Artículos libres
La visión higienista de Susano Hernández sobre la alteración, la adulteración y la falsificación en la venta de alimentos en la ciudad de México (1908)
Saberes. Revista de historia de las ciencias y las humanidades
Historiadores de las Ciencias y las Humanidades, A.C., México
ISSN-e: 2448-9166
Periodicidad: Semestral
vol. 5, núm. 12, 2022
Recepción: 19 Agosto 2021
Aprobación: 25 Agosto 2022
Resumen: En el Porfiriato, la adulteración, la alteración y la falsificación en la venta de comestibles fue objeto de estudio en los discursos científicos, donde la práctica fue construida como un problema sanitario a resolver porque sus consecuencias eran nocivas a la salud y dañaban el buen funcionamiento del cuerpo. Esta investigación pretende reflexionar acerca de la problematización científica y, sobre todo, la actuación del médico Susano Hernández y su estudio bromatológico para el control y la vigilancia de la composición de los alimentos en México en la primera década del siglo XX.
Palabras clave: Alteración, adulteración, falsificación, alimentos, higiene, Porfiriato.
Abstract: During the Porfiriato, adulteration, alteration and falsification in the sale of food was the subject of study in scientific discourses, where the practice was constructed as a health problem to be solved, because its consequences were harmful to health and damaged the proper functioning of the body. This article aims to reflect about the participation of Doctor Susano Hernández and his bromatological studies to control and monitor the composition of food in Mexico, in the first decade of the 20th century.
Keywords: alteration, adulteration, falsification, food, hygiene, Porfiriato.
Introducción
Durante el Porfiriato, la salud pública tuvo en México un desarrollo considerable dentro de las actividades del Estado, gracias a la aparente estabilidad político-administrativa y a la profesionalización de las disciplinas científicas. Su objetivo radicaba en tener ciudadanos saludables, civilizados y capaces de impulsar el desarrollo económico, político y social del país.
Para conseguirlo, la participación de los científicos fue elemental para transformar las condiciones de la población, sanear los espacios, controlar las enfermedades transmisibles (la viruela, el tifo, la tuberculosis, el cólera, entre otras) y disminuir las tasas de mortalidad en general.[1] Como parte de lo anterior, las autoridades sanitarias incluyeron en sus discursos y planes de trabajo el tema de la alimentación y las prácticas derivadas alrededor de ella. Particularmente, el tema de la adulteración, la alteración y la falsificación en la venta de comestibles y bebidas fue considerado como elemento sustancial dentro de una serie de construcciones de problemas de índole científica y de salubridad pública.
El corpus historiográfico sobre la adulteración, la alteración y la falsificación en la venta de comestibles y bebidas en el México decimonónico ha permitido comprender la manera en que fueron realizadas y los factores involucrados en el fenómeno a partir de diferentes perspectivas, desde la historia del comercio y la economía hasta la historia de la ciencia de la alimentación.[2] Sin embargo, la profundización y la explicación del fraude alimentario en el país ha quedado en segundo plano, a pesar de lo importante que fue para los médicos higienistas reflexionar sobre la práctica y la prioridad de tener alimentos de calidad, en aras de mantener la salud y erigir políticas públicas que mejoraran la vida social de la población, acordes a la modernidad alimenticia.
Ante este contexto, el objetivo del presente artículo es realizar un análisis de la visión médico-higienista de Susano Hernández sobre la alteración, la adulteración y la falsificación en la venta de comestibles en la ciudad de México, en la primera década del siglo XX, y cómo esta investigación reflejó las preocupaciones médicas sobre la higiene en las prácticas alimenticias, así como los constantes cuestionamientos sobre qué tanto se había avanzado en el control del fenómeno desde el sector científico.
La elección de la obra se justifica porque el trabajo de tesis de Susano Hernández conjuntó en un mismo espacio cuáles eran las modificaciones y los engaños más recurrentes, a través del uso de la bromatología (ciencia que estudia la composición, la manipulación, la elaboración, la conservación y el consumo de los alimentos) como herramienta de la higiene y la medicina para definir la constitución de los comestibles. A partir de ello, generó la primera investigación que fungía como guía general para describir las formas en que la práctica de la modificación se expresaba y continuaba dentro del comercio alimentario, a pesar de los trabajos científicos y de regulación sanitaria.
Además, el presente artículo busca reflejar cómo el estudio de Susano Hernández se inserta dentro del interés del sector médico de representarse como el encargado del control y la vigilancia de la composición de los alimentos, delimitando sus funciones frente a las de otras profesiones como los farmacéuticos y los veterinarios. De igual forma, su trabajo fue un reflejo de la construcción de las ideas higiénicas sobre los alimentos, en los últimos años del Porfiriato. Para lograr lo anterior, el artículo ha sido dividido en tres partes: la primera aborda cuál ha sido la mirada científica sobre las prácticas alimentarias en la ciudad de México en las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del siglo XX; la segunda explica en qué consistió el fraude alimentario y cómo se convirtió en objeto de problematización para la ciencia; y, finalmente, la tercera muestra cómo la investigación de Susano Hernández interaccionó con los discursos científicos sobre el tema y creó su propia perspectiva.
La intervención de la ciencia en la construcción moderna de las prácticas alimenticias
Durante el último tercio del siglo XIX y principios del XX, los científicos mexicanos entablaron diversas discusiones y desarrollaron interpretaciones sobre los alimentos, las prácticas alimenticias y los consumidores, desde su propio perfil profesional e interés como médicos, farmacéuticos y veterinarios. Sus objetivos radicaban en controlar la composición, la producción, la manipulación, la venta y el consumo de los comestibles.
Los estudios médico-higienistas sobre los alimentos, que incluían la dietética, la terapéutica y la fisiología, establecían que una “buena alimentación” podía favorecer el desarrollo de organismos sanos, equilibrados y bien nutridos. Los postulados de Eulogio G. Lozano y Ramón Prado enfatizaban la importancia de establecer una dieta racionalizada, a partir de la composición química de macromoléculas de los alimentos (oxígeno, hidrógeno, ázoe, carbono, azufre, fósforo, potasio, magnesio, hierro y calcio), y la elección de los que tenían mayor calidad y beneficio nutritivo. A partir de 1890, se sumó a esas preocupaciones la búsqueda por determinar cuáles eran las cantidades calóricas requeridas para recuperar la fuerza, dotar de energía y proporcionar un buen funcionamiento al cuerpo humano.[3]
Los higienistas tomaron en cuenta las pérdidas energéticas y la cantidad calórica de los alimentos para establecer las raciones requeridas por el cuerpo. Bajo la lógica mecanicista, los comestibles fueron considerados como el combustible indispensable para proporcionar al motor humano la fuerza vital y, en consecuencia, continuar con las jornadas laborales en la industria y las actividades del día con día.[4] La elaboración de los regímenes alimenticios debía contemplar las necesidades, las circunstancias y las características par-ticulares de los grupos poblacionales del país. Por ejemplo, el médico Juan N. Campos consideraba que la ración alimentaria de los obreros podía incluir el consumo de alcohol, para que estos recuperaran las energías perdidas y siguieran laborando con la misma intensidad.[5]
A la par de las investigaciones antes mencionadas, el interés de los médicos higienistas también se enfocó en el estudio y la definición de la composición de los alimentos, vinculados a la noción de “calidad” y “pureza”. Estos conceptos determinaban en qué condiciones los comestibles eran “buenos” o “desfavorables” para preservar la salud del cuerpo y permitir el desarrollo adecuado de los órganos vitales.
La construcción de estos conceptos fue posible con ayuda de los estudios de la microbiología, ya que esta permitía identificar los agentes externos a la constitución de los alimentos —como los microbios causantes de enfermedades— y establecer qué tipo de condición higiénica era necesaria para elevar la calidad y cantidad de un producto.[6] La pureza de los comestibles también estaba determinada por las propias condiciones naturales en que se encontraban localizados y puestos a la venta.
Por ejemplo, Domingo Orvañanos mencionaba que el agua pura debía ser limpia, incolora e inodora. Sin embargo, las modificaciones del agua eran inevitables por desplazarse desde su lugar de origen hasta llegar a las zonas de abastecimiento. En este trayecto la bebida sufría de alteraciones porque contenía impurezas de materias orgánicas (vegetales y animales) y por el uso doméstico (bañarse, lavar, excretar o verter los restos derivados de las fábricas).[7]
A lo anterior se sumaban los riesgos a la salud de los habitantes por las dudosas condiciones de procedencia de los alimentos, y la insalubridad de los espacios en donde se almacenaban, preparaban y vendían. Estos factores afectaban la calidad de la comida. Los lugares de venta y consumo, como mercados, fondas, figones, puestos callejeros y pulquerías, fueron criticados por la mirada hegemónica, por ser ambientes expuestos a las inmundicias (alimentos descompuestos, excretas humanas o animales, y cadáveres), la aglomeración poblacional y el estancamiento de aguas sucias.[8]
Al mismo tiempo, la noción de calidad de los alimentos estuvo vinculada al pensamiento evolucionista, que establecía que las condiciones de los organismos estaban determinadas por atributos biológicos de superioridad e inferioridad;[9] esto equivalía a que “calidad moral y civilizada determinaban la calidad de los alimentos”.[10] Estos pensamientos repercutieron en la concepción, la selección y la jerarquización de los comestibles porque algunos fueron considerados más adecuados que otros. Desde la mirada de los médicos higienistas, las dietas ideales apuntaban a considerar un patrón alimenticio europeo basado en productos de origen animal y cereales, ya que se creía que tenían mayores cualidades nutritivas y ventajas para los organismos superiores, considerados racionales y capaces de elegir alimentos de calidad y cantidad.[11]
A diferencia de lo anterior, el patrón alimenticio del sector popular era considerado como deficiente e incivilizado,[12] porque los profesionistas creían que las prácticas tradicionales estaban determinadas por la degeneración y el estancamiento evolutivo, que derivaba en el retraso, lo incivilizado y lo poco urbano. De esta manera, la calidad alimenticia no solo radicaba en la composición de los comestibles, sino también en el propio impacto de la construcción del proceso civilizatorio como forma de control corporal.[13]
Este tipo de discurso dejaba en claro que la concepción de calidad y pureza de los alimentos también era abordada desde una mezcla entre lo científico y lo moral. De acuerdo con Steven Shapin, la herencia cristiana sobre la idea de la templanza, la moderación, la virtud y la prudencia se conjugó con las nociones de la dietética y su interés en mantener un cuerpo equilibrado y sin excesos para estar sano y nutrido.[14] La falta de moderación alimentaria traía consigo la impureza y lo malsano porque se exaltaba la desmesura y el exotismo.
El fraude alimentario en la ciudad de México
En este contexto de investigación sobre las prácticas alimenticias desde la ciencia, los temas vinculados a la composición, la calidad y las modificaciones de los comestibles a la venta también fueron objeto de estudio entre los profesionales ligados a la alimentación, sobre todo cuando los alimentos contaban con poca calidad nutritiva, eran insuficientes en cantidad, no eran variados y estaban en estado de descomposición. Estas condiciones no fortalecían ni beneficiaban al cuerpo, al contrario, ponían en peligro la salud de la población y la moralidad de las personas.
La adulteración, la falsificación y la alteración en la venta de los comestibles fueron un fenómeno común en la ciudad de México del siglo XIX. Los alimentos más consumidos por la población —como la leche y sus derivados, las tortillas, el pan, la carne y demás alimentos preparados— fueron objeto de sustracción completa o parcial de alguno de sus componentes alimenticios, adición de sustancias ajenas y de menor calidad a lo establecido, y ocultación del estado de descomposición. Estos cambios de calidad y pureza llegaban a ocasionar efectos nocivos a la salud de los consumidores, como enfermedades gastrointestinales, intoxicaciones o la muerte.[15] La práctica era realizada en los espacios destinados a la producción y al comercio; por ejemplo, en puestos fijos y ambulantes en la calle, en mercados y establecimientos más formales como fondas y restaurantes.
Los factores que dieron continuidad al fraude alimentario estuvieron condicionados por las circunstancias socioeconómicas de México, donde se destacaba el interés de los vendedores por generar más ingresos económicos, sin tener pérdidas en el producto ofrecido; atender las demandas de la población sobre sus preferencias de consumo, cantidad y precio; establecer un mercado seguro frente a las acciones monopólicas en el comercio, y adaptarse a los cambios que el comercio alimenticio experimentaba frente al avance de la química y la posibilidad de acceder a sustancias usadas en la producción de alimentos (como aditivos antisépticos para conservar).[16]
Estas actividades fueron discutidas en los trabajos científicos para definir de qué manera se constituían los comestibles, cuáles eran los cambios que podían presentar, qué tipo de modificaciones eran consideradas adulteraciones y qué proceso químico-físico ayudaba a identificar la práctica. Por ejemplo, en 1878, el médico Domingo Orvañanos habló sobre las propiedades de la fucsina (colorante que podía ser tóxico) y analizó su uso para teñir dulces y darles un color rojo, azul o amarillo. Los resultados reflejaron que las golosinas coloreadas solían contener arsénico, el cual en grandes concentraciones era nocivo para la salud del consumidor. Las consecuencias de su empleo se reflejaban en el aparato digestivo y las intoxicaciones en niños de las clases bajas.[17] Esta intranquilidad aumentaba si los dulces eran adulterados, sin ningún control o vigilancia, porque se les añadían cantidades excesivas de fucsina impura, y aún más cuando era difícil asegurarse de que se estaba empleando fucsina no arsenical en la elaboración de golosinas.[18]
Por otra parte, en 1879, el mismo autor investigó la composición del chocolate para su venta y consumo, y elaboró un análisis de cuáles debían ser los materiales empleados en su fabricación. De acuerdo con Orvañanos, este comestible debía componerse de una mezcla de almendras de cacao y azúcar pulverizada, aromatizada con canela o vainilla; sin embargo, era falsificado porque se mezclaba con bizcocho o pan molido y pepita de calabaza con el objetivo de aumentar su peso. Estas acciones provocaban la disminución de su valor nutritivo y la indigestión en el consumidor, particularmente en el sector popular, por ser el más propenso a causa de su debilidad corporal.[19]
Además, Orvañanos consideraba que sus estudios sobre los comestibles 13 y las bebidas serían elementales para mostrar las carencias existentes en la práctica de reconocimiento y vigilancia de la higiene de los alimentos. En consecuencia, lo ideal era que personal sanitario del Consejo Superior de Salubridad realizara análisis a los alimentos en los negocios con instrumentos portátiles o, dependiendo del caso, complementara la inspección en los laboratorios.
Por otra parte, el médico Luis E. Ruiz abordó, por medio de sus estudios médico-higienistas, las formas teórico-prácticas experimentales para conocer y establecer los elementos que conforman la adulteración, la alteración y la falsificación en los comestibles comerciados. Su trabajo sobre la leche enfatizaba que era importante conocer sus cualidades y su composición química, mediante la aplicación de tres métodos (determinar la densidad de la leche, dosificar relativamente las materias grasas y medir la lactina).[20]
Asimismo, dicho interés fue abordado desde otras profesiones científicas. En los estudios de los veterinarios, los profesionales se apropiaron del cuerpo animal, y no únicamente determinaron cuáles debían ser sus características físico-corporales, sino también cómo las alteraciones de los productos obtenidos del animal influían en su propia calidad y pureza, y de qué forma se convertían en un peligro al ingerirlos.[21] La finalidad radicaba en obtener ganados aptos para el consumo humano y el uso de la industria agrícola.[22]
En el estudio microbiológico del veterinario José María Lugo, los resultados reflejaron que la tisis tuberculosa de las vacas podía ser transmitida al humano mediante la ingesta de la leche y la carne contaminadas. La leche tuberculosa era de menor calidad, en comparación con la normal, porque se modificaban sus valores de densidad, tomaba un color azul, se coagulaba fácilmente y disminuían las sustancias azoadas.[23] Estos productos eran poco favorables para el consumo humano porque la salud de las personas estaba en peligro por la presencia de microbios y por los daños que estos podían provocar al sistema digestivo y al equilibrio del cuerpo. A raíz de los estudios científicos sobre la higiene de los alimentos, los profesionales de la ciencia y la autoridad sanitaria estuvieron interrelacionados en el interés de regular la práctica de la adulteración, la falsificación y la alteración en la venta de alimentos. Los preceptos legales más importantes ocurrieron con la emisión del Código Penal (1871) y el Código Sanitario (1891) y sus cambios consecuentes en 1894 y 1902. Estos documentos legales fueron la mayor expresión del control higiénico y cambiaron la perspectiva sobre la manipulación y el contenido de las bebidas y los comestibles.[24] Su objetivo era vigilar que la alimentación fuese pura, sana y en perfecto estado de conservación, para así evitar el perjuicio a la salud del consumidor.
Susano Hernández y su construcción sobre el engaño en la comida
Durante este proceso de estudio, recopilación y construcción del conocimiento científico sobre el fraude alimentario, fue publicado el trabajo de tesis del Dr. Susano Hernández, titulado Bromatología. Alteración, adulteración y falsificación de los alimentos ante la salubridad pública y la ley sanitaria en 1908. La relevancia histórica de este estudio radica en que el autor estudió y recopiló la composición y la modificación de los alimentos puestos a la venta en el comercio de la ciudad de México, mediante los estudios bromatológicos. A partir de esto, por un lado, apoyó las arduas investigaciones de los médicos higienistas sobre el fenómeno alimenticio; sin embargo, por otro lado, criticaba las deficiencias que aún existían dentro del gremio y la elaboración y ejecución de los preceptos legales.
La trayectoria de vida intelectual de Susano Hernández es difusa por la escasez de fuentes primarias que ilustran su desempeño, sus círculos sociales y sus actividades dentro de la comunidad científica. Sin embargo, se sabe que ingresó a la Escuela Nacional Preparatoria en 1894 e inició su proceso de incorporación a la carrera de Medicina en 1897. En el cuarto año de estudios, su formación fue suspendida por la muerte de sus padres, Eduvigis Marroquín de Hernández y Carlos Hernández, a causa del tifo exantemático en 1903.[25] Fue practicante del servicio de cirugía del Hospital de Beneficencia Española y del Hospital Morelos. Su formación intelectual estuvo influida por las ideas de Luis E. Ruiz, Gallegos, Domingo Orvañanos y J. Donaciano Morales.[26]A través de su tesis, en 1910, el autor obtuvo su grado académico como Médico Cirujano Obstetra en la Escuela Nacional de Medicina, y su trabajo fue publicado en la Imprenta del Gobierno Federal. A lo largo de su formación profesional y de plan de estudios tomó clases de higiene, fisiología, química médica, bacteriología, etc., las cuales serían sus principales bases de referencia 15 en la investigación. Asimismo, recibió la orientación y la influencia del médico Luis E. Ruiz, su director de tesis, quien contaba con investigaciones previas enfocadas en el estudio de la higiene de los alimentos y consideraba fundamentales las reflexiones en torno al lucro alimenticio.
En todos estos casos, fácil es comprender que hay perjuicio real para la salud pública; y por eso la legislación sanitaria ha pedido a la ciencia fije técnicamente los hechos, para que fundada en ellos pueda formular el precepto legal que indique la conducta pública a que han de sujetarse los comerciantes, a este respecto, con el fin de que quede bien establecida la salvaguardia de la pública salubridad.[27]
Susano Hernández retomó el objetivo de su director de tesis, pero aportando sus propias reflexiones a partir de los estudios de la bromatología y desde su propia experiencia académica. La investigación bromatológica se caracterizaba por realizar un análisis químico de los alimentos para establecer la composición, las formas en que eran adulterados, alterados y falsificados los comestibles, y los métodos higiénicos ideales de manipulación para mantener los equilibrios del organismo,[28] todo ello a partir del conocimiento científico.
Los resultados de la investigación bromatológica y el intercambio de información con sus colegas permitieron a Hernández establecer cuáles eran las propiedades y los componentes de los alimentos más consumidos (antes y después de su producción y venta), es decir, creó un manual para ilustrar cuáles eran los peligros del consumo de esos productos alimenticios, de qué forma atentaban estos contra la salud y la higiene de la población y cómo se podía conservar el equilibro del organismo y la salud pública.
Anteriormente, en 1897, el médico Máximo Silva, egresado de la Facultad de Medicina, publicó un manual titulado Sencillos preceptos de higiene al alcance de todos. Este texto recopiló una serie de nociones sobre la higiene vinculadas a todos los aspectos que rodeaban al ser humano, y que mejoraban la salubridad pública; entre ellos, la alimentación. En esa sección, el autor detalló la composición y los beneficios de los alimentos de primera necesidad (de origen animal, vegetal y bebidas) en el sistema digestivo, con la intención de orientar al público sobre cuáles de los comestibles señalados eran la mejor forma para conservar la salud, y por qué.[29]
La manera de abordar la alimentación desde la higiene, tal y como lo hizo Máximo Silva, se convirtió en un referente para el trabajo de Susano Hernández; sin embargo, este último médico logró con su estudio bromatológico tener la primera publicación de la década inicial del siglo XX que fuera 16 una guía para conocer la composición y las múltiples formas en que se presentaba la adulteración, la alteración y la falsificación en la venta de los comestibles y las bebidas en el comercio de la ciudad de México.
Sumado a lo anterior, el autor consideró en su trabajo que la población debía conocer de qué forma se organizaban y constituían los alimentos, es decir, cuáles eran las cantidades suficientes, variadas y de buena calidad. A partir de ello, los consumidores obtendrían el gasto energético requerido por sus cuerpos, según sus actividades y condiciones. Él afirmaba que “una alimentación insuficiente no causa la muerte en poco tiempo, pero si [sic] debilita, agota la constitución y pone al organismo en condiciones de perder la salud y adquirir enfermedades”.[30]
A pesar del interés idealista por modificar los hábitos, Hernández enfatizaba que la realidad era que la población no consumía alimentos con los valores nutritivos y de calidad apropiados. La adulteración, la alteración y la falsificación de las sustancias alimenticias afectaban el equilibrio en la salud y la función de los organismos de los ciudadanos, debido a que paulatinamente los daños se iban expresando de forma silenciosa y mezclándose con otras enfermedades hasta debilitar al cuerpo y provocar la muerte.
Sin embargo, el médico basó sus definiciones de la alteración, la adulteración y la falsificación de los comestibles en el Código Sanitario de 1902, para incrustarse en el debate científico y darle estructura; al respecto:
se llama alteración á la descomposición que sufren los alimentos por solo el transcurso del tiempo y sin que para ello haya intervención; adulteración es el cambio que sufren los alimentos por añadirle sustancias extrañas, ó substraerlo parte ó partes de su composición normal, ó verificar ambas cosas a la vez. Falsificación que es el hecho de dar una substancia por otra.[31]
Esta adopción de los conceptos institucionales en el análisis le otorgaba a su trabajo reconocimiento, orientación y legitimidad, debido a que daba continuidad a la labor de los científicos y la resaltaba. Aunque las reflexiones de Hernández respaldaban el corpus de conocimiento sobre el fraude, también iniciaban un campo de discusión sobre qué tanto perdura la misma técnica de la adulteración o falsificación, ya que estas formas avanzaban a la par de los avances de la química y la situación socioeconómica. Por ende, las investigaciones sobre la identificación y el control tenían que seguirse construyendo.
La manipulación de los comestibles y las bebidas era detonada por factores como el crecimiento demográfico, la dificultad para trasladar los productos, el aumento de las necesidades básicas, la falta de servicios públicos, las carencias económicas, el abastecimiento excesivo, la accesibilidad a una gran variedad de productos alimenticios, la oferta alimenticia y la deficiencia en la educación moral e higiénica.
En comparación con sus profesores, Hernández reconocía que algunas de las causas más importantes eran la carencia de nociones sobre higiene de los comestibles y sobre moralidad; la ignorancia del consumidor que impedía el reconocimiento de la calidad; el interés de los comerciantes por obtener mayores ganancias económicas y evitar pérdidas en el producto ofrecido, y la falta del sentido del bien común, lo que derivaba en que:
se recurra á quitarles parte ó parte de su composición normal, lo que produce un cambio considerable en su valor nutritivo, […] muchas veces tóxica que […] se convierten en peligrosas para el organismo; punible es semejante proceder que no puede justificarse por ignorancia (lo que es excepcional), y menos aún por la mira de evitar ó atenuar pérdidas pecuniarias ó aumentar indebidamente el lucro (lo que es muy frecuente), con grave perjuicio de la sociedad.[32]
El autor consideraba que este fraude era un problema que podía resolverse mediante la orientación de la ciencia, específicamente con la labor de los médicos higienistas. Estos profesionales tenían las herramientas técnicas y los métodos para reconocer cuál era la composición de los alimentos y qué valor nutritivo tenían. El estudio bromatológico era el indicado porque delimitaría la constitución de los alimentos y las bebidas más comunes de la población, establecería de qué manera se ejecutaba el fraude alimentario y qué medidas higiénicas y legislativas sanitarias se requerían para controlar la producción, la venta y el consumo de los comestibles. De esta forma, se resolverían los daños a la salud y se establecerían los parámetros científicos para reconocer y controlar el fenómeno de la modificación.
En este periodo, la labor de los médicos en el estudio de los alimentos convivió con la participación de los farmacéuticos egresados de la Escuela Nacional de Medicina. El trabajo de estos profesionales fue fundamental en el reconocimiento de la calidad y la pureza de los alimentos y las bebidas, a través del análisis químico, debido a su formación químico-bacteriológica y a su desempeño dentro de los servicios públicos y privados (en laboratorios e inspección sanitaria).[33] Estas actividades fueron indispensables en su proceso de profesionalización porque cimentaban su labor y su importancia en el medio científico; en este caso, en la ciencia de los alimentos.
Parte de la tarea de los farmacéuticos consistía en analizar y establecer el contenido y la composición química de los comestibles y qué métodos técnicos podían emplearse para dicho reconocimiento. En uno de los apartados de La Nueva Farmacopea Mexicana 1896 de la Sociedad Farmacéutica Mexicana, Alfonso Herrera y Alfonso L. Herrera realizaron un desglose del análisis de los productos naturales, vegetales, animales y minerales, en donde integraban las formas comunes de adulteración y falsificación.[34]
El objetivo era evitar la degradación de la calidad y la pureza,[35] debido a que desencadenaba daños a la salud de la población (como intoxicaciones o la muerte). El profesor farmacéutico Francisco Patiño mencionaba que su actividad era realizada desde el sector privado y consistía en analizar y verificar la composición de los alimentos, porque eran aptos para todo género de falsificaciones.[36] A través de este servicio, los profesionales legitimaban los negocios de los comerciantes y fortalecían la confianza entre los consumidores. Sin embargo, su trabajo quedó limitado a esas funciones, debido a que los médicos higienistas eran los encargados de establecer las soluciones respectivas al control y la regulación de las prácticas alimenticias y el cuidado de la higiene.
Con referencia a lo anterior, en la primera década del siglo XX, los médicos higienistas continuaron con la búsqueda de control y poder dentro de los estudios referentes a la adulteración, la alteración y la falsificación en la venta de alimentos en el comercio de la ciudad de México, en pos de lo cual, los facultativos emplearon herramientas para una mayor cobertura y buenos resultados. En este escenario, apareció el estudio bromatológico de Susano Hernández, quien realizó el análisis de varios comestibles esenciales en los hábitos alimenticios de los habitantes de la ciudad de México y definió cuál era su composición y sus características organolépticas (textura, consistencia, color, olor y sabor).[37]
El análisis bromatológico de los comestibles y las bebidas se realizó de forma descriptiva, definiendo cuál era la dieta que el autor consideraba elemental dentro del consumo y la forma en que este comprendía el fenómeno del fraude alimentario y los vínculos con la higiene de la alimentación. Uno de los primeros productos de origen animal analizados fue la mantequilla, la cual señaló que debía caracterizarse por proceder exclusivamente de la grasa retirada de la leche de vaca, ser poco colorida, tener un perfume ligero y sabor delicado (véase Imagen 1). El método autorizado para su conservación era la adición de sal.[38] La forma de alteración más común era el desarrollo de ciertos microorganismos al exponerse al aire y la luz, que ocasionaba la acidez del producto y la desintegración de la caseína, con formación de amoniaco. Durante el proceso de fabricación de la mantequilla, los productores practicaban la adulteración mediante la adición de aceites vegetales (algodón y avellana) y grasas (margarina, manteca de coco o vegetalina), plantas (cúrcuma), especias (azafrán) y, en casos extremos, colores de anilina tóxicos, para darle su aspecto físico característico. También se empleaban antisépticos en la conservación de esta sustancia.[39]
Por otra parte, el Dr. Hernández analizó los huevos y definió que sus características principales eran su transparencia y la aureola rojiza observable en contraposición a la luz. Normalmente, en la venta al público consumidor, la adulteración y la falsificación se cometían cuando eran preparados en algún platillo, debido a que eran combinados con colorantes como el azafrán, la cúrcuma, el cromato de plomo o la berberina, para semejar la pigmentación del huevo.[40] Es interesante cómo el autor resaltaba el uso constante de productos minerales y sustancias químicas, los cuales eran analizados y puestos en la mesa del debate por los farmacéuticos.[41] Esta descripción deja entrever la facilidad de acceso a los elementos agregados y la generalidad de la práctica de la modificación en el comercio de alimentos para obtener mayores beneficios, ya que no solo partía de la materia prima, sino que también ocurría en la preparación de la comida.
Por otro lado, la composición y la calidad de la carne debían caracterizarse por ser una porción muscular de los animales, sin materias anti- sépticas, compuestos metálicos, ptomaínas, toxinas, materias infecciosas ni parásitos. Este alimento era considerado alterado cuando perdía su frescura y existía presencia de parásitos no microbianos y microbios (el bacilo de la tuberculosis y la bacteridia carbonosa) en alguna parte del cuerpo del animal, los cuales eran difíciles de ver a primera vista. Su calidad era modificada cuando procedía de animales fatigados, asfixiados o sangrados en extremo, lo que ocasionaba productos tóxicos que daban lugar a intoxicaciones alimenticias.
En el estudio bromatológico, el médico higienista consideraba que la carne conservada podía ser peligrosa por haber sido fabricada con carnes malsanas, descompuestas o sin una adecuada esterilización, mal condimentada, elaborada sin limpieza, o por contener compuestos metálicos (plomo o estaño), provenientes de la caja en la que era guardada. Esta declaración del autor ponía en tela de discusión los discursos de la modernidad alimentaria difundidos por otros médicos higienistas y las compañías refrigeradoras, quienes argumentaban que la tecnología y la industria resolverían los problemas de salubridad pública y la calidad del producto.[42]
Asimismo, en muchas ocasiones, los avances científicos permitían que los alimentos fueran modificados únicamente en beneficio del vendedor o productor y no de la población consumidora, pues se favorecían las perturbaciones gástricas y las intoxicaciones. Cabe aclarar que el propio autor no contempló las adulteraciones y los fraudes cometidos con la carne en la elaboración de comida, los cuales eran muy cuestionados en la prensa.[43]
Dentro de los alimentos modificados también estuvo presente el chocolate, el cual debía componerse de semillas de cacao descortezadas, torrificadas y trituradas con azúcar de caña pulverizada. No obstante, debido a la popularidad de su consumo en la población y en los estudios higienistas, Susano Hernández, con apoyo del trabajo de Domingo Orvañanos, describió que las falsificaciones más comunes estaban basadas en la mezcla con materias grasas extrañas y minerales. Esta descripción representaba el intercambio constante entre científicos como forma de legitimar sus ideas y reafirmar su figura dentro del sector.
A raíz de las descripciones del médico, es posible reconocer que, a pesar del cambio constante en las formas de adulterar los comestibles, los médicos higienistas contaban con los materiales, la metodología y el conocimiento para identificarlas, ya fuese mediante la observación o a través de procesos químicos. Asimismo, se tejían redes de conocimiento alrededor de los alimentos que eran intercambiadas entre los profesionales, siendo un hábito muy común en la época. Un ejemplo de ello fue la inclusión de resultados y tablas de otras investigaciones para enriquecer los temas. En muchas ocasiones, el autor insinuaba entre líneas que las alteraciones no solo estaban condicionadas por la descomposición natural, sino también por el descuido humano en el proceso de elaboración y la falta de limpieza en las áreas de trabajo y venta.
En el caso de los productos de origen vegetal, era recurrente la venta de maíz adulterado, el cual había sido almacenado sin ventilación, por largo tiempo y en espacios sucios. Dicha práctica ocurría durante la época de cosecha (octubre y noviembre) porque los comerciantes almacenaban grandes cantidades, con la intención de sacarlo a la venta a precio elevado en los momentos de crisis. Durante su comercialización, el grano ofrecido estaba picado por gorgojos y su textura era correosa.[44]
Por otro lado, Susano Hernández indicaba que la harina de trigo de buena calidad debía verse de color blanco ligeramente amarillento, sin manchas rojas ni negras, seca, pesada, suave al tacto, de olor agradable y, al comprimirse con la mano, debía compactarse. Su alteración era visible por la presencia de hongos y porque la “harina envejecida tiene un olor y un sabor desagradables, poca cohesión, y da al tacto una sensación de pequeños grumos”.[45]
La adulteración ocurría cuando era mezclada con otras harinas de calidad inferior y se empleaba centeno, arroz, maíz o fécula de papa para sustituir el peso e igualar la textura.[46] Inclusive, los comerciantes le agregaban yeso y carbonato de calcio (cal) para disfrazar los estragos del tiempo y otorgarle su color blanco característico, sin ver perjudicadas sus ganancias. No obstante, el proceso de fraude continuaba cuando los panes y los bizcochos eran preparados con la harina adulterada y aceite de ajonjolí y nabo.
Con respecto a las bebidas, Hernández mencionaba que el café debía obtenerse a través de la infusión o el cocimiento de los granos de café previamente tostados y pulverizados. Sin embargo, al ser muy popular y recurrente por su carácter estimulante, la bebida se expendía adulterada al mezclarla con otras semillas (chicoria y cereales) durante el proceso de tostación y pulverización. Asimismo, la falsificación ocurría porque la bebida se preparaba con los restos de cafés sin terminar, que se le agregaban al recién elaborado.
El propio científico reconocía que esta práctica de falsificación en el café no era tan mala, dado que no contenía tanta cafeína, “lo que, bajo el punto de vista fisiológico puede tener ciertas ventajas”.[47] De esta forma, el estudio bromatológico aportaba a la higiene alimentaria una manera de consumir la bebida para recibir las virtudes digestivas, sin verse perjudicado por desequilibrios fisiológicos como la excitación de las funciones del cerebro y la aceleración del pulso.[48] Esta última declaración mostraba el interés de Hernández por establecer sus propias delimitaciones sobre cuáles eran las posibilidades de intervenir 23 en la composición de los alimentos, sus beneficios y sus desventajas, y hasta qué punto las modificaciones eran aceptables. Al final, la costumbre alimenticia de la población tenía más fuerza en la elección de los alimentos.
Asimismo, el estudio aportó al conocimiento bromatológico que al café se le agregaba chicoria, aunque ya se sabía que era adulterado normalmente con olotes quemados, tortillas duras o tostadas, garbanzos, arvejones, aceites, féculas, frijoles o lentejas.[49] Por otra parte, en el caso del té, este era adulterado mediante la mezcla con especies inferiores de cafeto o fresno, o por el reúso de las hojas de buena calidad. También solía agregársele yeso y sulfato de bario para aumentar el peso, y azul de Prusia con yeso con la intención de asemejarlo al té verde.[50]
Es importante resaltar que el autor dejó en claro lo significativo que era identificar el sabor y el olor dentro de los estudios bromatológicos, ya que era un método que dotaba de distinción a un alimento frente a otros y expresaba si existía fraude alimentario. Sin embargo, había ocasiones en que los consumidores consideraban aceptables estos cambios porque eran parte de sus costumbres y ya estaban habituados al sabor. Esta declaración entraba en contraposición con el pensamiento científico del momento, el cual apelaba a la implementación de la higiene de los alimentos durante la manipulación y el consumo. Por ejemplo, esto ocurría con la leche descremada, la cual era considerada institucionalmente como un fraude porque su composición no estaba aprobada. No obstante, la gente demandaba el producto porque estaba dentro de sus posibilidades y tenía una textura y un sabor familiares.
La última bebida analizada fue el pulque, y los resultados obtenidos fueron entrelazados en una red de conocimiento elaborada desde la segunda mitad del siglo XIX por diversos científicos que habían analizado y establecido su composición mediante procesos químicos. Susano Hernández destacó que el trabajo de análisis del profesor J. Donaciano Morales era un referente en su investigación.
Entre los resultados conjuntados, se había reconocido que la calidad y la pureza del líquido eran modificadas y reducidas durante el proceso de extracción y transportación, ya que el tlachiquero “al aspirar el aguamiel con el sucio acocote, mezcla cierta cantidad de saliva que puede contener [...] microbios de los diversos padecimientos de la cavidad bocal [sic]”.[51] Asimismo, los cueros utilizados para la recolección eran inadecuados porque no estaban bien aseados.
Esta bebida alcohólica era alterada por la temperatura y el ambiente, que estimulaban la fermentación, mientras que el proceso de adulteración implicaba una infinidad de procedimientos, algunos muy habituales, pero otros muy secretos. Por ejemplo, era conocido que el pulque era adulterado con agua, alcohol, sacarina, aguamiel, almidón, el jugo hilante de algunas plantas, corazones de membrillo, bicarbonato de sosa, restos de pan sin grasa y productos orgánicos, como el excremento de perro, rico en sales de cal. Su objetivo era darle más volumen y consistencia, y disimular su descomposición.[52]
Con respecto a lo anterior, el trabajo de Susano Hernández se convirtió en un referente para los estudiantes de la Escuela Nacional de Medicina interesados en el tema del fraude alimentario, los profesionales sanitarios, quienes comprendían los tecnicismos empleados y podían mejorar sus métodos de identificación durante el proceso de inspección, y también para todos aquellos inclinados a evitar el consumo de dichos productos. Esta idea se sustenta en la disposición del gobierno federal de publicar la tesis en su imprenta, lo cual es un parámetro importante para considerar puesto que muestra la posible difusión que tuvo entre el círculo médico y el público en general.
A pesar de que el autor mencionó y describió la composición y las formas en que los alimentos pueden ser adulterados, también reconoció la labor que se había efectuado desde el sector médico/sanitario por problematizar la práctica científicamente y buscar el control de esta. Sin embargo, la propia exposición y realización del estudio bromatológico de Susano Hernández evidenció la carencia de conocimientos sobre ciertos productos, ya que la especialización en algunos comestibles ocasionó el descuido del estudio de otros. Esta situación ocasionó tensión entre los discursos médicos y el autor sobre los avances encaminados al mejoramiento de la salud pública en aras de la modernidad, debido a que los resultados mostraban la existencia y el crecimiento de la práctica, pero al mismo tiempo demostraba la falta de control y las carencias de la regulación por parte de las autoridades sanitarias y los científicos. Estos comentarios fueron respaldados al momento de desglosar los artículos del Código Sanitario de 1902, enfocados en el objeto de estudio problematizado.
El médico afirmó que tanto sus ideas como las de sus colegas eran de importancia porque los conocimientos formados se conectaban con la elaboración de las normas sanitarias y la construcción de una educación alimenticia. En consecuencia, la labor de los médicos higienistas y las autoridades sanitarias permitía controlar y regular el fraude alimentario, y mantener en la mayor medida posible la pureza y la conservación de los comestibles.
Hernández enfatizó que dichos postulados legales fueron el resultado de arduas investigaciones científicas enfocadas en entender y vigilar la alteración, la falsificación y la adulteración en la venta de los comestibles. Asimismo, a raíz de la promulgación de la Ley de Pureza de Alimentos y Medicamentos en 1906 por los Estados Unidos,[53] buscó resaltar el papel de los científicos mexicanos en la unificación de normativas sanitarias enfocadas en atender ciertas prácticas alimenticias alejadas de la modernidad alimentaria. Es decir, la ciencia en México, en conjunto con el Estado, era una herramienta para la mejora social del país.
El autor reconoció que los inspectores y los agentes sanitarios de comestibles y bebidas del Consejo Superior de Salubridad atendían eficazmente la práctica engañosa. Sin embargo, la exposición y la transcripción que hizo de las normativas evidenció las carencias de las autoridades involucradas, debido a que la práctica seguía creciendo, y esto era visible en el desglose de productos, tal y como lo comentó en los objetivos de su estudio bromatológico: “Señalaré en cada caso algunos solamente de que he podido tener conocimiento, sin que tenga la pretensión de poder señalarlos todos porque son muchos y variados, […] cada individuo modifica […] sus procedimientos empleados, según los conocimientos que va adquiriendo en su punible proceder.[54]
Asimismo, la descripción de la composición de los alimentos indicaba por sí sola que las leyes de la época no contemplaban otras múltiples formas de modificación, ya que solo abarcaban una pequeña gama de ellas y dejaban de lado las demás.
Igualmente, el autor dejó ver la importancia que tenía continuar con la educación higiénica para los comerciantes y los consumidores, porque “siendo ardua y difícil la tarea de ellos, necesario es que los mismos consumidores presten su valiosa ayuda señalando el fraude”.[55] Es decir, era necesario formar consumidores capaces y responsables de conocer e identificar qué debían consumir y cuáles eran sus posibles consecuencias en su salud. Además, sería posible controlar y normar los cuerpos sociales y el tipo de consumo. Entre los objetivos buscados estaba el que Hernández advirtió: “es importante difundir entre las gentes los peligros a que [se exponen por] la ingestión de alimentos descompuestos por cualquiera de los medios ya indicados, así como también las garantías que prestan las leyes a este respecto”.[56]
A manera de conclusión
Dentro de la búsqueda de la ciencia médica por construir y mantener una sociedad con cuerpos sanos, el crecimiento de la práctica de la adulteración, la alteración y la falsificación en la venta de comestibles obstruía la calidad y la pureza de los alimentos y, en consecuencia, disminuían las cualidades nutritivas y la funcionalidad de los organismos en su idea de mejora social. La literatura científica en torno al fraude alimentario fue en aumento y abrió espacios de discusión que derivarían en la elaboración de normativas encaminadas al control científico de los alimentos. Dentro de esta lógica, el trabajo del médico Susano Hernández fue un reflejo del auge que estaban teniendo las investigaciones higienistas sobre el fraude alimentario a finales del Porfiriato.
La investigación de Susano Hernández se convirtió en un precedente enfocado en tratar exclusivamente el tema de la alteración, la adulteración y la falsificación en la venta de alimentos en la ciudad de México, el cual, frente a los otros trabajos de sus colegas médicos, veterinarios y farmacéuticos, no se enfocó en un solo comestible, sino que conjuntó en un mismo espacio la diversidad de formas de modificación. Con anterioridad, habían existido manuales sobre preceptos generales de higiene donde se incluía el tema de la alimentación y, dentro de estos, cuáles eran los cambios que sufrían en su composición los alimentos tras ser manipulados. Sin embargo, hasta ese momento de principios del siglo XX, no se había publicado una obra que hablase particularmente del fenómeno en la ciudad de México, al especificar y describir cuáles eran, según el autor, las formas de modificación de los comestibles más comunes y elementales en los hábitos alimentarios.
A partir de lo anterior, el propósito del trabajo de Susano Hernández fue fungir como un manual que fuese consultado por los mismos profesionistas y autoridades sanitarias. No solo buscó evidenciar los avances en el método de identificación, el intercambio de información por medio de las redes de conocimiento y la construcción de normativas sanitarias para su control, sino también criticar y exponer al ojo público las carencias que existían aún en la regularización de la práctica, ya que la pluralidad de formas de modificación mostraba en profundidad el avance y el perfeccionamiento de dichas técnicas en el comercio alimentario. Es decir, el discurso de modernidad implementado desde la ciencia no siempre traía beneficios a la salud pública.
Finalmente, el trabajo de Susano Hernández se incrustó en un ambiente de debate científico sobre la higiene de los alimentos, donde la adulteración, la alteración y la falsificación en la venta de comestibles ocupaban un lugar clave en la construcción de la salud pública en México. Esta discusión no quedó únicamente en el núcleo de la ciencia, sino que continuó en las reflexiones y los cuestionamientos dentro del sector político, comercial e industrial, tal y como lo demuestran las múltiples denuncias de la prensa porfiriana.
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Notas