ARTÍCULOS
Recepción: 30/06/23
Aprobación: 06/11/23
Resumen: El artículo explora de manera articulada escrituras e imágenes actuales que abordan la representación de una corporalidad amerindia, en especial la de las mujeres guaraníes, dentro de la región cultural del Gran Chaco Suramericano, a contrapelo de las maneras estatuidas desde la colonización. Se trabajan las novelas de Marina Closs La despoblación (2022), la nouvelle “Cuñataí o de la virginidad”, perteneciente a la obra Tres Truenos (2019), y Alvar Núñez. Trabajos de sed y hambre (2019), y el proyecto fotográfico de Guadalupe Miles titulado Chaco (2001/2003), a través del cual retrata el Chaco salteño, y la instalación Corollas de Claudia Cassarino (2019).
Palabras clave: cuerpo amerindio, exceso, colonialidad, morfología genital, desnudamiento.
Abstract: The article explores in an articulated manner current writings and images that address the representation of an Amerindian corporeality, especially that of Guarani women, within the cultural region of the Gran Chaco Suramericano, in contrast to the statuesque way of presenting them since colonial times. Three novels, a photographic project and an installation are taken into consideration: 1. Marina Closs’s La despoblación (2022), “Cuñataí o de la virginidad” (in Tres Truenos, 2019) and Alvar Núñez. Trabajos de sed y hambre (2019); 2. Guadalupe Miles’s Chaco (2001/2003), a portrait of the Chaco salteño; 3. Claudia Cassarino’s Corollas (2019).
Keywords: Amerindian body, excess, coloniality, genital morphology, nudity.
1. Introducción
Propongo trabajar en una zona de cruces entre escrituras e imágenes actuales y de diversa extracción, que abordan a partir de estrategias estéticas múltiples lo que en un principio, y en función de dar entrada general al tema, denominaré los registros de la corporalidad amerindia, en especial el de las mujeres guaraníes, dentro de la región cultural del Gran Chaco Suramericano, para luego, en el análisis, ahondar en los detalles que merece el concepto. El entramado de materiales por los que se desplaza el artículo está constituido por textos de Marina Closs; especialmente su novela La despoblación (2022), la nouvelle “Cuñataí o de la virginidad”, perteneciente a la obra Tres Truenos (2019b) y Alvar Núñez. Trabajos de sed y hambre (2019a). En diálogo con estas escrituras, y las imágenes corporales que construyen, se abordan una serie de elaboraciones visuales (fotografía e instalación) producidas desde la misma región, constituidas por el proyecto fotográfico de Guadalupe Miles titulado Chaco (2001/2003), a través del cual retrata el Chaco salteño, y la instalación Corollas de Claudia Cassarino (2019). Se procura analizar de qué forma reemerge mediante la imagen, tanto discursiva como visual, la herida corporal provocada por la violación y explotación colonial del cuerpo amerindio, vuelto objeto de goce (sexual y económico) de la razón occidentalista, patriarcal, capitalista y colonial (Segato, 2021; Rolnik, 2019).
La hipótesis de trabajo que el artículo propone llevar adelante plantea que las imágenes que emergen en las escrituras y artes visuales contemporáneas seleccionadas para el corpus de análisis, toman un lugar estético y político central en los procesos de elaboración crítica actual de las huellas de lo traumático. En este sentido evocan permanentemente el pasado colonial, incorporándolo a través de los mecanismos singulares del “archivo espectral”, el cual, siguiendo aquí los postulados de Carlos Jáuregui (2020), se establece como una forma oblicua de volver al pasado bajo la modalidad de un “conjuro” (p. 30). A través de él se entra en contacto con los restos fantasmáticos, errantes y polisémicos que, sin mansedumbre, vuelven para arrostrar desde la herida de los cuerpos, la historia negada de la colonialidad explotadora. Ahora bien, el carácter espectral de aquello que aparece desata una serie de imágenes de estatuto difuso, donde los cuerpos poseen un relieve granulado, sin contornos definidos, tendientes al pliegue barroco, lo que hace, en consecuencia, que nunca terminen por develarse/mostrarse del todo; en este sentido, para Jaúregui siempre tendrán una potencia insurgente con respecto a un orden estatuido de las representaciones: en este caso, al sistema de representación occidental que subsumió las corporalidades amerindias haciéndolas corresponder con una (idea de) raza y, por ende, a un valor (ontológico y económico).
En esta línea de reflexión propongo que las corporalidades de las mujeres guaraníes son re-imaginadas en los materiales del corpus a través de procedimientos estéticos y simbólicos disruptivos que quiebran el orden compositivo legitimado de la representación de los nativos, instituido por una larga tradición discursiva que se vincula a lo que Denise Ferreira da Silva (2023) señala como el relato del “siempre-ya” de una mismidad versus otredad; de un sujeto del goce versus un objeto de/para la productividad. Para Ferreira Da Silva el cuerpo del nativo fue pensado por la razón occidental y dado a la representación “desde ya, como cuerpo de la violencia, cuerpo trabajador, cuerpo linchado (2023, p. 63). Si, como sostiene Jáuregui, la escritura colonial efectuada en los cuerpos y en los textos, encripta la violencia que la hace posible, entonces, la relectura que estas obras escriturales y visuales hacen de los textos fundantes donde se inscribe la violencia colonial de manera primigenia, significará abrirse a sus asedios espectrales. Jáuregui expresa:
el espectro [que vuelve] no es el Otro [en sí], sino el otro que la mismidad guarda […] Los espectros espantan, alteran, alienan la mismidad. El retorno del espectro es entonces diferencial y político; nunca la mismidad, sino la otredad cargada de resentimiento, furia y amenaza. (p. 33-34)
Quisiera poner en relación esta idea de lo espectral como energía liberada y dislocada, con el concepto del “exceso” de los cuerpos nativos y esclavizados que señala Ferreira da Silva. El exceso como una opacidad inasimilable que sustrae a esos cuerpos de las formas de la significación moderna y occidental, constituye, en ese sentido, un principio de resistencia a la lógica del “valor” (de cambio y de uso, cual mercancía) en tanto signo exclusivo que la episteme moderna impone sobre ellos. El espectro mismo constituye una forma del exceso, representando una rebeldía frente al dictamen que separa y establece jerarquías entre lo vivo y lo muerto, o lo que merece ser recordado y lo que debiera obedecer al “gesto funerario [colonial] que entierra a los otros” (Jáuregui, 2020, p. 33).
Para Ferreira da Silva el cuerpo femenino de las nativas, negras y esclavizadas ha estado ligado a partir de la idea de Razón Universal (que comienza a gestarse en la colonización) a la explotación capitalista, es decir, a la extracción de un “valor” productivo y reproductivo para beneficio exclusivo de otros. Sus cuerpos ya se hallan “resueltos por la economía patriarcal donde ellas sólo pueden existir como objeto de deseo” (p. 59), por eso, la ecuación con la que trabaja reflexivamente Da Silva se expresa en la constatación de que para la mentalidad colonial-capitalista (que Suely Rolnik, describe como “antropo-falo-ego-logo-céntrica” [2019]) el otro racial es igual a valor más exceso (formalmente enunciada en su estudio como: “otro racial = valor + excedente”, p. 59). La tensión entre valor y exceso es incesante pero no concluyente, porque si bien este cuerpo es un lugar del que se extrae un valor, a la vez la ecuación también nos señala un exceso que no puede ser incorporado dentro de los sistemas de reproducción capitalista y de representación occidental.
A partir de este marco de reflexiones, la interrogación que lleva adelante este artículo es pensar de qué manera las imágenes escriturales y visuales del corpus trabajan con este exceso de los cuerpos de las indígenas, y, asimismo, cómo abrevan de él en tanto fuente de materiales estéticos y simbólicos inquietantes, para potenciar su efecto emancipador: lo que Ferreira da Silva denomina “un cuerpo en resistencia” (p. 67). Una salvedad se vuelve necesaria aquí: la idea de este “exceso” no se corresponde, sin embargo, con el derroche erótico bataillano al que una lectura superficial podría remitirlo, porque para Ferreira da Silva éste constituye apenas la suspensión parcial (en la medida en que el sujeto que desea nunca deja de ser masculino-blanco) de la subyugación de los cuerpos femeninos y en general, minorizados, para luego reinstaurar el poder soberano de la autodeterminación (p. 65). Por el contrario, los términos en que piensa el exceso “apunta[n] al deseo femenino en tanto lo que amenaza la realización de los objetivos jurídicos y económicos coloniales y nacionales, y aquello que no tiene lugar en la gramática ontoepistemológica que gobierna las narrativas postiluministas de la existencia” (p. 61).
Las imágenes trabajan reactivando formas mnemotécnicas tribales (Carlo Severi, 2010) a través de las cuales retornan atávicamente (Horacio Bollini, 2013) al primer plano de la representación, morfologías de la genitalidad femenina, puestas al servicio de una imaginación sobre un nuevo origen, un re-nacer fuera de la colonialidad de los cuerpos, funcionando como centro de poder femenino y energía deseante. De esta manera, son imágenes que bregan por sacar estos cuerpos del signo del trabajo/valor/productividad, y rearticularlos al horizonte del goce y el erotismo del exceso.
La estrategia de la reflexión crítica no se direccionará al análisis autónomo de cada uno de estos materiales referidos, sino que preconiza potenciar sus convergencias para hacer emerger aspectos centrales de la cuestión en torno al cuerpo de los amerindios.
2. De la desnudez al desnudamiento: la violencia colonial en los cuerpos de nativas en el Gran Chaco
Nos enfocamos en las memorias del pasado colonial pertenecientes a una sub-región precisa dentro del Gran Chaco que toca el noreste de Argentina, este de Paraguay y sur-oeste de Brasil. Ésta reviste ciertas particularidades en su proceso de colonización que serán de peso a la hora de reflexionar sobre las manifestaciones contemporáneas de aquellas violencias ejercidas en los cuerpos, si bien de manera inaugural en el Siglo XVI, que no cesaron hasta la consolidación política de los Estados-nación modernos (Meliá y Münzel, 1980) ni se han detenido hasta la actualidad.
Con su centro administrativo en la ciudadela de Asunción, las primeras exploraciones de la región con el objetivo de “conquista y descubrimiento” estuvieron comandadas por el Adelantado español Alvar Núñez Cabeza de Vaca, enviado por la Corona en 1542 con el cargo de Gobernador del Río de la Plata. Para entonces, Asunción ya se encontraba bajo el mando consensuado popularmente de Domingo Martínez de Irala, quien había participado junto a Pedro de Mendoza de la primera fundación fallida de Buenos Aires, y, luego del asedio y el hambre, huido con parte de la comitiva hacia el norte, a tierras hoy día pertenecientes a Paraguay. Una escena fundante y seminal de la relación del poder colonial con los pueblos nativos de la región se establece en estos sucesos, y quedará impresa en la materialidad de los cuerpos.
Bartolomeu Meliá observa que el asentamiento en Asunción determinó la forma de posesión y explotación de las tierras y sujetos (ambos en interrelación) a través del proceso del “cuñadazgo” (1981). Con éste, los españoles tomaban en matrimonio a las hijas de los caciques y familias indígenas de alto rango como modo de sellar un pacto que suponía el vínculo familiar y, por ende, obligaba a la ayuda mutua. Meliá hace hincapié en que ésta ya constituía una forma vincular preexistente entre los guaraníes y otras tribus, a través de las cuales establecían alianzas de protección; sin embrago, los españoles toman ventaja de ello y desvirtúan su estructura ritual en función de la llana apropiación, violación y esclavización sexual-doméstica de las mujeres indígenas.
La carencia del oro y de la plata en toda la zona del Gran Chaco, en tanto metales que, como señala Beatriz Pastor (1983), constituyeron la primera forma del botín americano para los adelantados españoles, exigió la rápida redefinición de lo que ese botín comprendería, virando en esta región hacia las cautivas guaraníes, quienes pasarían a conformar el rédito económico y social dentro de un espacio que nada “ofrecía” para demarcar las diferencias de castas militares y religiosas, más que el cuerpo de las indígenas (El Jaber, 2011, siguiendo a Cristina Iglesia, 1995, p. 46-53). Se sucede así un período marcado por el acaparamiento de las guaraníes y las diversas formas de su cautiverio. En la carta redactada por Domingo de Irala en 1541 para dar aviso de su retirada desde Buenos Aires hacia Asunción, anuncia todas las “bonanzas” que aquella ciudad prodigaría a los españoles que fueran hacia allí, teniendo un lugar especial el usufructo de las indígenas:
[…] y an dado para el servycio de los xpianos setencientas mugeres para que les syrvan en sus casas y en las rrocas, por el trabajo de las quales […] se tiene tanta abundancia de mantenimientos que no solo hay para la gente que ally reside, mas para mas de otros tres mil hombres enzima. (Martínez de Irala, 1898, p. 262-263)
La abundancia es tal que no sólo es capaz de “satisfacer” a los hombres que allí viven, sino que Martínez de Irala imagina que otros tres mil hombres también pueden hacerse benefactores (la hipérbole “más para más” es elocuente), invitando, convidando así a otros (por medio de una escritura que busca estimular la fantasía falocéntrica), al banquete corporal de las guaraníes. La cantidad apabullante de mujeres retenidas por cada español conllevó a que en otros cronistas se comenzara a comparar Asunción con el “Paraíso de Mahoma”. Cristina Iglesia (1995) observa que en la crónica de Ulrico Schmidel esta imagen está siempre aludida en los encuentros que el cronista mantiene con las mujeres indias. En Schmidel, de hecho, el relato de las aventuras asombrosas en el nuevo continente va a estar sostenida en la referencia a “básicamente […] el tráfico de indias, sometidas al trabajo esclavo en la tierra y a la servidumbre sexual” (p. 53), con lo cual el rédito, o para volver al concepto de Ferriera da Silva, el “valor” del cuerpo de las nativas es doble, porque producen para el placer y mantenimiento masculino (como dice Martínez de Irala, tanto “en las casas y en las rocas”), y producen asimismo para los sistemas de representación colonial-occidental, es decir, para otro tipo de goce que es el del lector.
Mabel Moraña piensa este lugar del cuerpo del nativo durante la colonia a partir de la idea del “servicio corporal” (2020, p. 73) que incluía la utilización sexual y afectiva específicamente de las mujeres, cuyos cuerpos entraron en un régimen de la manipulación biológica y, así, de la extracción tanto económica como lasciva de sus entrañas. Precisamente será la imagen de las concavidades uterinas y de los pliegues de las pieles y labios, la que retorne en la doble dimensión que Jaúregui piensa para los espectros coloniales: afantasmadas en tanto sublimadas por el trabajo simbólico de lo que se da a ver en ellas, pero también cargadas de sentido político, amenazantes y revulsivas.
La otredad “se convierte en tropo corporal” (Moraña, 2020, p. 69) porque frente al ojo colonial no es sino un puro cuerpo desnudo de cultura y sentido propio, es decir, fisicalidad disponible, que deber ser puesta a rendir, para sacar usufructo de la diferencia. Los debates dados en Occidente en el siglo XVI, ya sean religiosos como morales, acerca de los indígenas, giraron en torno a su estatus humano, habiendo conceso (claramente sesgado por el interés económico) sobre su “inferioridad natural” y, por ende, su “esclavitud natural” (Rolena Adorno, 2008), despejando de todo obstáculo teórico, al menos durante un período acotado, a las formas genocidas de colonización española. Estos son los marcos epistémicos sobre los que comienza a construirse una corporalidad del amerindio.
Una red de sentidos racializantes y moralizantes de “las diferencias” entre europeos y nativos construyen una representación histórica-política del cuerpo amerindio como cuerpo no-propio, desde ya carente de sentido para sí, falto de mentalidad que acompase biología y alma. Por supuesto, las consecuencias siempre procurarán ser económicas; y no se detienen en la mera apreciación cultural y filosófica.
Es en ese sentido que la desnudez escrita sobre el cuerpo indígena (quiero decir, codificada paradójicamente como su único atavío posible por parte de un sujeto que sólo puede leer en términos de diferencia y jerarquía) es la marca ontológica que lo remite a la desaprensión existencial propia del animal, que, como una extensa exterioridad tersa de pieles nada guardan para sí, que no poseen sus adentros. La primera expropiación ejercida sobre los indígenas, que culminará en la disgregación de sus universos culturales y materiales, comienza de esta forma con la acción de desnudarlos en el discurso y en los regímenes políticos de la visualidad, para que así entren en el valor productivo. La operación ideológica colonial, que calmará las tribulaciones religiosas, será avalar la idea de que desde siempre estuvieron desnudos, dados sin doblez al mundo.
Al respecto, las acuarelas del misionero jesuita Florián Paucke (1719-1780) nos permiten observar de qué manera funciona la desnudez del nativo como un código preestablecido, es decir, una convención plástica para referir a la otredad indígena dentro de la composición de los paisajes sociales y misionales que retrata. Aún tratándose de un misionero europeo cuyo manejo de las técnicas de pintura no es bueno, como ha destacado la crítica (según Alzari, “el mérito de las pinturas de Paucke radica en la combinación de una técnica escasa con un alto nivel expresivo”, 2010, p.11), aún así, los elementos básicos de la gramática representacional occidental respecto a la marcación de la diferencia y jerarquía entre europeo y nativo están sostenidos y hasta tienen mayor peso en la legibilidad del texto y en la construcción de la verosimilitud cultural que el principio artístico de la perspectiva (como se ve, desestimado por Paucke), ya para entonces ampliamente establecido en las escuelas de pintura europeas.
Paucke estuvo dieciocho años en la Reducción jesuítica de San Javier, con los pueblos mocovíes, en el Gran Chaco argentino. En el marco de esta experiencia escribió una extensa crónica ilustrada con 104 acuarelas.1 En ellas, es destacadísimo el espacio material que ocupa la desnudez del indígena.
Puede percibirse un horror vacui en algunas escenas, el cual es llenado con los cuerpos desnudos que, al carecer de perspectivismo, tienen el efecto del amontonamiento. La desnudez es parte de la gramática de representación, pero no es un temani de la crónica escrita ni de las acuarelas. Nadie en la escena montada mira la desnudez, ni los europeos ni los propios mocovíes entre ellos: no produce ninguna reacción (ni sorna, ni sorpresa, ni pudor) porque en verdad no es tal, no existe más que como lenguaje pictórico. No hay ni sensualidad ni horror ante sus cuerpos desnudos, sólo constituye una traducción de sus acciones cotidianas al plano de la imagen plástica bajo el estatus visual de la pura piel.
La genitalidad está presupuesta como, también, desnuda, al igual que el resto del cuerpo, y sin embargo no es dada a la vista aun cuando el cuerpo es expuesto frontalmente al ojo: nuevamente podemos pensar que esto sucede porque aquí no es un tema, sino una modalidad fundante de representar la corporalidad amerindia.
Mientras los misioneros y españoles aparecen vestidos, los mocovíes infinitamente desnudados para poder ser establecido en estas pinturas el principio rector de la diferencia que no es otro que el contrastede color entre la piel europea y la de los nativos. En la Figura 2, aquella en que los indígenas ponen sus cueros al servicio de cruzar a los misioneros a la otra orilla del río, se ve, además de la escena de servidumbre, este contraste que Paucke aprovecha para resaltar cuando misionero y mocoví están en un plano contiguo. De esta forma, en el detalle vemos la piel más clara del europeo y la piel oscurecida del nativo, como despejando toda duda si no fuera suficiente la dicotomía desnudo-vestido. Porque es de notar que cuando la piel del indígena no está próxima a la de un europeo, Paucke vuelve a decidirse por el tono más acalarado del rosado “universal” que emplea, mientras que cuando requiere marcar la diferencia se va hacia la polaridad entre marrones (usados en otras acuarelas para trabajar las sombras en los cuerpos) y el blanco.
La desnudez colonial es una marca de la percepción occidental, que, si bien presupone la falta de vestimenta en los otros, no es coincidente con ello. Porque se trata de una desnudez de otro tipo, más bien ontológica que implica la presunción de una pérdida de la gracia divina en este sujeto no europeo. En consecuencia, mientras la desnudez del cuerpo es un concepto que se reserva para el europeo, para hablar del cuerpo del amerindio en la colonia me remitiré a la idea del desnudamientopara poner de relieve el ejercicio de poder que implica. Por ello es posible decir que las indias estarán desnudas incluso estando vestidas. Y en este sentido, el propio Florián Paucke deja testimonio visual de que no desconocía en absoluto las vestimentas de los mocovíes, con sus nombres técnicos y sus usos, como lo atestigua la siguiente lámina:
El desnudamiento del nativo, como acción de un ojo-poder imperial, no cesa, sino que reconfigura sus métodos de escrutinio y extracción de lo que precisamente queda indefenso por estar expuesto. La violencia sin tapujos de la colonialidad,en este caso violencia positivista y cientificista, tendrá vía regia muchos siglos después en el cuerpo de Damiana Kryygi, una niña de la tribu de los Aché capturada a los tres años de edad en la selva Caaguazú, Paraguay, luego de que su familia entera fuera masacrada. Los antropólogos europeos Charles de la Hitte y Hernán Ten Katte la compran y llevan a Argentina, donde a sus catorce años será fotografiada por el médico y etnólogo alemán Robert Lehmann-Nitsche en una captura en blanco y negro, frontal, contra una pared del hospital Melchor Romero, completamente desnudada. Esta fotografía será incluida en el Informe que luego redacta para el Museo de la Plata,2 poniendo de manifiesto en él que fue gracias a “las galanterías del Dr. Korn” que pudo tomar la foto, y que “hice bien en apurarme” (1908, p. 4, énfasis mío), ya que poco tiempo después moriría. En el informe recuerda que ya Korn le había advertido que veía en Damiana un aire enfermo y triste (p. 92). Por otro lado, el etnólogo alemán se muestra sorprendido por la expresión de su libido sexual “alarmante” (1908) que no condecía con los parámetros burgueses y religiosos de las sociedades criollas. Al morir de tisis ese mismo año, Lehmann-Nitsche elabora en 1908 el informe titulado “Relevamiento antropológico de una india guayakí”, donde el desnudamiento de la indígena aché será llevado hasta el extremo de un desnudamiento óseo y de restos humanos desmembrados. Su cabeza es cercenada y enviada a Berlín, al estudio del Dr. Hans Virchow, mientras que cada uno de sus huesos son medidos (obsérvese que es medida hasta “la punta del tercer dedo”), catalogados, comparados con “las niñas europeas de la misma edad” (p. 93), y puestos tras las vitrinas del Museo de La Plata. El cuerpo de Damiana es descompuesto en una serie de mediciones antropométricas que desarticulan cualquier posibilidad de plenitud como sujeto, reduciéndola a un resto tabulado. Y de esta manera, el desnudamiento fundante de los primeros años de la Colonia adquiere hacia el siglo XX una método más perfeccionado y técnico que pone de relieve que para el poder colonial-extractivista-patriarcal y capitalista el otro indígena siempre puede ser aún más desnudado, desollado, o, como expresaba Martínez de Irala, “más para más”, puesto en el valor, tocando sus fondos anatómicos, más adentro del límite de la piel, reenviando al nativo, paradójicamente, a una exterioridad pura.
Pero la imagen final que registra el desnudamiento del cuerpo de la indígena aché ya no será siquiera figurativo, sino la imagen de una tabla perfectamente estandarizada donde se vuelcan números. Una tabla de la que, se deduce de la propia imagen, ya se disponía pre-formateada, es decir, ya impresa, quizá siendo parte de un talonario o formulario conteniente de otras muchas como ésta, para así agilizar y protocolizar la representación del cuerpo indígena; lo cual hace pensar en cuántos más cuerpos como el de Damiana Kryygi han quedado capturados en ellos.
3. Nuevos imaginarios desde el cuerpo de los nativos y otrificados
Los textos de Marina Closs, La despoblación, la nouvelle Cuñataí o de la virginidad y Alvar Núñez. Trabajos de sed y hambre, trabajan a partir de procedimientos estéticos novedosos el desnudamiento violento ejercido sobre el cuerpo de las indígenas en la región del Gran Chaco. En ellos, la memoria colonial de la violación en todas sus formas posibles a la que se ha hecho referencia anteriormente, es convocada por la narración permanentemente a través de un trabajo simbólico, mítico e imaginativo con la morfología de partes altamente significativas de la genitalidad femenina, en particular la zona vulvar, externa e interna. Ésta emerge a partir de una poética de lo espectral, que, en los términos conceptuales de Jáuregui (2020), funciona acechando, intermitentemente mostrándose y escondiéndose para de esa manera no revelar sus contornos de forma completa o precisa, sino más bien plegándose en capas de piel y sentido. Así, inquietan tanto lo dicho en el texto como lo que evocan las imágenes construidas en él. Se pone de relieve, en consecuencia, su función de umbral entre la experiencia traumática alojada en la memoria colectiva (la de la “servidumbre corporal”) y la representación de ella; un himen corpóreo que testimonia el traumatismo de la violación, himen también cultual, temporal y existencial que, lacerado, retorna, diferencial y político (Jáuregui, 2020), para re-imaginar la corporalidad de las indias en conjunción con su propio exceso. La escritura de Closs propondrá, entonces, pensar en una reapropiación plena de ese exceso siempre puesto en jaque por el otro polo, el del valor económico a ser extraído de esos mismos cuerpos.
En la novela La despoblación nos ubicamos en un espacio-tiempo que nos remite a la misión jesuita del Guayrá, la “tierra sin mal” de los guaraníes, en el siglo XVII, cuando estos asentamientos misionales eran asolados por los mamelucos portugueses que iban en busca de esclavos indígenas y negros3 en las zonas fronterizas con el Paraguay y Argentina. A esta misión se la describe señalando que “de todas las tierras felices y ermitañas, Guayrá era la estrella” (2022, p. 11).
Desde sus primeras páginas se presentan dos personajes, curas jesuitas que tenían a su cargo la dirección espiritual, evangélica pero también económica de la misión del Guayrá: el padre Jesús Maceta y Antonio Ruiz. Este último vive en la permanente mortificación mística de su cuerpo, teniendo trances y visiones atormentadoras de Jesús y otras entidades “celestiales”; los ángeles, cada noche de su vida “lo amputaban y mortificaban” (p. 16), y en otros episodios “[…] venía otra vez Jesús desde lo oscuro, y le cortaba la lengua o le cosía la boca y los ojos y luego lo asaeteaba. El dolor físico era insoportable e injusto. Además, existía ya la profecía de que su martirio sería cruel y lento” (p. 14). El Padre Antonio Ruiz se preparaba para ser Santo, esto también está establecido como su destino.
La novela trabaja así la contraposición de dos formas de vivir (en) el cuerpo, dos sentidos del hecho de tener un cuerpo que ponen en perspectiva la idea occidental y católica-colonial, asumida por el padre Ruiz, y otra experiencia de lo corporal que emerge del universo expresivo guaraní y que se coloca en las antípodas. Este otro paradigma va a estar puesto de manifiesto por el indígena Overá que llega a la misión jesuita aclamándose hermano de Jesús, para espanto de los padres y de los demás guaraníes catequizados.
Si en el misionero Antonio Ruiz el cuerpo es una fisicalidad que estorba la expresión más pura del alma, también será, aunque a su pesar, fuente de placer tanático en tanto es la única confirmación de que al morir ascenderá al cielo santificado. El valor del cuerpo aquí es claramente de otro tipo, porque provee de una ganancia pura para sí, y la “servidumbre” (a Dios) se convierte en liberación. Esta ganancia, ocasionalmente, también se derrama a los demás en la medida en que genera otro tipo producto que es el relato (el jesuita dirá que “la perfecta materialidad del alma es la escritura”, p. 62), o, como sostiene Barthes (1967, p. 54), produce una forma de la literatura occidental fundante que instituye una lectura sobre los cuerpos y que tendrá amplia incidencia en las escrituras de la región.
Antonio Ruiz sigue al maestro y fundador de la Compañía de Jesús, San Ignacio de Loyola, en sus Exersitia Spiritualia (1548) para perfeccionar su acceso a la pureza espiritual. El texto ignaciano comanda obturar el cuerpo a todo estímulo interior y exterior, para que en esa cerrazón absoluta el alma se expanda hacia adentro y quede incontaminada. Es la idea del cuerpo glorioso, redimido. En ese sentido, Ruiz pasará sus días con los ojos semicerrados, por ejemplo, caminando entre sombras, porque “la luz es engaño. El espíritu es orden” (p. 15), así, las personas apenas serán vistas por él como “siluetas rojas”, las plantas, como manchones o nubes ocres (p. 15).
Pero cuando aparece Overá en la misión, el texto ignaciano que rige las misiones jesuíticas será puesto en crisis, porque comienza a entrar en tensión con una manera de concebir el cuerpo no desde la clausura, sino por el contrario, desde una apertura que habla del desborde, el exceso. Arguyendo herejía por las supuestas fantasías que Overá tenía en su cabeza, el hecho de ser hijo de Dios, hermano de Jesús, y de haber nacido prodigiosamente de un rayo de luz metido en un cántaro, el Padre Ruiz le impone uno a uno los ejercicios ignacianos, siendo ocasión ésta de poner en escena en la narración de la novela misma una prolífica y extensa discusión filosófica en torno a las ideas sobre el cuerpo y el alma.
Uno de los primeros trabajos espirituales que debe llevar adelante para purgarse será el llamado “Evasión del alma”, y consiste en “extender el alma [vadeando] el “perímetro físico”, es decir, acallar toda manifestación del cuerpo para hacer lugar, preparar un vacío hacia donde el alma se crezca en cerrazón interna, de manera que finalmente “los sentidos están por completo girados y el alma se cierra después de haberse convertido en su propio objeto” (p. 59).
Pero Overá rechaza las ideas de Loyola, o no puede llevarlas a cabo, porque su cuerpo le dice otra cosa completamente opuesta:
para él […] el alma era una cosa fresca y terca que empujaba. Para Overá el alma no se ensanchaba hacia adentro ni se hundía, sino que hipnóticamente fluía y giraba en una especie de goce. […] el alma pulsaba hacia afuera, crecía hasta incluso separar los labios, como una canción que estuviera siempre a punto de empezar a cantarse. (p. 59)
Esta percepción hace que Overá le responda a Antonio: “en mí no queda espacio. Mi cuerpo está demasiado lleno. En donde debería estar el vacío y el silencio, está la voz” (p. 62). Con insistencia Overá procura hacer entender a Antonio que la pulsión que lo recorre es hacia un “expandirse”, “ensancharse” de los contornos del cuerpo; “su carne estaba viva y rezaba. Su piel estaba viva y rezaba” (p. 61).
Con cada ejercicio espiritual, la novela nos sumerge en ricas disquisiciones epocales que también tendrán incidencia en dos formas disímiles de concebir el estatuto mismo de la imagen, y, más extensamente, el sistema de representación visual. Mientras Antonio Ruiz le señala a Overá que Loyola nos enseña a ver, refiriéndose a que enseña a construir imágenes mentales (de espaldas al mundo, es decir, con los ojos cerrados), tan impolutas como abstractas, para, a través de ellas llegar al trance místico, Overá, por el contrario, cuando quiere ver en verdad se pone a sentir. Las imágenes que crea son afectivas y corpóreas: “Overá cerró los ojos pero no obtuvo visión de ninguna colina, sino el ruido de la sangre y el latido sostenido de su propio pecho” (p. 60). La imagen concebida desde la racionalidad occidental se impone sobre lo real ejerciendo su poder (Ruiz, por ejemplo, obliga a imaginar a Overá paisajes bucólicos de colinas y cielos níveos, al estilo europeo, donde estaría la Virgen: algo completamente inaudito para el subtrópico). Esta violencia se replica en la imagen del infierno que Antonio manda tallar a los guaraníes en el pórtico de la Iglesia, para que a través de ella se injerte el tormento y la culpa en los nativos. Pero el indígena se emplaza en la novela como un sujeto en resistencia, que frente al despotismo de las visiones supuestamente celestiales que estos misioneros europeos pretenden incrustarles en los ojos y la mente, sin un dejo de sadismo en el relato, aún en la extrema precarización de su vida y su cuerpo, el nativo elige lacerarse la mirada para rehusar participar de ese mundo atroz y ajeno que lo subyuga. De esta manera, cuando Ruiz y Maceta van al monte en busca del chamán Guarayrá le preguntan: “¿por qué tus ojos están hinchados?”, a lo que él contesta: “Porque me hice picar por avispas. El hombre se había parado frente a ellos y conversaba calmo. -¿Y por qué te hiciste picar por avispas? Preguntó desconfiadamente Antonio. -Para no tener que verlos” (p. 26). Son así dos formas de concebir la imagen, su función, su sentido y su vivencia, y que la propia novela, además de generar un espacio de reflexión sobre ellas, también va a poner en marcha.
Porque, lejos de los tormentos de la carne impuestos por el pensamiento religioso-occidental, el cual le exige al nativo precisamente no tener cuerpo más que para la mortificación terrenal (sometimiento y trabajo), y procurarse un alma mediante el vaciamiento de afectos y sentidos, Closs trabaja a través de imágenes múltiples que morfológicamente evocan al cuerpo femenino, trazando una serie de escenas de placer sexual como también de disfrute entre los cuerpos de los indígenas, que, podemos pensar en los términos de Jáuregui, conjuran y potencian el exceso ingobernable de los cuerpos subyugados por la colonia. Para ello, la novelista se sirve de elementos cotidianos provenientes de la propia cultura guaraní que tienen en ella, además de funciones prácticas, también funciones rituales en la medida en que se entrelazan a la construcción de sentidos trascendentales que reaseguran la persistencia de la comunidad. Es el caso de canastos, vasijas, tejidos.
Para Carlo Severi (2010) la imagen ocupa un rol fundamental dentro de las técnicas de memoria en las culturas no occidentales (en las acciones del memorizar y conmemorar, p. 20). Incorporadas a la temporalidad del ritual, los sistemas de iconografías tienen la función comunitaria de construir memorias y, asimismo, mecanismos que aseguren su conservación. Ellos constituyen las llamadas “artes de la memoria”, que prescinden tanto de los circuitos de la escritura como de la oralidad. Mientras la cultura occidental define netamente su memoria como “memoria escrita”, las no-occidentales se apoyan en las formas para establecer una articulación mnemónica entre imagen y palabra.
Al respecto, José Emilio Burucúa señala que la teoría de Severi se sitúa dentro de un horizonte mayor de pensamiento, y recuerda que ya Aby Warbug había nutrido esta área de reflexiones correspondiente a la “Biología de las imágenes”, una disciplina olvidada que “buscó ligar la producción de imágenes con las necesidades básicas del hombre en cuanto ser vivo” (2010, p. 5). El vínculo entre imagen y continuidad o pulsión de la vida se vuelve elemento principal en el abordaje de culturas indígenas, tradicionalmente achacadas por la mentalidad occidental como carentes de técnicas memorísticas en tanto estereotipadas como ágrafas.
Para Severi la imagen porta una fuerza mnémica que se vuelca en objetos y morfologías precisas que conforman verdaderas tradiciones iconográficas que son revividas en el ritual. Así, éstas sobreviven (esa es la función memorística) reconfigurándose, armando una “pictografía”, un conjunto de imágenes que irían en una escala morfológica de complejidad creciente y cuya finalidad es la memorización condensada de un relato, y no la transmisión codificada de un mensaje, como sería el caso occidental.
Los textos de Closs cruzan al sesgo el tiempo histórico con este otro tiempo del ritual en que algunas imágenes, o sus restos se reactivan para hacernos recordar. Una figura en particular insiste tomando diversas formas: la de una concavidad que tanto recuerda lo cósmico, es decir, el inicio de un (su) mundo arrasado, como el inicio de lo humano en los interiores uterinos de la mujer guaraní.
El trabajo estético con los canastos abre una nueva flexión afectiva y epistémica para acercarnos al universo del nativo desde sus propios términos. En la novela La despoblación el canasto aparece en conjunción con la mujer y la sexualidad. En el marco de la trama emerge este elemento cuando los habitantes de las misiones están huyendo de los mamelucos portugueses en busca de un nuevo asentamiento y, sobre todo, de resguardar sus vidas. Mientras la novela narra por un lado las cavilaciones morales del jesuita Antonio Ruiz sobre si defender a la Iglesia y así cometer el pecado mortal de dar muerte al prójimo (una cuestión que dará lugar posteriormente en el siglo XVII a la constitución de los ejércitos de indios cristianizados que tenían a su encargo defender a las Misiones), aparece en la comitiva una extraña Bei Jazmin, hija de madre Tupí y de mameluco, vestida con un traje de ángel arrebatado a alguna estatuilla de iglesia. Ella posee un magnetismo, porque parece venida de otro orden de cosas y está repleta de historias que cuenta mientras los demás la escuchan extasiados. Le piden que sea su Reina de los cantos, a lo que termina accediendo. Sus días los pasa viviendo en un canasto tan insólito como ella misma: aunque sus dimensiones no son referidas nunca, en él parece caber el mundo entero. Las personas entran y allí adentro danzan, se suceden orgías, se crea el amor. Parece tan inmenso que los que están dentro de él no se ven entre sí necesariamente: es un lugar sin cartografía real; sólo un hueco es su entrada precisa, pero lo surca la espacialidad cósmica. Overá, el hijo de Dios, Zanta, el mula que solía llevarlo en sus hombros, y Bei Jazmin, crean un lazo sexual y amoroso dentro de este canasto que pasará a ser el contenedor de sus vidas. Será un lazo de carácter fundante, después del cual Overá atravesará su apoteosis, y se hablará “de un canasto de caña iluminado por dentro y subiendo al cielo”.
El texto relata:
Se sentían expectantes, felices pero, sobre todo, muy nerviosos de lo que iba a ocurrir […] sus almas estaban haciendo ya el amor, pero sus cuerpos caían con inocencia y torpeza, el uno junto al otro […] Volvía a ella el sentimiento de lo horrible y doloroso y luego, de algo hermoso adentro de lo horrible. Quería volver a sentir algo así […] hasta que finalmente el sol brilló sobre el canasto, y Overá se volvió sobre Bel Jazmin y la besó. Y Bei se volvió sobre el mula y lo besó, y el mua sobre Overá, y así sucesivamente. (p. 266)
En su estudioLa belleza de los otros (1992), Ticio Escobar señala que en la cultura de la región, el cesto se interpreta ya no sólo como un elemento de transporte o guarda, sino como “la morada misma de lo que en él se dispone y como la propia casa o habitación de los Guaraníes” (p. 63), pero así mismo, este fondo mítico de la cestería refleja el orden sexual del mundo porque a través de los diseños de bancos y negros entrecruzados, se proyectan los principios femeninos y masculinos. Mismo la alfarería guaraní es estudiada por Escobar como un material de profundos compromisos míticos-simbólicos. En las vasijas grandes o japepo, se cocinaba la chicha para el ritual, pero también se desarrollaba la cocción de las víctimas para el ceremonial antropofágico y oficiaban asimismo de urna funeraria (p. 98).
De esta manera, son concavidades de barro, en el caso de las vasijas, o de fibra vegetal, en los canastos, que envuelven de relato a los cuerpos y la imaginación simbólica que sobre ellos se crea, para proyectarlos en un plano mítico o trascendental. En la novela todos estos elementos aparecen en una trama iconográfica que insiste en hacer presente la morfología de lo acuencado como espacio de un adentro religioso y de una hondura corporal, sobre todo femenina. Así, vemos los cestos, pero también el interior del cántaro que recibe el rayo de luz y concibe a Overá. Por otro lado, tienen un relieve especial las llamadas “madrigueras” que los guaraníes construían en el monte debajo de la tierra para llevar los huesos de sus seres queridos, para que así éstos volvieran a la vida transformados, y donde también se encontraban los altares a sus dioses “Los Padres-Huesos”. Se menciona que éstas eran grandes, pero con un pequeño hueco en la entrada por donde había que pasar reptando (Closs, 2022, p. 47). Las madrigueras funcionan como espacios de preservación de la memoria, a contracorriente de las fuerzas de la evangelización que buscaron arrasar con todas esas prácticas por considerarlas paganas.
Canastos, vasijas, madrigueras evocan profundidades anatómicas y existenciales que dan espacio espiritual a ritos de pasaje, tales como el nacer o renacer (a otra vida). De hecho, en esos textos de Marina Closs que estamos abordando, no casualmente, ante la pérdida del mundo nativo, o ante la catástrofe de la colonización, son varios los personajes que manifiestan el deseo inconcebible de “nacer otra vez”, constituyéndose en un tópico que la escritura de Closs trabaja desde el tinte de la melancolía. Una tristeza muy honda se cuela justamente en estos personajes que se sienten expuestos a la hostilidad de un mundo transformado de repente, y en el que no desean vivir. Por ejemplo, Anastasia Tatí, primera mujer de Overá, le dice a éste: “quiero volver a nacer Overá. Yo no era una mujer. Yo era una planta que un maligno ñanderú convirtió en mujer para vengarse” (2022, p. 135). Pero así también Alvar Núñez Cabeza de Vaca, cuando es llevado desde Asunción a Europa en la ruina total de su empresa de Conquista, dice “no quería noticias de nadie, sino nacer por orificio nuevo, en dirección a otro cuerpo” (2019a, p. 196). En la nouvelle Cuñataí o de la virginidad, la mujer guaraní llamada Vera Pepa desea volver a ser virgen-cuñataí, como lo era en su aldea, pero no en un sentido católico de cierta condición de pureza moral, sino en referencia a un estado carente de todo dolor, que le posibilite la reapropiación de su cuerpo. Porque en este caso es una virginidad deseada en contra del falocentrismo y el patriarcalismo. Cuando su bebé nace y llora sin parar, ésta le dice “ya está, si naciste, naciste. No es que puedas volver atrás. Es así” (2019b, p. 32). Pero en su interior, su deseo es precisamente ese que le transmite como imposible a su recién nacido. De hecho, cuando hace una lista mental de todo lo que hubiera querido para su vida, se relata a sí misma (en tercera persona):
Vera Pepa, la flaca, no se casó con nadie. Vivió en otra pureza, no la tocó ningún ser. Se salió de las manos de todos los hombres. Se pudo escapar de los profundos dolores de caer en los brazos de un marido. Se pudo escapar de la desmembración de los hijos. Del agotamiento por entrega del flujo. De perder la sangre joven, convertida en lágrimas y leche. (2019b, p. 33)
Hay una añoranza en estos deseos de volver al útero materno, a un tiempo de plenitud en el goce sin dolor del/los cuerpo/s. Son expresiones que apuntan al reencuentro con el deseo propio, incluso cuando este involucra el afán de virginidad, es decir, de restitución de un himen que coagule, como dice la propia Cuñataí, la sangre de la herida.
Las imágenes creadas y recreadas en torno a un cuerpo femenino que se percibe profundo, se entraman así con las posibilidades de revisar el sistema de representación de la corporalidad amerindia desnudada en el sentido de volcada a una exterioridad total, que sólo da a ver una tersa extensión de piel sobre la que pasan las cerdas de un pincel con acuarela más o menos amarronada, como en Florián Paucke. Las escrituras se ponen a recordar la herida colonial a partir de la circulación espectral de ciertos elementos provenientes de esos cuerpos otros, para dar lugar a una imaginación nueva que los sustraiga del régimen del valor económico. Hay un sentido político de restitución del mundo primigenio usurpado que está vehiculizado en las escrituras a través de lo que los cuerpos hacen y las imágenes que éstos crean con sus deseos. En La despoblación, Overá escucha en un claro del monte la voz de la diosa Caagüy, su madre, quien le encomienda llevar un mensaje al resto de los indígenas: “quiero que mandes este mensaje a mi nación: ¡no se preocupen más por trabajar! ¡Nunca vayan más a servir a las plantas! […] Overá, dile a mis hijos: no dejen de caminar, busquen, vayan, sigan, anden. No pidan dos veces que la tierra les regale. Llegarán un día a un sitio en el que todos estarán a salvo” (2022, p. 230).
La divinidad Caagüy alienta a los guaraníes a salir del yugo de los evangelios, del Cotiguazú y los yerbatales, y volver a su origen de pueblo nómade abandonando las misiones. Pone a rememorar así la auténtica utopía guaraní de la tierra sin mal. Esto tendrá una posterior correspondencia en la novela con la vuelta al canto por parte de los indígenas, gracias a la Bei Jazmin nombrada Reina del canto. Cantar significará el retorno a la palabra y a la vida (ñe’ẽ) arrebatada y disciplinada por los jesuitas. El hombre y la mujer son palabra, tal como expresa Overá: “El hombre al nacer se pone de pie y es una palabra que se para. […] nosotros estamos caídos, estamos tumbados, sin nuestras palabras” (2022, p. 247, resaltado propio).
Interesa el gesto de reafirmación del mundo guaraní frente al atropello occidental. En otra de sus novelas, la ya mencionada Alvar Núñez. Trabajos de sed y hambre (2019a),Closs vuelve a esta zona del Gran Chaco para reescribir la historia de la colonización de Asunción, y allí aparece insistentemente otro elemento corporal que nos permite nutrir esta misma dirección analítica, me refiero a la risa de las indias guaraníes. Cuando Cabeza de Vaca y los soldados de su comitiva se van adentrando en la selva paraguaya para arribar a la ciudadela, escuchan, entre los murmullos de la floresta, las risas de las mujeres; sonido que luego no dejará de atormentarlos. La risa de esa otra, una mujer-indígena, vuelca muchos sentidos en la narración, entre ellos su capacidad de desarmar la supuesta hombría y la gesta que estaban llevando adelante con apenas un sonido. En su ensayo “Risa y penitencia” (1968), Octavio Paz reflexiona sobre la risa tribal, en particular aquella gestualizada por las divinidades aztecas, vinculándola al orden de lo sagrado: “en el principio fue la risa, el mundo comienza con un baile indecente y una carcajada. La risa cósmica es una risa pueril […] Reír es una manera de nacer” (p. 166). Tiene gran relevancia la conexión que Octavio Paz establece entre la risa y el juego, porque la risa “niega el trabajo. Y no sólo porque es una interrupción de la tarea sino porque pone en tela de juicio su seriedad” (p. 162). De esta manera, es un gesto misterioso que dibuja otro rostro en el rostro, y restituye el tiempo de lo sagrado, arrebatando gravedad a las faenas diarias. La dinámica del reír se asemeja a la del canasto, que, como formas espectrales, se muestran y también se ocultan. La risa revela una presencia, y a la vez la esconde para que su efecto inquietante se amplifique.
Por ello, ese gesto corporal de la mujer indígena molesta, porque da cuenta de un cuerpo festivo, cuñataí-virgen, cuerpo aún no lacerado por la violencia del desnudamiento colonial. Y si algo pretenderán los españoles es acallarla. Por ello, en un pasaje de la novela, ante sus risas, los soldados dirán “Aquí, haremos las Indias como tierra firme. Las amarraremos, solares, al resto del universo. Y ya no se nos irán sopladas y riendo. Ya no se nos escurrirán por entre los dedos” (2019a, p. 65). Es el discurso de la explotación y la esclavización pergeñándose, el cual comienza imaginando cómo se hará para que dejen de reírse y de escabullirse del poderío masculino. Por otra parte, es interesante observar de qué manera la narración apela en este extracto citado a la polisemia del vocablo “indias”, la cual nos remite al paralelismo ya señalado al comienzo entre el cuerpo de las mujeres y las tierras, ambos como elementos constitutivos del botín colonial en la región.
4. Pliegues de piel, pliegues de barro y tela
En la novela Alvar Núñez. Trabajos de sed y hambre (Closs, 2019a) vuelve a aparecer la conexión iconográfica entre cuerpo de mujer y los canastos. Allí encontramos otro personaje inquietante como lo era Bei Jamin en La despoblación, en este caso es una niña llamada Boí a quien la comitiva de Cabeza de Vaca sustrae del sacrificio al que estaba destinada en su tribu, y en el que su vida iba a cobrar sentido. La niña, que pasará a ser llamada “Boí acanastada”, es cortejada por Cabeza de Vaca, quien terminará tomándola en matrimonio (p. 166) imaginando que así se cumplirá su gran destino de conquistador y Gobernador. Pero Boi en nada se muestra interesada; no habla y no cesa de adormilarse impasiblemente. Pasa sus días sin salir de su canasto, incluso cuando los soldados o Alvar le ofrecen comida para que se asome al borde del cesto, ella no se inmuta. Se orina en sus ropas y no afana en su higiene. Alvar expresa: “Yo me enluté los ojos y dije que me iba, por pudor de esposo. El aroma de inmundicia me sacaba arcadas de la conciencia. Quedé del otro lado del tabique, oyendo cómo los hombres la salpicaban. Llamábanle ‘doncella sórdida’ y ‘maravillosa mísera’, y le hacían burlas de su color de piel” (p. 137), y más adelante “ella estaba con vida de nadie, extensa e ilusoria. Arrastré la canasta por la herida que en las hojas mi camino había abierto” (p. 159).
Varios elementos se entrecruzan en la conformación de este personaje de Boi, quien, encerrada en su mutismo, parece proyectarse más bien hacia un plano mítico. Las reacciones que genera en los que la contemplan también son dignas de un ser incomprensible, inaccesible. Con el pasar de los días, Boi pondrá de manifiesto una sexualidad desbordante, cercana a la llamada ninfomanía, que acrecentará la visión de “sordidez” que los soldados tenían hacia ella. Una vez más, la manifestación del cuerpo de la mujer nativa pone en marcha la poética de la opacidad, teniendo su existencia trazos más bien furtivos. Es por ello que la articulación entre su cuerpo y el canasto, que por momentos parece ser parte constitutiva de su anatomía biológica, inseparable de ella, permite armar una serie iconográfica en torno a la morfología de la genitalidad femenina, la cual a la misma vez que es mostrada en un primer plano de la imagen, también se esconde resolviéndose en lo simbólico. Por ello su circulación en el imaginario de la narración es afantasmado y puede reavivar el terror occidental en torno al mito de la vagina dentatta, porque estas formas que hacen sistema entre sí (canasto-cántaro-madriguera), y que, siguiendo a Sívori, llaman a una memoria global (un relato), son una vulva que en la novela se reapropia de un deseo que inspira terror y fascinación a los conquistadores. El cuerpo de las nativas reaparece en Closs como un espacio de enigma, mítico, insondable en su potencia de decir y hacer. Cuando Alvar Núñez se halla preso, en una “prisión [que] estaba siempre oscura y desde ningún lugar podía probarse la existencia de nada” (p. 195), una india le lleva cada día cartas clandestinas desde afuera, después de haber sido revisada “por varios guardianes y siendo incontables veces desnudada, revisada [también] entre sus dientes, despojada de todo su pelo para que no hiciese tráficos culpables” (p. 195). Este hecho es relatado en el documento histórico escrito por Cabeza de Vaca en 1545 y titulado “Relación general”, y también aparece en los Comentarios, pero siempre en función de dejar en claro al Rey que él, Alvar Núñez, gobernador, nunca cedió a la posibilidad de alzarse contra el orden. Ahora bien, Marina Closs tuerce el signo y pone el foco en lo corporal, porque va a relatar que “sin embargo, brujería del cuerpo, [esta india] llegaba a mi habitación y sobre el catre en que yo me deshacía en dolores, ella comenzaba a rascarse la punta del pie con un dedo [y] se quitaba de entre la piel negra […] un sutilmente abollado pliego de papel” (p. 195).
Disputándole terreno a la representación de la piel desnudada como si de una lisura sumisa, sin recovecos para lo propio, se tratara –tal como en la foto tomada a Damiana Kryygi–, las producciones artísticas contemporáneas, tanto los textos de Closs como también imágenes plásticas que a continuación introduciré, parten de posicionarse desde la potencia expresiva que encierran los cuerpos nativos, y de esta manera, procuran nuevos lenguajes estéticos que no reafirmen la expoliación del sujeto colonizado, sino al contrario, que contribuyan a imaginar otras posibilidades de figuración y articulación artística/ética con sus cuerpos y su universo cultural. En este sentido, la figuración del “recoveco”, como hueco oculto, según se mire y sobre todo, según se lo muestra, es fundamental para comprender las potencias de lo que el cuerpo guarda (la risa, el deseo, el secreto místico, el goce).
En la instalación titulada Corollas (figura 9) de la artista plástica paraguaya Claudia Casarino, las formas de la tela se repliegan asistemáticamente para insinuar la morfología vulvar; son pequeñas formas individualizadas que, colocadas unas al lado de la otra en disposición romboidal, construyen una figura mayor. La tela ha sido trabajada al detalle por la artista, quien crea una “plastillera” al mezclar técnicamente tres texturas de fibra vegetal, ellas son el algodón, la arpillera y el ñandutí (Colombino [et al.], 2022, p.21), poniendo en tensión así los dos órdenes nucleares del cuerpo de las nativas que Ferreira da Silva expresaba como el valor más el exceso. Porque mientras la arpillera y el algodón envían los sentidos de la imagen al mundo del trabajo (los algodonales, los sacos o costales de yerba), siendo además texturas –sobre todo la arpillera– más bien ásperas, usadas para recubrir el cuerpo durante el trabajo arduo; el ñandutí es un bordado de encaje tradicional de las mujeres guaraníes, de suma delicadeza, utilizado en prendas especiales como vestidos de novia. El cuerpo de la mujer se muestra aquí tanto en su explotación económica como en la delicadeza del enigma: sus manos bordadoras bordean y bordan la corolla de una flor que, en el despliegue (y repliegue) de capas, no cesa de abrirse tanto como cerrarse. Para que una u otra acción tome lugar, ya que ambas están posibilitadas por propia morfología, es preciso que el deseo sea el que rija. Se da de este modo el juego barroco de la llamada inversión perceptual que politiza el límite, aquel que demarca justamente lo penetrable, como constructor de figura y como manera de hacernos vincular con lo que creemos estar viendo.
En las reducciones jesuíticas de Paraquaria, Horacio Bollini encuentra que las manifestaciones del barroco jesuítico-guaraní son múltiples, ya que advierte que éste se expresó en el cruce de materialidades provenientes de Europa con otras propias de la región, como la madera o el barro. A través de una conjunción de estéticas que nunca, a lo largo de su historia, logró acallar las tensiones artísticas internas entre el mundo occidental y el mundo guaraní, para Bollini este barroco es un barroco de lo atávico, en el que re-emergen fragmentos de formas arcaicas mediante los pliegues infinitos de los pórticos de las Iglesias jesuitas y sobre todo de las hornacinas ciegas, tan propias de esta región. Bollini observa que cada pliegue hospeda a su vez, ad infinitum, concavidades internas, sin jamás mostrar fondo, pero tampoco dando lugar al vacío (2013, p. 21). En ese sentido, el barroco jesuítico-guaraní rehúye de la abstracción lo que más que puede, porque siempre estará jalado por el peso del cuerpo; así, en todo evento barroco, sostiene el crítico, el eslabón que comunica pensamiento y forma será la corporalidad (p. 12-18).
Los propios canastos funcionan como un puro borde sin fondo: todo cabe en ellos, y al igual que las madrigueras, también son espacio del rito místico que hacia el interior donde se despliega otra nueva interioridad. Por eso es un lugar que, si bien reviste concreción en su forma externa, resulta no mapeable ni asimilable al ojo colonial. Corresponde a otro plano experiencial. Como refiere Bollini acerca de las hornacinas, se puede ver allí cómo se dirimen las relaciones entre las partes y el todo a partir de una idea de materia porosa. Son cavidades internas dentro de cavidades mayores, donde la materia trabaja desde lo interior, perdiendo la significación clara y/o inflexible del límite, porque “frente al barro del mundo ya no es posible apartar un círculo limpio de regulaciones y cánones. Se opone el lleno material y la pulsión vital […] al antiguo concepto de belleza incorpórea” (Bollini, 2013, p. 19).
En el proyecto fotográfico titulado Chaco, (2001/2003) de la artista plástica argentina Guadalupe Miles, se ven estas evocaciones morfológicas que articulan el cuerpo del nativo y, en este caso, los trazos angostados en la textura del barro. Sus fotografías retratan a las comunidades del Chaco Salteño (comunidades Wichi, Chulupi, Iowaja y Nivakle) haciendo un trabajo estético con el borde del río Pilcomayo, procurando desbordarlo (en sentidos culturales diversos) y ponerlo en situación de continuidad visual con los cuerpos indígenas. En sus fotografías, los cuerpos co-crean un paisaje que, siendo exteriorizado, sin embargo, relanza la percepción hacia un interior en esos sujetos fotografiados, y hacia un tiempo del más adentro y más atrás. Se extraen significaciones de los pliegues fanganosos propiciados por el barro, que desdibujan los límites concretos de las formas entre ser humano y el río. Esto, además de hablarnos de la convivencia singular entre las comunidades y la naturaleza, remite a las maneras difusas pero siempre inquietantes en que la espectralidad retorna, es decir, en que retorna lo atesorado en la memoria transgeneracional y transcorporal de cuerpos que se hospedan unos a otros dándose a luz desde el recuerdo compartido, y así, construyendo una experiencia propia del tiempo de la comunidad que tendrá que ver con lo lúdico en contraposición a la temporalidad del cumplimiento lineal y capitalista.
Lo lúdico, tan propio del cuerpo infantil, en las fotografías de Miles toman caminos sígnicos más hondos en la medida en que adquieren una de las modalidades de lo atávico, que trae intempestivamente al presente estratos biológicos borrados. Las imágenes aquí hacen volver, con carácter de elemento indicial de una rebeldía primaria, aquella risa de las mujeres guaraníes escondidas en el monte que desarmaba la investidura masculina y violenta de los soldados de Cabeza de Vaca en la novela de Closs, Alvar Núñez. En Miles, este gesto es llevado adelante a través de la belleza del juego, la niñez, las pictografías azarosas que termina armando por sí solo el enchastre y las relaciones de parentesco engarzadas desde el barro; todo ello dando la espalda al tiempo triste del trabajo y la eficiencia de los cuerpos indígenas que quisieron ser doblegados en pos de la modernización criolla.
El barro camufla, protege, divierte, es tan espeso que se vuelve tela, y en el empaste amarronado que termina haciendo cuando comienza a endurecerse sobre los cabellos de los niños, pieles y ropas, funge él mismo de maestro escultor. Las pequeñas divinidades divertidas, esculpidas por el propio río a su vera, nos hacen escuchar esa risa ancestral a la que aludía Octavio Paz, aquella que suspende la solemnidad de la muerte y rearticula con las esencias de lo vivo.
Es de esta manera que el barro se vuelve también vestimenta; es decir, derecho del sujeto indígena a estar ataviado en sus propios ropajes, yendo en contra de la fuerza colonizante del desnudamiento violento del otro. En estas imágenes, el fango toma el lugar del ropaje negado a éste por el sistemático desnudamiento colonial, no sólo porque cubre una piel, sino porque es el signo material de que hay otro plano hacia el interior que es propio, más hondo, encriptado, reservado para el goce de sí y de la vida con los otros. En el juego a ser pequeños dioses esculpidos al que los niños son invitados por el río, éste los pinta de un marrón no racializante, porque el juego es también el del disfraz en el que se entra a jugar esgrimiendo otro derecho: el de ser otros siendo ya (para el occidental) el Otro. Es de notar que la idea del disfraz no tribal, es decir, de usos profanos y ociosos, siempre estuvo asociada exclusivamente al blanco occidental. Aquí tiene que ver con la posibilidad de pintarse “más marrones” que el canónico marrón con que fueron históricamente codificados los indígenas chaqueños, deviniendo en un barroquismo de las añadiduras artificiales, tanto y más que las representaciones de Paucke, porque así embarrados, el barroco se espeja en el posterior retrato que hace la lente de la cámara de Miles. En síntesis, se deja expuesto, en una misma imagen, las posibilidades de ser sí mismos, y también otros, ambas denegadas.
Una misma escena es capturada con aproximadamente 250 años de distancia, haciendo de lo atávico y de los bucles barrocos una mirilla por donde poner en consideración las representaciones del cuerpo indígena hechas por sujetos occidentalizados, según éstas los desnuden o, por el contrario, los engalanen. Las figuras 1, 2 y 5 en este artículo, que refieren a las acuarelas de Florián Paucke, retratan a los mocobíes a las orillas del río, mismo que las fotografías de Miles. En las acuarelas de Paucke, el río, de límites muy concretos, es un obstáculo indeseable para el misionero, que “se ve obligado” a cruzarlo en canoas hechas de cuero tiradas por un indígena (con sus dientes o brazos, según la profundidad del río), o cargado en sus espaldas para no mojar sus ropajes eclesiásticos distintivos. Visto así ese mismo río, en concomitancia al régimen de la representación colonial que pone de manifiesto Paucke, naturaliza al nativo en el rol de servidumbre, remarcada por los tonos de pintura que delimitan el níveo blanco de toda una gama más amplia de variados marrones en degradé, según el sujeto otro esté más próximo o más alejando del misionero jesuita. Pero esta escena es reescrita por Miles, reconvirtiendo el “servicio corporal” en disfrute y solaz vital, con sus cuerpos hermanados por el ocre del mismo barro (figuras 11 y 12).
Lo espectral, como elemento político en tanto imposible de ser cercado y traducido sin resto, hace su aparición mostrando un indicio para poner bajo velo lo demás. En este sentido, una misma imagen alojará muchas otras, siendo cada una autónoma y también relacional. Guadalupe Miles trabaja en un tipo de imagen que puede ser pensada como imagen-cuenco, donde el deseo guía al ojo por entre las profundidades duferentes de lo que es dado a ver, volviendo a la idea barroca de la inversión perceptual que reagrupa los signos cada vez que se mira para que la figura se dinamice, mostrando una capa de sentido a la vez que esconde las otras. De modo que en las fotografías vemos tanto el río, como vemos lo embarrado y la retirada del agua, vemos los trazos labiales de una vulva terracota, como vemos una vasija bidimensional o una hornacina ciega en la locura de su puro plegarse en enmarcados ovales que a ningún dios celebran.
La forma genital femenina insiste como matriz del relato y de las visualidades, ocupando el lugar de un pliegue de pliegues: de las pieles y los fangos que duplica la cantidad de bordes a la misma vez que los difumina, se abre a la vez que se cierra, y así trasvasa los distintos planos del sentir. Las cavidades internas se ahuecan continuando hacia un adentro, nunca vacío y ya no más desnudado.
5. Conclusiones
El mundo empezó con una carcajada y termina con otra.
Octavio Paz
En el pliegue de la piel-lenguaje-tela-barro es pasible pensar una modalidad del barroco corporal porque en la misma forma de plegar la materia artística con la que tanto Closs como Miles y Casarino trabajan, materia que además está en el lugar del cuerpo y crea otros imaginarios de éste, acontece un pensamiento nuevo, una experiencia de contacto con el exceso que se abre desde el acervo mnemónico de las propias comunidades para romper con los sentidos coloniales dados al cuerpo del nativo. Las imágenes construidas en las escrituras, fotografía e instalación, se pliegan ellas mismas sobre la memoria del pasado para, a partir del desnudamiento del indígena que lo expone a la explotación como marca histórica, refigurar un cuerpo en situación de goce y juego.
La morfología de la genitalidad femenina traída al presente de la representación mediante mecanismos simbólicos y visuales diversos, constituye un signo central para la reafirmación del exceso de las guaraníes frente a todo intento reductivo de representación. La mostración de vulva en las tres (escritora, fotógrafa y escultora textil) deviene en desborde de materia artística, fuente de imaginarios amenazantes y, asimismo, espacio de pasaje hacia el re-nacer a un mundo sin dolor; un mundo cuñataí, reidor, expansivo.
Retorna una corporalidad indígena que se desmarca del sino de las vidas mancilladas, como también de lo pecaminoso y del cuerpo desprovisto de vestimenta usado así para propiciar el máximo rendimiento de su exterioridad pura. La opacidad de sus adentros pone en danza en las producciones culturales actuales la posibilidad de una apertura crítica hacia las formas (occidentales, metropolitanas, “blancas”) establecidas y heredadas de ver, de mostrar y hablar del indígena.
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