ARTÍCULOS LIBRES
ESCRITORAS QUE RESEÑARON TEATRO EN LAS PÁGINAS DE SUR
Female Writers that Reviewed Drama in Sur Magazine
Cuadernos de Literatura. Revista de Estudios Lingüísticos y Literarios
Universidad Nacional del Nordeste, Argentina
ISSN: 0326-5102
ISSN-e: 2684-0499
Periodicidad: Semestral
núm. 21, e2112, 2023
Recepción: 12/06/23
Aprobación: 10/08/23
Resumen:
Además de Alicia Jurado, cuatro escritoras publicaron reseñas de textos teatrales en la revista Sur en las décadas de 1950 y 1960. Son Vera Macarow, Graziella Peyrou, Fryda Schultz de Mantovani y María Luisa Bastos. Entre ellas, solo Schultz de Mantovani produjo obra dramática propia. Sin ser especialistas en el género, dejaron reflexiones de distinto valor sobre los volúmenes que observaron. Este trabajo rescata publicaciones olvidadas de autoras que hicieron colaboraciones importantes en la revista, con voces hoy silenciadas por el tiempo y por desinterés editorial, a la vez que evalúa la competencia que tenían para la tarea encomendada.
Palabras clave: teatro argentino, crítica teatral, revista Sur.
Abstract:
As well as Alicia Jurado, four female writers published theater reviews in Sur magazine during the 50’s and 60’s: Vera Macarow, Graziella Peyrou, Fryda Schultz de Mantovani and María Luisa Bastos. Among them, Schultz de Mantonvani was the only one to ever produce drama-writing of her own. Their outlook on the texts they reviewed are of varied quality. In addition, they were not specialists on the matter. This article brings back long-forgotten reviews made by important collaborators. Their voices have been recklessly silenced due to editorial neglect. The research also evaluates their relevance in drama-reviewing.
Keywords: Argentine theater, drama review, Sur magazine.
Introducción
La revista Sur de Victoria Ocampo (1890-1979), formidable empresa cultural argentina que estrechó lazos con las culturas más importantes del mundo a lo largo de sus sesenta años de tirada, tuvo una visión activa pero acotada sobre el panorama teatral de su tiempo. Hasta fines de la década de 1950, aproximadamente, el teatro local estuvo apenas presente en sus páginas. Esta actitud se revirtió por aquellos años, y se fortaleció con el cambio en la Secretaría de Redacción.
“En 1960,1 [Héctor] Murena2 [nuevo secretario de redacción de la editorial] (1923-1975) dijo que el teatro debía ocupar un lugar fijo en una revista de cultura y me llamó para colaborar allí” (Cruz, 2020, testimonio personal).3 A partir de esa fecha, aparecen las críticas de espectáculos nacionales y se sigue el trabajo de los dramaturgos locales, como Samuel Eichelbaum (1894-1967), Carlos Gorostiza (1920-2016) y otros. Manuel Peyrou (1902-1974) y Ernesto Schoo (1925-2013), entre varios estudiosos, engruesan la lista de reseñadores. En este aspecto, resulta una introducción abarcadora el resumen que propone Liliana López en su tesis de doctorado (2006). En lo que atañe a la propia Victoria, no figura en esta nómina, aunque sí fue una peculiar crítica y comentarista del cinematógrafo, que le valió póstumamente la publicación de un volumen titulado Victoria Ocampo va al cine (Paz Leston, 2015) y que no corresponde analizar en este estudio.
No obstante, Victoria fue una espectadora fiel de cuanta compañía artística extranjera pisase suelo argentino y asistía a todas las funciones. No puede decirse lo mismo respecto del teatro nacional, que no le despertaba simpatía. Tampoco en los primeros años se relacionó con actores, salvo algunos extranjeros. Según Jorge Cruz (1930-2023), en las épocas iniciales de Sur, se favorecía un teatro de ideas, el tipo de texto que uno lee como un trabajo literario, en la intimidad de su casa. Por esa razón, abundan en la revista temprana4 las reseñas de obras dramáticas publicadas, casi sin excepción foráneas. Nos sorprende ver, en la columna denominada Teatro –que figura en el Índice general de la revista–, a críticos como Jorge Luis Borges (1899-1986). Se debe a que solo evaluaban los textos escritos. Entonces, el teatro nacional padecía la falta de autores cuyas producciones resultaran comerciales, y los vaivenes políticos condicionaban la permanencia en cartel de las obras representadas.5 Los artistas de las tablas no eran “gente de escuela”; sobresalían los intuitivos y los improvisadores.6 Nada estaba más lejos del concepto de superación para el país que Ocampo pregonaba, y la gente de teatro era entendida como una comunidad inculta del medio artístico. Muy en las antípodas estaban los músicos, sobre todo los que ejecutaban repertorio clásico. Fueron bendecidos con reseñas y comentarios desde los albores mismos de la revista. También las artes plásticas tuvieron un lugar preferencial.
Estos conceptos sobre el teatro extranjero y local, los dramaturgos europeos o norteamericanos, por un lado, y los argentinos, por otro, fueron comunes entre quienes dirigían la revista y quienes publicaban las críticas. En las opiniones –algunas de las cuales se consignarán aquí–, los artistas locales se ven comparados con los representantes más sobresalientes de los movimientos teatrales de otros países. Se juzga, con frecuencia, que los artistas argentinos no están a la altura, por sus condiciones técnicas, de lo que la dramaturgia más seria exige.
Además de Alicia Jurado (1922-2011), en quien ya se enfoca exclusivamente un estudio anterior, hubo otras cuatro autoras que publicaron comentarios sobre textos teatrales. Representan un número mínimo comparado con los hombres que realizaron idéntica tarea. En el caso de las primeras, no se trata de especialistas en ese género literario. Antes bien, como otras mujeres en la publicación, difundieron y expresaron opiniones muy propias, que hoy día pueden despertar un interés especial a la luz de las nuevas y firmes conquistas femeninas en materia política, artística, social, educativa, religiosa y filosófica, por citar algunas.
Estas páginas proponen un diálogo con “Alicia Jurado escribe sobre teatro en la Revista SUR” (Montes, 2022), en que ya se aborda la situación de la crítica y la reseña dramática en la publicación señalada. Se recurre a algunos conceptos afirmados en dicho estudio, comprobables también en la tarea de estas autoras; se trabaja sobre los números de la revista en que aparecen las colaboraciones citadas, con bibliografía general sobre el llamado “grupo Sur”.
En orden, el presente análisis brinda una revisión general del trabajo y de la presencia en la revista Sur de Vera Macarow, Graziella Peyrou, Fryda Schultz de Mantovani y María Luisa Bastos; se concentra en las reseñas de teatro que publicaron; estudia dichas reseñas y las relaciona con el contexto en que fueron publicadas; conecta los conceptos de las reseñas con el estilo de trabajo de cada autora; evalúa la capacidad de valoración de la escritura teatral; traza conclusiones sobre el desempeño de estas escritoras y el impacto de su tarea en lo que se refiere a las notas teatrales, en comparación con otras publicaciones dentro de Sur.
Vera Macarow (?-1982)
Esta autora, a diferencia de las siguientes, es la única cuyo nombre es consignado de distintas formas tanto en la revista como en otros libros a lo largo de los años. No se trata de seudónimos, sino de variantes en la grafía. En el famoso Índice de Sur, aparece como Macarow y como Makarov. De esta segunda forma la nombran, más aquí en el tiempo, Edgardo Cozarinsky en su Nuevo museo del chisme (Cozarinsky, 2020, p. 9) y Daniel Balderston en Las lecciones del maestro. Homenaje a José Bianco (Balderston, 2006, p. 236), escritores que la recuerdan en sus anecdotarios. Victoria Ocampo, por su parte, la cita incluso de un tercer modo cuando le dedica su libro Virginia Woolf en su diario: “A Vera Makarow [sic], que me preguntó cómo era Virginia Woolf, esta contestación” (Ocampo, 1954, p. 7). Monseñor Eugenio Guasta (1927-2013) consigna: “…Vera Makarov, la tolstoyana y gran emigrada rusa que, antes de llegar a Buenos Aires, pasó por Sofía, Roma y París” (Guasta, 2013).
Por su parte, en el libro Victoria Ocampo va al cine, Eduardo Paz Leston la describe del siguiente modo:
Vera Macarow, crítica de origen ruso, que residió durante muchos años en la Argentina, donde murió en 1982. Colaboradora de Sur y de Lettres françaises, muy amiga de V[ictoria]. O[campo]. Conocía a fondo varias literaturas europeas y estaba familiarizada con las artes plásticas y la arquitectura del siglo XX. Sus impertinencias eran famosas y aún hoy son recordadas. (Ocampo, 1997, p. 138)
Fue una escritora políglota, culta y prolífica, que por fuera de la revista realizó traducciones importantes. Publicó en francés el cuento “Emma Zunz” (de El Aleph), de Borges (1899-1984), en Les lettres nouvelles, y volcó al español tres obras del dramaturgo J. B. Priestley (1894-1984): Edén término, El retamal y Cornelius, junto con su amiga –también colaboradora de Sur– Rosa Chacel (1898-1994).7
Dio a conocer una veintena de colaboraciones en la revista Sur entre 1944 y 1955. Mayormente, fueron reseñas de libros. Se enfocó en la literatura y la historia rusa e inglesa. En ellas se aprecian sus conocimientos sobre política, religión, arquitectura y artes plásticas. Todavía hoy sorprende la cantidad de temas que dominaba con mucha soltura. También participó de debates –que luego se publicaron– y tradujo un cuento del ruso Antón Chéjov (1860-1904), El obispo.
El número 122 la encuentra especialmente comprometida. Comenta allí dos libros acerca de Winston Churchill, otro sobre Historia británica, y un cuarto que está dedicado a Calderón de la Barca. En esta ocasión, firma Makarow. Reseña con mucho conocimiento y en forma enjundiosa el libro The allegorical drama of Calderón, del inglés Alexander Augustine Parker (1908-1989), publicado en Londres, en 1943. Se trata de un libro de ensayos sobre el trabajo del gran dramaturgo, por lo que estas páginas no consideran dicha colaboración como reseña de un texto dramático en sí. Macarow revela su conocimiento del tema, de filosofía, de teología y de los antecedentes de este estudio, al que considera muy bueno.
Alexander Parker traza el camino para su mejor entendimiento, rechazando toda apreciación parcial –racionalista, dogmática o estética– que no examine los Autos en su integridad, es decir, como dramas poéticos que al mismo tiempo son instrucción religiosa y lección moral. (Macarow, 1944, p. 64)
Cita que el catalán Ángel Valbuena (1900-1977) le devolvió a la consideración general sobre Calderón (muy envilecida en los siglos XVIII y XIX) el brillo de otrora: establece el valor del barroco como “arte puro”. “Hoy –siglo XX– en nombre del 'arte puro', del nuevo clasicismo y aun del simbolismo frente al naturalismo, volvemos todos, consciente o inconscientemente, a Calderón” (Valbuena, citado en Macarow, 1944, p. 65). Y agrega lo siguiente:
Pasando a La vida es sueño –ejemplo de Auto puramente dogmático y que casi nada tiene de común con la celebérrima comedia del mismo–, Parker nos indica el camino por el que Calderón logró resolver los arduos problemas inherentes a la dramatización de conceptos abstractos sin base empírica. (Macarow, 1944, p. 67)
Aborda con igual claridad la teología como las especificidades escénicas propias del texto:
Algunas observaciones muy acertadas y pertinentes sobre el carácter general del sistema teológico de Calderón –más bien augustiniano que tomista– y sobre los medios estilísticos y escénicos que emplea con tanta felicidad, completan el estudio de los tres dramas.8 (Macarow, 1944, p. 67)
Al fin y al cabo, traductora de fuste, no puede evitar reconocer el mérito de Parker en el último y conciso párrafo:
Produce una agradable impresión el sólido conocimiento del castellano demostrado por el autor, así como la esmeradísima y muy oportuna compilación de cuantiosos textos en cinco idiomas y, sobre todo, el tono general, grave y fervoroso, que hace de este estudio un verdadero “labour of love”. (Macarow, 1944, p. 68)
Ya en el número 209-210 de Sur, Vera Macarow asume con mucho conocimiento y antecedentes el comentario que le corresponde hacer sobre Cocktail party, el texto dramático de T. S. Eliot (1888-1965) que editó Emecé en 1950. Conocedora del oficio de este artista, Macarow entiende que la obra puede relacionarse con un trabajo anterior del mismo escritor, Reunión de familia. De hecho, recuerda que un grupo de “aficionados ingleses” ensayaba esta última obra en Villa Ocampo.9 Quizá su entusiasmo por Reunión de familia la haga excederse en ponderar esta obra y recurrir a la del título de reseña casi como una excusa. Es más: propone una nueva edición.
Cocktail party es, en cierto sentido, una contestación a tales preguntas. Trata el mismo tema completándolo, clarificándolo y traduciendo en acción las ideas delineadas en un idioma metafísico en Reunión de familia. Las dos obras se explican mutuamente, y a tal punto están relacionadas que hubieran debido publicarse juntas en la versión castellana. Es de esperar que pronto se llenará esta laguna.10 (Macarow, 1952, p. 128)
Hasta contrasta este texto con Murder in the Cathedral (1935), del mismo autor, para extraer el tema común a las tres obras: el nacimiento de un santo y su camino de perfección. También pone en jaque el juicio previo de algunos críticos de Eliot, y demuestra así su conocimiento del oficio y de las propiedades intrínsecas del trabajo de los autores dramáticos.
… por más que un dramaturgo acuda a la historia para sus argumentos, nombres, decorados y trajes, siempre necesita quedarse en su propia época al crear ese algo sutil e indeterminado que constituye la “personalidad”. El César de Shakespeare es tan isabelino como el de Shaw es victoriano. (Macarow, 1952, p. 129)
De las tres páginas dedicadas a la reseña, la autora consagra el último párrafo al desempeño del traductor, Miguel A. Olivera (1912-2008).11 Ella misma es notable expositora de este oficio, y si bien considera bueno el trabajo, hace salvedades.
Los levísimos versos de Eliot, de ritmos un tanto irregulares, han sido correctamente traducidos en alejandrinos españoles por Miguel A. Olivera. Quizá esta misma corrección quita a la versión española algo de la soltura e intensidad poética del original inglés. Pero hay más. El traductor ha concentrado todos sus esfuerzos en el sentido y el metro, dejando de lado otro aspecto importantísimo de la versificación: el valor fonético de las sílabas. […]. El contenido de todos los versos de Cocktail Party no es poético (ni se propone serlo), pero todos los versos de Cocktail Party son poéticos por la maestría con que Eliot organiza su material sonoro. Desgraciadamente, esta maestría no ha pasado a la traducción. (Macarow, 1952, p. 130)
Asimismo, añade otras observaciones, entre ellas la abultada repetición del pronombre yo en los versos, que en español es claramente prescindible. A estos detalles responde, en el número siguiente (211-212), el traductor Olivera, que agradece las observaciones, reconoce varios errores, pero se defiende.
También es verdad que hay demasiados “yo” en mi versión; esto ya me había desesperado en la primera lectura con el libro impreso. En cuanto a conservar el valor fonético de las sílabas, eso ya me parece más que difícil. Si el traductor cuida la fidelidad absoluta del sentido y, además, del metro, ¿cómo ha de hacer para lograr, también, idénticas sonoridades? Tomemos la palabra handkerchief, por ejemplo: si la traducimos por pañuelo, habremos conservado el sentido; si nos arreglamos para colocarla de cierta manera dentro del verso, habremos cumplido con el metro. Pero ¿cómo conservar, por añadidura, el valor fonético de la palabra original, que para un oído español suena como un verdadero estornudo? Son las miserias de toda traducción. (Olivera, 1952, p. 169)
La traducción era un desvelo constante, una suerte de dulce tormento para todo el “grupo Sur”, que dedicó un número completo de la revista a este oficio en 1976 (números 338-339). En sus filas se contaban excelentes traductores, como José Bianco (1908-1986), Manuel Mujica Láinez, Enrique Pezzoni (1926-1989) y Eduardo Paz Leston, entre los hombres, y Victoria Ocampo, Alicia Jurado y Vera Macarow entre las mujeres, por nombrar solo unos pocos y cayendo en grandes injusticias. Llegado el asunto a la escritura teatral, la cosa se ponía más enjundiosa todavía. Por caso, Jurado –que no publicó traducciones de teatro, pero sí muchas de prosa– escribió en la revista: “Sé de sobra que leer una obra traducida cotejándola con la versión original es someter al traductor a una dura prueba” (Jurado, 1957, p. 70).
Las observaciones de Macarow siempre son categóricas y bien documentadas. Su rol apenas presente como reseñadora de textos teatrales impone una altura de conocimientos difícil de empatar en la revista, si bien sus búsquedas estéticas pueden parecer extremistas.
Graziella Peyrou (1908-1990)
Hermana del escritor Manuel Peyrou y de la pintora Julia Peyrou, Graziella fue una mujer notable que animó la vida literaria de Buenos Aires en las décadas de 1940 y 1950. Entre sus antepasados, había nombres que tenían que ver con la independencia argentina y la campaña del desierto, algo que la acercaba socialmente al grueso de los integrantes del “grupo Sur”. Era amiga muy cercana de Macedonio Fernández (1874-1952), que había cursado abogacía con su padre en la Universidad de Buenos Aires, del polaco Witold Gombrowicz (1904-1969) y del gran escritor cubano Virgilio Piñera (1912-1979).
Su sobrino Oscar Peyrou, radicado en España, la recuerda del siguiente modo:
Graziella hacía traducciones y escribía cuentos. Una vez, tras su muerte, estaba hojeando una biografía de Gombrowicz y la vi en una fotografía con el escritor polaco, que la menciona en varias cartas. Fue una sorpresa. Severo Sarduy me había dicho que mis tías tenían uno de los salones literarios más importantes de Buenos Aires. Es una exageración. Imagino que para ellas, un salón literario era algo vulgar. Sólo se trataba de amigos que pasaban a tomar el té. Para ellas, el asunto no debía tener mayor importancia. (Peyrou, 2003, párr. 10)
En la década de 1940, colaboró en la revista cubana Orígenes. En Sur fueron muy pocos sus aportes. A lo largo de cuatro años, solo dio a conocer un cuento, reseñó dos libros, y tradujo dos ensayos del francés.
En el número de la revista que nos concierne, el 245 (1957), se destacan un relato de Albert Camus (1913-1960), en versión de José Bianco, y la despedida que hace Victoria Ocampo de su amiga, la escritora chilena Gabriela Mistral (1889-1957), fallecida aquel año. También está presente en este número Alicia Jurado, que comenta libros de dos autores ingleses (Thomas Merton y Richard Wright). Ernesto Schoo escribe sobre el nombrado Virgilio Piñera, tan amigo de Graziella Peyrou.
Esta última, por su parte, reseña el texto teatral llamado El ensayo o El amor castigado, de Jean Anouilh (1910-1987). El escrito es muy breve para la extensión acostumbrada de estas reseñas en la publicación, que suele ser de una página o página y media, y hasta de dos. En poco más de un párrafo (apenas doscientas palabras en total), enuncia el tema de la obra según se desprende de su interpretación. No provee una sinopsis ni describe a los personajes: más bien se enfoca en el conflicto moral y su desencadenamiento. Pero poco podemos adivinar de la obra en sí. Se destaca como protagonista un Conde, que comete una mala acción y es enfrentado con la Ley por su propio amigo perjudicado. Afirma que “El amor altera eficazmente el ambiente de frivolidad y de cinismo que rodea a los personajes. Por contraste, sin duda, es en especial romántica y misteriosa su intervención” (Peyrou, 1957, p. 123). Solo alguna referencia al autor –del cual casi no se habla– nos informa que quien reseña puede ser cercana a su obra: “El nombre de Anouilh hace prever la inteligencia y el ingenio del diálogo; su lectura confirma generosamente esa conjetura” (Peyrou, 1957, p. 123).
En total, el comentario deja al lector con gusto a poco. No llega a entenderse la obra observada ni aflora una posición crítica de la autora. No se relaciona al texto con el probable impacto sobre el público ni hay punto de vista sobre el dilema moral que plantea. Los aportes de Peyrou a Sur fueron contados y no siguieron una línea estética o de opinión sostenida.
Fryda Schultz de Mantovani (1912-1978)
Fryda Schultz de Mantovani fue poeta, traductora, dramaturga, crítica, ensayista y antóloga. Desempeñó tareas de pedagoga y conferencista junto a su marido, Juan Mantovani (1898-1961). Fue una de las pocas mujeres que integraron el comité de redacción de Sur. Solo María Rosa Oliver (1898-1977), Silvina Ocampo (1903-1993) y Alicia Jurado ostentaban ese privilegio. Especialista en literatura infantil, le dio la bienvenida en la revista al primer poemario para niños de María Elena Walsh, Tutú Marambá (Schultz de Mantovani, 1960).
Su madre, Elisa Cazeneuve de Schultz, había sido la directora fundadora de la escuela Normal de Junín, provincia de Buenos Aires (Báez Damiano, 2020). De ella heredó Fryda su fascinación por los niños como destinatarios de la obra creadora de los artistas. Dirigió por años la conocida revista Mundo infantil. Además, publicó volúmenes propios para chicos: poesía, cuentos, teatro y antologías. También la atrapaba la situación de la mujer en el mundo y la cuestión americana. Estos temas siempre la contaron, con sus colaboraciones, en las páginas de Sur. Amiga muy querida por Victoria, fue además alguien de su mayor confianza:
Poco a poco, la ayuda de Fryda en Sur para cualquier tipo de tarea fue cobrando importancia. Esta contaba en cualquier sentido: nadie revisaba pruebas como ella, o tramitaba asuntos de la editorial, o colaboraba en números especiales, que era necesario armar. (Ocampo, 1979, p. 9)
Sus apariciones en Sur son cuantiosas y la convierten en una de las más importantes colaboradoras en la historia de la revista, ya que se la encuentra constantemente a lo largo de treinta años, entre 1948 y 1978. “Fryda Schultz de Mantovani estaba trabajando en la preparación de este número de Sur [el especial llamado Diálogo de las culturas, número 342] cuando falleció repentinamente […]” (Salvador y Ardissone, 1992, p. 66). Hasta ese momento, dio a conocer cuarenta textos propios en la revista. Estos se dividen en notas bibliográficas (la mayor parte), poemas y ensayos sobre asuntos de índole muy variada. Además, tradujo textos del italiano para la edición especial llamada Letras italianas (número 225). Recibió, a su vez, reseñas de sus trabajos publicados por fuera de Sur. Fue la primera escritora que hizo una biografía de Victoria Ocampo (Schultz de Mantovani, 1963).12
En el número 269, encabezado por un ensayo de una figura señera para Victoria –St. John Perse (1887-1975)–, se cuenta una colaboración de Marco Denevi (1920-1998) y la participación de los entonces jóvenes críticos teatrales Ernesto Schoo y Jorge Cruz. Eduardo González Lanuza (1900-1984) dedica trece páginas a considerar el ensayo La vida blanca, de Eduardo Mallea (1903-1982). Jorge Cruz dirime cuestiones de la teatralidad en Eugène Ionesco (1909-1984) con una claridad estimulante. Explica qué se puede esperar y qué no del autor del absurdo francés y lo incluye dentro del panorama teatral contemporáneo con sus propias leyes. Luego, analiza tres obras de este que se interpretaron en Buenos Aires en aquella temporada: La cantante calva, Amadeo o cómo quitárnoslo de encima, y Jacques ou la soumission, que se dio en francés con el elenco local del Teatro Franco Argentino.
A continuación, Fryda Schultz de Mantovani se refiere a Habla el algarrobo, segundo texto dramático de Victoria Ocampo,13 publicado en 1959. Sorprende que su comentario no esté en el apartado de Libros ni de Teatro, sino en el de Crónicas. Y quizá valga la inclusión en esta sección, porque Schultz de Mantovani practica un acercamiento afectuoso y emotivo a la obra de Ocampo, lejos de las opiniones más rígidas o técnicas características de las críticas. En primer lugar, adjudica a la obra una visión feminista de la Historia argentina, al entender que el rol protagónico es compartido por el Algarrobo y por Mariquita Sánchez de Thompson. Esta tiene a cargo la visión de la mujer o, como considera la autora, la voz callada y marginal en la epopeya del devenir de nuestro país: la voz de la sensatez, una forma distinta de sentir y de entender el concepto de patria.
¡Qué triste sentirlos como ausentes cuando entran, después, en la casa y me hablan casi sin verme! Vuelven de la barranca y no saben que el río se ha puesto rosado, como las nubes que lo están mirando, también. Y no saben que tengo el río pintado a lo ancho del corazón. Y que no sé qué hacerme con tanto río color rosa a la tarde. ¿Esto que yo siento frente al río será lo que ellos llaman patria? (Ocampo, 1959, p. 52)
No obstante, la obra en sí no parece consignar la fuerte visión feminista que Schultz de Mantovani le adjudica en el siguiente párrafo:
Mariquita […] es, junto con el Algarrobo, la figura principal del texto. Identificada con el árbol, puesto que la mujer tiene siempre en la Historia escrita por el hombre una existencia marginal, casi vegetal, y su tiempo carece de valor, salvo para crecer y reproducirse, ella sí siente el paisaje y respira su clima, se deja dorar por las luces y azotar por las lluvias, y permanece allí, como un apoyo o una presencia que nadie agradece, ni siquiera esos generales que maquinan batallas… (Schultz de Mantovani, 1961, p. 62)
Al hablar de los personajes y de la obra en general, con dos frases es justa en su apreciación. “Los personajes de este guión para sonidos y luces son palabras, voces, todos incorpóreos” (Schultz de Mantovani, 1961, p. 63). Así es, ya que en la obra de Ocampo, como corresponde a un espectáculo de este tipo, no hay actores: solo se oyen voces mientras varios juegos de luces se proyectan sobre distintas partes de edificios o lugares históricos. Quizá sea una pena que Mantovani, conocedora del oficio dramatúrgico, no haya ahondado más en las bondades o reparos de este trabajo de Ocampo. Ella misma había dado a conocer textos dramáticos, desde Los títeres de Maese Pedro (1934) y Marioneta (1935), hasta El árbol guarda-voces (1956), siempre dedicados a los niños.
María Luisa Bastos (1922-2015)
María Luisa Bastos fue ensayista, traductora y profesora universitaria. Estudiosa, trabajadora y circunspecta, cumplió en la revista Sur una importante función: “Cuando José Bianco salió de Sur (1961), entró en la revista, como secretaria de Redacción, María Luisa Bastos, cuya eficaz colaboración es digna del más sincero elogio” (Ocampo, 1967, p. 18). Además, publicó, a partir de 1961, reseñas de libros y traducciones del inglés, del francés y del italiano (en la última lengua, junto con Eugenio Guasta). Fue amiga muy cercana de Victoria. Su renuncia a la secretaría y posterior partida a los Estados Unidos, donde se radicó para ser docente e investigadora, resultó un golpe para la directora. Publicó estudios con posteridad, pero su nombre se diluyó, salvo para los que la conocieron como “aquella María Luisa Bastos inteligente, irónica, rigurosa, buena escritora, aunque poco reconocida” (Ocampo, 2022, párr. 16). Incluida en el grupo de autoras argentinas a quienes el paso del tiempo deslíe en el recuerdo, confirma el oscurecimiento de pensadores “en un país tan afecto a la desmemoria literaria” (Ortale, 2017, párr. 1). Entre sus trabajos ensayísticos de mayor resonancia, podemos citar Borges ante la crítica argentina, 1923-1960.
En el número 282, (may-jun. de 1963), se cubren varias aristas de la actividad escénica del momento. Hay un ensayo de teatro escrito por Eugène Ionesco (“La lección del teatro está más allá de las lecciones”), justamente en traducción de Bastos. Oscar Hermes Villordo (1928-1994) hace una lúcida lectura de la obra de teatro de Eduardo Mallea14 llamada La representación de los aficionados: deja en claro que está opinando sobre el texto escrito, no sobre el hecho teatral representado. Jorge Cruz, sobre Andorra, de Max Frisch (1911-1991), ubicando el texto en el movimiento teatral al que pertenece. En el final de la revista, Cruz publica un artículo sobre el trabajo del autor francés Jean Tardieu (1903-1995). Primero, en sus párrafos, hace una exposición del absurdo teatral, ubica por encima de todo a la dramaturgia francesa en este movimiento y reconoce su influencia en otros ámbitos: “El teatro del absurdo, como se sabe, es considerado la vanguardia del drama actual y sus autores más importantes son franceses o escriben en francés” (Cruz, 1963, p. 108).
Luego dedica, en lo que termina de conformar una gran unidad criteriosa de la revista, párrafos a Ionesco.
… es imposible negar los elementos renovadores de su teatro, que, de sus obras más incontaminadas, han sido la pauta para muchos autores que forman hoy una pléyade numerosa y considerable. Este vanguardismo, en suma, sigue en pie, y sus aficionados pueden considerarse todavía en la cima de los pocos, porque lo más característico de él no ha pasado a la corriente común, según se advierte en el afán de los tantos de buscar en las piezas digamos menos figurativas intrincados simbolismos, pasibles de transparentes reseñas, en vez de librarse al libre juego de las situaciones dramáticas. Y esto, sin dejar de reconocer lo que el teatro del absurdo deja entrever acerca de la situación del hombre contemporáneo. Los espectadores vanguardistas no deben arrumbar en la retaguardia a Ionesco; primero, por la evidencia de sus obras más puras; y luego por la influencia ejercida en muchos autores. (Cruz, 1963, p. 109)
Finalmente, pasa a describir seis obras de Tardieu llevadas a escena en español por el argentino Francisco Javier (1923-2017), en Buenos Aires, que le han gustado mucho.
Con asombrosa semejanza temática con lo anteriormente expuesto sobre Cruz, Bastos escribe sobre William Shand (1902-1997) y su obra La cultura del látigo, dada a conocer ese mismo año por la editorial Talía. Este autor, nacido en Glasgow, Escocia, adoptó la Argentina como su país, donde enseñó inglés y publicó varios libros,15 primero en su lengua materna y luego en español.
… el absurdo, inseparable de la vida, se expresa con una faz trágica, una faz ridícula, o con una síntesis tan cabal que si se la descompone, la realidad queda desfigurada. Épocas clásicas, o capaces de producir obras clásicas, son aquellas en que la verdadera manifestación del absurdo se hace no recortándolo, sino integrado dentro del marco trágico. El absurdo del tiempo en que vivimos se muestra especialmente en su aspecto grotesco: ahí está la obra de Ionesco, de Beckett, etc., para corroborarlo. Por otra parte, la historia de las repúblicas americanas constituye desde sus primeros intentos de vida “organizada” un muestrario de todas las gamas del absurdo, también con trágicos relumbres de atrocidad, pero con un indiscutible flanco ridículo. (Bastos, 1963, p. 94)
Bastos expone sus reservas, no obstante, acerca de la factibilidad de llevar esta obra a la escena. Es más: corrobora, con sus palabras, el concepto de que los artistas argentinos no están a la altura de determinadas exigencias dramatúrgicas, y los señala como estridentes y superficiales.
La cultura del látigo parece difícil de poner en escena en nuestro medio por el exceso de elementos materiales grotescos y de mal gusto pedidos por el autor: capas, uniformes extravagantes, etc. Para que ese exceso sea efectivo, es necesaria una mesura esencial que a nuestros actores y directores se les escapa, hasta cuando se enfrentan con textos de flema británica. Intento decir que para que lo excesivo sea eficaz, hay que calzárselo desde adentro, como guante ajeno a la mano y que se sabe para qué y dónde se pone. La estridencia superficial es una forma del desapego de la que tenemos abundantes muestras y que es incapaz de producir la comunicación a que aspira el teatro. (Bastos, 1963, p. 94)
Ya para el final, cuestiona la validez de editar una obra semejante y pone en duda la buena fe de los concursos públicos del siguiente modo:
Lo real es que a William Shand la Dirección de Cultura de la Provincia de Buenos Aires le dio el Primer Premio en 1961. Si es un premio indiscriminado, para cualquier obra en prosa, realmente no hay nada que decir. Pero si, como es de suponer, es para una obra teatral, uno se pregunta para qué premiar una obra de teatro y no representarla ni publicarla (el Fondo Nacional de las Artes patrocinó esta publicación). Misterios de la burocracia cultural… (Bastos, 1963, p. 94)
En el número 301, Enrique Anderson Imbert (1910-2000) publica una extensa reseña sobre el libro Teatro hispanoamericano contemporáneo, donde se aboca en breves líneas a cada una de las obras elegidas en dicha antología. No hay más presencia del panorama teatral hasta que Bastos reseña el libro Teatro de vanguardia, de Eduardo Pavlovsky (1933-2015). Bastos es una ensayista nata, poseedora de conocimientos amplios que la capacitan para desmenuzar desde el concepto de ser “autor de vanguardia” hasta los sociolectos de los personajes que presenta Pavlovsky. Es aguda al evaluar el oficio aún inmaduro del autor.
Ese título, más bien, responde a una falta de precisión que se advierte en su lenguaje, a cierto desajuste entre lo que Pavlovsky quiere decir y cómo lo dice. Personajes diferentes hablan de la misma forma; y cuando el autor interviene para señalar movimientos, gestos o escenografías, su modo de expresarse es idéntico al de los protagonistas. Sorprende que, siendo a la vez profesional de las letras y de las interpretaciones psicológicas de la letra, Pavlovsky no haya logrado liberarse de su innegable rapidez verbal –a la que está como amarrado– y que no explore la ambigüedad, la precisión, los matices, las connotaciones contradictorias de las palabras. (Bastos, 1966, p. 114)
Reconoce el don escénico en la obra del autor, dentro de su propia veta.
Pero la veta más notable de Pavlovsky es su sentido del humor, sardónico, no siempre gracioso, pero que tiene un ritmo adecuado para subrayar con eficacia el costado ridículo del mundo contemporáneo. La soltura es condición fundamental del humorismo, y la facundia de Pavlovsky se traduce en libertad de movimientos cuando apunta a la sátira. (Bastos, 1966, p. 114)
Las breves piezas del Pavlovsky, bien representadas, deben hacer reír. Y, sin duda, por su experiencia vital y por su edad, Pavlovsky recorrerá un camino diferente del de un Ionesco, por ejemplo; es decir, cuenta con un haber, porque limitarse a la dimensión grotesca o cómica es toparse con un callejón sin salida. (Bastos, 1966, p. 114)
Destaca, a la vez, sus limitaciones, que adjudica a la inexperiencia en el oficio, y la habilidad para ser lector de su propio tiempo.
Cuando Eduardo Pavlovsky se adueñe de su facilidad de palabra y la trate con el rigor necesario para el teatro que cultiva, cuando él y sus personajes se separen definitivamente, también manejará con eficacia otras dimensiones a las que no se llega por el humorismo, y que sin duda busca en sus piezas. De todos modos, ya una gimnasia tan saludable como la risa provocada por situaciones solo aparentemente triviales es un medio válido para aprehender la realidad. (Bastos, 1966, p. 115)
En nota al pie, revela algo común entre los escritores de Sur: no ve las piezas representadas en el teatro.
El conjunto Yenesi puso en escena, en 1962, Somos –Mención Municipal de ese año– y La espera trágica; en 1965, estrenó Un acto rápido. No he visto esas representaciones. Actualmente se prepara el estreno de otra de las piezas de Pavlovsky. (Bastos, 1966, p. 114)
Esto la emparienta con el concepto vertido por Cruz, que decía que estos autores preferían el teatro leído en la casa, lo que rubricaba también Alicia Jurado:
En referencia a lecturas, no debo dejar de lado el teatro, también hecho de palabras escritas, aunque entre el creador y el público se interpongan otros que puedan exaltar o malograr la obra. Siempre me gustó leer piezas de teatro, prefiriendo las imágenes suscitadas por la mente al peligro de que me las impusiera algún actor gesticulante y gritón. (Jurado, 1990, p. 130)
Conclusiones
La revista Sur, empresa cultural de proporciones magníficas, particularmente en la primera mitad del siglo XX, acercó a los lectores argentinos lo más destacado de las letras universales, a la vez que facilitó la traducción a otras lenguas de escritos de autores del país. Filosofía, literatura, religión, artes plásticas, música fueron temas tratados en profundidad a lo largo de los años, por autores probos y expertos en cada materia. No obstante, en lo que respecta al teatro, el espacio que ocupó fue muy reducido hasta la década de 1960. Mayormente, se trató de la reseña de publicaciones dramáticas, más que de la crítica de espectáculos escénicos. Esto comenzó a revertirse con la incorporación de escritores especializados, entre los que se nombra a Jorge Cruz y a Ernesto Schoo. Anteriormente, y conviviendo con el trabajo de ellos, otros autores reseñaron textos dramáticos. De ellos, las colaboradoras aquí estudiadas ofrecen un panorama desparejo en cuanto a su rendimiento y capacidad para analizar dramaturgia.
Quienes estaban nucleados históricamente en este grupo pertenecieron, casi sin excepción, a una clase acomodada que desdeñaba a los artistas de las tablas. Al decir de Jorge Cruz, “para ellos los actores, con alguna salvedad, solían ser gente de poca cultura, con quienes no les resultaba atractivo hacer intercambios” (Cruz, 2020, testimonio personal). Por lo demás, como hemos ya anotado, la grandilocuencia corriente en la actuación vernácula les inspiraba rechazo. Formados en el gusto por las grandes obras del drama mundial, les costó ver el surgimiento de nuevos autores dramáticos en su propio país. Esta fuerte tendencia decreció en los últimos años, cuando reseñadores más íntimos con el teatro local comentaron el trabajo de artistas como Gorostiza, Pavlovsky y Gambaro, entre otros.
Alicia Jurado recordaba que, al comienzo, en Sur le encargaban reseñas bibliográficas, siendo que ella aún ni siquiera había publicado su primer libro e ignoraba la complejidad que eso entrañaba.
En aquella época, es decir entre los años [19]56 y [19]57, yo publicaba ya con bastante frecuencia en diversas revistas y sobre todo en Sur, donde su jefe de redacción, José Bianco, me encargaba notas bibliográficas. […]. Durante años me dediqué a esta ardua disciplina que, tomada con seriedad, es un excelente adiestramiento para un escritor; no obstante, permitir que los principiantes juzguen la obra ajena me parece un disparate, siendo una tarea que requiere experiencia y discriminación. (Jurado, 1990, p. 67)
Las autoras aquí tratadas contaban con experiencia al momento de la publicación de sus reseñas sobre textos dramáticos, pero no eran competentes en juzgar la escritura teatral. Por el contrario, otros autores incluidos en los mismos números tratados, como Ernesto Schoo, Jorge Cruz y Oscar Hermes Villordo, exhibieron su conocimiento del tema y se refirieron con comodidad a las situaciones, el contexto de la acción dramática, los movimientos teatrales en que se podían encuadrar las obras y los antecedentes. Además, en otras publicaciones, hicieron crítica de funciones teatrales. La simple contrastación de sus trabajos con estos autores más experimentados en esa área torna flagrante esta disparidad.
Vera Macarow, poseedora de una cultura muy abarcadora, nutrió sus colaboraciones sobre teatro con conocimientos generales y de antecedentes de los autores, pero no entró en tecnicismos dramáticos. Cuando arriesgó conceptos sobre la sonoridad de los versos que debían ser dichos sobre las tablas, sus aseveraciones resultaron inciertas y recibió en la misma revista una respuesta acerca de estas observaciones.
Graziella Peyrou no se explayó sobre la obra teatral reseñada en sí ni sobre sus conocimientos previos del tema. Su brevedad la deja casi fuera de toda estimación pertinente para este estudio y no permite evaluar seriamente su desempeño. Tanto ella como Macarow representan, de las cuatro autoras tratadas, las exponentes de la primera época de Sur, cuando se reseñaban casi específicamente textos de autores extranjeros o, en todo caso, traducciones vernáculas de esos escritores. La diferencia la representan las autoras estudiadas en las próximas líneas, que se dedican a dramaturgos argentinos.
Fryda Schultz de Mantovani, aunque dramaturga ella misma, no recurrió a su competencia en el tema y refirió el trabajo teatral de Victoria Ocampo desde un punto de vista ideológico y afectivo. Para el interés de estas páginas, su publicación careció de muchos conocimientos que ella poseía y dominaba, y que pudieron haber echado luz acerca de los resortes funcionales de las escenas en la obra que reseñó. Afirma Victoria que “A Fryda se la desperdició en este país. Además de sus dotes de escritora y oradora […], sentía una pasión por la enseñanza de los niños y la juventud” (Ocampo, 1979, p. 10). Esa claridad expositiva y docente que marca su obra ensayística habría resultado perfecta en una reseña más integradora de Habla el algarrobo.
María Luisa Bastos resulta quien desempeña de manera más completa la tarea asignada. Enmarca las obras que observa en su estilo y momento de la realidad teatral de su época, observa la fidelidad a las leyes dramatúrgicas que la rigen, hace observaciones lingüísticas de los personajes, evalúa el posible impacto en el público y hasta expone su punto de vista personal sobre determinadas cuestiones editoriales. Aun así, reconoce no ver los espectáculos ni los trabajos escénicos de los autores que estudia.
Con todo, la lectura enlazada de estas reseñas indica que las obras dramáticas eran recibidas y tratadas en la redacción con respeto y dedicación. Esta actitud, sin embargo, no logró suplir la indiferencia inicial de la publicación por el teatro vernáculo, al que ni siquiera en su versión literaria consideraban desde su especificidad de texto escrito para ser representado. Con el paso de los años, los resúmenes sobre la actividad teatral fueron ganando espacio, conocimiento y seriedad, y hasta se abrieron a los autores argentinos emergentes, de los cuales Pavlovsky, Gorostiza y Gambaro son claros ejemplos contados en sus páginas.
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Notas
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