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TRES MUERTES DEL SUJETO POÉTICO: BORGES, GIANNUZZI, VIGNOLI
Three deaths of the persona: Borges, Giannuzzi, Vignoli
Cuadernos de Literatura. Revista de Estudios Lingüísticos y Literarios, núm. 20, e2014, 2023
Universidad Nacional del Nordeste

ARTÍCULOS

Cuadernos de Literatura. Revista de Estudios Lingüísticos y Literarios
Universidad Nacional del Nordeste, Argentina
ISSN: 0326-5102
ISSN-e: 2684-0499
Periodicidad: Semestral
núm. 20, e2014, 2023

Recepción: 13/04/23

Aprobación: 03/05/23


Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial 4.0 Internacional.

Resumen: Este trabajo plantea un recorrido por algunas vanguardias poéticas argentinas a partir de tres poemas que serán leídos, en su singularidad, como tres actas de defunción del sujeto poético: “La noche que en el sur lo velaron” de Jorge Luis Borges (Cuaderno San Martín, 1929), “Comensales eternos” de Joaquín Giannuzzi (Nuestros días mortales, 1958), y “Función de la lírica” de Beatriz Vignoli (Viernes, 2001). A pesar de las tres o cuatro décadas que separan un poema de otro, y sin desconocer las tramas históricas, políticas y culturales que los atraviesan, la propuesta es establecer un recorrido siguiendo el hilo que se tiende entre los tres textos: la muerte. El trabajo semiótico que realizaremos tiene como propósito no tanto analizar ese remanido motivo lírico sino pensar hasta qué punto la muerte que se figura en cada uno de los poemas sella la disolución –y por disolución entendemos, junto con Monteleone (2016), una existencia fantasmagórica o, junto con Agamben (2013), un gesto que persiste– de cierta concepción del sujeto poético.

Palabras clave: vanguardias, muerte, sujeto poético.

Abstract: This paper proposes a journey through some Argentine poetic avant-gardes based on three poems that are read, in their singularity, as three acts of death of the poetic subject: “La noche que en el sur lo velaron” by Jorge Luis Borges (Cuaderno San Martín, 1929), “Comensales eternos” by Joaquín Giannuzzi (Nuestros días mortales, 1958), and “Función de la lírica” by Beatriz Vignoli (Viernes, 2001). In spite of the three or four decades that separate one poem from the other, and without ignoring the historical, political and cultural plots that cross them, the proposal is to establish a journey following the thread that runs between the three texts: death. The semiotic work we carry out aims not so much to analyze this cliched lyrical motif rather than thinking to what extent the death that figures in each of the poems seals the dissolution –and by dissolution we mean, along with Monteleone (2016), a phantasmagoric existence or, along with Agamben (2013), a gesture that persists– of a certain conception of the poetic subject.

Keywords: avant-garde, death, persona.

Introducción

Al comienzo de El fantasma de un nombre. Poesía, imaginario, vida, Jorge Monteleone se pregunta: “¿quién dice yo en el poema cuando el poema dice yo?” (2016, p. 9). A esta pregunta por el sujeto detrás del pronombre, que Monteleone responderá con su teoría del sujeto imaginario del poema, agregamos: ¿quién muere en el poema cuando el poema dice la muerte? ¿Qué concepción del sujeto poético se desvanece en cada acto poético de defunción? ¿Qué huellas de ese sujeto prevalecen en la arquitectura del fantasma? Dichas preguntas guiarán, en lo que sigue, la lectura de los poemas “La noche que en el sur lo velaron” de Jorge Luis Borges (Cuaderno San Martín, 1929), “Comensales eternos” de Joaquín Giannuzzi (Nuestros días mortales, 1958), y “Función de la lírica” de Beatriz Vignoli (Viernes, 2001). A modo de hipótesis inicial, propondremos que estos poemas, a la luz de la vanguardia (el ultraísmo en Borges, el objetivismo en Giannuzzi,1 la recuperación de cierto lirismo objetivista en Vignoli), funcionan como manifiestos y, en tanto tales, disuelven los modos preexistentes de concebir el sujeto del poema. Explorar estas actas poéticas de defunción, en última instancia, nos permitirá rastrear qué concepción del sujeto poético aparece velada (en el sentido de velo pero también de velorio) en cada muerte poética.

Los tres poemas a trabajar figuran la muerte: un velorio, la fotografía de personajes muertos y un padre que agoniza en el hospital nos instalan en el memento mori tan caro al lenguaje poético. Sin embargo, en los tres poemas lo que muere, más allá de quiénes mueren, es cierta concepción del sujeto poético: cada muerte que se figura en los poemas funciona como acta de disolución de una concepción de sujeto poético ligada a la tradición anterior, es decir, como gesto vanguardista. En Borges, la indefinición de la voz y su relación especular con el muerto da cuenta de la muerte del autor en el sentido que recogerá más tarde el posestructuralismo, a saber, una muerte biográfica que deja un lugar vacante, fantasmático, en el poema. En Giannuzzi, la figura oximorónica de los comensales muertos barre con el sujeto histórico esencializado para dar lugar a un sujeto poético material, finito, descriptible. En el poema de Vignoli “Función de la lírica”, título irónicamente programático, la escena televisiva que atraviesa el poema funciona como síntesis entre estos dos postulados, es decir, como una muerte especular del sujeto lírico que encuentra en la televisión (como objeto mundano) un soporte pero, al mismo tiempo, como un retorno a la tradición lírica (la ópera) donde el sujeto recupera su densidad epistémica.

En suma, nos interesa rescatar la figura de la muerte como acta de defunción proclamada por la vanguardia. En postulados como la muerte del sujeto o la muerte del autor, el sujeto poético vanguardista deviene un sujeto fantasmal que renace a cada rato. La propuesta del trabajo es ver estas actas de defunción, estas muertes del sujeto poético, como ecos de una ruptura con el pronombre yo unario, unívoco, pero también como huella de ese “alguien” del pasado que nos habla, ese fantasma que, en su desaparecer, sigue profiriendo un enunciado (Agamben, 2013, p. 82).

La vanguardia y la muerte del sujeto

En El fantasma de un nombre, Jorge Monteleone introduce su teoría del sujeto imaginario del poema y le otorga una función que nos interesa particularmente: la función tanática. Dice Monteleone en la introducción a su libro:

dicho fenómeno de escisión, de descentramiento o disolución de la unidad del sujeto –tampoco ajena al descubrimiento freudiano– también se corresponde con la pérdida del fundamento trascendente para el sujeto y su palabra, es decir, con la destitución del Logos divino como garante de la subjetividad. (2016, p. 10)

La figura de la disolución de la unidad del sujeto se inicia, para Monteleone, con la poesía moderna –en figuras emblemáticas como Mallarmé o Rimbaud, con su famoso Je est un autre– y los discursos que la circundan, tales como lo dionisíaco nietzscheano o el inconsciente freudiano. En este sentido, la poesía moderna realiza anticipadamente aquello que la filosofía y el psicoanálisis recogen ya entrado el siglo diecinueve: la imposibilidad de reducir al sujeto a una unidad cerrada, autoconsciente, trascendental y cartesiana. Como señala Mariela Blanco en su artículo “Teorías sobre el sujeto poético”, “conviene no olvidar que el sujeto contra el que recaen estos golpes es el ego cartesiano que se funda en su oposición a la categoría de objeto y en clara supremacía con respecto a la misma” (2006, p. 154). La crisis decimonónica del sujeto cartesiano será retomada ampliamente por el posestructuralismo mediante la deconstrucción de la figura del autor como garante de sentido y autoridad sobre el texto, para mostrar que la trama textual no cesa de diseminar las marcas de su supremacía. Sin embargo, siguiendo la línea de Monteleone, en Latinoamérica es la vanguardia histórica la que recoge el guante de la disolución del yo mediante el uso del doble (Borges), la orfandad o la negación del nombre (Vallejo). A partir de estas figuraciones del sujeto escindido, diseminado, se vuelve imposible, mucho antes del posestructuralismo francés, no solamente remitirnos al autor como categoría orientadora de la lectura, sino también leer la construcción imaginaria del sujeto como una categoría estable. Por el contrario, el sujeto imaginario del poema aparece como un significante vacío que será hablado por cada acto de enunciación poética, como una deixis inseparable de su entramado textual o como una voz fragmentaria que sigue hablando “tras la ‘evaporación’ que sufre el sujeto en la vanguardia” (Blanco, 2006, p. 158).

Ahora bien, si la vanguardia se hace eco de esa disolución del sujeto, sostenemos que cada vanguardia producirá una muerte distinta. Si, como señala Peter Bürger, la vanguardia no solamente critica las tendencias artísticas precedentes sino también la institución arte en sí, entendiendo por esto tanto “el aparato de producción y distribución del arte como a las ideas que sobre el arte dominan en una época dada y que determinan esencialmente la recepción de las obras” (1987, p. 62), creemos que mientras los manifiestos de las vanguardias poéticas argentinas se ocupan de la primera parte de la afirmación de Bürger (por ejemplo, el famoso manifiesto de la Revista Martín Fierro), son los poemas los que dan cuenta de la segunda. Observar de qué modos se manifiesta la muerte del sujeto poético, entonces, implica detectar el cuestionamiento de las ideas dominantes sobre el sujeto en una época dada. El ultraísmo y el objetivismo, que nos ocupan aquí, volverán extraño un sujeto diferente, performando aquello que Bürger, siguiendo a Adorno, define como lo nuevo en la modernidad: “la ruptura de una tradición” (p. 120).

De este modo, sugerimos que el ultraísmo de Borges rompería con la tradición del sujeto poético protagonista, ornamental, del modernismo (Artuondo, 1999), reduciendo su campo de enunciación, borrando sus marcas y asimilándolo, como veremos, al fallecido. La muerte del sujeto poético, entonces, es una muerte del ornamento, del confesionalismo y de la nebulosidad, pero también del autobiografismo: “el ultraísmo viene a conjurar toda esa lirastenia. No es autobiográfico. No es individualista”, señala Borges en el manifiesto “Ultraísmo” de 1921 (1997, p. 54-55). El sujeto poético que sigue hablando, en cambio, es un fantasma sintético, condensado, que sugiere tanto la desaparición del yo biográfico como el quiebre de las frases medianeras que separan al yo del otro. En Giannuzzi, la tradición, motivo del poema, es la tradición neorromántica de la década del 40 y su consecuente esencialización del sujeto poético. Frente a este dispositivo que pretende capturar la esencia en una fotografía, el poema de Giannuzzi reduce la subjetividad a la mera materia, al papel viejo, efímero como el sujeto que enuncia. El poema de Vignoli, publicado a comienzos de nuestro siglo, sugiere un retorno a la lírica que permite concebir la muerte del sujeto poético como una mirada hacia atrás y, a la vanguardia, como una operación retrospectiva que encuentra, en cada lectura del pasado (el uso retrospectivo del objetivismo, el rescate de la tradición lírica), un modo fragmentario (propio del collage o del montaje) de enunciar el mundo.

Ahora bien: ¿qué ocurre con esa subjetividad fantasmal cuando el poema figura la muerte? Si el sujeto imaginario del poema siempre es un muerto, ¿quién/qué muere cuando la muerte aparece como motivo y dispositivo textual del poema? Los poemas a analizar forman parte de la producción temprana de Borges, Giannuzzi y Vignoli. Todos ellos, a su vez, se presentan como manifiestos que discuten una tradición anterior: el “rubenianismo” (Borges, 1997, p. 87) plagado de nexos y frases medianeras (p. 88) criticado por el ultraísmo borgeano; el neorromanticismo de la década del cuarenta ausente en la poética materialista de Giannuzzi; y el objetivismo de la década de los 90, puesto en cuestión por Vignoli. En este sentido, el carácter vanguardista de los textos puede leerse no tanto como un divorcio con lo anterior sino como un estadio de autocrítica del sujeto (Bürger, 1987, p. 60), una matriz tanática que echa luz sobre la tradición con la que dialoga a la manera de un montaje crítico.

La indefinición del muerto: Borges

Reunida alrededor de lo que no se sabe: el Muerto.

J.L. Borges

En 1929, con dos poemarios y tres libros de ensayo en su haber, Borges emprende la publicación del último libro de poesía de esta época “temprana”: Cuaderno San Martín. Cuarenta años después, anota en el prólogo a la nueva edición: “fuera de ‘Llaneza’, ‘La noche que en el sur lo velaron’ es acaso el primer poema auténtico que escribí” (1989, p. 79). Fiel al gesto, ya por ese entonces borgeano, de tachar, remendar o reescribir, Borges dirige los ojos de la crítica hacia un poema mortuorio, fantasmático. En el sintagma “primer poema auténtico” leemos una operación fundacional, una construcción del mito de origen que constituye un gesto típicamente vanguardista. Es por eso que, teniendo en cuenta las hibridaciones que se producen en la obra de Borges (cuentos que son ensayos, ensayos que son poemas, etc.), nos atrevemos a pensar este poema como una suerte de manifiesto. El primer poema auténtico, ese que funda retrospectivamente la mirada madura de Borges, no es, paradojalmente, “Fundación mítica de Buenos Aires”, poema que registra, como lo indica el título, un origen o un comienzo apócrifos, sino el texto que, de manera misteriosa (a juzgar por el segundo verso), figura un final. La poesía de Borges, la auténtica poesía de Borges –y debemos entender por “auténtica” la versión más acabada de la ficción–, comienza por la muerte, y más específicamente –nos atreveremos a decir– por la muerte del sujeto poético. Ese sujeto de la enunciación que fulgura en el primer poema del libro, el yo insistente en versos como “la manzana pareja que persiste en mi barrio” o “a se me hace cuento que empezó Buenos Aires”,2 desaparece, se borra, en “La noche…”. Esa diseminación del sujeto está al origen de una propuesta vanguardista que coloca la novedad, o la autenticidad, en la muerte del sujeto y de la figura autoral, aunque muerte, nos dice Cuaderno San Martín, no significa desaparición: el duelo por la ciudad perdida que atraviesa el poemario es también un duelo por el sujeto que se retira dejando, a cada paso, su huella textual. Transcribimos el poema:



Por el deceso de alguien
–misterio cuyo vacante nombre poseo y cuya realidad no abarcamos–
hay hasta el alba una casa abierta en el Sur,
una ignorada casa que no estoy destinado a rever,
pero que me espera esta noche
con desvelada luz en las altas horas del sueño,
demacrada de malas noches, distinta,
minuciosa de realidad.



A su vigilia gravitada en muerte camino
por las noches elementales como recuerdos,
por el tiempo abundante de la noche,
sin más oíble vida
que los vagos hombres de barrio junto al apagado almacén
y algún silbido solo en el mundo.



Lento el andar, en la procesión de la espera,
llego a la cuadra y a la casa y a la sincera puerta que busco
y me reciben hombres obligados a la gravedad
que participaron de los años de mis mayores,
y nivelamos destinos en una pieza habilitada que mira al patio
–patio que está bajo el poder y en la integridad de la noche–
y decimos, porque la realidad es mayor, cosas indiferentes
y somos desganados y argentinos en el espejo
y el mate compartido mide horas vanas.



Me conmueven las menudas sabidurías
que en todo fallecimiento se pierden
–hábito de unos libros, de una llave, de un cuerpo entre los otros–.
Yo sé que todo privilegio, aunque oscuro, es de linaje de milagro
y mucho lo es el de participar en esta vigilia,
reunida alrededor de lo que no se sabe: del Muerto,
reunida para acompañar y guardar su primera noche en la muerte.



(El velorio gasta las caras;
los ojos se nos están muriendo en lo alto como Jesús.)
¿Y el muerto, el increíble?
Su realidad está bajo las flores diferentes de él
y su mortal hospitalidad nos dará
un recuerdo más para el tiempo
y sentenciosas calles del Sur para merecerlas despacio
y la noche que de la mayor congoja nos libra:
la prolijidad de lo real. (Borges, 1989, p. 88-89)

El poema figura el recorrido de un sujeto poético que se encamina hacia un velorio. Ya desde el título, la muerte aparece en primer plano, no sólo (y no tanto) como motivo o material sino como operación textual que se evidenciará a lo largo de todo el poema mediante el borramiento de las marcas identitarias, tanto del fallecido como, de manera especular, del sujeto poético. El título “La noche que en el sur lo velaron” supone una doble ausencia: del objeto al que se refiere el verbo, reemplazado por el pronombre “lo” que no alude a ningún referente conocido, y del sujeto del verbo, ese actante plural que aparece tácito. La carga semántica, entonces, está puesta en el espacio-tiempo: la noche, el Sur, el velorio. El espacio, en efecto, vela (esconde, disimula) al sujeto doblemente ausente del título y disuelto a lo largo del texto: ni el muerto ni los que lo velan se hacen presentes, sino que el título y el poema se encargan de reforzar el misterio, la pregunta que vuelve y vuelve: ¿quién(es)?

Esa pregunta por la identidad o por la subjetividad del muerto, de quienes lo rodean y, en definitiva, del sujeto que se percibe en esa ausencia, se nombra en los primeros versos: “por el deceso de alguien/ –misterio cuyo vacante nombre poseo y cuya realidad no abarcamos–/ hay hasta el alba una casa abierta en el Sur” (p. 88). Ese “alguien”, pronombre indefinido, nos recuerda la famosa frase de Beckett retomada por Foucault y, más tarde, por Agamben: “qu’importe qui parle, quelqu’un a dit qu’importe qui parle”.3 En su famosa conferencia “¿Qué es un autor?”, Foucault se centra en el sintagma “qué importa quién habla” para desarrollar su teoría de la escritura como un espacio donde el autor no cesa de desaparecer. Giorgio Agamben, en “El autor como gesto”, retoma el pasaje beckettiano para posar el ojo en otro lugar, en ese sintagma pasado por alto por Foucault: ha dicho alguien. Dice Agamben: “hay allí, entonces, alguien que, aun permaneciendo en sí mismo anónimo y sin rostro, ha proferido el enunciado” (2013, p. 81-82). Salvando las distancias, puesto que el “alguien” del poema de Borges no profiere un enunciado sino que es una tercera persona ausente, es posible pensar que el uso de este pronombre indefinido, reforzado en el segundo verso por la palabra “misterio” que encubre el nombre, sugiere una pista de lectura: no debemos leer la muerte, en este poema, solamente como una muerte física de un personaje, sino como una defunción textual en la que el referente (la inabarcable realidad) cae para dar lugar a una nueva concepción del sujeto poético: un sujeto fantasmal.

Esta asociación entre la tercera y la primera persona, que llamaremos especular o prismática, aparece sugerida ya en los versos citados. El sintagma “cuyo vacante nombre poseo” puede ser leído en dos sentidos: o bien el sujeto poético conoce el nombre de ese muerto, o bien el nombre del muerto es el suyo. Esta doble lectura se sostiene a lo largo del texto tensando la relación entre uno y otro y haciendo de ese yo un muerto a medias, un fantasma cuyo gesto, velado, sigue hablando.

Entre el “poseo” y el “no abarcamos” se abre un espacio que acoge el estatuto fantasmático del sujeto poético, que oscila entre el nombre y su desmaterialización. El resto del poema figura la caminata del yo hacia el velorio, atravesando una ciudad que se desvanece, se apaga. Frente a la casa “minuciosa de realidad”, plagada de detalles y “menudas sabidurías/ que en todo fallecimiento se pierden/ –hábitos de unos libros, de una llave, de un cuerpo entre los otros”, frente a ese despliegue material, en suma, el sujeto elige sentarse alrededor de la indeterminación del muerto: “reunida alrededor de lo que no se sabe: el Muerto”. Las “sabidurías”, descriptas como objetos materiales, se oponen a “lo que no se sabe”, ese muerto con mayúscula que disuelve, incluso, su nombre. En este punto se diferenciará cabalmente la propuesta de Giannuzzi. Si el sujeto poético borgeano rodea lo que no se sabe, sumergiendo en el olvido las “sabidurías” materiales (llaves, libros, cuerpo), esas mismas sabidurías son el material del que está hecho el sujeto giannuzziano, como contrapunto de una esencia metafísica irreconciliable con la subjetividad política de los años 50.

La última estrofa comienza con un paréntesis que cifra, como suele ocurrir con Borges, una clave de lectura: “(El velorio gasta las caras;/ los ojos se nos están muriendo en lo alto como Jesús)”. El nosotros, la primera persona del plural que incluye al sujeto poético, aparece aquí literalmente asociado a la muerte (por lo demás, la muerte cristiana, que implica resurrección). El muerto, entonces, no es solo un tercero que descansa en un cajón, no es “alguien” diferente del “yo”, sino también ese yo que, al mirar al muerto, pierde los ojos.

Para concluir, podemos decir que “La noche que en el Sur lo velaron” se constituye como poema-manifiesto, como “primer poema auténtico”, porque allí se realiza aquello que, según Monteleone, es característico del género poético y, más precisamente, de la vanguardia: la muerte del sujeto como garante de sentidos. El poema de Borges es testamentario no solamente –y no tanto– porque figura un velorio, sino porque, desde la enunciación, firma el acta de defunción de un “yo” que todavía operaba en poemarios como Fervor de Buenos Aires (1923) o Luna de enfrente (1925). Mucho antes que Foucault, Barthes o Blanchot, Borges anuncia la muerte del autor y el estatuto fantasmal de un sujeto poético que ocupa el lugar del muerto. Y lo hace, como hemos intentado demostrar, desde la figura devenida lugar común de la ficción borgeana: el espejo o, para tomar la terminología ultraísta, el prisma. La relación especular entre el yo y el Muerto, en última instancia, realiza aquello que proclama el manifiesto ultraísta: borra las frases medianeras que interferirían en la duplicidad constitutiva del sujeto. Con este poema muere, entonces, el lugar privilegiado del yo, dando lugar a un sujeto borrado, mortuorio, velado, confundido con la noche que “de la mejor congoja nos libra:/ la prolijidad de lo real” (Borges, 1989, p. 89).

Los muertos que nos miran: Giannuzzi

(…) y no obstante hace mucho que todos se murieron.

J. O. Giannuzzi

El poema “Comensales eternos”, de Joaquín Giannuzzi, fue publicado en el libro Nuestros días mortales de 1958. Como en Borges, la muerte aparece tempranamente, en el título de su primer poemario. Como en Borges, esa muerte es compartida por el yo, mejor dicho, por el nosotros plural que figura en el título. La mortalidad, el tempus fugit aparecerá, a lo largo del libro, plasmada en los objetos, insectos, animales o alimentos que dan cuenta de la irreductible mortalidad de la materia: uvas, moscas, una paloma, un sapo o una botella de leche anuncian el pronto final pero también el fracaso empírico de toda voluntad esencialista. En “Comensales eternos”, asistimos a la defunción del sujeto de la Historia, un sujeto esencializado, eterno y sagrado, que permite el surgimiento de un sujeto poético material, como las uvas rosadas del famoso poema que abre el libro, y, como tal, finito, cuya mortalidad no es tampoco definitiva, sino proferida en cada acto de enunciación que implica el poema:



Un instante: mirad esta fotografía
en un diario reseco de los años treinta.
No se trata, creedme, de un error o fracaso
de la imaginación. Más allá del dolor
y también del castigo, contemplad este grupo
de hombres en la mesa; están cenando
y no obstante hace mucho que todos se murieron.
La luz decae, extraña. Las comidas, las rosas
el pan, el vino fueron a sí mismos consagrados
y han entrado con ellos en la sombra suprema.
Por lo tanto, nosotros, tenemos tiempo ahora
para todas las preguntas. ¿Cómo les fue posible
padecer lo real en el centro
de sus propias cabeza? Observad qué profundas
y afeitadas mandíbulas en grave movimiento
adaptando a la carne de los campos de América.
Sensatez, hombres, ojos tan pulcros como astutos,
¿hubo un instante acaso de la noche en que todo
se les tornó ilusorio? ¿Alguna vez, debajo
de esas frentes fue ahuyentada la vasta perplejidad de ser?
¿Acaso en un segundo, en tanto que miraban
distraídos el jardín, en otoño,
el pensamiento se abrasó en sí mismo
como cae la llama bajo el espacio oscuro?
Nadie sabe. Detrás de la fotografía
mirad cómo se instala lentamente la noche.
Esto quedó; nosotros contemplamos la cena
de los señores; sin embargo, seamos
prudentes. Aquí hay algo, que en nada nos concierne:
ellos murieron, vemos cómo se desentienden
de nuestra triste lógica en un reino inmutable
donde el juicio fracasa. Sabemos desde siempre
que lucidez y sangre se disputan los límites
del error o el orgullo. Pero hay esto: la horrible
responsabilidad que les atribuimos
se aposenta y se agota en el ámbito escaso
de sus rostros de hombres. Hace tiempo que están
retrocediendo, a ciegas, comensales eternos de irrealidad colmados
que excepto a la piedad impunes se deshacen. (Giannuzzi, 2014, p. 26-27)

Los dos versos que abren el poema, y que constituyen una estrofa separada del resto, pueden leerse como epítome del texto. Frente a la eternidad que se anuncia en el título, el texto empieza por el instante, ese fragmento temporal de la poesía que se opone a la presunta longevidad de la fotografía. Desde el comienzo, entonces, dos tiempos se anuncian. Por un lado, el tiempo eterno de la Historia y la tradición, plasmado en el diario fechado en la década del 30, la década infame, pero también en el verso alejandrino y en el uso casi irónico del “vosotros” que se opone a la coloquialidad rioplatense usualmente atribuida a la poesía de Giannuzzi. Por el otro, el tiempo del instante marcado por los deícticos (“mirad esta fotografía”).4 Esta temporalidad doble, que en el título se expresa a modo de oxímoron, podría leerse como un gesto típicamente barroco, un claroscuro entre la muerte y la vida, entre el memento mori de la violencia dictatorial y el carpe diem del presente de la enunciación. Sin embargo, proponemos aquí que el “nosotros” del poema dirige la atención hacia la mortalidad que ocupa el presente: la fotografía pero también el poema como fragmentos efímeros que dan cuenta de la violencia de la Historia y, por ende, del tipo de sujeto que esta inventa para sí.

Así como en el poema de Borges el muerto estaba marcado por la indeterminación (gramatical, conceptual, enunciativa), por el no saber que bordeaba lo real, y el sujeto poético, de manera especular, recogía esa condición indefinida del difunto (alguien), aquí los muertos constituyen un dispositivo consagratorio que no sella su disolución sino su presunta eternidad: “no se trata, creedme, de un error o fracaso/ de la imaginación. Más allá del dolor/ y también del castigo, contemplad este grupo/ de hombres en la mesa; están cenando/ y no obstante hace mucho que todos se murieron”. La perplejidad proviene de la convivencia entre esos dos tiempos que mencionamos más arriba y que se evidencian en la lengua del poema: el instante capturado por la fotografía y descripto por el poema, que es puro presente, y el tiempo mortuorio de la Historia. Sigue: “la luz decae, extraña. Las comidas, las rosas,/ el pan, el vino fueron a sí mismos consagrados/ y han entrado con ellos en la sombra suprema”. Los hombres de la fotografía pertenecen, por tomar las palabras del propio Giannuzzi en la entrevista ya citada, a la pesadilla de la Historia.5 En sus rostros y sus gestos corporales se evidencian el poder, la explotación y la violencia: “observad qué profundas/ y afeitadas mandíbulas en grave movimiento/ adaptado a la carne de los campos de América”; “sabemos desde siempre/ que lucidez y sangre se disputan los límites/ del error o el orgullo”.

Este sujeto colectivo, masculino, consagrado, el sujeto de la historia argentina y de la tradición, no es, sin embargo, un sujeto intocable. El poema, mediante el uso de apelativos y preguntas reiteradas, perfora la intangibilidad de la historia: “sensatez, hombres, ojos tan pulcros como astutos,/ ¿hubo un instante acaso de la noche en que todo/ se les tornó ilusorio?” La pregunta barroca por la artificialidad de la vida recuerda, paradójicamente, la insignificancia de la historia, el fracaso innegable de las vidas singulares. En este sentido, la fotografía de la cena no es una postal del sujeto histórico iluminado, consagrado por el banquete que lo rodea, sino un papel reseco, material y, como tal, olvidable.

Ahora bien, ¿qué hay del sujeto poético? ¿Muere también él en esta escena? Como hemos tratado de demostrar, en este poema no es la muerte de los comensales lo que aparece en primer plano sino la muerte del recuerdo, la diseminación de su huella histórica. El sujeto poético, que en la primera parte del poema se encarga de dejar sus marcas (en los deícticos, en los imperativos, en las preguntas que traen la fotografía al presente y perforan cierta idea de historicidad), niega su existencia en la segunda parte. Las repetición de la negación (“nadie sabe”, “en nada nos concierne”) parece surcar una distancia irreconciliable entre los comensales y el sujeto que enuncia en primera persona del plural: ellos murieron, pertenecen a “otro reino” (“Uvas rosadas”, 2014, p. 17) y nosotros, que permanecemos en este “reino inmutable”, no sabemos nada de la muerte. Sin embargo, si leemos atentamente, notamos que ese nosotros (plural como los comensales) se encuentra “detrás de la fotografía”, confundido con la noche que se instala. Al comienzo del libro Figuras de la historia, Jacques Rancière describe una escena de la película El último bolchevique de Chris Marker en la cual, ante el paso de una familia imperial, un oficial se dirige a la muchedumbre reclamando respeto. Lo que a Rancière le interesa de esta imagen no es la representación de la opresión del pueblo sino el hecho de que la “muchedumbre” aparezca, en la fotografía, al lado de la familia imperial. Dice Rancière: “(…) la máquina no hace diferencias. No sabe que existen pinturas de género y pinturas de historia. Toma a grandes y a humildes por igual; los toma juntos (…) Los vuelve simplemente susceptibles de compartir la misma imagen, una imagen de igual tenor ontológico” (2013, p. 20).

La primera persona del plural que enuncia en el poema de Giannuzzi no forma parte de la fotografía; no comparte, como la muchedumbre de Rancière, la imagen con los hombres que han perpetrado, probablemente, el golpe militar de 1930. Sin embargo, aquí los comensales forman parte de la cocina poética, mientras el poema devora los restos de la mesa eterna. Si “la historia es el tiempo en el que aquellos que no tienen derecho a ocupar el mismo lugar pueden ocupar la misma imagen” (Rancière, 2013, p. 21), el lenguaje poético de Giannuzzi, un lenguaje despojado, material, por momentos envejecido como el diario, pone a convivir la muerte del sujeto histórico con la condición fantasmal de ese “nosotros” sin rostro. Mortal, como los días que dan nombre al poemario, el sujeto poético se despoja del esencialismo tan caro a la poesía neorromántica. Al tiempo que borra la grandilocuencia del pasado reduciendo a los hombres que nos miran a una pesadilla material y finita, el sujeto poético que devuelve la mirada admite su destino de comensal efímero y, así como en tanto lectores asistimos a su construcción a través de los objetos –la fotografía del diario–, también participamos de su gradual desmaterialización.

La doble simetría de la muerte: Vignoli

(…) para amortiguar sus alaridos constantes.

B. Vignoli

Con un título programáticamente irónico, el poema “Función de la lírica” de Beatriz Vignoli, publicado en Viernes (2001), libro en el que el objetivismo de Almagro (2000) retrocede ante la recuperación de un “impulso lírico contenido”, tal como señala Marina Maggi en el prólogo a edición de la poesía completa de Vignoli (2021, p. 20), da cuenta del creciente rechazo a la univocidad del tono y de una apuesta por el montaje o el collage en tanto dispositivos de la escritura poética. Lejos de polémicas estériles, la poética de Vignoli, y este poema en particular, se sitúan en la “frontera” entre “la materialidad plebeya reivindicada por la formación objetivista” y “el arrebato contemplativo” (Maggi, 2021, p. 26). Esta hibridación, este ensamblaje, sitúan a la poética de Vignoli, a partir de Viernes, en este siglo: el viernes es el día de la muerte, de la crucifixión, pero también el día de pasaje entre el trabajo material y la contemplación de los domingueros, entre la rutina semanal de las poéticas de los 90 y lo que se abre al vacío ocioso del nuevo siglo. En Viernes, en efecto, se cifra una poética de entresiglos, una lengua híbrida que barre con tonos tautológicos o universalizantes, que reconoce los límites políticos del objetivismo en medio de la crisis neoliberal, y que se prepara para una resurrección parcial de la lírica.

Así, fechado en 2001, el libro inscribe una caída, como el famoso poema que comienza: “Si te dicen que caí/ es que caí./ Verticalmente./ Y con horizontales resultados” (Vignoli, 2021, p. 124). Lo que se pone de manifiesto allí es una reflexión sobre los modos de enunciar esa caída. “Si te dicen” abre una mirada sobre el lenguaje y sobre la imposibilidad de estetizar lo que cae. No hay, en este poema, giros posibles, ni del cuerpo ni de la lengua; no hay acrobacias del lenguaje que atenúen el peso de un cuerpo que cae: “no hay parábola”, dice el sujeto poético, no hay condimentos heroicos, no hay explicaciones metafísicas que puedan estetizar “lo único que sabe hacer el universo/ (…) derrumbarse sin ningún motivo,/ (…) desmoronarse porque sí” (p. 125). Esta apuesta por la caída sin atributos, sin adjetivaciones, sin conjugaciones hipotéticas, más cercana al objetivismo, adquiere otro espesor en “Función de la lírica”, poema donde la caída también aparece, pero sin horizontales resultados. Transcribimos el poema:



Mi padre agonizaba
en un sanatorio con TV por cable.
Puse el canal de ópera
para amortiguar sus alaridos constantes.
Justo cuando Rigoletto abraza el cadáver
de su hija, debí tenerlo al viejo
para que no se cayera de la cama:
la doble simetría de la escena
me la volvió soportable. (Vignoli, 2021, p. 128)

Como se puede ver, a diferencia de la certeza de una caída enunciada en primera persona, conjugada en pretérito perfecto y repetida dos veces (“si te dicen que caí/ es que caí”), acá de lo que se trata es de evitar que el padre agonizante, horizontal, se caiga de la cama: para que eso no ocurra, el sujeto poético (¿o el yo lírico?) sostiene “al viejo”, el protagonista de una escena que oscila entre la gravedad (en el sentido físico pero también tonal) y el absurdo. Por más irónico que resuene el título del poema, ironía enfatizada por la presencia de Rigoletto, el padre bufón de la ópera de Verdi, eso no implica que se trate de un mero chiste. Al contrario, podemos leer esta escena, aparentemente íntima, como una escena fuertemente alegórica, en la medida en que los alaridos del padre, del “viejo”, pueden leerse como el ocaso de cierto antilirismo agonizante, y el sostén de la hija, paradojalmente espejada en la ópera televisada, como una recuperación de la lírica, una resurrección de una voz cantante que se superpone (en tiempo, en espacio, en materialidad) al alarido informe del pasado.

El derrumbe palpable en “La caída” encuentra aquí un límite, un sostén: la lírica. No se trata, entonces, de la muerte del padre y por ende de la tradición, sino de la agonía de un sistema poético que funcionaría como garante de sentidos. El alarido, ruido animal, sella la diseminación de un modo de concebir el lenguaje; pero esa diseminación no es, como puede leerse, una simple caída, lo que nos remitiría al silencio, sino una base sonora que se confunde con la ópera que la hija invoca para amortiguar la agonía. En la duplicidad que figura el poema (construido en pares de versos que van armando, antes de que se enuncie, la “doble simetría” de la escena), no hay, sin embargo, binarismos. En el medio, en el pasaje entre el grito y la ópera, entre el padre y la hija, entre la muerte y la vida, se encuentra la televisión como “soporte” material, como “cable” o como “canal”. La televisión, ese objeto que Adorno había leído como prolongación de la propiedad o habitación suplementaria, es decir, como una mercancía a la par de las otras incapaz de producir distanciamiento, acá, en el ocaso del siglo XX, instala otro tiempo en el tiempo hospitalario: el tiempo pretérito y el tiempo de la durée, es decir, el tiempo de la lírica. Como si le contestara a la afirmación de Alejandro Rubio, que ese mismo año, en Monstruos. Antología de la joven poesía argentina, escribía “la lírica está muerta”, y a la pregunta “¿quién tiene tiempo, habiendo televisión por cable y FM, de escuchar el laúd de un joven herido de amor?” (2001, p. 7), Vignoli pareciera responder: la televisión por cable puede también introducir otro tiempo, otro canal, atraer hacia el interior de la habitación hospitalaria lo que le es extraño, resucitar a la lírica como hija no huérfana, sino bastarda o, como diría Genovese: “frente a la eficacia y a la locuacidad de otros lenguajes, la poesía es un zapping hacia otro canal, un corte de ruta frente a una economía comunicacional que exige ciertas reglas de exposición” (2011, p. 15).

Paradójicamente, si bien el poema presenta una primera persona protagonista, marcada por la estrecha relación con el padre desde el primer verso y enfatizada en el sintagma “al viejo”, que prescinde del posesivo, la protagonista de la escena es la televisión. Objeto mundano, “sabiduría” material, la TV por cable desplaza el pathos de la escena y hace del poema una écfrasis a la manera de “Comensales eternos”. Para que la escena se vuelva soportable, como señala el sujeto poético al final, es necesaria una simetría, un desplazamiento hacia el objeto que funciona, justamente, como soporte material que desacraliza la agonía. La televisión, sin embargo, ocupa un lugar doble: como estructura o soporte material, objetivo, pero también como “canal” hacia la lírica, a través de la ópera que viene a amortiguar los alaridos del padre agonizante. A diferencia de la écfrasis estática de Giannuzzi, la televisión no da cuenta de la materialidad finita sino que, por su carácter narrativo, en movimiento, por la durée que imprime, la ópera permite refigurar la agonía hospitalaria: la lírica (la ópera, el canto, pero también el poema despojado de un objetivismo sin matices) permite duplicar el mundo material, trascender la mera descripción para utilizarlo como máquina externa capaz de narrar de otro modo la densidad de lo real. En una nota al pie del prólogo, Vignoli señala que el libro Ítaca parte de una ópera homérica de Monteverdi que “vi(o) en televisión en la casa de (su) madre” (2021, p. 23). Esta ficción de origen, que desvía perspicazmente los sentidos (madre en lugar de padre, casa en lugar de sanatorio) pone el énfasis en la importancia del montaje entre estos dos dispositivos aparentemente irreconciliables: la ópera y la televisión. Pasado y presente, lirismo y materialismo, durée e inmediatez, conviven en el poema a modo de collage que ensambla el alarido y el canto en una misma habitación de hospital.

En este sentido, la ironía o el pastiche propios de la neovanguardia permiten un retorno a la lírica como un modo renovado de leer el presente. Hal Foster (2001) señala que la neovanguardia de los años cincuenta y sesenta no implica una ruptura absoluta con lo anterior sino una lectura retrospectiva que pone atención sobre lo olvidado que retorna como fantasma. A pesar de la distancia histórica, podemos leer en esta línea el poema de Vignoli, donde el retorno a la lírica/ópera permite delinear una operación retrospectiva que encuentra, en la lectura contemporánea del pasado, un nuevo modo de enunciar el mundo. Como es evidente, la ópera de Giuseppe Verdi invierte la lógica del padre agonizante, inversión que el sujeto poético llama “doble simetría”: a diferencia de la escena del sanatorio, en la ópera es la hija quien muere. Si en el poema de Borges la mortalidad del sujeto poético estaba dada por el juego especular, sutil, de la enunciación, y en Giannuzzi por el espesor material del cuerpo fotográfico, aquí quien muere es la duplicación invertida del sujeto poético, es decir, la representación. Vuelta cadáver, la hija de Rigoletto, la hija televisiva, obtura, en una primera instancia, la posibilidad de la metáfora lineal. Pero, al mismo tiempo, es esta metáfora invertida, este uso a contrapelo de la tradición, la que posibilita la soportabilidad de la escena. La ópera en tanto género inactual (para tomar las palabras de Genovese), pero también el lirismo como contrapunto del objetivismo de los 90, no funciona como “padre” agonizante de un presente completamente nuevo, sino que su uso controvertido, su relectura contemporánea, permite invertir roles y hacer del montaje (entre televisión y sanatorio, entre padre e hija, entre tradición y novedad) un modo de la enunciación poética que siga siendo soportable.

Fechada en 2001, en medio de la debacle y unos meses antes del estallido económico y social, la publicación de Viernes reclama una lectura historizada. Como no podemos extendernos aquí, dejamos planteadas algunas preguntas que resuenan en la lectura de “Función de la lírica” y que permiten repensar el estatuto problemático de la muerte del sujeto poético en una contemporaneidad situada: ¿qué impacto tiene la crisis social y política en este retorno miope a la tradición lírica? ¿Acaso la narratividad afectiva de la televisión cuestiona el lugar de la mercancía para el objetivismo? El retorno al lirismo, ¿vuelve a poner en el centro una experiencia sustraída por las políticas neoliberales, pero también por una poética demasiado pegada a las cosas? ¿Es posible hacer resurgir un sujeto de la experiencia que no sea, necesariamente, un sujeto de la representación? ¿Puede el canto, la ópera, la poesía, volver a entonar los alaridos agonizantes del lenguaje poético?

Referencias bibliográficas

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Artuondo, P. (1999). Entre ‘la aventura y el orden’: los hermanos Borges y el ultraísmo argentino. Cuadernos de Recienvenido, 10, 57-97.

Beckett, S. (2003). Nouvelles et textes pour rien. Paris, Minuit.

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Freidemberg, D. (1994). Joaquín Giannuzzi: un poeta standard. Diario de poesía, 9, 30, 14-15.

Genovese, A. (2011). Poesía y modernidad. La poesía como discurso “inactual”. En Leer poesía. Lo leve, lo grave, lo opaco (pp. 15-22). Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica. https://bit.ly/41sfMqb

Giannuzzi, J. O. (2014). Obra completa. Buenos Aires, Ediciones Del Dock.

Maggi, M. (2021). Prólogo. “Siempre debería ser verano”: la revuelta contra el tiempo de Beatriz Vignoli. En Vignoli, B., Viernes (pp. 15-39). Buenos Aires, Nebliplateada.

Monteleone, J. (2016). El fantasma de un nombre. Poesía, imaginario, vida. Rosario, Nube Negra.

Rancière, J. (2013). Figuras de la historia. Buenos Aires, Eterna Cadencia.

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Vignoli, B. (2021). Viernes. Buenos Aires, Ediciones Nebliplateada.

Notas

1 Si bien acordamos con la lectura de Mariela Blanco (2011) que señala la imposibilidad de reducir a Giannuzzi a una poética objetivista en la medida en que sus textos llevan las marcas del trascendentalismo o, por lo menos, de cierto lirismo impensable para los poetas de la generación del 90, hacemos uso de esta categoría para señalar el carácter materialista de su poética. Señala el propio Giannuzzi en la entrevista publicada por Diario de Poesía, ante la pregunta de Daniel Freidemberg: “Habría que ver qué significa ‘objetivista’. Yo he estado tratando de conseguir en lo posible una poesía objetiva. Una poesía donde explícitamente esté el mundo, estén las cosas. Mi ideal es la poesía descriptiva” (1994, p. 14). Más allá de su adscripción o no a los “ismos”, que no trataremos aquí con exhaustividad, esa poesía “de las cosas” incide en la configuración de un sujeto poético también material.
2 Las cursivas son nuestras.
3 Traducción: “qué importa quién habla, alguien ha dicho qué importa quién habla” (Beckett, 2003, p. 129).
4 Las cursivas son nuestras, y apuntan a marcar la deixis del verbo en imperativo, dirigido a un vosotros, y del pronombre demostrativo.
5 Dice Giannuzzi: “de lo que se trata es de salvarse de la Historia, que, como no sé quién decía, es una pesadilla de la cual quiero despertar. Claro que al mismo tiempo la Historia es fascinante” (Freidemberg, 1994, p. 15).

Notas de autor

* Julieta Sbdar Kaplan es Licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires (UBA) y Magíster en Estudios de Género por la Universidad París 8. Actualmente, cursa el Doctorado en Literatura de la UBA, en cotutela con el Doctorado en Estudios de Género de la Universidad París 8, y es becaria doctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Investiga las figuraciones del tiempo en un corpus de poesía argentina contemporánea. Es profesora de Literatura en escuelas secundarias y dicta talleres en contextos de encierro. Publicó los libros de poesía Demoliciones (Eloísa Cartonera, 2017) y Mandarinas (Nebliplateada, 2022).


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