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ENCARNAR LA POESÍA LÍRICA. UN ITINERARIO DE LA VOZ POÉTICA, ORFEO Y SU (EN)CANTO
Embodying lyric poetry. An itinerary of the poetic voice, Orpheus and his (en)chanting.
Cuadernos de Literatura. Revista de Estudios Lingüísticos y Literarios, núm. 20, e2016, 2023
Universidad Nacional del Nordeste

ENSAYOS

Cuadernos de Literatura. Revista de Estudios Lingüísticos y Literarios
Universidad Nacional del Nordeste, Argentina
ISSN: 0326-5102
ISSN-e: 2684-0499
Periodicidad: Semestral
núm. 20, e2016, 2023

Recepción: 15/02/23

Aprobación: 07/03/23


Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial 4.0 Internacional.

Resumen: Los orígenes y formas tanto como las potencias y funciones de la poesía lírica han sido objeto de muchos y diversos tipos de indagaciones y propuestas, las que atienden también a los particulares puntos de vista y elecciones teóricas y metodológicas desde las que se parte. En nuestro caso, interesa trazar un itinerario posible –o al menos probable– que permita recuperar y actualizar aquellos momentos fundacionales, y ensayar sobre ello una lectura que ponga en contacto el mito de Orfeo con algunas de las características que inscriben la actuación singular de la poesía lírica: el oficio intrínsecamente sonoro o musical del lenguaje, el canto encarnado en la sustancia de la voz, la articulación de la palabra poética como enunciación y conformación melancólica de un lenguaje otro ligado a lo primordial, la poesía como el artificio con que se acecha a la muerte y que simultáneamente la posterga; todo esto para dar cuenta de lo profundamente humano que se anuncia y/o se pronuncia en ese horizonte lírico.

Palabras clave: mito de Orfeo, poesía lírica, voz poética y canto, palabra poética y muerte.

Abstract: The origins, forms, powers and functions of lyric poetry have been the subject of many different types of inquiries and proposals, which also attend to the particular points of view and theoretical and methodological choices from which they start. In our case, we are interested in tracing a possible or, at least, probable itinerary that allows us to recover and update the foundational time, and to attempt a reading that brings the myth of Orpheus into contact with some of the characteristics that define the unique performance of lyric poetry. They are intrinsically sonorous or musical aspects of language, the singing embodied in the substance of the human voice, the articulation of poetic language as an enunciation and a melancholic formation of another language linked to the primordial aspects of life, poetry as the craft with which death is hunted and simultaneously postponed; all this to account for those deeply human qualities that are announced and/or pronounced in that lyric horizon.

Keywords: myth of Orpheus, lyric poetry, poetic voice and song, poetic word and death.

1. Para entrar en materia: cantar la poesía lírica

A propósito de que quiero compartir algunas ideas sobre la poesía lírica, comencé a pasar revista de lecturas viejas y nuevas, textos clásicos y novedosos, que me asistieran en el entendimiento y, más temprano que tarde, recordé estos versos que, de alguna manera, hago míos por ese buscar y no encontrar las palabras precisas, es decir, un modo de andar el pensamiento. Dice Rubén Darío: “Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo,/ botón de pensamiento que busca ser la rosa;/ se anuncia con un beso que en mis labios se posa/ el abrazo imposible de la Venus de Milo” (2006, p. 76).

Aquí el poeta nos habla de una imposibilidad, es cierto, pero también nos habla de una certeza: aquel beso que se posa en los labios anuncia su búsqueda, instala en él –y en nosotres– más que una ausencia o una falta, una presencia que el propio beso susurra: presencia deseada, presencia buscada. Guillermina Casasco (Casasco et al., 2008, p. 17), a quien parafraseo, plantea que toda búsqueda más que hablar de un hombre que busca, habla de un hombre que no encuentra; siendo así, el poeta y su búsqueda de “decir” harían del poema tanto un modo del recuerdo (de aquel beso) como de su incompletud: una totalidad intuida y sin embargo desplazada en el abrazo imposible.

En este mismo sentido Diana Bellessi (2011, p. 9). sitúa y ahonda esta idea diciendo que la poesía es:

Esa pequeña voz que escribe los poemas (…) Arcaísmo sutil del pensamiento que no desea ir más allá de la ofrenda o la celebración de diminutas revelaciones repetidas siempre, una y otra vez sobre la huella de la conciencia humana (…) La voz del poema, la voz que el poeta cree su voz.

Visto así, queda claro que pensar la poesía lírica es una empresa, por lo menos, esforzada por cuanto apenas nos acercamos a ella, a esas certezas que nos asisten y que son el fruto de otras tantas reflexiones cosechadas desde antiguo, eso que apresurada o cotidianamente denominamos lírica se amplía insinuando una profundidad y una extensión que, curiosamente tal vez, parece involucrar un movimiento que al mismo tiempo que avanza no deja de señalar un retorno. Una misteriosa nostalgia o melancolía que insiste en repetir en lo nuevo lo ya pronunciado desde antes.

Entonces quiero compartirles aquí una lectura que, al igual que Rubén Darío, va en búsqueda de ese antes –que paradójicamente también debemos (deberíamos) pensar como un ahora– y que se afana por rescatar una historia vieja pero no olvidada pues, como todas las cosas, hubo un día en que aparecieron en el horizonte de este mundo. Y con esta historia, me propongo recordar un principio y quizá un final, esto es, un primer aliento y una seductora permanencia eternamente perdida y recuperada en la poesía lírica.

Vuelvo entonces sobre el mito griego del gran poeta Orfeo,1 que pondré en mi voz –tal como lo ha dicho J-P Vernant (2005)– de la única manera que hay de contar estas cosas, o sea, sin repetir, pero sin inventar.

2. “Si tuviese la lengua y el canto de Orfeo” (Eurípides, 2008a, vv. 357)

Hace diez años mayores –que es el modo en que los griegos de la antigüedad decían la distancia entre el hoy y un antes que, aunque siendo parte del tiempo, inauguraba un tiempo otro, un tiempo mítico–, había en la Hélade un hombre llamado Orfeo cuyo talento y arte era cantar de manera excepcional. Un cantor que, tañendo la cítara, era capaz de conmover íntimamente a todo cuanto lo escuchase. Poeta, cantor y profeta, Orfeo vive a mitad de camino entre el mundo del mito y el de los seres de carne y hueso, porque en aquellos tiempos estas cosas que hoy podríamos reconocer como diferentes, no eran tan distantes entre sí.

El nombre “Orfeo” es difícil de rastrear, su origen y significado se han perdido en las arenas del olvido. Sin embargo, la tradición nos recuerda que es hijo de la Musa Calíope, “la de bella voz” según nos refiere Hesíodo (2000, vv. 75); una de las nueve que componen el coro olímpico que dirige Apolo, el musageion y que presiden la actuación de aedos y citaristas. Su padre, en cambio, es Eagro, un antiguo y famoso rey de Tracia, una tierra distante de Grecia, situada en los bordes que separan el mundo heleno de los pueblos del oriente, los pueblos bárbaros. Aunque también hubo poetas que adscribieron al propio dios Apolo como su padre; por ejemplo, Píndaro (1990) en la Pítica IV: “Luego, de la parte/ de Apolo, allí acudió aquel que la lira/ tañe, padre de cantos,/ el de por siempre celebrado Orfeo” (vv. 176-178).

Como vemos, hasta los mismos poetas reconocieron su talento y el poder de su canto. Una voz y sonido extraordinarios capaces de obrar sobre el mundo, capaces de conmover la naturaleza. Al ejecutar su cítara todo cuanto era tocado por su música se agitaba, vibraba y se movía; en definitiva, quedaba en-cantado.

Esta celebración de lo vivo da cuenta de una nueva acomodación: el surgimiento de una armonía distinta de las pasiones que impulsan lo salvaje y el instinto, conjurada o más bien “acompasada” a esta armonía otra venida y sostenida en el soplo de la voz del canto.

En este mismo sentido nos lo recuerda Eurípides, quien pone en boca del coro de Bacantes estos versos: “(…) Tal vez en las boscosas hendiduras del Olimpo, donde en tiempos al son de la cítara Orfeo congregaba los árboles, congregaba las fieras agrestes con su inspirada música” (2008b, vv. 560-564).

El canto de Orfeo es así una fuerza expansiva, una seducción que interpela el con-tacto. Peces y pájaros, fieras de todo tipo e incluso el viento y el granizo, la nieve y el mar, caen en su ilusión. Como si una morosidad deliciosa se instalase en el mundo; una pausa, una momentánea inspiración donde todo es uno con su voz: un fluir calmo y equilibrado.

En Argonáuticas órficas2(1987), un texto escrito muy tardíamente, se nos relata que en ocasión de la legendaria expedición en busca del Vellocino de Oro, Jasón convocó a Orfeo para que se sumara a tal empresa. En este viaje que atravesó varias regiones y sorteó muchos peligros, llegaron a la isla que habitaba el centauro Quirón, el más sabio y prudente de entre los suyos, quien además era –tal como Orfeo– un cantor. Y como dicta la tradición, luego de que reyes y príncipes fueran acogidos como huéspedes, y después de que comieran carne de ciervo y de jabalí y bebieran dulce vino en honor de Zeus y los Olímpicos, saciados ya los ánimos, aquellos héroes comenzaron a pedir que se realizara un certamen de canto y melodía entre el anfitrión, Quirón, y Orfeo, el citarista.

Aceptado el reto, Quirón tomó su arpa que estaba dispuesta al costado y entonó la historia de cómo los centauros de corazón violento encontraron la muerte a manos de los lapitas, y cómo, enloquecidos, hicieron frente a Heracles en Fóloe porque el ardor del vino les enfureció el alma. Cuando este canto hubo terminado y llegó el momento de Orfeo, este cantó los comienzos de la creación, ese momento único e inaugural cuando desde dentro de la aspiración misma de Caos, se abrió paso esta tierra donde los hombres asientan sus pies. Y mientras esto sucedía, es el citaredo mismo quien nos describe lo que ocurría a su alrededor, los efectos y potencias de su voz melodiosa que embargaba todo el aire con su armonía:

(…) Y mi canto recorría la estrecha cueva, pues mi lira dejaba oír un son dulce como la miel. Pasó revoloteando a las altas cimas y a los boscosos valles del Pelión y la voz llegó a las elevadas encinas. Y éstas se arrancaban de raíz y corrían hacia la cueva, y las rocas resonaban. Y las fieras, al oír el canto, salían huyendo y se detenían ante la cueva; los pájaros formaban círculos en torno a los establos del centauro, con sus alas cansadas, y se olvidaban de su nido. A la vista de ello, el centauro se asombró, y daba gruesas palmadas y con sus pezuñas golpeaba el suelo. (1987, vv. 430-440)

La imagen que nos presenta el poeta es la de una ensoñación, un suave y gozoso cautiverio que su música dispensa como un rayo que sobreviene, sereno y conocido, hasta abrirse paso y acomodarse en el cuerpo, en la materia de lo vivo y de lo inerte, obrando su encantamiento. Así, la ejecución de su lira en el canto, actúa una fuerza mágica y magnética capaz de inscribir un orden distinto, un hiato en el correr del olvido suficiente para iluminar de soslayo la anunciación en el movimiento de ese cuerpo excitado del recuerdo religado a un movimiento anterior, primordial.

Un hombre capaz de tales portentos y de compartir empresas heroicas legendarias, no merece sino una historia de amor de igual magnitud e intensidad. Y este amor fue hallado en Eurídice, una ninfa del bosque. Junto a ella fue fecundo, firme como su canto, suave como su melodía y siempre amable. Canto y amor fueron una sola cosa y así nos lo dice Virgilio: “(…) a ti, dulce esposa, te cantaba al amanecer, te cantaba al ponerse el día” (1988, vv. 465-468).

Pero tal fortuna y bienandanza, tanto gesto amistoso de la Moira, no son cosas que estén reservadas para los hombres que comen pan y toman vino. Su destino es siempre uno y el mismo: lo funesto y sus presagios que siguen sus pasos como sombras.

En ocasión de sus bodas, Orfeo invocó la presencia del dios Himeneo que auspicia y bendice la noche matrimonial: el lecho donde en amorosa unión yacerán siendo esposo y esposa. Pero ya las Parcas habían hilado un final penoso. Entonces:

Himeneo, cubierto por un azafranado manto, (…) es llamado por la voz de Orfeo. Pues él asistió a la boda, pero ni aportó palabras solemnes, ni alegre rostro, ni favorable presagio. Y la antorcha que sostuvo no dejó de chispear con humo que producía lágrimas mientras ninguna llama prendía con sus movimientos. (Ovidio, 2003, X, vv. 1-7)

Los días pasaron y ese amor entre Orfeo y Eurídice creció y fue pródigo. Pero un día, Aristeo, un campesino que andaba por ahí, vio a la esposa del cantor que junto a otras náyades recogía flores a la vera de un río. Tal visión encendió en su pecho una pasión desbordada, un frenesí ciego y brutal y, cediendo ante tal deseo, se dio a la persecución de Eurídice para poseerla. Las náyades sorprendidas y temerosas huyeron del lugar en busca del citarista; Eurídice también quiso hacerlo, pero en su carrera por dejar atrás el peligro no pudo ver una serpiente que se encontraba en la orilla. El animal mordió su talón y el veneno se esparció rápidamente.

Cuando Orfeo llegó en su ayuda no pudo hacer más que contemplar la pérdida en ese cuerpo vencido. Un último aliento, acaso una última palabra. Y en medio de su turbación se fundió con ella en un abrazo ya imposible.

La pena, honda y vacía como la noche de la primera hora estelar, se instaló en su alma y todo aquel paisaje que era señalado como portento nutrido en la dicha del amor pleno se tornó sombrío. El quebranto descendió sobre el mundo como desciende la niebla espesa y, entonces, árboles y fieras, aves y rocas, la nube y el río, se volvieron el coro de una voz única y sola que no sabía hacer otra cosa sino sollozar una elegía perpetua.

Pero llegó el día en que nuestro poeta decidió desafiar el orden cósmico, transgredir la ley divina, y solamente con su lira encaminó sus pasos hacia la tierra que se halla más allá del sueño y la noche para pedir por su amada.

Luego de haber surcado las grandes distancias, cuando estuvo frente a los soberanos de la Muerte, Hades y Persefonea, Orfeo templó su lira, dispuso su cuerpo, aclaró la voz, y compuso su canto.

La música se instaló en el aire y todo cuanto de su alma salía era convidado a las grandes extensiones de ese reino. Espectros y sombras, los primeros, detuvieron su marcha y se agitaban atraídos por aquella melodía. Por miles fueron llegando hasta el corazón de aquella música: quienes fueron padres e hijos, doncellas sin casar y mancebos en el esplendor de su ímpetu, ancianos dignos de respeto y héroes de antiguas batallas que todavía guardaban el brillo de su fuerza… nadie quedaba exento.

Hasta las zonas más profundas del Tártaro llegaba su poesía y, así, aquellos que son atormentados por viejas ofensas, poco a poco, fueron olvidando su pesar. Cerbero con sus tres fauces se volvió hacia Orfeo en silencio descuidando sus tareas de carcelero, y ya nadie podía cruzar las aguas de la Estigia porque no había barquero capaz de llevarlos.

La pena y el amor eran uno y lo mismo en aquella voz que no sabía hacer más; tristísimo canto que hubiera estremecido a cualquiera, tanto que hasta los mismos reyes de las mansiones del Hades escucharon con atención.

Persefonea, conmovida por tanto amor doliente, decidió concederle la gracia de recuperar a su esposa; sin embargo –pues nada es tan sencillo en estos casos– le impuso una única condición: que su esposa lo seguiría en el camino de regreso pero que él no debía darse vuelta sino hasta llegar a la tierra de los vivos.

Como está escrito para el hombre desde el principio de los tiempos, Orfeo avanzó sobre aquellas tierras poniendo un pie delante del otro y dejando a sus espaldas a su tan amada Eurídice quien lo seguía profesando el mismo amor de cada vez.

Pero “El verdadero amor odia las dilaciones, no las soporta: y, al tener prisa por mirar a su prenda, la perdió” (Séneca, 1997, vv. 587-589); una súbita locura, un temor desesperado, la sombra de una duda… qué habrá aguijoneado el ánimo de Orfeo en aquel último momento en que viendo ya la luz del sol tan cerca, se volvió para admirar a Eurídice. Un profundo estremecimiento lo llevó a estirar los brazos para alcanzarla, pero todo era en vano. La había perdido por segunda vez. Humano error digno del perdón más sincero si es que acaso los dioses supieran perdonar.

Hasta aquí el mito de Orfeo, su portento y su dolor.

3. Templar la voz/templar la cítara

Como podemos ver, lo prodigioso en Orfeo pasa tanto por su poesía como por la maestría en el manejo del instrumento: cítara, lira o forminge; vale decir, una forma en que se sintetizan composición poética y musical. Eso que hemos referido tantas veces como canto es la expresión más próxima a una práctica y a una forma de inteligir aquel mundo.

En aquellos tiempos, los más antiguos de la cultura griega, una, la composición poética, y otra, la composición musical, no referían artes distintas, sino que eran una misma cosa, una integración solidaria que realiza una misma acción y, por lo tanto, un mismo entendimiento y una misma sensibilidad.

Musiké es el término con el que entonces se decía esta composición y esto se explica porque la composición poética, la poesía hecha con logos, con palabras, toma como materia prima el sonido; dicho de otro modo, el lenguaje es entendido en su dimensión primaria, en su materia fónica. Las palabras están compuestas sobre una primera articulación del sonido.

Los griegos lo reconocían ya en el propio mito para distinguir al hombre de los otros seres de la naturaleza; ellos decían los hombres de voz articulada. Y con esto ponían de manifiesto una distancia, una separación: la diferencia entre el sonido amorfo, sin orden alguno, algo que podríamos imaginar como un continuum indiferenciado y caótico. Esto nos recuerda, por un lado, al caos primordial antes de que el mundo fuera mundo y, por otro lado, la distinción entre lo griego y lo bárbaro.

La palabra articulada, por el contrario, pone de manifiesto una armonía, una organización, una cadencia; hay en ella una elevación y una caída que podemos pensar como un tono y un timbre; una secuencia que se expande o se contrae con el acento; una vibración o una distensión que hace que la voz (y la respiración) se eleve o se relaje, se apresure o se sostenga, es decir, enseña un ritmo. Luego, en la poesía lírica cada palabra en tanto que hecho sonoro recupera y potencia su dimensión musical: esto es que ejecuta su partitura.

Aristóteles (2003) en su Retórica (III, 1405b-6) hace mención de este valor estético del sonido: “Asimismo, [las metáforas deben sacarse] de cosas bellas. Y, por su parte, la belleza del nombre, como dice Licimnio, reside o en el sonido o en lo significado por él; e igualmente su fealdad.”

De esta manera, el sonido de las palabras es una materia con que el poeta-músico realiza el poíema. Píndaro (1990) lo dice de este modo en Olímpica III: que en ocasión de celebrar al hijo de Enesidamo, va a unir “la forminge/ de mil sones, el eco de la flauta/ y la disposición de las palabras” (vv. 8-9).

Así, cuando nombramos la poesía lírica actualizamos una integración y una continuidad en que se religan el sonido de la palabra proferido por la actuación de la voz y el sonido que se articula en el ejercicio del instrumento musical.

En este mismo sentido, al articularse las palabras entre sí, al componer una totalidad en el canto lírico, ese sonido es “producido por el aparato fonador humano, en sucesiones de sonidos separados por una diferencia de frecuencia que obedece a un sistema de afinación determinado” (Molina Moreno, 1998, p. 3), es decir, enseña una melodía y por eso decimos que la voz está cantando.

Podríamos pensar que templar el instrumento musical y templar la voz indicarían acciones semejantes: una forma de acomodación y disposición, la búsqueda de una claridad y precisión del sonido que será, a un mismo tiempo, la con-formación de la palabra cuyo sustento es el soplo, y la realización del pulso de las cuerdas; esto es, en última instancia, el canto como una pronunciación.

Uno de los aspectos más destacados como característica del canto poético es su capacidad de producir una sutil excitación, una forma de vibración que alcanza la sustancia, toca el cuerpo de quien escucha convocando en él un estado de pasión. Digo, la composición del canto, de la poesía, se deja ir, se entrega como una materia extensa y una acomodación del soplo y el sonido que con-mueve; esto es que enardece el ánimo apacible o aplaca los impulsos belicosos, procura valor en el indefenso o templanza en el atormentado.

Hesíodo (2000, vv. 95-103) nos lo anuncia con estas palabras cuando fue bendecido por las Musas con este don:

De las Musas y del flechador Apolo descienden los aedos y citaristas que hay sobre la tierra (…) Dulce le brota la voz de la boca. Pues si alguien víctima de una desgracia, con el alma recién desgarrada se consume afligido en su corazón, luego que un aedo servidor de las Musas cante las gestas de los antiguos (…) al punto se olvida aquél de sus penas y ya no se acuerda de ninguna desgracia.

Como vemos, música y poesía actúan sobre el ánimus generando una disposición que nacida en el cuerpo obra la emergencia de un estado, esto es, un modo de estar(se) en y desde la pasión que conjura.

Los griegos de la antigüedad ya habían advertido esta cualidad de la música en su doble articulación de palabra y melodía. La manifestación de esta potencia se hallaba presente, primariamente, en los encantamientos: fórmulas mágicas, ensalmos, que en su pronunciación siempre idéntica a sí misma podía amansar fieras, ahuyentar la tormenta, fecundar el campo y volverlo próspero.

Este canto, así pronunciado, religaba con una dimensión divina y ritual inscribiendo un espacio sagrado en el que comulgaban la danza, la música y la poesía en la realización de una armonía.

Tal como señala Francisco Molina Moreno (1998, p. 77), “Desde el punto de vista de la relación con un texto verbal, el canto mágico suele contener palabras incomprensibles, no sólo para nosotros, sino a veces para el mismo cantor”. Esta zona de in-comprensión es la que aseguraría, al mismo tiempo, el reconocimiento de una pronunciación otra, la presencia de una lengua distinta obrando lo mágico, y también, la resonancia del eco de otro tiempo, anterior, pretérito, vivificado en la experiencia misma del cantar.

Estos cantos mágicos del mundo antiguo, por su propia naturaleza, al enseñar ese costado extraño, ajeno, distante, incomprensible, eran denominados “fónai barbarikaí (sonidos bárbaros, inarticulados, no-griegos)” (Molina Moreno, 1998, p. 77), sonidos vaciados de significación, hechos de puro significante, con lo que quedaban indicadas su diferencia y también su incuestionable eficacia.

Ahora volvamos al mito. En el caso de nuestro héroe Orfeo, tal actuación ocurrió cuando en ocasión de que Argo, la nave que tenía el don del habla y la misión de transportarlos hasta las tierras de la Cólquide, debía ser echada al mar. Los héroes intentaban arrastrarla hasta la orilla, pero todo era en vano. Por más que se esforzaban, Argo no se movía y el ánimo de aquellos guerreros, tan prestigiosos por su fuerza y destreza, contrariado ya, comenzaba a flaquear.

El ánimo de Jasón se encogió y me hizo una seña a escondidas para que, con mi canto, excitara una vez más la confianza y la fuerza en los fatigados héroes. Entonces, con mis manos tensé mi lira y entoné un canto alegre y rítmico, de mi madre, y de mi pecho hice salir una voz dulce como el lirio (…) [y dirigiéndose a Argo] dejando los montes, emprende los senderos del mar virginal y apresúrate a partir hacia el Fasis, obediente a mi cítara y a mi profética voz. (Arg. Órficas, 1987, vv. 250-265)

Recordemos que nuestro poeta-músico viene de las lejanas tierras de Tracia que, como dijimos, se hallan en la zona de la barbarie. Quizá esto sea necesario y conveniente para que pueda actuar lo sobrenatural pues sólo participando de esa lengua otra, de esa sabiduría y de esa técnica, podría ejercer su misteriosa fuerza, su portento.

Siguiendo esta línea de pensamiento podríamos preguntarnos: ¿qué es lo que dice Orfeo en su canto?, ¿qué sonidos se articulan y se componen en su voz y su lira?, ¿cuál es la música a la que le insufla aliento?, ¿cuál es el canto que pronuncia su cantar?

Si recordamos los textos aquí compartidos, se nos dice: “Y mi canto recorría la estrecha cueva, pues mi lira dejaba oír un son dulce como la miel” (Arg. Órficas, 1987, vv. 433-434), “[Orfeo] a solas consigo mismo en la costa, a ti, su dulce esposa, te cantaba al amanecer” (Virgilio, 1988, IV, vv. 466-467), etc.

En los documentos que recogen su leyenda, escrituras poéticas que vuelven a narrar sus hechos y arte extraordinario, en su gran mayoría se nos cuenta las cosas sobre las que discurría, las historias a las que aludía, momentos, personajes, acontecimientos… es decir, se nos cuenta sin contar, como si fuese un cantar desprendido de su lírica. Podemos dimensionar la belleza de su canto y la magnitud de su prodigio por los efectos, por lo que ese canto obra sobre el mundo y sobre la vida, pero no se nos dice el propio canto: su poesía.

Como vemos hay en estos textos el umbral de su canto, una enunciación que es simultáneamente un advenir y una clausura pues la palabra poética se desplaza y se recupera solamente desde los recursos poéticos, fórmulas compositivas (una voz dulce como el lirio) que inauguran la conciencia de una postergación y una derrota: la poesía como la palabra que no puede ser referida.

Así, la palabra poética, su canto, invocaría la obediencia al dictado de la memoria; como si hubiese un vacío, un olvido o una falta, algo que quien cuenta y quien escucha deberían reponer como un esfuerzo de la imaginación y de la sensibilidad. Se nos cuenta el recuerdo de una memoria imposible: un eco perdido de su primera voz, la anunciación de un canto impronunciable.

4. En-canto de la muerte: el velo de Eurídice

La forma del amor en la historia de nuestro poeta Orfeo ha señalado –y señala aún hoy día– una constante que se ubica a la par en el terreno de lo propiamente humano y de lo intrínsecamente proverbial. Un sentimiento que goza de la plenitud amorosa que encarna en la figura de Eurídice pero, sobre todo, en su pérdida; de hecho, es precisamente la pérdida de la amada la que actúa como el gesto, la fuerza de la acción amorosa, y es además la que hace de nuestro cantor un héroe.

Aún con todo su portento: la elocuencia de sus palabras, el encanto de su música, sus efectos mágicos y proféticos… no debemos olvidar que Orfeo es, al fin de cuentas, un hombre. Un hombre extraordinario, sí, evidentemente, pero un hombre. Y es quizá este hecho el que lo haga merecedor del incuestionable lugar que el mito le ha reservado. Pero también –y por eso mismo– deberá transitar por este mundo experimentando la dicha y la miseria, la prosperidad y la pobreza, el amor y la desgracia; como todos, se levantará sobre sus pies y no habrá día en que no deje de andar el hilo de su destino hasta el final. Esto es ser-humano: saber que no sólo nacemos a la vida, sino y fundamentalmente que nacemos para la muerte.

La conciencia de este destino, funesto y terrible, Orfeo la vivirá de la mano del amor. Como decíamos, la muerte de Eurídice inscribe la marca de esa conciencia. Con ella recordará el límite de su canto y el límite del amor, es decir, su impotencia y su arrebato. Recordará, en fin, que ante la Moira nada alcanza y nada se puede.

El Dr. Alberto Bernabé Pajares (2008, p. 23-24) recupera en un estudio pormenorizado de este mito, un relieve de mármol ático3 cuyo original es una extraordinaria obra del clasicismo datada hacia el 420-410 a. C. y que le pertenecería a un escultor del círculo de Fidias. Esta representación figurada enfoca ese momento preciso al que nos referimos. Y tal como indica este autor, sobre ella se han ensayado varias lecturas y se han arriesgado diversas hipótesis; por mi parte, recuperaré en una de esas lecturas para proponer una articulación probable.

La imagen nos presenta tres figuras: a la derecha, Orfeo; la imagen central es la de Eurídice y, en el costado izquierdo, Hermes, el dios mensajero y el encargado de conducir las almas hacia la tierra de los muertos.

La imagen no es estática, sino que nos devuelve un movimiento tan claro como irreversible: el cuerpo de la amada esposa ha comenzado a girarse. Uno de sus pies ha detenido su avance, ha abandonado su marcha hacia adelante, hacia donde está Orfeo que es, a la vez, el espacio que marcaría el horizonte donde se hallan la salida, el sol y la vida; mientras que el otro pie empieza a girarse siguiendo el mismo movimiento del pie de Hermes, el dios, quien además ha tomado la mano de Eurídice, y ella comienza a corresponderle.

Y en este punto, comprendiendo ya lo irremediable, posa su mano sobre el hombro del poeta como sosteniendo una última pena, un último consuelo. Así, inclinado el rostro, con el ánimo abatido, su cuerpo anuncia un abandono y una clausura: ha comenzado a actuar la definitiva pérdida, la última declinación.

Virgilio (1988, IV, vv. 496-504) pone en boca de Eurídice estas palabras:

He aquí que el destino cruel me hace volver atrás y el sueño cierra mis vacilantes ojos. Y ahora… ¡adiós! Se me lleva envuelta en la inmensa noche, mientras te tiendo mis impotentes manos, ¡ay!, perdida ya de ti. [Y agrega Virgilio:] ¿Adónde se dirigiría perdida por segunda vez su esposa?

Por su parte, Orfeo se dispone en sentido contrario al de su amada. Su paso nos señala que más allá de que ahora, en este instante, se ha dado vuelta para mirar a Eurídice, su movimiento le dicta seguir andando hacia la tierra de los hombres donde la vida ejerce su imperio; ese es su destino y también su pena.

Recodemos una vez más la condición impuesta por Persefonea: “Por ello llamaron a Eurídice. Ella, desde las sombras recién llegadas donde moraba, avanzó con pasos lentos a causa de la herida. Así Orfeo de Ródope la recibió, mas con la condición de no volver atrás sus ojos (Ovidio, 2003, X, vv. 50-51).

En la imagen, la transgresión del tabú ha sido capturada en el momento exacto, pero con un corrimiento en la composición que logra enfocar la tensión en su punto central: lo que ha provocado la intervención de Hermes en tanto que guardián de su propio oficio de dios infernal, es el hecho de que Orfeo ha mirado el rosto de Eurídice.

Orfeo, con su mano izquierda, ha corrido el velo que cubría el rostro de su amada. Y entonces: ¿qué es lo que los ojos de Orfeo encontraron allí, al volverse? ¿Qué es lo que debía ser velado hasta salir de aquellas tierras? ¿Qué es lo que ese velo llevaba oculto?

La prohibición, en esta escena, era ver lo que estaba oculto, lo velado; lo que no era dado a la mirada. En este sentido, el velo encarna el tabú: asegura la presencia y actuación de lo sagrado, y mantiene a resguardo a quien está ante su presencia.

Si algo quedaba de aquella Eurídice que él amaba tanto, era solo su fantasma, una ilusión hecha del recuerdo y del amor, de la esperanza y de su necesidad de creer. Acaso también pudo ver allí su propio abatimiento, una turbación ligera y, al final, un re-conocimiento: el suyo, su sí-mismo revelado en su íntima impotencia y en su doloroso comprender.

El velo de Eurídice, así, anuncia e insinúa una presencia anterior, genésica y terrible, hecha del horror y de lo absoluto. Porque si algo habitaba, contenido y agazapado en ese límite que el velo marca, era la única certeza que a todos nos asiste: el rostro de la Moira, el gesto pavoroso de la definitiva muerte.

Ahora bien, si por un lado y tal como dijimos, el velo oculta lo radicalmente Otro, por otro lado, el velo mismo, su trama, enseña lo que ha sido en-cantado. Quiero decir, un artificio obrado por el arte de Orfeo. Poesía y música, su mousiké, son la materia con la que el poeta ha logrado conmover a los dioses del Hades y, con ello, alcanzar la gracia por la cual la Muerte habría de retroceder un paso más allá.

Dicha gracia es posible, precisamente, por virtud del canto del poeta que sigue ejerciendo su fascinación. Mientras el velo cumple su oficio, esto es, mostrar ocultando, el rescate de Eurídice es posible, el deseo y el amor son posibles, vencer a la Moira es posible. El velo como la poesía realizan este sortilegio, actúan su ilusión al mismo tiempo que inscriben la postergación de la Muerte.

Orfeo rompe el encanto. Calla su poesía. En la figura vemos cómo en su mano derecha, casi desfallecida, sostiene la lira callada. Podemos imaginar entonces que sólo hay el silencio primordial, un hueco sordo que todo lo engulle. Tentado o seducido por hallar la verdad última, corre el velo para ver ese después: tan presentida como impostergable, la muerte le enseña su faz hecha de extravío y de quebranto.

De esta manera, el velo-canto nos mantiene a resguardo, de “este lado”. Con su presencia nos dice que detrás, en ese antes oculto pero insinuado, sólo hay el vacío y la pérdida. Pero también nos habla de que aún no estamos ahí, que mientras exista su artificio, su trama, su encanto como una pronunciación, la Muerte será sólo el presagio –aunque también la certeza– de lo que no deja de venir.

5. Una idea final: palabra humana, palabra re-velada

A lo largo de esta lectura, hemos ido acompañando a Orfeo en distintos momentos que, a la luz del pensamiento, nos ayudaron a reflexionar sobre la poesía lírica, su extensión, su potencia y su límite.

Habíamos partido de la intuición de que hay en la poesía la imposibilidad, que actúa simultáneamente como aceptación de la búsqueda y de su desplazamiento, esto es, de su carencia, pero también de su deseo.

Orfeo, en este recorrido, se va componiendo como una figura poética capaz de actuar y de “decir” lo poético. Inscribe la presencia de una voz cuya enunciación está desplazada: anuncia una poesía cuyo aparecer ya fue proferido (y, por lo tanto, no deja de advenir) o es un presagio (o sea, una certeza que aún no logramos alcanzar, que no se ha declarado).

Tal como señala Alberto Bernabé Pajares (2008, p. 29), lo extraordinario en nuestro cantor es que su poesía no deja de actuar sobre la naturaleza, sobre el mundo, sobre lo vivo; una vez que su voz y su música se pronuncian, los seres a quienes toca se agitan, como si a-tendieran a su palabra; como si al escucharla se sintieran llamados a aparecer.

Hay en esto, no sólo una pericia, una técnica, sino un modo del entendimiento y de la sabiduría que pone en ejercicio otro lenguaje: Orfeo conoce, comprende ese lenguaje que nosotros no sabemos o no podemos alcanzar. Él habla esa lengua misteriosa y lejana cuya pronunciación se pone de manifiesto allí en el mundo y la naturaleza que se hacen uno con su canto.

Asimismo, la humanidad no es indiferente a ese cantar, tal como hemos visto. Los hombres también comprenden –aunque quizá de otra manera– ese llamado que su poesía conjura.

Tocados por la palabra poética, tal vez los hombres asisten a un momento de iluminación, una forma del recuerdo que arrastra otra cosa. Podríamos imaginar un acarreo que no logra discernir con claridad, pero que lo con-mueve, esto es que habilita en sí otro espacio, la emergencia de algo que estuvo ahí desde antes; una memoria anterior, genésica, que lo religa pero que también lo interpela íntimamente con la vida y con la muerte.

Con esto, la poesía nos propondría una inversión de términos ya que parece obrar un estremecimiento, una agitación y un recogimiento en el cuerpo, en el alma, por cuanto su canto oficiando las certezas de la muerte, no deja de celebrar la verdad de la vida.

Su propia materia, materia poética, musiké, crea la trama, el artificio; aquel velo de Eurídice. Por efecto de su presencia, la muerte misma se desplaza y, simultáneamente, se nos re-vela. Antes, sólo la palabra poética, palabra humana-palabra articulada, con la que convida el destello de una conciencia apenas intuida que sobrevive en el sentir. Esta sensibilidad entonces apela a una reserva instalada ahí en ese fondo original de lo vivo, de lo humano; un sustrato que se moldea también en su ser-sujeto.

La historia de Orfeo nos enseña que ni el amor, ni la poesía más hermosa, ni el deslumbramiento del canto, ni las empresas heroicas legendarias, pueden contra la muerte; esa muerte definitiva y última. Pero también nos enseña que hoy, mientras el canto aún sobrevive en el aire y el cuerpo vibra y se estremece, mientras aún se reconoce este lenguaje que se abre paso hacia el espíritu, la muerte todavía no ha triunfado sobre nosotros.

Referencias bibliográficas

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Notas

1 El mito de Orfeo que aquí se comparte articula una versión (una narración) ajustada, con lo cual fueron omitidas otras variantes del mismo que, desde luego, resultan significativas pero que señalarían otras derivas. Tal ajuste, entonces, permite aunar fuentes griegas y latinas para ofrecer un constructo narrativo operativo para los objetivos del trabajo.
2 El volumen de Gredos que se cita en relación con las Argonáuticas órficas (Gredos, 1987, trad. Periago Lorente) reúne tres obras vinculadas temáticamente, pero de autores diferentes. Solo la primera de ellas, Vida de Pitágoras, es de Porfirio; las otras dos son anónimas: Argonáuticas órficas y los Himnos órficos. De modo que citaremos la propia obra (Argonáuticas…) tanto en el texto como en la bibliografía general.
3 Hay en el Museo Arqueológico Nacional de Nápoles un bajorrelieve en mármol, encontrado en el s. XVIII en las ruinas de Herculano que representa a una mujer que da la mano a dos hombres a la vez. Escrito en letras griegas, pero con trazo torpe y poco escultórico, aparece sobre cada uno de ellos el supuesto nombre de los tres: Hermes, Eurídice y Orfeo. Imagen disponible en: http://artesycosas.es/2018/11/la-estela-funeraria-de-orfeo-y-euridice/

Notas de autor

* Alvaro Fernando Zambrano es docente de la Universidad Nacional de Jujuy (UNJu) donde se desempeña como Prof. Adjunto de la cátedra Teoría y Crítica Literaria de la carrera de Letras de la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales (FHyCS). Su interés e investigación se concentran en el estudio y reflexión sobre el lenguaje poético y la poesía lírica, en particular. Participa de Jornadas, Congresos, eventos académicos y del espacio cultural en general; además forma parte de la Unidad de Investigación GUEPARDXS (Grupo Universitario de Estudios Para la Acción y Reflexión sobre Disidencias Sexuales) de la FHyCS-UNJu.


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