gobierno y poder continuar los estudios de bachillerato en la prestigiada Universidad de Alcalá de Henares, de honda y larga tradición en la cultura de España. Su aprovechamiento en las ciencias y la experimentación le permitieron continuar con la pensión del gobierno para realizar sus estudios profesionales en la Academia de Minas de Almadén, y después trasladarse a reconocidas instituciones científicas de Francia, Sajonia, Hungría e Inglaterra, antes de aceptar su nombramiento como profesor para el Real Seminario de Minería de México, y de su arribo a Nueva España en el ya lejano año de 1794, a la edad de 30 años.
Frente a un auditorio conmocionado, Velázquez de León elogió el desempeño y la contribución de Del Río a las ciencias y las artes mecánicas en la Nueva España y en México, hasta su deceso en el tercer mes de 1849, a la edad de 83 años, 4 meses y 13 días. Concluyó su homenaje reconociendo en Andrés del Río, como mejor se le conoció en su segunda patria, al “distinguido capitán de nuestra Escuela, su más constante defensor”. Y dirigiéndose al retrato al óleo del homenajeado, expuesto en el estrado del salón de actos, espacio ocupado muchas veces por el propio Sr. del Río para disertar sobre los adelantos de las ciencias naturales en el Nuevo Mundo, resumió: “fuiste buen matemático, buen físico, excelente químico, celebre mineralogista, perfecto literato, sabio en el mundo, y ciudadano honrado y lleno de virtudes públicas y privadas”. Reconoció sus aportes a las ciencias, a las artes y a la cultura científica de México, aún en medio de la Guerra de Independencia, la expulsión de los españoles en 1829 y la ocupación militar del país por los estadounidenses en 1847, y “por eso el Escmo. Sr. Ministro de Relaciones, las sociedades y corporaciones literarias y todos los buenos mexicanos, los vemos asociarse unánimemente al duelo… de la República entera”.2
Andrés Manuel del Río fue uno de esos hombres de ciencia que llegaron a la Nueva España en los últimos años del siglo XVIII, contratado por el gobierno español para formar funcionarios mineros calificados en las artes de los metales; impulsar la investigación sobre los recursos mineros, y promover en los reales de minas del virreinato innovaciones tecnológicas que asegurasen la buena marcha de las explotaciones mineras y las finanzas del reino. Había estudiado por espacio de 12 años, entre 1782 y 1794, en instituciones europeas de gran prestigio, como la Real Academia de Minas de Almadén, España (1782-1783); l´École Royale des Mines, Francia (1785-1786); el Collège de France, Francia (1786); Bergakademie de Freiberg, Alemania (1787-1789); la Real Academia de Minas y Bosques, Hungría (1790); el Laboratorio del Arsenal, Francia (1793-1794), entre otras.3 En ellas había conocido y entablado relaciones con una generación de hombres de ciencia, a la que se integraría en su etapa formativa, y que seguiría de cerca en su desempeño profesional en América. En esa pequeña “comunidad del saber” internacional, estaban algunos de sus profesores y colegas: Christophe Störr, Jean D’Arcet; Abraham Gottlob Werner; Antón von Rupprecht; Leopold von Buch; Laurent Lavoisier; Just Haüy; Dieudonné Dolomieu; Alejandro de Humboldt; Benedic Saussure y Luis Lindner, entre otros, quienes harían contribuciones importantes al desarrollo del conocimiento universal en química, física, matemáticas, mineralogía, geología, astronomía, botánica, paleontología y medicina, entre los siglos XVIII y XIX.
Como profesor titular de la cátedra de mineralogía, formó en sus aulas a un número importante de profesionistas, primero como facultativos y después como ingenieros de minas4 que contribuirían al desarrollo y consolidación de la mineralogía y de la geología mexicanas en la segunda mitad del siglo XIX. Algunos de ellos hicieron carrera política y desempeñaron funciones públicas. Los menos se dedicaron al fomento de las ciencias, la docencia y la investigación en los campos de la mineralogía, la geología, la paleontología, la física, la química y las matemáticas, y contribuirían decididamente a la institucionalización y profesionalización de las ciencias de la Tierra, la biología y las ciencias exactas en México.5
Durante ese tiempo compaginó la docencia con sus trabajos de investigación y con la traducción de manuales y tratados sobre orictognosia, geognosia, geometría subterránea y geología, hasta completar más de 70 escritos publicados en español, inglés y francés.6 Al mismo tiempo, obedeciendo órdenes de sus superiores, desempeñó diversas comisiones oficiales, como la clasificación y análisis del material fósil recolectado por la Expedición Botánica del Reyno de la Nueva España, encabezada por Mariano Mociño, así como el estudio de todas aquellas sustancias o piedras minerales que eran remitidas desde distintos puntos del territorio a su laboratorio.
Participó también en la construcción de la primera máquina de columnas de agua para desaguar las afamadas minas de Morán, Pachuca (1799 y 1800); en el establecimiento de la primera ferrería industrial en la América española, ubicada en la región de Coalcomán de la Sierra Madre Occidental, que atravesaba el obispado de Michoacán (1805-1809); en la exploración y estudio de las minas de mercurio en la región de Taxco 1810); en la asesoría técnica a los empresarios poblanos de la industria de cerámica, en la década de 1830, y en la comisión científica exploradora del Istmo de Tehuantepec, que elaboró el primer mapa geológico de la región en 1843, cumpliendo con los objetivos para los que había sido contratado.7
Este hombre de ciencia se había ganado el respeto y reconocimiento de la clase política, de los empresarios, el mundo académico y de sectores populares que sabían de su calidad moral y académica y de su contribución a la cultura científico-tecnológica de México, por encima de sus intereses privados.
Leyenda y ciencia
Desde muy joven, Andrés Manuel del Río había encontrado el gozo por el conocimiento, la observación y la experimentación. Si algo lo caracterizó desde sus años de bachiller, y hasta su muerte, fue su disciplina para el estudio, su capacidad intelectual y su espíritu inquisitivo para penetrar en los misterios de la naturaleza. Sus contemporáneos: políticos, mineros, profesores y alumnos (de todos los bandos y colores políticos), que lo vieron trabajar arduamente en las aulas, en el gabinete o realizar largas y fatigosas expediciones de reconocimiento de nuevas sustancias químicas o de piedras minerales desconocidas hasta entonces, acuñarían el concepto de “sabio naturalista” para diferenciarlo de sus colegas o contrincantes, que siempre los tuvo.8
Fue un hombre muy apreciado por los gobernantes y políticos, desde su etapa de estudiante en España. Ese aprecio se multiplicaría en la América española y en el México independiente, que lo tuvo como a uno de sus hijos durante los últimos 28 años de su vida.
Llegó al Nuevo Mundo a finales de 1794, por el puerto de Veracruz, con 30 años cumplidos. Era un hombre soltero, de estatura alta, robusto y con muchas ilusiones por delante. Había denegado el ofrecimiento de la cátedra de Química y en su lugar propuso hacerse cargo de la cátedra de Mineralogía. Sabía que había llegado a un espacio continental de América afamado por sus recursos minerales, pero que en ese momento la extracción de la plata languidecía y se alejaba de su antiguo esplendor, debido a que se desconocían los adelantos de las ciencias.
Inauguró la cátedra de Mineralogía en 1795, y ese mismo año publicó su libro de orictognosia, el primero en América, que sería utilizado con gran provecho a lo largo del siglo XIX, pues contenía conocimientos “útiles” para trabajar las minas, ya que identificaba las piedras minerales por su naturaleza y estructura.9 Defendió los sistemas de conocimiento por encima de la experiencia práctica pues, aunque reconocía la importancia de ésta última, veía también sus límites en la resolución de los problemas. Los mineros prácticos novohispanos y mexicanos, no sin razón, vieron con desconfianza a los facultativos que, habiendo egresado del Real Seminario de Minería o del Colegio de Minería, llegaban a los minerales cargados de teorías, pero sin experiencia. Frente a las críticas al Colegio y a las enseñanzas mineralógicas, antepuso la observación, el conocimiento y la experimentación, pues afirmaba que: “poco se avanza con adivinar”.10
Su obra escrita es una clara muestra del ejercicio científico que llevó a cabo para posicionar a la ciencia mineralógica como una herramienta conceptual capaz de entender cómo se desarrollan, evalúan y cambian las teorías explicativas. Además, planteó que la ciencia es capaz de revelar la verdad de las entidades ocultas y los procesos de la naturaleza a través de las “evidencias fósiles”, como él denominó a las piedras y minerales localizados en la corteza terrestre.
En la historia de la minería de plata y oro de los siglos XVI al XIX predominaban las leyendas sobre descubrimientos azarosos de metales preciosos que dieron fama y poder a sus descubridores. El azar, el buen “olfato” o el conocimiento empírico fueron por mucho tiempo los atributos y el sustento de la actividad minera, con la correspondiente incorporación de nuevos yacimientos a su explotación comercial. En cambio, cuando los criaderos dejaban de producir riqueza, no había más argumento que abandonarlos por incosteables. Ese “agotamiento repentino” no iba acompañado de explicación alguna que diera cuenta o atisbara el motivo de su empobrecimiento, escasez o ausencia repentina, simplemente se buscaba en otros parajes el afloramiento metalífero. Andrés del Río contribuiría a disipar esa cultura, y hasta el propio Alejandro von Humboldt en su viaje a Nueva España y al Real Seminario de Minería, reconocería la labor de este hombre “que le ha quitado a la minería su carácter aleatorio” y “con sus conocimientos transformó el sistema de explotación de las minas mexicanas, desterrando el empirismo que hasta entonces había imperado”.11
Desde entonces, el sabio naturalista y experto mineralogista sería el punto de referencia de mineros, empresarios y políticos, quienes buscaban su opinión fundada sobre la naturaleza de cualquier piedra mineral nueva o rara. Existen varios testimonios fehacientes que dan cuenta de ello. Por ejemplo, a comienzos de 1833, el naturalista Pablo de la Llave publicó un artículo sobre la existencia de yacimientos de diamantes en México.14 En dicho texto, entre neblinas de leyenda, afirma: “la primera ocasión que oí hablar sobre esto, se me dijo que el descubridor lo había sido el general D. Vicente Guerrero” y añade que el propio Vicente Guerrero le había confesado después:
Que buscando acompañado de algunos soldados, un lugar a propósito para acampar, llegó a donde había un Texcale, que lo estuvo registrando y le pareció que había una rica veta de plata, pero que como las circunstancias no eran para andarse en busca de minas, siguió adelante y llegó a otro sitio a la orilla de un arroyo, que el terreno era barro colorado desnudo, sin siquiera un zacatito, pero que había muchas piedras sueltas chicas y grandes, y todas más o menos redondas. Que lo que más le llamó la atención fue el color pues se parecía al pedernal castellano, y que faltándoles piedras de chispa para los fusiles, creyó que allí podía habilitarse. Que se pusieron a esta maniobra el y los soldados, golpeando las grandes contra las chicas para romperlas, y que la primera que abrieron tenía una hoquedad y unos vidrios; que los estuvieron mirando, pero que como lo que les interesaba era la piedra, rompieron los vidrios para aprovecharlas. Que en eso se partió una piedra grande que contenía vidrios mas gruesos, que él los separó con cuidado, y los metió en una bolsa de cuero que llevaba, haciendo lo mismo con todos los grandes que salieron (sic).13
El interés profesional de Pablo de la Llave, sin embargo, era saber cómo se había llegado a la conclusión de que dichos vidrios eran diamantes; qué persona instruida había hecho los estudios del caso y, por último, conocer las coordenadas de ubicación de su yacimiento, pues creía que “con el tiempo no faltará quien entre en esta empresa”. Como nada se sabía de la existencia de diamantes en el país, De la Llave sobrellevó la incertidumbre hasta que se enteró, años después, “por persona fidedigna”:
Que en la primera entrevista de los Sres. Iturbide y Guerrero, este le había regalado a aquel dos de las mejores piedras, que el Sr. Iturbide las hizo reconocer, que se llevaron al Colegio de minería, que las examinó el Sr. D. Andrés del Río profesor de Mineralogía, y el Sr. Cotero de Química, hallándose también presente en el acto del reconocimiento el Sr. Moral, catedrático en el día de delineación, y que el Sr. Del Río las calificó de Diamantes finísimos octaedros, tan buenos como los de la India y los de Brasil.14
Para entonces, la noticia de la existencia de “inconmensurables depósitos de diamantes” en algún lugar del extenso territorio de México se había propalado como la pólvora, pero nadie sabía a ciencia cierta el lugar de su existencia ni se conocían estudios del caso. El propio Pablo de la Llave registra en su escrito la ambigüedad con la que el general Vicente Guerrero narra su descubrimiento, y lo que sucedió después, de modo que se perdió todo rastro de veracidad:
Que al cabo del tiempo se encontró en el Sur de Valladolid con una comadre suya muy insurgente, y que no teniendo que darle, le regaló dos vidrios de los menos desiguales para que le hiciesen unos aretes. Que su comadre, en efecto, cuando fue a Valladolid se dirigió a un platero para que pusiera en plata las piedrecitas, que este las tomó en la mano, las estuvo reconociendo y le dijo, que si quería venderlas, a lo que contesto negándose porque se las había regalado un compadre suyo; el platero insistió en que se las vendiera que se las pagaría muy bien, pero que ella volvió a negarse, que le hiciera sus aretes y se fue. Que pasados meses se encontró con el Sr. Guerrero y le contó lo que había pasado, con lo que ya éste supo que valían algo los vidrios´. Diciéndole yo que por qué no iba a recoger aquella riqueza, me contestó con una especie de frialdad, ´que tenía que hacer aquí, que estaba muy lejos el lugar, que no se podía ir en coche, y que él estaba muy enfermo´. Le replique entonces que por qué no se valía de alguno de los soldados que lo habían acompañado en aquella ocasión, y me dijo, `que todos habían muerto en la guerra de independencia, y que solo había quedado uno que no sabía dónde paraba`. El Sr. Guerrero me trató con tal franqueza en la materia que sin preguntarle yo (porque me pareció que no debía hacerlo), me comunicó el nombre del pueblo más inmediato al paraje, pero el nombre es mexicano y del todo lo he olvidado.15
La leyenda, propalada con mayor insistencia en el extranjero, cogió cuerpo tan rápidamente en amplios sectores de la sociedad mexicana, ávidos por encontrar el cuerno de la abundancia, que el propio Andrés del Río se vio obligado a hacer las aclaraciones del caso. En su libro: Elementos de Orictognosia, o del conocimiento de los fósiles, según el sistema de Bercelio; y según los principios de Abraham Góttlob Wérner, con la sinónima inglesa, alemana y francesa, para uso del Seminario Nacional de Minería de México, que publicara en Filadelfia el año de 1832, durante su exilio voluntario, reconoce que efectivamente le enseñaron:
Dos Diamantes que decían ser de junto a Sultepec: no es este el criadero, está sí en el camino. En efecto, D. Vicente Guerrero halló en la Sierra Madre del Sur de México, en una cumbre que dista día y medio de Tetela del Río, bajando por Coronilla, cocos con amatistas y cristal de roca en su interior, pequeños en la superficie del criadero, y más grandes cavando. Partidos estos se encuentran que algunos contienen verdaderos diamantes cristalizados, octaedros y dodecaedros, como los de la India y del Brasil.16
De lo anterior se desprende que, efectivamente, le enseñaron a Del Río “dos Diamantes” para su examen, y que el general Vicente Guerrero era su dueño. Por los comentarios que le hicieron “personas fidedignas” sobre su procedencia, Del Río, que conocía el extenso territorio del ex Obispado de México (ahora Estado de México) pudo sugerir que, si dichos yacimientos existían, se podían hallar en la Sierra Madre del Sur. Y agregaba: “Yo no soy muy crédulo, pero lo cuentan personas fidedignas”. Pero fiel al rigor de la ciencia, concluía:
Este modo desconocido hasta ahora de criarse los Diamantes, es todavía más singular por el hecho de hallarse los cocos no esparcidos en un terreno flojo, como el de los lavaderos, sino pedregoso y duro, tanto que es menester arrancarlos con barreta. Ojalá conociéramos siquiera las piedras que los acompañan, más esto es demasiado pedir por ahora, porque no nos remiten ninguna muestra al Colegio.17
Pablo de la Llave, traduciendo los conceptos de “pedregoso y duro” que había utilizado Del Río para caracterizar el terreno de la posible localización de los “Diamantes”, concluía diciendo:
Como nuestro país ha ardido todo en la antigüedad según parece, hay una costra de lavas y materias volcánicas que cubren los terrenos y aun las montañas primitivas; … el sabio naturalista mexicano (Andrés del Río), que adornado de un conjunto de conocimientos que pocas veces se encuentran, y que, ha registrado a palmos el suelo del Estado de México, me ha asegurado, que en este Estado con solo registrar las barrancas, se hallaran casi todos los géneros de minerales de que se habla en los libros de esta ciencia.18
En éste comentario final, De la Llave reconoce en Andrés del Río dos elementos que es preciso resaltar: primero, la autoridad indiscutible que tenía sobre la ciencia mineralógica y el conocimiento pormenorizado de los recursos minerales esparcidos en la abrupta geografía del territorio de México; segundo, una transición de la concepción neptunista a la plutonista para explicar el origen y los cambios habidos en la costra terrestre, y el reconocimiento de sus contemporáneos a la apertura de una geología moderna y a nuevas prácticas científicas. Con Andrés del Río se cierra una etapa de trabajo científico en México, y se fijan las bases para el desarrollo de las modernas disciplinas pues, a decir de él mismo, en la postrimería de su vida: “cada descubrimiento nos indica que queda infinitamente más que descubrir, y nos muestra la íntima relación de estas ciencias entre sí y con las artes”.19
La práctica científica de Andrés del Río se encontraba en el camino de hacer inteligibles los procesos de la naturaleza a través de teorías y conceptos, y poder establecer en qué condiciones un conocimiento puede ser considerado válido.
Filosofía y ciencia
Las preguntas que se hacen los científicos y el interés que manifiestan por desentrañar el origen y evolución de los fenómenos naturales o sociales, la generación y circulación del conocimiento o los procesos de apropiación (sociabilidad del conocimiento) en condiciones extremas o distintas a la matriz cultural de origen, guarda para las distintas disciplinas del saber y sus practicantes un gran reto hermenéutico sobre las teorías del conocimiento –qué constituye el conocimiento–, y la comprensión significativa del ser humano: cómo llega a ser lo que es, su existencia y su realidad.
En el caso de Andrés Manuel del Río, sabemos que fue un lector de las grandes obras del pensamiento de su tiempo. Leía en latín, francés, alemán e inglés, y ante cualquier circunstancia adversa, cuando la sinrazón anteponía el uso de la fuerza para dirimir controversias morales, políticas, económicas o religiosas, siempre manifestó su dicho: “el cargar ciencia no deshonra a nadie”.20 Asumió el pensamiento racionalista, en una clara ruptura con la escolástica, y defendió el principio de que toda recepción de ideas, sistemas y métodos se traduce en un diálogo con las preocupaciones específicas de quien las implementa. Para él no existió copia o pasividad sino diálogo, en la búsqueda por descifrar los misterios de la naturaleza a los que estaba abocado. El conocimiento de distintas concepciones filosóficas, científicas y tecnológicas alimentaba su espíritu y ensanchaba sus posibilidades de observación de hechos, fenómenos y objetos físicos que eran desconocidos o poco conocidos por la comunidad científica internacional.21
En su concepción destaca la autonomía humana, fincada en la razón como principio reestructurador de toda experiencia. Aquí vale mencionar que Andrés del Río sostuvo en su obra escrita un grado de autonomía intelectual respecto de las creencias, las ideas y los sistemas explicativos que circulaban en el espacio Atlántico. En algunas notas a pie de página de sus trabajos más importantes, como Elementos de Orictognosia o del conocimiento de los fósiles, dispuestos según los principios de A. G. Werner, para el uso del Real Seminario de Minería de México, o bien, Manual de Geología extractado de la Lethaea geognósticade Bronn con los animales y vegetales perdidos o que ya no existen, más característicos de cada roca, y con algunas aplicaciones a los criaderos de esta República para uso del Colegio Nacional de Minería, validó o refutó los alcances cognoscitivos de sistemas mineralógicos o geológicos que buscaban imponerse. Y lo hizo sobre el principio de la razón kantiana, que estructuraba su propia experiencia y práctica científica.22
Se sirvió de su propio entendimiento y experiencia para dialogar en igualdad de condiciones con sus colegas de Europa y América. No copió ni aceptó a priori ningún concepto explicativo sin antes someterlo al principio de la razón, como sucedió a principios del siglo XIX, en medio del debate con los plutonistas sobre el origen de la Tierra. Dio sus argumentos y refutó los opuestos, pero siempre estuvo dispuesto a ceder “pues lo que me interesa es la verdad”.23 Ahí planteó la relación entre saber y verdad, principios que orientarían su práctica profesional. Esa concepción estaba mediada por la filosofía crítica, que para Del Río representaba un insumo en su quehacer como hombre de ciencia moderno, pero que no ha merecido la atención de los estudiosos.
En todo caso, corresponde a los filósofos mexicanistas del siglo XX y XXI su aproximación de manera tímida a desentrañar el origen en México de la filosofía crítica a través de preguntas como: ¿quién, cómo, cuándo? para aclarar el dilema de la introducción del pensamiento de Immanuel Kant a México.24 El filósofo prusiano nació y murió en Königsberg, Prusia (1724-1804); se consideró a sí mismo un ilustrado de su época, pero nunca estuvo en el llamado Nuevo Mundo, y quizá tampoco tuvo noticias del naturalista Andrés del Río y del descubrimiento del “Eritronio” en 1801, pues murió el 12 de febrero de 1804.
La primera referencia de Kant en México la dio otro filósofo Juan Hernández Luna en 1944, al encontrar una nota publicada por el naturalista Andrés del Río en el periódico Siglo XIX, con fecha del 5 de enero de 1843, en la que hace referencia a “un grueso tomito en octavo de la Lógica y metafísica de Kant”, que había prestado a un padre de nombre Farnasio que se dirigía “a Durango a enseñar lógica y metafísica”. Hernández Luna publicó entonces la noticia en un breve artículo que tituló: “Don Andrés del Río y el primer libro de filosofía kantiana que hubo en México”.25 El artículo ha dado origen a varias interpretaciones, pero todos los que se han ocupado posteriormente de estudiar la introducción de la filosofía de Kant en México aceptan la nota fechada en 1843 como la primera noticia que se tiene de Kant, y desde luego, que su introductor fue el mineralogista Andrés del Río, quién reclamaba hace ya un siglo y medio el “tomito” como de su pertenencia.
Casi dos siglos después, en 2001, la filósofa Ursula Esser retomó el asunto y formuló tres preguntas: “¿Desde cuándo los mexicanos tenemos noticias de la filosofía de Kant? ¿Quién trajo el primer libro sobre Kant a México? ¿De donde procede el primer ejemplar de filosofía kantiana que llegó a territorio mexicano?”.26 Luego entonces, la respuesta que se tiene hasta ahora a la pregunta: ¿quién trajo el primer libro sobre Kant a México? es que fue Andrés del Río. Pero aquí lo relevante no es quien fue el portador del primer libro de Kant, sino qué influencia tuvo en sus lectores. En ese sentido, tiene un significado mayor que el dueño del “libro” fuera justamente el naturalista Andrés del Río, quien desplegó su práctica profesional en la docencia, la investigación y la difusión del conocimiento, al cobijo del Real Seminario de Minería o Colegio de Minería, primero en la Nueva España y después en el México independiente.
Previamente, entre 1782 y 1794, Del Río había viajado por varios países europeos y estudiado las ciencias naturales en prestigiadas instituciones como la Bergakademie de Freiberg (o Academia de Minas de Freiberg), Prusia (1787-1789), entre otras. En su estancia de estudios en dicha institución, fundada en 1767, seguramente conoció la obra de Immanuel Kant, cuya trayectoria académica era para entonces prominente.
Para 1787, año del arribo de Andrés del Río a Prusia, Kant había publicado obras tan importantes como la Crítica de la razón pura, los Prolegómenos a toda metafísica del porvenir, la Crítica de la razón práctica y la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, que eran objeto de acaloradas discusiones entre los estudiantes y los naturalistas prusianos, entre los que ya se encontraba Del Río Ahí Andrés del Río conoció el sentido filosófico que Kant le asignó al concepto de Ilustración:
Como “el hecho por el cual el hombre sale de la minoría de edad... La minoría de edad estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro… (Hace) falta decisión y ánimo para servirse con independencia de él, sin la conducción de otro… ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! He aquí la divisa de la Ilustración”.27
Kant describió su sistema ético, basado en la idea de que la razón es la autoridad última de la moral. Afirmaba que los actos de cualquier clase han de ser emprendidos desde un sentido del deber que dicte la razón, y que ningún acto realizado por conveniencia o sólo por obediencia a la ley o costumbre puede considerarse como moral. Describió dos tipos de órdenes dadas por la razón: el imperativo hipotético, que dispone un curso dado de acción para lograr un fin específico; y el imperativo categórico, que dicta una trayectoria de actuación que debe ser seguida por su exactitud y necesidad. Para Kant, el imperativo categórico es la base de la moral y fue resumido por él en estas palabras: “Obra como si la máxima de tu acción pudiera ser erigida, por tu voluntad, en ley universal de la naturaleza”. Y Andrés del Río cumplió esa máxima kantiana en vida. Del Río interpretó dicho postulado en estas palabras: “No todos podemos aspirar a la celebridad vinculada en un mérito del primer orden; pero todos debemos aspirar a la reputación de ciudadanos útiles, cada uno según sus alcances”.29
Se han hecho esfuerzos por ubicar alguna relación de libros de la biblioteca de Andrés del Río, sin mayores resultados. Pero es presumible que la obra a que alude Del Río en su nota inserta en el periódico Siglo XIX: Lógica y metafísica de Kant, la haya adquirido durante su estancia en la península ibérica, cuando concurrió como diputado a las Cortes de Cádiz, entre 1820 y 1821, o en Estados Unidos, durante su estancia de 1829 a 1835.
Para entonces, Del Río ya era un reconocido hombre de ciencia y conocedor de la filosofía crítica alemana.31 Esta consideración tiene su sustento en la publicación de una larga carta crítica que Andrés del Río dirigió, entre 1819 y 1820, al Abate René Just Haüy (1743-1822), su antiguo mentor en cristalografía, en la cual refutaba su manera de proceder en el análisis y clasificación de las sustancias minerales cristalográficas. Por el alto contenido científico de lo expuesto, tanto para las ciencias naturales como para la mineralogía de la época, Del Río entregó dicho texto para su publicación al Seminario Político y Literario de la ciudad de México, antes de su viaje a las Cortes. Sus editores lo dieron a conocer en dos entregas: la primera el 20 de diciembre de 1820 y la segunda el 10 de enero de 1821.
En la “Carta dirigida al señor Abate Haüy, canónigo honorario de la Santa Iglesia de París, de la Legión de Honor y del Instituto, profesor de mineralogía, etc., etc.”, Andrés del Río hace una fundamentada alusión a Kant y a sus argumentos filosóficos, al decirle al Abate Haüy: “Yo bien sé con Kant, y estoy convencido de que en estas ciencias no hay más que la parte matemática que sea verdaderamente científica”.30 Para Del Río, siguiendo a Kant, la dimensión matemática de la realidad a la que se abocaban “estas ciencias”, es decir, las ciencias naturales, no refiere a un sistema cerrado o absoluto en el conocimiento del objeto de estudio, por el contrario, hace alusión a las múltiples posibilidades del entendimiento y la razón para escudriñar los variados elementos que integraban esa realidad.
De acuerdo con Del Río, técnica y ciencia eran distintas, aunque complementarias; la técnica como precisión de habilidades, la ciencia como posibilidad abierta a nuevos descubrimientos, pero ambas guiada por principios de “una sana teoría”. El quehacer técnico-científico de Andrés del Río no podría entenderse a cabalidad sin tomar en cuenta la influencia de la filosofía kantiana que orientó su práctica profesional, y en la que hizo valer los principios de autonomía y libertad en la búsqueda de la verdad. De su experiencia en la construcción de la Ferrería de Nuestra Señora de Guadalupe, en el suroeste del entonces obispado de Michoacán, el propio Del Río anotó: “el tono decisivo de nada sirve en las materias que esperan cada día nuevos progresos de la observación y que a lo más se puede decir, repetir mis experimentos, y si no os salieran bien, variadlos conforme a los principios de una sana teoría, es decir en otros términos que los libros que se piensa escribir meramente para prácticos, son los que menos les sirven a los prácticos regularmente”.31
Ahora sabemos que la obra de Emmanuel Kant no era una rareza en la biblioteca de Andrés del Río, y sí en cambio un insumo cotidiano en las tareas docentes y de investigación que llevó a cabo, primero en el Real Seminario de Minería y después en el Colegio de Minería, hasta su muerte acaecida en 1849 en la Ciudad de México.
En consecuencia, la afirmación de Ursula Esser: “ni siquiera se trata de un filósofo, sino de un ingeniero metalúrgico”, es poco afortunada. Claro, en vida de Andrés del Río hubiera sido un gran distintivo que se le reconociera como tal, pero en el siglo XXI suena más a desautorización que un ingeniero se interesara, entendiera y fuese reconocido no por ser el propietario del primer libro de Kant, y no por haber reflexionado junto con él sobre el entendimiento, la razón y el quehacer científico de su tiempo, y haberlo hecho con autonomía y libertad…
La nota publicada por Andrés del Río en 1843, para recuperar la Lógica y metafísica de Kant, dice textualmente:
A un eclesiástico italiano llamado el padre Farnasio, que iba a Durango a enseñar lógica y metafísica, según me dijo, le presté, con promesa religiosa de devolvérmelo, un grueso tomito en octavo de la Lógica y metafísica de Kant, por un discípulo suyo en alemán. Con la muerte del padre se ha extraviado; y como a nadie le sirve, pues no basta saber alemán, sino que es menester también dominar la filosofía de Kant, suplico encarecidamente al que lo tenga, que me lo devuelva, y a los señores editores de Durango que lo publiquen en su periódico. Daré hasta veinte pesos de gratificación”.32
Por lo que allí asienta el autor de las líneas, en México existían pocos hablantes de la lengua alemana, pero aun cuando alguien supiese el idioma, dice Del Río, “a nadie le sirve”, y remataba de manera contundente: “no basta saber alemán, sino que es menester también dominar la filosofía de Kant”. Con esta frase el propio Andrés del Río se asume como un lector y practicante de la llamada filosofía crítica alemana. En este apartado del artículo sólo se ha tratado de vislumbrar algunos elementos de la influencia que ésta tuvo en el ejercicio de su vida profesional; desde luego, hace falta profundizar en esa línea temática que aquí sólo se enuncia como componente de una filosofía de la ciencia, de manera particular sobre la naturaleza del conocimiento y la práctica científica que generó y desarrolló Del Río en tierras de América.
Ahora se sabe que el “tomito” contenía dos libros independientes, que Andrés del Río había mandado encuadernar en un sólo tomo, y que éstos era ediciones de dos discípulos de Emmanuel Kant. El primero: Immanuel Kants Logik, ein Hanbuch zu Vorlesungen de Gottlieb Benjamin Faesche, (doctor y profesor Extraordinario de Filosofía de la Universidad de Königsberg y miembro de la Sociedad Científica de Fráncfort del Oder) publicado en 1800 en Königsberg, que recogía las notas de los cursos académicos que Kant impartiera en la Universidad de Königsberg;33 y el segundo: Kants Vorlesungen uber Metaphysik de Karl Heinrich Ludwig Pölitz (1772-1838) publicado en Erfurt en 1821.34
Aquí vale decir también que Andrés del Río no era hombre de ciencia que leyera de segunda mano, pues todos sus alegatos como mineralogista y geólogo los realizó a partir del análisis escrupuloso de los tratados en el idioma original. Por ello, es posible sugerir que Del Río tenía en su biblioteca obras fundamentales de Kant, y que al padre Farnasio sólo le prestó las editadas por sus discípulos Faesche y Pölitz; pero esto quizá nunca lo sabremos.
Lo que ahora queda claro es que Andrés del Río era un conocedor de la filosofía kantiana: del entendimiento y la razón, de la experiencia y los límites del conocimiento, de la moral y la ética, del Derecho y del Estado. Como ilustrado y naturalista científico, consideraba que para el cultivo de las diversas disciplinas de la Historia Natural era menester también dominar la filosofía critica de Kant.
En el año 2010, la filósofa Dulce María Granja Castro escribió el texto: “Kant en el México del siglo XIX: la recepción e influencia de su filosofía”, en el que repite lo dicho por Juan Hernández Luna y Ursula Esser.35 Sin embargo, para apreciar la recepción de la filosofía de Kant en México, lo que resta por hacer es estudiar el pensamiento de Andrés del Río, a trasluz de su producción científica, integrada por más de 70 escritos entre libros, ensayos, artículos y notas técnicas, publicados en cuatro idiomas. Pero el estudio de su obra es útil, sobre todo, para profundizar en el conocimiento de su formación alemana, más que francesa.
La influencia del pensamiento alemán le formó un carácter disciplinado, intransigente en su práctica científica, que basó en el entendimiento de los fenómenos en escrutinio, la autonomía de pensamiento y la libertad de verificar por sí mismo lo que se encontraba en discusión entre la comunidad internacional. No obstante, Andrés del Río antepuso en la defensa de sus teorías la máxima kantiana de que el entendimiento humano era la fuente de las leyes generales de la naturaleza que estructura toda experiencia humana. Por ello, en el debate entre neptunistas y plutonistas, en el lejano año de 1803, concluyó: “Si, á pesar de lo dicho, los que tienen ocasión de examinar volcanes, me convencieren (…) cederé con gusto, pues lo que me interesa es la verdad”.36
A manera de colofón
Andrés del Río fue un referente académico de primer orden para sus contemporáneos mexicanos, que recurrieron a sus servicios para validar información mineralógica o conocer, a través de la enseñanza, los pormenores y avances logrados en la ciencia minera. Esa faceta de su quehacer científico ha sido mejor atendida por los especialistas; en cambio, su afición por la filosofía kantiana ha pasado desapercibida, no obstante que él mismo se declaró practicante de la misma. El propósito de este artículo ha sido llamar la atención sobre la influencia de la filosofía de Immanuel Kant en el quehacer científico de Andrés del Río y, como ya se ha mencionado líneas arriba, hacen falta estudios que centren su atención en la relación indisoluble entre ciencia y filosofía, que le da título al presente trabajo.
Pero, en todo caso, se puede sugerir la existencia de elementos simbólicos de la filosofía kantiana en el quehacer científico de Andrés del Río, pues en sus actos y obra validó el uso de la razón y el entendimiento para alcanzar una mayoría de edad, que bien puede traducirse en autonomía e independencia frente al diálogo que estableció con sus pares de Europa y Estados Unidos. Con sus prácticas científicas, desarrolladas en el “Nuevo Mundo” se opuso a la creencia cada vez más extendida de que existía una ciencia hegemónica al otro lado del Atlántico, no obstante haber abrevado en su nicho los preceptos de la ciencia moderna. En su ejercicio profesional en Nueva España (1795-1821), Estados Unidos y México (1821-1849), el nuevo país que le daría cobijo, valoró la internacionalización de la ciencia, en la que incluía sus propios logros, como parte del progreso universal. En la Nueva España-México se hacía ciencia, aunque sus condiciones sociales fueran diferentes a las de otros países que habían alcanzado una mayor visibilidad en su práctica científica. Del Río fue consciente de que el conocimiento local era el resultado de un entorno histórico y su contexto cultural que determinaba su progreso: “Nosotros trabajamos más; pero escribimos en arena por falta de repasos o de la argamasa que conglutinaba los granos de arena para conservar las impresiones”.37
Agradecimientos
Agradezco a los pares evaluadores del artículo sus preocupaciones, críticas y sugerencias para que el presente trabajo tuviese una mejor presentación formal y de contenido.
El trabajo es resultado parcial de la conferencia “Homenaje a Andrés Manuel del Río en los 250 años de su nacimiento”, que impartí el 5 de junio de 2014 en el Instituto de Historia del Centro de Ciencias Humanas y Sociales, CSIC, Madrid
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Notas