Dossier Temático

El hombre económico: naturaleza humana y cosificación

The economic man: human nature and reification

Ángel Alfonso Centeno
Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, El Salvador

Realidad, Revista de Ciencias Sociales y Humanidades

Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, El Salvador

ISSN: 1991-3516

ISSN-e: 2520-0526

Periodicidad: Semestral

núm. 152, 2018

realidad.director@uca.edu.sv



DOI: https://doi.org/10.5377/realidad.v0i152.7776

Resumen: Este trabajo se propone interpretar el hombre económico desde la categoría de cosificación de György Lukács, esto es, como un ethos o modo de vida percibido como natural pero condicionado por las estructuras económicas mercantiles. Los rasgos característicos del comportamiento económico –razón económica e interés propio– se perciben como propios de una naturaleza humana pero son conformados históricamente en su función de legitimación del capitalismo. Se examinan también algunas consecuencias del naturalismo subyacente, especialmente las que tienen relación con el lugar de la ciudadanía y la acción política en la sociedad.

Palabras clave: Antropología, Marxismo, Lukács, Economía, Liberalismo, Cosificación, Crítica de las ideologías.

Abstract: This article proposes to interpret homo oeconomicus from the category of reification of György Lukács. That is an ethos or way of life, perceived as natural but conditioned by mercantile economic structures. The characteristic features of economic behavior –economical reason and self-interest– are perceived as belonging to human nature, but they are in fact historically defined in their legitimizing function of Capitalism. The article also explores some consequences of the underlying Naturalism, especially those related to the place of citizenship and political action in society.

Keywords: Anthropology, Marxism, Lukács, Economics, Liberalism, Reification, Critique of ideology.

1. La dificultad metodológica de un término ideológico

El término homo economicus suele atribuírsele a John Stuart Mill, quien nunca lo utilizó (Persky, 1995, pp. 221-231).1 Mill definió al ser humano, en cuanto objeto de estudio de la economía política, como “un ser que desea poseer riquezas y es capaz de deliberar la eficacia comparativa de medios para tal fin”.2 En referencia a esta definición se acuñó el término de “hombre económico” a finales del siglo XIX, pero como una crítica al presunto reduccionismo antropológico de Mill, considerado cínico y amoral (Persky, 1995, p. 222 y Schumpeter, 1982, p. 510). Irónicamente, Mill propuso su definición consciente de que era una reducción, un punto de partida metodológicamente útil para el estudio del comportamiento humano en un contexto exclusivamente económico y deliberadamente abstracto, y alertaba de que no se dejaran fuera otros contextos institucionales y sociales no-económicos. Por ejemplo, Mill menciona como motivos de acción no económica “la aversión al trabajo” y la “pasión de producir bebés”, con los que tenía en mente una psicología más compleja que la de su definición axiomática (Persky, 1995, p. 223). Por tanto, la economía política debía de ser una de las ramas especializadas de una ciencia social más general que contempla al ser humano en su integridad (Persky, 1955, p. 224 y Catalán, 2009, pp. 799-801).

A finales del siglo XIX, la idea de hombre económico sufre una reformulación por la escuela neoclásica (Persky, 1995, notas 3 y 6), que consistió en prescindir de la motivación del “deseo de obtener riquezas”, al menos como motivación universal de todo agente económico. El agente económico es pensado como si fuera un consumidor de bienes y servicios que busca satisfacer sus deseos en el mercado. De ahí que la motivación sea concebida en términos de utilidad y finalmente en términos de preferencia (Naredo, 2015, pp. 259-268, 424 ss). La motivación de la acción económica se refractó desde entonces en una multitud de preferencias relativamente diversas según los individuos y enteramente subjetivas, esto es, injustificables racionalmente e inconmensurables entre sí (Godelier, 1976, pp. 12-13). Lo propiamente económico de la acción pasará a radicar en su momento “deliberativo” o racional en la disminución de costos para la obtención del fin deseado. Por tanto, debe apreciarse esta reducción neoclásica del concepto de “agente económico”3 como una optimización de su función axiomática, que debería explicar –ahora ya en un modelo matemático contrastable con la experiencia– (Perksy, 1995, pp. 222 ss), (Naredo, 2015, pp. 259 ss y Godelier, 1976), el comportamiento de sujetos tan heterogéneos como empresarios, trabajadores, terratenientes, consumidores, entre otros (Godelier, 1976, pp. 30-46).

[…] En lugar de una teoría de la producción y distribución centrada en la renta, la utilidad y los salarios, con sus correspondientes agentes de producción –terratenientes, capitalistas y trabajadores– la nueva ciencia de la economía se convirtió en una teoría en la cual la asignación de recursos escasos se llevaba a cabo por los cálculos de un agente económico abstracto. Una nueva teoría del valor se dedicó a las interacciones de estos agentes interesados en sí mismos, cuyo impulso por satisfacer sus propios deseos los llevaba, a su vez, a satisfacer las necesidades de otros y, por ende, a crear precios de mercado (Tribe citado en Wallerstein, 2016, p. 363).

Este breve recuento del homo economicus refleja la progresiva axiomatización de la economía como ciencia social nomotética (Wallerstein, 2016, pp. 358-368 y Centeno, 2018). Esta dirección contrasta con la tradición de la economía política clásica (Smith y Marx), la que antes de agentes abstractos de mercado partía de agentes de producción concretos y heterogéneos, como terratenientes, capitalistas y trabajadores; o con la escuela austríaca –von Mises, Hayek y Friedman– que parte de un agente muy concreto y específico –el empresario–, cuyo atributo preeminente de comportamiento sería la motivación de ganancia y no tanto la deliberación informada.4 La idea del homo economicus, pues, no goza de consenso entre las escuelas y tradiciones económicas y mantiene abierta la importante pregunta por su unidad conceptual (¿qué define el comportamiento económico?) y por el alcance de su extensión semántica (¿quiénes son agentes económicos?, ¿los empresarios, los consumidores, los trabajadores?).

Aunque la definición predominante de hombre económico en la literatura actual sigue reiterando con alguna modificación la reducción neoclásica, en el presente artículo se trabajará con una noción aproximadamente tan amplia como la de Mill. Se delimitará la acción económica a partir de dos rasgos: la racionalidad costo-beneficio y la motivación de ganancia. Esta elección se justifica por tres razones: la primera es que esta definición expresa en sus dos atributos aquellas facultades consideradas esenciales del ser humano por la antropología filosófica tradicional (la razón y la voluntad),5 que permite articular una interpretación filosófica con alguna claridad y pertinencia; la segunda razón es que una definición ligeramente ampliada permitirá reflexionar críticamente tanto sobre el axioma neoclásico como sobre el empresario de Hayek; y la tercera es que el homo economicus plantea no sólo un problema relativo a la metodología de las ciencias sociales nomotéticas y de sus opciones axiomáticas, sino también el problema de que se trata de un fenómeno real e histórico, el éthos o modo de vida dominante hoy día, algo que podía adivinarse ya en el irritado rechazo moral de los detractores de Mill. Partir de una definición suficientemente amplia trae más posibilidades para contrastar y sopesar la realidad de dicho éthos que partir de una definición más sencilla, abstracta e ideal.

Las perspectivas hechas desde otros campos pueden ilustrar y apoyar en buena medida esta apuesta terminológica. Por ejemplo, José María Mardones (1994) también resalta tanto la deliberación de medios eficaces como la motivación de ganancia como atributos esenciales del hombre económico. A su vez presupone que debe entenderse efectivamente como el modo de vida dominante de nuestra época. Por último, explica su génesis históricamente (Mardones, 1994, pp. 7-9 y 40 ss);6 esto es, como una manera de pensar y de actuar que ha sido producida por el desarrollo histórico de un conjunto de instituciones políticas y culturales que dan sentido del contexto de la conducta efectiva. El planteamiento de Crawford Macpherson aporta a propósito otro elemento decisivo: la noción del individualismo posesivo (Macpherson, 2005 y Samour, 1998, pp. 605-606), que dota de unidad conceptual a ambos rasgos volitivo-racionales. Según Macpherson (2005), el individualismo posesivo –además del iusnaturalismo y del contractualismo político– ha sido un presupuesto implícito y fundamental de todo liberalismo político y económico, introducido por primera vez por los pensadores políticos ingleses del siglo XVII (Hobbes, Harrington y Locke). Su carácter esencial consiste en la autopropiedad del individuo, es decir, la propiedad originaria que el individuo tiene de sí mismo y de sus capacidades de subsistencia. Aunque este concepto aparenta referirse tan sólo al trabajador asalariado que vende su fuerza de trabajo, también incluye al otro agente dispar: el propietario, pues la autopropiedad, según Macpherson (2005), funciona ideológicamente como explicación y justificación de la propiedad privada de bienes, de su intercambio mercantil y de su acumulación (Macpherson, 2005, pp. 196-219).7 El individualismo posesivo engloba dos agentes distintos en la realidad: los propietarios, que deben disponer de brazos que trabajen sus tierras, y los desposeídos, que por necesidad de sobrevivencia y ante la amenaza del hambre deben recurrir a la “venta” de su única propiedad en el mercado, su propia fuerza de trabajo.

El individualismo posesivo proporciona unidad conceptual del comportamiento específicamente económico de los agentes en el mercado, pero Macpherson alerta que la unidad conceptual que proporciona tiene una calidad meramente abstracta (Macpherson, 2005, pp. 13-16, 55-67 y 206 ss);8 lo que tienen en común trabajadores y empresarios es que interaccionan en el espacio idealizado del mercado. Es decir, los conceptos de “hombre económico” o “agente económico” resultan sospechosos porque al intentar incluir en una sola categoría agentes heterogéneos ocultan una diferencia estructural –no abstracta sino efectiva y real– de clase. Desde esta otra perspectiva, el término es sospechoso porque es ideológico,9 en cuanto oculta la diferencia entre empresarios-propietarios de medios de producción por un lado y, por el otro, consumidores desposeídos y trabajadores asalariados.

Wallerstein constata ya el uso ideológico de ocultar las diferencias efectivas de clase entre trabajadores y propietarios en un informe de la Cámara de Comercio de París en 1851. Dicho informe pretendió reducir el número de trabajadores catalogándolos como “jefes de empresa” y “autoempleados” con el objetivo político de deslegitimar los movimientos de trabajadores que protagonizaron las Revoluciones de 1848 (Wallerstein, 2016, pp. 252-253). Hoy en día, esta función ideológica subyace en la retórica eufemística de las actualmente “flexibles” condiciones de trabajo, donde el trabajador es presentado como un “emprendedor” que gestiona sus habilidades y recursos personales como capital para competir en el mercado y servir a las empresas que aparecen como socios o clientes. Naturalmente que el éxito o fracaso de esta empresa no depende de las reglas impuestas al freelance, sino de su entera responsabilidad individual o mérito, lo que explica en gran medida el papel que juega la culpa como herramienta ideológica de legitimación de la economía de mercado (Moruno, 2015; Bauman, 2000, pp. 84-92 y Bauman 2001, pp. 27-41).10

Visto así, la relación entre la antropología del hombre económico y la economía capitalista de mercado definitivamente desborda la cuestión metodológica de la economía como ciencia hacia su dimensión política: el problema de la legitimación ideológica del sistema capitalista. Una determinada forma de concebir y de realizar lo que sea el ser humano implica también una forma de concebir y realizar la sociedad, la moral y la historia (Samour, 1998 y Ellacuría, 2001, pp. 122-123). La forma en que se ha hecho más patente esta función ideológica es en la pretensión de que el homo economicus es el despliegue necesario y la expresión racional de la naturaleza humana (Samour, 1998, pp. 605-608 y Jameson, 2001, pp. 202, 206 y 210). Con el hombre económico no sólo se establece el presupuesto axiomático de un elemento atómico y homogéneo para los análisis económicos, también se deriva un orden moral, social y político que se presenta como racional y natural (Samour, 1998 y Macpherson, 2005). El caso más prototípico es John Locke, quien deriva del “estado de naturaleza” (entendida como la condición humana en su libertad y racionalidad originarias) una sociedad de mercado de bienes, propiedad acumulada y trabajo asalariado como algo previo y natural a todo nómos, a todo ordenamiento político-jurídico “artificial” resultado de un consenso histórico (Locke, 1999; Macpherson, 2005 y Catalán, 2009), y en nuestra época, esto mismo es ilustrado –expurgado de todo lenguaje o argumento sospechosamente metafísico– por el planteamiento de Friedrich Hayek.11Las dimensiones prototípicas y abstractas del hombre económico –la racionalidad costo-beneficio y la motivación de ganancia– se naturalizan y pasan a ser determinaciones universales del comportamiento humano en cuanto tal. El mercado deviene de institución histórica a nicho natural de su etología. La competencia, el intercambio de mercancías y la subsunción de todo en su forma de mercancía devienen en la expresión de la naturaleza racional de los individuos y de la lógica del mercado.

Debido a su función ideológica, el comportamiento económico es un fenómeno real, pero ello no quiere decir que sea natural. Debe plantearse como un fenómeno conformado históricamente. Es objeto de crítica de las ideologías, y no objeto de crítica moral, como en los detractores de Mill. El objetivo del presente artículo es ofrecer una interpretación de la antropología del hombre económico como función ideológica desde la categoría de cosificación, fundamental en algunos pensadores de la tradición marxista occidental.12 La categoría de cosificación es propuesta por Gÿorgy Lukács (1969, pp. 89-232), a partir del desarrollo al que somete la categoría de fetichismo utilizada por Marx en El capital.13 La cosificación hace referencia a la apariencia objetiva que toman todos los modos de relación social como relación entre cosas o mercancías. Bajo esta forma fenoménica también parecen sustraerse de todo control o voluntad racional, como si obedecieran a leyes propias –las del mercado– ajenas a la intervención humana. No se presentan como históricos, esto es, como efecto de las relaciones sociales de producción, sino como “naturales”, esto es, como independientes de la actividad humana y que operan según sus propias leyes generales. Lukács lo plantea, pues, como la extensión de la “forma mercancía” a todos los intercambios sociales y como la forma de representación ideológica que los individuos tienen de sí mismos y de la sociedad en términos mercantiles.

En una economía mercantil completa, la actividad del hombre se le objetiva a él mismo, se le convierte en mercancía que, sometida a la objetividad no humana de unas leyes naturales de la sociedad, tiene que ejecutar sus movimientos con la misma independencia respecto del hombre, que presenta cualquier bien para la satisfacción de las necesidades convertido en cosamercancía (Lukács, 1969, p. 94).

La perspectiva dialéctica14 que presupone el concepto de Lukács explica la dinámica por la que la actividad humana deviene en su contrario, un producto que se presenta fenoménicamente extraño al sujeto que lo produce. Esta perspectiva posibilita interpretar la génesis histórica de ciertos pares categoriales que en la tradición filosófica han sido pensados como “transcendentales” (sujeto-objeto, ser-deber, necesidad-libertad, vida privada-ciudadanía, sociedad civil Estado, naturaleza-historia, teoría praxis, entre otros), pero cuya conformación como pares categoriales contradictorios y mutuamente yuxtapuestos entre sí debería de explicarse a partir del desarrollo de la sociedad capitalista en la que surgen (Lukács, 1969, Sección 2, pp. 120-165).

Más tarde, el concepto de cosificación fue recogido por Theodor Adorno (Zamora, 2004, pp. 150 ss) y Max Horkheimer en su reconstrucción del concepto de Ilustración (Horkheimer y Adorno, 2009). Desde un planteamiento similar al de Lukács, las condiciones transcendentales a priori del conocimiento se explican por medio de la historia de las condiciones materiales de la producción e intercambio con la naturaleza:15 el dominio del amo sobre el trabajo enajenado del siervo a través de la división social del trabajo (Horkheimer y Adorno, 2009, p. 64 y 68), pero en el desarrollo del proyecto civilizatorio de dominio sobre la naturaleza, su orientación emancipadora deviene en su contrario; en barbarie e irracionalidad. El sujeto se hace objeto de dominio; el ser humano, cosa.

El dominio no se paga sólo con la alienación de los hombres respecto de los objetos dominados: con la reificación del espíritu fueron hechizadas las mismas relaciones entre los hombres, incluso las relaciones de cada individuo consigo mismo. […] El animismo había vivificado las cosas; el industrialismo reifica las almas. Aún antes de la planificación total, el aparato económico adjudica automáticamente a las mercancías valores que deciden sobre el comportamiento de los hombres. [… El carácter de las mercancías como] fetiche se expande como una máscara petrificada sobre la vida social en todos sus aspectos. […] se inculcan a los individuos los modos normativos de conducta, presentándolos como los únicos naturales, decentes y razonables. El individuo queda ya determinado sólo como cosa, como elemento estadístico, como éxito o fracaso. Su norma es la autoconservación, la acomodación lograda o no a la objetividad de su función y a los modelos que son fijados. […] los hombres esperan que el mundo, carente de salida, sea convertido en llamas por una totalidad que ellos mismos son y sobre la cual nada pueden (Horkheimer y Adorno, 2009, pp. 81-82).16

El hombre económico será interpretado en este ensayo como expresión de dicho proceso de cosificación; su sentido sólo puede salir a la luz no como un axioma a priori del conocimiento, sino como un resultado constituido por estructuras económicas capitalistas, conformadas históricamente y que le subyacen. No es la sociedad de mercado la que se funda en el individuo, sino que el individuo y su consciencia subjetiva es una expresión o manifestación de dichas estructuras mercantiles capitalistas. En la aparente inmediatez de poder considerarse un sujeto autodeterminado que delibera sobre costos y beneficios en pos de su propio interés, el ser humano se reduce a objeto de un sistema de producción de valor que ya no depende de él. En esta dinámica, lo que los individuos piensen de sí mismos (su autopercepción como sujetos racionales y libres que actúan por motivos naturales y propios) pasa a ser reflejo invertido del sistema de producción de intercambio mercantil. Los motivos del hombre económico y su libertad como agente de mercado se muestran falsos desde esta perspectiva, pues se configuran de antemano por la producción automatizada de mercancías. Visto así, el hombre económico es el reflejo de las contradicciones sociales: pues es concebido simultáneamente como agente de acción y mercancía (Macpherson, 2005, p. 15), sujeto y a la vez objeto mismo de las relaciones económicas. El hombre económico se reduce a condición de cosa, el medio de un mecanismo cuyos fines son impuestos y escapan a su deliberación racional.

El presente artículo se estructurará como sigue: se reseñará la historia de los momentos del hombre económico que se han propuesto aquí como esenciales (racionalidad costo-beneficio y motivación de ganancia). Esta reseña tiene el objetivo de desenterrar el impulso de interpretar el comportamiento económico como natural, lo que se impugnará desde la categoría de cosificación. Finalmente, se hará una breve reflexión sobre el lugar de la razón crítica en relación con la sociedad.

2. Racionalidad económica como razón instrumental

Schumpeter observa que el término economo prudente se utilizó en 1629 como una especie de “sentido común”, precursor mercantilista de la racionalidad económica actual (Citado en Persky, 1995, p. 222 y Schumpeter, 1982, p. 198). El rasgo más destacado del hombre económico en el canon neoclásico es su racionalidad, y no cualquier racionalidad, sino la de una racionalidad orientada a la eficacia, es decir, a la elección apropiada de ciertos medios con vistas a un fin dado partiendo de la información disponible. Dado que la racionalidad está aquí constreñida a la elección de medios o estrategias, la razón se concibe como una herramienta o instrumento, y un individuo será un agente racional en la medida que sopesa y elige los medios adecuados y eficaces para sus fines específicos. Económicamente esto significa un cálculo cuantificable de los medios de manera que maximicen su beneficio y minimicen sus costos:

Estamos obligados a recurrir a la definición que parece derivarse de la lógica científica, según la cual se considera que un hombre es racional cuando: a) persigue finalidades coherentes entre sí; b) emplea medios apropiados a las finalidades perseguidas (Allais citado en Godelier, 1976, p. 12).

La descripción precedente encaja con lo que Max Horkheimer llamó razón instrumental (Horkheimer, 2010, Cap. 1. “Medios y fines”):

Cuando se le pide al hombre común que explique lo mentado con el concepto de razón [...] dirá que las cosas racionales son, evidentemente, cosas útiles y que toda persona racional debe ser capaz de decidir qué es lo que le resulta útil. [...] Lo que cuenta aquí es el funcionamiento abstracto del mecanismo del pensamiento. Esta clase de razón puede ser llamada razón subjetiva. Tiene que ver esencialmente con medios y fines, unos fines que son más o menos asumidos y que presuntamente se sobreentienden. [...] La razón subjetiva se revela en última instancia como la capacidad de calcular probabilidades y determinar los medios más adecuados para un fin dado. [...] De acuerdo con esta concepción, [la razón] viene referida exclusivamente a la relación entre un objeto o un concepto con un fin. Lo que significa que la cosa o el pensamiento sirven para algo distinto [de la propia razón] (Horkheimer, 2010, p. 45-47)17.

La razón económica instrumental dilucida sobre los medios para conseguir unos fines, pero no sobre los fines mismos; todos los fines quedan fuera del alcance de su discernimiento o de cualquier proceso deliberativo y son establecidos de antemano fuera de la razón (Horkheimer, 2010, p. 46). La teleología de la acción se conforma así subjetivamente; en el caso de la acción moral, por ejemplo, primero en términos de una razón práctica (por tanto aún capaz de justificación racional autónoma y universal, Kant) y luego en términos de preferencias subjetivas despojadas de justificación racional (por ejemplo, en Hume y el emotivismo moral subsiguiente y finalmente predominante) (Rachels, 1995, pp. 581 ss). Esta subjetivación de los fines caracteriza la antropología del hombre económico y la situación de nuestra época, y entronca justamente con el planteamiento neoclásico que hace de los fines “preferencias” subjetivas exentos de justificación racional. Con ello, la validez objetiva de los fines (así como de los valores morales y políticos) se relativiza y se torna imposible comparar dos fines distintos entre sí porque no hay criterio racional de comparación (Horkheimer, 2010, p. 47):

Al pensamiento no le cabe determinar si un fin determinado es deseable o no. La aceptabilidad de ideales, los criterios para nuestra acción y nuestras decisiones últimas, en fin, pasan a depender de otros factores, de factores distintos de la razón. Tienen que ser asunto de elección y de gusto. [… Con lo que se] tendría que admitir que no hay actos terribles o condiciones inhumanas, y que el mal que se percibe es sólo algo imaginario (Horkheimer, 2010 p. 49).18

Frente a esta razón subjetiva, Horkheimer observa que durante gran parte de la historia occidental, la filosofía especulaba sobre la racionalidad intrínseca de los fines con independencia de las preferencias subjetivas, y encontraba en el orden natural del cosmos o de la realidad total los fundamentos para ordenar unitariamente la vida práctica moral, política y económica.19 A esta razón la llama razón objetiva y caracterizaba el proyecto mismo de la metafísica. La razón objetiva sustentaba la posibilidad de asumir un papel rector de la vida práctica y una función crítica –a partir de supuestos metafísicos y transcendentes– al discernir las formas de vida legítimas de las que no lo son. En otras palabras, la razón objetiva se creía capaz de establecer que los actos terribles y las condiciones inhumanas son algo más que una simple “percepción subjetiva” o “algo imaginario”.20 Desde la perspectiva de la razón objetiva, pues, los fines de la acción y de la organización social no quedan “fuera” de su alcance, sino legitimados y justificados por “su propia lógica” (Horkheimer, 2010). Pero entonces, la razón misma ya no es concebida como un mero “instrumento” puramente subjetivo al servicio de fines cualquiera, sino una “fuerza viviente” común con la naturaleza.21

No puede verse en la racionalidad económica e instrumental, pues, un factum incontrovertible de la naturaleza humana. Su devenir es resultado histórico de la modernidad, de la fragmentación de la cosmovisión cristiana en el continente (Horkheimer, 2010, pp. 52-55), la orientación intimista y subjetiva del ethos protestante (Weber, 2001 y Mardones, 1994), el impulso secularizador de la modernidad (Horkheimer, 2010, p. 56), el proyecto burgués de dominio técnico-científico sobre la naturaleza (Horkheimer, 2010, p. 55) con la consiguiente demolición de los proyectos metafísicos tradicionales de saber y, finalmente, la imposición de las relaciones mercantiles industriales en todas las dimensiones sociales (Horkheimer, 2010, p. 74).

Lo decisivo es que este devenir histórico consuma la cosificación de la razón misma. La razón instrumental deviene en cosa, en mero instrumento. Al quedar los fines fuera del alcance del discernimiento de la razón, ésta pasa a convertirse en un medio al servicio de un fin externo a sí misma, esto es, la producción de mercancías (Horkheimer, 2010, p. 47).22 Esta imbricación entre razón y capital es posibilitada por la formalización de la razón, “su falta de relación con un contenido” que pueda referir a un orden objetivo en la naturaleza (Horkheimer, 2010, pp. 48 y 58). El mismo lenguaje formalizado matemáticamente como símbolo sirve para el cálculo rápido de medios eficaces (Horkheimer, 2010, pp. 59 y 76 ss). La formalización homogeniza lo diverso y lo múltiple de la naturaleza y la sociedad en objeto que, como referencia sígnica, es sustituible por cualquier otro ejemplar. También el agente económico como trabajador o desempleado se somete a este principio de homogeneización del mercado en cuanto se reduce a mercancía de trabajo intercambiable y sustituida por otro: “Hay víctimas [de sacrificio], pero ningún dios” (Horkheimer y Adorno, 2009, p. 65).23

La razón instrumental adquiere entonces un papel exclusivamente operativo, “un elemento fijo de la producción”, en función de las demandas y exigencias externas que le impone la misma (Horkheimer, 2010, pp. 47 y 59). Parece como si en el fondo, la razón instrumental no es tanto una razón “subjetiva” (en cuanto relativa a un sujeto) como la llama Horkheimer, pues como tal se haya sometida más bien a los requerimientos externos y cosificados de un proceso objetivo de producción y compraventa. Efectivamente, los fines de la acción del hombre económico no son preferencias “subjetivas”, sino criterios de rentabilidad y productividad impuestos por la producción de mercancías a una razón heterónoma y debilitada. Queda estigmatizada toda otra forma de vida que no sea la de la productividad o la eficacia.24 El ser humano y todas las dimensiones de su vida (la tradición, el arte, el ocio, el placer sexual, entre otras) se reducen al engranaje del aparato económico:

La cualidad de lo humano, que excluye la identificación del individuo con una clase [lógica], es “metafísica” y carece de lugar en la teoría empirista del conocimiento. El cumplimiento al que todo hombre se ve relegado circunscribe su destino. Tan pronto como el pensamiento o la palabra se convierten en instrumento, se allana el camino a la renuncia a “pensar” realmente algo a propósito de lo que ahí está en juego […]. Tal mecanización resulta de hecho esencial para la expansión de la industria; pero cuando se convierte en un rasgo característico del espíritu, cuando la razón misma se instrumentaliza, adopta una especie de materialidad y ceguera, se convierte en un fetiche, en una entidad esencial mágica que es más bien aceptada que espiritualmente experimentada (Horkheimer, 2010, p. 60).25

3. Motivación de interés propio como voluntad cosificada

Se prudente, diligente, y mantente siempre consciente de tu comportamiento legal; no estés ocioso, porque el tiempo es dinero; cultiva tu crédito y úsalo bien, porque el crédito es dinero; sé puntual y justo en el pago de préstamos y deudas, porque quien se convierte en persona de buen crédito es el amo de la bolsa de los demás; sé vigilante en el registro de las cuentas; sé frugal en el consumo y no gastes dinero en cosas no esenciales; por último, no dejes el dinero ocioso, porque la suma más pequeña invertida sabiamente puede ganar un beneficio, y los beneficios reinvertidos se multiplican pronto en cantidades siempre crecientes (Benjamin Franklin citado en Weber, 2001, p. 42 ss).

Weber y Mardones entienden que la imposición de esta racionalidad administradora y eficaz camina en paralelo al ethos meticuloso y rigorista de la ascendiente espiritualidad protestante; el ascetismo produce una “personalidad clara, alerta y autocontroladora”, una conducta metódicamente racionalizada (Mardones, 1994, p. 18). Pero no puede entenderse la antropología del hombre económico mediante el solo recurso a una razón formalizada y vaciada de contenidos y fines. Esta razón sólo puede tener la fuerza metódica, introspectiva y disciplinaria del sujeto en virtud de una motivación volitiva propia del espíritu del capitalismo: la obtención de ganancia, que Albert Hirschman denomina interés propio (Hirschman, 1978). El interés propio confiere al hombre económico de una motivación concreta, un fin respecto a los medios.

Como hemos advertido, este interés propio no coincide con las “preferencias” subjetivas y diversas que caracterizan a todo agente económico, según los lineamientos neoclásicos, pues es una motivación muy específica orientada a la acumulación de ganancia. Puede apreciarse de hecho que el interés propio implica una simplificación y reducción de la complejidad y diversidad de los sentimientos y pasiones que gobiernan la psicología humana, tal como lo reiterarían las críticas al presunto reduccionismo de J. S. Mill ya mencionadas. Sin embargo, los pensadores de la modernidad temprana partieron de la complejidad psicológica del ser humano para finalmente establecer este interés material por la ganancia como la pasión decisiva de los agentes económicos y la legitimación del naciente sistema capitalista.26 Esta centralidad del interés propio en la psicología humana en vistas de la legitimación del capitalismo se llevaría a cabo de dos maneras. La primera es la que llevaría a cabo Adam Smith, quien dedicó una obra entera a analizar la diversidad e interrelación entre sentimientos y pasiones que pueblan y gobiernan el psiquismo humano (Smith, 1997) antes de concentrarse en la pasión específicamente económica del capitalismo, el “deseo de aumento de riqueza” (Smith, 1994). Según Hirschman, las dos perspectivas de Smith confluyen en que el interés propio (deseo de riqueza) es fundamental porque es la condición para satisfacer todas las demás pasiones y sentimientos:

El aumento de fortuna es el medio por el cual la mayor parte de los seres humanos aspira a mejorar su condición (Smith, citado en Hirschman (1978) p. 113).

[…] perseguimos la riqueza y evitamos la pobreza. […] ¿Cuál es el fin de la avaricia y la ambición, de la búsqueda de riqueza, de poder y preeminencia? ¿De dónde surge […] ese gran propósito de la vida que llamamos mejoramiento de nuestra condición? Ser observados, escuchados y advertidos con simpatía, complacencia y aprecio [por los demás]. Es la vanidad, no el placer o la comodidad, lo que nos interesa (Smith, 1997, citado en Hirschman, 1978, p. 114)27.

Esto es, todos los sentimientos, pasiones y preferencias –incluidas aquellas orientadas al aprecio de los demás, al estatus público y bienes simbólicos– son satisfechas por el aumento del bienestar económico. Desde el punto de vista del individuo y su psicología particular, esto significa que el papel que juega el interés propio dentro de la trama de las pasiones es la de un medio al servicio de un fin eminentemente subjetivo, pero desde el punto de vista del sistema económico de producción e intercambio, la función que tienen los sentimientos, pasiones y preferencias es la de expresarse y consumarse por medio del interés propio de ganancia económica, de modo que son las preferencias y las demás pasiones complejas y diversas del psiquismo humano las que sirven como engranaje del aparato económico. Naredo hace una observación crítica semejante al cuestionar la supuesta autodeterminación del consumidor neoclásico en el mercado de bienes y servicios, donde las mercancías obtenidas no están dirigidas a cumplir su función como valores de uso, sino para crear ganancia y acumulación a costa de las necesidades nunca satisfechas del homo miserabilis (Naredo, 2015, pp. 425-426 y 706). Similar consideración tiene el punto de vista de Horkheimer abordado arriba, quien al plantearse de nuevo el problema de la racionalidad de los fines de la acción más allá de su mera referencia subjetiva, responde que su racionalidad consiste en volverse otra vez medios para un fin;28 lo que significa que los fines –entendidos como preferencias subjetivas– se convierten de nuevo en medios para la producción e intercambio de mercancías, con lo que se entiende uno de los rasgos totalitaristas que la Escuela de Frankfurt atribuye a la producción industrial de mercancías.29 En suma, la voluntad misma –y la estructura teleológica misma de la acción humana– se cosifican, en el sentido que se determinan por las relaciones mercantiles externas al control humano.

[…] El impulso de la ventaja económica ya no es autónomo sino que se convierte en un mero vehículo del deseo de consideración. Pero por la misma razón, los impulsos no económicos, poderosos como son, se reducen a alimentar los impulsos económicos y no hacen más que reforzarlos, quedando privados así de su anterior existencia independiente. [Smith] se convence de que, en lo referente a la “gran masa de la humanidad”, los principales impulsos humanos terminan por motivar al hombre para mejorar su bienestar material. […] Como resultado de destacar los resortes no económicos de la acción humana, Smith puede concentrarse en el comportamiento económico [La riqueza de las naciones] en una forma perfectamente consistente con su anterior interés por otras dimensiones importantes de la personalidad humana [Teoría de los sentimientos morales] (Hirschman, 1978, p. 115).30

La segunda manera en que el interés propio legitimó el nuevo orden social radica en su pretensión realista de la naturaleza humana. El interés propio pretende dar una imagen del ser humano “tal como realmente es”, basándose en “la verdad efectiva de las cosas”.31 Cuando el freno de las pasiones “destructivas” de la sociedad ya no podía confiarse a los preceptos morales y religiosos ya anacrónicos, se generó el proyecto de un diagnóstico científico de los problemas y conflictos sociales de la época. Este proyecto científico puso el interés propio en el centro de sus miras, debido a que el interés propio ofrece una motivación homogénea y regular de la acción humana, así como la ventaja metodológica de la predicción de eventos futuros sorteando los obstáculos que lo impedían, las variopintas y contradictorias pasiones y sentimientos de un psiquismo complejo (Hirschman, 1978, p. 55):

Suponer que las multitudes actúan en contra de sus intereses es eliminar toda la seguridad de los asuntos humanos. […] Porque en la búsqueda de sus intereses los hombres se suponen firmes, constantes y metódicos, por oposición al comportamiento de hombres que se ven castigados y cegados por sus pasiones. Este aspecto de la cuestión nos ayuda a entender la identificación final del interés en su amplio sentido original con una pasión particular, el amor al dinero. Porque las características de esta pasión, que la distinguen de otras, eran precisamente la constancia, la tenacidad y la igualdad de un día al siguiente y de una persona a otra (Hirschman, 1978, pp. 56 y 61).32

En suma, el interés propio, como la razón instrumental-económica, tampoco puede entenderse como un factum natural, sino conformada históricamente en función de la legitimación del naciente sistema capitalista. La génesis del interés propio encuentra su origen en la extensión de las relaciones mercantiles-capitalistas y tuvo el rol de legitimar el naciente sistema capitalista por su papel central en aquéllas, sus presuntos beneficios sociales y su pretensión científica de una imagen realista de la naturaleza humana. El interés propio no puede considerarse contundentemente como la pasión universalmente determinante de la acción humana, puede incluso anticiparse que toda o casi toda motivación de la acción son conformaciones históricas e institucionales de las sociedades en una época determinada. La sociedad feudal precapitalista, por ejemplo, se regía por un código moral de naturaleza feudal y aristocrática, como tal no entendía el interés propio como la finalidad moral del ser humano sino, según Hirschman, la búsqueda de gloria y honor, propia de los ideales caballerescos del estamento señorial. Frente a la gloria y el honor, el “deseo de riquezas” resultaba más bien un vicio pecaminoso que había que moderar o bien marginar socialmente (Hirschman, 1978, pp. 17-18).33 Será hasta la llegada del Renacimiento que se comenzaría la búsqueda de un nuevo ethos relativo a la motivación, mientras que las virtudes caballerescas caían en descrédito a lo largo del siglo XVI.

4. Naturalismo y cosificación

Karl Polanyi, al cuestionar la autonomía alcanzada por el mercado como esfera independiente de la sociedad, también desmiente otro tanto la presunta naturaleza determinante del deseo de obtener ganancias a partir de la noción de arraigo. El arraigo hace referencia a la dependencia del sistema económico de producción y distribución respecto de las costumbres e instituciones sociales (Polanyi, 2012). En las economías precapitalistas de sociedades tradicionales, la institución de mercado es una institución entre otras y no la más importante, de modo que las relaciones mercantiles y la motivación de ganancia se hallan subordinadas (“arraigadas”) a otras directrices institucionales y motivacionales. En cambio, la economía capitalista es una economía “desarraigada”, en el sentido de que la institución de mercado no es una institución entre otras, sino la institución principal bajo la cual se subordinan todas las demás instituciones sociales y motivaciones individuales. La sociedad en su conjunto, sus instituciones políticas, jurídicas, morales y culturales quedan reducidas a un “adjunto del mercado” (Polanyi, 2012, p. 106), a un “accesorio del sistema económico” (Polanyi, 2012, p. 126). El predominio del interés propio como motivación principal de la acción en las sociedades capitalistas contemporáneas pasa a explicarse entonces como un efecto histórico del desarraigo, del puesto incondicional que ha pasado a ocupar la institución del mercado respecto de las demás instituciones sociales. En las sociedades precapitalistas y tradicionales:

[…] la economía humana está sumergida [arraigada] por regla general a las relaciones sociales de los hombres. El hombre no actúa para salvaguardar sus intereses individuales en la posesión de bienes materiales, sino para salvaguardar su posición social, sus “activos sociales”. El hombre valúa los bienes materiales sólo en la medida en que sirven a este fin. Ni el proceso de producción ni de distribución se conectan a los intereses económicos específicos ligados a la posesión de bienes; sino que cada paso de este proceso se conecta con varios intereses sociales que eventualmente aseguran el siguiente paso. Estos intereses serán muy diferentes en una pequeña comunidad de cazadores o pescadores en relación con los existentes en una vasta sociedad despótica, pero en ambos casos se administrará el sistema económico por motivaciones no económicas (Polanyi, 2012, p. 94).

Para ilustrar la economía arraigada en los usos, costumbres e instituciones de una sociedad tradicional, Polanyi analiza extensamente los intercambios comerciales de las comunidades tribales de la Melanesia Occidental.34 En estas comunidades, la actividad económica se destaca por no regirse según los principios de una economía de mercado y motivación individualista (la búsqueda de ganancia, el trabajo por remuneración, la minimización de costos y esfuerzos, el regateo, entre otros), sino que los principios que la rigen son la reciprocidad, la redistribución y el autosustento. La reciprocidad opera bajo los vínculos de familia y parentesco. La redistribución se determina territorialmente bajo el auspicio de un jefe común. El autosustento es un principio que se toma de Aristóteles35 y consiste en que la producción se orienta a la producción de bienes para consumo del grupo al que se pertenece (la familia, la aldea, el feudo y otros, de ahí oikos, hogar) (Polanyi, 2012, pp. 101 ss)36 y no tanto para su intercambio o ganancia mercantil (Polanyi, 2012, p. 102).37 En las tribus de Melanesia Occidental, por ejemplo, el varón que provee a su hermana (y con ella a su esposo e hijos) gana reputación y prestigio, lo que lo hace merecedor de la misma observación para él a través de su propia esposa y las provisiones hechas por su respectivo hermano carnal (Polanyi, 2012, p. 96).

La categoría de arraigo evoca también la idea de “lugar natural” propia de la física aristotélica.38 En la medida en que la organización económica se subordina a las instituciones socioculturales y al autosustento de sus miembros, se puede decir desde la perspectiva de Polanyi que la sociedad está asentada en su “lugar natural”. En cambio, cuando la economía de mercado crece y hegemoniza todas las relaciones económicas con la compraventa de mano de obra y de recursos naturales y se someten las instituciones socioculturales y el autosustento a la ganancia, entonces el aparato económico ejerce una fuerza disgregadora y centrífuga, una “violencia” (en el sentido de la física aristotélica) que arranca a la sociedad de su lugar natural, desquiciando los orgánicos vínculos sociales. Como respuesta, la sociedad “se protege” y tiende a volver a su lugar natural; una de las posibilidades de retornar a su posición original es el fascismo (Polanyi, 1978, Cap. XX, pp. 297 ss). La dinámica que se desata es análoga a la de un resorte que se estira excesivamente y que se contrae violentamente con el riesgo de quedar deformado. En resumidas cuentas, para Polanyi, la economía de mercado capitalista es contra natura. Polanyi parece partir de la noción de un orden natural, del lugar objetivamente subordinado que debe ocupar la institución del mercado dentro del orden entero de lo social, lo que por otro lado, abre la pregunta crítica por los fundamentos ahistóricos y especulativos de sus análisis.

El planteamiento de Polanyi no se corresponde en todo caso al otro naturalismo –aludido arriba a propósito del interés propio y predominante actualmente– de la retórica de legitimación del capitalismo, representado hoy en día por el neoliberalismo (Samour, 1998) y más orientado a la expurgación de elementos metafísicos y especulativos. La imposición de este naturalismo en el pensamiento económico a lo largo del siglo XIX alejará las nuevas tendencias ideológicas de las formas clásicas del liberalismo político, aún imbuidas en las tradicionales concepciones del derecho natural –aún metafísicas– (Horkheimer, 2010, p. 63) que todavía brindaban un pálpito humanista, moral e incluso teológico, como lo atestiguaban los planteamientos de John Locke y Adam Smith. Este nuevo naturalismo –más cercano a Malthus y a Darwin– se define principalmente por dos características: primero, porque encuentra en la economía capitalista una autorregulación espontánea que no necesita de mayor dirección; y segundo, porque esta autorregulación es el resultado de cierta evolución exenta de fin o sentido moral transcendente.

La idea de autorregulación quiere decir que el propio sistema de mercado se regula y sostiene por sus propios mecanismos inmanentes, consiguiendo por sí mismo su propio balance. Esta idea es importante porque se vincula con otros dos problemas estrechamente vinculados: el primero, el de la desigualdad resultante de la acumulación de propiedad entre propietarios y trabajadores asalariados que propicia la subversión por parte de movimientos populares antisistémicos; el segundo, el de que el riesgo de insurrección parece exigir el recurso ad hoc de la coerción política del soberano y de su intervención.39 Un mecanismo inmanente al orden económico que lleva a cabo la autorregulación resuelve –o mejor dicho pospone– ambos problemas. Este mecanismo es el hambre:

El hambre domará a los animales más feroces, les enseñará decencia y civilidad, obediencia y sujeción, al más perverso. En general, es sólo el hambre lo que puede aguijonearlos y mover a los pobres a trabajar […]. El hambre no es sólo pacífica, silenciosa, una presión constante, sino que, como la motivación más natural para la industria y el trabajo, induce los esfuerzos más poderosos […] (Townsend citado por Polanyi, 2012, Cap. X, p. 167).40

El hambre es la expresión de un nuevo tipo de ley natural, que regula y perpetúa el sistema económico de mercado. El hambre garantiza la organización del trabajo como trabajo asalariado. El hambre también haría relativamente innecesaria la compulsión coercitiva o autoritaria del trabajo por medio de un sistema social de estamentos jerárquicos o de un sistema jurídico, tal como habría sido el caso del esclavismo, del sistema feudal o de un absolutismo estatal.41 Finalmente, el hambre hace innecesaria la coerción política adicional que pasará a ser percibida como arbitraria en los mecanismos de distribución natural del mercado, justamente como las reacciones neoliberales a sistemas políticos “autoritarios”.

Cabe preguntarse hasta qué punto este planteamiento naturalista del hambre es coherente con el hombre económico, entendido como un individuo posesivo que delibera sobre los medios más rentables para obtener ganancias o, al menos, satisfacer su autosubsistencia. La compulsión al trabajo que el hambre implica desmiente la idea de un individuo autodeterminado, libre y racional, pues, el trabajo se realiza no como algo libremente querido por un fuero interno, autónomo e individual, sino más bien como fruto de una coerción o una violencia objetiva y natural del hambre. También desmiente que las condiciones de la compra-venta de fuerza de trabajo sean equitativas en virtud de un contrato mercantil (Marx, 2001). El individuo, al fin y al cabo, no escoge las circunstancias en las que vende su fuerza de trabajo, porque éstas están dadas objetivamente. El naturalismo insiste en que estas condiciones son naturales y, a la larga, beneficiosas para el orden social del mercado. Por su parte, Polanyi destaca que mientras en la sociedad capitalista moderna los desposeídos enfrentan la amenaza del hambre individualmente sin ningún tipo de solidaridad institucional-cultural, en las sociedades arraigadas no es el individuo el que se enfrenta a solas con su amenaza, sino la comunidad como tal, lo que las hacía “más humanas”.42

El segundo carácter de este naturalismo consiste en su evolucionismo, en el que si bien hay una autorregulación natural en la economía, este balance está exento de propósito moral o de parámetros orientadores como los de Polanyi (2012, pp. 168 ss) y la razón objetiva de Horkheimer. La desigualdad no resulta amoral porque se transgreda unos valores objetivos, sino porque surge de un proceso o evolución natural ajena a todo criterio, intención, sentido o propósito moral. Esta característica es de inspiración más claramente darwiniana,43 y está ilustrada con toda su crudeza en un pensador aún muy influyente en las élites actuales como Hayek.44 Su individualismo metodológico, ostensivamente antiespeculativo y antimetafísico, es coherente con una perspectiva darwiniano-naturalista del surgimiento, desarrollo y mantenimiento de las instituciones, costumbres y normas morales de una sociedad, a modo de una “selección cultural” análoga a la selección natural; estas instituciones, costumbres y normas –entre ellas el mercado– surgieron y se mantienen porque son el modo más óptimo de organización y sustento de un determinado grupo social respecto a otras instituciones, costumbres y normas alternativas (Catalán, 2009, p. 744 y 781 ss). Si el mercado como tal ha triunfado actualmente, no ha sido por su imposición política a escala global –como manifiestan Polanyi (2012) o Wallerstein (2016)– o su concordancia con unos valores morales transcendentes, sino porque es el modo óptimamente eficiente por el cual una sociedad puede desarrollarse y que le habría permitido sobrevivir entre otros modos de organización social. Las instituciones no surgen intencionalmente como un proyecto consciente (como en los actos individuales) sino espontáneamente (Catalán, 2009, p. 740). Si cabe hablar de hombre económico45 desde esta perspectiva, su “propensión natural” de obtener ganancias no debe entenderse como determinada por una necesidad esencial del ser humano, sino como resultado evolutivo, porque es una pauta de comportamiento exitosa en términos de selección cultural y competitividad. La motivación de la ganancia –el interés propio, pero también la racionalidad costo-beneficio y el individualismo posesivo– no debe entenderse, por tanto, como un atributo abstracto y universal de todo agente en cuanto tal, sino como la mejor “adaptación al entorno” de la especie humana (Catalán, 2009, p. 752 ss). Pero, como bien observa José Ramón Catalán, con ello a su vez el orden social y económico en su conjunto tampoco puede hacerse objeto del nómos, de un proyecto político de reordenamiento o de reforma que trastoque o transgreda el sistema (Catalán, 2009, p. 755).

[…] la civilización no es resultado de los designios humanos […]. La idea de que el hombre esté dotado de una mente capaz de concebir y crear civilización, es fundamentalmente falsa. […] Todas nuestras costumbres, conocimientos prácticos, actitudes emocionales, instrumentos e instituciones son adaptaciones a experiencias pasadas que se han desarrollado por eliminación selectiva de las conductas menos convenientes y que constituyen con mucho la base del éxito en la acción […] (Hayek, Los fundamentos de la libertad, pp. 41 y 44, citado en Catalán, 2009, p. 781).46

El orden social no es […] sino fruto de un proceso denominado inicialmente “desarrollo” y luego “evolución”, en virtud del cual ciertos comportamientos […] surgidos de modo accidental, prevalecieron porque aseguraron la primacía sobre los restantes grupos […] (Hayek, Derecho, legislación y libertad, p. 31, citado en Catalán, 2009, p. 782 ss).47

Nuevamente, las contradicciones inmanentes del sistema capitalista de producción se manifiestan en la estructura argumentativa de Hayek como categorías cosificadas. Ésta se desarrolla a partir de la oposición de dos grupos categoriales que no pueden considerarse axiomáticos o transcendentales: acción (intención, voluntad, proyección, libertad negativa, persuasión, responsabilidad y conocimiento limitado) y naturaleza (ciego, espontáneo, necesidad, no-significativo, mercado, adaptación e intuición). Hayek no niega el ámbito de la acción ni que éste sea libre o racional, lo que niega es que este ámbito transcienda la esfera de lo privado e individual hacia lo social. El orden social y económico, externo al individuo, se presenta como el reino de la necesidad opuesto al reino de los fines de la acción individual. Toda acción individual, sin embargo, al fin y al cabo acaba subsumida como el caso de una ley natural que no es controlable. Debe observarse que a lo largo del tiempo del que surgen las instituciones es pensado por Hayek como el propio tiempo del reino de la naturaleza. La noción de ley natural implica el tiempo cíclico de la naturaleza con sus ciclos catastróficos de expansión y contracción económicos. Lo que se entiende mejor como “eterno retorno”, el tiempo propio de la mentalidad mítica:

Pero cuanto más desaparece la ilusión mágica tanto más inexorablemente retiene al hombre la repetición, bajo el título de legalidad, en aquel ciclo mediante cuya objetivación en la ley natural él se cree seguro como sujeto libre. El principio de la inmanencia, que declara todo acontecer como repetición, y que la Ilustración sostiene frente a la imaginación mítica, es el principio del mito mismo. La árida sabiduría para la cual nada hay nuevo bajo el sol […] no hace sino reproducir la sabiduría fantástica que ella rechaza, la sanción del destino que reconstruye sin cesar una y otra vez mediante la venganza lo que ya fue desde siempre. Lo que podría ser distinto es igualado (Horkheimer y Adorno, 2009, p. 67).48

5. Razón instrumental y razón crítica

Según Lukács, las mismas condiciones que determinan la adaptación del sujeto al orden social capitalista son las mismas que determinan también la generación de la consciencia moral, entendida como una oposición abstracta al sistema social: una nueva contradicción entre deber subjetivo y ser objetivo, entre libertad y necesidad (Lukács, 1969, pp. 39-41). Entonces Lukács observaba críticamente la “oposición ética” al capitalismo de Otto Bauer, quien explicaba las amenazas del capitalismo (guerra por las colonias, pauperización, entre otras) no por mecanismos inmanentes a su desarrollo sino por factores extrínsecos y concluía en la posibilidad de desarrollar sus “lados buenos” sin una praxis revolucionaria de la sociedad (Lukács, 1969, pp. 39-41):

La posibilidad de actuar en un mundo así [cosificado], se ofrece sólo por dos vías: [Una es la vía de] la técnica [que puede entenderse como una forma de adaptación]. La otra es una acción orientada hacia la interioridad como intento de realizar la transformación del mundo en el único punto que de éste queda, o sea, el individuo mismo [la ética]. Pero como la mecanización del mundo también necesariamente mecaniza al sujeto del mundo, esta ética no pasa tampoco de ser abstracta, meramente normativa incluso respecto de la totalidad del individuo aislado del mundo, y no llega a ser realmente activa, productora de objetividad. Queda en el mero deber ser: tiene carácter de mero postulado (Lukács, 1969, p. 42)49.

Pero el planteamiento de Hayek –a partir de sus fundamentos naturalistas– ni siquiera admite dicha oposición (sea como proyecto reformista orientado a la redistribución o al bienestar social o como proyecto revolucionario más radical) (Catalán, 2009, p. 795 ss). Para Hayek, todo juicio moral que se elabora en la esfera subjetiva no puede transgredir sus límites ni extrapolarse al orden social. Las evaluaciones morales sobre lo justo e injusto sólo pueden referirse con propiedad a los fenómenos de la vida individual, pero el mercado es impersonal y sus resultados son espontáneos y obedecen al orden de la naturaleza. “Es como aludir a la moralidad de una piedra” (Hayek, Derecho, legislación y libertad, p. 145, citado en Catalán, 2009, p. 805). Dado que las normas y la institución mercantil son como una “piedra”, productos cosificados de la naturaleza, no son susceptibles de revisión crítica ni pública. Hayek garantiza la inmunidad de la norma inmanente al orden económico del mercado (P. E, la propiedad, el compromiso contractual, entre otros) frente al nómos, el consenso deliberado de los ciudadanos, tal como en Locke el contrato social y la fundación del Estado tampoco altera el “estado natural” de desigualdad económica.50

El alcance de cualquier tipo de proyecto político de izquierda –sea moderada o revolucionaria– que intervenga en los mecanismos del mercado no se basaría más que en la mera opinión subjetiva que no puede aspirar a la verdad científica que proporciona el naturalismo de Hayek. Al ser precientíficos, pertenecen al ámbito de la superstición pseudorreligiosa, la fantasía metafísica, la utopía fanática, el dogmatismo político, la arbitrariedad de la fuerza, la doxa irracional y el oscurantismo.51 El hombre económico enfrenta el mundo que le rodea como una cosa en sí incognoscible52 frente al cual sólo cabe “adaptarse” (Horkheimer, 2010, p. 45):

El hombre se adapta a la realidad que le rodea sometiéndose a normas que no sólo no ha elaborado, sino que incluso ni siquiera específicamente conoce, aunque no por ello deje de ser capaz de conformarse a ellas su actividad. Dicho de otro modo, nuestra adaptación al medio no consiste sólo, ni siquiera fundamentalmente, en el conocimiento de las relaciones causa-efecto, sino en la subordinación de nuestro comportamiento a normas adecuadas a la clase de mundo en el que vivimos, a realidades de las que quizá no seamos conscientes y que sin embargo son susceptibles de determinar el éxito o fracaso de nuestro hacer (Hayek, Derecho, legislación y libertad, p. 36, citado en Catalán, 2009, pp. 783-784).

¿Qué ha determinado el recorte drástico a la potencia crítica de la razón? La reducción de la razón a cosa e instrumento de adaptación propia del éthos dominante del hombre económico. Lukács identifica esta reducción como “actitud contemplativa” y pasa a explicarla como resultado del proceso de cosificación tanto del mundo social como de la propia razón. La burguesía en ascenso legitimó el nuevo orden y la armonía social con el recurso del contrato social (Horkheimer, 2010, p. 57 ss), la dignidad de la naturaleza humana (p. 62 ss) y la idea de nación. La consolidación de una economía de producción industrializada y la consiguiente formalización de la razón hacen que dichos principios de legitimación –nación, democracia e individuo– entren cada vez más en una contradicción irresuelta. Según Horkheimer, el efecto es que el orden político-social pasa a sostenerse sólo por medio de la violencia y del terror. La impotencia crítica de la razón instrumental se manifiesta entonces en la incapacidad de enfrentar el relativismo de formas de vida inconmensurables entre sí, la competencia de ideologías irracionales y reaccionarias, la hegemonía de intereses de clase, la ley del más fuerte y, finalmente, el advenimiento del fascismo (Horkheimer, 2010, p. 57 ss).

Semejante tout de force en el ámbito intelectual va preparando el terreno para el dominio de la violencia en el ámbito político. […] Cuanto más pierde su fuerza el concepto de razón, tanto más fácilmente queda a merced de manejos ideológicos y de la difusión de las mentiras más descaradas. […] La reacción es el oscurantismo, que saca las ventajas máximas de esta evolución. […] La razón subjetiva se somete a todo. Se entrega tanto a los fines de los adversarios de los valores humanitarios tradicionales como a sus defensores. […] Una vez derribada la base de la democracia, la afirmación de que la dictadura es mala sólo tiene validez para quienes no la usufructúan, y no existe obstáculo teórico alguno capaz de convertir esa afirmación en su contrario (Horkheimer, 2010, pp. 32-40)53.

La impotencia política de la razón se acrecienta con el interés propio de acumulación de ganancia. En el siglo XVIII, para los fisiócratas el interés propio de los “hombres mercantiles” jugó el importante papel de engranaje en el mecanismo del “delicado reloj” del sistema económico mercantilista (Hirschman, 1978, p. 88 ss). Según Sir James Steuart, el sistema económico “se destruye de inmediato […] si se toca con otra cosa que no sea la mano más delicada” (Steuart citado en Hirschman, 1978, p. 93).54 En consecuencia, este mecanismo debía dejarse funcionar de manera autónoma según sus propias leyes, sin las distorsiones intrusivas tanto de las pasiones destructivas como de juicios infundados (Hirschman, 1978, p. 105) y de los gobernantes como de los súbditos. Si bien, la preocupación liberal-burguesa de la época enfatizaba “moderar” los arbitrios pasionales de los gobernantes –los grand coups d’autorité de Montesquieu (Hirschman, 1978, p. 83)se pronunciaba al mismo tiempo a favor del despotismo ilustrado del monarca que, en nombre de un conocimiento privilegiado y total de los mecanismos naturales de la economía, debía impedir las perturbaciones provenientes de parte del pueblo, tanto por las pretensiones de participación política ciudadana de la burguesía ascendiente como por la subversión de otros sujetos sociales menos favorecidos (Hirschman, 1978, p. 92 y 103 ss). El siglo XIX estará marcado por la lucha de los movimientos sociales femeninos, étnicos y de trabajadores por su inclusión como ciudadanos con pleno derecho en el Estado liberal, y éste contempló como parte de su afianzamiento hegemónico un reformismo orientado hacia el bienestar social (Wallerstein, 2016, p. 219 ss). Tal vez los fundamentos metafísicos y humanistas del viejo liberalismo permitían vislumbrar todavía hasta mediados del siglo XX la posibilidad de tal inclusión ciudadana y de la ampliación del Estado liberal, pero la nueva versión naturalizada no busca dicha inclusión ni ampliación, y parece sostener sustancialmente las mismas tesis del despotismo ilustrado, donde el individuo sólo puede tener agencia económica y libertades negativas, no libertades positivas ni ciudadanía: el orden económico no puede ser cambiado y el Estado no debe intervenir en la economía en nombre del bienestar social. En la escuela austríaca, la visión mecanicista de una economía que debía regirse por sus propias leyes pasó de nuevo a combinarse con el autoritarismo político a expensas de la dimensión pública del individuo:55

La economía de mercado no puede funcionar si no existe una institución policial que, mediante el recurso a la violencia o simplemente con la amenaza de emplearla contra los perturbadores del orden, logre salvaguardar la operación de tan delicado mecanismo (von Mises, La acción humana, p. 490, citado en Catalán, 2009, p. 780 ss).56

Una de las consecuencias del proceso de cosificación del hombre económico reside en la mutilación de su dimensión pública y ciudadana: cuando el agente económico deviene en idiotés en el sentido griego, un individuo cuyo único interés es particular, ajeno a la vida pública, y frente a la cual tampoco puede justificar su propia participación o transformación (Bauman, 2003). La orientación crítica de la razón hacia la vida pública se coarta de antemano en una función adaptativa y contemplativa de la vida mercantil y privada. La pregunta que puede plantearse es: ¿cómo puede la razón recuperar su función crítica respecto a la vida pública y sortear los condicionamientos que han hecho de ella un instrumento acrítico? En la actualidad, no es posible recuperar, como Horkheimer acertadamente señala, el paradigma metafísico de la razón objetiva ni tampoco el “punto de vista de la totalidad” (Lukács, 1969) por parte del proletariado como sujeto histórico privilegiado de conocimiento y de praxis revolucionaria. Esto quedará como problema propio de otra investigación.

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Notas

1. Según Persky (1995, p. 222), a quien seguiremos respecto a la etimología de este término, el cual en latín se acuñaría por primera vez en el Manual de economía política (1906) de Vilfredo Pareto.
2. J. S. Mill (1836), “On the Definition of Political Economy; and on the Method of Investigation Proper to It”. En Persky (1995, p. 223). Existe una traducción española del ensayo de Mill (1997): Ensayos sobre algunas cuestiones disputadas en economía política (pp. 155 ss). Madrid: Alianza Editorial.
3. En el contexto de la época, donde se usaba el término homo economicus de manera peyorativa, en la literatura neoclásica apareció otro término más neutral: Wirtschaftssubjekt, sujeto o agente económico (Schumpeter, 1982, p. 968, nota 2)
4. Por ejemplo, Hayek (Catalán, 2009, p. 798-800).
5. Más la facultad de los sentimientos y disposiciones afectivas.
6. Mardones se inspira en el proyecto de Max Weber de explicar genéticamente el “espíritu del capitalismo” desde una perspectiva histórico-cultural del desarrollo del mismo desde el siglo XVI (Weber, 2001).
7. Como ejemplo ver el Capítulo V de Locke (1999
8. Para una perspectiva histórico-crítica del dogma económico del mercado ver Naredo (2015, pp. 197-213).
9. Para una contextualización de la antropología del hombre económico en la ideología neoliberal, ver Samour (1998, pp. 603-617).
10. También la crítica de Marx a la justificación legalista del contrato de trabajo, en El capital (Marx, 2001, pp. 120 ss).
11. Cfr. El artículo de Catalán (2009).
12. Entendido como las generaciones marxistas que desarrollaron su trabajo desde inicios de los años 20 hasta finales de los años 60 en Europa occidental (Lukács, Gramsci, Adorno, Horkheimer, Althusser, Goldman, Coletti, entre otros) (Anderson, 1987, pp. 94 ss).
13. “Fetichismo de la mercancía”, en Marx (2001, pp. 36 ss). Para la época de redacción de Historia y consciencia de clase (publicada en 1922), los Manuscritos de filosofía y economía de Marx no habían sido publicados, de modo que Lukács no conoció para la época el planteamiento del joven Marx sobre el trabajo enajenado y la alienación.
14. “Rosa Luxemburgo como marxista”, (Lukács, 1969, pp. 29-31 y Bedeschi, 1974, pp. 32-35)
15. Horkheimer y Adorno (2009): “...el entero orden lógico está fundado en las correspondientes relaciones de la realidad social, en la división del trabajo” (p. 75).
16. “Reificación” y “cosificación” se entienden como sinónimos. Los corchetes son míos.
17. Los corchetes son míos.
18. Los corchetes son míos.
19. Horkheimer (2010): “El grado de racionalidad de la vida de una persona podía ser determinado a tenor de su armonía con la totalidad. La estructura objetiva de ésta, y no tan sólo el ser humano y sus fines [subjetivos y particulares preferencias], debía ser el patrón de medida de los pensamientos y acciones individuales. […] El énfasis era puesto más en los fines que en los medios” (p. 46). Los corchetes son míos.
20. Cfr. Supra. Así por ejemplo, el abandono de este modelo objetivo de racionalidad por parte del movimiento sofista, para Horkheimer, explicaría el giro retórico por el que la vida política se sometiera a los “intereses personales y de clase”, ante los cuales sucumbiría finalmente Sócrates (Cf. Horkheimer, 2010 pp. 50-51). La razón objetiva se arroga el derecho de establecer cuál es el criterio para juzgar el fin más racional frente a los intereses particulares en pugna. Cf. también el papel desideologizador que representa Sócrates en Ellacuría (2001) y en Apel (1985, v. 2 pp. 210). Otro ejemplo desde la perspectiva del proyecto de la metafísica tradicional lo proporciona Jean Grondin (2011, pp. 52-56).
21. Horkheimer (2010): “Para Sócrates incumbía a la razón, entendida como inteligencia capaz de un discernimiento universal, determinar las convicciones y regular las relaciones entre hombres y hombre y naturaleza” (p. 50).
22. La razón instrumental también está en función a la adaptación del individuo al medio mercantil en el que vive y compite, adaptación que a su vez está en función de la producción de mercancías, Cf. Infra.
23. Los corchetes son míos.
24. Horkheimer (2010, p. 74): “La conversión de todos los productos de la actividad humana en mercancías no se consuma, en cambio, hasta la irrupción de la sociedad industrial. Las funciones desempeñadas en otro tiempo por la razón objetiva, por la religión autoritaria o por la metafísica han pasado a manos de los mecanismos cosificantes del aparato económico anónimo. […] Las actividades que no son útiles o que no sirven, como en tiempos de guerra, para mantener en pie y asegurar las condiciones generales que exige el florecimiento de la industria, son estigmatizadas como carentes de sentido o superfluas, como un lujo. El trabajo productivo [o rentable], sea manual o intelectual, se ha vuelto honorable; de hecho, es el único modo aceptado de pasar la vida.” Los corchetes son míos.
25. Los corchetes son míos.
26. En esto puede resumirse la tesis central de Hirschman (1978, pp. 72-73) y que Mardones (1994) destaca muy bien a su vez.
27. Los corchetes son míos.
28. “No hay ningún fin racional en sí y, en consecuencia, carece de sentido discutir la preeminencia de un fin respecto de otro desde la perspectiva de la razón. A tenor del enfoque subjetivo, una discusión de este tipo sólo es posible cuando ambos fines están al servicio de otro de orden superior; esto es, cuando son medios, no fines” (Horkheimer, 2010, p. 47).
29. Planteada como un problema estético o afectivo, una idea similar será explicada críticamente por Adorno y Horkheimer en la línea del trabajo enajenado del joven Marx (2001). Manuscritos de economía y filosofía. Madrid: Alianza, (pp. 109 ss) y también a partir de Freud (1973). Malestar en la cultura. Madrid: Alianza, (pp. 39 ss) como “mutilación de la naturaleza interior”, en el sentido que la división social del trabajo implica primero el dominio introyectado (y represivo) de la producción de mercancías en la propia psique del individuo, y que éste tenga que empeñar su goce sensorial y espiritual respecto a su actividad productiva (Cf. el breve análisis sobre el mito de Odiseo y las sirenas de Horkheimer y Adorno (2009), en Dialéctica de la Ilustración, (pp. 85-87.) También Lukács (1969) desarrolla esta idea en su ensayo sobre cosificación: Historia y consciencia de clase (pp. 95 ss. Y 106 ss), así como Herbert Marcuse (1981) en El hombre unidimensional (pp. 62 ss). Para una perspectiva actual del problema, Cf. Eva Illouz (2007), Intimidades congeladas. Las emociones en el capitalismo. Buenos Aires, Argentina: Katz. Todas estas referencias dejan abierta la cuestión acerca de la cosificación de la tradicionalmente considerada tercera facultad humana a la par de la voluntad y la razón: la cosificación de las disposiciones afectivas.
30. Los corchetes son míos.
31. Un objetivo ilustrado ejemplarmente en Maquiavelo y un siglo más tarde en Hobbes. Cf. Hirschman (1978, p. 21). El énfasis realista no haría más que crecer a lo largo del siglo XVIII: “Así como el mundo físico está gobernado por las leyes del movimiento, el universo moral está gobernado por las leyes del interés”, (Helvetius, citado en Hirschman, 1978, p. 49).
32. Los corchetes son míos.
33. Considérese también el papel negativo que tenía la usura en la religión católica, Cf. Weber (2001).
34. Para ello Polanyi, se sirve de los estudios previos de Malinowski y Thurnwald. Cf. op. cit. pp. 95 ss.
35. Aristóteles, Política I, citado por Polanyi (2012, p. 103). Polanyi destaca de Aristóteles justamente su denuncia del “divorcio” y predominio de la ganancia mercantil sobre la “natural” economía productiva orientada al autosustento.
36. Este principio resulta fundamental porque revelaría que la categoría de arraigo no sólo se refiere a los patrones e instituciones culturales a los que está insertada la economía (como los principios de reciprocidad y redistribución mencionados arriba), sino al ser humano entendido como sujeto viviente con necesidades biológicas concretas, si bien determinadas también cultural e históricamente
37. El principio del autosustento, al revés que en la producción capitalista, parece priorizar el valor de uso sobre el valor de cambio, precisamente porque contrapone y prioriza el sustento de las necesidades específicas, biológicas e históricas del ser humano por encima de la obtención de beneficio individual o la acumulación de ganancia en el intercambio mercantil.
38. Aristóteles, Física, IV.
39. Cf. Wallerstein (2002, pp. 129 ss): dicha intervención estatal tomará una forma característica en el siglo XIX de reformas de carácter tecnócrata de parte del Estado como, por ejemplo, políticas relativamente preocupadas por el bienestar social. Aunque esto no excluyó también su forma abiertamente represiva, como en la Comuna de París. El problema del Estado frente al latente “desorden” social que genera la desigualdad económica resultante del capitalismo sería planteado desde más temprano, según Macpherson, en las teorías políticas de Hobbes y Locke, como respuestas alternativas al mismo problema. Desde otra perspectiva que destaca el papel de la religión como un contrapeso de la insurgencia latente, Cf. Israel, J. (2012). La Ilustración radical. La filosofía y la construcción de la Modernidad (pp. 334 ss).
40. Los corchetes son míos.
41. Sea por ley o por costumbre. Cf. Macpherson (2005, p. 57).
42. “El individuo de la sociedad primitiva no está en general amenazado por la inanición a menos que toda la comunidad afronte tal situación […]. Es la ausencia de la amenaza de la inanición individual lo que vuelve a la sociedad primitiva, en cierto sentido, más humana que la economía de mercado y al mismo tiempo, menos económica” (Polanyi, 2012, pp. 222-223).
43. No en el sentido del darwinismo social de Spencer. Para una exposición crítica de este nuevo “naturalismo” en la retórica neoliberal, Cf. Naredo (2015, pp. 701 ss): “El neoliberalismo que se observa acoge con entusiasmo las elaboraciones de la sociobiología para reafirmar la racionalidad propia del homo economicus y sus derivados. De esta manera, el egoísmo se erige en el rasgo neoclásico o el agente de John Stuart Mill. El empresario de Hayek sería más bien “voluntarista”, sus actos no se determinan por la información disponible, y si lo son, esta información debe ser “creada” por el sujeto hayekiano (Cf. Catalán, 2009, pp. 798-800). Sin embargo, la opción tomada en este trabajo de incluir al agente económico de Hayek como hombre económico reside en lo siguiente: dado que Hayek pretende dar a dichas relaciones económico-mercantiles un estatus natural y original (como una especie de humanidad económica), su argumentación se encuentra dentro de lo que podemos considerar la idea esencial presupuesta en la antropología del hombre económico y pasa a formar parte de la misma constelación ideológica. En términos de cosificación (Cf. infra), pues, ambos tipos de agente son entes sin autonomía que se adaptan a las circunstancias y experimentan y actúan en un mundo cuyas normas les son distintivo básico del comportamiento, impuestas. siendo el altruismo explicado como un caso especial de egoísmo que abarca desde los genes hasta los individuos, y la competencia aparece como el motor que hace evolucionar tanto a las especies como a los sistemas económicos”.
44. Para lo que sigue, Cf. Catalán (2009).
45. Cf. Catalán (2009, p. 748 y 799) no está de acuerdo, y con razón, de que el agente económico del que habla Hayek
46. Los corchetes son míos.
47. Los corchetes son míos.
48. Los corchetes son míos.
49. Los corchetes son míos.
50. A esto debe sumarse el naturalismo con el que Hayek concibe la mente humana como factum evolutivo (Catalán, 2009), se pues base denomine “hombre económico”, el empresario no actúa con en “decisiones racionales” (a la p. 785 ss), además de su concepción popperiana de la información como conocimiento limitado. Así, la razón no manera en que se puede etiquetar puede “volverse” hacia la norma dada. como “inteleccionista”), como el agente En los términos más tradicionales de la filosofía idealista alemana, la razón no puede reflexionar críticamente sobre los supuestos que la condicionan (Apel, 1999, pp. 11-28).
51. Con ello, parece recluir las posibilidades de la razón crítica al ámbito de la persuasión retórica y de la sofística, pero no sólo de la razón crítica, sino de toda deliberación política o moral en cuanto tal.
52. Sobre la incognoscibilidad del orden económico para el agente económico en Hayek, ver a Catalán (2009, p. 786). Hay que recordar que el empresario de Hayek no “decide racionalmente” contando con la información oportuna (dado que ésta es de antemano limitada), también debe confiar en su “instinto”. Sobre este aspecto de la teoría de Hayek como opuesta a las teorías de decisión racional neoclásicas, ver Catalán (2009, pp. 783, 794 y 798 ss). Véase también supra nota 45.
53. Los corchetes son míos.
54. Los corchetes son míos. Ver también Hirschman (1978, p. 99). Steuart fue un ilustrado escocés del S. XVIII, que fue influenciado por Montesquieu y los fisiócratas.
55. Ver especialmente el trabajo de Catalán (2009, pp. 770 ss y 776).
56. Obsérvese que tanto Mises como Steuart utilizan la misma expresión de un “delicado mecanismo” (las cursivas son mías). Catalán cita a continuación una valoración de Juan Ramón Capella que vale la pena transcribir aquí: “Las decisiones particulares y públicas están subordinadas, en el sistema capitalista, a esta lógica elemental de su estructura. No pueden autonomizarse de ella dentro del sistema. Por esto las personas quedan subordinadas al mantenimiento de esa estructura (cuando no son sacrificadas directamente a la reproducción de capitales particulares), y la autonomía del poder político se reduce drásticamente o se ensancha según las pulsiones estructurales. Ello constituye el límite último del proceso democratizador del capitalismo. No es posible gobernar democráticamente los procesos sociales en la medida en que pueden entrar en contradicción con la lógica de valorización del capital. La sociedad capitalista genera un proceso de democratización que no puede consumarse. El impulso del proceso de democratización queda frenado para establecer la prioridad del componente social autoritario acorde con las pulsiones económicas” (Capella, Los ciudadanos siervos, pp. 90-91, citado en Catalán, 2009).

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