Ensayos
Mitos y palabras: El expediente del juicio militar contra los alzados del 2 de abril de 1944. Memoria histórica e historia como representación dramática1
Myths and words: The trial record military against the rebels April 2, 1944. Memory historical and history as dramatic representation
Realidad, Revista de Ciencias Sociales y Humanidades
Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, El Salvador
ISSN: 1991-3516
ISSN-e: 2520-0526
Periodicidad: Semestral
núm. 154, 2019
Resumen: Se intenta contribuir a la historiografía salvadoreña relativa a la caída del General Maximiliano Hernández Martínez en mayo de 1944, producto de la célebre “huelga de los brazos caídos” y el fallido alzamiento militar del dos y tres de abril de dicho año. De los múltiples estudios que han tratado estos hechos ninguno hace referencia extensa al juicio militar entablado contra los indiciados en el alzamiento. Contando con una copia del expediente, correlacionado con la bibliografía existente, introducimos nuevas reflexiones sobre los hechos y en particular sobre el proceso judicial como un tipo de “memoria histórica” y sobre el drama personal de quienes enfrentaron la muerte en ese trágico momento. El artículo propone varias claves de lectura de dicho documento, analiza las deposiciones de un selecto número de indiciados y compara las distintas estrategias discursivas empleadas por los mismos en esa crítica coyuntura.
Palabras clave: El Salvador, Historia, Memoria histórica, Martinato, Insurrección, Militares, 1944, Discurso.
Abstract: This article aims at contributing to the Salvadoran historiography related to the fall of General Maximiliano Hernández Martinez in May 1944, due to a noted non violent civil strike and the attempted military coup of April 2-3 of the same year. None of the many studies dealing with this matters make a detailed reference to the military trial set up against those implicated in that attempted coup. By using a certified copy of the dossier of that trial as well as former studies, we explore several key aspects of that event, including the trial itself as a type of “historical memory” and also the personal drama of those who faced death in that tragic moment. The article suggest several reading clues for that document, and focuses on the recorded testimonies of a group of defendants and the different strategies they employed in that critical conjuncture.
Keywords: El Salvador, History, Historical memory, Martinato, Military, Insurrection, 1944, Discourse.
1. Introducción
Una vez cerrado el expediente, rudo y sombrío como es, tal vez sería más juicioso para personas cultas como nosotras ... respetar el sello que la vida se puso a sí misma y mantener silencio. ¿Pero habremos de retirarnos sin un eco, un discurso cuyo resonancia en nosotros ha durado hasta este día, y que en consecuencia genera palabras en virtud del paso del tiempo? No nos hemos desecho de nuestra deuda hacia estos cadáveres.
Jean Pierre Peter y Jeanne Favet. En Michel Foucault Ed. Yo, Pierre Rivière. Barcelona, Tusquets. 3.ª ed., 2001 p. 175.
El “martinato”, como se conoce el período de gobierno del General Maximiliano Hernández Martínez (MHM) que duró casi 14 años (1931- 1944), es punto obligado de los estudios sobre el origen del régimen político autoritario que, a través de distintas alianzas y combinaciones, pero siempre concediendo un papel protagónico al ejército, prevaleció en El Salvador hasta casi finales del recién pasado siglo. Se trata de un caso más de un fenómeno bastante común en América Latina: los “regímenes militares”, término que si bien resulta adecuado para caracterizar el aspecto más visible del sistema político, no es suficiente para cubrir las complejas relaciones de poder que, siempre diferentes en cada caso, les dieron sustento, explican su desarrollo en el tiempo y permiten finalmente comprender su desplazamiento, al menos por ahora, por sistemas formalmente democráticos. En el caso salvadoreño, el “martinato”, salvo algunos trabajos poco conocidos, sólo recientemente ha sido objeto de estudios más sistemáticos, la mayoría de los cuales ponen en cuestión lugares comunes de la memoria histórica consagrada. Gracias a ellos ha sido posible tener una percepción más adecuada de las redes sociales que sirvieron de sustento a la dictadura, así como el papel que distintos grupos jugaron en momentos clave tal como la insurrección de 1932, la famosa “matanza” con la que se dio fin a una insurrección popular que ocupa un lugar tan destacado como trágico en la historia salvadoreña. Sin embargo, como en tantas áreas de la historiografía de ese país, quedan todavía numerosos vacíos por llenar.
El final del gobierno de MHM con su renuncia al cargo en mayo de 1944 cuando cumplía 13 años en el poder y había logrado apenas dos meses antes reelegirse por cuarta vez para un nuevo período de cuatro años, ha sido objeto de un buen número de relatos, la mayoría de carácter circunstancial y a menudo ideológicamente sesgados3. Desde hace varias décadas existen también análisis de cierta densidad interpretativa, pero poco difundidos, y no fue sino hasta la realización de la importante investigación de Patricia Parkman a fines de la década de 1980, que fue posible tener acceso a una síntesis amplia, seria y desapasionada de lo que todavía es un período polémico de la historia salvadoreña. En esa obra se destaca la inédita circunstancia de una “insurrección no violenta” que acabó con una férrea dictadura militar por medio de una huelga general “de brazos caídos” que involucró a importantes y diversos sectores de la población. También se describe, en base a la información que logró recoger la autora, el alzamiento militar que tuvo lugar durante los días 2 y 3 de abril de ese año, o sea, inmediatamente antes de la huelga, y que constituye su antecedente inmediato y que en buena medida la desencadenó4. El alzamiento fue reprimido eficazmente por el dictador, de forma que para el día 3 ya estaba de nuevo en control del gobierno. Se procedió de inmediato a constituir un Consejo de Guerra que, en dos sentencias dictadas los días diez y veintitrés de abril, dictó sentencia de muerte para 44 personas, mayormente militares. De estos fueron fusilados, por estar presentes, trece militares y un civil. (Ver anexo 1).
Sobre el juicio mismo no existen, sin embargo, más que referencias ocasionales y muy pocos comentarios que apuntan a la celeridad de los procedimientos, a la ausencia de una auténtica defensa de los implicados y a lo drástico de las condenas5. El juicio quedó interrumpido por la renuncia del dictador el 7 de mayo y los muchos detenidos que en ese momento existían fueron liberados. Los fallos condenatorios que no se habían ejecutado quedaron de hecho sin efecto, gracias a la amnistía decretada el día 9 de mayo. Los insurgentes fusilados así como los sobrevivientes, como es propio de toda memoria histórica, se incorporaron al arsenal simbólico al que vendrían a recurrir, desde perspectivas muy diferentes, los discursos y proyectos políticos de los distintos actores presentes en el escenario público salvadoreño de los años por venir.
El presente ensayo enfoca el alzamiento militar a la luz de la información que provee un documento muy poco conocido: el expediente del juicio militar que se instruyó en contra de quienes aparecían involucrados en aquél, la que hemos complementado con la que surge de un número de declaraciones claves recogidas en otras investigaciones unidas a nuestra propias indagaciones y análisis. El expediente en sí permite varias lecturas o claves de interpretación que apuntan a interrogantes de naturaleza distinta aunque complementaria, como esperamos definir más adelante, destacando en particular aquella que permite rescatar la individualidad dramática de determinados actores (lo que pudiéramos llamar “su palabra”), oficiales del ejército, cuya participación en el alzamiento y en el posterior proceso ha quedado en alguna manera oscurecida por la acción del mito.
La “capacidad de olvido”, que Gilberto Aguilar Avilés6 atribuía a la idiosincrasia salvadoreña, es, sin duda, una característica lamentable de ésta, cuyos orígenes pueden explicarse en parte por la cultura represiva como sistema de control social, tal como lo ha hecho en su obra Patricia Alvarenga7, tesis que compartimos puesto que la ideología es precisamente una forma de violencia simbólica, cuyo efecto específico es la restricción simplificada del sentido en una dirección políticamente motivada. El silencio puede adoptar una forma clamorosa.
No existe duda de que aquellos que pusieron sus vidas en riesgo para derrocar al dictador se hicieron acreedores del respeto que la tradición les ha brindado. Sin embargo, la investigación objetiva de los hechos se enfrenta al reto de ir más allá de esos “nombres sagrados” (según frase de la poetisa salvadoreña Claudia Lars)8 y hacer un intento por definir con mayor precisión, hasta donde sea posible, su actuación en la rebelión y en el juicio. No sólo la lejanía en el tiempo y la escasez de fuentes directas dificulta esta tarea; también es el hecho que, como sostenemos aquí, los alzados del 2 de abril de 1944, en las reconstrucciones prevalecientes a lo largo de muchos años, quedaron subsumidos en la categoría del mito, es decir, como la construcción, en el imaginario social, de una totalidad prototípica indiferenciada dotada de un sentido unívoco y trascendental. Lo que intenta representar el mito, en este caso, es la heroicidad e incluso el martirologio, de quienes se atrevieron a levantarse contra la férrea dictadura9. Todavía más, porque el acontecimiento vino a cumplir un papel sumamente importante al constituirse en símbolo fundador de uno de los más poderosos mitos políticos del proyecto modernizante salvadoreño de la segunda mitad del siglo pasado: el mito de la Unidad Nacional lograda a través de “unidad entre pueblo y ejército”10.
Además de constituir un referente en la reconstrucción de la biografía de los personajes que aparecen como actores del proceso, la posibilidad de contar con una copia del expediente completo y correlacionarlo con la bibliografía existente, abre una ventana para reflexionar, no solamente sobre la insurrección militar como acontecimiento, sobre la base de la descripción de los hechos que permite el expediente, sino también sobre el proceso judicial como un tipo de “memoria histórica”, como un discurso con eficacia social específica, construido por medio de estructuras significantes propias, en un contexto en donde es posible identificar complejas negociaciones sobre la “verdad de los hechos”. Pese a lo modesto de este primer ensayo en deconstrucción del proceso, esperamos que pudiera permitir el considerar algunas hipótesis sobre el momento crítico que significó la caída de la dictadura y el desmoronamiento de la compleja red de poder que la mantuvo por casi tres lustros.
Este artículo se inicia describiendo a grandes rasgos el alzamiento militar del 2 y 3 de abril, la organización del proceso y el expediente mismo. Proponemos luego diversos acercamientos metodológicos a la lectura del proceso judicial como fuente histórica, desarrollando particularmente una de ellas en torno a las deposiciones de un grupo destacado de indiciados. Concluimos con algunas consideraciones que surgen de esta lectura, con la esperanza de despertar el interés de otros investigadores en torno a este tema y respecto al material utilizado11.
2. El suceso, el documento y la estructura del proceso
Los análisis más rigurosos sobre el final del “martinato” coinciden en indicar que para inicios de los años 40 la popularidad de que en algún momento había gozado MHM, se había debilitado considerablemente, sobre todo entre importantes sectores que habían sido por muchos años sus principales apoyos12. Como sucedía en muchos países latinoamericanos a principios del Siglo XX el sistema político se sustentaba sobre las clásicas “tres patas del taburete” de la dominación, que eran la oligarquía tradicional, el ejército y la Iglesia Católica. En un país pequeño y dentro del más inmediato “patio trasero” de los Estados Unidos de Norteamérica, también el apoyo o por lo menos el beneplácito de ese país era un elemento de estabilidad que pocos gobernantes podían pasar por alto, salvo en circunstancias muy excepcionales. Al menos dos de estos puntos de apoyo estaban haciendo crisis para la dictadura, como enfatiza la literatura correspondiente y que resumiremos brevemente en lo que sigue13.
Por un lado, y luego del largo período de gobierno “martinista”, estaba creciendo el descontento entre muchos sectores de las clases altas y en importantes grupos vinculados al comercio y a la naciente industria, preocupados por el estilo centralizado y autocrático del gobernante, que afectaba a menudo sus intereses, y especialmente por las políticas sociales de las que había hecho gala el régimen en distintas coyunturas y que reaparecían en vistas a la perpetuación de MHM en el poder. Algunos de esos grupos estuvieron dispuestos a aportar importantes sumas para financiar el alzamiento militar, factor importante como veremos más adelante. También existía profundo descontento entre las emergentes clases medias, particularmente profesionales asentados en la capital y en ciudades importantes como Santa Ana. Entre la clase media se destacaban muchos profesores y estudiantes de la Universidad Nacional, que desde 1938 había perdido su autonomía y era un verdadero hervidero de descontento. Poco a poco se fue configurando un consenso alrededor de la defensa de los ideales liberales y en particular en contra de la perpetuación de la dictadura. La manifestación abierta del descontento, sin embargo, tenía que ser muy velada dado el temor a las represalias, ya que MHM contaba con una red muy eficiente de control social. Por tal motivo, los organizadores del alzamiento no disponían de una sustancial base de apoyo social, aunque como se señalará adelante se produjeron acciones populares espontáneas en particular el día 3 de abril, asunto de particular interés para los inquisidores en el proceso y que tuvo una incidencia importante en el posterior desarrollo de los acontecimientos.
Cabe destacar también el papel que jugaba la coyuntura internacional, que incidió en el clima político de ese período puesto que a todo lo largo de la Segunda Guerra Mundial las potencias aliadas (a las que un tanto histriónicamente se había unido a última hora el gobierno de MHM) proclamaron los ideales democráticos en contra del fascismo y nazismo; esto resultaba un respaldo, aunque indirecto y de principio, a la oposición antidictatorial. Ésta, a través de muy distintos mecanismos, procuró ligar su lucha a la del “mundo libre” en contra de todo tipo de dictadura; con ese argumento, buscó con frecuencia la solidaridad de otros gobiernos, particularmente del norteamericano14. De acuerdo con algunos analistas, esta estrategia estuvo en principio enfocada a persuadir a MHM para que abandonara sus intenciones continuistas a todo lo largo de 1943. Ya que no logró su objetivo, se dirigió entonces a obtener la simpatía o por lo menos la no oposición externa a un nuevo gobierno fruto de un golpe de Estado. Hay indicios de que muchos implicados esperaban contar con el beneplácito norteamericano si deponían a MHM, aunque en la realidad las cosas se desarrollaron en forma diferente15.
Dado que los comentarios que haremos en otra parte de este ensayo se refieren a militares indicados en el proceso, conviene subrayar el origen de los descontentos existentes al interior del gremio militar a la hora del alzamiento. Es importante recordar que ya para entonces los militares se habían consolidado como una casta con privilegios especiales y una identidad de sí muy particular: la misión de ser los “guardianes de la institucionalidad”16. Como lo han demostrado numerosos estudios, aunque el proceso se había iniciado desde fines de los años 20, fue durante el “martinato”, como parte de lo que se ha considerado como el inicio de la modernización del Estado salvadoreño, que se sientan las bases de la profesionalización del ejército y a la vez se produce la “bifurcación” del poder pasando a ser los militares las “clase gobernante”, dejando a la tradicional oligarquía a cargo de los negocios17. Sin embargo, y a diferencia de lo que pasaría en períodos posteriores, aquí era en el dictador en el que se concentraba el poder de decidir a quién o a quienes favorecer con puestos y prebendas, incluso a niveles bastante inferiores. Esto le permitió un férreo control sobre el gremio militar, pero también le generó rencor de parte de quienes por una razón u otra no resultaban favorecidos. Así se fue creando un considerable y heterogéneo grupo de militares marginados del poder, colocados en mandos de poca importancia o simplemente dados de baja; no eran pocos los que también habían tenido que salir del país en distintos momentos en carácter de exilados. La legislación fue también sucesivamente adaptada para sancionar severamente cualquier tipo de insubordinación18.
Caso especial lo constituían los oficiales más jóvenes, egresados de la Escuela Militar o de academias extranjeras, que contrastaban con los de “viejo cuño” o “de filas”, generalmente incondicionales del dictador. Este grupo empezaba a desarrollar un cierto tipo de identidad “generacional” de que había carecido hasta entonces el Ejército19. Además de demandas generalizadas como grupo, en términos de mejores salarios, formación y condiciones de trabajo, requerían un sistema de promociones bien definido, fundamentado en los méritos y no en el favor del gobernante de turno, aunque este fuera un jefe que para muchos era un modelo de líder militar al que reconocían grandes cualidades de autodisciplina y honradez personal, además de encarnar un ideal nacionalista muy apreciado dentro del gremio militar20. Existen suficientes indicaciones de que algunos de los más esclarecidos dentro de ese grupo hubieran esperado que MHM resolviera su reemplazo al final de su tercer período en forma tal que sus intereses gremiales fueran plenamente satisfechos. Al no producirse esto, sólo era cuestión de tiempo el que se lograran conformar los acuerdos para desplazar al viejo dictador de una forma u otra. En resumen, a principios de 1944 estaban abiertos los canales para un golpe de Estado, y la insurrección de abril no fue más que el primero de varios movimientos en una compleja partida en el ajedrez del poder. Dada la heterogeneidad del grupo que se decidió a lanzar la insurrección de abril, se produjeron serias fallas para implementar un mando coherente, cohesionado y eficaz, lo que unido a fallas de coordinación y al factor suerte, dio como resultado el que este movimiento no condujera a los resultados intentados en primera instancia, aunque sí desencadenó un proceso que llevaría posteriormente a la “Revolución de los Mayores” de 194821.
Antes de pasar a describir el alzamiento en sí, conviene comentar sobre dos aspectos que tuvieron una incidencia decisiva en el desarrollo de los acontecimientos. Para la época del alzamiento, ya estaba bastante desarrollado un esquema de distribución geográfica de los distintos destacamentos militares: un regimiento militar en cada departamento, y los cuarteles de Caballería, Aviación y Artillería ubicados en San Salvador. De hecho, en la capital todavía existían dos regimientos de infantería, el tradicional Primer Regimiento ubicado en lo que hoy es el llamado “Mercado Cuartel” en la zona central, y otro, al que se solía llamar “de ametralladoras”, identificado formalmente como el Segundo Regimiento de Infantería, que se situaba en lo que hoy día es el cuartel de bomberos en el populoso barrio de Candelaria. Existía un programa de edificaciones en marcha para establecer un solo cuartel de Infantería en la zona llamada “San Carlos”, cosa que efectivamente se realizaría unos cuantos años después. Iguales planes existían con el regimiento de Caballería y con el de la Guardia Nacional, este último también ubicado en ese entonces en el barrio de Candelaria. El cuartel de Artillería, situado en las inmediaciones de Casa Presidencial, continuaría en el mismo emplazamiento por muchos años más. Sólo el cuartel de la Policía Nacional seguiría en su tradicional emplazamiento. Como puede verse en el plano adjunto, los cuarteles mencionados se encontraban todos dentro de un radio de acción bastante reducido, y en algunos casos podían ser alcanzados uno desde el otro por fuego de fusilería, y por supuesto por la artillería. Esta circunstancia constituía un problema serio en caso de un alzamiento militar como el que comentamos, y era un componente clave de la estrategia de los conjurados22.
El otro aspecto a destacar es el del papel de dos de las mencionadas unidades: la Guardia Nacional y la Policía. Aunque no es el caso extendernos sobre el origen de ambos cuerpos, es importante subrayar que para MHM se trataba de unidades cuyo control resultaba indispensable para asegurar una eficaz ejecución de sus políticas represivas, en el campo y en la ciudades respectivamente; en ellas la disciplina y el respeto al escalafón jerárquico eran particularmente rigurosas, además de haber desarrollado un “espíritu de cuerpo” bastante acentuado23. El hecho de que ambas unidades permanecieron fieles a MHM fue decisivo en el desenlace final de la insurrección del abril.
El dictador había además extremado las precauciones para asegurarse de tener a jefes de su mayor confianza al mando de los distintos regimientos a lo largo del país, y particularmente en la capital24. Esto era fundamental, considerando que, según la normativa disciplinaria, todo oficial debe obedecer a sus mandos superiores, quienes en todo momento deben estar claramente identificados como tales. Por ello, cualquier grupo de oficiales que intentaba una sublevación debía procurar hacerlo, ya sea con la aquiescencia de sus jefes superiores o en ausencia de los mismos. En este último caso, jefes de rangos medios como mayores, capitanes e incluso tenientes podían esperar ser obedecidos por sus subordinados e incluso por sus iguales; éstos, por su cuenta, siempre podrían alegar, en caso de dudas posteriores, que respetaban las jerarquías habituales. Por supuesto, conseguir el consentimiento y mejor aún la adhesión de un jefe superior resultaba todavía mejor, por las razones indicadas. En cualquier caso, es importante destacar que se requería de un alto grado de consenso entre un grupo de oficiales de rangos inferiores para darles ánimo y tomarse todos los riesgos de una insubordinación abierta. Todos estos elementos entraron en juego en la dinámica de abril del 44.
Tomando como base la literatura existente y en especial los textos de Castro Morán, es posible reconstruir la secuencia de hechos que se produjeron durante los dos días de la insurrección, es decir el domingo 2 y los días lunes 3 y martes 4 de abril, que eran el inicio de la Semana Santa de ese año. La conspiración, que llevaba muchos meses fraguándose, giraba alrededor de un número relativamente pequeño de oficiales de distintos regimientos lo mismo que otros en situación de retiro o de baja, que actuarían en forma concertada a fin de tomar el control de los regimientos de Infantería 1º y 2º y el de Caballería en San Salvador, 5º en Santa Ana y 6º en Ahuachapán, así como la Aviación. Capturarían también el Telégrafo en dichas ciudades, y en la capital las radios YSP y YSR; por medio de ellas, un número de civiles liderados por la popular figura del Doctor Arturo Romero, trasmitirían consignas a la población en apoyo a la revuelta. También se esperaba capturar a MHM quien se encontraba fuera de la capital, y bombardear los cuerpos que seguramente le serían fieles: la Guardia y la Policía Nacionales.
La toma del importantísimo 1er. Regimiento dependía de que su comandante, el General Alfonso Marroquín, fuera persuadido por sus hermanos, el Coronel Tito Calvo y los doctores Mario y Tomás Calvo para que se sumara a la insurrección25. También se contaba con que los oficiales conjurados convencerían al comandante del 6º Regimiento en Ahuachapán, en este caso más bien por medio de amenazas. Finalmente, en el caso de la Aviación, una vez controlada la misma por un escuadrón enviado desde el cercano regimiento de Caballería, el oficial a convencer sería el segundo jefe, Capitán Mayor Julio Faustino Sosa, aprovechando la ausencia del primer jefe Mayor Juan Ramón Munés. Como relataremos luego, estos intentos tuvieron un éxito inicial aunque bastante ambiguo, lo que incidiría considerablemente en el desarrollo posterior del alzamiento.
Los otros cuerpos militares que se esperaba controlar al inicio serían el 2º de Infantería en San Salvador, y el 5º de Infantería en Santa Ana, todos ellos por los oficiales de mandos inferiores en ausencia de sus jefes, y con la colaboración de otros oficiales, tanto de alta como de baja, que se hicieron presentes en dichas plazas. Todo ello se logró en forma bastante efectiva, aunque insuficiente dada la forma como se sucedieron los acontecimientos.
Respecto al otro cuartel importante de la capital, el de Artillería conocido como “El Zapote”, se esperaba disuadir a sus comandantes a rendirse, sobre todo por la amenaza que constituía un ataque aéreo. La ausencia del primer comandante de ese cuartel, el Coronel Santiago Ayala, gran amigo de MHM, era un elemento en el que se confiaba para facilitar esto ya que al parecer se contaba también ahí con oficiales comprometidos con el alzamiento26. Tal cosa se intentó aunque con resultados totalmente contrarios a lo esperado, como veremos a continuación.
Dada la cercanía de las ciudades de Santa Ana y Ahuachapán, se esperaba que una vez tomado el control de sus cuarteles los insurrectos enviaran destacamentos armados a la capital para apoyar el alzamiento y sofocar cualquier resistencia. Es importante subrayar la gran importancia que le daban los planes de los alzados a la acción aérea, ya que los cuarteles no contaban con armamento adecuado para resistirla, siendo en cambio sumamente vulnerables a un posible bombardeo dado la naturaleza de sus construcciones que databan de mucho tiempo atrás. El arma aérea, además, por su relativa novedad en el país, añadía un importante elemento psicológico a la estrategia de los alzados.
Aunque es poco probable que la existencia de un complot fuera algo totalmente ignorado por MHM, todo hace indicar que pensaba prevenirlo confiando en el apoyo de los más altos oficiales a cargo de los cuarteles y cuidándose de transferir frecuentemente a posibles sospechosos a otras unidades o, en caso necesario, dándolos de baja, como se había hecho en el pasado con frecuencia. De acuerdo con la información existente, el plan insurrecto contaba con conseguir el apoyo, ya sea directo o solapado, de algunos jefes de cuartel, como era el caso del General Marroquín en el 1º de Infantería o del Coronel Carlos Salmón Chavarría, segundo jefe en Ahuachapán. El primero por la influencia que sus medios hermanos, el Coronel Tito Calvo y los civiles doctores Mario y Tomás Calvo Marroquín, todos ellos profundamente comprometidos en la conspiración, podrían ejercer sobre él, y el segundo porque era parte desde hacía tiempo, aunque de una forma cuidadosamente encubierta, del complot. En este último caso, se contaba con su habilidad para persuadir por la fuerza de los hechos al comandante Coronel Ladislao Escobar, cosa que efectivamente logró, como detallaremos más adelante en este trabajo27.
La fecha del alzamiento también fue adecuadamente escogida, a fin de que se pudiera contar con que un buen número de oficiales superiores, partidarios de MHM, estarían fuera de los cuarteles con licencia por el período de Semana Santa. Esto también permitiría que algunos oficiales clave para el alzamiento alegaran licencias para circular libremente por la capital, y hacerse presentes en regimientos distintos del propio o en lugares clave como el telégrafo; tal fue el caso del Teniente Julio Adalberto Rivera, único oficial de la Guardia Nacional entre los complotados, como veremos luego. También se esperaba que ya tomado el control de hecho un número de indecisos de los mandos medios como capitanes o tenientes se uniera a la causa28. En algunos casos estaba contemplado el uso de la fuerza para reducir a los oficiales que no se quisieran plegar al movimiento, cosa que hubo que hacer en algunos casos, aunque la tónica generalmente fue la presentarlos con hechos consumados29. Incidentalmente, si nos remitimos a algunos testimonios que aparecen en el juicio, algunos oficiales fueron convencidos de participar en las acciones bajo la creencia de que no peleaban en contra del dictador sino en su apoyo30.
En lo que respecta al mando militar de los insurrectos, es sorprendente encontrar que no existe un acuerdo respecto a cómo éste estaba constituido, lo que es un indicador importante para explicar muchas de las fallas de coordinación en el momento de la acción insurreccional31. Más que una dirección central, todo parece indicar que lo que existía era un plan a ejecutarse en objetivos específicos y bajo la responsabilidad de ciertos oficiales clave, pero no mucho más. Aunque en algún momento se hizo circular la información de que se había constituido un Directorio Militar, pareciera que esto se hizo más bien para convencer a posibles indecisos y no reflejaba la existencia de un mando efectivo32. La falta de éste se vino a sentir cuando los planes tan cuidadosamente elaborados empezaron a fallar.
Una afortunada coincidencia parecía favorecer los planes de los insurrectos: en vísperas del día señalado para la acción se supo que MHM estaría fuera de la capital ese domingo 2, y se decidió capturarlo ya sea en el puerto de La Libertad en donde se encontraba, o en la ruta. Con ello se tendría una carta muy poderosa para lograr el éxito del alzamiento.
Las principales metas planeadas en la etapa inicial de la insurrección se lograron efectivamente, puesto que en las primeras horas de la tarde del día 2 se logró el control de los cuarteles 1º y 2º de infantería, la Caballería, la Aviación y los cuarteles de Santa Ana y Ahuachapán, este último luego de trabajosas negóciaciones con su comandante, como veremos más adelante. Las comunicaciones también parecían controladas, y en esas dos últimas ciudades, al final del día, se prepararon contingentes que deberían trasladarse a la capital en las primeras horas del día 3, como estaba planeado33. Durante horas de la tarde del primer día, aviones insurrectos bombardearon reiteradamente, aunque con poco acierto, las instalaciones de la Policía, que también recibía el fuego del 1er. Regimiento, pero resistía con denuedo. Más efectiva había sido la acción del 2º Regimiento contra el cuartel de la Guardia, que fue abandonado por sus tropas. Tropas de este Regimiento habían ocupado posiciones estratégicas en el cerro “El Calazo”, desde donde bombardeaban “El Zapote” (ver plano de San Salvador)34.
Sin embargo, en la misma tarde del día 2 algunas cosas empezaron a funcionar mal para los rebeldes. El dictador, haciendo acopio de su inveterada valentía, logró evadir el cerco y llegó al cuartel de la Policía, desde donde logró comunicarse con otros regimientos fieles. Por otro lado, el intento de lograr la capitulación del importantísimo cuartel de Artillería falló al reintegrarse al mismo su comandante el Coronel Ayala y tomar control de la oficialidad, y de paso fueron capturados dos importantes líderes de los alzados que se habían constituido en dicho lugar, provenientes del 2º de Infantería, en calidad de parlamentarios. Al estar de nuevo ese cuartel en manos de sus aliados, MHM logró coordinar un contraataque y se empezó a devolver el fuego a los cuarteles rebeldes.
En la mañana del lunes siguiente continuaban las acciones de los insurrectos, sobre todo de la aviación y del 2º Regimiento. En el 1º de Infantería, el Coronel Calvo esperaba los refuerzos de Santa Ana y Ahuachapán, antes de emprender alguna acción más decisiva en contra de los cuarteles fieles a MHM y, según coinciden los comentaristas, en su impaciencia por tomar contacto con ellos dejó el cuartel en horas de la mañana a bordo de un tanque. Entonces ocurrió lo inesperado: el General Marroquín decidió rendir el cuartel izando “bandera blanca” y enviando a varios colegas suyos que se encontraban en el cuartel como emisarios para tal efecto. Esto provocó el mayor desconcierto entre los rebeldes, de tal suerte que en las primeras horas de la tarde las tropas de MHM habían recuperado el 1er. Regimiento, las radioemisoras y el Telégrafo, aunque todavía el 2º Regimiento continuaba combatiendo. Esa misma tarde los aviadores rebeldes decidieron llevar sus aviones rumbo a Occidente, aunque la base, bajo fuerte ataque de tropas leales al gobierno, resistió hasta el día martes 4. Las tropas provenientes de Santa Ana, acompañadas por un nutrido número de civiles mal armados, no pudieron ser de ninguna efectividad y terminaron siendo emboscadas cuando se retiraban, siendo “literalmente masacradas”35.
Muchos oficiales alzados fueron capturados o se entregaron, y posteriormente declararon formalmente como indiciados en el proceso que comentaremos en este trabajo; un cierto número logró salvar la vida escondiéndose o saliendo del país con enormes dificultades y fueron procesados “en ausencia”. En lo que respecta a los civiles, fueron formalmente indiciados un gran número de ellos por su participación en los cuarteles y la emisora, pero la mayoría logró esquivar la captura; una importante excepción fue Víctor Marín, personaje clave en la organización de la revuelta, que sería fusilado luego de sufrir tremendas torturas. Cabe destacar también el caso del popular líder civilista Doctor Arturo Romero, quien fue hecho prisionero y seriamente lesionado el 5 de abril, mientras huía a través de zonas agrícolas del oriente del país, siendo condenado a muerte cinco días después. Se supone que no llegó a ser ejecutado porque su estado de salud era muy precario36.
Una vez tomado en su totalidad el control de la situación, el día 4 de abril se dio por iniciado el proceso contra los alzados. Tal como se indicó antes, la legislación vigente dejaba bajo la jurisdicción militar a cualquier implicado en actos de sublevación en contra del gobierno, por lo que el proceso incluyó tanto a militares como a civiles. Como se requiere en estos casos, se levantó un expediente formal para juzgar a los alzados como culpables de los delitos de “rebelión y sedición”, el cual pasamos a describir37.
Dicho expediente consta de dos volúmenes o piezas. La primera fue iniciada “a las siete horas del día cuatro de abril de mil novecientos cuarenta y cuatro”, y cerrada el día veintiséis del mismo mes, constando de “doscientas sesenta y una fojas útiles”38. La segunda pieza, iniciada de inmediato, consta de sólo cuarenta y cuatro, siendo la última declaración tomada “a las nueve horas del día tres de mayo” del mismo año. No existe ningún acta de cierre del proceso ni indicio de cómo se realizó dicho cierre39. Puesto que los escenarios de la insurrección fueron, además de la capital, San Salvador, las ciudades de Santa Ana y Ahuachapán, distintas deposiciones se produjeron en tales ciudades, dejándose constancia de ello en el expediente, debidamente fechadas en estricto orden cronológico.
De acuerdo con la legislación militar que se aplicó en este proceso, existieron varios funcionarios que hicieron su aparición en distintas etapas del juicio, empezando por el Fiscal Militar, el Teniente Coronel Andrés Eulalio Castillo. En total, se recibieron 47 testimonios de indiciados y 64 de testigos40. Para la noche del 9 de abril, ya se había recabado la prueba que se consideró suficiente para constituir un Consejo de Guerra, lo que se hizo luego de un sorteo celebrado esa misma noche (fs. 95), quedando como propietarios los siguientes oficiales de rango superior: General Luis Andreu, Coronel Santiago Ayala, Coronel Joaquín Adolfo Fermán. Continuaron varios trámites, todos ellos realizados con gran celeridad, que incluyeron el nombramiento de defensores y las notificaciones correspondientes, y el Consejo dictó sentencia a las dos de la madrugada del día 10 de abril (fs.103 v a 106 v.), condenando a muerte a 25 de los 29 (de los cuales eran 23 militares y 6 civiles) formalmente indiciados hasta ese punto. El día 22 de abril se reunió de nuevo el mismo Consejo y el 23 dictó sentencia (fs. 257 a 259), igualmente de muerte, contra la totalidad (19) de los indiciados formalmente hasta ese punto, de los cuales 15 eran militares y 4 civiles. Del primer grupo, fueron efectivamente fusilados, por estar presentes, 10 militares y un civil. De los del segundo Consejo fueron fusilados, por la misma razón, tres militares. Los civiles condenados no habían sido capturados, por lo que salvaron su vida41.
3. Cuatro claves de lectura
La primera clave parte del hecho que como todo documento, el del proceso constituye una fuente de información directa sobre sí mismo, o sea sobre la forma y circunstancias en que se llevó adelante la instrucción, las deposiciones y otros actos procesales hasta llegar a las sentencias y su posterior ejecución. Además, las declaraciones ahí consignadas constituyen fuente directa de aquello que el dicente se imputa a sí mismo, e indirecta sobre lo que atribuye a otros. Sin embargo, su lectura e interpretación requiere suma cautela, dada la naturaleza y circunstancias que rodearon a su producción como tal. En una coyuntura en la que se ponía en juego la vida, propia o ajena, cada declaración debe ser leída como un gesto dramático cuyo sentido va más allá de la simple relación de un hecho. Finalmente, existe también una lectura del proceso más allá de sí mismo, en términos del impacto del acontecimiento histórico en el imaginario social en cuyo seno se produjo, en la producción conflictiva de su memoria histórica.
El natural cuidado que un investigador debe guardar en la interpretación del testimonio como fuente histórica adquiere una dimensión especial en el caso de los expedientes judiciales, donde precisamente son los hechos mismos y su interpretación lo que suele estar en disputa, con versiones encontradas producto del interés de las partes en lograr sus propios objetivos. Una lectura del expediente en busca de información histórica confiable debe partir del hecho de que éste, como todo proceso, fue conducido por funcionarios cuyas actuaciones aunque se enmarcaban formalmente por las normas procesales, fueron objeto de influencias “extra proceso” que podían, como lo hicieron, determinar significativamente la marcha del mismo y el contenido de la información consignada. En el caso que nos ocupa, resulta obvio el interés del dictador y de sus partidarios en lograr castigos expeditos y ejemplares contra los insurrectos; basta seguir las fechas de las distintas actuaciones en el expediente para ver la celeridad con que se procedió en esa coyuntura, poniendo en evidencia el interés de las autoridades militares en llegar a resoluciones prontas y extremas en poco tiempo, probablemente para servir de advertencia a otros posibles opositores. Como se ha comentado antes, en la práctica tal celeridad obró en forma directamente opuesta a lo deseado, ya que contribuyó a fortalecer la determinación de quienes opusieron la desobediencia civil y finalmente dieron al traste con la dictadura.
Surge también la pregunta de cuántas de esas declaraciones fueron extraídas por medio de torturas o amenazas, o incluso si lo que aparece consignado fue enteramente fabricado por los acusadores, hasta el punto de dudar de la legitimidad de las firmas que calzan dichas deposiciones. Esta pregunta es ciertamente legítima y no puede contestarse enteramente con los recursos de que disponemos. Sí podemos consignar que distintas fuentes son unánimes en consignar que muchos detenidos fueron tratados violentamente ya sea en el momento de su captura como en los días previos a que rindieran sus declaraciones. Pero hasta la fecha ninguna de las fuentes ha puesto en duda que los indiciados ratificaron efectivamente éstas tal como fueron consignadas en el expediente, lo cual da pie a afirmar que las mismas constituían sus versiones personales sobre los hechos en cuestión. Cuán veraces fueron en la relación de los hechos, es algo que sólo se puede discernir a través del análisis cruzado de información provista por el mismo documento o por otras fuentes. Un asunto diferente es dilucidar el propósito que se buscaba sosteniendo una u otra versión, asunto que requiere otro tipo de lectura como veremos luego.
Dicho todo lo anterior, es preciso subrayar que un documento como el que nos ocupa sigue siendo una rica fuente de datos, que, apoyados por otros, nos ratifican o modifican nuestro conocimiento sobre hechos y situaciones, e incluso ayudan a corregir inexactitudes existentes en otras fuentes de referencia42. Desde esta perspectiva, todos los elementos probatorios recabados en el proceso, tomados en su globalidad, permiten reconstruir la dinámica de la acción en forma que permite complementar otros testimonios conocidos así como otras fuentes secundarias. La relación de la insurrección que hemos consignado en este artículo ha sido elaborada teniendo en cuenta mucha información contenida en el expediente, pero sigue siendo una versión resumida de hechos, quedando muchos interesantes detalles para ser explorados, ojalá a través de futuras investigaciones43.
Una segunda clave de lectura del expediente consiste en analizar el proceso como acto jurídico-procesal, orientado a la producción de un tipo de “verdad” cuya construcción es obra del proceso mismo y que se materializa en la sentencia. En este caso, se trataría de determinar si el proceso se desarrolló de acuerdo con la ley y en particular si había pruebas adecuadas y suficientes de que determinadas personas habían cometido los delitos de “rebelión y sedición”, participando directa o indirectamente en el alzamiento. En el caso de los militares, era particularmente importante que se comprobase que habían actuado por su propia voluntad y no por “obediencia jerárquica”.
Para esta lectura se impone la lectura cuidadosa del expediente, y sobre todo las fórmulas por las que se procura emitir un juicio, como los argumentos de la Fiscalía y las sentencias dictadas por el Tribunal Militar44. La declaración de existir “plena prueba” contra un indiciado conllevaba la sentencia correspondencia: la pena de muerte45.
No es nuestro propósito aquí calificar la justeza de las sentencias en base a la prueba, lo que en todo caso resultaría imposible de la sola lectura del proceso, ya que algunas pruebas vitales se brindaron en forma verbal ante el Tribunal, y de ellas no quedó relación explícita. Pero sí es posible observar el complicado escenario al que se enfrentaban los jueces al tratar de determinar lo que llamarían “participación agresiva y simultánea en el movimiento revolucionario”46.
Sólo en el regimiento de Santa Ana se dio una indiscutible sustitución total de los jefes principales por oficiales subordinados o por militares ajenos al servicio, por lo que la prueba recabada contra los rebeldes era bastante concluyente (aunque sin consecuencias inmediatas puesto que ninguno de los indiciados había caído prisionero)47. Respecto a los otros escenarios de la insurrección, ninguno de los “oficiales extraños”, que indiscutiblemente habían asumido mandos totalmente de hecho, y contra los cuales tampoco había mucha dificultad en tipificar su culpa con la prueba recabada, había sido capturado48.
Debería quedar claro, entonces, en principio, que cualquier oficial que hubiera obedecido a esos “ilegítimos” caía automáticamente en culpa. Pero las cosas no resultaban tan claras a la hora de recabar la prueba, porque los confabulados principales, que como indicamos antes eran relativamente pocos en número, provocaron todo tipo de situaciones confusas a fin de convencer a muchos de sus colegas para que se unieran a la rebelión o simplemente para evitar quedar implicados en caso de que las cosas no resultaran como lo esperaban. A la hora de determinar qué oficiales de rango medio o inferior obedecieron por “obediencia debida” y cuáles lo hacían por estar confabulados, el expediente muestra que no se seguía una norma uniforme, de modo tal que algunos oficiales fueron procesados más rápidamente que otros contra los que existía al menos una similar prueba inculpatoria. La diferencia vendría a ser literalmente de vida o muerte.
Consideremos los casos de los regimientos 1º de Infantería y el de Ahuachapán. Tal como ha quedado consignado en diversas fuentes y confirmado por el expediente mismo, el jefe principal del primero de éstos, el General Alfonso Marroquín, quien ocupaba un cargo de muchísima confianza para el gobierno de MHM por tratarse de la plaza militar más importante del país, se condujo de una forma sumamente ambigua. Por una parte parecía actuar en concierto con sus hermanos, en particular con el Coronel Tito Calvo quien fue no sólo fue admitido al cuartel estando de alta en otra plaza, sino que se le permitió actuar con mando de oficiales y tropa. Por otro lado, hay indicios suficientes de que el mismo General tomaba medidas orientadas a contrarrestar la rebelión, sobre todo cuando se hizo evidente que esta no discurría con el éxito que inicialmente se había proclamado. Sobre este particular volveremos más adelante. Baste aquí para subrayar que la presencia del Coronel Calvo en funciones de mando, aún bajo el supuesto de que éste trasmitía instrucciones de su hermano, el General, no era justificación suficiente para ninguno de los oficiales inferiores que actuaron bajo sus instrucciones. Los únicos oficiales que lograban exculparse eran aquellos que habían quedado bajo arresto por los insurrectos. Sin embargo, como revela una lectura cuidadosa del expediente, resulta que un buen número de oficiales aparecen como “engañados” lo que les permitió testificar como testigos contra otros, aquellos “seleccionados” para el escarmiento49.
En el caso de Ahuachapán, el expediente revela una profunda inconsistencia respecto al tratamiento del jefe principal, el ya mencionado Coronel Ladislao Escobar, y el resto de los oficiales imputados. En el expediente existe evidencia suficiente de que, aunque ciertamente no era parte de los confabulados, una vez producidos los hechos y posiblemente bajo la creencia de que se había constituido un nuevo gobierno y la amenaza de un bombardeo de parte de la Aviación, no sólo se plegó a la rebelión sino que giró órdenes en su calidad de comandante de plaza. A pesar de ello, en ningún lugar se encuentra evidencia de que fuera detenido ni tampoco indiciado al sofocarse el alzamiento, como sí lo fueron un buen número de los oficiales bajo su mando, notablemente el segundo jefe Coronel Carlos Salmón Chavarría, cuyo caso comentaremos más adelante.
Esta lectura “procesal” permite señalar otras notables debilidades en términos de lo que suele llamar un proceso “justo”, ya que los indiciados carecieron de defensa efectiva a lo largo de toda la indagatoria. Solamente a la víspera de dictarse la sentencia se cumplió con ese requisito, en forma atropellada como se ha indicado antes, al punto de que en el expediente no se han incorporado los alegatos de la defensa ni tampoco las pocas deposiciones que procuraran exculpar a algún indiciado. Las únicas referencias a estos actos aparecen en los “considerandos” de la sentencia en forma somera50. Otro aspecto que vale la pena resaltar en este punto es la forma arbitraria en que ciertos personajes que en un primer lugar son citados como indicados luego se convierten en testigos. Probablemente estamos en presencia del resultado de “arreglos extrajudiciales” que permitían exculpar a algunos a cambio de reforzar la culpabilidad de otros. Tenemos evidencia de que la gran mayoría de los indiciados estuvieron detenidos desde los primeros días de iniciarse el proceso. Sin embargo, las deposiciones “oficiales”, o sea las que constan en el expediente, van apareciendo en el mismo de acuerdo con lo que suponemos una estrategia muy definida: lograr la evidencia suficiente en contra de un número selecto de indicados, aquellos que serían objeto del “escarmiento” buscado51.
Finalmente, hay en el proceso verdaderas aberraciones judiciales, una de las cuales destaca tanto que no podemos dejar de señalarla. Es el caso de Víctor Marín, personaje que como reconocen múltiples fuentes era uno de los personajes clave en la organización de la conspiración, y que fue el único civil fusilado. Ignoramos en este punto de qué manera llegó a ser detenido, puesto que su deposición no nos da indicio de ello y no se cuenta con información adicional al respecto. Lo que está suficientemente certificado es que Marín fue objeto de atroces torturas, con “tanta saña que le habían roto los huesos de los brazos y las piernas”52. Pese a ello, lo que encontramos en su testimonio de fecha diez de abril “a las diez y siete horas con treinta minutos” (fs. 109 v.) es la admisión de una complicidad secundaria, sin mención de aquello que seguramente conocía: nombres, planes, etc. Es seguro que si las torturas hubieran logrado su objeto esa declaración hubiera sido muy diferente. Pero lo que resulta realmente sorprendente es que esa declaración aparece siendo tomada posteriormente a la sentencia de muerte dictada por el Primer Consejo, “a las dos horas del día diez de abril” (fs. 103 v.) en contra de varios indiciados incluyendo al mismo Marín. Y cuando está ya a las puertas de ser fusilado, en la madrugada del 11 de abril aparece que le notifican la sentencia de muerte (fs. 113 f.) y que “no firma por no querer”. No se puede calificar más que de cínica esta afirmación, pues es claro que se había continuado torturando al ya condenado a muerte, que ni podía mantenerse en pie por las torturas infringidas. Ello convierte a este documento en un testimonio de valentía incomparable. No nos cabe duda que hoy día se calificaría la muerte de este civil, contra el cual no había más prueba en el expediente que su presencia física en el lugar de los hechos, como un asesinato a sangre fría merecedor del repudio y sanción internacionales.
4. Estrategias de sobrevivencia. Cinco casos dramáticos y una interrogante
Una tercera lectura del expediente requiere que percibamos al proceso como un escenario y veamos a los participantes en el mismo como actores cuyos papeles en algunos casos les fueron asignados, ya sea por las circunstancias mismas o por voluntades poderosas, y en otras fueron asumidos por ellos mismos, los indiciados, por medio de distintas estrategias para enfrentar de la mejor forma posible un sino por demás amenazante.
Como hemos comentado anteriormente, la insurrección se basaba en un plan bastante sencillo que dependía en buena medida del coraje y determinación de un reducido grupo de oficiales y civiles que jugarían papeles clave en su ejecución. Las diversas fuentes consultadas y especialmente el expediente sugieren que muy pocos de ellos tenían definidos planes alternativos en caso de que fracasara el proyecto. Existen dramáticos relatos de aquellos que lograron llegar a países vecinos luego de pasar todo tipo de percances, siendo también muchos los casos de quienes fueron capturados en su fuga53.
Tenemos evidencias de que algunos indicados tuvieron tiempo para ponerse de acuerdo en versiones comunes en su descargo54, y en otros casos es notable que más bien se improvisaron versiones más o menos creíbles para justificar sus actuaciones, tal vez a la espera de que ganando tiempo pudieran salvar la vida. En lo que sigue hemos seleccionado varias situaciones que a nuestro juicio arrojan luces sobre la que sin duda era una coyuntura muy compleja. Las declaraciones contenidas en el expediente, así como algunas entrevistas clave contenidas en el libro de Castro Morán al que nos hemos venido refiriendo, reflejan algo que debería ser evidente, y es que en una coyuntura de fracaso como el que se enfrentó a partir del tres de abril, las reacciones individuales de los distintos implicados podían adoptar todo tipo de matices, que es el asunto que nos proponemos explorar a continuación.
Una sola salvedad es importante: al comentar estas declaraciones no nos inspira ningún ánimo de emitir juicios de valor respecto a los personajes de este drama —porque sin duda se trata de un drama donde la vida era lo que estaba en juego. Si sus palabras, tal como han quedado transcritas en el papel, no calzan con el modelo heroico que pueda haberse construido alrededor de algunos de los participantes en el alzamiento, no consideramos que ello sea óbice para una consideración serena de los hechos. Nuestro afán no va por el lado de aplaudir o censurar, sino simplemente mostrar el drama hasta donde podemos percibirlo, en su compleja crudeza.
4.1. La familia Calvo Marroquín en el 1º de Infantería
En la literatura sobre el alzamiento se destaca el papel central que tuvo la actuación del General Alfonso Marroquín, comandante primero del 1er. Regimiento de Infantería, pieza clave de la insurrección, y de sus hermanos maternos el Coronel Tito Tomás Calvo, Teniente Marcelino Calvo y doctores Mario y Tomás Calvo Marroquín55.
De acuerdo con la opinión prevaleciente, y que es recogida por Castro Morán en Relámpagos, la participación del General Marroquín se limitó a permitir el ingreso al 1er. Regimiento de su hermano Tito, quien de hecho era el comandante militar de la insurrección, junto a otros complotados, siguiendo luego en actitud pasiva, ya sea porque así lo había demandado él, o porque los demás no le tenían confianza56. Esa pasividad sería la culpa que le habría traído la pena de muerte; con el agravante de que su nombre apareció en la lista del Directorio Militar que supuestamente tomaría el poder a la caída de MHM57.
Un análisis de los testimonios tanto de su persona como de muchos otros oficiales pinta una imagen más compleja. De ellos se desprende que si bien Marroquín hizo mucho para aparentar ser un prisionero de sus hermanos, y en particular del Coronel Tito Calvo, en realidad dictó órdenes clave a lo largo del primer día, dirigidas directamente a varios de sus subordinados. Desde el principio resulta sorprendente el hecho de que pudiera circular con libertad y sostener conversaciones con distintos oficiales, tanto rebeldes como “neutrales”, cuando otros de sus oficiales inferiores estaban efectivamente prisioneros58. Es a partir del segundo día que su comportamiento parece reflejar sus dudas sobre el éxito del alzamiento y su decisión final de rendir el cuartel.
Confirmando el extenso descargo de Marroquín en el sentido de que desde el principio se encontró bajo el control de sus hermanos, en el proceso hay un buen número de declaraciones de oficiales que estuvieron presentes durante los hechos en el 1er. Regimiento, unos pertenecientes a éste y otros de fuera que se encontraban presentes como “huéspedes” de Marroquín, los cuales dicen que éste les pidió apoyo para encontrar la oportunidad de retomar el control59. Esto último, efectivamente, fue posible por el hecho de que tanto Tito como otros de los principales completados dejaron el cuartel en horas de la tarde del día tres. Sin embargo, el cuadro general apunta a que Marroquín intentó crearse una defensa por si las cosas salían mal, pero que tal defensa terminó pareciendo sospechosa, cuando menos, al punto que en definitiva lo llevaron hasta la condena final. Pese a sus elocuentes alegatos de estar tratando de salir de una situación muy comprometida, en este punto del proceso la lógica imperante y reflejada en la sentencia era la de que un jefe no puede bajo ninguna circunstancia plegarse a los sublevados. Como veremos luego en el caso de Ahuachapán, las cosas no resultaron tan claras en otros casos.
La declaración del Coronel Tito Calvo, a fs. 560, por otro lado, es sumamente escueta y sorprende porque busca descargarse en la oficialidad “subversiva”, que bajo amenazas se impuso a su persona y a sus hermanos, incluyendo al General Marroquín. Y sorprende porque este coronel había sido un protagonista tan directo de todos estos acontecimientos que difícilmente podría esperar no salir involucrado por una multitud de evidencias61. ¿Por qué entonces intentar una defensa tan increíble? Alguna evidencia existente permite suponer que esta declaración tenía como único objetivo apoyar la defensa de su hermano Alfonso, que en este estado era el único que podría salir librado, si se aceptaba su alegato de descargo de que había sido forzado a actuar como lo hizo. En cualquier caso, todo resultó inútil62.
Respecto a los doctores Mario y Tomás Calvo su actuación fue aparentemente de apoyo en convencer a los oficiales indecisos (ver nota 85 adelante); ambos lograron evadir la captura, y fueron condenados a muerte el 10 de abril. En esa fecha fue también ejecutado el más joven de los hermanos detenidos, el Teniente Marcelino Calvo, quien tuvo actuación tanto en el 1er. Regimiento como en la Aviación. Al igual que varios otros de los conjurados, se trataba de un oficial de baja, cuya sola presencia en los cuarteles resultaba altamente sospechosa, por lo que difícilmente podía articular un descargo creíble. Fue capturado en Sonsonate cuando huía el día 4, por unos civiles que lo golpearon brutalmente. En su declaración (fs. 36 y siguientes) hace una somera relación de su participación sin buscar justificantes y reconociendo el liderazgo de su hermano Tito, y sin hacer mención alguna al General Marroquín. En su deposición se refleja el desencanto por el desorden y la falta de coordinación que los condujo a un final que parece presentir con certeza63. Esta es una de las pocas declaraciones en las que no se busca algún tipo de defensa de parte del imputado64.
4.2. El Teniente Julio Adalberto Rivera, el único Guardia
Como hemos consignado anteriormente, varios de los conjurados no pudieron evadir la captura y tuvieron que elaborar una defensa más o menos sólida, en espera de algún cambio del clima político que les favoreciera. Uno de estos casos es el del entonces Teniente Julio Adalberto Rivera.
La información disponible no deja ninguna duda que este personaje (que más adelante llegara a desempeñar un importante papel en la política salvadoreña como miembro del Directorio Cívico Militar que tomó el poder luego del golpe de estado del 25 de enero de 1961, y luego fungiera como presidente de El Salvador de 1962 a 1967) formó parte del núcleo central del complot desde muy temprano. Su papel en la insurrección estaba claramente delimitado, ya que siendo el único del grupo que era oficial de la Guardia Nacional, podría apoyar en la toma de las oficinas del Telégrafo con mando sobre los guardias que custodiaban esa dependencia. El Teniente Rivera logró efectivamente su cometido, en estrecha colaboración con el Capitán Héctor Montalvo uno de los principales líderes del movimiento65. Estas oficinas fueron de las últimas en ser abandonadas por los rebeldes, luego de que el 1er. Regimiento se había rendido y la insurrección había fracasado; el Teniente Rivera logró huir junto con otro implicado, el Teniente Edgardo Chacón (uno de los fusilados del 10 de Abril) pero fueron capturados en la cercanías del pueblo de Comasagua.
Según su deposición (fs. 49 v. y sigs.), Rivera argumentó que estaba siguiendo instrucciones contenidas en un documento con sellos del Ministerio de Defensa, el cual le mostró Chacón, en el que se daba la orden de tomar el control de Telégrafo. Lo mismo dijo en su declaración (fs. 45) Chacón, añadiendo que la orden directa de ejecutar esta instrucción le habría sido dada por el Coronel Tito Calvo. Rivera simplemente dijo que vio los sellos sin comprobar la firma, y “colaboró” con la ejecución de lo que consideró una orden superior (fs. 49 v a 53)66. Ambos argumentaron que la presencia de Montalvo en el Telégrafo reforzaba el hecho de que obedecían instrucciones del Ministerio, del que éste era un conocido oficial.
En la sentencia del primer Consejo de Guerra se indica (considerando IV a fs. 105 v) que la prueba contra el Teniente Julio Rivera, así como contra otros cuatro oficiales, no era “perfecta”67, razón por la que no se emitía sentencia en sus casos, cosa que sí se hizo respecto de Montalvo y Chacón, que fueron condenados a muerte; este último, fusilado el 10 de abril.
Siendo bastante similares las situaciones y descargos que dieron Rivera y Chacón, destaca el que sólo al primero se condenara a muerte en el primer Consejo. Al leer el testimonio de Rivera (fs. 49 v a 53) de fecha 7 de abril, observamos que aunque es muy cuidadoso en enfatizar que actuó bajo supuestos falsos y que no ejerció mando sobre nadie más que los guardias apostados en el lugar, ya presenta una cierta inconsistencia puesto que en día domingo admite encontrarse uniformado, fuera de su cuartel y “buscando gasolina” para un vehículo, asunto poco creíble. Más adelante en el expediente se observa cómo, poco a poco, se van rindiendo varias declaraciones en las que el involucramiento de Rivera resulta cada vez más evidente68. Tal parece ser que lo mismo que otros implicados, Rivera logró ganar un tiempo que, probablemente sin imaginárselo, le valió la vida, a lo que se unió el hecho que el proceso fue orientado por el Fiscal Militar hacia otros implicados, concretamente en los regimientos de Santa Ana y Ahuachapán, dejándose su caso y el de los otros cuya prueba no era “perfecta”, para luego.
Pero Rivera y otros indiciados no dejaban de estar muy cerca de ser condenados. Es de observar que en la sentencia del segundo Consejo de Guerra, del 23 de abril, se incluye el siguiente “Considerando IV”.
“Este Tribunal estima que de la secuela del juicio aparecen indiciados que a la fecha no han sido juzgados, no obstante la orden de proceder emanada del Ministerio de Defensa Nacional, por lo que se excita al señor Fiscal Militar Extraordinario para que proceda con toda actividad y energía en la investigación correspondiente” (fs. 258 v.)
Esta recomendación, fechada diez días antes de que el proceso se suspendiera, no condujo a profundizar la prueba en contra del Teniente Rivera ni de ninguno de los otros oficiales detenidos.
4.3. El Teniente Coronel Carlos Salmón Chavarría, el “viejo” solidario
Otro importante jefe conjurado también logró salvar su vida por medio de una hábil maniobra que entramparía el proceso. Gracias a la información divulgada con posterioridad al levantamiento, se sabe que el Teniente Coronel Salmón (sic) Chavarría, segundo jefe del 6º Regimiento de Ahuachapán, estuvo involucrado en el complot desde algún tiempo antes69. Su papel consistió en acuerpar, de forma muy hábil e indirecta, la presión que los oficiales rebeldes ejercieron sobre el comandante de ese regimiento, Coronel Ladislao Escobar, para que rindiera el cuartel bajo su mando y colaborara enviando tropas en apoyo de los rebeldes, primero a Santa Ana y desde ahí a San Salvador70. El Coronel Salmón el día 3 se trasladó con varios oficiales al cuartel de Santa Ana, posiblemente con el encargo de hacerse cargo del mismo, cosa que no logró, dado el descontrol que imperaba ya para entonces en dicho lugar. Con dichos oficiales, volvió a Ahuachapán en las últimas horas de la tarde, y en vez de darse a la fuga como lo hicieron algunos, dispuso retornar al cuartel con sus oficiales, adonde fueron todos hechos prisioneros por órdenes de Escobar, quien ya estaba recibiendo instrucciones directas del Ministro de Defensa71.
Como indicamos anteriormente, una de las combinaciones que los rebeldes esperaban poner en práctica era la de convencer al mayor número de jefes y oficiales de que la revolución ya había triunfado y que les convenía plegarse a la misma. Esta operación estuvo a punto de funcionar en el importante cuartel de Artillería (“El Zapote”) el cual al decir de los comentaristas se hubiera rendido de no ser por el retorno inesperado de su comandante, el Coronel Santiago Ayala, quien no solo echó atrás la decisión de su segundo, el Coronel Díaz, sino que capturó a dos importantes oficiales insurrectos, que se habían presentado como parlamentarios supuestamente para recibir la rendición del cuartel72. Pero en Ahuachapán sí tuvo éxito la estratagema, ya que en parte por dificultades de comunicación como por presión de sus subordinados el Coronel Escobar se convenció de que convenía apoyar a la insurrección y efectivamente ordenó en las primeras horas del día 3 de abril el envío de un contingente de ametralladoras al mando del Capitán Fernando Carmona Dárdano y el Teniente Salvador Crespo (otros de los condenados en el Segundo Consejo de Guerra), quienes llegaron hasta San Salvador con su tropa el 3 de abril sin poder actuar efectivamente ante el fracaso de la revuelta tras la rendición del 1er. Regimiento.
Las decisiones del Coronel Escobar le plantearon un problema a los acusadores porque a diferencia del caso del General Marroquín en el 1er. Regimiento, no parecía haber disposición de MHM de castigar a dicho Coronel Escobar, el cual contaba con muchas amistades entre los viejos militares “martinistas”, pero contra quien, sin embargo, obraban los testimonios de muchos oficiales, concertados en el sentido de proteger al Coronel Salmón (y a ellos mismos) haciendo caer la responsabilidad en su superior.
Tal como lo confirman las entrevistas realizadas por Castro Morán y las mismas deposiciones de distintos testigos en la causa, el Teniente Coronel Salmón Chavarría, aunque efectivamente estaba por la revolución, fue muy cuidadoso en aparecer siempre como obedeciendo órdenes del Coronel Escobar, e incluso recomendándole prudencia73; esto es enfáticamente sostenido en los testimonios de distintos oficiales que se pusieron de acuerdo para inculpar a Escobar y salvar a Salmón74. En una de esas declaraciones, por ejemplo, se dice que, por instrucciones directas de Escobar, Salmón se trasladó junto con otros oficiales al cuartel rebelde de Santa Ana a indagar sobre cómo estaban ahí las cosas. En ese cuartel, dice esa declaración, el Coronel Salmón fue maltratado por civiles y militares que formaban parte del cuadro de desorden y anarquía que imperaba en ese lugar, tildándolo de “este viejo”, dando a entender que no era un oficial cercano a los sublevados75.
El resultado de todo esto fue que, pese a los intentos de emisarios de MHM para convencer a los oficiales de Ahuachapán para que declararan en contra de Salmón, incluso ofreciéndoles quedar libres de culpa, estos se mantuvieron solidarios con Salmón y entre sí, creando un “impasse” con respecto a Escobar a quien el dictador deseaba proteger76. El segundo Consejo no se tomó resolución alguna sobre el Coronel Salmón, y aún para el 3 de mayo en que se cerró el expediente no se le había tomado declaración al Coronel Escobar, ni como testigo ni como indiciado. Pensamos que también aquí todos estos oficiales ganaron un tiempo precioso y posiblemente salvaron sus vidas.
4.4. El Mayor Julio Faustino Sosa en la Aviación.
A diferencia de los anteriores, en este caso pareciera que estamos en presencia de alguien víctima de alguna terrible mala interpretación que le costó la vida. La condena y posterior fusilamiento de este oficial, segundo jefe de la Fuerza Aérea, resulta una verdadera incógnita puesto que diversas fuentes coinciden en afirmar que no había tenido ninguna participación ni en el complot ni en la dirección de las acciones de la aviación77, y la evidencia que consta en el expediente no es conclusiva.
En su extensa y elocuente declaración (fs. 86 a 90, también reproducida en Relámpagos de libertad, pp. 144-148), el Mayor Sosa da su versión de los acontecimientos del 2, 3 y 4 de abril en la Aviación, según la cual todos sus oficiales se insubordinan, apoyados por oficiales y tropas del regimiento de Caballería, y que luego tratan en distintas formas de involucrarlo en el levantamiento, incluso echando vivas a su nombre, cosa que él rechazaba enfáticamente, terminando por ser puesto bajo custodia. En su descargo, el indiciado llama a declarar a su favor al profesor Andrés Orantes, Subsecretario de Educación, quien también estaba prisionero de la Aviación y supuestamente se dio cuenta de que Sosa no apoyaba el alzamiento78. También indica que una vez fracasado el alzamiento, rehusó ofertas de escapar en avión y que decidió entregarse por no tener culpa. Según su declaración, hizo lo anterior presentándose en casa de otros oficiales de rango superior para luego ser detenido.
En el expediente existen algunas declaraciones del personal de aviación que presentan a Sosa dictando órdenes como cargar combustible, defender el perímetro y similares ante el asedio que desde la mañana del día 3 sufrían las instalaciones de la Fuerza Aérea, bajo fuego de dos compañías leales al gobierno, comandadas por el Mayor Manuel de J. Córdova y por el Capitán José María Lemus, respectivamente79. Pero esos testimonios son bastante ambiguos y no se encuentra suficiente evidencia en contra de Sosa, puesto que tampoco ninguno de los oficiales aviadores rebeldes fue capturado para ser interrogado al respecto. Más bien, destaca la declaración del antes mencionado Teniente Marcelino Calvo, quien a fs. 37 manifiesta que Sosa no estaba involucrado, ya que en esa unidad no se había podido establecer “ningún control de mando”. Todo ello confirmado por los testimonios que nos han llegado de parte de los principales participantes en el alzamiento.
Lo que sí parece haber pesado extraordinariamente en contra del Mayor Sosa es que su nombre apareció en la lista de integrantes del Directorio Militar a que hemos hecho mención antes, y que fuera transmitida a distintas unidades del ejército desde el primer día. ¿Cómo podría ser posible, si el Mayor Sosa no estaba de acuerdo en la insurrección? ¿Se trató de algo acordado con él al calor de la acción, tal vez para conseguir su adhesión, o tal vez se trató de un recurso del jefe militar, Coronel Tito Calvo, para mostrar a los indecisos que el Directorio contaba con el apoyo de la Aviación? Sin descartar que existiesen otras respuestas a dichas preguntas, en base a los elementos conocidos nos inclinamos por la última posibilidad80.
Pero no se puede descartar que existieran indicios, de los que no ha quedado constancia en el proceso, de un involucramiento mayor de parte del indiciado. También es muy posible que se hubiese querido hacer un escarmiento en su caso, juzgando que no había sido capaz de ejercer su autoridad y controlar a los oficiales insurrectos. En todo caso, estamos ante un caso cuyo desenlace dramático parece originarse fuera de la fría exposición de los hechos del expediente.
4.5. El Capitán Carlos Francisco Piche Menéndez y la artillería de precisión
El Mayor Sosa no fue el único oficial involucrado en el alzamiento que decidió entregarse esperando algún tipo de consideración o benevolencia. Como vimos, distintas circunstancias parecen haber obrado en contra de ese oficial y pese que en principio contaba con una buena defensa fue finalmente condenado. Hay, sin embargo, un caso que destaca de los demás por sus matices dramáticos, y es el del Capitán Carlos Francisco Piche, quien decidió ponerse a la disposición de sus superiores a pesar de haber tenido una participación bastante notoria en las acciones insurrectas, bajo condiciones que lo incriminaban fuertemente. Según la información con que contamos, este caso ilustra la tesis de que muchos oficiales se incorporaron a la insurrección al calor de los hechos, encontrándose luego en una situación comprometida la que trataron de resolver de la manera que juzgaron mejor, no siempre con éxito.
El Capitán Piche, fusilado el 24 de abril luego del segundo Consejo de Guerra, y uno de los elementos jóvenes más distinguidos de su generación, no estaba entre los conjurados iniciales. Se encontraba de alta en el cuartel 2º de Infantería, aunque con un permiso por goce de salud, y se presentó a éste desde la tarde del día domingo 3, por si se podía necesitar de sus servicios. Conforme a la información de que disponemos, emanada del escrito de Castro Morán al que estamos haciendo referencia, y de numerosas manifestaciones contenidas en el juicio, el Capitán Piche decidió incorporarse al alzamiento y se le encomendó coordinar el bombardeo realizado desde las alturas llamadas “Lomas del Calazo”, hacia el cuartel del Zapote, clave para el éxito esperado de la rebelión81. Cuando fracasó el alzamiento, recibió instrucciones de replegarse, y en vez de esconderse o huir optó por refugiarse en su casa; luego de enviar a su esposa a hacer indagaciones sobre su situación, se presentó el día 5 ante el Ministro de Defensa, siendo remitido a la Policía en donde continuó insistiendo en su inocencia82.
La historia del Capitán Piche ha recibido un puesto especial en la memoria popular debido a la publicación, después de su fusilamiento, de una conmovedora carta que envió a su esposa poco antes de ser ejecutado, en donde se lamenta amargamente de haber sido traicionado por “la pequeñez” “de los que he creído superiores”, siendo objeto de lo que califica ser un tratamiento desproporcionado. También declara en su declaración que los medios empleados en el alzamiento fueron inadecuados:
“Mucho menos una violencia tan mal preparada y peor dirigida según yo me imagino. Yo jamás habría tomado parte directa ahora. Tal vez en otras circunstancias, habría dado toda mi inteligencia y el triunfo habría sido nuestro, o en caso contrario habría muerto. Así debe proceder un valiente, un decidido o un militante de honor. ¿Para qué esperar a ser sentenciado? Yo no habría esperado eso. Tuyo hasta la muerte.” (en Relámpagos, op. cit., p. 182)
En su declaración como indiciado, que aparece en el expediente de fs. 53 a 54 con fecha 7 de abril, el Capitán. Piche dice que el día 5 se comunicó tanto con el Coronel Cruz, jefe del 2º Regimiento como con el mismo Ministro de Defensa, quien le dijo que “continuara en casa mientras terminaba su licencia” (fs. 54), cosa que resulta sorprendente, dado el curso posterior de los hechos, ya que para el día 8 ya Piche se encontraba preso.
Ignoramos si el Capitán Piche recibió algunas garantías que lo indujeron a entregarse, como tal vez pueda deducirse de la carta a que nos referimos antes, pero no cabe duda que lo que había sido su actuación lo ponía en una situación sumamente comprometida, cosa que probablemente no supo apreciar.
La confusión de Piche se hace evidente desde su declaración del 7 de abril, en la que se transcribe un confuso panorama respecto a su presencia en el escenario del cuartel del 2º de Infantería. Desde el principio reconoce que cuando llegó al cuartel el domingo 2 se dio cuenta que estaba al mando un oficial ajeno al mismo, el Coronel Aguilar, y que los oficiales le dijeron que los oficiales habían nombrado como jefe al Mayor Villalta, cosa que poco después pudo comprobar no era cierto83. Luego dice que hasta el día siguiente finalmente “se dio cuenta de que se trataba de un movimiento revolucionario”, se comunicó con el Comandante del 2º , Coronel Cruz, quien estaba entre los detenidos, y le dijo que estaba tratando de escaparse, relatando luego la forma en que lo hizo. En ninguna parte de la declaración se hace cargo de haber tomado parte en las acciones militares. Pero entonces, al final de su deposición, el declarante es confrontado con una nota en la que se transmite una orden directa a su persona, relacionada con la operación del bombardeo desde “El Calazo”. Aunque Piche niega reconocer el documento, éste luego es una pieza central, junto con los testimonios de varios oficiales en su contra, para su condena84.
4.6. El Mayor Humberto Pineda Villalta: una interrogante
En el dramático escenario de la insurrección, donde además del reducido grupo de conjurados tantas personas fueron literalmente arrastradas por la dinámica de los acontecimientos, no es de extrañar que la actuación de algunos personajes resulte un tanto dudosa. Aunque sea brevemente, juzgamos de interés presentar aquí el caso del Mayor Humberto Pineda Villalta, que luego sería un personaje muy importante en el Golpe del 14 de Diciembre de 1948 (la “Revolución de los Mayores”) y que en ese entonces se desempeñaba como Segundo Jefe del 2º Regimiento de Infantería.
Todas las referencias al Mayor Pineda Villalta en el expediente coinciden en colocarlo como uno de quienes tuvieron que ser detenidos por los insurrectos por no estar de acuerdo con ellos. Esto queda corroborado también en su declaración (fs. 232 a 233 v), donde además se sindica muy claramente a los principales mandos rebeldes. También el Mayor Villalta fue uno de los jefes a los que el Consejo de Guerra entrevistó en privado antes de dictar su sentencia, como dejamos indicado más arriba.
En vista de lo anterior, llama la atención la afirmación del Coronel (entonces Capitán) Daniel Guevara Paiz, uno de los oficiales conjurados, en la entrevista hecha por Castro Morán en el libro que estamos comentando, que dice que Pineda Villalta,
“Después de pensarlo un poco… aceptó participar en el movimiento y comenzó a impartir sus órdenes de inmediato. Dirigiéndose a mí ordenó: “como usted, además de militar es telegrafista, váyase de inmediato a la Dirección de Telégrafos y póngase a la orden del Capitán Montalvo” Así lo hice”” (ibíd. p. 166).
También uno de los oficiales, el Capitán Pedro Andrés Iraheta, que declaró como testigo al inicio del expediente (fs. 32 v. y sigs.), declaró que recibió órdenes del Mayor Villalta “por medio de un soldado” para instalar ametralladoras en El Calazo. Aparte de ésta, no existe ninguna otra referencia, ni en el proceso ni en otras fuentes, que corrobore esta afirmación, surgiendo sin embargo la duda de porqué no se investigó tal afirmación en el proceso. Habrá que dejar este asunto a futuras indagaciones85.
5. Los civiles. San Salvador y Santa Ana
Puesto que el propósito principal de este ensayo se centra en los militares enjuiciados, hasta este punto hemos hablado poco respecto a la participación de los elementos civiles en el proceso, siendo procedente que dediquemos un breve espacio a este tema. El papel central que jugaron ciertos elementos de la civilidad en la preparación y ejecución de la insurrección ha sido bastante bien documentado, sobre todo el de un núcleo más o menos selecto de ellos86. La estrategia acordada designaba a un pequeño grupo, básicamente los dos hermanos Calvo, Tomás y Mario, acompañando a su hermano Tito en el 1er. Regimiento87, junto con otras figuras clave de la conjura, don Agustín Alfaro Morán, el Doctor Francisco Guillermo Pérez y don Víctor Manuel Marín. De todos ellos, sólo el último fue capturado a muerte y fusilado el 11 de abril. Lo mismo que en el testimonio de algunos otros oficiales, no niega haberse involucrado en el levantamiento; tampoco aparece indiciando a ninguna otra persona88.
El otro grupo de civiles con acciones específicas fue el que tomó posesión de la radio “YSP”, de los cuales la figura central era el Doctor Arturo Romero. Este fue un grupo considerable, al cual se unieron distintas personas que de una forma u otra manifestaron su apoyo a la insurrección. De este grupo fue condenado el Doctor Romero en el primer Consejo de Guerra, y los Doctores Julio Eduardo Jiménez Castillo y Salvador Ricardo Merlos, junto con Crescencio Castellanos Rivas y Juan José Castaneda en el segundo Consejo. Castellanos Rivas, junto con el Doctor Tarsicio Castaneda Dueñas se habían encargado de ocupar otra radioemisora, la YSR, que también pudo trasmitir, aunque con mucho atraso.
Como puede verse en el anexo 2, la lista de personas mencionadas en la YSP es sumamente extensa, y la Fiscalía se concentró en los que consideraba los principales actores para recabar la prueba que consideró suficiente para sustentar las condenas de los primeros dos Consejos de Guerra.
El proceso se desarrolló de manera que las principales indagaciones se concentraron en los elementos militares implicados, con la excepción de aquellos civiles considerados los líderes principales89. Es a partir del segundo Consejo de Guerra que la atención se concentra mayormente en buscar la incriminación de todo aquel civil que hubiera tenido algún tipo de participación en el alzamiento, dejando de enfocarse en los militares que estaban todavía bajo custodia y pendientes de resolución. En el expediente consta que del total de 28 declaraciones de indiciados civiles, 22 aparecen tomadas después del segundo Consejo, o sea del 27 de abril al 3 de mayo. Aquí vemos desfilar por ejemplo a las dos únicas dos mujeres indiciadas, las señoras María Loucel y Elena Espinoza Valiente (fs. 10 y 11 de la segunda pieza, respectivamente), acusadas de participar en la toma de la YSP. Si este desplazamiento de la actividad procesal fue producto de algún tipo de instrucciones seguidas por el Fiscal Militar o de la misma dinámica del proceso, es algo sobre lo que no cabe más que especular, pero pienso que el resultado fue que vino a acrecentar el terror que la población civil sentía a partir del fracaso del alzamiento, lo cual también fue un factor decisivo en el éxito de la resistencia pacífica que forzó la renuncia de MHM.
Indagar sobre la participación civil significaba enjuiciar a un número extraordinario de personas. Y es que al iniciarse la rebelión tanto en San Salvador como en Santa Ana una gran cantidad de personas, en forma espontánea en su inmensa mayoría, se echaron a las calles en manifestación. Estas manifestaciones fueron pacíficas, puesto que salvo con un pequeño grupo que recibió armas del 2º Regimiento, en la capital los comandantes rebeldes rehusaron armar a la población90. En el caso de Santa Ana, donde el control militar de los alzados era total, las manifestaciones fueron más grandes y el júbilo tomó caracteres de fiesta popular, sobre todo porque varios periódicos locales confirmaron la caída del General Martínez, posiblemente basados en información apresurada. Muchas de estas personas ni siquiera habían sido opositores activos de la dictadura, y se unían a la celebración por razones de amistad, o hasta por curiosidad. Consecuentemente, una vez que crecía el expediente del juicio, gran parte de quienes venían apareciendo como indiciados eran personalidades destacadas de la sociedad, periodistas, médicos, abogados, y por el estilo.
Una posible explicación para esa insistencia en dirigir el proceso hacia la población civil puede estar en el temor que había despertado en los seguidores del régimen la magnitud del apoyo popular. Se trataría entonces de provocar terror en la población, pero el efecto parece haber sido el contrario: ante la amenaza de una represión que se percibía ciega y fuera de control, ceñida a una lógica implacable cuya más terrífica expresión era ese inacabable proceso de Consejos de Guerra con jurisdicción tanto sobre militares como sobre civiles, muchos se armaron del valor que hizo posible el éxito de la “Huelga de Brazos Caídos”91.
6. Observaciones finales. La lectura mitológica crítica
Una posible cuarta lectura de estos materiales, que no puede ser desarrollada aquí por la naturaleza de este trabajo, es la que suscita el hecho que no solo ese expediente sino todo el acontecimiento de marzo y abril del 44 hayan sido objeto de visiones ideologizadas que han congelado los hechos en versiones simplificadas, obstaculizado el desarrollo de investigaciones como las que se han intentado ensayar aquí.
Hace ya varios años, cuando teníamos muy poco de estar en posesión de la copia del expediente que hemos estado comentando, le preguntamos a un respetado profesional, académico y hombre de letras, ex profesor nuestro en la Facultad de Derecho y ex rector de la Universidad de El Salvador, qué diría si se recuperara el expediente del juicio de 1944. Él respondió escuetamente: lo consideraba un documento “sagrado”. Quedamos impresionados por su respuesta sobre todo porque captamos una vez más la importancia simbólica que tuvieron esos sucesos en la memoria de su generación. Nuestro antiguo maestro, como tantos otros, había sentido que gracias a las gestas de abril y mayo de 1944 El Salvador había superado la oprobiosa y larga dictadura a través del esfuerzo titánico de muchísima gente, él como joven universitario incluido, y que aquellos que habían tomado los principales riesgos, e incluso dado su vida en ese acontecimiento, merecían el respeto que se guarda a los objetos sagrados.
Desde esta perspectiva, las Ciencias Sociales nos enseñan que la creencia en objetos sagrados es la base tanto del mito como de la religión, que se convierten fácilmente en ritual y son administradas por especialistas, sacerdotes del culto. También la memoria histórica se construye a menudo alrededor de ciertos mitos, y para el científico social este hecho, antes de ser un factor de desaliento o de escepticismo, es más bien un reto para rescatar, detrás y debajo del mito, la complejidad del tejido social humano, buscando aquellos datos que fundamenten la argumentación científica.
Cuando el General Martínez salió de El Salvador en mayo del 44 aparentemente dijo que “no creía en la Historia, porque la historia la escriben los hombres”. Ahora bien, si para “creer en la Historia” necesitamos que los hechos hablen “por sí solos” o que un demiurgo nos los descifre, tal vez tendríamos que darle la razón al general. Pero no es así, dado que la investigación histórica profesional parte de reconocer que siempre nos encontramos con “restos, trazos y vestigios” cuya interpretación y reconstrucción narrativa constituye la esencia de su labor. El que sea una interpretación no le quita su validez, sino todo lo contrario, la define en su naturaleza específica.
Por ello la actitud más correcta del científico social, y particularmente del historiador, ante hechos que se han cargado de contenido mítico, debe ser la de un revisionismo serio y responsable, no porque se espere encontrar una “verdad” incontestable, no digamos “políticamente correcta”, sino porque nuestra misión es intentar una mejor aproximación a la evasiva complejidad que nos ocupa. Construir un argumento más sólido que otros, quizás, en un discurso que más bien debe ser un diálogo siempre inacabado92.
A nuestro juicio, el estudio de este expediente, que ojalá sea hecho con más profundidad por otros investigadores, nos puede dejar algunas provechosas lecciones. Efectivamente existió un proceso judicial a raíz del levantamiento, y este proceso fue conducido con las formalidades de la normativa castrense aplicable al momento. El que se haya realizado así no es poca cosa ante la versión común de que simplemente se procedió a la liquidación de aquellos que aparecían como enemigos políticos del régimen. Como todo sistema de dominación, la dictadura de MHM tenía sus pautas de legitimación que, dentro de su lógica, constituían los pilares fundamentales de su autoridad. La autoridad que se manifiesta en un proceso penal es importante, sobre todo al interior de una institución en donde las armas están abrumadoramente en manos de los subordinados. Como pedía Maquiavelo, ese es el escenario en que se administra la prudente “economía de la violencia”93.
Todavía está pendiente la dilucidación del complejo de relaciones de poder que sostenían la dictadura del General Martínez, que colapsó precisamente y en forma evidente a partir de la coyuntura de 1944. El expediente del juicio puede ser una de las muchas piezas que hay que ir rescatando del olvido y del desinterés todavía existente sobre aspectos centrales de la historia y de la cultura política salvadoreña.
Esperamos también que la descripción y análisis que hemos intentado del expediente de este histórico juicio contribuya a revisar también el “mito del héroe”. La lectura de esas palabras transcritas en fríos expedientes, en papeles que ya han visto pasar los años y que por fortuna han podido ser rescatados para la posteridad, nos muestran la diversidad humana enfrentada a una coyuntura trágica singular. La audacia que sin duda muchos mostraron al involucrarse en el alzamiento no es menor, porque luego hayan intentado salvar sus vidas a través de uno u otro recurso. Pensamos que el valor de los individuos es una cualidad que se manifiesta a lo largo de su vida en su integralidad, tanto hacia atrás como hacia delante de una coyuntura como la que vivieron todos esos personajes durante esos extraordinarios días de abril de 1944.
Sin lugar a dudas que cualquiera de los actores de ese drama suscribiría con gusto las palabras con que termina el poema “Blasón”, de nuestro querido maestro Masferrer:
PARA JUZGARME, NADIE; PARA ACUSARME, YO.
Santa Ana, Costa Rica. Mayo de 2009.
Referencias bibliográficas
1 El presente artículo fue publicado originalmente en la Revista de Historia (ISSN: 1012- 9790) San José, Costa Rica, número 61-62, correspondiente a enero-diciembre 2010. Se reproduce con la autorización correspondiente.
Anexo 1
General Alfonso Marroquín
Coronel Tito Tomás Calvo
Teniente-coronel Alfredo Aguilar
Capitán Mayor Julio Faustino Sosa
Capitán Héctor Montalvo
Capitán Guillermo Fuentes Castellanos
Capitán Manuel Sánchez Dueñas
Capitán Fidel Isussi
Capitán Benjamín Rodríguez
Teniente Marcelino Calvo
Teniente Oscar Armando Cristales
Teniente Héctor Castaneda Dueñas
Teniente Ricardo Lemus Rivas
Teniente Daniel Cañas Infante
Subteniente Edgardo Chacón
Subteniente Antonio Gavidia Castro
Subteniente Ricardo Mancía González
Subteniente Miguel Ángel Linares
Alumno aviador Enrique Aberle
Doctor Arturo Romero
Agustín Alfaro Morán
Doctor Francisco Guillermo Pérez
Doctor Mario Calvo
Doctor Tomás Calvo
Víctor Marín
Teniente-coronel Francisco Acosta
Capitán Carlos Francisco Piche Menéndez
Capitán Carlos Gavidia Castro
Capitán Alfredo Jiménez Barrios
Capitán Fernando Carmona Dárdano
Teniente Silvio López y López
Teniente Alfonso Marín
Teniente Mariano Castro Morán
Teniente Carlos Alberto Cornejo
Teniente Víctor Manuel Guardado
Teniente Miguel Ángel Muñoz
Subteniente José Luis Escobar
Subteniente Roberto Morán López
Subteniente Salvador Crespo
Subteniente Luis Bernardo Herrera
Doctor Julio Eduardo Jiménez Castillo
Doctor Salvador Ricardo Merlos
Crescencio Castellanos Rivas
Juan José Castaneda Dueñas
Notas
Notas de autor
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