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El ethos de la educación filosófica
Theoría. Revista del Colegio de Filosofía, núm. 44, pp. 6-27, 2023
Universidad Nacional Autónoma de México

Artículos

Theoría. Revista del Colegio de Filosofía
Universidad Nacional Autónoma de México, México
ISSN-e: 2954-4270
Periodicidad: Semestral
núm. 44, 2023

Recepción: 25 Octubre 2021

Aprobación: 30 Marzo 2023

Resumen: Con el presente artículo me gustaría referirme a la ética como ethos y, al mismo tiempo, como conducta de la vida. Entendida como conducta de la vida, la ética tiene originalmente su representante en Sócrates, cuya influencia ha determinado, especialmente a través de los diálogos de Platón, la historia del pensamiento occidental. Considerada como ethos, toda educación filosófica, o la implementación de una genuina filosofía de la educación, tiene que ver entonces con el desarrollo de la personalidad desde la primera aparición de la conciencia, no sólo los hábitos. Lo que propongo aquí es la autoconstitución y la autoformación, a partir de la lectura de La apología de Sócrates, de una educación filosófica que aspiraría a integrar en la conducta de la vida el ethos de cada individuo. Esta unidad constitutiva implica ya una relación de igualdad en los términos, no precisamente de identidad. Tanto en la ciudad como dentro del aula, la educación filosófica debe ser el resultado de una experiencia completa, integral, inclusiva, pero no totalitaria. Por tanto, es necesario volver a examinar las condiciones de posibilidad de la enseñanza de la filosofía desde la aproximación a la elaboración de un concepto más o menos sistemático de la educación eminentemente afín a la experiencia de la ciudadanía sin la que no existiría la filosofía.

Palabras clave: Sócrates, Ethos, Educación filosófica, Filosofía antigua, Platonismo, Ciudadanía, Filosofía griega.

Abstract: With this article, I would like to refer to ethics as ethos and, at the same time, as conduct of life. Considered as the “conduct of life,” ethics has its original representative in Socrates, whose influence has determined specially through Plato’s dialogues the history of Western philosophy. Considered as ethos, any philosophical education, or the performance of a true philosophy of education, has to do with the development of the personality from the first appearance of consciousness. What I propose here is a philosophical education, starting from a moral reading of The Apology of Socrates, which aspires to integrate the of each individual in particular into the general conduct of life. This constitutive unit already implies a relationship of equality in the terms, but not of identity. In that sense, both in the city and within the classroom, a philosophical education should be the result of a complete, integral, and inclusive but no totalitarian experience. Therefore, it is necessary to re-examine the conditions of possibility of the teaching of philosophy from the approach to the elaboration of a more or less systematic concept of education related to the experience of citizenship without which philosophy would not exist.

Keywords: Socrates, Ethos, Philosophical education, Ancient philosophy, Platonists, Citizenship, Greek philosophy.

Me parece bien que haya alguien capaz de enseñar a la gente.

—Sócrates

Una imagen del mundo sin tragedia.

—Alain

La actualidad de la filosofía

La noción de ethos de la educación filosófica remite a la ética como ethos y como conducta de la vida (Emerson, 2004: 5-14, 26-50).1 Como "conducta de la vida", la ética tiene su representante en Sócrates, cuya influencia, no sólo inspiración, determinó a través de los diálogos platónicos la historia de la filosofía y del pensamiento occidental. Entendida como ethos, el estudio de la educación filosófica —la implementación de una filosofía de la educación— se relaciona con el desarrollo de la personalidad desde la primera aparición de la conciencia. Así, lo que propongo es elaborar una educación filosófica que aspiraría a integrar en la conducta de la vida el ethos de cada individuo. Esa unidad constitutiva implica una relación de igualdad en los términos, no de identidad. Tanto en la ciudad como en el aula, cualquier educación filosófica debe ser el resultado de una experiencia completa, integral, inclusiva, pero nunca totalizadora. Por ello, es necesario reexaminar las condiciones de posibilidad para la enseñanza de la filosofía desde la perspectiva de un concepto sistemático de la educación electivamente afín a la experiencia de la ciudadanía. Si la experiencia de la ética (Appiah, 2010a) exigía comenzar por el principio, el ethos de la educación filosófica implica, en lo inmediato, una nueva consideración de los fines.

Así, la primera parte de este texto es una lectura de la Apología de Sócrates de Platón que asume y replantea, no sin cierta ironía socrática, salvando la distancia, la antigua relación entre la filosofía y la ciudadanía (Strauss, 1996),2 mostrando el problema de esa relación de igualdad en términos filosóficos, especulativos y humanos. Filosofía y Ciudadanía ha sido hasta hace poco una de las asignaturas filosóficas del currículo escolar español. Esto justificaría la afinidad del diálogo platónico a la enseñanza de la filosofía incluso como propedéutica, algo no demasiado ajeno a la academia de Platón, entendida menos como una preparación para la muerte que para la conducta de la vida. Afortunadamente, en los diálogos platónicos existe un amplio margen de interpretación que enfatiza, adoptando una fórmula de Emerson, su “ética literaria”. Así, si la filosofía es el único vehículo de transmisión posible en la actualidad, se debe a la identificación entre el arte de leer y de escribir, un conocimiento original de la filosofía que se remonta a la ética literaria de los diálogos platónicos que terminan sin ser concluyentes.

En la segunda parte se evaluará las Charlas sobre educación de Alain como un paradigma de las humanidades que, como antecedente, cuestiona la prioridad de las “ciencias esenciales” y de la ciencia en general, a propósito de la pertinencia de la docencia de la filosofía, menos amplia que la enseñanza filosófica. Se demostrará, desde un punto de vista actual contemporáneo, un sentido de humanidad que, inspirado en la figura de Sócrates, como previamente hizo Montaigne siguiendo esta tradición filosófica francesa, reivindica la filosofía como transmisión del conocimiento y como búsqueda de la verdad. La filosofía, así como la enseñanza de la filosofía, dependería del contexto de formulación y, sin embargo, éste no bastaría para que la filosofía trascendiera el discurso de la ciudad. Esto significa que el ethos y la conducta de la vida del filósofo, así como del filósofo educador, sólo pueden ser juzgados objetivamente por la posteridad. En ese sentido, la filosofía como educación tiene una meta superior: el profesor que se encarga de registrar el significado o la actualidad de la filosofía está en condiciones de enseñar o mostrar el pensamiento como un principio susceptible de emulación. Así, aun cuando el filósofo no estuviera en el aula, es posible mirar al pasado como una fuente de autoridad o, diciéndolo con la leyenda de Zoroastro, de acuerdo con "el culto entre los hombres". Leer la filosofía como un modo, supuestamente al alcance de todos, de adquirir una "educación completa" serviría para mostrar tanto la afinidad entre el pensamiento y la acción, o la ausencia de contradicción en los términos de la enseñanza filosófica, como el camino al conocimiento socrático de sí mismo. En consecuencia, el profesor debería dar cuenta de la utilidad de la filosofía para la vida, prácticamente como si se tratara de encarar la filosofía misma.

En la última parte, se tratará el capítulo dedicado a la lectura ("Leer") en Walden de Thoreau como un intento por regresar a la naturaleza, una especie de reescritura de la “grandeza de la humanidad”, que en realidad nunca supone el abandono completo de la ciudad o la evasión total de la “vida civilizada” (Thoreau, 2012: 143-169, 231-232), y que el propio Thoreau registraría como el “carácter heroico” que caracteriza la república de las letras. Esto último es así en el sentido de que sólo en la ciudad —lo que significa también en el aula: “Es hora de que las ciudades sean también universidades” (Thoreau, 2007: 351) puede ser perfectamente uno de los lemas de Walden—, podríamos llegar a conocernos entre nosotros y a nosotros mismos (Nietzsche, 1997: 21-22).

Educación como ética literaria

En la relación entre filosofía y ciudadanía estaría implícita la respuesta a la pregunta por la enseñanza de la filosofía y ciudadanía, es decir, por la autoridad o competencia para la enseñanza de la filosofía y ciudadanía. No obstante, filosofía y ciudadanía es una asignatura pendiente en nuestra educación. Por tanto, al hablar de filosofía y ciudadanía mencionamos un límite y al mismo tiempo excusamos esa limitación. Por otra parte, el sintagma de filosofía y ciudadanía refiere a una igualdad en sus términos. Sin embargo, el origen político de las acusaciones permanentes contra la filosofía, especialmente contra su enseñanza y docencia, no dejaría de mostrar la imposibilidad de establecer el significado de los términos de la igualdad entre filosofía y ciudadanía, a saber: la enseñanza de la filosofía resulta incompatible con la experiencia política de la ciudad, con la vida en la ciudad como tal, con la ciudad en sí. No resulta extraño, con esta perspectiva, que la filosofía y la ciudadanía estuvieran vinculadas desde el principio a las humanidades como una exigencia de igualdad que trata de corresponder al conocimiento de todo el mundo. Hay, por decirlo así, desde el punto de vista del filósofo, un complejo cívico tal vez por determinar.

Particularmente, la cuestión de la ciudadanía, difícil de comprender sin relación con la filosofía, tenía su origen en el conocimiento de sí mismo, el cuidado de sí. Por ello, la falta de interés o preocupación —de conocimiento o de cuidado— por las cosas de la ciudad —la república— habría transformado, no sólo en la teoría, el interés de la filosofía por la ciudad en un modelo de praxis, dentro y fuera del aula. Consecuentemente, la filosofía es la conducta de la vida. En otras palabras, la enseñanza de la filosofía, aun cuando no hubiera profesores, existiría siempre que pudiéramos leer.3 Lo que significa tanto la virtualidad de las ideas como una propedéutica de la filosofía.

La relación de igualdad entre filosofía y ciudadanía debe ser entendida como parte de la historia de la filosofía, un antecedente que trasciende tanto la experiencia política de la ciudad, como la experiencia individual. En ese sentido, para que el filósofo pudiera ser el educador de la ciudad, no de acuerdo con la filosofía que supone en sí mismo, debería ser de antemano un buen ciudadano o, al menos, mejor ciudadano que los demás. Por tanto, en la respuesta a la pregunta por la enseñanza de la filosofía y ciudadanía estaría incluida la definición del buen ciudadano o del ciudadano ejemplar. Por paradójico que parezca, la recepción de la filosofía —del ethos de la educación filosófica y de la conducta de la vida— respecto a los prejuicios inevitables de la ciudadanía —la voluntad de inmediatez de todos los ciudadanos— pondría de manifiesto la crisis permanente de la ciudad y no de la filosofía. La muerte de Sócrates a manos de la democracia ateniense sería un correctivo para la ciudad y no una amenaza constante, como sucede por ejemplo en España, contra la supervivencia de la filosofía. A pesar de cuestionar la estructura interna de la ciudad prácticamente durante toda su vida, alterando permanentemente el orden de la polis, Sócrates contribuiría a conservar, al no contradecir las leyes, el funcionamiento de la ciudad entera. Sócrates es el ciudadano ideal. Pero si el precio que el filósofo tenía que pagar por el bien de la ciudad equivalía a renunciar a la actividad de la filosofía, ¿qué quería decir en realidad ser un buen ciudadano? ¿Sócrates se refería de manera indirecta a la posteridad? ¿No era socavado el principio de la ciudadanía, la libertad de los ciudadanos de Atenas? ¿Cuál sería el vehículo de expresión adecuado del filósofo? ¿De qué serviría, desde el punto de vista de Sócrates, la enseñanza, o docencia, de la filosofía y ciudadanía, si no era lo que él mismo trataba todo el tiempo de esclarecer?

Filosofía sin escepticismo: representaciones del daimon

Según el “principio de selección” de Jaeger (2001), nuestra educación —en general y en particular— dependería de un tipo de comportamiento político eminentemente contradictorio. Aun cuando la educación fuera el objeto de la cultura y el objeto de la educación fuera dar sentido pleno a la existencia del hombre, la tensión en apariencia irreconciliable entre la “finalidad política de la cultura” y el “ideal apolítico de la pura formación del carácter” sólo podría resolverse, más allá de la psicología, desde el enfoque moral de la “personalidad” (Jaeger, 2001: 406). La “política de la cultura” habría servido desde el principio para definir el realismo político como exponente de un relativismo absolutista, o de un absolutismo relativista, indudablemente conservador y recalcitrante, afín a una mirada escéptica demasiado interesada en sí misma, opaca, subjetiva. El escepticismo, en cuanto interpretación autorreferencial de la naturaleza, ha provocado que cualquier interpretación de la naturaleza humana nos ponga a prueba. En otras palabras, la preeminencia de la subjetividad del individuo respecto al mundo objetivo se ha vuelto en definitiva contra nosotros, prácticamente en un sentido schopenhaueriano, transformando el supuesto escepticismo, que en realidad no duda de todas las cosas, en una especie de pesimismo conformista, orgulloso, incluso narcisista.

En este sentido, lo esencial de mi humilde propuesta de una filosofía de la educación —transformar la realidad educativa en la condición decisiva para la filosofía, invirtiendo la mirada del filósofo que lucha ahora contra la revisión pedagógica que sustituye el énfasis en las ideas por el número de los alumnos dentro del aula, propiamente la consolidación de una ciudadanía estricta— tiene que ver con el reconocimiento constante de la “noción de mí mismo”: Sócrates comenzaba precisamente la Apología en forma de lamento, debido al extenso cúmulo de rumores y falsedades en torno a su persona, al estar “a punto de perder la noción de mí mismo” (Platón, 1871: 17a) o, en otras versiones, “a punto de reconocerme” (Platón, 2016: 17a). Así, la enseñanza que se deriva del dictado de la “personalidad”, del relativismo pedagógico actual como mera burocratización de la educación que no contempla el pensamiento como un auténtico acto de libertad en sí mismo, implica por primera vez un cambio histórico, en el sentido del ethos filosófico, que va desde una relativización de la complejidad del mundo político, notoria en todo momento a nuestro alrededor, hasta un compromiso real, previamente inexistente, con el presente inmediato. En consecuencia, la figura de Sócrates aparecería históricamente como un síntoma manifiesto de Atenas, de la ciudad, hasta cierto punto incómodamente previsible, respecto a la autodeterminación del sentido último de una educación filosófica ulterior. Sócrates era, en efecto, la “encarnación de un nuevo ideal de vida” (Jaeger, 2001: 423).

A pesar de su limitado conocimiento abstracto del mundo, pero no menos coherente por ello, el filósofo como educador enseñaría los acontecimientos históricos del mundo, igualando la filosofía y ciudadanía a la filosofía política como disciplinas dentro de la historia de la filosofía, sin omitir los asuntos de la ciudad. Sin embargo, la enseñanza de la política, que, a diferencia de la filosofía socrática, a menudo tiene la última palabra sobre las “cosas humanas”, era, aunque ambigua, esencialmente conservadora, mientras que la filosofía dispondría, por usar los términos de Walden, de una expresión “selecta y reservada”, esencialmente provocativa. Lo que en realidad se propone el escepticismo hasta sus últimas consecuencias es no dejar nunca de cuestionar la primera impresión de las cosas. Una lectura atenta de la Apología de Sócrates mostraría de ese modo que la representación política no precisa de la persuasión de la verdad para que la verdad pueda ser conocida. Tanto para el viejo sofista como para el escéptico moderno, atravesados de modo terrible por una autocomplaciente mirada estética autorreferencial, decir la verdad equivaldría a enseñar la verdad, lo que sin duda implica reconocer la verdad como condición de posibilidad para decirla, algo que era propiamente la tarea del filósofo, sin ninguna pretensión de verdad reconocible (Kierkegaard, 2009: 185-227).4 Sin embargo, el ciudadano estaba obligado a escuchar desde el principio, tratando de distinguir entre el sofista o escéptico y el filósofo, por el bien de la ciudad. Pero la defensa de Sócrates, basada en la propia exigencia de “creer firmemente en que es justo” lo que uno dice o de demostrar “si las cosas que digo son justas o no", adquirió, incluso desde el punto de vista biográfico, el aspecto tanto de una confesión como de una acusación que anula por completo al sofista (Platón, 2016: 33-34, 42-44). El sofista es el extranjero: ante la justicia, cuyo argumento nos recuerda que la verdad no es resultado de la elocuencia, todo el mundo pasa por extranjero. Sócrates, verdaderamente sabio al cuestionar la autoridad de la sabiduría, dijo de sí mismo que siempre "[ha] tratado de investigar, en lo concerniente al dios, a cualquiera, ciudadano o extranjero, que [él] considere sabio" (Platón, 2016: 23a). Como conducta de la vida, la filosofía no podía ser una doctrina, sino una afirmación de la excelencia, la areté. En realidad, si hubo un tiempo en que la filosofía fue digna de imitación, en que el filósofo concibiera la búsqueda de la verdad como conducta de la vida, no sólo como una meta, es debido a que profesar la filosofía no estaría tan relacionado con su enseñanza como con la pregunta de hasta qué punto la enseñanza de la filosofía es parte de la filosofía misma. Vivir de la filosofía, "filosofando y sometiéndome a examen tanto a mí mismo como a los demás",sería la principal exigencia del filósofo. Vivir exclusivamente de la filosofía sería entonces la condición, y el ideal, para que la filosofía enmendara a la vida civilizada, a la ciudad como tal. Partiendo del comienzo socrático de la filosofía, el buen ciudadano es quien sabe filosofía o está en condiciones de imitar al filósofo.

La enseñanza objetiva de la filosofía dependería de la posibilidad de que el filósofo fuera imitado y llevaría a suspender la distinción entre maestro y discípulo. Como veremos, Alain identificaría en la imitación la vía de la creatividad, no una falta de iniciativa. De este modo, se confirma la paradoja de toda educación actual: la inevitable recepción académica de Sócrates caracterizada por la falta extrema de lectura paralelamente con el recurso moderno a la escritura. Así, toda educación valiosa debería comenzar por enseñar a leer lo que no está escrito. Desde la perspectiva contemporánea de la escuela moderna, la escritura filosófica renueva constantemente la experiencia con la filosofía: la Apología de Sócrates aspiraría desde el comienzo —de la primera a la última palabra de Sócrates— a convertirse en un registro moral de cada acontecimiento en la ciudad, una manifestación clarividente de la verdad. Se trata de la verdad que se muestra sin decirse, que se dice sin pronunciarse, que corresponde a la posibilidad de lo que es, y que por tanto no se enseña. Pero Sócrates no estaba nunca en relación de igualdad con sus interlocutores, y la cualidad original de los diálogos platónicos apela en más de un sentido a la más importante de todas las cosas. En concreto, la justicia es la vía de acceso al conocimiento. Basta recordar que la Apología terminaba con la alusión de Sócrates a la sabiduría divina de tal manera que sólo el dios —lo divino y sagrado que existe en el hombre, en este caso el daimon socrático— puede identificar lo justo o la sabiduría. Así, el amor a la verdad es el resultado de un anhelo de justicia. Más allá de la obediencia a las leyes de la ciudad, o como confirmación de su existencia incuestionable, hay, entre Sócrates y el dios, una suerte de contrato implícito, prestablecido por el bienestar de la ciudad, basado en la impresión de que “se proponía refutar al oráculo sancionando la palabra divina incesantemente”. En realidad, Sócrates se proponía a sí mismo refutar a los atenienses sancionando la palabra divina sin cesar. Las palabras que el oráculo había pronunciado para Querofonte respecto a la sabiduría de Sócrates se referían a una sabiduría tan reticente como la última palabra del filósofo que frecuentemente identifica la virtud en el reconocimiento de la ignorancia. La filosofía es en cierto modo sagrada.

El conocimiento socrático de sí mismo que se encuentra en el fondo de cualquier educación valiosa, no sólo considerado como la experiencia directa del filósofo con la ciudad, resultaría la tarea pendiente del ciudadano, el propósito original del “hombre de bien”. El “humanismo socrático” mostraba escrupulosamente el amor a la vida en la idea del bien común: la virtud cívica que mana del espíritu de no contradicción en relación con la ley. Si la sentencia del oráculo de Apolo era verdaderamente irrefutable, entonces el filósofo era imprescindible para la ciudad. El problema es que la excelencia de la educación filosófica no conduce necesariamente al bien común. Sólo desde el conocimiento de sí mismo podría concebirse la ciudad como una unidad indivisible en la medida en que el pathos de un filósofo no se adecúa a los demás filósofos salvo en lo esencial. Por ello, el “dominio de sí mismo” que Jaeger traduce por el autoconocimiento socrático se relaciona con el hecho de que la “vida privada” está contenida en la “vida pública”, cuya virtud reside, en el caso de Sócrates, en la capacidad de “estar en disposición de dar ayuda”, en vivir sin considerar el “riesgo de vivir o morir” (Jaeger, 2001: 436). Coherente a lo largo de su vida, comparando su trayectoria con el destino de Aquiles, Sócrates se lamentaría, en el último momento, de haberse ganado la enemistad de la mayoría. La democracia ateniense condenaría a Sócrates a la muerte al haber sembrado la convicción interna, implícita, sensible, de que (todos y cada uno de nosotros, especialmente los filósofos en la actualidad) habríamos de dedicar nuestra existencia a perseguir la virtud en lugar de enseñar la virtud. He aquí lo decisivo. En una palabra, la filosofía es la investigación de la idea del bien en la medida en que el bien no puede ser conocido o, siguiendo con la ironía socrática, solo puede ser conocido por aquel que sabe que no se conoce a sí mismo. Precisamente la justicia se debe a la coherencia entre la vida pública y la vida privada, un equilibro que impide “traspasar los límites” de la ciudad. Precisamente la ironía que subyace a la práctica de la filosofía y ciudadanía es que, por eficaces que sean la justicia y la piedad según los términos platónicos, la expresión del filósofo provoca siempre cierta “inquietud moral” (Jaeger, 2001: 393). Pero la inquietud en la que Sócrates precisamente convierte la ocupación filosófica se traduce en su esperanza final de ser juzgado por sus conciudadanos de modo que fuera lo “mejor tanto para mí como para vosotros” o, en una muestra clara de ironía socrática, debido a que no estaba haciendo “una defensa a favor mío, como se podría pensar, sino a favor vuestro, para que no erréis respecto a los dones del dios al condenarme” (Platón, 2016: 30d; Jaeger, 2001: 431). De ahí que la única manera honesta para el filósofo de dejar la ciudad fuera, en efecto, la muerte o, en términos filosóficos, la deliberación del bien. Jaeger, sin embargo, reduciría la educación al acto de gobernar o ser gobernado.

Dejar la ciudad equivaldría a admitir la inferioridad de la filosofía respecto a la política, el rechazo de lo que Jaeger llama la “indagación creadora” que caracteriza al filósofo. Así, el profesor de filosofía —de filosofía y ciudadanía, de la filosofía como educación, indiscernible del filósofo— debe mostrar los resultados de la investigación filosófica en el aula —entendida como la máxima concreción de la ciudad—. Por su parte, la ciudadanía es el contenedor de una pluralidad heterogénea enormemente desordenada, no de la sabiduría, que se mueve por un interés común, diversidad y heterogeneidad que se entienden como principios legitimadores del estado de la polis. Por ello, la ley es el ejemplo más inmediato de “virtud cívica” salvo cuando la injusticia supone la ausencia de educación, una falta de consideración con el dios. En este punto, conviene aclarar que el dios del filósofo no es el dios de la ciudad. El daimon de Sócrates se mostraba siempre escéptico. Sin embargo, en su premisa el escepticismo es adialógico y, hasta cierto punto, opuesto al logos. Un diálogo entre escépticos resultaría imposible o interminable, por lo que requeriría de la autoridad que sintomáticamente ha tratado de proyectar el escepticismo como compensación a su propia mirada incrédula, desencantada y abstraída de la realidad. El escepticismo no de Sócrates, sino desde Sócrates, en realidad afirmaba los límites de la ciudad desde fuera de la ciudad. Pero el daimon socrático se manifestaba, infatigablemente, como la condición de posibilidad del conocimiento, del bien. No puede haber una educación escéptica, que supone sin más una autocontradicción en los términos.

Ethos como praxis: filosofía de la ciudadanía

La relación de igualdad entre filosofía y ciudadanía, imprescindible para la configuración de una comunidad intelectualmente autosostenible, tiene su confirmación por lo que unos ciudadanos saben que no saben otros. A diferencia de una educación integral (Rancière, 2010: 6-22), la premisa del escepticismo es la desigualdad del conocimiento. Al margen de las sociedades democráticas contemporáneas, o precisamente por ello, la ciudad se muestra escéptica desde el primer momento. Cualquier mirada escéptica es la de un individuo específico incapaz de identificar los límites de la ciudad en el diálogo y, por tanto, se olvida de que Sócrates nunca da una respuesta, sino que, en contra del temor a la muerte, y como objeto del ethos de una educación filosófica neta, brinda permanentemente la posibilidad de una “felicidad inconcebible” (Jaeger, 2001: 403). Pero pareciera que la felicidad no puede ser juzgada en sí misma. En mi opinión, la idea platónica de la inmortalidad del alma es una reacción a la omisión de la justicia, hasta tal punto que la falta de experiencia con la muerte mantiene nuestro anhelo de justicia intacto.

Lo paradójico de la relación entre Sócrates y el dios es que la dedicación de Sócrates al dios le produce una “gran penuria” que atraviesa toda su vida. Como si Sócrates quisiera denunciar la injusticia del dios de manera solapada, su padecimiento está justificado por la búsqueda de la verdad. En consecuencia, la “ocupación” real de Sócrates consiste en poner de manifiesto, cuando sea necesario, la falta de sabiduría del hombre por el bien del dios. Naturalmente, el dios es, o representa, la verdad. La verdad trata de la experiencia de la sabiduría, y ésta no diferencia entre la vida pública y la vida privada. Así, la filosofía es pura praxis. Por tanto, la filosofía de Sócrates trasciende la teoría en cuanto que, frente a la “pasividad” de sus conciudadanos, la investigación filosófica aparece como la verdadera conducta de la vida.

La Apología sería, paradójicamente, una defensa tanto de la ciudad como de la justicia, pero nunca de la una sin la otra. Por ello, la vida de alguien que “no examinada no merece la pena ser vivida” requiere “desdecir con hechos sus palabras”. Sólo que la defensa de la justicia en la Apología implica en el caso de Sócrates, desde el rumor originario de un Sócrates obnubilado hasta la condena por corromper a los jóvenes y no creer en los dioses de la ciudad, una acusación no tanto contra la democracia como contra lo injusto o lo ilegítimo. Identificar lo que no es justo sería una forma de justicia que conlleva el conocimiento de sí mismo. Pero la justicia es inefable y a veces tampoco se puede mostrar. Cuando, ante el tribunal ateniense, Sócrates afirma que podría demostrar su inocencia si dispusiera de un poco más de tiempo, la ironía se vuelve indistinguible de la vida. En el fondo, la filosofía es el vehículo de transmisión de la justicia, no la ley o la democracia ateniense. Por ello, tanto en la ciudad como en el aula, el filósofo debe ocuparse de enseñar lo que es justo.

La Apología muestra que la tiranía de la forma se ha impuesto como la forma de la tiranía en la ciudad, un carácter estético de la política cuya reacción se corresponde con lo que Jaeger (2001) llamaría la “gimnasia del pensamiento” (412). Si el pensamiento es estrictamente la dimensión privada del hombre, la abstención de los asuntos de la ciudad se refiere a una especie de decisión política. El filósofo trataría de justificar la importancia de la ciudad —lo inmediato y cotidiano de lo que se entiende por ciudadanía— sin pronunciarse claramente acerca de la vida pública, al menos no sin cierta ironía. Como la política no implica necesariamente el pathos de la distancia que es necesario para juzgar las cosas de la ciudad, la vida privada estaría en condiciones de asumir el punto de vista de la objetividad con el fin de organizar el presente de manera coherente y razonable, sin embargo, bajo el peligro inminente de convertir el bien común en un interés particular. “Quien realmente quiera luchar por la justicia”, dice Sócrates sabiamente, “habrá de ceñirse al ámbito privado en lugar de al público” (Platón, 2016: 33a). El ámbito privado remitía, indefectiblemente, al daimon, la voz disuasoria de la filosofía. Antes Sócrates había dicho: “percibo en mí algo divino y sobrenatural”. Por contraposición al daimon socrático, la dedicación a la política conlleva el olvido de que “[ha] evidenciado siempre ser el mismo”. Si el problema era la identidad, el cuidado del alma quiere decir el reconocimiento de la idea del bien. Así, pues, el filósofo no está en deuda con la ciudadanía, sino que su dedicación completa a los asuntos de la ciudad, lo que en el caso de Sócrates incluía la pérdida irreparable de la vida, da significado a la posteridad.

Sócrates no era, por usar la expresión de Husserl (2008), un “funcionario de la humanidad” (60, 114). Su papel o función, si tiene alguna, era confirmar la misión divina. Aunque el ethos de la educación filosófica reside en la conducta de la vida, la universalidad de la ética socrática, cuyo centro se refiere a la idea originaria del bien, anticipaba el leitmotiv de las humanidades. Concretamente, la noción moderna de respeto como igualdad, caracterizada perfectamente por Sennett (2003: 13-18), mostraría implícitamente la ciudadanía como un logro histórico de la filosofía.

Aun cuando en los diálogos platónicos no existiera una relación entre iguales, la búsqueda de la verdad, entendida como principio emancipador, considerando la “ciudad en sí” como una representación concreta del dios protector de la ciudad, implicaría una reciprocidad mutua, entre Sócrates y sus conciudadanos, entre la filosofía y la ciudadanía. La presencialidad del dios ausente no aludía sino al carácter sagrado de la vida pública: puesto que no podemos hablar sino de lo que pensamos, la ciudad —el punto de vista de la ciudadanía que el filósofo mantiene de manera objetiva y legítima, el contenido objetivo de la enseñanza de la filosofía y ciudadanía— no tiene otro remedio que tratar de mantener la unidad de pensamiento y lenguaje, ejemplificada en el antiguo logos griego. Por lo demás, la afirmación de Jaeger, en relación con la idiosincrasia particular del sofista, de que Sócrates ha introducido una “nueva religión” en Atenas, lo que no sólo implicaría aceptar la culpabilidad del filósofo, no explica la comprensión de la ética como la “expresión de la naturaleza humana bien entendida” (Jaeger, 2001: 422). Cualquier interpretación del ser humano que sólo considera un punto de vista antropológico, cualquier noción de naturaleza que aspira a predominar sobre el punto de vista del conocimiento, niega de inmediato la existencia de una instancia elevada que no deja de ser una representación de la vida humana como condición de posibilidad de la vida misma. En ese sentido, el ethos entendido como ética de la convicción, la naturaleza ética de la educación filosófica que no se distingue de la responsabilidad, sino que encuentra en la ética de la responsabilidad el poder mismo de la convicción, exigía una lectura interminable antes que una religión de la ética autocontradictoriamente afirmativa.

Una imagen del mundo sin tragedia

Mientras que la lectura proyecta sobre el pasado un anhelo de realidad, la escritura insiste en conservar en cada página la voluntad de crear. De ahí que la crítica renueva la escritura, y la posibilidad de leer implica, según las lecciones inestimables de Alain, la perspectiva del escritor. En la medida en que el poder de la escritura refuerza nuestro vínculo con la humanidad, mucho más familiar que extraño, afirmamos que estamos a salvo. Al identificar en la humanidad el sentido y la referencia de la infancia, el carácter se mostraba de manera sorprendente como una experiencia novedosa (Alain, 2002: 150; Thoreau, 2007: 324).

En la Lección XXVII de las Charlas sobre educación, Alain escribe que “Sócrates tenía el arte de devolver cualquier idea a su primera infancia”. El significado ejemplarmente amplio que Alain atribuye a la humanidad tiene que ver con la comprensión de la ciudad como una escuela más grande, una visión extraordinariamente afín a Thoreau. Con esta perspectiva, el origen del pensamiento remite a la acción y, al mismo tiempo, pone en cuestión el pensamiento. Thoreau, con carácter urgente, llamaría a eso en Walden “revisar la mitología”. La ética literaria, o la perspectiva prospectiva de la escritura que reconoce el arte de leer como una experiencia completa, aspiraría a ser el reflejo fiel de una mirada que invita a ser parte de la educación. En consecuencia, el lector ideal debe ser capaz de interpretar “a golpe de vista” o de “mirar” lo que lee. Aunque la cultura es el contenedor del lenguaje y refiere un vínculo común compartido, la experiencia comprendida como la “percepción de un objeto conocido” significa el carácter, no la inteligencia. El carácter es el humor y el humor es la ética. Así, la imitación es una creación (Alain, 2002: 171).

Como todo “conocimiento real” es experiencia, lo que no significa que la experiencia sea la fuente del conocimiento, el “gobierno de sí mismo”, que constituye el trasfondo de las Charlas sobre educación, refiere, con eco del conocimiento socrático de sí mismo, a la independencia de carácter. El carácter literario de estos textos reproduce, en la medida de lo posible, un diálogo entre maestro y alumno a propósito de la comprensión de la justicia como un índice y factor de progreso que confirma la “voluntad buena”. Por eso, la razón informa el pensamiento y, sin embargo, la experiencia resulta ilegible. Como no puede ser leída o escrita, la experiencia tampoco puede ser enseñada. Se trata, en última instancia, de pensar correctamente, filosóficamente, para ser libre. En ese sentido, la cultura depende de la “gimnasia de la escritura” que afirma las humanidades. La verdad es que la educación debe hacernos libres. Pero la libertad se halla en la experiencia de leer. La escritura de las Charlas sobre educación, que sigue la tradición pedagógica que va desde Aristóteles a Dewey pasando por Kant, suspende el criterio del lector de una manera extraordinariamente eficaz en la medida en que atribuye a la “disciplina” la personalidad. En efecto, la disciplina contribuye a transformar la animalidad del ser humano en humanidad (Kant, 2003).

Si ética significa humor, la libertad es el auténtico ethos de una educación filosófica. De hecho, el humor revela la ética del individuo, no al revés. Así, la inteligencia sería la “parte del ser humano que sabe reír, la parte que no tiene miedo” (Alain, 2002: 224).5 Por el contrario, cualquier educación basada únicamente en la experiencia invalida el juicio y fomenta la indiferencia, transformando el mundo en un conocimiento superfluo para el sujeto. Pero Sócrates no dejaría indiferente a nadie. Tanto la ciudad como la escuela, a pesar de que lo que impulsa el gobierno de sí mismo es la falta de confianza en uno mismo, contribuyen a crear la igualdad necesaria para acceder al conocimiento en la medida en que están orientadas por la idea del bien. Al margen de la preparación del filósofo para la vida, no para la muerte, la sociología aparece de ese modo como la adaptación de la educación a la ciudad en el sentido más amplio. La autonomía y la independencia, en un contexto democrático, activarían, así, un aspecto literal de la economía en todas partes. En el respeto a la humanidad, por tanto, subyace el verdadero amor a la ciudad, φιλόπολις. La vida democrática de la ciudad, tanto antigua como moderna, requiere de la reflexión y de la claridad puestas al servicio de una sociología de la educación. A menos que la filosofía sea elevada a acción sin mediación, a un sentido de la praxis con pleno conocimiento de causa, no hay suficientes argumentos para una sociología de la cultura o si quiera una filosofía de la educación. La sociedad no nos hace cultos. Pero la sociología es previsible.

La tarea de la filosofía sería transmitir la "grandeza humana" que representa la "fuerza" de resistencia del escolar ante el auge de la tiranía: "Los medios de expresión", dice Alain (2002), "se imponen tiránicamente sobre las opiniones". La opinión no es conocimiento, sino que la sociología se ocupa del "estudio de las costumbres de los salvajes”. Pero la educación no tiene su interlocutor en el “pueblo” o en la “multitud”, ni depende de una “élite de sabios” provista de un “espíritu justo” capaz de inspirar o crear “espíritus libres” (Alain, 2002: 163-165), sino que, al partir del hecho de que “la injusticia del sabio es la raíz de todas las demás”, la justicia trataría de educar por igual a todos. Espíritu justo equivale, según Alain, al espíritu libre de Nietzsche. El espíritu libre, sin representar la voluntad de todos, se alimenta del “afán de conocimiento”, un principio selectivo, ecléctico, reservado. En cambio, un espíritu justo “sabe leer” en la disposición a “aclamar el propio pensamiento en otro hombre”. “En contra de una educación elitista, el genio contribuiría”, dice Alain, “a instruir a los más ignorantes”. Esto convertiría la tolerancia en la exigencia de la educación que en cierto modo se persigue aquí. El profesor, ante la ausencia de forma o método, sabría ponerse en el lugar del alumno. Pero la sociología debe identificar el presente en el paso de lo abstracto a lo concreto. Al contemplar la sociedad desde la dimensión privada del individuo, la sociología, considerada el estudio integral de la sociedad, ha quedado desacreditada, y es que en la escuela laica “se enseña la justicia, que no perdona, porque nunca está realmente ofendida”. Por tanto, la sociología, que aspiraría a arrogarse el liderazgo de las humanidades, consiste para Alain en un “espíritu de conjunto” que se encarga de mostrar las diferencias que, al evidenciarse, desaparecen automáticamente. Aunque “el maestro deba hablar poco”, habla la lengua franca de la humanidad.

Considerar la poesía como lengua franca de la humanidad no resulta casual, sino que surge para poner fin a los nacionalismos y está relacionada con el hecho de que, cuando se toma “al hombre como fin, nada funciona”, mientras que, “en cuanto se toma a la sociedad como fin, todo funciona”. El carácter reticente de toda educación quiere decir que el mundo debe ser considerado en lo que es, no por lo que debería ser (Alain, 2002: 208). De nuevo, el humanismo y el pragmatismo se vuelven afines. Por contraposición al carácter egoísta de la voluntad buena, el perfeccionismo moral que propone Alain está determinado, más allá de su expectativa de igualdad, por el cumplimiento de todos los deberes del Estado, en el sentido de que el gobierno de sí mismo sólo es posible a través de la intervención del Estado en la escuela. Por tanto, la experiencia nos enseña incesantemente que “lo que hace historia en la enseñanza es, precisamente, lo que no es enseñanza dentro de la enseñanza” (Alain, 2002: 375-379). El individualismo representaría a la cultura en ninguno de sus principios y valores decisivos. Entonces la cultura en sí es una traducción, y la educación no consiste en la formación del genio, sino que trataría de conservar el individualismo que existe en la “cooperación” entre profesor y alumno. Con Alain, la imagen del mundo como tragedia llevaría a asumir la responsabilidad del destino de las humanidades como la expresión de lo más humano, a través del amor y de la piedad —“el amor”, enseña Alain (2002) no sin cierta ironía, “desearía conservarlo todo” (245).

Comprendida como un reflejo de la sociedad, de la vida civilizada, la escuela —el ocio, el tiempo para aprender— enseñaría la libertad de conciencia, no el despliegue de la autoconciencia, verdadera determinación del carácter, ante la finitud de la existencia humana. Pero quienes “rechazan la buena voluntad —y, dejando de ser dignos de confianza, llevan a la práctica el amor a uno mismo intrínseco al poder, esencialmente diferente del amor a la humanidad—, son obligados por razones de orden” a tal efecto (Alain, 2002: 321).6 Alain argumenta sobre un dispositivo republicano intelectualmente predominante en virtud de un eterno anhelo de justicia electivamente afín a la naturaleza humana. Por tanto, el educador no puede ser una autoridad, sino que debe conservar su “independencia”, aceptando por anticipado la relación de igualdad entre la filosofía y ciudadanía, evitando ser un “pensador cautivo” —incapacitado para la actividad política, “obligado a escuchar”, “cansado antes de actuar”— (Alain, 2002: 323). Pero el filósofo como educador sabe bien que la libertad no se enseña. Por tanto, ha de mostrar que “la letra del hombre culto es tanto más propia de él cuanto más sometida está al modelo común”, una ética o conducta de la vida basada en la voluntad de “interesar sin mostrar que se quiere interesar” (Alain, 2002: 323). Debido a la inexperiencia, el educador estaría abocado a imitar esa impresión de igualdad determinada por la transmisión del conocimiento. Precisamente la condición para constituir una república, gubernamental o literaria, es que dos sujetos no lleguen a saber nunca lo mismo, porque “sin traducción, no hay cultura” (Alain, 2002: 368).

Si, como argumento, la filosofía constituye el núcleo sólido de la educación del hombre, y la educación pone de manifiesto la cualidad universal de la filosofía, entonces la experiencia de las humanidades según la cual “no hay hombre sin cultura” se traduce conscientemente en el culto a los muertos. Ese singular equilibrio tiene el poder de transformar la cualidad reservada de que “la humanidad se vuelve pensamiento” (Alain, 2002: 369) en una aspiración legítima individual. El pesar que acompaña al paso del tiempo no sólo predispone la naturaleza humana, sino que fundamentalmente contribuye a crear "una imagen del mundo sin tragedia" (Alain, 2002: 370) que constituye un hecho excepcional.

Desde el punto de vista de la objetividad de la educación filosófica, la humanidad tiene su principal expresión en la conquista de las humanidades, y el reconocimiento y autoconocimiento de las humanidades representa en sentido infinito el amor a la verdad. Platónicamente, la política de las humanidades debe conservar la cultura a partir de la economía de principios de la geometría. Sócrates apelaría a nuestro sentido de la humanidad al enseñar que “no hacer uso de lo que se sabe” (Alain, 2002: 370) resulta peor que ignorar algo, lo que dejaba entrever en el reconocimiento de una “mayoría inculta” el enunciado de la democracia que pondría fin a su vida. Así, la justicia sólo tiene justificación a posteriori, no desde el pasado inmediato, de tal modo que sólo la democracia podía exigir, lamentablemente, la vida de un ciudadano al estar en condiciones de confirmar otras vidas. La última palabra, como en La apología de Sócrates, no pertenecía tanto al filósofo como al juicio de la posteridad. La educación trasciende las circunstancias de la enseñanza. Una educación excelente consiste en la crítica constante de la educación.

La filosofía como una escuela poco común

Cuando Thoreau (2007) dejó la ciudad —lo que Sócrates nunca haría— para vivir en los bosques de Walden, donde estuvo “más que nunca bajo la influencia de los libros que circulan por el mundo”, ya que su residencia allí “era más favorable, no sólo para el pensamiento, sino para la lectura seria, que una universidad”, le resultó “imposible estudiar” debido al “incesante trabajo con mis manos”, aunque siempre mantuvo “la perspectiva de tal lectura en el futuro” (214). Aunque pareciera la excusa perfecta para dedicarse al trabajo manual, la perspectiva de la lectura no sólo era una metáfora de la ética literaria, sino una muestra concreta de la escritura de Thoreau a propósito de casi todo. La perspectiva de la lectura en el futuro estaba relacionada con el hecho inevitable de esperar a oír lo que la naturaleza tiene que decir, si en realidad hay algo aún no dicho. Esta perspectiva no era una señal evidente del regreso de Thoreau al estado de naturaleza, sino un ensayo y una experiencia que mostraban una manera propia de acercarse a la naturaleza como preparación para la vida. Vivir consistiría en mantener la expectativa de futuro en un presente que tal vez no es digno de ser recordado, una perspectiva de lectura que se remonta al origen de los tiempos. De ese modo, Thoreau conjugaba el presente y el futuro en un pasado mítico que se corresponde con lo esencial de la naturaleza. La escritura en Walden no traslucía sino el deber de decir la verdad en un plano retroactivo. La lectura es la vía de acceso al conocimiento. “Probablemente”, dice Thoreau (2007) en alusión a la lectura indistinguible de la escritura trascendentalista de Walden, “hay palabras dirigidas exactamente a nuestra condición, las cuales, si pudiéramos realmente oírlas y comprenderlas, serían más saludables que la mañana o la primavera de nuestras vidas y posiblemente darían un nuevo aspecto a la faceta que las cosas nos presentan” (154). A esto añade: “Necesitamos ser provocados”. Luego, Walden sólo podía escribirse en Walden, salvando la distancia con la ciudad.

Si “los libros deben ser leídos tan deliberada y reservadamente como fueron escritos” (Thoreau, 2007: 2016), el criterio de la escritura debe ser imitar el carácter universal que define a la naturaleza. Aunque la interpretación cuestiona la relación entre el arte de leer y de escribir, en las “horas más alertas y despejadas” la escritura de Walden, cuya virtud reside en insinuar una reescritura perpetua considerada como la perspectiva de la lectura para el futuro, era capaz de producir un “lector heroico” (Thoreau, 2007: 216). De ese modo, leer Walden sería como volver a Walden sin dejar el lugar donde estamos. La infinidad de perspectivas que proporcionaba la lectura de Walden, donde la escritura se solapa con la lectura de manera inconfundiblemente exquisita, requería una tarea escrupulosa de traducción que no tiene lugar en la actualidad. La escritura de Walden identificaría el tiempo presente del lector contemporáneo de Thoreau como un tiempo anticuado, extraordinariamente limitado y mediocre, que, a diferencia de los términos y contextos de Walden —economía, visitas, vecinos, lagunas, por citar algunos— no aspira a la eternidad. No se trataba sólo de leer como si Walden hubiera sido escrito para uno, o hablara directamente a nuestra condición, sino de reconocer que “una palabra escrita es la obra de arte más próxima a la vida”, y que leer consiste en “leer verdaderos libros con un espíritu verdadero” (Thoreau, 2007: 217). Ciertamente, el ingente Diario de Thoreau era la fuente inapreciable de su escritura que da continuidad a cada una de sus lecturas, y que lleva un registro de cada acontecimiento significativo respecto a la mutaciones del tiempo y a la transformación de los sentidos de Thoreau, resultando en una respuesta adecuada a la acusación de provincianismo: “Con un poco más de deliberación en la elección de sus ocupaciones”, dice Thoreau (2007), “todos los hombres se volverían tal vez esencialmente estudiosos y observadores, ya que, por cierto, su destino y naturaleza les interesa por igual” (151). Thoreau se refería a los hombres como la aspiración a vivir deliberadamente, lo que significa la convergencia mutua entre la naturaleza y el destino. “Aspiro a tratar con hombres más sabios que los que ha producido esta tierra de Concord” (Thoreau, 2007: 155). Concord, donde había nacido Thoreau, era el lugar de la fundación de los Estados Unidos. Walden puede leerse, por tanto, como la exigencia de una refundación para América. “¿Oiré el nombre de Platón y no leeré nunca su libro? Es como si Platón fuera un conciudadano mío y nunca lo viera” (Thoreau, 2007. 155). Cualquier nombre, lo que incluía tanto a Concord como a Walden, no tiene sentido si en el fondo oculta la referencia. Tanto Walden como Atenas, tanto los padres fundadores como Sócrates y Platón, no serían más que una muestra de la caducidad del tiempo que tiene su expresión en la escritura constitucional americana tanto como en la tradición literaria de Occidente (Lastra, 2001) a menos que la promesa de renovar la vida con la escritura filosófica quedara conservada en cada aspecto de la realidad.

La escritura inmensa de Walden prometía desde el principio la expresión “reservada y selecta” de la “lengua paterna”, “demasiado significativa para que los oídos la oigan”, pendiente de la “vida regular” del escritor que se dirige “a los que en cualquier parte le entienden” (Thoreau, 2007:156). Sorprendentemente, la prosa de Walden debía leerse como un diálogo con los lectores de cualquier época. Sin embargo, la palabra lector era, frente al “dialecto” que corresponde a la “lengua materna”, una reliquia de Walden cuyo valor inapreciable Thoreau reservaba a la posteridad. Leer consiste, pues, en la reescritura interminable del ethos filosófico. Un gran lector debe ser un buen imitador y, una vez asimilado el hábito de la cultura, debe poder afirmar que la imitación es creación. “Con la sabiduría aprenderemos la liberalidad” (158), decía Thoreau (2007). La lectura implicaría un renacimiento o una conversión sincera, electivamente afín al objeto de la escritura. Si la ciudad carecía de “magnanimidad y refinamiento” se debe al predominio de la lengua materna, muerta para las generaciones siguientes. En cambio, la lengua paterna significaba la oportunidad para transformar la ciudad en una república de las letras. El trabajo manual de Thoreau, entendido como un medio de subsistencia en los bosques de Walden, sería lo que había mantenido la expectativa de la lectura en el futuro y había preparado “la escuela poco común que necesitamos”. La filosofía es siempre una escuela poco común. Pero, por falta de tiempo, nuestras ciudades deberían ser universidades cuanto antes. La necesidad de fundar la ciudad en la escritura trascendental de Walden era enseñar a los ciudadanos que “la inteligencia y el corazón de la humanidad” constituyen la auténtica experiencia de la vida civilizada. “Actuar colectivamente responde”, dice Thoreau, “al espíritu de nuestras instituciones” (Thoreau, 2007: 158). Casi como un comentario a la ironía socrática extraído de la escritura esotérica de los diálogos de Platón, Walden estaba contenido en Walden y, paradójicamente, sólo Thoreau estaría en condiciones de captar la libertad sin referirse a América. El carácter reservado de la escritura de Thoreau, que haría de Walden un relato literario que ha pasado inadvertido para el ethos de la educación filosófica, sobre todo en respuesta a La conducta de la vida de Emerson, contenía, en su interior, nobles ciudades de hombres.

Referencias bibliográficas

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Notas

1 Ethos no es originalmente carácter, sino el hábito que constituye la vida de los animales en la pocilga. Por tanto, la vida ética es un oxímoron. Emerson, haciéndose eco del daimon socrático, se referiría al hado, en el capítulo homónimo de La conducta de la vida, como un “dictado irresistible” que trasciende el “espíritu de la época”.
2 Leo Strauss identificaría el origen de la filosofía política en la relación entre el filósofo y la ciudad tomando como paradigma a Sócrates, lo que está sintetizado en su célebre frase: “sin ciudades no hay filósofos”.
3 Que Sócrates no escribiera nada podría ser el antecedente de la escritura straussiana que identifica una lectura esotérica y una lectura exotérica en los diálogos de Platón, quizá más difícil de identificar, pero no inexistente, en la Apología de Sócrates. En Walden, Thoreau diferenciaría entre “lengua materna” y “lengua paterna”.
4 En clara referencia a Jesús, Kierkegaard distinguía entre “decir la verdad” y “ser la verdad”: sólo se puede decir la verdad al encarnar la verdad. Se trata, en mi opinión, de una distinción perfectamente extrapolable a la figura de Sócrates.
5 Bien visto, el miedo es un motivo de la educación que, sin embargo, genera expectativas de éxito de un modo controlado.
6 “Existen hombres que rechazan la norma externa en función de una obligación de conciencia muy clara y ante castigos mucho peores que los que impondría la obediencia” (Alain, 2002: 322).


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