Resumen: En la polémica actual en torno del uso de formas llamadas inclusivas se entrelazan distintas dimensiones que es necesario identificar si queremos orientarnos en medio del debate, participar y tomar posición. La autoridad es una de esas dimensiones, de singular relevancia por ser la noción que sustenta la oposición tradicional correcto/incorrecto, tan cara a la escuela y otros espacios institucionales de los que emanan muchos de los reparos al empleo de estas innovaciones en la morfología de género. Algunas de las objeciones más frecuentes pueden ser una buena excusa para detenernos a ver lo que se dice y entender mejor lo que pasa, cuál es la disputa, qué representaciones sociales se están poniendo en crisis.
Palabras clave: lenguaje inclusivo,autoridad,correcto/incorrecto.
Abstract: In the current controversy around the use of so-called inclusive forms, there are different intertwined dimensions that need to be identified if we want find our way in the debate, participate and take a stand. Authority is one of those dimensions, of singular relevance because it is the notion that sustains the traditional opposition correct/incorrect, so dear to the school and other institutional spaces from which many of the objections to the use of these innovations in the morphology of gender emanate. Some of the most frequent objections can be a good excuse to stop and see what is being said and better understand what is going on, what the dispute is, what social representations are being put into crisis.
Keywords: gender-inclusive language, authority, correct/incorrect.
ENSAYOS
LENGUAJE INCLUSIVO Y AUTORIDAD. PREGUNTAS Y REFLEXIONES
Gender-inclusive language and authority. Questions and thoughts
Recepción: 18/09/22
Aprobación: 24/10/22
Linguistic conventions are quite possibly
the last repository of unquestioned
authority for educated people in secula
society.
Deborah Cameron
Apasionante y crucial me parece la historia del género como categoría lingüística y las formas en que se manifiesta en la lengua española. Es un área de trabajo que combina la descripción histórica de la morfología consagrada por tradición en los libros de gramática con algo tan masivo y actual como el debate sobre el uso de tales formas. Esas derivas históricas, que por lo general han tenido un estatuto de saber objetivo reservado a la mirada analítica de los especialistas, pueden conjugarse con lo más comprometido de la militancia. Vamos un poco más allá de lo especializado o estrictamente disciplinar que sería preguntarse por qué tenemos las formas que tenemos en nuestra lengua para marcar o distinguir género, desde cuándo las tenemos o cómo llegaron a ser tales y por qué están en discusión. Podemos cuestionar el discurso escolar y académico que se pretende superior, que utiliza el lenguaje para marcar diferencias inaceptables y que todavía se obstina en presentar la normativa de la lengua como algo inalterable, natural y, por lo tanto, incuestionable.
Si queremos hacer una lectura básica de lo que ha venido pasando en los últimos años con el fenómeno que comúnmente se llama lenguaje inclusivo1 hay que considerar primero la noción de autoridad y el rol de las instituciones educativas en las representaciones acerca del lenguaje que tiene la gente común, lxs que no son lingüistas ni profesorxs de lengua; o sea, la mayoría. Está claro que, al meterse con la gramática, esta avanzada ha puesto en crisis algo fuertemente arraigado como la normativa de la lengua y la idea de un correcto.
Es muy movilizante ver cómo el debate y la reflexión sobre la lengua han cobrado relevancia por estos días; la gente se preocupa, opina, se interesa, se involucra a favor, en contra o ensaya posturas alternativas; son muchas las voces y la discusión brota por todas partes. Es indispensable que cualquiera pueda opinar, que cualquier persona se sienta con derecho a decir algo al respecto siendo unx hablante común y corriente. Eso muestra bastante bien cómo la lengua es un lugar de pertenencia, un territorio de construcción de identidades y un objeto en disputa. Como gesto político, el lenguaje inclusivo es un acontecimiento realmente significativo porque ha enarbolado la bandera de la disidencia en un terreno altamente naturalizado como es el lenguaje, y eso es clave. Dicho así tal vez parece mucho, pero queda clarísimo cuando nos detenemos a observar las reacciones que sigue provocando la alteración de la morfología tradicional del género, tanto en especialistas como en hablantes comunes. Si dejamos de lado los ya típicos insultos y descalificaciones violentas que son frecuentes en las redes,2 los reparos más habituales suelen venir desde distintos frentes.
Una opción bastante convocante reza que la verdadera inclusión es otra cosa, como por ej. aprender lengua de señas o Braille. Su efecto consiste en desviar rápidamente el foco e impugnar la discusión dando por sentado que el debate sobre lenguaje, inclusión y diversidad sexo-genérica no es algo genuino ni prioritario porque hay cosas más importantes que atender, verdaderos problemas. Este reparo marida bien con el planteo de que estas innovaciones no son necesarias y solo buscan atentar contra el orden o vandalizar la lengua.3
Más estrechamente vinculada con la cuestión de la autoridad en materia lingüística está la idea de que los usos inclusivos deforman la lengua, la contaminan o la desvirtúan con “ideología de género”. Para sostener esto hay que presuponer que la lengua es algo uniforme, estable, puro y neutral (nada más alejado de la realidad) y de ahí entonces deducir que no se pueden alterar las formas que tenemos ya que el sistema está bien así como está, que así es y ha sido siempre. Por qué estropearlo de este modo si “las palabras no tienen la culpa de nada”, como afirma en una entrevista para La Nación (Premat, 2019) Alicia Zorrilla, presidenta reelecta de la Academia Argentina de Letras (AAL):
Creo que no debemos deformar la lengua para defender causas. Tenemos que saber usar las palabras y que nuestros discursos tengan contenido rico, valioso, para defender causas. La lengua no tiene por qué renquear. Pido que se enriquezca el vocabulario de todo el mundo y que todos puedan expresar lo que quieran –cada uno es libre–, pero usando nuestras palabras, sin deformarlas. Las palabras no tienen la culpa de nada. (párr. 3)
Aquí una voz muy autorizada reparte las valoraciones de manera taxativa, como para que no queden dudas: el uso de variantes alternativas deforma la lengua, empobrece el discurso y le resta valor.4 Zorrilla intenta dejar en claro que esas no son “nuestras palabras” sino algo ajeno, deforme, rengo; como si fuera un recurso poco feliz o una estrategia injustificada haber metido mano en el terreno de la gramática, una suerte de fortaleza inexpugnable o un campo santo, al parecer. Desde esta perspectiva, el lenguaje es un aparte de la realidad donde no habría motivaciones ni responsabilidades y, además, la libertad de lxs hablantes tiene un límite: salirse del repertorio binario tradicional no está bien y no sirve.
Este tipo de planteos que emanan de instituciones como la AAL están alineados directamente con la postura de la Real Academia Española, máxima autoridad y referencia obligada en el imaginario colectivo. Mucha gente adhiere ciegamente a esa doxa y opina que estas variantes son incorrectas o directamente no existen puesto que la RAE las desconoce. Dichas formas no son aceptables lisa y llanamente porque las instituciones reguladoras correspondientes no las han reconocido, y por eso no están en los diccionarios ni en los libros de gramática o los manuales de lengua de la escuela. Cierra por todos lados.
En efecto, la lengua que se enseña y se usa en las instituciones educativas, en los medios de comunicación y en la administración en general es una forma elaborada mediante acuerdos y convenciones que se denomina dialecto estándar y que se diferencia de las variantes sociorregionales por haber alcanzado un consenso general y estar codificada en gramáticas y diccionarios. Es una variedad que se ha vuelto prestigiosa por razones que no son de orden lingüístico sino histórico, político, económico. Y ese proceso de legitimación del estándar, en el que las instituciones educativas tienen un papel destacado, ha alentado la idea generalizada de que solo esta variedad es correcta, lo que constituye una falacia y reproduce desigualdades inaceptables.5 Por ese camino hemos llegado a creer que esa forma depurada y artificial es la lengua, la verdadera y la mejor, por ser la forma escolarizada, que promueve la unidad en la diversidad asegurando intercomprensión y cohesión identitaria en amplias zonas geográficas.6
Ciertamente, no podemos decir que el estándar en tanto registro formal sea algo perjudicial, pero sí que es funcional a la perspectiva reguladora y controladora de la normativa, en cuyas prerrogativas se funda la dicotomía correcto/incorrecto para volverse criterio de clasificación y, en muchos casos, licencia para discriminar. Es más, el prestigio y la autoridad de las variantes legitimadas se transfieren a lxs usuarixs que las emplean, de modo que las formas vernáculas propias de cada región o grupo social corren el riesgo de ser percibidas como incorrectas, defectuosas y hasta vergonzantes. La mirada normativa que solo se enfoca en cómo debe ser la lengua no permite apreciarla como es (diversidad natural, abanico de posibilidades) porque presupone que la variabilidad e inestabilidad, inherentes a cualquier lengua, son algo negativo. Naturalizamos el lenguaje cuando creemos que las formas autorizadas nos vienen dadas desde siempre y que, por eso mismo, serían inmutables e incuestionables; en consecuencia, pensamos que hay que controlar las contravenciones a la norma y condenarlas porque degradan la lengua, y suceden por error, por ignorancia o, como en este caso, por atropello deliberado. La norma es instrumento de control de una ideología supremacista que sostiene que hay formas de hablar e idiomas mejores y peores, que lo mejor siempre ha sido la pureza, que la mezcla y el cambio son síntoma de decadencia. Una doctrina de la corrección y la observancia de las reglas en la que lxs docentes tenemos un papel destacado: agentes transmisores del saber, autoridades subalternas, guardia permanente y custodios de la tradición.
Las nuevas marcas de género que algunxs estamos usando molestan porque hacen patente y denuncian todo esto. Incomodan y sacuden estructuras de poder históricamente legitimadas que operan en la concepción general del lenguaje y en la enseñanza de la lengua. ¿Por qué la gramática sería incuestionable? ¿Por qué no sospecharíamos del lenguaje si las lenguas también son formas de entender el mundo y en ellas se configuran nuestras concepciones más arraigadas? Preguntar y animarnos a examinar esas concepciones es un acto de desobediencia y un ejercicio de libertad para el que no hace falta pedir autorización. Es importante hacerse estas preguntas y ejercitar la discusión para poder intervenir y tomar posición como hablantes, como docentes y como miembros de una sociedad que se dice más democrática, menos excluyente, más sensible a los intentos de imponer formas únicas de hablar y de pensar. Es necesario que repensemos la tarea de la escuela en materia lingüística si queremos superar estos prejuicios y desenmascarar la ideología supremacista que se oculta en los privilegios del dialecto estándar. Podemos comenzar sumando una mirada crítica que le permita a la gente apreciar el paisaje completo y así dejar de ver versiones envilecidas o denunciar errores y deficiencias por todos lados.
De alguna manera es entendible que la inestabilidad inquiete, que lxs hablantes sientan que deben velar por la conservación de la lengua frente a las innovaciones.7 Sucesivas generaciones han tenido la misma preocupación –acaso producto de la angustia por el paso del tiempo–, pero creer que lo correcto siempre ha sido lo mismo y tiene que seguir siéndolo es una verdadera fantasía moralista que solo alimenta discursos apocalípticos y soluciones totalitarias. Hay que preguntarse si queremos una escuela de la resistencia conservadora, impermeable a la realidad, o un espacio verdaderamente transformador. Hay que reflexionar sobre esto en la escuela y en todas partes. Es urgente. Afortunadamente, numerosas instituciones educativas de distintos niveles8 se han ido pronunciando al respecto mediante comunicados o resoluciones que avalan, más o menos ampliamente, estos usos inclusivos en las prácticas discursivas propias. Importantísimo gesto político que descolocó a unxs cuantxs que se esperaban exactamente lo contrario. Al cuestionar las representaciones sociales sobre la enseñanza de la lengua y el rol de las instituciones educativas, esta intervención del lenguaje nos invita a pensar hasta qué punto tenemos internalizadas las convenciones del discurso escolarizado.
Lo más positivo del fenómeno es su potencia performativa, la capacidad de interpelar, sacudir, amenazar las estructuras de poder legitimadas que operan en la concepción general del lenguaje y de la lengua como sistema homogéneo e inalterable, como un espacio sagrado que se quiere profanar. Pero también –y fundamentalmente–, es un fenómeno que hace visibles esos prejuicios, preconceptos, estructuras y tramas, que puede hacernos conscientes de todo lo que se nos impone con la lengua y cuánto se juega y se disputa en ese terreno.
Por eso me quedo pensando cada vez que alguien lamenta las reacciones nefastas que el lenguaje inclusivo suscita. ¿Acaso creíamos que se iba a celebrar la iniciativa? ¿Eso hubiera sido lo deseable?
¿No está bueno haber metido el dedo en la llaga y que sigan saltando todas esas autoridades, molestas y aguijoneadas por el cuestionamiento de su hegemonía milenaria? Que haya discusión permanente es lo mejor que nos puede pasar. Quiere decir que estamos un poco menos anestesiadxs, que ya no somos usuarixs tan pasivxs y dóciles, que la gramática ha dejado de ser el baluarte de una ideología que exige obediencia a la autoridad de la RAE, una entidad monárquica de un país del que fuimos colonia hace doscientos años. ¿Fuimos?
A esta forma de autoridad que demanda sumisión, obsecuencia y docilidad le responde el lenguaje inclusivo con la irreverencia del uso libre e inestable de la flexión de género, “una búsqueda de justicia”9 frente al empleo de la lengua como herramienta de dominación.