ARTÍCULOS
LOS MIEDOS ENCARNADOS: EL IMAGINARIO CULTURAL DEL CUERPO EN LA CUENTÍSTICA DE MARIANA ENRIQUEZ
Incarnated Fears: the Cultural Imaginary of the Body in the Short Stories of Mariana Enriquez
Cuadernos de Literatura. Revista de Estudios Lingüísticos y Literarios
Universidad Nacional del Nordeste, Argentina
ISSN: 0326-5102
ISSN-e: 2684-0499
Periodicidad: Semestral
núm. 22, e2209, 2023
Recepción: 30/06/23
Aprobación: 17/11/23
Resumen: La propuesta creadora de Mariana Enriquez introduce nuevas figuraciones de lo femenino que van más allá de la dualidad del gótico clásico y su representación de las mujeres entre la monstruosidad y el desvalimiento. La ruptura del cuerpo –como una frontera material y primaria de la individualidad– es una de las marcas de la escritura femenina postmoderna. En este contexto, el sujeto femenino se imagina a sí mismo en un acto de creación lingüística, trasgrediendo los límites convencionales de las identidades de género para irrumpir en el imaginario cultural con nuevas representaciones inclusivas de lo feo, lo anormal, lo macabro, lo inquietante o lo terrorífico. En este artículo, se examinan tres cuentos de la autora: “Carne”, “Nada de carne sobre nosotras” y “La Virgen de la Tosquera”, como ejemplos alternativos de construcción literaria del cuerpo, en tanto que territorio específico de los miedos femeninos (in)corporados a través de los procesos de aprendizaje social y cultural.
Palabras clave: cuerpo femenino, identidades de género, literatura gótica, Mariana Enriquez.
Abstract: The creative proposal of the Argentinean author Mariana Enriquez introduces new configurations of the feminine that go beyond the duality of classical Gothic literature and its representation of women between monstrosity and disempowerment. The rupture of the body –as a material and primary frontier of individuality– is one of the marks of postmodern feminine writing. In this way, the female subject imagines herself in an act of linguistic creation, transgressing the conventional boundaries of gender identities to break into the cultural imaginary with new inclusive representations of the ugly, the abnormal, the macabre, the disturbing or the terrifying. This article looks into three stories as alternative examples of the literary construction of the body. It also offers a specific territory for analyzing (in)embodied female fears through social and cultural learning processes.
Keywords: female body, gender identities, gothic literature, Mariana Enriquez.
El lenguaje del miedo: lo siniestro femenino en la literatura de Mariana Enriquez
¿En qué consiste el imaginario simbólico del miedo desde una perspectiva de género? ¿Qué implicaciones tiene la estética de lo siniestro –contenida en el relato gótico– para resignificar culturalmente la experiencia del horror que afecta a numerosas mujeres en contextos reales? ¿Cómo se han ido definiendo históricamente los miedos femeninos desde la producción cultural o artística? Estas son algunas de las preguntas que han inspirado la elaboración de este artículo, reconociendo el modo en que el recurso a lo fantástico conlleva una ruptura de los moldes convencionales de significación, haciendo de la literatura gótica una herramienta de utilidad para explicar la realidad, en particular, aquella que viven y experimentan muchas mujeres en distintas partes del mundo.
Explicar el modo en que las desigualdades de género son exploradas en el plano artístico y cultural, mediante la representación de los aspectos más opresivos de la condición femenina, es el objeto de una crítica literaria feminista. La reflexión sistemática sobre los espacios de poder a los que acceden las mujeres dentro del universo de símbolos creado por la obra literaria tiene así un signo político. El imaginario patriarcal del miedo contribuye a reproducir las estructuras de poder que victimizan a las mujeres, por un lado, subordinándolas como simples objetos de protección a la tutela de un orden social androcéntrico, al tiempo que se las responsabiliza de los innumerables terrores cotidianos como sujetos que trasgreden las normas sociales. Más que una excepcionalidad trágica, el riesgo percibido en torno a las múltiples violencias que sufren las mujeres constituye un poderoso instrumento de control social, que tiende a desalojarlas del espacio público, reduciendo sus oportunidades de libertad y autonomía (Cobo, 2019, p. 138). Criaturas perversas o inocentes, desencadenantes o víctimas del horror, las mujeres transitan por un mundo que no les pertenece, aunque se atrevan a reformular literariamente sus miedos como una forma de conciencia radical sobre los niveles de violencia que amenazan su seguridad dentro de las sociedades. Las fronteras que traspasan las mujeres suponen siempre una alteración social y política de los espacios, las actitudes y los comportamientos femeninos. De ahí la necesidad de resignificar las historias de terror que ellas protagonizan como “narraciones políticas” (Barjola, 2018, p. 20).
Por otra parte, los miedos femeninos tienen una raíz primitiva, si se considera la génesis de los terrores que han acompañado históricamente a la humanidad en tanto que material literario, según la perspectiva lovecraftiana. Aunque las claves para representar estas pulsiones del miedo sean particulares de cada momento. Si esto vale para las historias reales, ¿qué sucede con las historias inventadas que incluyen a las mujeres como sujetos u objetos del terror? ¿Qué cuentan y cómo se cuentan estos relatos, especialmente, si son el producto de la imaginación femenina? En el análisis de la obra de Mariana Enríquez no solo cabe evidenciar el modo en que las mujeres acceden a la producción literaria de lo simbólico, sino también la forma en que integran la experiencia femenina del mundo, reconociendo la diferencia sexual y de género. La crítica literaria cumple así “una función emancipadora (…), entendida como praxis social y política” (Marc Martínez y Oñoro Otero, 2021, p. 7-8).
En su cuentística es posible identificar algunos leitmotivs presentes en la construcción de la trama narrativa, la elaboración de atmósferas o el diseño espacial de ambientes en los que se desenvuelve la acción de unos personajes, que rebasan la frontera arquetípica del monstruo, el espectro, el demonio o el vampiro. La fragmentación del relato y la disrupción de los opuestos –como en un juego de espejos, que somete las identidades a un proceso de transformación continua– supone también una redefinición de la “ambivalencia del gótico: el bien depende del mal, la luz de la oscuridad, la razón de lo irracional” (Olmedo, 2010, p. 20). Lo fantástico es así la apertura momentánea a la incertidumbre que suspende el tiempo en una vacilación (Todorov, citado en Isaza Cantor, 2006, p. 142). La realidad no se explica objetivamente por las leyes naturales y se quiebra en ese instante de asombro racionalista que precede a la conciencia subjetiva del terror. Es ahí, en esa forma de intimidad sin límites, donde “(…) se manifiestan las entidades más oscuras y peligrosas de ese reino de lo otro” (Isaza Cantor, 2006, p. 143).
El llamado gótico postmoderno combina las convenciones del género clásico y sus topoi más comunes, como la muerte, el fantasma, la casa embrujada, etc., con modalidades híbridas, rupturistas y metaliterarias (Díez Cobo, 2019, p. 50). En los cuentos seleccionados, se convocan algunos rasgos de esta propuesta renovadora del gótico convencional: en primer lugar, la presencia de las metamorfosis femeninas como una forma de dinamismo que complejiza la interioridad subjetiva de los personajes mediante la introducción de una voz narradora en primera persona que, si bien no protagoniza la trama, es testigo directo de lo que sucede y nos cuenta la historia desde su ángulo de visión. Asimismo, hay una ruptura en la composición de los espacios narrativos que genera indeterminación espacial, fijando el salto de lo normal a lo inquietante: “ese terror ante lo inexplicable que da paso al cuestionamiento del suceso, primero, y luego a la extrañeza, que puede provocar miedo” (Pellicer, 1986, p. 58). También se destaca la ambigüedad en el manejo del tiempo a través de la alusión literaria a determinados sucesos traumáticos del pasado argentino como mutaciones del horror colectivo: un ajuste de cuentas con la memoria, que no puede degradarse en las distintas formas de olvido, porque es parte ineludible del presente histórico.
Por último, cabe mencionar el modo en que se produce un cuestionamiento de los lugares comunes vinculados a la escritura femenina, orillada en los cauces habituales de la intimidad familiar, doméstica, sexual o afectiva, gracias a los recursos, al humor o a la violencia, como revulsivos de la representación cultural de sujetos femeninos activos, dotados de una extraordinaria capacidad mutante, ambigua y performática. El objetivo final es descubrir “los límites, los agujeros, las sombras de la feminidad” (Gallego Cuiñas, 2020, p. 82), como punto de partida de una textualidad disidente, que reflexiona sobre los roles normativos de género para resignificar sus principales problemáticas, dado que son los personajes femeninos quienes asumen el peso de la historia: “constructoras y destructoras, víctimas y victimarias, fanáticas y asesinas” (Gallego Cuiñas, 2020, p. 87).
Los miedos (in)corporados: la representación literaria del horror corporal
El miedo encarnado en el cuerpo del texto, el miedo hecho de palabras como cauce de las representaciones del horror corporal, se muestra en el devenir monstruoso del cuerpo de las mujeres por efecto de la violencia de género, la maternidad, la anorexia, la sexualidad o el envejecimiento. Todos estos aspectos aluden directamente a experiencias corporales femeninas, que son vistas desde el marco exploratorio de la creación fantástica, haciendo una lectura más crítica y divergente de estas realidades. Mariana Enriquez considera que el recurso al terror en la ficción literaria es una manera de poner el cuerpo en el texto. Especialmente, porque los elementos fantásticos se desenvuelven dentro de un cuadro realista que es roto por el ángulo insubordinado de la narrativa gótica.
Como indica Meri Torras Francès, considerar el cuerpo como texto no es otra cosa que entenderlo como representación (2021, p. 47). De este modo, las referencias corporales en la cuentística de Mariana Enriquez logran aproximarse al cuerpo como “un texto producido” (Torras Francès, 2021, p. 49) cargado de significaciones. La ruptura del cuerpo, como una frontera material y primaria de la individualidad, es una de las marcas de la escritura femenina postmoderna, en la que “las lindes de un cuerpo y una identidad son puestos en jaque, desbaratados de forma inquietante” (Torras Francès, 2021, p. 50). Esta voluntad femenina de transformación discursiva de los textos androcéntricos que representan el cuerpo de las mujeres obliga a la reinvención lingüística de “(…) retóricas, reglas y códigos” (Cixous, citado en Hernández Piñero, 2011, p. 176).
La geografía corporal se convierte así en uno de los planos espaciales del terror. La gestualidad y el movimiento son los medios de expresión de este viaje del cuerpo, como si fuera una anatomía del espanto: “hablar del cuerpo, frontera y juntura que separa y une al sujeto con el mundo” (Llurba, 1998, p. 27) ocupa una posición central en esta escritura del miedo. El análisis del lenguaje que reinterpreta los avatares del cuerpo femenino en la nueva ficción gótica da cuenta de los cambios operados en la escenografía corporal de los miedos de las mujeres tratados por el terror clásico. Por ello, identificar los “temas y modos de representación recurrentes” (Piñero Gil, 2013, p. 74) del género permite diferenciar la perspectiva que asumen las escritoras contemporáneas al recrear literariamente los temores de y hacia las mujeres, según sean consideradas sujetos u objetos del miedo.
En este punto, conviene destacar la célebre distinción de Ellen Moers (1979) en torno a los dos arquetipos narrativos construidos a partir de la obra seminal de Ann Radcliffe en Los misterios de Udolfo (1794), con su joven heroína perseguida entre los muros de un castillo espectral, y el aporte radical de Mary Shelley en Frankenstein o el moderno Prometeo (1818), al alumbrar una criatura horrenda que daría nombre por primera vez al monstruo. En ambos casos, la creación gótica alude a los miedos femeninos desde su más íntima corporalidad: “las heroínas góticas no están en una mansión, sino en su propio cuerpo” (Piñero Gil, 2013, p. 74).
En sus orígenes decimonónicos, esta fabulación femenina de lo espantoso no se preocupa tanto por la raíz del mal –que es el núcleo de la fantasía del terror en los escritores varones–, como por su padecimiento en la vida real. Como apunta Barbara Patrick: “las autoras góticas encontraron en los relatos de fantasmas las metáforas adecuadas para compensar y reparar las injusticias cometidas en contra de las mujeres (…). Tal y como los fantasmas hablaban desde el más allá, las escritoras hablaban desde el espacio del texto al mundo de los lectores” (2000, p. 74). Son, por tanto, miedos experienciales. Aunque después sean reelaborados simbólicamente en el texto literario por las diversas autoras, tienen un anclaje en los temores y ansiedades ligados a la existencia femenina: la sexualidad, la maternidad no deseada, el parto, la infidelidad, la dualidad o alteridad del cuerpo, el vínculo materno-filial, la muerte, etc. (Piñero Gil, 2013, p. 76).
El gótico clásico había generado sus monstruos masculinos de estampa inmortal: “la deformación y la presentación de la multiplicidad de cuerpos ambiguos (Frankenstein, Drácula, Dr. Jekyll . Mr. Hyde…) y sus espectros eran una constante esencial del movimiento” (Hidalgo Ramos, 2014, p. 246). Las monstruas imaginadas por Mariana Enriquez en la ficción postmoderna comparten esa hibridación de la identidad monstruosa, como sustancia básica del horror corporal, pero sus mujeres son reales, y representan el fruto anómalo de la cotidianeidad desbordada por un espanto común y reconocible: el de la violencia machista, la drogadicción, la pobreza, la soledad o la muerte. Tanto la tradición gótica clásica como la weird fiction de estirpe lovecraftiana se construyen sobre “la desacralización de la anatomía humana como un acto de insurrección” (Hidalgo Ramos, 2014, p. 246). Un principio que la narrativa actual también contempla a la hora de abordar la escritura del cuerpo y sus horrores. La cuestión es doble: cómo se representa el cuerpo femenino en el texto y de qué forma las nociones corporales se encarnan en la escritura (Torras Francès, 2021, p. 45) como espacios físicos del terror. El texto literario recrea así “los laberínticos espacios de la corporalidad, sus degradaciones y mortificaciones, en una estilización perversa de las imágenes corporales” (Fernández Gonzalo, 2011, p. 81). Pero también dota de subjetividad a estas mujeres “no válidas” del mundo real, en el sentido primordial de reconocer verbalmente su existencia para darle la vuelta al discurso hegemónico, y enarbolar una fantasía literaria sobre la corporalidad femenina que no se quede fuera de los márgenes normativos. Esos cuerpos extraños, enigmáticos, que sirven de soporte material a la identidad femenina en la nueva escritura de terror, “más que ser descifrados piden reconocimiento” (Torras Francès, 2021, p. 63).
Los miedos encarnados: monstruas, enfermas y desaparecidas
Si “el territorio humano por excelencia son los cuerpos” (Semilla Durán, 2018, p. 266), las corporalidades femeninas imaginadas por Mariana Enriquez pertenecen a un universo amplio que desestabiliza el paradigma de realidad consensuado socialmente (Bustos, 2020, p. 31). De acuerdo a la tipología elaborada por David Punter (2013), el género gótico contiene tres dimensiones clave: paranoia, barbarie y tabú. La ficción paranoica invita a quienes leen el relato a penetrar en un espacio ambiguo de dudas y temores compartidos. De otro lado, el concepto de barbarie hace referencia a la presencia del miedo al pasado, que se proyecta en los tiempos presente y futuro con sus fantasmagorías concomitantes, así como a la relación dialéctica entre el orden cultural hegemónico y el cuestionamiento crítico de esa normatividad a través de las representaciones alternativas del horror (Bustos, 2020, p. 30). Por último, el tabú alude a esa zona sensible a la que se aproximan quienes crean las historias de terror cuando describen la vida al límite de lo soportable.
Son tres los cuentos seleccionados para ilustrar los trastornos del cuerpo y sus desviaciones respecto de la norma estética, moral, sexual, cultural o sanitaria: “Carne”, “Nada de carne sobre nosotras” y “La Virgen de la Tosquera”. En todos ellos, están presentes las dimensiones vinculadas a la ficción gótica señaladas anteriormente –paranoia, barbarie y tabú–, que sirven para prefigurar los diversos horrores de la carne y sus metamorfosis, tales como el canibalismo, la anorexia o la sexualidad no controlada.1
En “Carne”, la autora construye unos personajes femeninos que son sujetos del miedo y la violencia. El cuento narra cómo las adolescentes Mariela y Julieta, enloquecidas por la estrella de rock Santiago Espina, se convierten en fervientes comedoras del cuerpo del cantante muerto por causas desconocidas en un hotel de Buenos Aires. Ambas serán internadas temporalmente en una clínica psiquiátrica, al tiempo que acaparan el centro de la atención mediática en todo el país. Se trata de la misma proyección televisiva que había provocado “El Espina” entre las juveniles masas femeninas con su exitosa discografía comercial y sus conciertos en vivo. “Carne” es el título de su segundo trabajo discográfico. Un álbum que reúne once canciones que recitaban las chicas en un éxtasis callejero de lágrimas y alabanzas “arrodilladas frente a los posters del Espina pegados con cinta scotch a monumentos y árboles en todas las plazas de Buenos Aires, como si le rezaran a un dios moribundo” (Enriquez, 2017, p. 127).
El cadáver de Santiago aparece parcialmente desollado y con varios tajos en el cuerpo –incluyendo el mortal de la yugular–, dispuesto junto a la nota delirante de una comunión macabra: “Carne es comida. Carne es muerte. Ustedes saben cuál es el futuro” (Enriquez, 2017, p. 127).
El cuerpo de Santiago, violentado por la propia víctima en un suicidio agónico, se transforma en un mensajero de ultratumba: su carne es un texto físico dirigido a pervivir en la memoria de sus fans, como una forma de testamento orgánico que sigue alimentando al ídolo para siempre. Entre las chicas que lo siguen –llamadas mediáticamente “espinosas” (Enriquez, 2017, p. 128)– sobresale Julieta, que tiene también su nombre tatuado en la piel: Santiago Espina son las catorce letras que le atraviesan el cuello de lado a lado como una extraña cicatriz.
Es la muerte del cantante la que une a Julieta y Mariela en una simbiosis completa: más que vecinas parecen hermanas gemelas. Las dos devorarán a la par los restos del cuerpo exhumado de Santiago hasta dejar “los huesos limpios” (Enriquez, 2017, p. 130). Su carne se convierte en el centro de una perversa comunión post mortem: unas adolescentes fanáticas consumen su cuerpo, como una forma de canibalismo atroz, que transita del fetichismo cultural al misterio religioso. El horror caníbal de las adolescentes que siguieron al pie de la letra la última voluntad de su ídolo es admirado por otras fans, que contemplan con envidia la manera en que “Julieta y Mariela estaban más cerca que cualquiera de ellas del Espina, lo tenían en su cuerpo, en su sangre” (Enriquez, 2017, p. 132).
En poco tiempo, entonarán con el cuerpo metamorfoseado por la devoción ritual sus once canciones de “Carne” transformadas en “Ellas Las Que Tenían Espinas” (Enriquez, 2017, p. 133). Cuando cumplen la mayoría de edad, seguirán guardando la memoria de las letras musicales en encuentros subterráneos con otras seguidoras: ocultas bajo tierra, en sótanos o garajes, gestan un cuerpo nuevo que es carne de la carne de Santiago. Otra versión monstruosa de la subjetividad femenina, que se traga al hombre en un acto soberano para trascender su desaparición y reencarnarse nuevamente “soñando con el futuro” (Enriquez, 2017, p. 133).
La antropofagia es un tabú en buena parte de los contextos sociales y culturales, que el relato de Enriquez transforma en rito de iniciación entre unas adolescentes decididas a superar la irreversible crueldad de la muerte. Santiago Espina pone en riesgo su cuerpo para reproducirse. Su muerte constituye el alimento de los cuerpos de sus jóvenes admiradoras: discípulas que comen y beben de ese templo orgánico que trasciende los límites de la materia en un acto de conversión masivo. Las adolescentes Julieta y Mariela se niegan a sufrir “el tormento del amor desencarnado” (Bataille, 2000, p. 28) y se apropian del cuerpo de Espina instalándolo en sí mismas después de comulgar lúcidamente con su carne. Ello demuestra el vínculo indisoluble que existe entre la violencia, el erotismo y la muerte, aunque en el relato de Enriquez el deseo ardiente y enloquecido de las protagonistas las lleve a culminar su pasión a través de una antropofagia póstuma, que es también el principio de la resurrección del ídolo muerto.
El canibalismo audaz de las muchachas permite a Santiago realizar la esencia misma de la comunión: ser uno en otros para sobrevivir transubstanciado en la carne y la sangre de las chicas, que ahora prosiguen su música en los huecos subterráneos de la ciudad de Buenos Aires. Las fans consumen el cuerpo de su ídolo musical, como mecanismo que retroalimenta simultáneamente el combustible de la fama, disparando al cantante al firmamento estelar de la cultura de masas. Santiago Espina es un objeto producido por el deseo furioso de las adolescentes “hasta el punto que ejercen de ‘panópticos’ que controlan y persiguen la vida de los famosos” (Gallego Cuiñas, 2020, p. 88).
La carne de Santiago es así la semilla que se gesta y reproduce en los cuerpos de Julieta y Mariela: abominables intermediarias o suculentas madres que dan a luz nuevamente la carne inmortal del cantante de rock, ya sea desde la oscuridad de la sepultura de la que extraen el cadáver medio podrido de Espina, o desde el lúgubre escenario en el que cantan sus éxitos musicales. La única manera de no ser devorado por el tiempo es transitar de un cuerpo a otro en una comunión infinita. Las adolescentes consiguen disolver el vínculo primordial entre la carne y el polvo (Steiner, 2013, p. 133): el cuerpo de Espina es extraído de la oscuridad de la tierra para ser otra vez sepultado en el vientre vivo de las muchachas. Ellas se convierten en la nueva morada del muerto que revive en su carne juvenil gracias a su transfiguración antropofágica.
El vínculo femenino con la reproducción se reduce a un acto carnívoro. Desde los precedentes de Mary Shelley, la fantasía gótica de alumbrar la vida a partir de las tinieblas se repite. Pero esta vez no es la ciencia –y sus mecanismos eléctricos– el medio para rescatar a un cadáver del sepulcro insuflándole vida. Las adolescentes de Enriquez se comen al cantante en un rito que recuerda a la comunión cristiana. El cuerpo del hombre muerto es un objeto poseído –como forma de renacimiento– por los cuerpos de unas muchachas decididas a ser las nuevas depositarias de su carne en trance de desaparecer. Vencer a la muerte orgánica desde la gloria de la carne temporal y sucesiva como simulacro de eternidad. Esta vinculación de las mujeres con la memoria de los muertos y los desaparecidos vuelve a tratarse en otros relatos de la autora, que insiste en su asociación de lo femenino con el rescate de todo aquello que se pierde en el tiempo y regresa bajo un hilo de continuidad, a veces remoto y espectral (Goicochea, 2013, p. 6).
En su relato “Nada de carne sobre nosotras”, Mariana Enriquez se aproxima al tema de la anorexia mediante la incorporación de uno de los tropos más comunes de la ficción gótica: la calavera. El encuentro fortuito de la protagonista con un pequeño cráneo sin dentadura es el hecho insólito que desencadena la trama del cuento. Este hallazgo accidental muestra el estado de abandono de los huesos encontrados “entre un montón de basura (…) sobre las raíces de un árbol” (Enriquez, 2016, p. 125). La calavera está a la vista de cualquiera, depositada extrañamente en la superficie y no bajo tierra, aunque conserve el vínculo con lo más profundo de la identidad colectiva.
La inscripción en letras y números –“Tati, 1975” (Enriquez, 2016, p. 125)– también rompe el anonimato. Pero la joven que la recoge de la calle, llevándosela luego a su casa, le otorga un nombre nuevo: Vera en adelante. Contrariamente, la protagonista tiene un novio con sobrepeso que la acusa de estar loca por haber recogido una calavera de la calle. La mujer la convierte en su confidente y le habla de sus problemas sentimentales: “Vera, no sé qué hago con él” (Enriquez, 2016, p. 126). Poco a poco irá completándola con diferentes accesorios: una peluca, luces de colores, collares, velas aromáticas, etc. Su pareja se asusta al ver la cabellera de pelo rubio natural que adorna el cráneo en el interior de su habitación.
Un objeto macabro que es símbolo de la muerte en casi todas las culturas adquiere en el relato la calidad de sujeto femenino luminoso, humorístico, casi vivificador. Es un personaje más: sobre él recae la acción de la mujer que la recupera de los escombros, como si fuera la imagen que aflora burlona y expectante desde el otro lado. Vera parece responder al deseo creciente de la protagonista de (in)corporarla a su vida: un cráneo animado que despierta su entusiasmo hasta el punto de interponerse en su relación con un hombre cuya anatomía es, por el contrario, un exceso de carne, un cuerpo hiperbólico y desmesurado, que ella misma debe alimentar con el coste material que ello representa. Su novio tiene un trabajo mal pagado, es una carga económica, moral y afectiva para la protagonista que termina pidiéndole “que se vaya, que junte sus cosas y deje el departamento” (Enriquez, 2016, p. 127). A continuación, toma la decisión de:
(…) empezar a comer poco, bien poco. Pensé en cuerpos hermosos como el de Vera, si estuviese completo: huesos blancos que brillan bajo la luna en tumbas olvidadas, huesos delgados que cuando se golpean suenan como campanitas de fiesta, danzas en la foresta, bailes de la muerte. (Enriquez, 2016, p. 128)
No se trata de ajustar el cuerpo al corsé de unas normas estéticas que privilegian la esbeltez hasta el extremo de alcanzar “una imagen enfermiza y deteriorada que contrasta con lo que debería entenderse por bello a la par que saludable” (Cabrera García-Ochoa, 2010, p. 224). La escritura gótica es disruptora de los imaginarios sociales convencionales para proveer de nuevos contenidos semánticos a la representación de lo corporal femenino. Las suaves curvas que adornaban la belleza de las mujeres en otros siglos eran producto del control que el orden patriarcal ejercía sobre sus cuerpos, abocados a los imperativos nutricios de la maternidad y la lactancia. En la modernidad, los cuerpos femeninos siguen atravesados de dispositivos que controlan su adecuación a las normas estéticas, pero la tendencia es la opuesta: reducir el antiguo esplendor de la carne al reducto lánguido y pasivo de la fragilidad corporal como nuevo ideal de feminidad.
La actual sociedad de consumo ha potenciado estos hábitos restrictivos en la conducta alimentaria de las mujeres. Las industrias de la publicidad y la imagen difunden masivamente los criterios de la belleza femenina movidas por intereses mercantilistas que fabrican corporalidades moldeadas racionalmente. Son parte de la autodisciplina y la capacidad de autocontrol que terminan extendiéndose a otros espacios de la vida social (laboral, familiar, etc.) (Cabrera García-Ochoa, 2010, p. 229). El diseño de un cuerpo a la medida tiene su máxima expresión en las prácticas contemporáneas del autocuidado corporal.
En este contexto, el locus de la identidad femenina está situado en el cuerpo en comparación con los hombres, que tienden a poseer una menor conciencia corporal de sí mismos (Martínez Barreiro, 2004, p. 136). Además el cuerpo de los sujetos postmodernos es un proceso abierto a una continua “revisión, cambio y transformación” (Martínez Barreiro, 2004, p. 140). Por ello mismo, puede entenderse como una obra incompleta que refleja también las incertidumbres del yo: el ejercicio, la dieta alimenticia, el maquillaje o la cirugía reconstruyen la norma estética contemporánea asociada a la salud, la belleza y el bienestar, el triple axioma de la felicidad corporal.
Sin embargo, el modelo idealizado por la dueña de la calavera no coincide con el impuesto por la sociedad. No se adhiere a dietas menos calóricas o a la práctica de ejercicio físico para tener un cuerpo más esbelto, sino al propósito de disolverlo en lo esencial: los huesos que atestiguan la memoria del tránsito de los cuerpos mortales por un mundo perecedero. El suyo no es un cuerpo dócil y disciplinado al mandato de la delgadez: un cuerpo de mujer que no es ni bello, ni fértil, ni instrumentalmente productivo, ni tampoco “un cuerpo para los demás” (Martínez Barreiro, 2004, p. 134). Todos ellos objetivos de las prácticas discursivas sobre el cuidado de la imagen corporal femenina en las sociedades contemporáneas.
El propio acto de comer es percibido de un modo diferencial según el género. Mariana Enriquez reformula literariamente los contenidos de la conducta alimentaria masculina a través del personaje del novio. La misma actitud social que estigmatiza la glotonería en las mujeres –ligada a trastornos compulsivos, ya sean físicos o psicológicos (Cabrera García-Ochoa, 2010, p. 232)– tiende a minimizar los excesos de la alimentación en los hombres, como respuesta lógica a la necesidad de consumir una mayor cantidad de alimentos para conservar su vigor, fuerza y resistencia. La publicidad de la industria de comida rápida hace uso de eslóganes básicos que apelan directamente a la ingesta de carne como atributo de masculinidad. En 2006, las autoridades sanitarias españolas retiraron una campaña de la cadena estadounidense Burger King por promocionar el consumo de hamburguesas de más de 1000 calorías bajo el lema: “Come como un hombre, ¡hombre!” (Cabrera García-Ochoa, 2010, p. 232). La otra cara de la delgadez femenina es el sobrepeso masculino, entendido como un trasunto corporal de las sociedades materialistas, representado por el novio gordo y flácido, que es una muestra de la carnalidad superflua frente a la hermosa calavera. La inclinación anoréxica de la protagonista culmina en el canon estético de la muerte: el cuerpo descarnado o el bello esqueleto. Pero el trastorno de la conducta alimentaria que sufre el personaje tiene raíces más profundas. Mariana Enriquez resignifica la delgadez como una disputa simbólica por la memoria de los huesos que yacen ocultos bajo los pies, abandonados al anonimato como una forma de olvido premeditado.
El cuerpo se desvanece así al mitigar el peso de la carne que cubre los huesos gracias al ayuno. La carne es algo tan innecesario que “quedarse en los huesos”, en sentido literal, es como desvelar a fuerza de despojamientos la verdadera identidad. En una simbiosis entre la protagonista y su calavera, la primera quiere enflaquecer al tiempo que se propone completar la osamenta de la segunda: encontrar, finalmente, los huesos que le faltan a ese esqueleto incorpóreo coronado por un cráneo sin dentadura. Ese es su deseo más extraño y convincente: “(…) quiero estar sola porque ahora me tiene angustiada la incompletitud de Vera. No puede seguir sin dientes, sin brazos, sin columna vertebral” (Enriquez, 2016, p. 129).
La narradora es consciente de que el resto de los huesos desaparecidos son irrecuperables. Mientras tanto se pregunta cómo reemplazará los que faltan y dónde se abastecerá de ellos, admitiendo que la costumbre de la muerte es una cosa del pasado. Su padre le hablaba de los osarios al aire libre: había un tiempo en el que las fosas comunes eran “piscinas de huesos” (Enriquez, 2016, p. 129), una época en la que la vida y la muerte convivían bajo el sol. No había que ocultar a los muertos de los ojos horrorizados de los vivos. Ahora los huesos son elementos disruptores y deslocalizados si no están cubiertos de tierra en espacios modernos diseñados para albergar la muerte, que excluyen su presencia ritual y visible como objetos de culto.
La autora apunta “hacia la historización de lo personal” (Steiner, 2013, p. 27). De nuevo, hay una relación femenina con el cuidado de los muertos: las mujeres guardan las tumbas de sus antepasados y restauran el orden de la memoria, recomponiendo el vínculo natural entre generaciones. Son perfectas intermediarias de la presencia irrevocable de la muerte en la vida, que nuestro tiempo ha expulsado a un espacio remoto y escondido. Las sepulturas son nuestras raíces dormidas en el tiempo, que pueden aflorar como una experiencia ensimismada –aquella que despierta Vera en la protagonista del relato– muy cercana a la revelación de la propia identidad. La calavera representa el encuentro festivo y a plena luz de los huesos como “forma primaria y perdurable” (Steiner, 2013, p. 19), frente a la espuria modernidad convertida, paradójicamente, en una realidad espectral. Concluye Mariana Enriquez:
(…) todos caminamos sobre huesos, es cuestión de hacer agujeros profundos y alcanzar a nuestros muertos tapados. (…) tengo que cavar, con una pala, con las manos, como los perros, que siempre encuentran los huesos, que siempre saben dónde los escondieron, dónde los dejaron olvidados. (2016, p. 130)
La narradora se propone llegar hasta el fondo, iniciar el descenso –prefigurado en la animalización del personaje– a esa época distanciada y primitiva en que los huesos integraban la memoria viva de las sociedades, evitando así el peligro de caer en el olvido. El cuerpo descarnado –el esqueleto– es también el duro caparazón de la muerte. En todos aquellos países donde los muertos fueron desaparecidos para eliminar su rastro de la vida, esta diáspora de los huesos viene a reproducir una suerte de desarraigo post mortem, de exilio de ultratumba, como una continua dramatización “de lo íntimo y lo público, de la existencia privada y de la existencia histórica” (Steiner, 2013, p. 26). Frente a la carne desorbitada que soportan los cuerpos en las modernas sociedades capitalistas, fruto de los excesos de un consumo complaciente y banal, perder peso es un aligeramiento de la materia sensible a la caducidad y la podredumbre. La calavera representa la esencia del memento mori, que reafirma la conciencia de la muerte en una sociedad que ha arrojado sus huesos perdidos bajo la espesura de la carne mundana y pasajera. La voluntad del personaje femenino no es la extinción anoréxica, sino el florecimiento vital de los huesos bajo la piel hasta hacerlos palpables y visibles en un mundo desprovisto de trascendencia. El esqueleto está cargado así de connotaciones positivas: la gordura es una fatalidad del cuerpo moderno que refleja la flaqueza de su espíritu. Frente a ello, Enriquez nos invita a bailar una danza macabra, porque la muerte es el espacio gozoso y lúgubre del que procedemos y al que universalmente nos dirigimos, dejándonos la carne por el camino: “Vera y yo vamos a ser hermosas y livianas, nocturnas y terrestres; hermosas las costras de tierra sobre los huesos. Esqueletos huecos y bailarines. Nada de carne sobre nosotras” (Enriquez, 2016, p. 128).
Por último, el cuento “La Virgen de la Tosquera” narra la peripecia biográfica de tres adolescentes en el trance de la iniciación al sexo en un paraje tan bello como perturbador. La utilización de un lenguaje directo y coloquial, que reproduce el habla juvenil, da consistencia a unos hechos sobre los que no hay distancia posible con sus narradoras. En este sentido, el cuento funciona a modo de discursividad grupal sobre una vivencia común, que fortalece el vínculo entre las jóvenes tras la muerte de una pareja en la laguna donde acuden a bañarse los días de verano. Mariana Enriquez siente una especial inclinación por las mujeres en edad adolescente que a menudo protagonizan sus relatos, porque es una etapa de la vida ambigua y cargada de liminalidad; un umbral repleto de incertidumbre que en ocasiones no puede ser atravesado sin peligro. Esta coyuntura crítica le sirve a la autora para contar el tránsito hacia la madurez sexual de Natalia y sus amigas, introduciendo lo siniestro en un espacio exterior que guarda correspondencia en el plano simbólico con la sexualidad del cuerpo femenino.
Las tosqueras son cavidades muy profundas y extensas generadas artificialmente para extraer un tipo de material geológico utilizado por las empresas constructoras: la piedra tosca. Al llenarse de agua parecen lagunas naturales, pero, en realidad, son pozas peligrosas en las que se forman inesperados remolinos que succionan a los bañistas hacia el interior, debido a las corrientes que surgen por el contraste de temperaturas entre las napas subterráneas y el agua de la superficie. Las tres adolescentes que protagonizan el cuento no saben nadar y una de ellas, Natalia, además es virgen. Su deseo de iniciarse sexualmente con Diego, un joven al que conocieron en Bariloche, con sus remeras de los Rolling Stone y su guitarra acústica, choca con la presencia acaparadora y deslumbrante de Silvia, otra compañera mayor que ellas, que ya ha alcanzado la independencia económica y laboral propia de la edad adulta: “(…) era nuestra amiga “grande”, la que nos cuidaba cuando salíamos y la que nos prestaba la casa para que pudiéramos fumar porro y encontrarnos con chicos” (Enriquez, 2017, p. 25).
Silvia es una figura femenina marcada por la ambigüedad. Acompaña a las muchachas en sus ritos de transición en una síntesis híbrida de los roles de madre y hermana. Es protectora y cómplice al mismo tiempo. Pero las chicas sienten una rivalidad natural hacia ella que se traduce en el deseo constante de imitarla: Silvia les enseña el camino que hay que recorrer, pero las adolescentes necesitan ir más lejos. Una envidia que emponzoña originalmente la conciencia juvenil de las muchachas: quieren ser como Silvia, pero no pueden. Su adolescencia las distancia del ser adulto, a pesar de su furia mimética. De acuerdo a la interpretación psicoanalítica, Silvia y Pedro serían un trasunto de la pareja progenitora tensionada por la atracción sexual hacia el padre y los celos concomitantes de la madre, experimentados de manera simultánea por el trío adolescente. Así lo expresa la voz narradora en primera persona del plural: “(…) la queríamos arruinada, indefensa, destruida. Porque Silvia siempre sabía más” (Enriquez, 2017, p. 26).
La aventura veraniega de nadar en la tosquera se convierte en la oportunidad de conquistar a Diego luciendo sus bellos cuerpos al sol. El cuerpo femenino es así el territorio de la disputa sexual por el hombre. Su descripción sexualizada, de acuerdo a los valores estéticos de la sociedad heteropatriarcal, muestra el sentido de la exposición visual como elemento de seducción activa: minúsculos bikinis estampados, vientres planos adornados con piercings, muslos dorados y depilados, piernas largas y fuertes, culos firmes y tobillos finísimos, pezones erizados al contacto con el agua helada de la tosquera (Enriquez, 2017, p. 32). Por el contrario, Silvia es calificada como la “negra fea” (Enriquez, 2017, p. 34) a la que el joven dedica inexplicablemente toda su atención. El texto enumera sus defectos físicos en la batalla carnal por la presa masculina:
(…) a lo mejor si veía el feo cuerpo que tenía ella, unas piernas bien macetonas (…), ninguna tenía esos jamones; el culo chato y las caderas anchas, por eso le quedaban tan mal los jeans; (…) más los pelos que nunca se depilaba bien, a lo mejor no se podían sacar de raíz, ella era muy morocha, a lo mejor Diego dejaba de gustar de Silvia y de una vez se fijaba en nosotras. (Enriquez, 2017, p. 28)
Pero Diego no les hace caso, la frontera de la edad separa a la joven pareja de unas muchachas que están en el limbo de su propio crecimiento como si fueran seres incompletos. Las adolescentes poseen esa forma de identidad fluida que no termina de desprenderse de la inmadurez. Diego les da un trato de superioridad paternal que las chicas interpretan como un signo de increíble menosprecio. La belleza de sus cuerpos no es suficiente para atraer sexualmente al hombre que las inicia en la vida adulta con la generosidad de un hermano mayor:
(…) nos enseñó a armar una cajita de fósforos, y nos cuidaba para que no nos metiéramos al agua relocas, por si nos ahogábamos drogadas. Nos ripeaba discos de las bandas que, creía, teníamos que conocer, y después nos tomaba examen, era encantador. (Enriquez, 2017, p. 30)
La visión de la mujer como soporte material de una corporalidad pura permite asimilar el espacio interior del cuerpo de las muchachas a la topografía externa de la tosquera. El cuerpo femenino es un “cuerpo sin fin, sin ‘extremidad’, sin ‘partes’ principales, (…) una totalidad compuesta de partes que no son totalidades, no simples objetos parciales, sino un conjunto móvil y cambiante” (Cixous, citado en Hernández Piñero, 2013, p. 176). La cavidad profunda de aguas peligrosas, como una superficie encantada en su inmanencia, alude simbólicamente al sexo femenino extasiado en su propia virginidad. El personaje de Natalia, con un nombre que es también una clara referencia etimológica al nacimiento de Jesús, es quien asume el liderazgo del trío femenino empeñado en madurar deprisa de la mano de Diego:
(…) queríamos a Diego para nosotras, no queríamos que fuera nuestro novio, queríamos no más que nos cogiera, que nos enseñara como nos enseñaba sobre el rocanrol, preparar tragos y nadar mariposa. De todas, la más obsesionada era Natalia. Ella era virgen todavía. Decía que quería guardarse para uno que valiera la pena, y Diego valía la pena. Cuando se le metía algo en la cabeza, era muy difícil que diera marcha atrás. (Enriquez, 2017, p. 31-32)
La autora carga de simbolismo la virginidad de Natalia, pero resignifica esta construcción sociocultural del modelo patriarcal, haciendo del objeto de la posesión masculina –el cuerpo femenino virgen– el auténtico sujeto poseedor del cuerpo del hombre deseado: el joven Diego al que Natalia quiere infructuosamente enloquecer de amor. De las tres adolescentes, ella es la más decidida para llevar sus propósitos al límite. Sus ocurrencias y actuaciones son calificadas de “locuras” por parte de sus compañeras. Introducir sangre de su menstruación en el café de Diego es otro ejemplo de posesión de la corporalidad masculina, del mismo modo que lo será su venganza por el amor no correspondido.
A diferencia de sus amigas, Natalia nunca sentirá “la terrible desazón después del crimen edípico original” (Steiner, 2013, p. 18). Aunque el cuento tenga un final abierto, podemos presuponer la muerte atroz de la pareja devorada por unos perros que son propiedad de Natalia, quien es, por otra parte, la verdadera dueña de la tosquera en la que se bañan clandestinamente Diego y Silvia. La sexualidad desbordante de las muchachas evidencia el tumulto de la vida en tres cuerpos jóvenes que actúan al unísono, movidas por un deseo colectivo que resulta tan legítimo como incontrolable:
(…) ¡si nosotras también queríamos coger, no queríamos otra cosa! (…), porque nos pasaba a todas, no era solamente la obsesión de Natalia: queríamos que Diego nos eligiera. Queríamos estar con él todavía mojadas del agua fría de la tosquera, cogiendo una tras otra, él acostado sobre la playita, esperando los disparos del dueño y correr hacia la ruta medio desnudas bajo una lluvia de balas. (Enriquez, 2017, p. 33-34)
La sexualidad femenina se afirma en toda su plenitud: el agua representa los fluidos sexuales y la tosquera es un símbolo de la vagina y el útero femeninos. Natalia es virgen en sentido literal, pero también en el plano simbólico: es portadora de una sexualidad no falocéntrica que concentra la energía vital de las muchachas –con la esencia de su actuación a coro– fuera del orden y la voluntad masculinos. Diego se convertirá en objeto de la insistencia sensual de las chicas para terminar su vida a dentelladas junto a la mujer que despierta los celos de las adolescentes. La pareja pagará muy cara la burla sistemática sobre la inmadurez (sexual) de las muchachas, incapaces de nadar gozosamente en las aguas de la tosquera. Ellas llegan sudorosas y cubiertas de polvo por el camino de tierra que lleva a la gruta de la Virgen, mientras Silvia y Diego se sumergen con sus cabezas doradas “bajo el sol, tan luminosas, y los brazos levantando surcos de agua, resbaladizos” (Enriquez, 2017, p. 34-35).
Será también Natalia la que desvele el secreto de la imagen dentro de la cueva con el falso manto blanco, que cubre el cuerpo de una mujer desnuda de color rojo con unos pezones negros (Enriquez, 2017, p. 36). Una figura mistérica en la que la propia Natalia se reconoce al contemplarla, pidiéndole a continuación un milagro. Es un anticipo de la verdad que espera agazapada al final del cuento: en realidad, Natalia es la virgen de la tosquera, no solo por la oscura sexualidad que palpita bajo la blancura de su cuerpo intacto y juvenil, sino porque es propietaria del paraje en el que disfrutan sus baños estivales la pareja y la corte de muchachas.
Mariana Enriquez se sirve del imaginario simbólico asociado al culto mariano para cuestionar el concepto de virginidad femenina y su vínculo con la tradición cristiana. Los atributos femeninos de la figura religiosa de la Virgen María forman parte de un constructo ideológico, que, en el caso de la América Hispana, representa una herencia simbólico-cultural del poder colonial (Escobar Lastra, 2012, p. 5). La Virgen de la Tosquera es una figura sincrética que vincula los ritos católicos de matriz europea con los cultos ancestrales de otras tradiciones implantadas en el continente americano, como es el caso de la Pomba Gira afrobrasileña.
Enriquez utiliza la frontera con Brasil como un ejemplo de ubicación espacial de lo bárbaro premoderno frente a la civilización que impone la razón ilustrada de la mano de los conquistadores blancos y las sucesivas oleadas de inmigración del viejo continente que formaron la actual sociedad argentina. Una tensión que se refleja en las contradicciones internas del personaje de Natalia, con el divino esplendor de su belleza eurocéntrica envolviendo un cuerpo, cuya pulsión sexual termina transfigurándose en la ferocidad de los perros: el cuerpo como una alteridad radical y perturbadora que redirige la mirada hacia su propio descentramiento. Y ello con el propósito de vislumbrar el extrañamiento de los límites: lo monstruoso nace precisamente de ese trastorno de las normas que sitúan al cuerpo al margen del conocimiento, como algo “sobrante, carnal, transitorio, mortal, instintivo, bárbaro, animal, racializado, sexualizado…” (Torras Francès, 2021, p. 48).
El sexo vigoroso de Natalia es una amenaza tan poderosa como las profundas aguas de la laguna, o las fauces dentadas y rabiosas de los perros que muerden a los amantes en una forma de castigo brutal. El rojo y el negro de la estatuilla encontrada en el altar aluden directamente a los colores del sexo femenino desprovisto del manto virginal que la sociedad patriarcal impone disciplinariamente para controlar el deseo sexual de las mujeres. Las chicas afirman su sexualidad con desparpajo y contundencia: son bellas y jóvenes y desean a Diego con un hambre salvaje y adolescente. Pedro y Silvia serán comidos por los perros de Natalia: “grandes, negros, flacos y babosos” (Enriquez, 2017, p. 38). Una posesión de la carne que sirve a la muchacha virginal, aunque sea de manera vicaria, para conquistar el cuerpo amado y destruir a la amante rival, mostrándoles a ambos que no han comprendido el fondo del asunto: “vos sos una negra culo chato, vos sos un pelotudo ¡y ellos son mis perros!” (Enriquez, 2017, p. 38).
Natalia es implacable en su sentencia de muerte. Tiene algo de ángel justiciero: expulsa del paraíso a una pareja de amantes desgraciados para restaurar el orden en sus dominios. La laguna brillante en la que nadan Diego y Silvia con su estricto consentimiento es luego defendida por unos perros que vuelven a poner las cosas en su sitio: “(…) y, de repente, empezaron los rugidos de hambre o de odio, no sabíamos. Lo que sí sabíamos, de lo que nos dimos cuenta, porque era tan obvio, era de que los perros ni nos miraban” (Enriquez, 2017, p. 38).
Las chicas toman de nuevo la ruta hacia el colectivo con la tranquilidad de las aguas de la tosquera. Sin mirar atrás. De Diego y Silvia no hay rastro. Ellas, jóvenes y lindas, aparentemente inofensivas, regresan a casa después de pasar una jornada al aire libre. El final del cuento representa el triunfo de la belleza juvenil más efusiva y cruel: la pureza es fagocitada por el ardor terrible y primitivo de unos cuerpos que dan continuidad a la vida con su temblor pánico y adolescente, mientras los cuerpos adultos perecen por su débil encauzamiento dentro de las normas sociales. Aunque la apertura del relato confirma la ambigüedad de los hechos, que es otra de las características del gótico postmoderno.
Conclusiones
La lectura de los tres relatos muestra la centralidad simbólica del cuerpo femenino como uno de los espacios narrativos de Mariana Enriquez: “deformado, mutilado, sexual” (Brescia, 2020, p. 144), y casi siempre en el trance de su propio acabamiento. El cuerpo es asediado como un territorio angustiosamente vivo que ejerce y sobre el que se ejercen múltiples violencias. Ya no es, por tanto, el límite: de la misma forma que fue desacralizado durante el gótico, ahora rompe sus tabúes (la antropofagia, el crimen, la locura, etc.) para resignificar los cuerpos periféricos que encarnan la alteridad de lo feo, lo salvaje, lo abyecto, lo grotesco, lo podrido, lo viejo. Sus personajes femeninos poseen cuerpos descentrados y contaminados, incluso las adolescentes son portadoras de una belleza corporal terrible en su desmesura. Todas ellas representan “el cuerpo peligroso que puede contagiar (…)” (Bianchi, 2010, p. 298) la enfermedad, la pobreza o la muerte. Son cuerpos desviados que simbolizan el desperdicio que hay que eliminar de la sociedad, porque se sitúan fuera de las instituciones sociales disciplinarias –como el matrimonio, la maternidad, la familia, las relaciones sexuales convencionales, etc.– (Bianchi, 2020, p. 74-75).
Desde una perspectiva de género, estos cuentos reformulan el lenguaje del miedo, entendiendo que “la invención de horrores ficticios ayuda a soportar los horrores reales” (Semilla Durán, 2018, p. 264). No solo porque atestigua críticamente su presencia dentro de la seguridad de los espacios cotidianos, sino porque sus figuraciones femeninas son polimorfas, dispersas, performáticas, disruptivas. Sus relatos –indica la propia autora– son artefactos literarios que sirven para pensar el poder de las mujeres dentro de las sociedades postmodernas: ¿cómo sobrevivir, en términos intelectuales y políticos, después de la conciencia de “(…) los límites de la identificación” (Haraway, 1991, p. 11)? La creación literaria –en especial, el terror fantástico– puede ayudar, en gran medida, a explorar los contenidos epistemológicos y políticos de esa “interrogación radical” (Haraway, 1991, p. 6), que siempre se abre como un abismo inquietante.
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Notas
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