Ensayos
Resumen: Este artículo explora cómo la experiencia de la migración (temporal o definitiva) ha sido un proceso diferenciador entre quienes se han dedicado a la literatura costarricense. Con este propósito, se reconsidera la polémica de 1894 sobre el nacionalismo literario a partir de la problemática del mercado cultural y de su dimensión transnacional. También se identifican las tendencias principales en relación con los escritores de ambos sexos que por diversos motivos se fueron de Costa Rica desde finales del siglo XIX y a lo largo del XX. Finalmente, se analizan los casos particulares de Manuel González Zeledón, Luis Barrantes Molina y Yolanda Oreamuno Unger para indagar cómo el desarraigo impactó en su identidad, en su producción literaria y en sus deliberados emprendimientos memoriales.
Palabras clave: Literatura costarricense, Migración, Memoria, Identidad, Nacionalismo literario.
Abstract: This article explores how the experience of migration (temporary or definitive) is a differentiating process among those who have dedicated themselves to Costa Rican literature. With this purpose, the nationalist literary controversy of 1894 is reconsidered from the perspective of the cultural market problematic and its transnational dimension. The main trends are also identified in relation to writers of both sexes who for various reasons left Costa Rica from the end of the 19th century and throughout the 20th. Finally, the particular cases of Manuel González Zeledón, Luis Barrantes Molina and Yolanda Oreamuno Unger are analyzed to investigate how the displacement impacted their identity, their literary production and their deliberate memorial undertakings.
Keywords: Costa Rican literature, Migration, Memory, Identity, Literary nationalism.
Introducción
Las investigaciones realizadas sobre la literatura costarricense suelen prestar poca atención a las experiencias de vida de los autores, a los específicos contextos históricos en que escribieron y publicaron, y a los esfuerzos que emprendieron, de modo más o menos deliberado, para que sus personas y sus obras fueran recordadas de determinadas maneras. El propósito de este artículo es aproximarse a estas temáticas, hasta ahora muy poco exploradas, a partir de tres ejes problematizadores: en primer término, una célebre polémica sobre el nacionalismo literario que enfrentó a Ricardo Fernández Guardia con Carlos Gagini Chavarría en 1894; en segundo lugar, la emigración –temporal o definitiva– como un factor de diferenciación cultural; y, por último, las memorias relacionadas con el desarraigo.
Con base en esos tres ejes, se plantea que los escritores que dejaron el país en algún momento de sus vidas lo hicieron principalmente por razones de estudio, por su incorporación al servicio diplomático o por su interés en insertarse en mercados culturales más amplios y diversos que el costarricense, como los de las ciudades de Nueva York, México y Buenos Aires. También se plantea que algunos de estos emigrantes tenían una concepción de la literatura opuesta a quienes defendían el nacionalismo literario, aunque otros también se identificaron con tal enfoque, y que mientras hubo personas que procuraron desde lejos mantener su relación con Costa Rica, también se dieron casos en que ese vínculo declinó a lo largo del tiempo o fue deliberadamente rechazado.
Precisamente, debido a que incursiona en un campo que no ha sido investigado, el presente artículo, aunque tiene como marco general un período que se extiende entre finales del siglo XIX y las últimas décadas del XX, enfatiza en casos y experiencias que se ubican antes de 1950. Esta escogencia procura resaltar, por una parte, que las problemáticas ya referidas no son recientes, sino que se remontan a los orígenes mismos de la literatura costarricense y que han estado presentes a lo largo de su historia; y, por otra parte, que los escritores, al igual que los intelectuales, los artistas y los científicos, fueron parte, desde muy temprano, de procesos migratorios globales, aunque es sólo recientemente que a este tipo de “diáspora” se le empieza reconocer su especificidad y, por tanto, su pasado.
Para cumplir con los objetivos propuestos, el artículo está dividido en tres secciones. En la primera, se reconsidera la polémica de 1894 desde dos perspectivas omitidas en los estudios literarios: el trasfondo transnacional de la experiencia de vida de Fernández Guardia, en contraposición con la de Gagini, y las limitaciones que el mercado del libro imponía a los autores costarricenses de esa época; en la segunda sección se analiza la distribución por período de nacimiento y género de los autores que, temporal o permanentemente, se asentaron fuera de Costa Rica y los motivos principales por los que se fueron; y en la tercera sección se explora la problemática del desarraigo, la identidad y la memoria a partir de los casos y testimonios de dos emblemáticos escritores costarricenses: Manuel González Zeledón (1864-1936) y Yolanda Oreamuno Unger (1916-1956), y de una figura prácticamente olvidada: Luis Barrantes Molina (1885-1952).
1. La polémica de 1894
En 1894, tuvo lugar una de las polémicas más importantes en la historia de la literatura costarricense. A partir de unos comentarios hechos por el abogado cubano Antonio Zambrana y Vázquez sobre Hojarasca (Sánchez Mora, 2003, p. 104 y Segura Montero, 1995), un libro de cuentos que acababa de publicar Ricardo Fernández Guardia, el educador y escritor Carlos Gagini Chavarría, en un artículo dado a conocer el primero de junio de 1894 (no el 28 de mayo, como se ha afirmado repetidamente), expresó que esos relatos, aunque prometedores, desdeñaban los temas nacionales, puesto que:
[…] se pintan escenas y se trazan diálogos que lo mismo pueden verificarse aquí que en Madrid ó en París; y mientras tanto nadie se ocupa de estudiar nuestro pueblo y sus costumbres desde un punto de vista artístico, nadie piensa en desentrañar los tesoros de belleza encerrados en los dramas de nuestras ciudades y en los idilios de las aldeas, en la vida patriarcal de nuestros antepasados y en su historia pública, en lo recóndito de las almas y en la naturaleza exuberante que despliega ante nuestros ojos indiferentes su grandiosa poesía (Gagini Chavarría, 1 de junio de 1894, pp. 139-140).1
Al responder, en una carta publicada el 24 de junio y dirigida al periodista y escritor Pío Víquez Chinchilla, Fernández Guardia defendió la libertad creadora y combatió la falacia “de que todos los que movemos una pluma en Costa Rica, estamos obligados á escribir pura y exclusivamente sobre asuntos nacionales”. También se refirió al caso de autores, como Víctor Hugo, que habían escrito acerca de temas extranjeros. Por último, señaló:
el país que después de muchos siglos de existencia y prosperidad logra tener artes y literatura nacionales, ha llegado á la más alta cima de su civilización; y así se dice el arte griego, el arte romano, la literatura francesa, las letras españolas. Y ¿cuándo le parece á usted que podrá decirse el arte ó la literatura costarricense? Yo, Dios me lo perdone, me imagino que nunca. Nada, á mi juicio, más odioso que esta tiranía que se quiere ejercer contra el artista… Se comprende sin esfuerzo que con una griega de la antigüedad, dotada de esa hermosura espléndida y severa que ya no existe, se pudiera hacer una Venus de Milo. De una parisiense graciosa y delicada pudo nacer la Diana de Houdón; pero vive Dios que con una india de Pacaca sólo se puede hacer otra india de Pacaca (Fernández Guardia, 24 de junio de 1894, p. 2).2
Durante la mayor parte del siglo XX, escritores y estudiosos de la literatura, en el marco de un proceso que fue común a otros países de América Latina (Prieto, 1968, pp. 111-130; Subercaseaux, 1979, pp. 21-32; Camacho Buitrago, abril de 2015, pp. 97-114 y Martínez Carrizales, diciembre de 2016, pp. 66-67), tendieron a identificarse con la posición nacionalista de Gagini y a criticar a Fernández Guardia por su priorización de lo extranjero. A partir de la década de 1990, el predominio del nacionalismo literario empezó a declinar rápidamente, a medida que, como resultado del estudio pionero de Steven Palmer sobre el origen de la nación en Costa Rica (Palmer, 2004, pp. 257-323),3 se difundieron las concepciones de Benedict Anderson acerca de las comunidades imaginadas (Sánchez Mora, 2003, pp. 103-104). Fue en este contexto que la polémica de 1894 comenzó a ser considerada como parte de un proceso más amplio; aquél que culminó en la invención de la identidad nacional costarricense.
Puesto que las investigaciones sobre ese célebre debate han centrado su atención en la oposición entre la perspectiva nacionalista de Gagini y el cosmopolitismo de Fernández Guardia, han omitido dos trasfondos fundamentales: el primero se refiere a que, desde mediados del siglo XIX, los dueños de librerías costarricenses –en parte como respuesta a las preferencias de las distintas audiencias de lectores y en parte como resultado de un afán deliberado por modelar sus gustos– priorizaron la promoción y comercialización de obras importadas sobre las editadas en el país, con lo cual jugaron a largo plazo en contra de la valoración de la producción intelectual y literaria propia. El médico Vicente Lachner se quejaba tan tardíamente como en 1927 de que:
Es sumamente curioso lo que con nuestros libros acontece: a poco de publicados (y desgraciadamente sin haber sido aún leídos), ellos desaparecen como hundidos en profundo sumidero y nadie puede decirnos donde pueden conseguirse; en imprentas y librerías sería inútil buscarlos (Lachner Sandoval, 1927, p. 15).
La queja de Lachner no carecía de base, dado el desinterés de los libreros por los textos producidos localmente, una tendencia visible en sus inventarios. La Librería Española, fundada por el catalán Vicente Lines en el San José de fines del siglo XIX, constituía uno de los principales establecimientos de su tipo en Costa Rica. El catálogo que publicó en 1908 estaba compuesto por 5,569 volúmenes, de los cuales sólo 15 (0.3 por ciento) eran de escritores costarricenses, y apenas cuatro eran obras de ficción: tres de Manuel Argüello Mora y uno de José Fabio Garnier (Librería Española, 1908). El limitado mercado para las producciones de autores nacionales explica que no existieran editoriales, de manera que quien deseaba publicar piezas literarias, de no encontrar respaldo en la Tipografía del Estado, debía agenciarse los recursos necesarios para financiar su impresión (Molina Jiménez, 2010, pp. 73-106).
Al considerar los factores anteriores, resulta claro que la polémica de 1894 no fue únicamente sobre si los temas debían ser nacionales, sino acerca del desafío que tenían por delante quienes producían novelas, cuentos, poemas y obras de teatro en el país: construir una infraestructura cultural que posibilitara la publicación, difusión y comercialización de sus textos. Tal proyecto era favorecido porque a finales del siglo XIX, Costa Rica se ubicaba entre los países más alfabetizados de América Latina, por debajo de Argentina y Uruguay, y por encima de Chile y del resto del istmo centroamericano (Newland, mayo de 1991, pp. 359-360). En su contra, se combinaba la pequeñez del mercado cultural (la población apenas alcanzó el cuarto de millón de habitantes en 1898 y vivía mayoritariamente en el campo) (Pérez Brignoli, 2010, p. 192), las preferencias del público lector por el libro importado y la marginalidad literaria de Centroamérica –en cuyo ámbito, la literatura costarricense era de por sí marginal– en el contexto latinoamericano.
Para Gagini, esa infraestructura podía ser construida mediante una vinculación directa de la literatura con el proceso de invención de la nación, entonces en curso, a partir de una relación mutuamente provechosa, en la que el escritor incorporaría decisivamente la geografía, la historia y la vida social, política y cultural de su patria en prosas y versos, a cambio de lo cual se aseguraría la publicación y promoción de sus obras por medio del Estado o de su respaldo financiero. El atractivo que ejercía el apoyo estatal no residía únicamente en que podía subsidiar el costo de las ediciones o imprimir las obras en su propia tipografía, sino que podía asegurar su comercialización, al declararlas libros de texto en un sistema educativo que, desde inicios del siglo XIX, era predominantemente público.
Si Fernández Guardia se manifestó en contra del proyecto de ingeniería social implícito en los comentarios de Gagini y dirigido a nacionalizar el mercado cultural, no fue porque adversara completamente la iniciativa de articular literatura y nación, sino porque rechazó que la única posibilidad de hacerlo fuera a partir de escribir sobre asuntos nacionales en detrimento de otros temas. Tal posición fue resultado del segundo trasfondo que tuvo la polémica de 1894. A diferencia de Gagini, cuya experiencia de vida se limitaba esencialmente a Costa Rica (permaneció fuera del país entre 1904 y 1908, cuando residió en El Salvador), Fernández Guardia había vivido ampliamente en el exterior, primero como resultado de los cargos diplomáticos ocupados en Europa por su padre, León Fernández Bonilla, y después en razón de su propia carrera como servidor público, al desempeñar puestos de esa índole (Gagini Chavarría, 1961, pp 23-123 y Sáenz Carbonell, 2015, pp. 13-18, 35-44).
2. Experiencia transnacional
Desde hace casi 30 años comenzó a evidenciarse un interés por investigar las dimensiones transnacionales de los intelectuales centroamericanos que, de manera temporal o definitiva, dejaron sus países de origen para establecerse en el resto de América Latina, Estados Unidos y Europa (Rojas González, julio-diciembre de 1991, pp. 9-20). Aunque el interés por considerar a esa intelectualidad en un marco que desborde lo nacional ha persistido (Casaús Arzú y García Giráldez, 2005), todavía es una problemática marginal, y por lo que respecta a los estudios literarios, el asunto del desarraigo y la identidad, en el caso específico de Costa Rica, no ha terminado de configurarse como un eje investigativo relevante (Rojas González y Ovares Ramírez, 1996, pp. 3-4). Tal rezago contrasta no sólo con el ascenso de la globalización como categoría analítica, sino con el desarrollo de toda una nueva generación de estudios que han empezado a indagar la relación entre la creación literaria y los procesos migratorios (Frank, 2008; Pérez Rosario, 2010; Walkowitz, 2010 y Vlasta, 2015).
En Costa Rica, el nacionalismo metodológico ha sido asociado predominantemente con las ciencias sociales, pese a que tales disciplinas son las que más recurrentemente han sobrepasado el marco nacional (Acuña Ortega, 2015, p. 20 y Molina Jiménez, julio-septiembre de 2016, pp. 13-16), que es el que –acorde con la posición de Gagini en la polémica de 1894– ha prevalecido en los estudios literarios, los cuales sólo por excepción incorporan perspectivas comparativas. Dado tal predominio, es poco sorprende que la conexión entre producción literaria y experiencia migratoria casi no haya sido considerada, un vacío que contrasta con los datos del Gráfico 1 que muestra no sólo cómo la migración temporal o permanente ha sido parte de las vidas de por lo menos varias decenas de escritores, sino que dicho fenómeno, lejos de ser reciente, es de larga duración y se remonta a los inicios mismos de la literatura costarricense.
También se debe destacar que, como resultado de la creciente equiparación de las oportunidades educativas femeninas, en una época en que la enseñanza más allá de los grados iniciales de escuela tendía a limitarse a los sectores medios y acomodados urbanos, las mujeres prácticamente alcanzaron a los varones en la primera mitad del siglo XX, antes de que se diera una decisiva expansión de la educación secundaria y universitaria (Molina Jiménez, enero-junio de 2018, p. 188). Al considerar los motivos para marchar al exterior por primera vez, es posible distinguir tres variantes: quienes partieron para desempeñar un cargo diplomático, quienes lo hicieron para realizar estudios y quienes se fueron por razones personales (predominantemente la búsqueda de mejores opciones laborales e intelectuales mediante la inserción en países con mercados culturales más amplios y diversos).
De las tres razones principales para dejar Costa Rica, la más importante en todos los períodos, según el Gráfico 2, fue estudiar, una tendencia que se intensificó a lo largo del siglo XX, en particular en el caso de quienes nacieron a partir de 1950. El proceso de fondo, que impulsó tal ascenso, fue la creciente academización de los escritores; su inserción laboral en las universidades les permitió profesionalizarse y compensar la estrechez de un mercado cultural que, sólo por excepción, posibilita vivir de los derechos de autor (Escobar Barrios, enero-junio de 2017, pp. 31-32). Los países escogidos para emigrar, según el número de personas, fueron Estados Unidos (14), Francia (11), México (9), España (7), Argentina (3), Chile (3), Cuba (2), Venezuela (2), Alemania (1), Bélgica (1), Canadá (1), El Salvador (1), Inglaterra (1), Italia (1) y Unión Soviética (1). De acuerdo con la duración de la estancia, 16 autores permanecieron cuatro años o menos, 12 entre cinco y nueve años, 13 de diez a diecinueve años, y 17 acumularon veinte años y más (véase el Anexo 1).
A diferencia de otros países latinoamericanos en los que la persecución política llevó al exilio a numerosos escritores en distintas épocas, en Costa Rica el único caso de este tipo fue el de la escritora comunista Carmen Lyra, quien fue obligada a buscar refugio en México tras la guerra civil de 1948 (Díaz Arias, 2015, p. 299). Situaciones que se aproximaron a esta experiencia fueron vividas también por el poeta Roberto Brenes Mesén, quien partió para Estados Unidos en 1918, luego de renunciar como ministro de Educación de la dictadura de Federico Tinoco Granados (1917-1919) (Fischel Volio, 1992, pp. 129-136); y por María Fernández Le Capellain, esposa de Tinoco, quien marchó a Francia con su marido después de la caída de dicho régimen (Oconitrillo García, 1991, pp. 200-201, 238-239).
Las experiencias foráneas de los escritores costarricenses fueron parte de un proceso más amplio, en el que participaron también artistas, intelectuales y científicos. Acerca de este importante tema, poco es lo que se conoce todavía, aunque en los últimos años ha habido, desde las ciencias básicas, un interés creciente por analizar la llamada diáspora científica. La valiosa información recopilada permite identificar tendencias relacionadas con los países de residencia de las personas que migraron, sus edades, si estudian o trabajan, su grado académico, sus áreas de especialización y otros datos similares (González Alvarado, 2013 y Programa Estado de la Nación, 2014, pp. 209-220), pero está ausente toda la problemática de la subjetividad y de la identidad, de cómo ambas son impactadas por la migración, de cómo todo esto puede incidir en la producción científica y de cómo la memoria procesa lo vivido.
Recuperar esas dimensiones es una tarea fundamental en el caso de los científicos, pero también en el de los artistas, intelectuales y escritores. Aproximarse a la subjetividad e identidad de quienes dejaron sus países de origen requiere, como lo han demostrado los estudios realizados sobre diversas comunidades de migrantes (Voloder, 2013, pp. 1-17), el uso de metodologías cualitativas de investigación, en particular de entrevistas e historias de vida. La experiencia de personas ya fallecidas se puede rescatar con base en la tradición oral que ha sobrevivido en sus familias, a partir de documentos privados (especialmente su correspondencia) o mediante los testimonios que publicaron en periódicos o revistas.
Por razones que no han sido debidamente investigadas todavía, pero que podrían estar relacionadas con la pequeñez de los círculos políticos, culturales y científicos y su fuerte concentración en un espacio territorial y un entramado institucional muy reducidos, en Costa Rica, la autobiografía ha sido un género de las ciencias sociales y de las ciencias básicas (Molina Jiménez, 1998, pp. 97-139; Acuña Ortega, 2016, pp. 9-13 y Chang Díaz, 2017). Por lo que respecta a la literatura, aunque ha habido escritores que han basado sus obras en sus experiencias de vida, pocos son lo que han elaborado biografías propiamente dichas sobre sí mismos, y cuando lo han hecho, han sido textos breves o recopilaciones de anécdotas (Fallas Sibaja, 2013, pp. 23-27 y Gutiérrez Mangel, 1999). También ha habido quienes se han autobiografiado por medio de un tercero (Vincenzi Pacheco, 1918 y Esquivel de la Guardia, 15 de agosto de 1920, pp. 960-969), o lo han hecho a partir de cartas (García Carrillo, 30 de abril de 1970, p. 9; García Carrillo, 13 de junio de 1970, p. 9 y Vallbona, 1995, p. 335), de historias literarias o de novelas (Cortés Zúñiga, 2007 y Soto González, 2018).
3. Memorias del desarraigo
El 16 de mayo de 1936, el Diario de Costa Rica informó que ese día llegaría a San José, con la salud quebrantada, Manuel González Zeledón (alias Magón), quien se desempeñaba como ministro costarricense en Washington. La administración de León Cortés Castro, que acababa de asumir funciones, dispuso que:
Diez alumnos de cada una de las escuelas… [josefinas], irán a la estación [del Ferrocarril al Atlántico] a recibir el celebrado autor de [la novela corta] “La Propia”…, el escritor costumbrista predilecto de grandes y pequeños (Diario de Costa Rica, 16 de mayo de 1936, pp. 1 y 7).
Dos semanas después, el 31 de mayo, ese mismo periódico publicó, en primera plana, la noticia de que en la tarde del día anterior se habían efectuado, en la Catedral de San José, las honras fúnebres oficiales de Magón, con asistencia del presidente de la república, su gabinete, miembros de los demás poderes del Estado, cuerpo diplomático y numeroso público (Diario de Costa Rica, 31 de mayo de 1936, p. 1).
Al referirse a su fallecimiento, el diario oficial La Gaceta destacó “los singulares méritos, altas virtudes cívicas y eminentes servicios prestados” al país por Magón, creador de “una literatura regional netamente costarricense, que le conquistó renombre y prestigio dentro y fuera de la patria”. Pese a que el periódico mencionó “sus largas ausencias de Costa Rica” (Alcance a La Gaceta N°. 122, 30 de mayo de 1936, p. 1), no indicó las razones por las cuales se fue del país en 1906 para radicar en Estados Unidos. Magón las había dejado entrever en 1910, en una carta dirigida a Joaquín García Monge (editor de la célebre revista cultural Repertorio Americano):
Diputado por San José, milité en los campos de la oposición a la política de [Rafael] Iglesias; esquivelista de los decepcionados por la infame traición del negro ese [el presidente Ascensión Esquivel Ibarra]; zuñiguista que por su gustó emigró y que hoy se gana la vida a brazo limpio en esta gran ciudad [Nueva York], en donde educo a mis tres hijas y dedico todas las horas libres a la investigación de medios de servir a Costa Rica, a la que nadie quiere con más cariño ni respeta con más sinceridad (Sandoval de Fonseca, 1974, p. 17).
Según Magón, la decisión que lo llevó a emigrar estuvo relacionada con el escandaloso fraude electoral cometido por el gobierno de Esquivel Ibarra (1902-1906) en contra de los aspirantes opositores –Máximo Fernández Alvarado, Tobías Zúñiga Castro, Bernardo Soto Alfaro y Ezequiel Gutiérrez Iglesias– y a favor del candidato oficial, Cleto González Víquez, que al final ganó la elección presidencial (Salazar Mora, 1990, pp. 211-222). Pese a esa decepción y al desarraigo, Magón no sólo no se olvidó de Costa Rica, sino que procuró servir a sus intereses en el extranjero, ya fuera mediante el desempeño de cargos honoríficos u oficiales, un proceder que explica el reconocimiento que se le hizo tras su regreso al país en 1936.
Poco después de que Magónemigrara, también lo hizo, alrededor de 1908, Luis Barrantes Molina, un escritor –de ferviente fe católica– que ejerció el periodismo en Ecuador, Perú, Chile y Argentina, país este último en el que se estableció y publicó varias novelas. Sin embargo, a diferencia de Magón, Barrantes desarrolló su carrera literaria sin mayor relación con su país de origen, en el que su obra fue muy poco conocida. En una biografía publicada en 1920, Adolfo Esquivel de la Guardia, un médico e intelectual costarricense radicado en Buenos Aires desde aproximadamente 1910 (Sotela Bonilla, 1920, pp. 958-959), aludió a ese olvido mutuo y procuró contrarrestarlo al indicar que a los costarricenses podría interesarles saber qué había sido de Barrantes, por lo que proporcionó algunos datos básicos de su vida en el extranjero y varias muestras de su producción poética. Al final, manifestó que su biografiado era “acreedor al aprecio de sus compatriotas, de quienes debe, así como igualmente de parte de todo intelectual centroamericano, ser considerado con orgullo” (Esquivel de la Guardia, 15 de agosto de 1920, pp. 960-969).
Más de 30 años después de que Magón y Barrantes partieran para el norte y el sur del continente americano, la escritora Yolanda Oreamuno Unger también dejó el país, después de participar, en 1940, en un concurso literario que, al resolverse de una manera controversial, la enfrentó – debido a sus vehementes protestas– con los círculos intelectuales de San José, de los cuales se distanció crecientemente (Molina Jiménez, 2016, pp. 69-72). En contraste con Magón y Barrantes, para quienes emigrar no supuso romper violentamente con la sociedad de origen, Oreamuno sí experimentó un proceso de este tipo, como lo manifestó en una carta enviada desde suelo mexicano en 1948 a García Monge:
Estuve un mes en Guatemala y hace poco que regresé a México. Fui allá con el triple objeto de conseguir papeles de guatemalteca, que ya tengo. Por tanto, me alegra comunicarle que he dejado de ser costarricense desde hace como un mes. Ahora quien le escribe es una “chapina” con toda clase de documentos que así lo atestiguan. Quiero que si algo de valor hago yo en el ramo literario, mi trabajo le pertenezca a Guatemala, donde he tenido estímulo y afecto, y no a Costa Rica, donde fuera de usted, todo mundo se ha dedicado a denigrarme, odiarme y ponerme obstáculos. Mi don Joaco es ahora el último nexo con mi ex-tierra y no necesito más (García Carrillo, 13 de junio de 1970, p. 9).
La siempre compleja relación de los intelectuales en general, y de los escritores en particular, con la identidad nacional se aprecia en tres de sus variantes principales en los casos de Magón, Barrantes y Oreamuno. Si el primero se fue del país motivado por el desencanto político, el segundo partió en búsqueda de más y mejores opciones laborales y la tercera lo hizo como resultado de una decisiva ruptura con quienes habían sido sus amigos y mentores. De los tres, Magón fue el único que logró enfrentar el desarraigo a partir de una inserción, a la distancia, en la cultura oficial, propiciada por el desempeño de diversos puestos diplomáticos. En cambio, la relación entre Barrantes y Costa Rica estuvo dominada por una creciente indiferencia mutua; y por lo que respecta a Oreamuno, su crítica radical a la cultura costarricense anterior a su proceso migratorio (Oreamuno Unger, 18 de marzo de 1939, pp. 169-170), no hizo más que acentuarse después de su ida del país.
A la exitosa estrategia de Magón probablemente contribuyó que la narrativa predominantemente costumbrista que cultivó –con una tendencia a la crítica social y a la sátira política en los trabajos que dio a conocer después de marcharse a Nueva York– se ajustaba al modelo del nacionalismo literario, defendido por Gagini en la polémica de 1894 y prevaleciente en Costa Rica (Quesada Soto, 1984, pp. 6-7 y Quesada Soto, 1986, pp. 194-205). En cambio, a Barrantes poco le ayudó publicar en Argentina más de una docena de novelas de temáticas no costarricenses, algunas de géneros poco comunes en su país de origen, como el policíaco (Esquivel de la Guardia, 22 de marzo de 1950, p. 8). Por su parte, Oreamuno, en vez de sumarse a la literatura nacionalista de denuncia social promovida sistemáticamente por los comunistas en las décadas de 1930 y 1940, incursionó en una literatura introspectiva, dominada por un temprano y novedoso enfoque de género (Vallbona, 1995, pp. 29-102).
Toda experiencia de desarraigo e inmigración lleva a las personas a construir memorias acerca de las razones por las cuales partieron. En el caso de los escritores, tal fenómeno adquiere una dimensión más amplia y profunda, que se manifiesta en un interés deliberado por definir, en sus propios términos, los hechos fundamentales de su existencia y cómo desean que se les recuerde. Precisamente, por su dominio del lenguaje y de las técnicas narrativas, por las múltiples posibilidades que tienen de publicar sus textos y por el interés que despierta su obra, las personas que se dedican a la producción literaria quedan situadas en una posición estratégica para, en mayor o menor escala y de manera más o menos directa y detallada, liderar emprendimientos memoriales sobre sus propias vidas.
Hacia 1910, Magón tenía un recuerdo de su partida en la que aún se evidenciaba el desencanto con el país que había dejado atrás, pero todo su quehacer intelectual en el exterior estuvo dirigido a mantener y construir conexiones a la distancia con él. Todo sugiere que Barrantes, por medio de la información personal que proporcionó a Esquivel de la Guardia para que lo biografiara en 1920, procuró demostrar a sus compatriotas, sin lograrlo, que él merecía ser recordado. A su vez, Oreamuno, en el decenio de 1940, llegó al extremo de tratar de borrar todo lo que pudiera identificarla con su tierra natal. De estas políticas personales en el campo de la memoria, la de Magón fue nuevamente la más exitosa: su inserción en la cultura oficial culminó con su declaración como Benemérito de la Patria en 1953 y el uso de su seudónimo para designar el premio cultural más importante que cada año otorga el Gobierno de Costa Rica. Barrantes, en cambio, fue olvidado; y Oreamuno, después de su muerte en 1956, fue renacionalizada y reconocida como una de las principales escritoras costarricenses del siglo XX.
Conclusión
Desde sus inicios, en la década de 1880, la producción de literatura costarricense ha estado influida por la pequeñez del mercado cultural propio y por la migración (temporal o definitiva) de un sector de sus escritores. La polémica de 1894, que enfrentó a Gagini con Fernández Guardia, permite una primera aproximación a cómo los autores –que por pocos años o por largos períodos se fueron de Costa Rica y radicaron en el extranjero– se diferenciaron de quienes permanecieron en el país. Los literatos desprovistos de esa experiencia transnacional apelaron al nacionalismo literario –vinculado directamente con el proceso de invención de la nación– para tratar de compensar esa desventaja, descalificar a sus competidores y mejorar su posición en los círculos intelectuales y en las esferas oficiales.
Salvo por dos períodos muy breves, la dictadura de Tinoco y la guerra civil de 1948, los escritores costarricenses –aun cuando algunos fueron perseguidos y encarcelados como el novelista de izquierda Carlos Luis Fallas Sibaja– rara vez fueron forzados a migrar por razones políticas. El servicio diplomático, la realización de estudios o la búsqueda de mejores opciones laborales e intelectuales se convirtieron en las vías principales que permitieron, primero a los hombres y después también a las mujeres, ampliar sus experiencias, conocimientos y sensibilidades en el exterior, sobre todo en Estados Unidos y en diversos países europeos y latinoamericanos. Después de 1950, esta tendencia se caracterizó por una creciente academización de los escritores, a medida que se incorporaban como docentes e investigadores a la educación universitaria.
Al exceptuarse del exilio por motivos políticos, los escritores costarricenses que decidieron irse y establecerse en el extranjero tendieron a justificar su desarraigo no por la ausencia de democracia, sino por su insuficiencia, como lo hizo Magón al evocar el desencanto con Costa Rica que lo llevó a marcharse a Nueva York; por la expectativa de insertarse en mercados culturales más amplios y diversos, que impulsó a Barrantes a viajar a Sudamérica y a asentarse en Buenos Aires; y por la ruptura con los círculos intelectuales josefinos –que dominaban la cultura nacional– en que incurrió Oreamuno y que la condujo no sólo a emigrar a Guatemala, sino también a adquirir una nacionalidad nueva y a celebrar ese cambio.
El desarraigo tuvo, sin duda, un impacto diferenciado en la identidad y los emprendimientos memoriales de los tres escritores anteriores, evidente en el rupturismo de Oreamuno, en el interés de Magón de cultivar una relación a la distancia con su país de origen y en el fallido intento de mantener un vínculo de ese tipo en el caso de Barrantes. Los resultados dispares no impidieron que Magón y Oreamuno compartieran un proceso común: su producción literaria varió después de su experiencia transnacional. La narrativa de Magón adquirió un sentido de crítica social tras asentarse en Nueva York y, después de que partió de Costa Rica, Oreamuno terminó de apartarse del realismo nacionalista. Dado que no se conocen todavía textos literarios de Barrantes antes de su traslado a Sudamérica, no es posible determinar la influencia que la emigración pudo haber tenido en su caso, pero está claro que la novelística que produjo, en términos temáticos, se distanció del nacionalismo literario.
Referencias
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Anexo 1
Escritores costarricenses que han residido en el exterior
* El dato es aproximado; no se consideran los años correspondientes a la niñez o la adolescencia.
Víquez González (2012); Tribunal Supremo de Elecciones (2018) y notas biográficas de los autores incluidas en sus libros.Notas
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