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Presentación Dossier: El humanismo desde América Latina
Presentation Dossier: Humanism from Latin America
Realidad, Revista de Ciencias Sociales y Humanidades, núm. 152, pp. 5-17, 2018
Universidad Centroamericana José Simeón Cañas

Dossier Temático

Realidad, Revista de Ciencias Sociales y Humanidades
Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, El Salvador
ISSN: 1991-3516
ISSN-e: 2520-0526
Periodicidad: Semestral
núm. 152, 2018


Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial 4.0 Internacional.

El Dossier del presente número de la revista está dedicado a la temática general de las “Jornadas Ignacio Ellacuría” que se realizaron en noviembre del año 2017, las cuales se centraron en torno a la temática del humanismo desde América Latina. El trasfondo de la problemática del tema general se centró en buscar respuestas a las siguientes preguntas: ¿Cómo pensar otros humanismos, distinto al humanismo occidental, desde una realidad, como la latinoamericana, caracterizada por su situación colonial, subordinada, expresada en la desigualdad, la exclusión y el empobrecimiento de la mayoría de su población? ¿Cómo pensar nuevos humanismos que superen el paradigma liberal del individuo que promueve el adiestramiento de la subjetividad con el fin de conseguir su inserción cooperante y pasiva en las estructuras sociales? ¿Cómo repensar un modelo humanista para el siglo XXI desde América Latina, que posibilite la construcción de una subjetividad autónoma, de un sujeto social emancipador, y la construcción de nuevas identidades? ¿Cómo pensar en la creación de nuevos sujetos sociales que propicien la construcción de identidades diferenciadas del individuo liberal?

En la actualidad, hay un debate sobre el humanismo. Este debate arranca en torno a aquellos que defienden la idea de humanismo como una esencia de valores universales y universalizables, a partir de los cuales deberíamos entender y construir el verdadero ser humano. Este humanismo, muy ligado a la concepción del ser humano construido en Occidente, desde la época del Renacimiento, todavía opera en nuestros días, dentro de la hegemonía del neoliberalismo, y ha servido y sirve para justificar la situación de dominio de los países ricos occidentales en el actual orden global.

En su crítica a la civilización del capital, Ignacio Ellacuría señalaba que uno de los aspectos más criticables del capitalismo, la oferta de humanización y de libertad que hacen los países ricos a los países pobres: modos abusivos, superficiales y alienantes de buscar la propia seguridad y felicidad por la vía de la acumulación privada, del consumismo y del entretenimiento, sometimiento a las leyes del mercado consumista, que es promovido mediáticamente en todo tipo de actividades con un predominio de la insolidaridad en las relaciones entre los individuos, las familias y los Estados.

En esta línea, Raúl Fornet Betancourt destaca la “inversión antropológica” que está generando la globalización neoliberal y que se manifiesta en un cambio profundo de las condiciones de subjetivación de los seres humanos, la cual se traduce en la producción de un tipo de ser humano que se hace sujeto desde la conciencia de ser un propietario y/o consumidor individual y atomizado, y desde la percepción de que las relaciones “sociales” con los otros son fundamentalmente relaciones mercantiles, configurando así individuos funcionales a las exigencias de las instituciones del sistema y bloqueando en el ámbito cultural la construcción de una globalización alternativa realmente humana.

En consecuencia, como lo ha señalado Franz Hinkelammert, la estrategia actual de la globalización ha desmoronado las relaciones humanas hasta un punto tal que está afectando la propia posibilidad de la convivencia. En la medida que hay una mayor exclusión de amplios sectores de la población humana, se hace inevitable la generalización e internalización del comportamiento inhumano de los incluidos respecto de los marginados. Esta crisis general de la convivencia humana representa una amenaza para la supervivencia de la humanidad y el futuro del planeta, y nos convoca a asumir una responsabilidad individual y colectiva por el globo basada en la afirmación de la vida del otro.

En este contexto, se hace necesario repensar y realizar una crítica radical al tipo de humanismo que se consolidó a lo largo de la modernidad, y que hoy está en crisis. El curso histórico que se inició hace cinco siglos con los modernos imperios coloniales, que llevó a la expansión de Europa en el mundo, y el del pensamiento, marcado por el individualismo racional (Descartes y Leibniz), la autonomía del sujeto competitivo (Kant y Hegel) y la consolidación del Estado nacional como modelo (Hobbes, Locke y Rousseau) ha llegado a su fin. Asistimos a una nueva época en la que está en crisis la identidad moderna.

Las corrientes de pensamiento actuales, tanto europeas como latinoamericanas, han ido progresivamente erosionando el carácter separado del individuo, las raíces racionales de la identidad humana y la autonomía absoluta del yo como punto de partida para la construcción social de la realidad.

En el siglo XIX se empezó a configurar un nuevo contexto cultural en el que el romanticismo, el vitalismo, el existencialismo y el historicismo jugaron un papel fundamental. Así se empezó a romper con el reduccionismo racionalista del ser humano de impugnar el colectivismo totalitario y de cuestionar también la autosuficiencia del yo, su autonomía descontextualizada y ahistórica, y el etnocentrismo de la cultura occidental.

En la medida en que se destaca el carácter social de la personalidad humana, de su contextualidad, historicidad y corporeidad se posibilita la progresiva transición del sujeto individual moderno a la persona, que sólo adquiere autonomía en el seno de la interdependencia de las relaciones interpersonales. Feuerbach fue uno de los primeros que rompió con el yo pensante y con la concepción racionalista de la tradición anterior, al proponer la vuelta al ser humano concreto, al cuerpo y a la sexualidad como alternativa al logicismo antropológico. La relación de un yo con un , que abarca los elementos afectivos y sensoriales, es lo determinante del ser humano, cuya esencia genérica es el sentimiento y no la racionalidad. De ahí la importancia de la inteligencia emocional, de la inteligencia sentiente, y de los afectos y emociones para el mismo ejercicio de la razón. Con estos aportes se pusieron las bases de la superación del cogito cartesianokantiano como punto de partida para la comprensión del ser humano. Desde el momento en que se apela a la corporeidad y, con ella, a la dimensión sexual, social y política del ser humano, se abre el espacio de la subjetividad y se integra en un ámbito social e histórico.

El pensamiento del siglo XX estuvo marcado por el creciente cuestionamiento del cogito y de sus construcciones, así como al rechazo a la autarquía y solipsismo del yo. La conciencia humana es intencional, está siempre referida al mundo y a las cosas (Husserl), y el ser humano es ser-en-el-mundo (Heidegger), es decir, está configurado por el conjunto de relaciones que se establece en el mundo de la vida con el que se vincula. Heidegger puso las bases de la finitud e historicidad del yo y cuestionó el carácter inauténtico de la civilización científico-técnica, pero cayó en un antihumanismo metafísico (el de la mística del ser) que invalidaba la ética y la autonomía del ser humano.

Pero a partir de ahí, se comprende la revalorización de la tradición y del contexto cultural (Gadamer), que no es incompatible con la crítica ideológica y la toma de distancia respecto a los prejuicios culturales (Habermas). Estamos y nos constituimos en una cultura, en un mundo de la vida que nunca es plenamente transparente a la reflexión, desde el cual se forma nuestro horizonte de sentido. Hay una identidad prerreflexiva en los sujetos humanos que limita el poder de la consciencia como la absolutez del yo. El horizonte de sentido en el que nacemos y vivimos determina la identidad humana y nunca es plenamente concientizable ni superable. De ahí la importancia de la memoria cultural y la necesidad de enraizamiento en la sociedad para vivir y realizar nuestro proceso de individualización y de autonomía, en definitiva, nuestra humanización y personalización.

Desde la perspectiva deconstruccionista contemporánea, el humanismo moderno y cualquier humanismo y concepción del ser humano se reducen a verdades construidas que, en cuanto supuestas verdades, envuelven formas de autoritarismo porque pretenden imponer una determinada visión del ser humano o de humanismo sobre la pluralidad de culturas. El humanismo, como todos los calificativos abstractos, sería enemigo de la diferencia, anularía la diversidad con tendencia a eliminar el pluralismo.

Se trata de una crítica pertinente a las visiones humanistas que pretenden imponer una esencia definitiva del ser humano, como lo pretende la visión neoliberal. Sin embargo, esta crítica al humanismo no se resuelve con la negación de todos los humanismos ni con la defensa de la “muerte del sujeto”, como si éste fuese un simple resultado de una mera construcción cultural y no una realidad física, la realidad personal, como sostiene Ellacuría, siguiendo a Zubiri.

Cualquier desconstrucción de los humanismos esencialistas tiene que aceptar la paradoja de que, más allá y previamente a cualquier discurso humanista, somos realidades personales y nos encontramos y nos reconocemos como semejantes con otras personas que incluso son distantes y distintas en el espacio y el tiempo. ¿Cuál es la base que tenemos para afirmar que un ser del paleolítico inferior es tan humano como alguien del siglo XXI? ¿Con base en qué argumentos es posible creer que un indio, un africano, un bárbaro o simplemente un negro es tan persona como un colonizador español, un ciudadano de la polis griega o romana, o un blanco anglosajón? Si no somos capaces de reconocer en el otro, que es diferente, algo que le hace mi próximo, no tendremos más remedio que legitimar los modelos políticos (antihumanistas) de exclusión social, racial o económica: el fascismo, el colonialismo, la esclavitud, la sociedad de castas, entre otros.

La distancia temporal, la diferencia cultural o la diversidad étnica ponen en evidencia la historicidad de las subjetividades, su singularidad, y nos alertan para superar cualquier concepción uniformizadora del ser humano, pero al mismo tiempo, la singularidad y cada subjetividad se auto-reconoce a través de un complejo abanico de identidades colectivas que desembocan en la imagen de humanidad. La subjetividad es irrepetible, pero ella se encuentra abierta a los otros, a un dia-logos y dia-pathos interpersonal a través del cual supera las barreras culturales, sociales o étnicas para reconocerse en el otro, con el cual puede entrar en comunión siendo diferentes y manteniendo su singularidad irreductible a cualquier sistema uniformizante. ¿Cómo explicar esto sin caer en la pretensión universalista de homogeneizar a todos los humanos bajo un mismo título de categorías y principios, y sin caer en las arenas movedizas del subjetivismo, del individualismo o del relativismo?

La filosofía intercultural de Fornet Betancourt da las claves para responder a estas interrogantes al proponer la necesidad de elaborar prioritariamente una teoría del ser humano, una antropología alternativa, que responda y neutralice el cambio antropológico que está propiciando el “espíritu” de la globalización neoliberal, como principio generador de una determinada forma de ser y de vivir basada en el primado de lo económico-rentable, en la centralidad del mercado y en la necesidad de competencia entre individuos. La prioridad de elaborar esta antropología radica en la transmutación que dicho “espíritu” está llevando a cabo de “la sustancia misma de lo humano” y del horizonte referencial para saber qué es lo que realmente debemos ser y cómo deberíamos convivir en nuestro mundo.

Se trata de construir una antropología contextual, de carácter intercultural, que asuma y articule la diversidad de formas de comprensión cultural de lo humano, a partir de una comunicación entre los procesos culturales contextuales del mundo entero, pero dándole especial cabida en este diálogo a las tradiciones críticas y liberadoras de las culturas subordinadas y silenciadas en el actual contexto de la globalización.

A diferencia de la filosofía de la liberación, la filosofía intercultural pretende, en este esfuerzo, transformar la tradición actual del filosofar contextual latinoamericano mediante la reubicación de dicho filosofar en las múltiples matrices culturales y liberarlo de su ubicación parcial en América Latina, con el fin de que pueda contextualizarse en todos los contextos culturales de la misma. El ejercicio del filosofar intercultural pretendería, en este sentido, hacer filosofía desde la diversidad, y no sólo ser filosofía sobre la diversidad cultural.

Fornet-Betancourt ve necesaria esta transformación o reorientación intercultural de la filosofía debido a la hegemonía de la monoculturalidad en América Latina que se expresa en todos los niveles y que se traduce en la exclusión y marginalización no sólo de otras ideas o cosmovisiones, sino también de la marginación de otros contextos o mundos posibles en nuestro continente. En este marco, la filosofía intercultural se entiende como un marco teórico para el desarrollo de una filosofía política que responda al desafío uniformizante de la globalización neoliberal. Últimamente, lo que pretende es contribuir al logro de una verdadera convivencia humana, de una “humanidad conviviente”, mediante la tarea de crear a escala planetaria una cultura de la convivencia solidaria que supere las asimetrías y desigualdades en todos los ámbitos de las relaciones humanas, tanto en el plano de las personas como en el campo internacional, y que sea así la cultura de la humanidad equilibrada económica y políticamente, pero también afectiva, cultural y epistémicamente.

Los principales artículos de este número se enmarcan en la problemática planteada en torno al humanismo. El artículo de Carlos Beorlegui, “El futuro de la evolución y la especie humana ¿hacia una época post/trans-humanista?”, reflexiona sobre el impacto y las consecuencias nocivas que los avances tecnológicos –especialmente en el área de la biotecnología y la antropotecnia– están produciendo en el entorno ecológico y en la propia realidad humana en la actualidad.

La extraordinaria capacidad de las biotecnologías y las antropotecnias están provocando que ciertos autores hablen de la cercanía de una época en que se llegará a superar lo humano, para adentrarnos en una época post/trans-humana. Se trata de propuestas utópicas sobre una supuesta época futura, que varían desde el ámbito terapéutico al plano eugenésico. Si bien, las propuestas terapéuticas son más fáciles de aceptar y alcanzar sobre ellas consensos éticos racionales, no es tan fácil alcanzar esos consensos en relación a ciertas propuestas utópicas, como la búsqueda de la inmortalidad, los intentos de practicar la clonación con humanos y, sobre todo, la intervención en la estructura germinal humana.

En todos estos planteamientos, nos encontramos ante la necesidad de interrogarnos por el ser o la naturaleza humana, y asumir que la decisión más razonable es situarnos en una postura intermedia entre una idea rígida y cerrada de naturaleza y la que defiende una condición humana totalmente abierta y plástica. En esta línea, el autor propone definir lo humano como una estructura bio-psico-social abierta que, respetando la estructura germinalhumana y su correspondiente conformación cerebral-mental, se esfuerce en delimitar y respetar los límites antropológicos y éticos que los humanos vayan alcanzando en un esfuerzo concertador, como resultado de la puesta en práctica de la racionalidad comunicativa y la ética del diálogo. Ese principio formal tiene que ser completado por el principio material anclado en la defensa de toda vida humana, así como respetando el principio de factibilidad, siempre desde la mirada de las víctimas y de los perdedores de la historia.

El artículo de Ángel Alfonso Centeno, “El hombre económico: naturaleza humana y cosificación”, se propone interpretar el hombre económico desde la categoría de cosificación de G. Lukács, esto es, como un ethos o modo de vida percibido como natural pero condicionado por las estructuras económicas mercantiles. Los rasgos característicos del comportamiento económico –razón económica e interés propio– se perciben como propios de una naturaleza humana, pero en realidad son conformados históricamente en su función de legitimación del capitalismo. El autor examina también algunas consecuencias del naturalismo subyacente, especialmente las que tienen relación con el lugar de la ciudadanía y la acción política en la sociedad.

Según Centeno, la concepción del ser humano como homo economicus desborda la cuestión metodológica de la economía como ciencia hacia su dimensión política: el problema de la legitimación ideológica del sistema capitalista. Una determinada forma de concebir y de realizar lo que sea el ser humano implica también una forma de concebir y realizar la sociedad, la moral y la historia. La forma en que se ha hecho más patente esta función ideológica es en la pretensión de que el homo economicus es el despliegue necesario y la expresión racional de la naturaleza humana. Con el hombre económico no sólo se establece el presupuesto axiomático de un elemento atómico y homogéneo para los análisis económicos, también se deriva un orden moral, social y político que se presenta como racional y natural. El caso más prototípico es John Locke, quien deriva del “estado de naturaleza” (entendida como la condición humana en su libertad y racionalidad originaria) como una sociedad de mercado de bienes, propiedad acumulada y trabajo asalariado como algo previo y natural a todo nomos, a todo ordenamiento político-jurídico “artificial” resultado de un consenso histórico. En nuestra época, esto mismo es ilustrado por el planteamiento de Friedrich Hayek; las dimensiones prototípicas y abstractas del hombre económico –la racionalidad costo-beneficio y lamotivación de ganancia– se naturalizan y pasan a ser determinaciones universales del comportamiento humano en cuanto tal. El mercado deviene de institución histórica a nicho natural de su etología. La competencia, el intercambio de mercancías y la subsunción de todo en su forma de mercancía devienen en la expresión de la naturaleza racional de los individuos y de la lógica del mercado.

El origen de esta naturalización de una configuración histórica de lo humano hay que buscarla en la categoría de cosificación propuesta por Gÿorgy Lukács, a partir del desarrollo al que somete la categoría de fetichismo utilizada por Marx en El Capital. La cosificación hace referencia a la apariencia objetiva que toman todos los modos de relación social como relación entre cosas o mercancías; bajo esta forma fenoménica también parecen sustraerse de todo control o voluntad racional, como si obedecieran a leyes propias –las del mercado– ajenas a la intervención humana. No se presentan como históricos, esto es, como efecto de las relaciones sociales de producción, sino como “naturales”, esto es, como independientes de la actividad humana y que operan según sus propias leyes generales. Lukács lo plantea, pues, como la extensión de la “forma mercancía” a todos los intercambios sociales y como la forma de representación ideológica que los individuos tienen de sí mismos y de la sociedad en términos mercantiles.

Posteriormente, el concepto de cosificación fue recogido por Theodor Adorno y Max Horkheimer en su reconstrucción del concepto de Ilustración. Desde un planteamiento similar al de Lukács, las condiciones transcendentales a priori del conocimiento se explican por medio de la historia de las condiciones materiales de la producción e intercambio con la naturaleza: el dominio del amo sobre el trabajo enajenado del siervo a través de la división social del trabajo, pero en el desarrollo del proyecto civilizatorio de dominio sobre la naturaleza, su orientación emancipadora deviene en su contrario: en barbarie e irracionalidad. El sujeto se hace objeto de dominio: el ser humano, cosa.

El hombre económico será interpretado en Dialéctica de la Ilustración como expresión de dicho proceso de cosificación; su sentido sólo puede salir a la luz no como un axioma a priori del conocimiento sino como un resultado constituido por estructuras económicas capitalistas,conformadas históricamente y que le subyacen. No es la sociedad de mercado la que se funda en el individuo, sino que el individuo y su consciencia subjetiva es una expresión o manifestación de dichas estructuras mercantiles capitalistas. En la aparente inmediatez de poder considerarse un sujeto autodeterminado que delibera sobre costos y beneficios en búsqueda de su interés propio, el ser humano se reduce a objeto de un sistema de producción de valor que ya no depende de él. En esta dinámica, lo que los individuos piensen de sí mismos (su autopercepción como sujetos racionales y libres que actúan por motivos naturales y propios) pasa a ser reflejo invertido del sistema de producción de intercambio mercantil. Los motivos del hombre económico y su libertad como agente de mercado se muestran falsos desde esta perspectiva, pues se configuran de antemano por la producción automatizada de mercancías.

Una de las consecuencias del proceso de cosificación del hombre económico reside en la mutilación de su dimensión pública y ciudadana, en que el agente económico deviene en idiotez en el sentido griego –un individuo cuyo único interés es particular, ajeno a la vida pública, y frente a la cual tampoco puede justificar su propia participación o transformación. La orientación crítica de la razón hacia la vida pública se coarta de antemano en una función adaptativa y contemplativa de la vida mercantil y privada. La pregunta que puede plantearse es: ¿cómo puede la razón recuperar su función crítica respecto a la vida pública y sortear los condicionamientos que han hecho de ella un instrumento acrítico? En la actualidad, no es posible recuperar, como Horkheimer acertadamente señala, el paradigma metafísico de la razón objetiva ni tampoco el “punto de vista de la totalidad” (Lukács) por parte del proletariado como sujeto histórico privilegiado de conocimiento y de praxis revolucionaria. Es un problema que queda abierto: ¿Cómo se puede configurar un sujeto histórico liberador en el actual contexto de la globalización neoliberal? ¿Quiénes serían esos potenciales sujetos en la actualidad?

El artículo de Adriana María Arpini, “Ignacio Ellacuría: un humanismo latinoamericano del siglo XX”, sostiene que Ignacio Ellacuría es un humanista, pero no en el sentido del humanismo clásico, renacentista o ilustrado, sino en el sentido disruptivo y crítico que identifica al humanismo latinoamericano del siglo XX. Tras una breve caracterización de los criterios que permiten pensar la alternativa de un humanismo emergente de nuestra América, la autora se detiene en el análisis de algunos textos ellacurianos a fin de constatar cómo se modulan en ellos los rasgos propios del humanismo latinoamericano en el siglo XX.

Una adecuada caracterización del humanismo latinoamericano del siglo XX exige una consideración de sus propias manifestaciones discursivas, ya sea a través de proclamas o declaraciones públicas, o por medio de teorizaciones realizadas por los intelectuales latinoamericanos, la mayoría de las veces en forma de ensayos. Muchos de estos son escritos de envergadura filosófica, cuya originalidad reside en la invención o redefinición de categorías analíticas y proyectivas, en tensa relación, con las que se busca dar cuenta de situaciones problemáticas y/o conflictivas, al mismo tiempo que se imaginan posibles transformaciones de la realidad.

De acuerdo con Arturo Roig, entre las características del pensamiento humanista latinoamericano a partir de sus propias manifestaciones pueden señalarse: plantear la búsqueda de un modelo histórico abierto; constituirse como ideología de un grupo o sector social subalterno emergente; presentarse como afirmación de la propia subjetividad personal, social y/o colectiva; acompañar modos de auto y heterorreconocimiento; y organizarse como un modo sui generis de ejercicio dialéctico.

En algunos textos producidos por Ellacuría se puede constatar la presencia de estas características y delinear así el perfil de un humanismo emergente nuestro-americano. Ya desde sus primeros escritos, en la década de los 70, Ellacuría afirma que la pregunta por el ser humano es inescindible de la pregunta por la realidad; una y otra encuentran su realización en la historia. De ahí el interés ellacuriano por llevar adelante una investigación sobre la filosofía de la realidad histórica, que da título a su obra póstuma. La plena humanización y personalización de la realidad humana sólo se da en la historia mediante la superación de las situaciones de opresión mediante una praxis histórica de liberación en la que la filosofía debe jugar un papel crítico y creador en el acompañamiento de dicha praxis.

En este sentido, la práctica de la filosofía como ejercicio crítico por parte de Ellacuría, entronca, con manifestaciones del humanismo clásico –v. gr. el de Pico della Mirándola– en tanto búsqueda no sólo de la paz interior mediante el conocimiento de la filosofía –natural y moral– y el ejercicio de la dialéctica, sino también en tanto se propone intervenir en la discusión pública de las principales controversias filosóficas a fin de producir un reordenamiento de los saberes que redunde en el esclarecimiento de ideas acerca del hombre y la sociedad transmitidas y aceptadas sin cuestionamiento. También entronca con la práctica humanista latinoamericana –v. gr. la de José Martí– en la medida que la búsqueda del saber filosófico es un modo de auto y heterorreconocimiento crítico y contextualizado –criticar para transformar–. En ambas tradiciones de humanismo crítico se trata de “saber para desideologizar” y, en definitiva, para emancipar a los seres humanos de carne y hueso en un contexto histórico determinado.

Este interés práctico en la emancipación humana lleva a Ellacuría a plantear la realidad histórica como objeto y punto de partida de una filosofía liberadora en el contexto latinoamericano. Si bien, Ellacuría entiende que los problemas deben ser planteados en relación con una humanidad que en el actual decurso histórico ha devenido en una, ello no implica adoptar una perspectiva teórica puramente formal o abstracta, desde la cual se eluden los conflictos y se disimulan las relaciones de subalternidad. Al contrario, el quehacer filosófico está siempre situado en un entramado histórico conflictivo que constituye un desafío para el pensamiento crítico, pues no puede eludir una toma de posición frente a una realidad histórica que reproduce estructuras injustas. Si la historia es el verdadero objeto de la filosofía, entonces su tarea consiste en elaborar categorías críticas que permitan no sólo comprender el dinamismo de la realidad, sino que, impulsadas por un interés ético-político, posibiliten la transformación de dicha realidad.

Al contrario de las visiones ilustradas de la historia, Ellacuría plantea una concepción de la historicidad como transmisión tradente de posibilidades, que rompe con las visiones teleológicas y deterministas de la historia que la entienden como un progreso lineal y continuo. En el proceso histórico, según Ellacuría, se pone en juego la libertad humana y la libertad histórica, y nunca se puede tener la certeza de que las opciones por unas posibilidades en determinadas situaciones históricas aseguren un mayor grado de libertad y humanización; incluso, puede haber estancamiento y regresión. De ahí la necesidad de la permanente revisión de nuestras teorías y conceptos y su confrontación con la praxis histórica, para poder ir construyendo, en el vaivén de teoría y praxis, un pensamiento crítico que real y efectivamente contribuya a la liberación histórica, en términos de mayor humanización y personalización, que es en definitiva lo que marca el sentido de la historia.

Finalmente, el artículo de Beatriz Cortez, “La memoria de las plantas: sobre el devenir atmósfera”, la autora plantea la memoria no como memoria histórica, es decir, la memoria que ha quedado plasmada en los reportes de la verdad tal como fue negociada por las diferentes partes, ni a la memoria que queda inscrita en los espacios predeterminados por las instituciones del Estado. La autora aborda la memoria como algo capaz de estirar temporalidades desde el pasado hacia el futuro, que carga polifonías, múltiples textualidades y lenguajes, diferentes materias y estados. Se trata de una memoria nómada que, si bien está anclada en este mundo, abre posibilidades para pensar en las probabilidades que se abren para una memoria post-humana, es decir, de una memoria que existía en el pasado y que existe ahora pero que se proyecta hacia un futuro más allá del antropoceno, hacia un futuro sin humanos.

Dado que los seres humanos somos los autores de nuestra propia destrucción y también de la destrucción del medio ambiente que necesitamos para existir, es posible pensar en la posibilidad de que el ser humano esté por desaparecer, y su era –la era del antropoceno– esté por terminar. Esto nos recuerda que no somos necesarios los humanos para la existencia del planeta ni del mundo, que otras eras sin nosotros nos han precedido y otras eras sin nosotros nos seguirán. En términos del tiempo que ha existido el planeta, no hemos sido sino un breve lapso en su historia. Desde esta perspectiva, la autora piensa también que no somos necesarios los humanos para que haya memoria, que es posible pensar en una memoria post-humana, o no-humana, por ejemplo, a partir de la memoria de las piedras o la memoria de las plantas.

Se trata de ver el mundo que existirá cuando los humanos ya hayan dejado de existir en el planeta, y leer los restos, los sedimentos que los humanos han dejado de su paso por la tierra, es decir, las marcas de la era del antropoceno, las cicatrices que los estratos de la tierra muestran del paso humano por ella, esos mismos que generaron cambios climáticos radicales destructivos. En esta mirada se detectarían otros ritmos, se asumirían otros puntos de vista de lo que ha quedado grabado sobre la tierra como un registro del paso de la especie humana sobre su historia. Esto haría posible leer nuestro presente en un momento en que ya se habrá convertido en pasado, leer lo que todavía no ha sido escrito, lo que todavía no ha quedado grabado en los verdaderos escritos, es decir, en los sedimentos. Se configuraría así una imagen impersonal, otra forma de ver, abandonando la subjetividad tal y como la hemos comprendido hasta ahora a través de los lentes del humanismo.

En realidad, se trata de una deconstrucción pensada hacia el futuro, buscando abordar la cultura, las imágenes, los textos y el paisaje como desligados de la humanidad. En otras palabras, abordarlo todo como si los humanos que debían percibirlo no hubieran nacido todavía, es decir, abordarlo todo como si fuera parte del futuro, especialmente, de un futuro no humano que nos permita imaginar una visión diferente y novedosa. Esto nos llevaría, lejos de restaurarlo todo a su intención original, lo cual equivaldría a una identidad fija, a darle nueva vida cada vez que se aborde un texto, un sonido, o un paisaje, es decir, equivaldría a abrir las posibilidades para el devenir de cada texto, cada obra de arte, hacia el futuro. Es con esta intención que la autora aborda el conocimiento y la sabiduría inscrita en las plantas.

En el tema de la memoria de las plantas ha habido antecedentes, por ejemplo, la obra de la artista brasileña María Thereza Alves, que ha tenido impacto en estas reflexiones de la autora sobre el conocimiento y la sabiduría contenida en las plantas, la vida post-humana de las plantas y las posibilidades no humanas que contiene esta vida. Pero la mayor influencia fue el trabajo de la autora en los archivos donde la historia de las plantas migrantes la impactó profundamente, sobre todo, al darse cuenta de que la historia de las plantas migratorias, que habían sido transportadas de Centroamérica hacia los Estados Unidos dibujando la trayectoria que había marcado su propia migración, estaba ligada al colonialismo y a un racismo profundo fundamentado en la supremacía de los blancos.

En relación con las plantas, se habla con frecuencia de identidades fijas, de fronteras, de murallas, de cuerpos impermeables y completamente aislados del mundo exterior. Desde esta perspectiva, las plantas también se clasifican, se identifican por su lugar de origen y se cultivan para diversos propósitos como para generar ganancias capitalistas, como es el caso de las grandes plantaciones de monocultivos, o para denotar estatus, riqueza y poder, como es el caso de los grandes jardines frente a las mansiones, los jardines con laberintos y diseños geométricos, o los jardines botánicos. Sin embargo, hay otros motivos para tener jardines, motivos que no son siempre capitalistas: por nostalgia de un paisaje donde ya no habitamos, por placer, para alimentación, por motivos culturales, por generosidad, entre otros. A la autora le interesa pensar en los jardines, no solamente con respecto a su pasado, la proveniencia de cada planta y otros, sino también pensar en ellos como parte del futuro. En ese sentido, le interesa pensar en los jardines que van tomando forma para los humanos del futuro y en la forma que los jardines atraviesan el antropoceno, preservando también las marcas que los humanos dejan sobre el planeta.



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