Ensayos

Relatos de la guerra civil en El Salvador: una batalla narrativa

Stories of the civil war in El Salvador: a narrative battle

Erik Ching
Universidad de Furma, Estados Unidos de América

Realidad, Revista de Ciencias Sociales y Humanidades

Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, El Salvador

ISSN: 1991-3516

ISSN-e: 2520-0526

Periodicidad: Semestral

núm. 153, 2019

realidad.director@uca.edu.sv



DOI: https://doi.org/10.5377/realidad.v0i153.9461

Resumen: Desde el fin de su guerra civil en 1992, los salvadoreños han producido un número sin precedentes de historias de vida publicadas en forma de testimonios y memorias/autobiografías. La base de este estudio es haber leído esas historias de vida exhaustivamente para determinar si en ellas existían patrones en términos de contenido y/o estilo narrativo. Mi principal hallazgo fue encontrar cuatro distintas comunidades de memoria a partir de las fuentes de historias de vida. Cada comunidad se define de acuerdo a una narrativa propia y coherente que utilizan sus miembros de manera muy consistente. Estas narrativas son mutuamente excluyentes y dentro de ellas se manifiesta que la posguerra en El Salvador se define por una batalla narrativa sobre la memoria y el significado de la guerra civil.

Palabras clave: Memoria, Narrativas, Testimonio, Autobiografía, Esfera pública, Guerra civil, Historias de vida.

Abstract: Since the end of their civil war in 1992, Salvadorans have produced an unprecedented number of published life histories in the form of testimonies and memoirs/autobiographies. The basis for this study is to have read those life histories comprehensively to determine if any patterns exist in them in terms of content and/or narrative style. My principal finding is that four distinct memory communities in these life stories sources. Each community if defined by a unique and coherent narrative that its members employ with marked consistency. These four narratives are mutually exclusive and their existence suggests that post-war El Salvador is defined by a narrative battle or the memory and meaning of the civil war.

Keywords: Memory, Narratives, Testimony, Autobiography, Public sphere, Civil war, Life stories.

Mi investigación (Ching, 2016) es un estudio sobre la manera en que los salvadoreños recuerdan su guerra civil (1980-1992) a través de sus historias de vida publicadas (memorias, autobiografías y testimonios) que han aparecido entre 1992 y 2015. Una historia de vida publicada es un “sitio de la memoria”, o según palabras de Oren Stier (2003), un académico que ha estudiado las memorias colectivas del Holocausto judío, un “medio de la memoria”. Los sitios de la memoria incluyen monumentos, murales, museos, literatura, películas, música y otros. En efecto, los salvadoreños han estado negociando sus recuerdos de la guerra civil a través de todos estos lugares, pero las historias de vida han sido, quizá, el método más utilizado (y ciertamente el más difundido) que las personas han escogido para dar a conocer sus memorias de la guerra. Por esta razón decidí enfocarme en ellas exclusivamente para este proyecto.

El criterio que se emplea en esta investigación para determinar lo que es una historia de vida se ciñe a los perfiles usuales de los estudios en este campo, a saber, el centro de la narración es el individuo “yo” y el objetivo de la historia es revelar alguna faceta de la vida de la persona. A menudo, la narrativa de una historia de vida se estructura en torno a la primera persona, pero a veces los narradores prefieren usar la tercera persona, aunque se estén refiriendo a sí mismos. Charlotte Linde, autora del estudio pionero Life Stories: The Creation of Coherence (Las historias de vida: la creación de la coherencia), define las historias de vida como todas “las historias y las unidades discursivas asociadas” que han sido “contadas por una persona durante el transcurso de su vida”, y que el narrador estima que vale la pena compartir, es decir, “que puede contarse” (Linde, 1993, p. 22).

En El Salvador ha tenido una ola sin precedentes de historias de vida desde el fin de la guerra civil en 1992. En una entrevista ofrecida en 2010, un antiguo activista del partido Demócrata Cristiano, Gerardo Le Chevalier, hizo referencia al fenómeno: “Todo el mundo parece estar escribiendo un libro; necesito escribir uno también” (Arauz y Vaquerano, 10 de enero de 2010). El número de escritos que han aparecido desde el fin de la guerra es notable en comparación con las escasas historias de vida que habían antes de 1992, cuando las memorias o las autobiografías eran prácticamente inexistentes en El Salvador, hasta los testimonios eran poco comunes a pesar de que El Salvador jugó un papel importante en la promoción del testimonio como género literario y que los testimonios jugaron un papel notable frente a las versiones que difundían los medios de comunicación convencionales1. Pero en un régimen autoritario, en el que cualquier acto podría tacharlo a uno de enemigo, las personas con toda razón preferían que sus vidas privadas no pasaran de ser precisamente privadas.

Es difícil calcular la cantidad de historias de vida que han aparecido desde 1992, porque se han presentado en formatos muy diversos. En términos generales, al menos 200 historias de vida han sido publicadas bajo diversos formatos; esa cifra fácilmente alcanzaría otros cientos si se contara cada una de las narraciones dentro de las colecciones colectivas. Entre las fuentes estudiadas se encuentran unos 50 libros y otras nuevas historias que siguen apareciendo constantemente. Si se contaran las páginas, las historias alcanzarían las decenas de miles de páginas impresas.

Este caudal de historias de vida se ubica en la esfera pública de la posguerra en El Salvador, donde se esclarece el proceso con el que la población salvadoreña está construyendo su comunidad imaginaria de identidad nacional de posguerra. El Salvador de posguerra ofrece una oportunidad única para observar la creación de una nueva esfera pública. Nunca antes en la historia salvadoreña ha existido un entorno tan abierto para un debate público. En un país donde gobernaba el autoritarismo y escaseaba la democracia, El Salvador de posguerra2, a pesar de todos sus problemas, está viviendo una era sin precedentes de intercambios abiertos y públicos, de opiniones e ideas.

Mi abordaje metodológico principal consistió en adentrarme a las historias sin expectativas premeditadas. Sin embargo, sabía que ese era un objetivo imposible, así que inevitablemente comencé la investigación con ideas preconcebidas aunque, vale aclarar, la mayoría resultaron equivocadas. No obstante, intenté dejar que las fuentes me hablaran sin esperar que mostraran algún patrón en particular. Me propuse leer las fuentes de manera aleatoria, tal como se me iban presentando, o según aparecían publicadas por primera vez mientras realizaba la investigación. En la medida en que leía las fuentes formulé varias preguntas: ¿Quién narra la historia?, ¿Qué dicen acerca de la guerra?, ¿Qué estilos narrativos utiliza?, ¿Cómo explica los orígenes de la guerra?, ¿Cómo valora sus consecuencias?, ¿Qué patrones, si acaso hay, surgen de la totalidad de las historias? y si se presentan patrones: ¿qué los caracteriza y qué nos dicen esas caracterizaciones sobre la naturaleza de la memoria de posguerra? y si no se presentan patrones: ¿qué nos sugiere esa ausencia? A medida que estas preguntas se perfilaba en mi mente, me di cuenta de que debía que fundamentar mis respuestas a partir de una interlocución a fondo con las fuentes, porque solamente así sabría si lo que iba encontrando constituía un patrón en realidad o una anomalía fortuita nada más. Es evidente que algunas fuentes se me escaparon, como las historias en sitios recónditos de Internet (blogs) o alguna entrevista perdida en las páginas interiores de un periódico o en una publicación en línea. Sin embargo, estoy muy convencido de que he identificado una gran parte de las fuentes existentes, me refiero a los principales libros que han salido a la luz.

Para apoyarme en el proceso de interpretación de las fuentes, me nutrí de varios estudios de la memoria colectiva en sociedades de posguerra. Entre ellos se encuentran los escritos de Iwona Irwin (1994) y su concepto de “comunidades de memoria”. Irwin, una académica de origen polaco, en buena medida se inspiró para estudiar la memoria colectiva debido a su deseo de conciliarse con el legado del Holocausto en la tierra de sus antepasados. Irwin afirma que durante el proceso de interlocución con el pasado, especialmente cuando se trata de un pasado doloroso caracterizado por el trauma, los miembros de una sociedad tienden a ubicarse en diversas comunidades de memoria, cada una compuesta por individuos que comparten una versión similar del pasado. A partir de las propuestas de Irwin, me dediqué a determinar si las remembranzas de la guerra civil en El Salvador se están agrupando en comunidades de memoria y, de ser cierto, qué órdenes normativas mantienen unidas a cada una.

Debe resultar evidente a estas alturas que no estoy tratando de presentar una versión objetiva de la guerra civil salvadoreña sino, más bien, un estudio objetivo de las maneras en que los salvadoreños están recordando su guerra. Por tanto, me convierto en testigo de las narraciones existentes en las historias de vida publicadas con miras a determinar qué nos revelan sobre cómo los salvadoreños están debatiendo sobre el significado de la guerra. Por lo tanto, decidí no realizar entrevistas porque no quería obtener opiniones privadas o “versiones ocultas” (Scott, 1990) que no son del dominio público. Es más, poco importa si los autores de mis fuentes están mintiendo o si se muestran confundidos, ignorantes o sencillamente olvidadizos sobre el pasado (Schacter y Coyle, 1995). Por cierto, algunos parecerían estar mintiendo descaradamente y otros afirmaban cosas disparatadas o hasta moralmente repugnantes. Algunos parecen perseguir objetivos altamente parcializados, mientras que muchos de los autores se toman libertades literarias, ya sea conscientemente o no, como se aprecia en el hecho de recrear de memoria, palabra por palabra, algún diálogo que ocurrió hace décadas; un ejemplo especialmente vívido es el que proporciona el antiguo comandante del ERP Arquímedes Antonio Cañadas, Sueños y lágrimas de un guerrillero (2013). No obstante, para efectos de este estudio, lo que importa es que las historias de los autores se encuentren en la esfera pública donde aportan al debate sobre las narrativas.

Abordo mis fuentes como historiador, como alguien que busca evidencias sobre un tema en particular, también las abordo como una suerte de estudioso de la literatura, de alguien que lee varias obras para determinar si existe en ellas algún patrón o género literario, quizá más allá de la intención consciente de los mismos autores, como demuestra Doris Sommer (1993).

Mi principal hallazgo fue descubrir que existen cuatro distintas comunidades de memoria a partir de las fuentes de historias de vida. Cada comunidad se define de acuerdo a una narrativa propia y coherente que utilizan sus miembros de manera muy consistente. Entre otras similitudes, los narradores de cada grupo incluyen y excluyen los mismos acontecimientos, utilizan un estilo y una estructura narrativa comunes, presentan planteamientos aproximadamente idénticos, abordan la historia salvadoreña de la misma manera y ofrecen valoraciones análogas de ciertas personas y organizaciones. Lo que comparten las narraciones de cada grupo son tan evidentes que parecerían ser el resultado de un esfuerzo coordinado por presentar una agenda preconcebida, así como los miembros de un partido político cuando se someten a un determinado discurso que les ha sido proporcionado por la dirigencia. Pero eso no es lo que está ocurriendo en El Salvador.

Estas cuatro comunidades de memoria no están sometidas a una coordinación desde arriba, no existen como entidades con nombre y apellido, ni los mismos narradores se dan cuenta de que existen. Por cierto, casi todos los narradores se mostrarían muy sorprendidos si se enteraran de lo poco originales que son sus narrativas. Es obvio que algunos conocen sobre las otras historias que han sido publicadas, hasta puede ser que conozcan personalmente a algunos de los autores, pero pocos de los narradores, si acaso alguno, se reconocen como miembros de alguna comunidad de memoria en particular; ninguno de ellos se propuso contar su historia de vida con miras a defender su comunidad frente a sus rivales. De hecho, algunos de los miembros detestan, y hasta odian, a otros miembros de su comunidad y nunca se identificaron conscientemente como parte del mismo espacio comunal. No obstante, los subproductos textuales de sus esfuerzos narrativos presentan patrones similares que me permiten agruparlos, algo así como los novelistas de un determinado estilo literario. En otras palabras, algunos de los narradores son enemigos conscientes pero aliados inconscientes. Además, las narraciones revelan que algunos antiguos aliados durante el conflicto recuerdan la guerra de manera bastante diferente y que algunos antiguos contrincantes durante la guerra comparten memorias sorprendentemente paralelas.

Cada una de estas cuatro comunidades de memoria está compuesta de manera desproporcionada por un conjunto específico de población salvadoreña, es por eso que les he asignado los siguientes nombres: élites civiles, oficiales del Ejército, comandantes guerrilleros, y miembros de las bases de las organizaciones o “autores de testimonios”. La primera comunidad de élites civiles está compuesta casi en su totalidad por hombres acaudalados de orientación política conservadora, muchos de los cuales fueron miembros fundadores o partidarios de ARENA, el partido de derecha que se creó en 1981. El grupo tiene pocas mujeres, son grupos de élite de orientación política liberal o miembros de ARENA que se identifican con su ala empresarial más neoliberal y menos con el nacionalismo militante de su fundador, Roberto D’Aubuisson. Algunos ejemplos son Ricardo Valdivieso (2007), Guillermo Sol Bang (Galeas y Sol Bang, 2011), David Panamá (2005), Orlando de Sola (Valencia y Martínez, 10 de julio de 2009) y Mario Acosta Oertel (Castro y Valencia, 21 de octubre de 2006)

La segunda comunidad de militares está conformada por un grupo de oficiales de alto rango, en su mayoría generales y coroneles, que dirigieron las operaciones militares por cuenta del Gobierno salvadoreño. Es notable que esta comunidad no incluya a soldados rasos, cuyas narraciones –pocas en número de todas maneras– se desmarcan claramente de las de los oficiales. Algunos de los ejemplos son Mauricio Vargas (Vaquerano, Valencia, Murcia y Arias, 24 de enero de 2010), Humberto Corado (Martínez y Arauz, 6 de marzo de 2006), Orlando Zepeda (2008), Jaime Abdul Gutiérrez (2013), Adolfo Majano (2009) y Sigfredo Ochoa (Vaquerano y Lemus, 24 de julio de 2013).

La tercera comunidad, la de los comandantes guerrilleros, consiste en dirigentes de alto nivel de cada una de las cinco organizaciones guerrilleras que conformaron el FMLN. Han sido los narradores per cápita más prolíficos al haber escrito docenas de historias de vida, entre las cuales se encuentran muchos libros de memorias. El número de aportes de los miembros de cada una de las organizaciones guerrilleras corresponde en general con el tamaño respectivo de cada organización; en ese sentido, el mayor número de historias proviene de miembros del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y de las Fuerzas Populares de Liberación (FPL), las dos organizaciones más grandes. Asimismo, el número de aportes de las comandantes femeninas guarda una relación aproximada al porcentaje del total de comandantes que participaron en la guerra. La comunidad de comandantes ha producido el mayor número de historias en libros. Algunos de los ejemplos incluyen a Lorena Peña (2009), Eduardo Sancho (2004), Salvador Sánchez Cerén (2008), Raul Mijango (2007), Carlos Rico Mira (2003) y José Luis Merino (2011).

Finalmente, el grupo conformado por individuos de las bases está compuesto en casi su totalidad por antiguos combatientes guerrilleros y civiles que simpatizaban con los guerrilleros, en su mayoría gente pobre de las zonas rurales. Es de notar que los combatientes de las bases no se incluyen en la comunidad de antiguos comandantes guerrilleros porque, si bien es cierto, peleaban contra un enemigo común y comparten algunas memorias entre sí, las diferencias de sus narrativas sobresalen más. Incluyó en la comunidad de combatientes de base a un par de narraciones de antiguos soldados porque sus historias tienen más en común con sus antiguos contrincantes guerrilleros que con sus antiguos oficiales del Ejército. Estos testimoniantes han producido algunas historias de libros individuales como Chiyo (Vásquez y Escalón Fontan, 2012) y María Teresa Tula (Tula y Stephen, 1995). Generalmente, las historias son más cortas y aparecen en colecciones como en las coordinadas por Henríquez Consalvi (2011), Barba y Martínez (1997), Ibáñez y Vásquez (1997) y Consejo de Mujeres Misioneras por la Paz (1996).

Estas cuatro comunidades de memoria dominan el debate público sobre el recuerdo del pasado, al menos en el campo de las historias de vida publicadas. La existencia de estas comunidades demuestra que muchos actores importantes de la guerra civil están ausentes en el debate, me refiero a políticos centristas, izquierdistas no militantes, simpatizantes de la guerrilla nacidos en el extranjero, soldados del Ejército y campesinos conservadores que se opusieron a la guerrilla o se mantuvieron al margen. Estos diversos actores no han narrado sus historias de vida o son tan pocos los que lo han hecho que su existencia es marginal sin que pertenezcan a ninguna de las comunidades de memoria. Más adelante analizaré algunos de esos pocos escritos, pero de momento se distinguen por haber cedido los espacios discursivos a los cuatro grupos que se han identificado previamente.

Antes de resumir las cuatro narrativas quisiera aclarar dos asuntos metodológicos. En primer lugar, los membretes que utilizo para identificar las cuatro comunidades de memoria pueden resultar engañosos en lo que se refiere a la metodología empleada para identificarlos. Los membretes pueden dar la impresión de que la característica determinante de cada grupo es la pertenencia a un segmento demográfico determinado de la sociedad salvadoreña y, por lo tanto, cualquiera que encaja en la categoría debe colocarse en ese grupo a priori, pero no sostengo eso y tampoco es la metodología que utilicé. Los membretes son eso y nada más. Si bien, parece obvio que, por ejemplo, al haber sido oficiales del Ejército, eso les influyó en cómo (los miembros de la “comunidad de memoria de los oficiales”) narraron el pasado; sin embargo los miembros de ese segmento se encuentran agrupados por lo que guardan en común sus narraciones, no por haber sido oficiales del Ejército en su momento. Si otros oficiales comparten sus historias de vida en el futuro y el contenido de sus narraciones varía notablemente, tendré que modificar o desmantelar la categoría que he propuesto.

En segundo lugar, el estudio trata la era de la posguerra como un período único en el tiempo, una que resulta muy corta para seguirle la pista a los cambios dentro de cualquiera de las comunidades de memoria. Una estrategia utilizada con frecuencia en el estudio de la memoria colectiva es la de comparar los altibajos de las tendencias interpretativas frente a ciertos acontecimientos o procesos históricos. Los estudios que emplean este abordaje generalmente intentan abarcar muchas décadas o siglos (Lindo Fuentes, Ching y Lara Martínez, 2010). La época de posguerra de El Salvador no llega ni a los 30 años; además, pasaron varios años después de terminado el conflicto para que aparecieran las primeras narraciones. Por ahora, analizo la época de posguerra como un solo período.

Las narrativas de cada comunidad se definen a partir de un concepto o tema que las une. Para la comunidad de las élites civiles, ese concepto es una defensa incondicional del liberalismo económico y la creencia de que sus miembros constituyen una minoría asediada y atacada. Los miembros de este grupo se identifican con una línea específica del conservadurismo que se fundamenta en la creencia de que algo que les pertenece por derecho les ha sido robado, o que corre peligro de ser robado en un futuro cercano. Por ende, utilizan una retórica altamente combativa que apela a acciones agresivas para enderezar los males del pasado y evitar injusticias a futuro. Un componente medular de la narrativa de este grupo es la creencia de que El Salvador tuvo alguna vez una edad de oro, cuando los empresarios tesoneros podían ganarse la vida honestamente dentro de un mercado libre, sin preocuparse por alguna intervención del Estado o movilización de las masas. Las fechas de esa edad de oro varían ligeramente entre los diversos narradores de la élite pero, en términos generales, todos dicen que fue en la década de 1960 cuando las cosas comenzaron a ponerse mal. Fue entonces que los militares con inclinaciones reformistas al frente de los gobiernos comenzaron a poner en marcha reformas sociales y económicas que atacaron a las élites. Por ende, los autores de memorias de la élite civil se muestran altamente sospechosos de los militares y, por cierto, prácticamente eliminan a los militares de sus descripciones de la guerra, como si 12 años de combates casi a diario contra las fuerzas guerrilleras nunca hubieran ocurrido.

Las élites optaron, más bien, por destacar su propio activismo político, especialmente la fundación del partido político ARENA. Sus narraciones dan a entender que sus actividades políticas fueron más importantes que las operaciones de combate de los militares. Ese mismo sentimiento de orgullo incita a los narradores de la élite a insinuar que se justificaba la existencia de los escuadrones de la muerte porque era la única forma en que los civiles se defendían cuando nadie más se interesaba por ellos. Obviamente, los narradores de la élite prefieren no hablar de acciones paramilitares y aprovechan cualquier oportunidad para negar que hayan estado involucrados en esas acciones. Sin embargo, algunos de ellos no pueden evitar que se les escape algún comentario en defensa del derecho a existir de los paramilitares.

Cuando se trata de describir la historia de la guerra civil y sus causas, los autores de memorias de la élite echan mano de una narración altamente selectiva. No hacen mención alguna de las condiciones sociales injustas o de la existencia de cualquier forma de abuso sistémico como encarcelamientos, torturas o ejecuciones extrajudiciales, excepto cuando ellos mismos son las víctimas y los guerrilleros los responsables. Al plantear que El Salvador vivió una edad de oro cuando todo estaba en un orden conveniente antes de la década de 1960, pintan a los dirigentes guerrilleros como unos resentidos sociales que no fueron capaces de salir adelante en una economía libre, de tal suerte que se dedicaron a la demagogia y al robo bajo la mampara del socialismo revolucionario para alcanzar sus intereses personales. Los autores de la élite tienen una opinión igualmente pobre de los dirigentes políticos de los Estados Unidos, incluyendo al presidente Reagan. En el mejor de los casos, describen a Washington como un sostén de las reformas antiélite en El Salvador y, en el peor caso, como punta de lanza del comunismo internacional en el hemisferio occidental. En términos generales, los autores de memorias de la élite civil se perciben a sí mismos como una minoría agraviada que fue blanco de las tendencias expropiadoras de militares reformistas, funcionarios estadounidenses ignorantes y revolucionarios extremistas.

La característica que aglutina a la comunidad de autores de memorias de la oficialidad es una defensa de los militares como institución y su deseo de conservarla en el futuro. La historia salvadoreña que los oficiales describen no hace referencia a una edad de oro que se perdió, más bien, señalan una variedad de males que padeció El Salvador y que requirieron la activa intervención de administradores honestos y desapasionados como ellos, quienes estaban en capacidad de ejecutar lo que más le convenía al país como una nación. En consecuencia, los oficiales, la mayoría de ellos provenientes de cunas humildes, no hablan muy bien de las élites civiles; comúnmente acusan directamente a las élites de haber creado las condiciones que permitieron el surgimiento de una insurgencia guerrillera radical en las décadas de 1970 y 1980. Los oficiales comparten la opinión de las élites acerca de la dirigencia guerrillera, a la cual califican como oportunistas violentos que solamente buscaban su propio provecho. Como parte de ese retrato, los oficiales insisten en que la guerrilla no tuvo justificación alguna para comenzar la guerra porque los militares ya habían estado poniendo en práctica las reformas necesarias para corregir los problemas nacionales. Naturalmente, los oficiales se inclinan por describir una guerra en la que ellos pelearon honorablemente y, por lo tanto, también presentan una versión de altamente selectiva de la guerra, en la cual no hay mención alguna de masacres o tácticas de tierra arrasada. Cuando se refieren a la estructura interna del Ejército, los oficiales describen sus relaciones con las filas en términos armoniosos, con las cuales compartieron un compromiso por alcanzar objetivos nacionalistas en común. Finalmente, los oficiales afirman que ellos como individuos y el Ejército como institución fueron objeto de una conspiración promovida por civiles al final de la guerra. A través de esa conspiración, la guerrilla y las élites zanjaron sus diferencias y se unieron contra los militares con miras a destruirlos por ser rivales por el poder. En cuanto a Estados Unidos, los oficiales comparten con las élites una apreciación bastante modesta de la nación del norte. Agradecen la ayuda que brindó Estados Unidos, pero también creen que los funcionarios estadounidenses eran unos extranjeros ignorantes de la realidad salvadoreña, además que intentaron imponer su voluntad sobre El Salvador y, en consecuencia, impidieron al Ejército llevar a cabo la guerra con eficacia.

La comunidad de memoria de los comandantes guerrilleros está definida por la creencia de que la sociedad salvadoreña requería ser reestructurada y que los dirigentes guerrilleros debían hacerse del poder político para llevar a cabo dicha reestructuración. La mayoría de dirigentes guerrilleros provenían de entornos de comodidad relativa caracterizados por relaciones familiares fuertes y oportunidades educativas; la mayoría eran estudiantes universitarios cuando se unieron a la guerrilla. Por tanto, la manera en que describen sus propias historias y la del pasado reciente de El Salvador tienden, irónicamente, a asemejarse a la de las élites civiles. Describen sus infancias en términos positivos y hasta pintan al país de su juventud como algo idílico. Fue solamente cuando comenzaron a enterarse de las injusticias sociales, generalmente como resultado de sus oportunidades educativas, que dibujan a El Salvador en colores más oscuros, pero en lugar de lamentarse sobre la pérdida de una era de oro pasada como lo hacen sus contrapartes de la élite, los comandantes guerrilleros manifiestan algo más parecido a un enojo frente a las élites y frente a los oficiales por haberles robado su inocencia.

A diferencia de las élites y de los oficiales del Ejército, los comandantes guerrilleros elaboran una descripción mucho más depurada del pasado salvadoreño; destacan hechos de brutalidad militar y explotación a manos de la élite, lo que era de esperarse porque semejantes situaciones constituían un elemento central de su campaña de relaciones públicas durante la guerra. Les permitía presentar la guerra como un acto de defensa propia y sus acciones como justas y apropiadas. Casi nunca reconocen haber cometido actos indebidos o haber tomado decisiones equivocadas. Como proyección de su autovaloración positiva, describen sus relaciones con las filas de combatientes en términos armoniosos, de la misma manera en que, irónicamente, lo hacen los oficiales del Ejército con sus soldados. Igualmente, los comandantes guerrilleros describen las relaciones entre sus combatientes y la población civil como muy armoniosas. También manifiestan una fuerte afinidad a su facción guerrillera particular, lo que sugiere que la pertenencia al FMLN se definió más por una identidad a cada facción que la que admitió su dirigencia durante la guerra.

Finalmente, la comunidad de las bases guerrilleras, compuesta casi exclusivamente por antiguos combatientes y simpatizantes civiles, se aglutina en torno a la búsqueda de mayores oportunidades en una sociedad más justa. Ubican sus historias de vida en una cadena de abusos a manos de la élite y represión de los militares y, por lo tanto, al igual que los comandantes guerrilleros, definen la guerra como una acción en defensa propia. Hacen referencia a muchos casos de represión y abuso por las élites y oficiales. Sin embargo, los miembros de las bases guerrilleras limitan sus narraciones a los acontecimientos que ellos o sus familias vivieron personalmente, en contraste con los comandantes guerrilleros, quienes tienden a describir eventos distantes e inconexos que no vieron o vivieron directamente. Es de notar que los narradores de las bases proporcionan descripciones menos celebradoras del esfuerzo bélico de la guerrilla que los comandantes; describen a los comandantes en términos comedidos, hasta críticos. La mayoría de los integrantes de las filas guerrilleras eran de origen rural y describen a los comandantes como citadinos outsiders de comportamiento altanero, dominante y, a veces, abusivo. Los miembros de la comunidad de las bases también tienden a diferenciarse de los comandantes cuando expresan las razones por las cuales se incorporaron a la guerra. Mientras que los comandantes guerrilleros optaron por el activismo político, generalmente como consecuencia de ciertas oportunidades educativas, la mayor parte de las bases describen su proceso de incorporación como producto de la necesidad y la ausencia de alternativas. Las bases explican su camino hacia la militancia a partir de una pérdida personal, como la tortura o la muerte de algún familiar, la destrucción de su casa o sus medios de vida. A pesar de la aceptación de la teología de la liberación y de las estructuras organizativas de la Iglesia liberacionista como elementos importantes en la toma de conciencia política, las bases de diferencian de los comandantes en la elección de hacerse guerrillero por decisión propia vs. hacerse guerrillero porque no hubo alternativa. Para aclarar mejor este punto, incluyo en este grupo de memoria a dos testimonios de soldados del Ejército. Sus narraciones tienen más aspectos en común con sus adversarios guerrilleros que con sus propios oficiales, especialmente lo relacionado a su participación involuntaria en la guerra.

El estudio de estas historias de vida es importante no solo porque revela las comunidades de memoria que existen sino que también muestra aquellas que podrían haber existido. Por ejemplo, uno podría haber anticipado que las narraciones de la guerrilla se dividían según las demarcaciones de sus cinco facciones o de sus diferencias ideológicas. Los comandantes muestran una lealtad impresionante a sus respectivas facciones e insultan a los dirigentes de las facciones rivales, a veces duramente. A menudo, esos insultos se derivan de las diferencias ideológicas que contribuyeron a crear las facciones en primera instancia y que han cobrado nueva vida en la era de la posguerra. Uno también podría haber anticipado que las diferencias de género terminarían dividiendo las narraciones de los comandantes, pero ninguna de esas posibilidades ocurre, ya que las narrativas de los comandantes terminan compartiendo muchos elementos en común.

Por su parte, los narradores de las bases guerrilleras suelen ignorar las divisiones ideológicas y de facción refiriéndose a la guerrilla en términos, más bien, holísticos. Describen su experiencia en la guerra y en la posguerra de manera diferente a sus comandantes, sobre quienes no tienen muchos elogios.

La misma situación se repite en los antiguos soldados del Ejército frente a sus oficiales superiores. A pesar de que la muestra es pequeña en extremo, uno podría anticipar que sus narraciones se asemejarían a las de los oficiales, pero en lugar de eso, las narraciones de los soldados se parecen mucho más a las de sus antiguos enemigos, los combatientes guerrilleros (Martínez Peñate, 2008).

Uno podría suponer que los oficiales del Ejército se dividirían en dos o más facciones. Los oficiales no son un conjunto homogéneo, se identifican con ideologías diferentes, pertenecen a tandas rivales y algunos hasta se detestan mutuamente. Además, antes y durante la guerra, sus rivalidades se manifestaron como conspiraciones políticas serias, incluyendo algunos episodios con resultados fatales, tales como el golpe de Estado fallido después de la elección presidencial de 1972. Sin embargo, estas diferencias potenciales quedan obviadas por el contenido similar de las narraciones de los oficiales, en tanto cada uno de ellos sí se identifica con la supervivencia del Ejército por encima de todo lo demás.

Finalmente, uno podría pensar que los antiguos aliados – las élites civiles y los oficiales del Ejército – conformarían una sola comunidad de memoria; ciertamente, tienen algunas memorias en común y comparten los mismos enemigos, a saber, revolucionarios de izquierda y sus aliados extranjeros, así como los Estado Unidos, pero sus narraciones son más diferentes que parecidas, así tienen prioridades divergentes y se ven entre ellos como rivales.

De manera similar, las revelaciones que surgen de las historias de vida, especialmente el descubrimiento de cuatro comunidades de memoria particulares, proporcionan perspectivas sugerentes sobre la política de posguerra, por ejemplo: considérense las críticas dirigidas a los antiguos comandantes guerrilleros. Algunas sincronías narrativas sorprendentes emergen de la pluma de varios narradores que podrían tener importantes repercusiones políticas. Las críticas de las filas guerrilleras hacia sus antiguos comandantes se asemejan bastante a las acusaciones que dirigen las élites civiles y los oficiales del Ejército a esos mismos comandantes. Élites y oficiales pintan a los comandantes como conspiradores que buscaban su propio provecho y pelearon la guerra desde la comodidad de hoteles y residencias de lujo en el extranjero. Esas críticas recuerdan las descripciones proporcionadas por las filas de combatientes guerrilleros cuando se refieren a sus comandantes como personas venidas del exterior, remotas y a veces abusivas, quienes tenían pocas cosas en común con los combatientes. Además, esos comandantes negociaron el fin de la guerra sin consultar a los combatientes y después los abandonaron en aras de sus propias carreras después de la guerra. Resulta irónico que las mismas narraciones de los comandantes refuerzan esta sincronía en tanto dicen cosas similares entre ellos mismos contra sus rivalidades de facción. Los dirigentes de las otras cuatro organizaciones acusan a los comunistas y su dirigente, Schafik Handal, de conspiradores natos que se preocuparon más por colocarse bien dentro del FMLN en lugar de enfrentarse al enemigo en el campo de batalla. La división del FMLN en facciones rivales después de la guerra ofrece aún más oportunidades para lanzar semejantes críticas. El grupo de los “renovadores”, que surgió en gran medida del ERP, la RN y el PRTC, utiliza la misma retórica para criticar a los “ortodoxos” de línea dura, cuyos miembros provienen mayormente del PCS y las FPL.

Esta alineación de aliados discursivos revela que cierta facción del FMLN se enfrenta a una considerable presión narrativa. Esta presión puede contribuir, por ejemplo, a que algunos políticos dentro del partido ARENA, donde se incluyen antiguos oficiales del Ejército de alta gradación, desarrollen la habilidad para conseguir el apoyo de los salvadoreños pobres de las áreas rurales, ya que puede ser que se encuentren alineados en términos discursivos contra algunos antiguos comandantes de la guerrilla. En términos parecidos, semejante sincronía puede convertirse en una dificultad para el FMLN, por lo menos para una de sus facciones, cuando intente ampliar o profundizar su base de apoyo dentro de ese mismo sector de la población rural pobre.

Las cuatro comunidades de memoria abarcan a casi todas las historias de vida que se encuentran disponibles hasta el 2015. Los casos atípicos son muy pocos como para constituirse en una comunidad de memoria plena, aunque algunos pueden calificarse como “proto-comunidades” o las bases de un grupo de memoria en el futuro. Una protocomunidad de ese tipo está compuesta por miembros de partidos políticos de centro o no revolucionarios. Los escritos de este tipo serían: las memorias de Julio Adolfo Rey Prendes (2008), un antiguo dirigente del Partido Demócrata Cristiano; la crónica del golpe de Estado de 1979 y las reformas posteriores de Rodrigo Guerra y Guerra (2009); y las entrevistas breves con Gerardo Le Chevalier, un activista del Partido Demócrata Cristiano (Arauz y Vaquerano, 10 de enero de 2010) y Víctor Manuel Valle, un activista del Movimiento Nacional Revolucionario (MNR), un pequeño partido progresista que formó parte de la coalición opositora en las elecciones presidenciales de 1972 y 1977 (Ueltzen, 1994). Una obra importante y precursora de estos escritos es la autobiografía de José Napoleón Duarte (1986), cofundador y miembro vitalicio del partido Demócrata Cristiano y presidente de El Salvador entre 1984 y 1989.

Estas narraciones de personajes del centro político no encajan dentro de las cuatro comunidades de memoria existentes, aunque ciertamente poseen una condición híbrida que contiene elementos que figuran las narraciones de las otras comunidades, por ejemplo: los narradores tienden a manejar un sentido bien desarrollado de la cronología histórica, la cual utilizan para contextualizar sus vidas y justificar su particular postura ideológica al igual que las élites civiles, los oficiales del Ejército y los comandantes guerrilleros. Un ejemplo revelador de lo anterior se encuentra en las memorias de José Napoleón Duarte, publicadas en 1986, en las cuales reprende duramente a los militares por haber asesinado a miles de sus compatriotas durante el levantamiento de 1932, pero también acusa, simultáneamente, a las “organizaciones comunistas indígenas” de “matar sin contemplaciones a cualquiera que estuviera al servicio de – o conectado con – las familias acomodadas de la zona” (Duarte, 1986, p. 33). Entonces esgrime la versión altamente espuria de que “ambos bandos mataron a decenas de miles de personas” (Duarte, 1986, p. 33) durante los acontecimientos, con lo cual su argumento se ubica justo dentro de la metáfora de la equivalencia moral, un componente medular de las narraciones de las élites civiles y de los oficiales del Ejército.

Un aspecto de las historias de los autores del centro que se asemeja a las narraciones de las élites civiles y de los comandantes guerrilleros es la descripción de su juventud. En su mayoría, los narradores del centro político provienen de familias urbanas, relativamente acomodadas, quienes tuvieron infancias relativamente felices y bastante normales, caracterizadas por oportunidades educativas y hasta viajes internacionales; pero entonces llega el momento, similar al de la toma de conciencia de los comandantes guerrilleros, cuando descubren que sus experiencias son muy diferentes a los sufrimientos y penurias que viven la mayoría de salvadoreños, culpan a los regímenes militares y a las élites de crear esas condiciones y describen su tránsito al activismo político bajo la esperanza de aliviar esos males; mientras que los comandantes guerrilleros convierten sus tomas de conciencia en compromisos de radicalismo político e insurrección revolucionaria. Los narradores del centro político siguen siendo anticomunistas que se identifican con la creencia de que las condiciones en el país pueden mejorarse a través de la política electoral y de las reformas sociales no revolucionarias. En todos sus contextos cronológicos, celebran cualquier movimiento u organización que promueva la democracia electoral y las reformas sociales moderadas.

Cuando los narradores describen los últimos años de la década de 1970 y la guerra civil, se encuentran en una situación compleja y a veces paradójica. Hasta ese momento, ellos habían pasado buena parte de su vida política oponiéndose a la dictadura militar, y seguían criticando duramente a las fuerzas de seguridad y a los grupos paramilitares por los abusos que cometian sin tregua, como cuando Rey Prendes pasa lista de los miembros del partido Demócrata Cristiano que habían sido asesinados por el Ejército o los escuadrones de la muerte (Rey Prendes, 2008, pp. 325-328); es entonces cuando ante la insurrección armada de la guerrilla, los narradores se ven obligados a retratar a los militares como el baluarte de la defensa nacional y el único elemento capaz de impedir que los comunistas se tomaran el gobierno. Sus descripciones de la dirigencia guerrillera tienden a asemejarse a las de las élites y de los oficiales del Ejército, es decir, las de individuos recalcitrantes de línea dura que estaban empeñados por alcanzar el poder de manera ilegítima, de esta forma se apartan de la narrativa convencional de los militares al clasificar a los oficiales en un abanico ideológico, identificándose con aquellos moderados que son partidarios de las reformas sociales. Por tanto, celebran hechos como el golpe de Estado de 1979 y las reformas económicas posteriores, las elecciones de 1982 y 1984, y el cambio estratégico de los militares hacia el programa de acción cívica en 1984, esto como evidencia de que existía una facción moderada dentro del Ejército. Lo anterior contrasta claramente con la posición de los mismos oficiales, aun de aquellos que apoyan las reformas, por ejemplo, el coronel Adolfo Arnoldo Majano le dio el título de Una oportunidad perdida (2009) a sus memorias, haciendo referencia al golpe de Estado de 1979 y a las reformas económicas posteriores que, según él, podrían haber evitado la guerra civil si los elementos intransigentes de la derecha y la izquierda hubieran permitido que se ejecutaran. No obstante, su narración no se aparta sustancialmente de la que ofrecen los duros del Ejército, a los que Majano se opuso, incluyendo su némesis en la Junta de Gobierno surgida del golpe de Estado de 1979, el general Jaime Abdul Gutiérrez (2013).

Una segunda protocomunidad en potencia es la de los sacerdotes de la línea liberacionista. Las fuentes de este tipo incluyen una entrevista breve con el padre David Rodríguez, un párroco de un municipio de San Vicente que optó por afiliarse al frente guerrillero de las FPL (Ueltzen, 1994); una entrevista en profundidad con Jon Cortina, un jesuita de la UCA que se salvó de ser asesinado en 1989 (Sprenkels, 2009); y una crónica del padre José Inocencio “Chencho” Alas (2003) de Suchitoto, que abarca una década de movilización social intensa antes de la guerra (1968-1977). Una obra importante y precursora de las tres anteriores es la entrevista testimonial de 1987 al padre Rogelio Ponseele, un sacerdote belga que llegó a El Salvador a mediados de la década de 1960 y que estuvo durante toda la guerra en el norte de Morazán que era la zona de retaguardia del ERP (López Vigil, 1987b).

En su estructura, las narraciones de los sacerdotes evidencian menos patrones que las de los políticos del centro porque son de tipos muy variados. La más larga es la memoria del padre Alas que contiene muchos elementos narrativos en primera persona, incluyendo una descripción del secuestro que sufrió a manos de los cuerpos de seguridad en 1970. Pero el grueso de su narración se centra en la historia impersonal del proceso de organización campesina en el municipio de Suchitoto y en sus alrededores durante un momento específico, el período de 1968 a 1977. No ofrece ninguna descripción de su propia vida antes o después de ese período y, de hecho, buena parte de su narración en primera persona destaca la creciente represión contra la gente pobre de su comunidad y la respuesta que generó. En este sentido, Alas quizá revela algo que podría constituirse en una cualidad fundacional de las narraciones de los sacerdotes liberacionistas, el “yo” personal en el centro de la narración que siempre expresa en tercera persona la historia de una comunidad de pobres.

Al igual que los políticos del centro, las narraciones de los sacerdotes liberacionistas manifiestan cualidades híbridas, es decir, contienen elementos que se encuentran en los escritos de los comandantes y en las filas de la guerrilla y del Ejército, por ejemplo, provienen en general de situaciones sociales estables, de familias urbanas acomodadas que les proporcionaron oportunidades de acceso a una educación. El padre Rodríguez, por ejemplo, dice haber comenzado sus estudios de latín a los 11 años (Ueltzen, 1994, p. 11). Entonces, al igual que los comandantes guerrilleros y los políticos del centro, los sacerdotes describen el momento en que su ingenuidad se viene al suelo cuando descubren la pobreza de las masas salvadoreñas y la represión que sufren a manos de un régimen militar abusivo. Este descubrimiento los convence de que deben orientar su trabajo pastoral en apoyo a los pobres, de comprometerse con la llamada opción preferencial por los pobres, con lo cual terminan enfrentándose no sólo a los militares y las élites sino que también con la jerarquía conservadora de la Iglesia católica, tanto en El Salvador como en Roma. La inclusión de la Iglesia conservadora en la narración mayor de la guerra es un aporte particular en los escritos de los sacerdotes

Lo que distingue a los escritos de los sacerdotes de los escritos de los comandantes guerrilleros y políticos del centro es su énfasis en los pobres, por lo general se refieren a un grupo específico de gente pobre al que sirven como pastores; por ejemplo, para David Rodríguez se trata de la gente en la zona de Tecoluca, San Vicente, para el padre Alas son los campesinos de los alrededores de Suchitoto y para Rogelio Ponseele son las personas que viven en el barrio marginal de la colonia Zacamil en San Salvador. Los sacerdotes atribuyen su propio despertar a esas poblaciones y cuentan sus historias esencialmente cuando narran sus propias historias. Aunque los otros sacerdotes elaboran historias personales mejor acabadas que la del padre Alas, o al menos narran desde una perspectiva temporal y espacial más amplia, se ciñen al modelo que formula Alas al subsumir el “yo” a una comunidad de pobres en tercera persona. En su introducción a la entrevista con el padre Cortina, el entrevistador Ralph Sprenkels identifica ese elemento cuando dice que para el padre Cortina: “el aspecto más importante de su labor pastoral siempre fue caminar a la par del campesino, aprender de ellos y ellas, compartir la vida con ellos y ellas” (Sprenkels, 2009, p. 3). Ese componente narrativo podría constituirse en el futuro como un tema aglutinante de una comunidad de memoria de sacerdotes liberacionistas.

Existen otras historias de vida que son muy pocas para constituirse como una protocomunidad. Acá se incluyen un par de memorias escritas por ciudadanos estadounidenses que estuvieron en El Salvador durante algunos años de la guerra, uno como periodista y el otro como afiliado a la guerrilla del ERP (Frazier, 2013 y Brenneman, 2013). También hay otras que incluyen a un fotoperiodista salvadoreño que trabajó ocasionalmente en El Salvador durante buena parte de la guerra y un internacionalista mexicano que terminó en el ERP durante la guerra (Montecinos, 2012 y Ibarra Chávez, 2009).

Los miembros de las cuatro comunidades de memoria y estos pocos casos atípicos que acabo de describir comprenden la suma total de las historias de vida que han aparecido en El Salvador entre 1992 y 2015. Este hecho revela que la gama extensa de la población que vivió la guerra y que jugó papeles potencialmente importantes en ella ha quedado completamente marginada del debate actual sobre la misma guerra. No poseemos historias de vida de élites no conservadoras, de funcionarios diplomáticos u oficiales militares de Estados Unidos, de sacerdotes conservadores que se opusieron a la línea liberacionista y, sobre todo, de los centenares de miles o, seguramente, de millones de salvadoreños que con el paso de los años se mantuvieron políticamente neutrales o se opusieron a la guerrilla. Con excepción de un número minúsculo de testimonios de soldados, también carecemos de historias de vida de las decenas de miles de soldados, o probablemente centenares de miles de hombres que pasaron por las filas del Ejército salvadoreño o de alguno de sus cuerpos paramilitares o aliados en las defensas civiles. Solamente el tiempo dirá si esos segmentos de la población comenzarán a contar sus historias e incorporarse, por ende, al debate sobre la narrativa de la guerra.

A partir de las cuatro comunidades de memoria que he encontrado, quizás estemos en presencia del nacimiento de una o más “narrativas madre” o metanarrativas que son unas interpretaciones tan poderosas y tan ampliamente aceptadas que se tornan hegemónicas y marginan a las otras narrativas. Tal como observa la estudiosa de la memoria histórica Cillian McGratten: “Los cuentos que confirman aquello que ya sabemos son los que echarán raíces con más probabilidad” (McGratten, 2012, p. 31). Si una o varias de estas narraciones de la guerra civil salvadoreña se instalan en las mentes de las personas, especialmente si es respaldada por uno o más grupos interesados con un acceso desproporcionado a los medios de comunicación masiva, será más difícil que las perspectivas contrapuestas irrumpan en la consciencia popular. Así lo plantea Margaret Somers: “Los tipos de narrativa que se impondrán socialmente se disputan políticamente y dependerán en gran medida de la distribución del poder” (Somers, octubre de 1994, p. 629).

La vecina Nicaragua ofrece un ejemplo ilustrativo de una meta-narrativa que figura en la esfera pública. Las interpretaciones históricas del famoso combatiente guerrillero Augusto César Sandino, en las décadas de 1920 y 1930, han girado en torno a dos meta-narrativa; una de Sandino como bandido y la otra de Sandino como héroe antiimperialista (Schroeder, 1998). Ambas narrativas están respaldadas por fuertes grupos interesados y ambas compiten entre sí para alcanzar un predominio en la esfera pública. Es razonable pensar que las interpretaciones de la guerra civil en El Salvador también se desglosen en dos interpretaciones contrastantes.

El tiempo dirá si El Salvador seguirá el ejemplo de Nicaragua y si en unos 40 o 50 años, digamos, los salvadoreños todavía seguirán estructurando sus memorias de la guerra civil en términos parecidos a los de hoy. Si eso ocurre, entonces, la batalla de las narrativas que observamos ahora habrá producido una o más meta-narrativas, es decir, una o más narrativas tendrán más fuerza que las demás. Un tema que pareciera tener el potencial para convertirse en una meta-narrativa es la culpabilidad por la violencia durante la guerra. Es evidente, tristemente, que existe un contraste notable en relación a la responsabilidad de las muertes y las violaciones a los derechos humanos durante la guerra. Las dos comunidades de memoria de oficiales del Ejército y las élites civiles, pese a todos sus desacuerdos, se presentan unidos en este frente; sus miembros promueven una versión de equivalencia moral cuando dicen que ambos bandos mataron durante la guerra, de tal suerte que el tema de la responsabilidad por la violencia es irrelevante y no debería ser motivo de preocupación. A pesar de que este planteamiento está reñido por una cantidad abrumadora de evidencia, las historias de vida revelan que los miembros de las comunidades de oficiales y élites civiles insisten sin cesar en difundir su versión de los hechos, mientras que las otras dos comunidades de comandantes guerrilleros, filas del Ejército e insurgencia afirman lo contrario. Los oficiales y las élites civiles ya han sacado ventaja en la arena discursiva sobre este tema, y si logran mantener esa ventaja de manera consistente durante muchos años más, entonces tal vez logren convertir su planteamiento de equivalencia moral en una meta-narrativa; precisamente, existe un precedente en El Salvador de un proceso de este tipo.

Con relación a la insurrección y la represión militar de 1932, una de las comunidades de memoria establece su identidad sobre un argumento de equivalencia moral. Sus miembros equiparan a los militares y a los rebeldes, aun cuando los primeros masacraron a miles de personas en un plazo de dos semanas comparado con las cien personas, aproximadamente, que los rebeldes mataron durante los tres días del levantamiento. Con el paso de los años, esta afirmación de equivalencia moral ha adquirido un fuerte asidero similar a una meta-narrativa entre ciertos segmentos de la población salvadoreña (Lindo Fuentes, Ching y Lara Martínez, 2010). La existencia de este hecho sugiere que las comunidades de memoria de oficiales y élites civiles cuentan con tierra fértil donde sembrar sus puntos de vista.

La guerra civil en El Salvador consistió en matar personas, tomarse territorios y lidiar por el control del Estado. Sin embargo, paralelamente hubo una guerra de palabras, es decir, la necesidad de controlar la narrativa del conflicto y, de esa manera, ganarse la opinión pública. Los dos bandos, junto a las diversas facciones dentro de ellos, compitieron entre sí para ejercer una hegemonía en las mentes de las personas; querían convencer a cuanta gente fuera posible, por lo menos a más gente que sus rivales, de que su explicación sobre la guerra era la correcta. Esta batalla por la narrativa se libró en muchos frentes, ahí se cuentan las historias de vida. Desde el fin de la guerra en 1992, las historias de vida se han constituido en la principal arena del conflicto. Los narradores de esas historias están involucrados en una batalla intensa por el control de la narrativa de la guerra, aun cuando ellos mismos no estén necesariamente conscientes de su participación en esa batalla. Sus historias, junto con los planteamientos opuestos que contienen, se están desarrollando en la arena discursiva de la esfera pública de El Salvador de posguerra. Dentro de ese espacio, los narradores están fijando los parámetros de los debates sobre política y de lo que significa ser salvadoreño después de una cruenta guerra.

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Notas

1. El aporte fundacional del testimonio es el de Dalton (1972). Ver también a Hernández (1981); López Vigil (1987a y 1987b); Alegría (1983); Carpio (1967); Martínez (1980); Díaz (1988).
2. Los términos de “esfera pública” y “comunidad imaginada” han sido tomados, por supuesto, de los escritos de Jürgen Habermas (1989) y Benedict Anderson (1983).

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