Ensayo
Revisión crítica de la idea de progreso
Critical revision of the idea of progress
Realidad, Revista de Ciencias Sociales y Humanidades
Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, El Salvador
ISSN: 1991-3516
ISSN-e: 2520-0526
Periodicidad: Semestral
núm. 163, 2024
Recepción: 03 Junio 2023
Aprobación: 10 Julio 2023
Resumen: El presente ensayo aborda, desde una perspectiva crítica del eurocentrismo, los distintos usos y matices del concepto de “progreso” en las ciencias sociales y humanísticas occidentales, en vista de la crisis del paradigma científico de la Modernidad y del cuestionamiento al eurocentrismo en las ciencias sociales. En tal sentido, el autor repasa algunas elaboraciones filosóficas importantes (como Hegel y el marxismo), y las contrasta con las perspectivas que abordan autores como Benjamin, Ellacuría y Santos, que cuestionan el concepto imperante de progreso y abren perspectivas para proponer alternativas civilizatorias distintas al paradigma vigente.
Palabras clave: Progreso, Eurocentrismo, Cambio social, Modernización, Ciencias sociales y humanas.
Abstract: From a critical perspective of eurocentrism, the following essay addresses the different uses and nuances of the concept of “progress” in the occidental social and human sciences, taking into account the crisis of the scientific paradigm of Modernity and the questioning of eurocentrism in social sciences. In that sense, the author reviews some of the most important philosophical proposals (i.e., Hegel and marxism) and contrasts them with the perspectives of authors as Benjamin, Ellacurìa and Santos, that question the current concept of progress and open perspectives in order to propose civilizational alternatives to the ruling paradigm.
Keywords: Progress, Eurocentrism, Social Change, Modernization, Social and Human and sciences.
1. Introducción
La temática del ensayo se enmarca en una crítica al eurocentrismo de las ciencias sociales y humanas, y en especial a una de sus categorías principales, como lo es la categoría de progreso, que se traduce en el lenguaje académico de las disciplinas sociales al uso bajo los términos de “modernización”, “desarrollo”, “evolución”, entre otros. El progreso es parte constitutiva de la modernidad y esta aparece todavía hoy como el único modelo de civilización posible. Por eso es necesario hacer una revisión crítica de esa idea, de su carácter mítico y mostrar qué debe entenderse por progreso en la actualidad, en el contexto de una crisis civilizatoria que está llevando a la humanidad a una situación catastrófica. Se trata de reconocer la forma en que se concreta el progreso en sus manifestaciones actuales y proponer alternativas para pensar el progreso más allá de sus moldes eurocéntricos.
Por esta vía, se cuestionan los supuestos eurocéntricos de la práctica científica al uso que realizan la mayoría de los departamentos de ciencias sociales de las universidades latinoamericanas y se busca promover una reflexión crítica en torno al conocimiento generado por las ciencias sociales y su relevancia en la solución de los graves problemas socioambientales de la región.2 Mediante la superación de perspectivas, metodologías de investigación y visiones del mundo eurocéntricas se abren posibilidades para la generación de un pensamiento autónomo y la construcción de una ciencia social crítica y liberadora, apropiada al contexto latinoamericano, que responda efectivamente a la realidad escindida y conflictiva que caracteriza a las sociedades centroamericanas, y en particular a la sociedad salvadoreña.
El marco teórico de referencia para realizar la crítica a la categoría de progreso está conformado por algunas teorías de autores y corrientes de la tradición del pensamiento crítico que buscan romper con el eurocentrismo y que cuestionan especialmente la idea de progreso, la cual impregna y revela el eurocentrismo de las ciencias sociales. Según este criterio, he seleccionado tesis relevantes de la crítica a la concepción ilustrada de la historia de Walter Benjamin (2008), de la crítica a la modernidad de algunos autores del ‘giro decolonial’ (Lander, 2000), de la sociología de las ausencias y de las emergencias de Boaventura de Sousa Santos (2011, 2012, 2019) y de la concepción de la realidad histórica de Ignacio Ellacuría (1990).
Estos autores aportan elementos teóricos relevantes para desvelar y cuestionar los supuestos y la forma de conceptualizar el progreso bajo los parámetros eurocéntricos, así como para proponer nuevos elementos teóricos no eurocéntricos para pensar la realidad histórica contemporánea y mundial con toda su complejidad y contradicciones, definiendo una forma distinta de pensar el desarrollo humano y social, más allá de la teleología de las concepciones modernas de la historia que ubican a los países ricos occidentales como paradigmas de la modernidad y del progreso.
Congruente con este planteamiento, el ensayo se divide en cinco apartados. En el primer apartado abordo la crisis actual de las ciencias sociales en el marco de la crisis del paradigma científico de la modernidad, lo cual conlleva la crisis de sus supuestos eurocéntricos. En el segundo, analizo la controversia en torno a la idea de progreso y el eurocentrismo en las ciencias sociales, subrayando su vinculación con las filosofías modernas de la historia. En el tercero, realizo una lectura crítica de la idea de progreso tal y como fue teorizada por las filosofías modernas de la historia, pero centrando el análisis en la filosofía hegeliana de la historia y de su teleología y en la concepción de la historia en Marx. En el cuarto, destaco los argumentos principales de los autores y corrientes de la tradición del pensamiento crítico al progreso y la modernidad mencionados anteriormente. En el último apartado asumo algunas tesis de Boaventura de Sousa Santos y de Ignacio Ellacuría, con el fin de formular algunas claves para pensar de otra manera el progreso, el futuro y la emancipación más allá de las construcciones eurocéntricas, y la forma en que deben ser asumidos estos conceptos en las ciencias sociales para conformarse como ciencias sociales críticas.
2. La crisis de las ciencias sociales y del paradigma científico de la modernidad
En la actualidad las ciencias sociales se encuentran en un proceso de revisión y cuestionamiento de los fundamentos y propuestas teóricas, en particular del propio paradigma científico dominante de la modernidad (González Casanova, 1998; Santos, 2012, pp. 31ss; Santos, 2019). En este sentido, Immanuel Wallerstein puntualiza que las ciencias sociales tienen grandes limitaciones en el estudio de la realidad social que no se corresponde a las problemáticas del mundo contemporáneo. Se trata de “impensar las ciencias sociales” y no simplemente de repensarlas, debido a que muchas de sus categorías y supuestos constituyen obstáculos en la construcción del conocimiento social en la actualidad (Wallerstein, 1999).
La crisis actual de las ciencias sociales se evidencia en el hecho de que no haya conseguido un fundamento teórico compartido por la comunidad científica. Todo lo contrario, en lo que se refiere a conceptos básicos, perspectivas teóricas, métodos aplicables y evaluación de los resultados, cada vez se aleja más de un canon común. El desacuerdo que ya había prevalecido a lo largo de más de dos siglos incluso ha aumentado, de modo que las ciencias sociales son hoy un conglomerado “multiparadigmático”, en el que coexisten los paradigmas más diversos, incluso contradictorios, en vez de sucederse los unos a los otros, como ocurre en las ciencias naturales (Sotelo, 2010, p. 28). En efecto, mientras que en las ciencias naturales la pluralización de disciplinas se produce generalmente dentro de los marcos explicativos por enriquecimiento, afinación, correcciones y rectificaciones sucesivas, en el campo de las ciencias sociales se pluralizan los paradigmas y los marcos explicativos, que se presentan no sólo como diferentes, sino también como excluyentes o alternativos.
Desde el momento mismo de su fundación como disciplinas científicas, la explicación en este campo ha oscilado entre dos polos aparentemente alternativos: por un lado, la “razón experimental”, representada por la sociología objetivista de Durkheim, y por otro la “razón hermenéutica”, representada por la sociología comprehensiva de Max Weber (Giménez, 2004, p. 270). Este cruce entre los dos paradigmas básicos, que dio origen a la “disputa por el método”, posteriormente fue rebasada por la aparición de un abanico más amplio de paradigmas explicativos en competencia: por ejemplo, paradigmas funcionalistas, sistémicos, dialécticos, fenomenológicos, individualistas, etc. En la actualidad, esta variedad de paradigmas circula entre todas las disciplinas, coexisten a veces dentro de una misma disciplina, y hasta se aplican a un mismo objeto de estudio en una misma disciplina.
Esto representa una dificultad para señalar una acumulación significativa de conocimientos en el campo referido, lo cual pone en cuestión la cientificidad de las ciencias sociales. Precisamente, la pluralización de paradigmas que se presentan como alternativos y excluyentes resulta extremadamente alarmante, porque permite dudar de la validez y de la cientificidad de los modelos explicativos utilizados en el ámbito de dichas disciplinas. Las preguntas que se han planteado en las décadas recientes con respecto al estatuto epistemológico de las ciencias sociales se centran sobre la posibilidad de concebir algún principio de unidad o de convergencia o al menos de reducción de esa pluralidad de paradigmas o de “programas de investigación” (Lakatos) y de cómo se podría sustentar la validez científica de su ámbito de estudio si se lograra esa unificación o por lo menos su disminución a algunos esquemas explicativos básicos (Giménez, 2004, pp. 270-271; Berthelot, 2001).
La crisis en la construcción de conocimiento en las ciencias sociales se ha planteado con cuestionamientos sobre la veracidad del conocimiento construido, la forma como se ha venido haciendo ciencia, la relación entre el investigador (el sujeto epistémico) y lo investigado (el objeto de conocimiento) y las implicaciones éticas, políticas y filosóficas de la tarea científica (Wallerstein, 2006). Esta crisis ha implicado, para los científicos sociales más escépticos, el derrumbamiento de los modelos de cientificidad que pretendían, o bien una abordaje positivista del mundo de las acciones humanas, determinándolo en una serie de leyes generales, deterministas y objetivas, o bien orientando el análisis y la tarea científica hacia los postulados hermenéuticos que plantean la intencionalidad, la indeterminación y la particularidad como inseparable a los estudios de la sociedad (Alzate, 2015, p. 116).
Para otros autores más pragmáticos, esta crisis no implica el derrumbe total de la ciencia tradicional, sino la necesidad de replantear algunos de sus postulados intentando mediar entre el modelo positivista y el modelo hermenéutico, que engloban a las dos tradiciones de las ciencias modernas, históricamente opuestas y en controversia, la causal racionalista y la hermenéutica comprensiva, que definen el enfrentamiento por la caracterización y explicación de los sucesos sociales, ya sea por un modo causal y explicativo o por uno interpretativo y comprensivo (Alzate, 2015, p. 117).
En esta línea, Ignacio Sotelo considera que este replanteamiento es necesario dado que las ciencias sociales no han podido librarse aún de un cierto “dogmatismo objetivista”, según el cual la realidad social estaría estructurada y el conocimiento captaría estas estructuras realmente existentes, y de un empirismo radical, que las incapacita para orientarse en la diversidad y complejidad de lo fáctico, y que las deja sin criterios para ordenar los datos empíricos que se acumulan, desconectados de cualquier enfoque valorativo (Sotelo, 2010, p. 29).3 Para este autor, una ciencia social que trate de explicar el comportamiento humano tiene que evitar caer en estos dos problemas epistemológicos, por una parte, ha de superar cualquier tentación de construir, hipostasiándolos, grandes sujetos, como “sociedad”, “nación”, “clase”, operación que al final desemboca en una filosofía de la historia, bastante cuestionable; y por otro lado, en este afán de liberarse de las grandes entidades, ha de identificar lo social con el tejido de acciones individuales que se entrelazan unas con otras, influyéndose mutuamente.
Sin embargo, el peligro en esta acción radica en perderse por una multitud de hechos que no cabe integrar en teorías aceptadas por toda la comunidad científica.4 Esto conlleva a que las publicaciones sociológicas o bien caigan en el ensayismo especulativo, o bien, al quedar acotadas a una pequeña parcela empírica, resulten irrelevantes. Este fracaso suele encubrirse diferenciando ámbitos propios para cada una de las ciencias sociales, y dentro de la sociología a una amplia gama de especializaciones: sociología urbana, sociología de la familia, sociología del conocimiento, estructura social y conflicto, entre muchas otras. Al subrayar la autonomía de cada ciencia social, y dentro de la sociología, la de sus muchas especializaciones, se propicia el poder declararse ineficaz en el abordaje de la solución de cualquier problema relevante que incida en la transformación de la sociedad (Sotelo, 2010, p. 29). La trivialidad de mucho de lo que pasa como investigación social y su incapacidad para responder a desafíos reales, así como un compromiso de una porción de la investigación social con intereses creados vinculados al poder, coadyuva al sentimiento de crisis de las ciencias sociales (Vissuri, 2014).5
Wallerstein, por el contrario, destaca que las ciencias sociales se han cerrado a la comprensión de la vida social y los métodos de investigación son más bien un obstáculo para acceder a la realidad y contribuir a transformarla; se trata, por tanto, de abrir el conocimiento ante las nuevas realidades y posibilidades que se abren en el momento presente (Wallerstein, 2006). La élite neoliberal todavía cree en un futuro promisorio que no sólo promueve sino que también lo proclama. No obstante, las desigualdades y la polarización económica dentro del sistema- mundo se han profundizado, lo cual ha conllevado un considerable escepticismo entre las masas o entre la “multitud” que ni creen en las promesas de bienestar pregonadas por los medios de comunicación, ni creen en los movimientos y partidos contrasistémicos que dicen representarlas y que también ofrecen un futuro alternativo plenamente positivo. La cuestión mayor en la actualidad puede plantearse en los siguientes términos: ¿prometen la tecnología y la modernidad (llámese globalización neoliberal, postmodernidad o como sea) un empuje lineal hacia delante, o nos llevan a un colapso del sistema-mundo existente? (Wallerstein, 2000).
Este autor piensa que el moderno sistema mundial, como sistema histórico, ha entrado en una crisis terminal. Sin embargo, su desenlace es incierto y no es posible saber si el sistema (o los sistemas) resultante será mejor o peor que el actual. Pero lo más probable es que el periodo de transición sea una época de enormes perturbaciones, porque lo que se juega en la transición es mucho y porque la capacidad de pequeños inputs para afectar el resultado es muy elevada (Wallerstein, 2007). Solo basta considerar, por ejemplo, la crisis sanitaria provocada por el COVID 19 que ha detonado una enorme crisis económica y social a nivel global que ha obligado a discutir no sólo las políticas neoliberales impuestas en las tres últimas décadas, sino también los modelos de desarrollo adoptados en América Latina. En particular, ha llevado a revisar y discutir los parámetros de gestión y distribución de la riqueza, las relaciones capital-trabajo y las estrategias de explotación de los recursos naturales.6
Para Wallerstein, una primera conclusión de esta crisis es el cuestionamiento de la idea ilustrada de progreso, el cual “no es en absoluto inevitable”. Moralmente, “el mundo no ha avanzado nada en los últimos miles de años, pero podría hacerlo” (Wallerstein, 2007, p. 6). Una segunda conclusión tiene que ver con el fin de las certezas. La creencia en certezas es una premisa fundamental de la modernidad y de la ciencia moderna.
El supuesto básico es que existen leyes universales objetivas que gobiernan todos los fenómenos naturales, que esas leyes pueden ser conocidas por la investigación científica, y que una vez conocidas esas leyes podemos predecir perfectamente el futuro y el pasado, a partir de cualquier conjunto de condiciones iniciales” (Wallerstein, 2007, p. 7).
En realidad, la crisis de las certezas abarca tanto a la ciencia de orientación positivista como a la ciencia de orientación hermenéutica comprensivista, que es la división que ha dominado la estructura del conocimiento en los últimos dos siglos. El modelo de cientificidad de estas orientaciones está siendo cuestionado muy profundamente en nuestros tiempos. A pesar de que la concepción de ciencia social antipositivista que proviene de la tradición fenomenológica y hermenéutica, represente un cuestionamiento del paradigma empírico-naturalista y conlleve algunos aspectos de transición hacia otro paradigma científico, todavía es una concepción que se revela muy dependiente del modelo de racionalidad de las ciencias naturales, al compartir con estas una serie de supuestos cuestionables, como la separación entre naturaleza y ser humano y la visión mecanicista de la naturaleza, a la que se contrapone la especificidad del mundo humano. A estas dualidades se le añaden otras, como la separación entre naturaleza y cultura y la diferencia entre ser humano y animal, afirmando así una visión idealista del ser humano. Son dualidades que reflejan que la tradición hermenéutica todavía está prisionera de la prioridad cognoscitiva de las ciencias naturales, y que por lo tanto es una concepción que pertenece al paradigma de ciencia de la modernidad (Santos, 2012, pp. 28 ss.)
Uno de los factores más relevantes que han incidido en el cuestionamiento del paradigma moderno de ciencia ha sido la emergencia, en el campo de las ciencias naturales (y la matemática), de las llamadas ciencias de la complejidad, cuyo impacto comenzó a sentirse desde la década de 1960.7 Sus cultores cuestionan el modelo fundamental de la ciencia moderna (baconiana/ cartesiana/newtoniana), que es determinista, reduccionista y lineal. Este grupo de científicos argumenta que el viejo modelo, lejos de describir la totalidad de los fenómenos naturales, sólo describe casos muy limitados y especiales. De este modo, los científicos de la complejidad invierten casi todas las premisas del mecanicismo newtoniano e insisten sobre “la flecha del tiempo” y “el fin de las certezas”. Ilya Prigogine sostiene que en los sistemas dinámicos de la mecánica, los sistemas son gobernados por el cambio e inevitablemente se alejan del equilibrio (Prigogine, 1997). Se denominan ciencias de la complejidad no solo porque afirman que las certezas newtonianas únicamente pueden sostenerse en sistemas muy sencillos y de pequeña escala, sino también porque afirman que el universo manifiesta el desarrollo evolutivo de la complejidad, y que la abrumadora mayoría de las situaciones no se puede explicar con base en las premisas de equilibrios lineales y de la irreversibilidad del tiempo. Se trata de una nueva concepción de la materia y de la naturaleza incompatible con las de la física clásica. “En vez de la eternidad, la historia; en vez del determinismo, la imprevisibilidad; en vez del mecanicismo, la interpenetración, la espontaneidad y la autoorganización; en vez del orden, el desorden; en vez de la necesidad, la creatividad y el accidente” (Santos, 2012, p. 34).
La importancia de este movimiento científico radica en que no es un fenómeno aislado, sino que forma parte de un movimiento convergente, transdisciplinar, que atraviesa las ciencias de la naturaleza y también las ciencias sociales y que se ve influido por las teorías de varios autores,8 que han propiciado una profunda reflexión epistemológica sobre el conocimiento científico que ha marcado la situación intelectual del tiempo presente. Se trata de una reflexión llevada a cabo predominantemente por los propios científicos, que adquirieron una competencia y un interés filosóficos para problematizar su práctica científica.
La revolución científica de este movimiento ha provocado una reestructuración de los conceptos en las ciencias que plantea problemas de congruencia y de rigor, que afectan tanto a la producción científica como a la acción política en América Latina (González Casanova, 1998). En efecto, en este nuevo paradigma se habla de conceptos que se refieren a sistemas que son a la vez organizados y caóticos, de sistemas complejos con subsistemas autónomos articulados, de sistemas disipativos con comportamientos lineales limitados y con comportamientos no lineales envolventes. Se postulan así sistemas en equilibrio inestable, amenazados por perturbaciones, con bifurcaciones en distintas tendencias, en que tal vez se llegue imponer una que no está predeterminada y sobre la que no cabe hacer predicciones probables (González Casanova, 1998, p. 5). Con esto se rompe con los conceptos clásicos de ley y de causalidad, con la matematización y cuantificación de fenómenos aislados y el formalismo abstracto, a la vez que se ponen en evidencia las limitaciones de la especialización de la ciencia, que presupone la parcelación del objeto, soslayando la irreductibilidad de las totalidades a sus partes constitutivas, y que, por lo tanto, los objetos son constituidos por articulaciones o anillos “que se entrecruzan en tramas complejas con los demás objetos restantes, a tal punto que los objetos en sí son menos reales que sus relaciones entre ellos” (Santos, 2012, p. 38).
Estos conceptos han trascendido en las ciencias sociales, cuestionando los conceptos que se han construido en dichas ciencias desde el paradigma moderno, como, por ejemplo, los de estructura, función, equilibrio, determinismo, así como las perspectivas y proyectos lineales de progreso o desarrollo, incluso los pensados a la manera dialéctica, cuando se formulan en forma de espirales ascendentes que recogen lo anterior en niveles superiores de desarrollo (GonzálezCasanova, 1998, p. 6).
La complejidad -afirma Pablo González Casanova- obliga a cambiar los comportamientos epistemológicos de la investigación de las ciencias sociales, ya no se trata de la búsqueda de certidumbres, de leyes determinantes, ahora la ciencia define el proceso de investigación como “una acción en busca de posibilidades” creativas (González Casanova, 2004, p. 124).
Lo anterior es muy importante si se pretende construir un pensamiento crítico alternativo.
Dado que lo que prima es la incertidumbre en los procesos de la realidad, es posible entonces imaginar un futuro distinto de lo que marca la situación actual del orden mundial y de lo que proclaman los discursos dominantes generados desde los centros de poder. A partir de la nueva visión científica de la realidad, se puede afirmar que el proceso sociohistórico está abierto y no está prefijado hacia una determinada dirección. “Si todo es incierto, el futuro está abierto a la creatividad, no sólo la creatividad humana, sino la creatividad de la naturaleza. Está abierto a la posibilidad, y por lo tanto a un mundo mejor” (Wallerstein, 2007, p. 8).
En este contexto de crisis de la epistemología positivista es donde adquiere mayor relevancia la cuestión del eurocentrismo en las ciencias sociales y de la crítica a sus conceptos fundamentales, como el de progreso. En efecto, una vez consumada la “ruptura epistemológica” con el positivismo y contra las evidencias del sentido común conservador (Bachelard, 1973), Boaventura de Sousa Santos (2012: 89) plantea la idea de una segunda ruptura epistemológica que demanda la necesidad de un reencuentro de las ciencias sociales con otras formas del saber, lo cual implica un rompimiento con la primera ruptura con el objeto de transformar el conocimiento científico en un nuevo sentido común emancipador. Se trata de construir nuevos conocimientos que configuren un “conocimiento-emancipación” bajo el predominio de una nueva racionalidad compuesta de muchas racionalidades y ya no configurada únicamente por la racionalidad dominante de la ciencia moderna. Es una “epistemología de los conocimientos ausentes” que busca rehabilitar el sentido común en su dimensión utópica y liberadora mediante la incorporación de otros tipos de conocimiento y de saberes de los pueblos y culturas subalternas que han sido silenciados, marginados y desacreditados por un “pensamiento abismal”, que le concede “a la ciencia moderna el monopolio de la distinción universal entre lo verdadero y lo falso”, en detrimento de otras formas de saber (Santos, 2012, p. 90, p. 162). El conocimiento científico se construye así a través del diálogo o la comunicación entre expresiones distintas de saber, a partir del reconocimiento de las otras formas de conocimiento que han sido subordinadas por la razón europea como parte del proceso de conquista y dependencia de América Latina. Un nuevo paradigma científico enuncia la premura de acceder a estos conocimientos y sistematizarlos con la contribución de las culturas y movimientos sociales propios de América Latina (Mejía, 2008).
Este planteamiento es congruente con el llamado “Modo 3” de producción de conocimiento que se propone a partir de los aportes de Michael Gibbons (1994, 2000). Según este autor, el “Modo 1” de producción de conocimientos que aún impera en muchas de nuestras universidades, es un modo ligado al modelo de ciencia de la modernidad y descansa en el conocimiento científico producido en el marco de contextos disciplinarios autónomos. Bajo este modo se genera un tipo de investigación en la que no existe necesariamente una conexión directa entre la investigación misma y su aplicación social. El “Modo 2” que se consolida a finales del siglo XX en el marco de la intensificación de la sociedad del conocimiento, los procesos comunicativos, el declive del estado de bienestar y el protagonismo cada vez mayor de las empresas multinacionales en el mercado global, entre otros factores, se orienta primariamente a la aplicación del conocimiento según las demandas de los sectores gubernamentales, académicos y empresariales. Aquí, el conocimiento ya no se realiza solo desde el tenor de una disciplina sino con el concurso sinérgico de diversas disciplinas, debido a que la demanda de conocimiento no puede ser satisfecha desde los aportes de una sola disciplina científica. Se trata así de un saber transdisciplinar con sus propias estructuras teóricas, sus peculiares métodos de investigación y prácticas investigativas (Valdeleón y Manosalva, 2010, p. 72).
El “Modo 3” responde a la nueva fase de la realidad histórica en el momento presente y a los cambios culturales y científicos que se han producido en las últimas décadas. Se trata de un modo de producción de conocimientos que se está construyendo en el marco de las grandes crisis planetarias que inciden en cada uno de nuestros países y regiones, y que se manifiestan, por ejemplo, en el problema ecológico global, producto de la destrucción ambiental provocada por la globalización neoliberal, con todo lo que implica de consumismo y avance de la tecnología en la extracción, producción, distribución, consumo y desechos de los productos. Este modo se vincula también a la imposibilidad, hasta ahora, de diseñar y concretar una globalización alternativa, consonante con la tesis de que solo hay en el horizonte un “capitalismo sin fin”.9 El calentamiento global así como las crisis financieras mundiales, los cambios en las nuevas relaciones productivas internacionales, la revolución científica mundial, la búsqueda de nuevas fuentes de energía marcan el contexto de esta nuevo modo de producción de conocimiento.
Así, el modo 3 privilegia la producción de conocimiento en contextos de aplicación orientado a solucionar los problemas de la humanidad y empoderar a las comunidades más afectadas por la globalización neoliberal. Las preguntas de investigación y las demandas por el conocimiento no surgen primariamente de los científicos como en el modo 1 o de los actores gubernamentales, universitario y privado como en el modo 2, sino que preferencialmente provienen de las comunidades a las que afectan los problemas sociales y quienes son las directas beneficiarias. Si el modo 1 se plantea como exclusivamente disciplinar y el modo 2 como transdisciplinar, la producción de conocimiento en el modo 3 podría enunciarse como transcultural. La producción de conocimientos busca ahora ser una fusión de conocimientos de diversas tradiciones culturales, rompiendo con el eurocentrismo de la ciencia dominante.
En la actualidad resulta insuficiente el conocimiento disciplinar y transdisciplinar para la construcción colectiva de conocimiento sobre las problemáticas de las comunidades y de las poblaciones, se hace necesario incluir otras formas de conocimiento que la ciencia moderna desechó y subvaloró. Los problemas de los actores sociales y del medioambiente han sido causados en buena medida por los desarrollos de la ciencia occidental moderna y sus aplicaciones tecnológicas, y por lo tanto, otras formas de saber y de conocimiento son ahora identificadas y valoradas como relevantes e incluso necesarias para su superación (Valdeleón y Manosalva, 2010, p. 79).
La producción del conocimiento científico no puede ser pertinente y eficaz en la solución de los problemas sociales si no se toma en cuenta la complejidad, la diversidad y la dinámica de las construcciones culturales, sociales, políticas y económicas que constituyen el proceso histórico local, nacional y global. Es el proceso sociohistórico el que condiciona la producción científica, la tecnología y la innovación; y en el contexto de una crisis global, sus productos deben estar en función de las soluciones coyunturales y estructurales de los problemas de los grupos sociales más vulnerables y de los movimientos y colectivos sociales que resisten la lógica globalizadora y protagonizan procesos emancipadores en los diversos contextos de la vida social.
Sin embargo, la propuesta de construcción de un conocimiento científico transcultural o intercultural debe estar hoy consciente de que esta perspectiva se formula en un contexto epistemológico invadido por la cultura científica dominante, representada ejemplarmente por la tecnología moderna, “que se impone como imparable fuerza de creación única de realidad y de trato con la realidad, incluida en ésta, naturalmente, la realidad específicamente humana” (Fornet- Betancourt, 2009, p. 9)
La globalización de la tecnociencia ha llevado en la actualidad a un desequilibrio epistemológico de tal envergadura que amenaza cualquier propuesta transcultural o intercultural que se pueda proponer y ampliar ya no solo como una alternativa al conocimiento de la realidad, sino también como una fuerza alternativa para configurar el mundo contemporáneo en la dirección de un mundo distinto, caracterizado por el respeto a la diversidad y la alteridad, en el marco de relaciones sociales simétricas y solidarias. La sociedad tecnológica moderna configura un “contexto violento” para al diálogo entre culturas, para el logro de un equilibrio epistemológico y para reconstruir de una forma pluralista la vida y su conservación en el planeta.
Con su expansión planetaria y la invasión de todos los ámbitos de la vida en la tierra, que –dicho sea de paso– representa la continuación de la historia del colonialismo, la tecnología moderna ha provocado un fuerte desequilibrio cognitivo y epistemológico que es a su vez una situación de violencia abierta, una situación que cimenta la asimetría entre los saberes y que destruye la diversidad al expulsar de la realidad o del cuadro de posibilidades para hacerla o vivirla, los saberes alternativos que nos hablan de otras formas de pensar y de hacer (Fornet-Betancourt, 2009, p. 14).
Frente a este fenómeno, hay que afirmar que la diversidad cultural y el diálogo intercultural, aunque amenazados y marginados por el modelo de desarrollo tecnológico hegemónico, siguen representando una dimensión fundamental de la realidad y contienen una potencial emancipador y una fuerza de realidad alternativa, que no deben ser reducidos “a un simple adorno de la realidaden que vivimos ni a un momento de entretenimiento” para paliar los males del curso de la vida cotidiana en la sociedad dominante. La dignificación de la diversidad cultural es una fuerza real “que ofrece ejes alternativos para que el mundo y la humanidad puedan encontrar un nuevo quicio o, si se prefiere, otros centros de gravitación para su desarrollo” (Fornet-Betancourt, 2009, p. 10).
La indagación de otros espacios, de otras voces, historias y sujetos que no han tenido cabida en el proyecto occidental de ciencia, implica que la universidad y sus departamentos de ciencias sociales y humanidades tomen conciencia de los límites coloniales de los saberes y de la cultura científica modernos y asuman con seriedad algunas cuestiones y actitudes metodológicas como la crítica al determinismo, el economicismo, el progreso y el individualismo, y le den centralidad al análisis de los discursos y las representaciones de distintos actores sociales, dentro de una estrategia intelectual en relación con las formas que deben ser abordados los problemas sociales.
Esto requiere trascender el debate al interior de las disciplinas oficiales de las ciencias sociales y abrirse a diálogos con otras culturas y otras formas de conocimiento.
Esto plantea retos exigentes y complejos de lo que podría suponerse. Además de las asimetrías que produce la globalización del modelo de desarrollo dominante con su complejo científico- tecnológico en los órdenes económico, social o político, está la asimetría cultural y cognitiva que se produce al expandirse por todo el mundo un único paradigma epistemológico. Esto hace que las posibilidades de comunicaciones interculturales horizontales, democráticas y no coloniales, estén severamente limitadas por las profundas desigualdades de poder existentes entre las partes. La cultura científica moderna está complejamente imbricada con las redes del poder en el mundo contemporáneo, lo cual genera un “fundamentalismo epistemológico” que cierra las posibilidades al diálogo y al aprendizaje por el trato con la diversidad cultural y la pluralidad de saberes que esta implica (Fornet-Betancourt, 2009, p. 14).
Esto condiciona el cambio epistemológico y la descolonización de los saberes modernos haciéndolo un proceso muy arduo y complejo. En el campo de la economía, por ejemplo, son limitadas las posibilidades de formulación desde esa disciplina de alternativas radicalmente diferentes a las formuladas por el pensamiento liberal o neoliberal. La cosmovisión liberal (concepción de la naturaleza humana, de la riqueza, de relación hombre-naturaleza, de la sociedad y de la historia) está incorporada como un axioma indiscutible en la constitución disciplinaria de ese campo de conocimiento (Lander, 1998, p. 8).
Los supuestos antropológicos del pensamiento neoliberal que vertebran la teoría económica neoclásica han colonizado buena parte de las ciencias sociales. Se trata de un concepto de ser humano extraído de un modelo histórico de sociedad, que es hipostasiado y presentado como el paradigma universal de lo humano. Su característica principal es el individualismo posesivo o propietario, que eleva la propiedad privada a propiedad esencial de la naturaleza humana. El ser humano es libre y esta libertad reside en el hecho de que cada individuo es propietario de sí mismo y de sus bienes. La propiedad y, por ende, la libertad son una evidencia de la naturaleza y no hace falta demostrarla ni justificarla; es una verdad universal (Samour, 1994). El ser humano se define así por su cualidad poseedora que lo determina como un sujeto de preferencias y gustos llamado a realizar su esencia como competidor en el mercado. Los únicos sujetos relevantes de la vida social son los actores individuales, respecto de los cuales se postula que actúan con plena y adecuada información sobre el contexto en el cual se desenvuelven; con capacidad, por tanto, para tomar decisiones fundadas racionalmente en la evaluación precisa de costos y beneficios, con el fin de satisfacer sus intereses particulares. Estas tesis, extraídas de la hipóstasis del homo economicus, se extenderían por igual a todas las esferas de la vida social, “desde las cuestiones más crematísticas tratadas por la economía hasta las más elevadas manifestaciones del espíritu humano” (Borón, 2006, p. 3).
En el contexto actual de expansión y de hegemonía de la cultura científica moderna, la transformación de las ciencias sociales en el sentido apuntado antes implicará que estas a la vez que inician su proceso de reforma y descolonización, para ir superando su eurocentrismo, deben vincularse con praxis de liberación o de emancipación en sus respectivos contextos y configurarse así como ciencias con una “función liberadora”, tal y como Ignacio Ellacuría lo reclama para la filosofía (Ellacuría, 1990c), con el fin de contribuir a la transformación procesual de la actual civilización del capital y propiciar la construcción histórica de una civilización alternativa que propicie la consolidación de relaciones simétricas y plurales, en el marco de una humanidad conviviente y un mundo ecológicamente sostenible.
El gran reto de las ciencias sociales y humanas es romper con las distorsiones eurocéntricas, prejuicios, mitos e imaginarios compartidos. Esto no puede hacerse únicamente desde un programa de crítica inmanente de los fundamentos filosóficos y epistémicos de las ciencias modernas, sino desde las culturas y civilizaciones excluidas de la historia universal y que además han sufrido en carne propia la experiencia negativa del “progreso civilizatorio” de la modernidad ilustrada. Es decir, es necesario que se ubiquen en el punto de vista de las víctimas del progreso, de los sujetos oprimidos, ubicados en la zona del no-ser de la actual civilización del capital. O como lo expresa Ellacuría, para construir una ciencia social crítica y una filosofía con una función liberadora desde el contexto latinoamericano, es necesario que estas se ubiquen en el lugar de “las inmensas mayorías de la humanidad, despojadas de toda figura humana, no en razón de la abundancia, sino en razón de la privación y de la opresión a las cuales se ven sometidas” (1990c, p. 117).
Este es el sentido de lo que quiere expresar Wallerstein cuando se refiere a la apertura de las ciencias sociales (2006, p. 66). Es una apertura que requiere de la construcción de un universalismo pluralista que posibilite la captación de la diversidad de experiencias, pensamientos y de saberes desde un horizonte mundial, con el fin de superar el universalismo eurocéntrico, abstracto y solipsista de las ciencias sociales y humanas; lo cual implica reconocer el carácter parroquial de sus enunciados y abrirlos a una investigación y un aprendizaje de las culturas, las ciencias, las artes, las religiones, las filosofías y las cosmovisiones de las civilizaciones que han sido ignoradas por la razón científica moderna.
3. La controversia en torno al eurocentrismo y la idea de progreso en las ciencias sociales
Una de las raíces de la crisis del conocimiento y de las ciencias sociales es el eurocentrismo, como en 1996 lo puso de manifiesto el Informe de la Comisión Gulbenkian para la reestructuración de las ciencias sociales (Wallerstein, 2006) en el que se señala la necesidad de revisar y discutir las concepciones eurocéntricas dominantes en las ciencias sociales y humanas contemporáneas, como lo son las visiones lineales y homogeneizantes de la historia mundial.
Según I. Wallerstein, las ciencias sociales han sido un producto del sistema-mundo y del eurocentrismo constitutivo de la geocultura del mundo moderno (Wallerstein, 2001). Esta geocultura implica ideologías y visiones de mundo que se producen, modifican y transforman en un marco de contradicciones, en algunos casos, aunque dentro de los mismos postulados modernos (razón, verdad, desarrollo científico-técnico, progreso, entre otros) y con distintos matices ideológicos. En este sentido, Wallerstein sostiene que el siglo XIX produjo no sólo ideologías determinadas (conservadurismo, marxismo y liberalismo) sino también produjo las circunstancias para la formación de las ciencias sociales (Wallerstein, 1999, pp. 19ss). La inicial hegemonía europea en el “sistema-mundo” implicó la proyección de una geopolítica del conocimiento determinada por Occidente. En este proceso el relato occidental impondrá, por medio de construcciones discursivas y filosóficas, sus mitos, sus imaginarios y sus creencias. El eurocentrismo se hará evidente no sólo en el nivel concreto, material o sociopolítico sino, a su vez, en el plano ideológico y epistemológico (Martínez Andrade, 2011, p. 135).
El eurocentrismo de las ciencias sociales se manifiesta, en primer lugar, en la explicación de la historia como justificación del dominio europeo en el mundo moderno mediante los logros específicos de la historia europea. Se afirma que las naciones europeas han impulsado la revolución industrial, han mantenido el crecimiento económico, han fundado la modernidad, el capitalismo, la burocratización y la libertad individual. A nivel global, son los países más ricos y los militarmente más poderosos. Han disfrutado de la tecnología más avanzada y han sido los principales creadores de dicha tecnología. Estos hechos parecen en gran medida incuestionables, y de hecho son difíciles de impugnar de modo verosímil. La cuestión es explicar el porqué de esta diferencia de poder y nivel de vida con el resto del mundo. Para ello hay que acudir a explicaciones alternativas a la historiografía real de las ciencias sociales para cuestionar la exactitud de la descripción de lo que ocurrió tanto en Europa como en el mundo entre los siglos XVI y XIX y desmitificar así el mito del “milagro europeo” (Wallerstein, 2001, pp. 28ss).
En esta línea, se podría cuestionar la credibilidad de los presuntos antecedentes culturales de lo que ocurrió en este período. Se podría también insertar la historia de los siglos XVI-XIX en una duración mayor, extendiéndola a lo largo de varios siglos o decenas de miles de años. Si se hace esto, se pueden evaluar críticamente los “logros” europeos de los siglos XVI-XIX y llegar a la conclusión de que son menos considerables y notables de lo que afirma la visión eurocéntrica de la historia. Esto es justamente lo que intenta, por ejemplo, Enrique Dussel (1994, 2004) al proponer pensar de manera no eurocéntrica la historia. Así, según este autor, la revolución industrial fue posible como un logro europeo debido a un vacío producido en el mercado hegemonizado por China y el Indostán. La máquina y la subsunción en el proceso de producción otorgaron a Inglaterra en pocos decenios ventaja comparativa sobre China, el Indostán, el mundo musulmán, la América hispana, la Europa del este (Polonia, el Imperio Ruso) y la Europa del sur (Italia, España y Portugal). En este sentido, para Dussel hay que explicar el Rise of the West en relación con el Decline of the East. La revolución industrial fue producto de un proceso global que incluyó a China. Su advenimiento y desarrollo estuvo en función de diversos factores exógenos. La concepción hegeliana del desarrollo histórico contribuyó no sólo a ocultar la trascendencia de China como cultura desmedidamente importante, sino además, para consolidar el mito de la superioridad occidental y la misión civilizadora de la cultura europea (Dussel, 2004).
En segundo lugar, el eurocentrismo en las ciencias sociales se expresa en el universalismo, que consiste en afirmar que existen verdades científicas válidas para todo tiempo y lugar, que es un presupuesto esencial del paradigma moderno de la ciencia, el cual ha tenido múltiples concreciones en las ciencias sociales nomotéticas, según se mencionó antes. Según Wallerstein, el conocimiento científico del siglo XIX estaba sometido a las leyes de la física newtoniana (noción de causalidad), a las reglas de la matemática (cuantificación de la realidad) y a los postulados de la biología (progreso y evolución) (Wallerstein, 2001, p. 30). La geopolítica del conocimiento (filosófico, histórico, sociológico, entre otros), sustentada por la perspectiva evolucionista, legitimaba, no sólo la idea de un “conocimiento objetivo”, válido universalmente, sino la de una superioridad étnico-racial sobre cualquier otro tipo de conocimiento y de saber, pertenecientes a otras culturas o civilizaciones diferentes a la europea (Wallerstein, 2006, p. 33).
Esto tuvo consecuencias en los fundamentos de las ciencias sociales del siglo XIX, como se puede apreciar en las sociologías de Comte, Durkheim, Tönnies, Spencer, Marx, entre otros. Estos pensadores tenían como contexto el ascenso económico de Europa occidental. La centralidad de Europa en el “sistema-mundo” y la visión evolucionista permearon ideológicamente la perspectiva de estos autores. El panorama social y el mito civilizador europeo influyeron en el proceso epistemológico de los fundadores de las ciencias sociales. A nivel filosófico, las Lecciones sobre la filosofía de la historia universal de Hegel, así como las reflexiones de Kant sobre la historia, impusieron un consenso ideológico de la supuesta superioridad occidental (Martínez Andrade, 2011, p. 136).
El pensamiento europeo dominante de estos últimos siglos ha sido casi en su totalidad universalista (Wallerstein, 2001). En cualquiera de sus formas, ya sea en la forma ahistórica de acuerdo con la ciencia nomotética o en la forma diacrónica de una teoría de las etapas históricas, las ciencias sociales europeas han sido universalistas al presentar el modelo histórico occidental de ciencia como universal, asumiendo que todo lo europeo tiene validez universal. En el ámbito económico, por ejemplo, el neoliberalismo se presenta con pretensiones universalistas (Samour, 1994). Esta pretensión universalista se fundamenta en la creencia de que la civilización europea no es una civilización más, sino que es la civilización por antonomasia, la que encarna la modernidad y sus valores, y la que debe ser, por tanto, el modelo de civilización que deben imitar el resto de las culturas y pueblos del planeta. En este sentido, el eurocentrismo es la ideología de la superioridad del modelo civilizatorio actual en relación con otras matrices civilizatorias (Amin, 1989). De esta manera, los valores de la civilización occidental, los valores que se consideran modernos, valores seculares, humanistas y liberales, son los que impregnan a las ciencias sociales, ya que son producto del mismo sistema histórico que los ha elevado a lo más alto de la jerarquía vigente de valores.
Los científicos sociales han incorporado estos valores en la definición de los problemas sociales que consideran dignos y relevantes de ser estudiados, o en los conceptos o categorías que forjan para analizar estos problemas, e incluso en los indicadores que utilizan para medir dichos conceptos. Como lo expresa Edgardo Lander (1998, pp. 7ss), el problema que plantea el eurocentrismo de las ciencias sociales no es sólo que sus categorías fundamentales fueron desarrolladas para unos lugares y luego fueron posteriormente utilizadas más o menos creativa o miméticamente para el estudio de otras realidades. De ser así, bastaría con un conocimiento local -latinoamericano- para superar sus límites. “El problema reside en el imaginario colonial a partir del cual construyen su interpretación del mundo, imaginario que ha permeado a las ciencias sociales de todo el planeta haciendo que la mayor parte de los saber sociales del mundo periférico sea igualmente eurocéntrico” (Lander, 1998, p. 8).
En la actual institucionalización universitaria no se cuestionan las demarcaciones disciplinarias de las ciencias sociales. La construcción del conocimiento, a partir de los paradigmas europeos del siglo XIX y del siglo XX, establece obstáculos severos a la posibilidad de pensar fuera de los límites del liberalismo y del neoliberalismo. El énfasis en los estudios empíricos y cuantitativos contribuye a que se asuman como supuestos básicos, como fundamentos preteóricos respecto a la naturaleza de los procesos histórico-sociales, algunas perspectivas y consideraciones epistemológicas y metodológicas del paradigma de la ciencia moderna que deberían ser motivo de reflexión crítica. Por ejemplo, el individualismo metodológico que pesa sobre algunas teorías y ciertos supuestos epistemológicos, que entre otras tesis les niega entidad a actores colectivos (las clases sociales, los sindicatos, las organizaciones populares, etc.) y la exaltación del formalismo matemático como inapelable criterio de validez de las explicaciones sociológicas. El creciente formalismo que se ha establecido en los análisis de la democracia en América Latina y en la región centroamericana, y el progresivo alejamiento de la idea de democracia de toda noción substantiva y normativa, son otros ejemplos demostrativos de las tendencias eurocéntricas que acontecen en las ciencias sociales de la región (Alcántara Sáez, 2006).
Las disciplinas sociales naturalizan las realidades de las sociedades europeas y las consideran como los únicos paradigmas para organizar la realidad social (Wallerstein, 2006: 26- 33). El mercado capitalista se considera la forma “natural” de organización de la producción, que se corresponde con un modelo de ser humano supuestamente universal, el individualismo posesivo o propietario (McPherson, 1970). Su organización política -el Estado moderno europeo- es la forma “natural” de la existencia política. Los diferentes pueblos del planeta están organizados según una noción del progreso en sociedades jerárquicamente más avanzadas, superiores, modernas, y otras sociedades más atrasadas, tradicionales, no modernas.
En este sentido, la sociología, la política y la economía no han sido menos coloniales ni menos liberales de lo que lo han sido la antropología y el orientalismo, en los cuales estos supuestos han sido develados más fácilmente. Es esta la base del complejo cognitivo e institucional del desarrollo (Lander, 1998, p. 8).
También es la base de lo que se considera progreso en las ciencias sociales.
El progreso, su realidad, su inevitabilidad, fue un tema de la Ilustración europea y legitimado por las filosofías modernas de la historia (Samour, 2017). Hay autores que lo remiten a toda la filosofía occidental (Bury, 1971; Nisbet, 1991). El progreso se convirtió en la explicación subyacente de la historia del mundo, y en el fundamento racional de casi todas las teorías de sus etapas, como se puede apreciar, por ejemplo, en la filosofía hegeliana de la historia (Hegel, 1980). Aunque la noción secular de un progreso histórico constante venía gestándose desde el período renacentista, ya observable en la confianza baconiana en los logros del conocimiento científico para la humanidad, la idea moderna de un progreso histórico continuo e ilimitado alcanzó su máximo apogeo en el siglo XVIII, de manera especial con los planteamientos de los filósofos ilustrados franceses.
Sin embargo, ya en las teorías contractualistas del siglo XVII se pueden también apreciar los orígenes de la idea de progreso. Lo que se conoce en dichas teorías como “estado de naturaleza” es, en realidad, el mundo salvaje, primitivo, premoderno, incivilizado, etc., de los países colonizados por Europa. Es una imagen que llegó a Europa a través de los cronistas españoles. Para los iusnaturalistas, lo que ellos denominan “sociedad civil” no es la prolongación ni mucho menos el perfeccionamiento del “estado de naturaleza”, sino la sustitución de este. La “sociedad civil” es un momento antitético al “estado de naturaleza”, es un estadio diametralmente opuesto al “estado en el que se encuentran ciertas sociedades primitivas, ya sean los de los pueblos salvajes de esta época, como algunos grupos indígenas de América, ya sean las de los pueblos bárbaros de la antigüedad, ahora civilizados” (Bobbio, 1994, p. 71). La civilidad o el Estado representan, pues, un estadio superior de la humanidad, una superación de la barbarie. En las teorías contractualistas aparecen ya nociones económicas y políticas modernas. Por ejemplo, en Hobbes la inseguridad y la precariedad del estado naturaleza sólo pueden ser superadas a través de las instituciones sociales y políticas creadas por el pacto entre individuos en conflicto para proteger sus vidas y sus propiedades; en Locke la propiedad es un derecho natural de los individuos, anterior al estado social y político, que tiene la función principal de garantizar y proteger ese derecho.
En el siglo XVIII, la idea del progreso y la filosofía de la historia que le es propia estaban vinculadas a la emergencia de una nueva conciencia epocal, entendida como el rechazo de la “oscuridad cultural” del período feudal, según la interpretación de los ilustrados de la época, dominado por la ignorancia, la superstición, el control del intelecto y el peso de la tradición en el seno de formaciones sociales políticamente verticales, económicamente feudales, socialmente estamentales y religiosamente teocráticas. Esto trajo consigo, entre otros aspectos, los ideales del proyecto ilustrado, la puesta en marcha de un programa emancipador de extensión educativa dirigido a la reforma intelectual y moral del individuo y de la sociedad, la exploración de nuevas posibilidades humanas orientadas por el gobierno de la razón y la idealización del futuro, visto como una promesa de progreso y felicidad (Aguiló Bonet, 2010, p. 1).
Un lugar común ha sido la tesis de que las filosofías modernas de la historia, incluyendo sus categorías principales, como la de progreso, son producto de una secularización del cristianismo, de la apocalíptica profética y de la teología de la historia heredada de la sociedad medieval (Löwith, 1956). Esta interpretación no es compartida por algunos autores, como Hans Blumenberg, para quien la época moderna no es una mera expropiación del cristianismo y defiende la legitimidad y la especificidad de la modernidad (Blumenberg, 2008). La nueva forma de reflexión sobre la historia de la humanidad y sobre la praxis histórico-social, que se expresa en la filosofía de la historia de la época, se presenta como una expresión de la configuración mental moderna, que es a su vez producto y resultado de una serie de transformaciones y procesos no solamente en el ámbito del pensamiento.
Diversos cambios socioeconómicos, socioculturales y políticos que se producen en las sociedades europeas occidentales a partir de un cierto momento, generan una mentalidad nueva en tanto que fenómeno cognitivo de convergencia, que a su vez contribuye a la aceleración del proceso global.10 Lo que caracteriza principalmente a la constelación mental moderna es una relación específica entre experiencias y expectativas, que se configuró en diversos procesos socioeconómicos, políticos y culturales, y en la que predominaba la presencia del futuro anticipado en proyectos e intenciones frente a la presencia del pasado objetivado en instituciones y modos de comportamiento. Las esperanzas relacionadas al futuro eran en ese momento más importantes que la memoria del pasado. La filosofía de la historia teoriza las transformaciones que revolucionaron las sociedades tradicionales europeas carcomiendo sus fundamentos y sirve de orientación a los actores sociales, al darles una interpretación global de su presente dinámico al expresar la nueva relación del individuo moderno con la naturaleza, con la historia, con la sociedad, mediante una lógica orientada al futuro, concebido como un futuro abierto y lleno de posibilidades inéditas. La filosofía moderna de la historia transformó así radicalmente las tradicionales categorías de la filosofía social y política (Gil, 1991).
No es que se afirme que todos los supuestos teológicos están definitivamente superados en la filosofía moderna de la historia, pues conceptos como “desarrollo”, “evolución” o “progreso” requieren de ciertos presupuestos teológicos, como, por ejemplo, una determinada representación del tiempo y de la naturaleza, tal y como se expresa en la cosmovisión científica moderna. La concepción del acontecer histórico como una continuidad acumulativa presupone la existencia de un tiempo ilimitado que transcurre hacia delante de forma lineal y continua y dentro del cual se inscriben los acontecimientos y se encadenan entre sí. Sin embargo, en la modernidad las categorías y los conceptos tradicionales experimentan innovaciones semánticas importantes, de acuerdo con las nuevas circunstancias históricas, que ya no se pueden considerar como meras traducciones secularizadas de los contenidos conceptuales de la teología cristiana de la historia (Koselleck, 1993; López Yáñez y Martínez Gutiérrez, 2016, p. 6).
Los conceptos clave sobre los que se basa el discurso de la filosofía moderna de la historia (“el” progreso, “la” razón, “la” humanidad, “la” libertad, “el” derecho, “la” historia, etc.) son fundamentalmente conceptos político-morales, orientaciones fundamentales para la acción social, programas de acción (Koselleck 1993, pp. 105-126). Incluso los conceptos tradicionales que utiliza dicha filosofía se ven asimismo dinamizados moralmente dentro de su discurso, por lo que la tesis según la cual la filosofía clásica de la historia no es más que el resultado de una secularización de los tópicos de la teología de la historia no tiene en cuenta el carácter novedoso de esta forma de pensar y de entender la historia, y suponen ahistóricamente que hay un canon fijo de preguntas a las que las diferentes épocas dan su respuesta respectiva (Gil, 1991; Blumenberg, 2008)).
La filosofía moderna de la historia se presenta en distintas versiones, pero se puede sostener que, a pesar de todas las diferencias existentes entre ellas, dicha filosofía representa un código peculiar de construcción de distintos discursos sobre la historia universal, un estilo discursivo del pensamiento histórico, siempre identificable, y cuyo tema principal es “la historia de la humanidad en la que los hombres se convierten cada vez más en sujetos de sus propias historias al liberarse de antiguos yugos, pasando de la barbarie a la civilización, del despotismo a la libertad, de la ignorancia a la razón, de la corrupción a la moralidad, de un pasado malo a un futuro mejor” (Gil, 1991, p. 180).
En realidad, la categoría de progreso fue difícil de fundamentar teóricamente en Europa. Fue necesario suponer que todos los seres humanos tienen una idéntica naturaleza, una misma psicología, unas mismas necesidades y que su vida se puede representar en un continuo ascenso y lucha por superarlas. “La escasez, por ejemplo, sólo era superada cuando la economía de subsistencia diera paso a la economía de mercado. Fundamentar el progreso requirió suponer también que el ser humano asciende en el tiempo desde una condición inferior a una superior” (Pachón Soto, 2007, pp. 51-53). Esto llevó a conceptuar el progreso como independiente de la voluntad humana, como una tendencia natural inscrita en el género humano, que se generaba como la actualización de una potencia ya inscrita en la especie humana, asumiendo lo ya postulado por la filosofía aristotélica, que concebía la naturaleza como sometida a cambio en un proceso de metamorfosis permanente, ordenada y teleológica, consecuencia de la acción de propiedades contenidas en las cosas mismas. El cambio histórico se concibió como el desarrollo de un conjunto de cualidades inscritas en la especie humana, la realización o actualización de algo presente en potencia, con lo cual el progreso se pensó como un resultado necesario de la lógica inmanente que rige proceso histórico, adquiriendo éste un carácter teleológico (López Yáñez y Martínez Gutiérrez, 2016, p. 10).
Esta versión teleológica del progreso tomará cuerpo en la filosofía de la historia de Kant (1987) y de Turgot (1991) y en otras versiones de la filosofía moderna de la historia que, para asegurar el avance hacia etapas superiores de desarrollo, recurrirán a la postulación de entidades abstractas para garantizar el progreso continuo hacia lo mejor o hacia un estado de plenitud (Marquard, 2007: 20). Esta operación consistió en enunciar una especie de acción o plan inmanente de la historia misma, una acción meta-individual de un macro-sujeto que dichas filosofías tematizaban como “designio de la Naturaleza”, “astucia de la Razón”, y hasta “movimiento real”debido al desarrollo de las fuerzas productivas, instancias todas ellas en las que el ser humano concreto pierde identidad y en las que queda subsumido de una forma abstracta y vacía dentro de la lógica inmanente que rige del proceso histórico (Samour, 2017, p. 20).11 Las categorías de sujeto autor más concretas de la filosofía de la historia, como el espíritu universal en Hegel o la clase en Marx “elevan al hombre al papel de actor de la historia tanto como le ahorran identidad” y protagonismo real (Marquard, 2007: 83). Paradójicamente, la filosofía moderna de la historia devenida absoluta en nombre del ser humano se consumó con la eliminación del ser humano, que terminó por ser sustituido por los representantes de la supuesta racionalidad absoluta que rige la historia o por aquellos que presuntamente la conocen a profundidad. Los seres humanos de carne y hueso, cuya emancipación se pretendía, quedaron cada vez más fuera del juego de la historia, y acabaron finalmente sometidos a las instancias de poder a la que ellos mismos les habían concedido el papel de ser sus tutores.12
Este artificio especulativo de la filosofía de la historia terminó por justificar la negatividad histórica -el mal, en definitiva- como un momento necesario de la supuesta lógica intrínseca que rige el proceso histórico, orientado teleológicamente hacia el progreso y la emancipación definitiva. Se puede alegar que este esquema providencialista no opera en la teoría de la historia de Marx, sino principalmente en la filosofía de la historia del idealismo alemán (especialmente en Kant y Hegel). Sin embargo, en la obra de Marx hay una ambigüedad en relación con este punto, que después se reflejará en la dialéctica de la naturaleza de Engels, en el marxismo economicista de la Segunda Internacional y en la filosofía del Diamat soviético, con la postulación de supuestas leyes universales que rigen la evolución de la naturaleza y de la historia hacia una etapa final de plena positividad, que se alcanzaría con el advenimiento del comunismo y la supresión definitiva de las contradicciones.
En términos generales, las concepciones teleológicas de la historia presentan tres características básicas. Suponen, en primer lugar, que el devenir histórico está dotado de un sentido o dirección específica, aquello que en terminología filosófica aristotélica se llama télos: una meta, un propósito o finalidad. El sentido finalista de la historia se manifiesta, en segundo lugar, a través de un principio, una etapa de desarrollo y un momento culminante. Y, en tercer lugar, dichas concepciones de la historia identifican un principio inmanente que dirige y condiciona la dirección de los acontecimientos (Aguiló Bonet, 2010, p. 10). Sobre esta base se construyeron diversas periodizaciones de la historia de la humanidad que pretendían establecer u ordenar un cierto curso necesario del progreso en base al análisis y estudio de los relatos y documentos de otras sociedades que venían siendo objeto de difusión desde hacía ya algún tiempo gracias a los relatos y literatura de viajes. En estas periodizaciones, la heterogeneidad de formas de vida y de culturas era explicada por la adquisición de diferentes grados de progreso, cada una de las cuales correspondía a diversas etapas de desarrollo del ser humano. En esta explicación se suponía que se pasaba progresivamente de un estadio al siguiente en forma lineal, sin quiebres ni saltos; que el progreso era acumulativo; que cada estadio era necesario y representaba una fase de un único curso histórico irresistible en su conjunto, que podía retrasarse, pero no detenerse (López Yáñez y Martínez Gutiérrez, 2016, p. 12).
En las concepciones finalistas de la historia esta periodización adquirió un carácter eurocéntrico. En la medida que dichas concepciones suponían que la lógica de la potencia a desarrollar debía ser idéntica a todos los miembros de la especie humana, el futuro de la humanidad se concibió como un movimiento de convergencia de todas las sociedades y culturas provocado por el propio progreso hacia el estado de civilización de las naciones europeas occidentales. O como lo expresa claramente Condorcet:
Nuestras esperanzas sobre los destinos futuros de la especie humana pueden reducirse a estas tres cuestiones: la destrucción de la desigualdad entre las naciones, los progresos de la igualdad en un mismo pueblo y, en fin, el perfeccionamiento real del hombre. ¿Se acercarán, todas las naciones, algún día, al estado de civilización al que han llegado los pueblos más ilustrados, los más libres, los más liberados de prejuicios, los franceses y los angloamericanos? Esa distancia inmensa que separa a esos pueblos de la servidumbre de las Indias, de la barbarie de las poblaciones africanas, de la ignorancia de los salvajes, ¿desaparecerán poco a poco? (Condorcet, 1980, pp. 225-226).
En este texto se revelan los prejuicios etnocéntricos de Condorcet y permite ejemplificar el eurocentrismo de las concepciones finalistas de la historia de la modernidad. Condorcet afirma que los griegos y los franceses fueron los dos pueblos que más contribuyeron al progreso del género humano y este destino habría sido la obra de la naturaleza misma. Los pueblos ignorantes y serviles de la India y de África harían bien en alcanzar un día el estadio civilizatorio de Francia, la nación del mundo más libre, esclarecida y más exenta de prejuicios (Condorcet, 1980, pp. 115, 118, 246, 254). Su eurocentrismo menosprecia a las naciones no europeas y a las culturas llamadas “arcaicas”. La idea de que el progreso humano pudiera transitar por diferentes caminos evolutivos fue en su totalidad extraña a Condorcet. Su obra no manifiesta empatía hacia la comprensión de otras mentalidades y culturas, y todas las objetivaciones de la actividad humana son medidas y evaluadas según las leyes universales que él pretendió descubrir en el estudio del despliegue histórico de Francia (Mansilla, 2007).
El eurocentrismo de Condorcet se fundamenta en los mismos presupuestos que están a la base de las concepciones ilustradas de la historia. Estas presuponen una misma naturaleza humana en todo tiempo y lugar, una comunidad de grandes metas de evolución histórica, similares caminos sociopolíticos para alcanzarlas y una ciencia humana paralela a las ciencias naturales, para comprender y enmendar los errores y las desviaciones de los seres humanos, asegurando así el progreso representando ejemplarmente por las naciones europeas occidentales.
De esta manera, el progreso fue concebido como una línea temporal de constante perfeccionamiento de la realidad humana y social, en la que las culturas no europeas aparecen como parte de un pasado que antecede a la Europa moderna. El europeo vio en el aborigen, no sólo de América sino en el africano o asiático, su propia vida primitiva y salvaje. En el ámbito de las ciencias sociales, esta visión se construyó en Europa en el siglo XIX gracias a los etnógrafos, y se reforzó con el concurso de otras ciencias como la antropología, la paleontología, la arqueología, la historia, entre otras. Al estudiarse el pasado de las civilizaciones subalternas, sus productos culturales e instituciones, se elaboraron comparaciones con respecto al mundo europeo y, naturalmente, todo lo no europeo apareció como inferior, como el pasado que debía ascender en su desarrollo histórico a la situación del colonizador (Castro Gómez, 2000).
Esta visión también repercutió en los autores más representativos de la sociología europea del siglo XIX y en la formación de las categorías para representar el orden social sobre la base de la idea de una sociedad integrada en la que hay una interdependencia entre las distintas esferas de la vida social según uno o varios principios estructurantes. De esta manera, autores como Saint- Simon, Spencer, Comte o el propio Marx indagaron en la sucesión de esos grandes tipos de sociedad y en la identidad del principio de cada uno de ellos, fundando así un visión organicista y evolucionista de la sociedad, pero con un marcado carácter eurocéntrico; es decir, bajo “el imaginario de progreso según el cual todas las sociedades evolucionan en el tiempo según leyes universales inherentes a la naturaleza o al espíritu humano” (Dussel, 1994, p. 13).
En las ciencias sociales contemporáneas, la idea de progreso se ha convertido en el factor dinamizador de sus investigaciones y de sus aplicaciones, las cuales deben promoverlo de forma científica y contribuir así a la “modernización” de las sociedades (Wallerstein, 2006, p. 44). Es una visión que está profundamente naturalizada en la práctica y en la teorización de las ciencias sociales, a pesar de las críticas postmodernas y decoloniales, y hay mucha reticencia a asumir una racionalidad para las ciencias sociales que tenga una lógica distinta en la creencia del progreso. Las metáforas de la “evolución”, la “modernización” o del “desarrollo” no tienen la intención meramente de describir, sino de prescribir lo que debe hacerse según lo que dictan los parámetros ideológicos del modelo socioeconómico dominante, convirtiendo a las ciencias sociales, en última instancia, en ciencias funcionales de legitimación de los sistemas de dominación en el actual orden mundial.
4. Lectura crítica de la idea de progreso en las filosofías de Hegel y Marx
El esquema del progreso histórico de la Modernidad ha encontrado en Hegel y en Marx los dos extremos en los que ha alcanzado su expresión más terminada. Las ideas de progreso contenidas en sus concepciones de la historia han sido algunas de las más influyentes en las ciencias sociales, condicionando sus formas de concebir la realidad social, los métodos para abordar su estudio y sus propuestas para diagnosticar y solucionar los problemas sociales (Ayala Saavedra, 2008). Por esta razón, es importante dedicarles un análisis detallado, para cumplir cabalmente los objetivos de este ensayo. Iniciaré este apartado exponiendo el concepto de progreso en la filosofía de la historia de Hegel, los supuestos y las tesis básicas de su teleología histórica, su carácter eurocéntrico y la legitimación que le brinda a la dinámica de la modernidad capitalista. En un segundo momento, analizaré la ambigüedad del concepto de historia en Marx en relación con el progreso y la teleología. Esta ambigüedad está presente en toda la obra de Marx y tiene que ver con la forma en que asume la diversidad de fuentes que alimentan su pensamiento, especialmente de la filosofía hegeliana, a la hora de construir su concepción materialista de la historia.
4.1. Teleología y progreso en la filosofía hegeliana de la historia
La idea de progreso en Hegel y su concepción teleológica del proceso histórico está vinculada a su filosofía de la historia, la cual ocupa un lugar central en el sistema hegeliano. Dicha filosofía es como el gozne o el eje que unifica todas las partes de su sistema. Esto es así porque su sistema está íntegramente pensado históricamente, de tal manera que en su obra se dan la mano filosofía de la historia y la historia de la filosofía bajo la égida de la historia universal como ámbito de realización por excelencia del Espíritu. Sus fases o etapas de realización histórica son a la vez las fases en que dicho espíritu toma conciencia de sí a través de las verdades plasmadas en los sistemas filosóficos que emergen y dominan en cada época.
La historia de la filosofía despliega ante nosotros la sucesión de los nobles espíritus, la galería de los héroes de la razón pensante, que, sostenidos por la fuerza de esta razón, han sabido penetrar en la esencia de las cosas, de la naturaleza y del espíritu, en la esencia de Dios, y que han ido acumulando con su esfuerzo, para nosotros, el más grande de los tesoros, que es el conocimiento racional (Hegel, 1977, p. 8).
A la base de esta concepción se halla la identificación de las categorías del ser y del pensar; esto es, de la ontología y de la lógica, así como la manifestación dialéctica de ambos. Ni la historia del pensamiento, ni la reflexión sobre la historia pueden ser algo externo y desvinculado, porque la historia del mundo no es algo diferente de la construcción dialéctica del Espíritu. Si en el sistema hegeliano la filosofía de la naturaleza considera la Idea fuera de sí, exteriorizada, la filosofía de la historia –como filosofía del espíritu- considera la Idea en sí y para sí, constituyendo la coronación del sistema hegeliano.
En sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal (1980) dictadas entre los años 1822 y 1831, Hegel sostiene que lo que aporta su consideración filosófica de la historia es la idea que “la Razón rige el mundo” (Hegel, 1980, p. 80) y de que, por tanto, la historia universal tiene un intrínseco carácter racional, ya que en ella la razón del mundo se desarrolla a sí misma, imprimiéndole a su vez, un sentido y un fin último. Hegel pretende poner al descubierto la lógica inmanente que rige el proceso histórico asumiendo la tesis de que todo lo que es racional es real y todo lo que es real es racional. La historia es el lugar donde la razón se realiza al objetivarse el espíritu universal en su devenir hacia la autoconciencia; y que, por lo tanto, no existe una dualidad entre razón e historia, ya que ésta es la realización de la razón misma: “Lo racional es el ser en sí y por sí, mediante el cual todo tiene su valor. Se da a sí mismo diversas figuras; en ninguna es más claramente fin que en aquella en que el espíritu se explicita y se manifiesta en las figuras multiformes que llamamos pueblos” (Hegel, 1980, p. 44).
Que la razón actúe en la historia –que en este como o en otros campos “lo real es racional”- es una tesis, afirma Hegel, que el historiador filosófico no intenta demostrar o ni siquiera examinar; la da por demostrada por la lógica o la metafísica. Su tarea es aplicar el principio, demostrando que puede darse una exposición de los hechos congruente con la razón. Y esto es justamente lo que distingue la historia filosófica de la historia empírica corriente; el historiador filosófico, deslumbrado por el carácter fragmentario e inconexo de los resultados que se obtienen de la manera empírica, busca el sentido de todo el proceso histórico mediante la mostración del trabajo de la razón en la esfera de la historia (Hegel, 1980, p. 80).
Para esta tarea, los datos y los resultados históricos le sirven como eso, como meros datos, pero su intento será elevar los contenidos empíricos a la categoría de verdades necesarias, haciendo que su conocimiento de la Idea actúe sobre la historia, eliminando el azar así como la creencia en un destino ciego, para dar paso a una comprensión racional que se explicita en un tipo de necesidad e inexorabilidad, que es la manifestación misma del desenvolvimiento de “la razón divina y absoluta”. La captación de esta verdad implica, por tanto, depurar lo meramente contingente y asumir lo que se ajusta a la necesidad interna que rige el proceso histórico. Lo que hace la filosofía de la historia es justamente destacar lo más significativo de los acontecimientos concretos para el desenvolvimiento de la razón y la meta que se da a sí misma en el proceso histórico: “La filosofía, pues, al ocuparse de la historia, toma como objeto lo que el objeto concreto es, en su figura concreta, y considera su evolución necesaria. Por esto, lo primero para ella no son los destinos, ni las pasiones, ni las energías de los pueblos, junto a los cuales se empujan los acontecimientos; sino que lo primero es el espíritu de los acontecimientos, que hace surgir los acontecimientos” (Hegel, 1980, p. 44).
En consecuencia, para captar la sustancialidad histórica, su universalidad, no podemos guiarnos por la observación sensible ni pensar con el entendimiento finito; “hay que mirar –dice Hegel- con los ojos del concepto, de la razón, que penetra la superficie de las cosas y traspasa la apariencia abigarrada de los acontecimientos” (Hegel, 1980, p. 45). Así se obtiene la certidumbre de que la Razón gobierna el mundo; lo que trasladado al lenguaje religioso viene a decir que “en el mundo reina una todopoderosa voluntad divina” o que “la Providencia divina es la sabiduría que, con un poder infinito, realiza sus fines, es decir, realiza el fin último, racional y absoluto del mundo” (Hegel, 1980, p. 50).
Para comprender la manera en que la Razón gobierna el mundo, hay que aprehender la Razón misma en su determinación concreta, y esto solo se logra por medio de la idea de libertad, esto es, desentrañando el proceso por el que el Espíritu llega a una conciencia real de sí mismo. La historia universal se despliega en la esfera del Espíritu; la naturaleza física también interviene en la historia universal, pero la sustancia de la historia es el espíritu y el curso de su evolución; tras la naturaleza, aparece el ser humano y se opone al mundo natural, erigiéndose un segundo mundo, un segundo universo, una segunda naturaleza. El ámbito del Espíritu comprende todo lo que ha producido el ser humano; es el ámbito en el que actúa el ser humano lo que constituye el curso de la historia. Es en la historia donde el Espíritu alcanza su realidad más concreta porque logra un contenido que no encuentra hecho ante sí, sino que él mismo crea, haciendo de sí mismo ese objeto y ese contenido suyos (Hegel, 1980, p. 129). De esta manera, en virtud de su esencia, el Espíritu permanece siempre en su propio elemento o, dicho de otro modo, es libre; la libertad es la sustancia del Espíritu y, lejos de ser una existencia inmóvil, hace que el Espíritu se produzca y se realice según el conocimiento de sí mismo (autoconciencia), en una constante negación de cuanto se oponga a su libertad (Hegel, 1980, p. 87).
Hegel afirma en este sentido que la historia universal es la presentación del Espíritu en su esfuerzo por adquirir el saber de lo que él es en sí; esto es, el progreso de su conciencia de la libertad, de forma que al exponer de modo general los diferentes grados del conocimiento de la libertad, se explicita la necesidad interna del proceso y pueden establecerse, al hilo de los diferentes estadios, las distintas épocas de la historia universal (Hegel, 1980, p. 131). Los individuos son medios para producir las etapas en el camino de la realización del Espíritu, pero desaparecen ante la sustancialidad del conjunto; si hay “grandes hombres” que destacan en la historia es porque sus fines particulares contienen la sustancialidad conferida por la voluntad del espíritu universal, la cual se concreta en los Estados, como expresiones concretas del espíritu de un pueblo (Volksgeist), que encarnan el grado de autoconciencia y de libertad que ha alcanzado el espíritu universal en un momento determinado (Hegel, 1980, p. 101). “El Estado es, por tanto, el objeto inmediato de la historia universal. En el Estado alcanza la libertad su objetividad y vive en el goce de esta objetividad. Pues la ley es la objetividad del espíritu y la voluntad en su verdad” (Hegel, 1980, p. 104).
Contra lo que propugna el contractualismo clásico, la sociedad no es producto de un pacto entre individuos aislados, sino que los individuos son un producto de la sociedad, de relaciones sociales objetivas anteriores que los determinan (Hegel, 1980, p.133). Para Hegel, la libertad no es mero libre arbitrio o libertad para hacer lo que me da la gana. Hegel la describe en sus tres formas principales: capacidad general para querer (libertad natural); facultad para decidirse a placer por estos o aquellos objetos, a impulsos de las inclinaciones e instintos (libertad de capricho); y otra forma superior de libertad cuyo objeto es lo universal, en lo idealmente bueno y justo. El camino para esta forma superior de libertad pasa por tres etapas: moralidad, derecho y eticidad. Son las instituciones familiares, socioeconómicas, jurídicas y políticas de un pueblo las que realizan efectivamente la libertad (Hegel, 1980, pp. 105, 124).
Todas las esferas que constituyen a un Estado, a nivel cultural, social, económico, político y jurídico, conforman una totalidad orgánica y son determinadas por el “espíritu” que las configura a todas. El espíritu da forma a los pueblos, “es como Hermes, que guía a las almas a los infiernos; es el guía y conductor de todos los individuos del pueblo” (108). Cada espíritu de un pueblo es una figura concreta del espíritu universal, determinado por la fase histórica de su evolución, cuya autoconciencia en el arte, en la religión, en las ciencias y en la filosofía expresan una particular identidad de su sustancia y de su contenido. La sucesión de los diversos Estados en el curso de la historia son momentos de la obra común que lleva a cabo el espíritu universal, que encarna en la humanidad misma, y están destinados a desaparecer cuando su espíritu particular se ha agotado o se ha corrompido como forma adecuada para expresar la sustancialidad y el contenido de la razón y para propiciar el progreso del espíritu universal hacia la plena conciencia de su libertad (Hegel, 1980, p. 91). El principio, la determinación interna es el fin último y la evolución histórica es el trabajo duro y penoso del espíritu, con arreglo a ese fin último determinado: el de realizar su concepto, el de realizarse al ir actualizando efectivamente su libertad. Este fin y no otra cosa, es lo que da a la evolución su sentido y concreción (Cuestas, 2010, p. 61).
Hegel pretende de este modo dar sentido a la historia, siguiendo la tradición ilustrado- kantiana mediante la idea de progreso, sólo que éste consiste ahora en un proceso de autoliberación del Espíritu, que incluye la mediación dialéctica. El proceso histórico se caracteriza por la negación y la contradicción, pues el espíritu no permanece quieto y tiene que negar y superar las figuras históricas que va adquiriendo para conseguir su fin, la actualización plena de su esencia, de lo que ya es en sí, que es la libertad (Hegel, 1980, pp. 131, 210). O como lo formula Hegel: “el proceso no es, pues, una evolución pacífica y sin resistencias; el espíritu no camina pacíficamente a su realización” (Hegel, 1980, p. 210). La historia progresa en el sentido de que las partes contrapuestas abandonen su parcialidad para dar paso a una nueva unidad, que exprese mejor el contenido del espíritu. El proceso histórico queda concebido así como la expresión del devenir de una totalidad dialéctica que se constituye a partir de la contradicción o negatividad y su superación en un modo superior a través de un proceso de negación de la negación, que llega a una nueva afirmación, una nueva totalidad, que a su vez debe ser negada en su negatividad para que logre expresar mejor la naturaleza del Espíritu en un nivel superior del desarrollo histórico; es una doble negación que permite que la negatividad no sea la pura nada (Hegel, 1980, p. 139). El ser concreto existe siempre como unidad de identidad y negación: es una totalidad que siempre está en devenir hacia formas más ricas de expresión del principio que la dinamiza. Las determinaciones negadas son suprimidas- conservadas-sublimadas (Aufheben) y, por ello, la realidad negada es una realidad positiva determinada (Hegel, 1976, p. 97).
Según esto, el movimiento dialéctico de la historia no es una mera sucesión horizontal, sino un movimiento en espiral al cual Hegel le asigna la profundidad de una superposición de círculos interconectados. Esto es así porque en la historia se produce la mediación de subjetividad y objetividad al presentarse como la unificación del espíritu universal (Weltgeist) y el espíritu humano finito tal como se da en los individuos y en los pueblos (Hegel, 1976, p. 139). La diferencia que genera la temporalidad histórica es conceptuada así como momento de una unidad que se despliega progresivamente a través de sus determinaciones concretas (Pérez Rodríguez, 2003, p. 338). A través de ellas, “el espíritu recogido en sí mismo, concibe su principio en la forma pensante, y así resulta capaz de caminar junto a la realidad exterior, de insinuarse en la realidad exterior y sobre la profanidad realizar el principio de lo racional”, para ir alcanzando progresivamente su fin último (Hegel, 1980, p. 211).
Con base en estos supuestos, Hegel establece una división de la historia mundial a partir del criterio según el cual cada etapa histórica significa el avance en la realización de la libertad: “La historia universal representa el conjunto de las fases por que pasa la evolución del principio, cuyo contenido es la conciencia de la libertad” (Hegel, 1980, p. 131). Se trata de una sucesión cronológica de los pueblos y de sus culturas que tiene un marcado carácter eurocéntrico en el sentido de que Hegel identifica la historia particular de Europa u Occidente con el momento culmen de la historia universal: “La historia universal va de Oriente a Occidente. Europa es absolutamente el término de la historia universal” (Hegel, 1980, p.201). En esta periodización de la historia mundial, Hegel distingue cuatro fases del proceso histórico que corresponden a los cuatro dominios de la historia universal que establece la investigación empírica (oriental, griego, romano y germánico), que representan los grandes momentos de desarrollo de la libertad en correlación con el progreso en la formación de la conciencia del espíritu (Hegel, 1980, p. 132).
La primera fase corresponde con lo que Hegel denomina “mundo oriental”, que abarca China, India y Persia (Hegel, 1980, pp. 202ss). Esta fase se caracteriza, en general, por una profunda ausencia de libertad, ya que en las sociedades orientales sólo el déspota es libre, mientras que el resto está sometido a su voluntad; el espíritu aquí no es todavía libre, porque “no ha recorrido el proceso de la libertad”. El segundo momento atañe al mundo griego antiguo, que supuso un progreso, porque en él algunos individuos -los ciudadanos de la polis- son libres y sentó las bases del pensamiento crítico occidental, clave para el desarrollo posterior de la libertad. En esta fase, “la libertad no ha renacido todavía de lo profundo del espíritu”. La tercera fase del curso de la historia mundial lleva al mundo romano, que consagra la libertad abstracta del individuo, es decir, la libertad formal de las leyes y en el que la religión cristiana desempeñó un papel importante. Aquí “el individuo tiene sus fines propios, pero solo los alcanza al servicio de un ente universal, del Estado”. La cuarta y última fase, que abarca encadenadamente desde la caída del Imperio romano hasta la modernidad occidental, desemboca en el mundo germánico, que incluye también a Escandinavia, Holanda y Gran Bretaña. Hegel interpreta la Reforma protestante y la Ilustración como acontecimientos esenciales para la realización efectiva de la libertad, que ocurre cuando “el espíritu se ha reconciliado, se ha hecho uno con su concepto, del cual se había separado al constituir la subjetividad" (Hegel, 1980, p. 132).
Son cuatro fases de la historia universal, en la que Oriente representa la etapa infantil del espíritu; la de los griegos y romanos, la juventud y la virilidad; la del mundo cristiano-germano, la madurez y la senectud; esto es, la culminación del proceso, en la que el principio del espíritu se transforma concretamente en un mundo (Hegel, 1980, p. 67), y en el que se da “la conciliación absoluta de la subjetividad, ya existente por sí, con la divinidad, existente en sí y por sí, con lo verdadero y sustancial”. Consecuentemente esta fase “tiene por principio que el sujeto es libre por sí y solo es libre por cuanto es conforme a lo universal y está sujeto a lo esencial: el reino de la libertad concreta” (Hegel, 1980, p. 210).
Todo el proceso tiene un marcado carácter teleológico, en el sentido de que cada fase es una actualización de lo que el espíritu ya es en sí mismo en potencia. Hegel asume aquí las categorías de acto y potencia de Aristóteles y las aplica para explicar el progreso histórico (Hegel, 1980, p.133). El progreso del espíritu dice Hegel, “aparece así en la existencia como avanzando de lo imperfecto a lo más perfecto”; pero aclara que lo imperfecto no debe concebirse abstractamente, sino “como algo que lleva en sí, en forma de germen, de impulso, su contrario, o sea eso que llamamos perfecto”, que se identifica con su contenido absoluto, el fin que debe alcanzar en su evolución y que aspira a llegar a realizar (Hegel, 1980, p. 132). Esta contradicción interna es lo que constituye la dynamis o potentia que tiene el espíritu para desplegar dialécticamente su contenido mediante la ruptura con “el lazo, la cubierta de la naturaleza, de la sensibilidad, de la enajenación, y llegar a la luz de la conciencia, esto es, a sí mismo” (Hegel, 1980, p.133). Todo este proceso culmina con la constitución de la modernidad occidental y del Estado burgués moderno, en el que se actualiza el fin último de la historia universal.
Hegel no presenta una versión idílica del progreso histórico. Este se produce a través de la negación, de la privación, el sufrimiento, la muerte y la guerra, e incluso por la decadencia de culturas y pueblos enteros. Es a través del conflicto que tiene lugar la realización de un principio de libertad cada vez más perfecto y una aproximación mayor a la verdad. “La dirección de la historia humana va, según la Filosofía hegeliana de la Historia, en el sentido del cristianismo, la Reforma, la Revolución francesa y la monarquía constitucional” (Tarcus, 2008, p. 10). El progreso de la conciencia en las concepciones religiosas y en las ideas filosóficas está en correlación con el progreso social y político, según las etapas de la historia de Europa Occidental, que especulativamente Hegel presenta como fases de la historia “universal”.
4. 2. La idea de progreso en el concepto de historia de Marx
Marx establece un estatuto epistemológico para su teoría filosófica de la historia que fue objeto de discusión en los distintos marxismos del siglo XX. El marxismo tiene que ver con la ciencia, pero no es pura ciencia; tiene que ver con el humanismo, pero no es puro humanismo; tiene que ver con la filosofía, pero pretende ser al mismo tiempo la superación de la filosofía (especulativa). Estas posiciones contradictorias son expresión de las ambigüedades en el pensamiento de Marx debido a la diversidad de fuentes de su pensamiento: idealismo alemán (especialmente Hegel), economía política clásica (Smith, Ricardo), socialismo utópico, tradición del pensamiento judío- cristiano y el cientificismo (positivismo) predominante en su época. Todas estas corrientes confluyen en su pensamiento y están a la base de muchas de sus ambigüedades (el marxismo como ciencia de la historia o como teoría crítica; el marxismo con un talante ético-humanista y el marxismo más científico, interesado únicamente en establecer apodícticamente las leyes de la sociedad y de la historia). Estas ambigüedades determinarán dos formas distintas de entender la dialéctica histórica y el progreso en Marx, como se abordará más adelante.
Una considerable parte de la tradición marxista, específicamente el marxismo ortodoxo o tradicional (Ruíz San Juan, 2014),13 asumió muchos elementos teóricos de la filosofía moderna de la historia con el fin de asegurar teóricamente y legitimar políticamente la intervención en la historia, lo cual condujo al dogmatismo y al autoritarismo, con la consiguiente neutralización de la libertad real y la praxis material de los individuos, como se pudo apreciar en los resultados del llamado “socialismo real” en la ex Unión Soviética.14
La orientación del marxismo tradicional hay que rastrearla en el giro de la filosofía de la historia que realizó Engels a través de la dialéctica de la naturaleza, y el giro cientificista de Lenin, que cifró el logro fundamental del marxismo en haber extendido el saber objetivo hacia el terreno de lo histórico y político, de tal forma que el materialismo histórico vendría constituirse en una enorme conquista del pensamiento científico en el ámbito de la historia. Así lo formula Lenin:
El materialismo histórico de Marx es una conquista formidable del pensamiento científico. Al caos y a la arbitrariedad, que hasta entonces imperaban en las concepciones relativas a la historia y a la política, sucedió una teoría científica asombrosamente completa y armónica, que muestra cómo de un tipo de vida social se desarrolla, en virtud del crecimiento de las fuerzas productivas, otra más alta, cómo del feudalismo, por ejemplo, nace el capitalismo (Lenin, 1961, p. 62).
Para Lenin, que fue el que marcó decisivamente lo que debía entenderse por marxismo ortodoxo, el materialismo histórico debía entenderse como una continuación que completaba científicamente y consumaba la filosofía clásica de la historia.
Marx siempre se opuso a que se leyera su pensamiento acerca del desarrollo de la sociedad como algo parecido a una filosofía de la historia al estilo hegeliano. Fueron los marxistas de la Segunda Internacional (Mehring, Kautsky, Bernstein o Plejanov) los que sistematizaron el “materialismo histórico” como una filosofía de la historia o como una teoría que venía a ocupar el lugar de la filosofía moderna de la historia con el fin de revestir el marxismo de legitimidad y de validez científica para asegurar la consecución del progreso histórico, brindando además un conjunto simple y coherente de tesis que articularan la visión del mundo de los militantes (Mesa, 2004, p. 55).
El problema es que con esta interpretación se asumieron en la visión marxista de la historia todas las aporías de las filosofías ilustradas de la historia, determinando que los autores postmodernos colocaran a Marx al lado de Hegel y los relegaran al panteón de los metafísicos modernos de la historia y de los grandes relatos.
Tanto los herederos de Marx como sus detractores adscribieron el materialismo histórico a una nueva versión de la filosofía clásica de la historia, una filosofía ahora materialista de la historia, cuyo motor sería la productividad del trabajo, o bien el progreso técnico (Tarcus, 2008, p. 10).
Por esta razón, para evaluar críticamente la idea de progreso en la teoría de la historia de Marx es importante deslindarlo de la interpretación que hizo de su pensamiento el marxismo ortodoxo.
4.2.1. Dialéctica de la naturaleza versus dialéctica histórica
El término “materialismo dialéctico”, que es el más ampliamente usado para referirse a la supuesta filosofía general de Marx que estaría a la base de su teoría social y de su teoría de la historia (el materialismo histórico), fue acuñado por Josef Dietzgen en el año 1887, y su uso se extendió a partir de la sistematización de este realizada por Plejanov y Lenin. Este término no aparece en Engels, pero es su definición de la dialéctica materialista la que establece las bases para la sistematización ulterior de este concepto. Sus escritos tardíos, sobre todo el Anti- Dühring (1962) y Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana (Marx-Engels, 1975), se convirtieron en los textos de referencia fundamentales a partir de los que se configuró la interpretación oficial del marxismo.
Engels entiende la dialéctica como “la ciencia de las leyes generales del movimiento y la evolución de la naturaleza, la sociedad humana y el pensamiento” (Engels, 1962, p. 131). Estas leyes se abstraen tanto de la evolución de la naturaleza y de la historia y se reducen básicamente a la negación de la negación, el “trueque” de la cantidad a la cualidad y la interpenetración de “los contrarios” (Engels, 1961, p. 41). Las leyes dialécticas rigen todos los procesos reales, tanto de la naturaleza como de la historia, una dimensión a la cual Engels denomina “dialéctica objetiva”. Frente a ella, se encuentra la “dialéctica subjetiva”, que sería el pensamiento dialéctico, que “no es sino el reflejo del movimiento a través de contradicciones que se manifiesta en toda la naturaleza” (Engels, 1961, p. 178). La dialéctica subjetiva queda subordinada, por tanto, a la dialéctica objetiva, y esta subordinación es la base de una epistemología realista y puramente contemplativa, según la cual la mente humana se limitaría a reproducir o reflejar de manera pasiva la realidad (Lenin, 1971, pp. 98, 207).15
La raíz filosófica de la concepción del marxismo tradicional (especialmente del marxismo soviético) se basa en esta interpretación dialéctica de la materia natural que realiza Engels. Según este, a la materia natural se accedería a través de las ciencias naturales, que serían las más aptas para superar toda forma de idealismo y aun toda forma de ideología. La filosofía sería, entonces, una especie de trans-ciencia donde el trans está dado principalmente por la interpretación dialéctica de la materia, pero también por una especie de absolutización de las ciencias naturales. En este sentido, puede hablarse de una reducción científica de la filosofía, principalmente porque la realidad última y total está entendida desde la captación de las ciencias naturales (Engels, 1961, pp. 3-20). Ciertamente en esta filosofía hay una concepción dialéctica de la materia con posibilidades para entender la materia social e histórica como una realidad cualitativamente distinta –en virtud, sobre todo, de la ley del paso de la cantidad a la cualidad-, pero en realidad esta última propende a quedar entendida o desde la materia natural o como una mera regionalización del concepto general de materia (Engels, 1962, pp. 128ss)
Lo más cuestionable es que a la materia así entendida se le dan características metafísicas, incluso con características semejantes a lo que es el Absoluto en Hegel, o a lo que es Dios en la teología cristiana: la materia es eterna, increada, imperecedera. La triple contraposición que establece el materialismo dialéctico, pensar-ser, espíritu-naturaleza, Dios creador-materia o mundo eterno (Engels, 1975, pp. 624-25), indicaría que este no sólo está influido por el horizonte griego de la naturaleza, sino también por el horizonte cristiano de la creación, dentro del cual busca una vía no teológica. La eternidad de la materia se propone como alternativa al acto creador (Ellacuría, 1990a, p. 58). Para explicar el movimiento intrínseco de la materia se recurre a la dialéctica. La dialéctica supone que la realidad no es un agregado de cosas, sino un todo unitario interdependiente que está en perpetuo movimiento y actividad. Ambas características son esenciales a la dialéctica hegeliana, pero en el materialismo dialéctico se aplican primariamente a la naturaleza (Engels, 1961, pp. 41-62). Las mismas leyes de la dialéctica son tomadas tal cual de la Lógica de Hegel y propuestas como las leyes más generales de la naturaleza y de la historia (Engels, 1961, p. 41).
Esta forma de plantear la cuestión de la dialéctica tiene implicaciones fundamentales sobre aquello que se entiende por materialismo. Engels, y tras él todo el marxismo ortodoxo, entiende por materialismo la primacía de lo material sobre lo espiritual, pretendiendo con ello interpretar correctamente la supuesta inversión de la dialéctica de Hegel a la que se refiere Marx en El capital (Marx, 1973, p. XXIV).16 Sin embargo, este planteamiento filosófico no es el que opera en la comprensión de Marx del materialismo (Lukács, 1969, pp. 2-28). Lo que este entiende por materialismo es la dependencia de la conciencia respecto de las condiciones sociales de existencia, lo que no implica en modo alguno una epistemología realista según la cual el sujeto se limita a reflejar pasivamente la realidad exterior a él, sino que el sujeto lleva a cabo una reconstrucción teórica de la realidad a partir de categorías que no tienen ningún correlato empírico inmediato (Marx, 1971; 1974).
Desde el punto de vista filosófico, el materialismo histórico de Marx tiende a concebir –more hegeliano- la realidad como totalidad unitaria y dialéctica del proceso material que abarcaría a una el momento natural y el momento histórico, siendo la filosofía la conceptuación de esa unidad dinámica real. La filosofía no sería ya una filosofía de la naturaleza ampliada a la materia histórica, pero dependiente fundamentalmente de los aportes de las ciencias naturales, sino una concepción de la realidad material que la entiende desde su última aparición en su forma histórica, con el consiguiente abandono de cualquier inspiración fisicalista-naturalista (Ellacuría, 2009, p. 241).
Si bien la filosofía de Marx es un intento de interpretación materialista o realista de la modernidad filosófica a diferencia una interpretación subjetivista o idealista de la misma, esta no consiste en una interpretación a la manera de un materialismo naturalista, ni siquiera en el sentido de que a la materia le pertenece por sí misma un dinamismo dialéctico, sino de otro tipo de materia cuya investigación correcta se logra a través de las ciencias sociales, especialmente de la ciencia económica. El materialismo histórico de Marx es una concepción materialista de la historia y no una concepción fisicalista de la materia natural, que sería la propia del materialismo dialéctico, en el que la metafísica se convierte en una filosofía positiva de la naturaleza (Ellacuría, 2009, p. 242).
La superación marxiana de Hegel radicaría en la comprensión de la conciencia desde el ser y no el ser desde la conciencia, pero este ser tiene unas características determinadas y su producción no sería la naturaleza sin más, sino la realidad socioeconómica en su proceso dialéctico e histórico. La naturaleza es asumida en esa realidad socioeconómica como un momento intrínseco de ella, pero irreductible a ella. Es una concepción materialista porque es en la materia dinámica donde se expresa el principio de lo real y no en un espíritu o autoconsciencia. Pero es un materialismo histórico, porque la explicación última de lo real no está en el origen de la materia, sino en su proceso y en su última etapa de desarrollo, que por ello es la más concreta. Si la materia no se hubiera convertido en historia no tendríamos la explicación real y profunda de la realidad total (Ellacuría, 2009, p. 244).
Este sería el punto arranque de la filosofía marxiana que parte de una inspiración hegeliana tanto en lo que tiene de dialéctica como de totalidad. La máxima densidad de la realidad se expresa en el proceso real en lo que tiene de formalmente histórico, y no en una presunta consideración de la materia a partir de lo que de ella dicen las ciencias naturales del siglo XIX. En este sentido, hay que entender el materialismo histórico de Marx como una dialéctica histórica, similar a la de Hegel; esto es, como una dialéctica que no se da al margen de la historia, sino en la historia, pero tomando en cuenta las diferencias teóricas y la postura crítica de Marx respecto al formalismo ahistórico de Kant (el sujeto transcendental kantiano es un sujeto formal, que no está inmerso en la historia) y respecto del sujeto idealista de Hegel, que es un sujeto hipostasiado en la Idea.
La dialéctica de Marx así entendida se diferencia con nitidez del materialismo dialéctico de Engels. La dialéctica de la naturaleza de Engels se sale del ámbito historia y plantea primariamente una dialéctica, no como algo inherente a la historia, sino inherente a la naturaleza, independiente del ser humano y de su actividad. Marx, por el contrario, plantea la dialéctica en relación con la praxis histórica, en el ámbito de la relación del ser humano con los otros seres humanos y de la relación de los seres humanos con la naturaleza, ciñendo la dialéctica a la inmanencia del proceso histórico (Schmidt, 1977, p. 15ss; Sartre, 1979, pp. 147ss).
Marx entiende su concepción de la historia como un momento de la transformación revolucionaria de lo existente. Su concepción de la historia está vinculada a un objetivo emancipador. Es decir, se trata de una concepción de la historia que se entiende a sí misma como una parte de la transformación revolucionaria del mundo (Mesa, 2004, p. 30). Marx no concibe su teoría simplemente como una ciencia social, sino que también pretende ser una teoría revolucionaria, una guía para la acción emancipadora del proletariado. El marxismo de Marx no trata solamente de comprender la sociedad; no solamente pretende predecir, en el contexto del capitalismo de su época, el surgimiento de un proletariado revolucionario que derrocará el capitalismo, sino que intenta movilizar a las personas para ello. Pretende cambiar el mundo, tal y como lo declara en la undécima tesis sobre Feuerbach. Se trata de una invocación de Marx a los seres humanos para que orienten sus esfuerzos a cambiar el mundo en la realidad, no solo en el pensamiento. Esto implica que, para Marx, no sólo hay leyes impersonales que rigen el curso histórico, sino que las acciones deliberadas de los individuos y los colectivos sociales son importantes para modelar el destino humano. Los esfuerzos y la finalidad humanos, y los ideales que los inspiran, influyen en el resultado de la acción humana.
De esta manera, Marx concibe su teoría de la historia como un momento fundamental de la toma de conciencia del proceso histórico. Es un momento histórico-crítico, progresivo y abierto a nuevos desarrollos. Es una teoría crítica que se produce al constatar la inadecuación entre la conciencia y la realidad históricas existente; la inadecuación entre las ideas de libertad e igualdad que ha ido generando el ser humano (Revolución francesa) y las formaciones sociales que no se corresponden con estas ideas. Esta discrepancia entre el deber ser de la conciencia histórica y el ser de la realidad histórica concreta, que se manifiesta en los sujetos históricos en los cuales se plasma la dominación y la enajenación, es la que exige una transformación de la sociedad y es la que exige una postura crítico-reflexiva y revolucionaria por parte del ser humano.
De este planteamiento marxiano se deriva un análisis y una crítica de la sociedad capitalista y de las formas de conciencia social, pero no una cosmovisión que pretenda explicar todos los ámbitos de lo real tal y como es en el caso del marxismo tradicional, que acaba derivando necesariamente en una metafísica, que pretende ofrecer una concepción global del mundo en su totalidad. En este sentido, se puede afirmar que la filosofía de Marx se configura como una teoría crítica que no se reduce a ser mera ciencia positivista de la historia, sino que se entiende a sí misma como un momento teórico del proceso histórico, y, por tanto, abierta a nuevos desarrollos teóricos (Marx, 1977, pp. 665ss).
Marx busca desvelar el condicionamiento de la conciencia respecto de las condiciones materiales de existencia, para llevar a cabo a partir de aquí una crítica tanto de la realidad social, cuyas estructuras fundamentales permanecen ocultas por la ideologización de la conciencia sometida a ellas, como una crítica de esa conciencia invertida con el fin de liberarla de los condicionamientos dentro de los que está limitada. Para Marx hay verdad en el conocimiento cuando el conocimiento es capaz de hacer transparente la situación real existente y la forma que tiene el ser humano de ejercer su dominio sobre la naturaleza. No es suficiente que el ser humano domine la naturaleza, sino que tiene que tomar conciencia de la forma social de dominación de la naturaleza y, por tanto, de las disfuncionalidades e irracionalidades que existen en un momento histórico determinado debido a la manera de cómo se ejerce dicho dominio.
Para Marx, la conciencia es conciencia práctica y al mismo tiempo es conciencia crítico- reflexiva. Y a esa conciencia crítico-reflexiva que analiza la forma que tiene el ser humano de dominar a la naturaleza a través de determinadas relaciones sociales de producción, Marx la entiende como crítica de las ideologías (Marx-Engels, 1977, pp. 16-18). Las ideologías son las que impiden tomar conciencia reflexiva y crítica de la manera en que en que los seres humanos dominan a la naturaleza. El conocimiento tiene que tomar conciencia de las falsedades y las opacidades sociales, de los obstáculos que se oponen a un dominio racional y humanizador, progresivo y cada vez más pleno de la naturaleza y de la racionalización de las realidades sociales.
En la concepción de Marx, el sujeto se plantea y se produce en el proceso de autoconstitución del ser humano a través del trabajo. Es decir, los sujetos surgen en la historia en la medida que van imponiendo el dominio sobre la naturaleza externa (razón productiva, técnica- científica) a través de unas determinadas relaciones sociales de producción (razón social), posibilitando así la constitución del sujeto histórico. Se trata, por tanto, de una dialéctica propia del devenir histórico, de una dialéctica en la que no hay un sujeto absoluto, de una dialéctica que es procesual y progresiva, que supone un desarrollo de la conciencia, el cual está en relación con la complejidad de la sociedad y con la forma del dominio del ser humano sobre la naturaleza (Mészáros, 1978 , pp. 109-110). En cada época histórica habría que analizar quién es el sujeto de la historia, el sujeto de la dialéctica de transformación y humanización de la realidad.
El estudio marxiano de las ciencias económicas pretende hacer ver que es imposible desarrollar una práctica revolucionaria sin el conocimiento de la dependencia concreta de los seres humanos respecto de las condiciones reales de producción. Los análisis económicos de Marx, desde los Manuscritos de 1844 hasta El capital, pretenden otorgar la tarea de emancipación a los propios seres humanos y no a unas supuestas leyes objetivas que la misma ciencia económica descubriría, convirtiendo al ser humano en un instrumento pasivo de la historia y anulando así el sentido de una práctica revolucionaria. “Las investigaciones científicas de Marx en el campo de la economía no pretenden convertir el pensamiento marxiano en una mera ciencia, sino que esta solamente se puede comprender cabalmente en el ámbito más amplio de una filosofía de la praxis humana: la indagación científica de las leyes económicas pretende justamente poner a estas al servicio de la praxis revolucionaria, y no al revés” (González, 1987, p. 23)
Este planteamiento se puede interpretar mecánicamente eliminando la dimensión crítica y reflexiva del propio Marx, desembocando en una visión determinista de la historia, que ha sido una de las más difundidas en la historia del marxismo. Esta concepción determinista ha adoptado diversas formas, desde un determinismo social, que afirma la primacía de lo colectivo sobre el individuo, hasta un determinismo histórico, que pretende afirmar la inevitabilidad del socialismo al margen de la intervención histórica de las acciones de los individuos o del rol que jueguen los diversos elementos subjetivos. El ritmo de la historia ya está determinado por las leyes mismas de la realidad (que son las que establece el materialismo dialéctico), haciendo que la dialéctica de la infraestructura y la superestructura se convierta en el eje fundamental donde se plasman las contradicciones económicas (contradicción entre fuerzas productivas y relaciones sociales de producción), que serían las claves del desarrollo histórico (Prior Olmos, 2004, p. 218).17 Es una visión de la historia que desemboca en un positivismo de la historia: la historia tiene unas leyes como la naturaleza (concepción naturalista de la historia), que rigen su trayectoria con necesidad por encima de la actividad de los seres humanos de carne y hueso. Lo humano queda así relegado a un segundo plano, en la medida que el ser humano se convierte en un apéndice de la historia y de sus estructuras.
No se puede obviar la existencia de algunos textos relevantes de Marx que son perfectamente congruentes con una visión determinista y teleológica de la historia. Esto se puede deber a varios motivos, ya sea porque Marx no fue lo suficientemente explícito sobre determinados temas fundamentales o tal vez porque trabajaba con hipótesis diferentes, sin considerar ninguna de ellas como definitiva (Prior Olmos, 2004, p. 197). El hecho es que en el planteamiento global de Marx aparecen ambigüedades en relación con el determinismo y en torno al papel de la acción humana en el dinamismo de la historia, que se reflejaron en las distintas interpretaciones de su pensamiento a lo largo del siglo XX. Por un lado, en algunos de sus textos, el ser humano aparece como un ser capaz de transformar sus circunstancias y superar los determinismos históricos; pero, por otro lado, en otros textos, el ser humano aparece como un sujeto totalmente determinado por las leyes y las estructuras históricas, en una concepción del devenir histórico en la que Marx asume muchos de los supuestos y elementos teóricos de las filosofías ilustradas de la historia, que revelan una cierta continuidad con la metafísica moderna de la historia.
4. 2. 2. La dialéctica histórica de Marx y sus ambigüedades en torno a la idea de progreso
Las ambigüedades que presenta la concepción de la historia en Marx pueden explicarse como resultado de una antítesis entre dos tendencias irreductibles, que constituyen el concepto marxiano de historia. Por una parte, su forma materialista y su propia tipología teórica exigen la oposición y la crítica a los elementos especulativos de la filosofía hegeliana de la historia. Pero, por otra parte, la negación de que la sociedad capitalista pueda ser el estadio final del desarrollo humano, y su expectativa de superarla en una “forma superior de sociedad” que culmine aquel desarrollo, lleva a la apropiación por parte de Marx de tesis procedentes de la filosofía de la historia ilustrada y del idealismo alemán (Mesa, 2004, p. 60). En esta línea, Ágnes Heller sostiene que la teoría de la historia de Marx se subordina a la filosofía de la historia hegeliana para reforzar la promesa del socialismo, asegurando su advenimiento necesario, y darle un sentido a la existencia histórica. De ahí la tensión entre el comunismo entendido como un acto libre de la clase histórico- universal y, al mismo tiempo, como realización de una ley histórica, una necesidad a la que están sometidos los sujetos agentes (Heller, 1982, pp. 223-226). Por esta razón se puede afirmar que Marx fue a la vez un crítico radical y a la vez heredero de la metafísica moderna de la historia.
La primera tendencia se puede observar en la crítica radical que Marx le hace a la filosofía hegeliana de la historia y a su teleología histórica. Marx acusa a Hegel de presentar una “historia teológica”; esto es, una historia de la Idea y el Espíritu (Marx-Engels, 1971, p. 111). Para Hegel el “desarrollo” o la “evolución” en la historia significa un avance de lo “abstracto” a lo “concreto”, es decir, de lo implícito a lo explícito, de la razón como ser o sustancia a la razón como autoconciencia, que es un proceso que Hegel interpreta aristotélicamente como el paso de la potencia al acto (Hegel, 1977, p. 25). Se trata de la autoconciencia de una Razón o estructura lógica que siempre ha estado implícita en el mundo, primero en la naturaleza y después en la historia, que es el ámbito donde el Espíritu va adquiriendo la conciencia de sí y de su libertad.
Para Marx hay un único proceso histórico (no de índole ideal o espiritual en el sentido hegeliano) que supone la existencia de sujetos históricos, pero de sujetos que no están constituidos o definidos de antemano. Para la Europa del siglo XIX, Marx lo concretiza en el proletariado industrial, pero no se trata de una tesis absoluta. En Marx el proceso histórico sólo tiene sentido en el ámbito de la praxis. Se puede hablar aquí de un autodesarrollo del ser, pero con un significado totalmente distinto que en Hegel: ahora el ser es el ser humano de “carne y hueso”; se trata de un ser primariamente material, “corporal”, determinado por la historia precedente y sus condiciones sociales de existencia. Es un ser histórico, cambiante, en evolución, que se crea a sí mismo en el tiempo:
La historia no es otra cosa que la secuencia de generaciones particulares, de las que cada una explota los materiales, capitales, fuerzas productivas dominados por todas las precedentes, de ahí que, por tanto, cada generación continúe por un parte la actividad heredada bajo circunstancias totalmente cambiadas y, por otra, modifique las viejas circunstancias con una actividad totalmente cambiada (Marx-Engels, 1977, p. 49).
El proceso histórico implica la autorrealización de dicho sujeto, que no se puede conceptuar como el paso de la potencia al acto. La capacidad de cambio del sujeto humano no radica en una implícita o subyacente estructura lógica, sino en las capacidades, necesidades y disposiciones específicamente humanas, que no son fijas y eternas, sino que se desarrollan en la actividad productiva de los seres humanos, en la praxis: tienden a una mayor riqueza y complejidad, de tal manera que “autorrealización” no significa en la dialéctica histórica marxiana identificación o mera explicitación de lo mismo, de lo que ya era en sí desde el principio, sino verdadera producción de formas nuevas, tanto en el ámbito histórico circundante como de las estructuras potenciales humanas. En la visión marxiana de la historia, lo lógico no coincide con lo histórico: ningún esquema lógico a priori puede abarcar la total plenitud de la vida del ser humano en la historia y de todo lo que puede dar de sí su realización en ella.
Este cambio de perspectiva y de visión hace que en Marx las categorías dialécticas hegelianas se redefinan con un nuevo significado. La contradicción hegeliana es lógica, provisional y destinada a ser superada y suprimida por el mismo proceso de reflexión del Absoluto. En Marx, por el contrario, la contradicción es un auténtico conflicto histórico, algo enteramente negativo, que se expresa en el ámbito histórico en la lucha de clases antagónicas, o entre la incompatibilidad entre ciertas instituciones sociales y las tendencias hacia el cambio y el desarrollo (Markovic, 1978: 81). En relación con el concepto de alienación o enajenación (Entäusserung, Entfremdung) también se pueden establecer diferencias. Hegel identifica enajenación con objetividad y objetivación, en el movimiento en el que la Idea sale de sí y se niega en la finitud. Para Hegel toda la objetividad natural e histórica es alienación; es todo lo “otro” del espíritu en el cual él no se reconoce (Bedeschi, 1975: 17). En cambio para Marx, la alienación es sólo una condición determinada dentro de la objetividad histórica. La alienación tiene un carácter material, objetivo, con un carácter negativo definitivo, por lo que su superación no está ya implícita, como en el sistema hegeliano. Para Marx, la superación de la alienación se da en el terreno de las relaciones sociales y políticas y supone activar una praxis emancipadora que, si no se realiza, no se da la superación de la alienación (Bedeschi, 1975, p. 131ss).
Para Hegel, la mediación siempre supone un momento de “reflexión”, de “retorno a sí mismo”, de identificación con el Absoluto: “…la mediación no es sino la igualdad consigo misma en movimiento o la reflexión en sí misma, el momento del yo que es para sí, la pura negatividad o, reducida a su abstracción pura, el simple devenir” (Hegel, 1973, p. 17). La mediación a través de la cual el Absoluto se recupera a sí mismo es siempre una mediación puramente conceptual, realización de lo mismo. Es el espíritu universal que se está reflejando en espejos siempre nuevos. Para Hegel, el proceso de desarrollo dialéctico es un proceso que en última instancia acontece en la vida del espíritu, regido y definido por él. En cambio para Marx, cada nueva forma de la realidad histórica que aparece como resultado de la dinámica de las relaciones sociales, constituye una nueva fase de la autoproducción del ser humano y la creación de nuevas posibilidades para él (Marković, 1978: 76). Marx critica a Hegel el papel que le asigna al espíritu en su actividad de configurar y darle forma y sentido a lo real; en constituirse en paradigma decisivo de significación de lo real. Marx no minusvalora la función y la importancia del espíritu o de la conciencia. Lo que sucede es que Marx va a situar la función y el lugar del espíritu, articulándolo estructuralmente con las condiciones materiales de existencia y la praxis (Marx-Engels, 1977, p. 31).
Desde la óptica de Marx, la filosofía hegeliana de la historia es un discurso para el que el acontecer histórico, asumido como totalidad, es un proceso necesario y con un sentido y una finalidad última. Este tipo de discurso es para Marx producto de la inversión o la hipóstasis conceptual en que se incurre si “la historia”, como totalidad, se independiza y se personifica en un macro-sujeto, como es el caso de filosofía de la historia hegeliana. Para Marx, sólo la praxis de los individuos corporales vivos constituye el sujeto real de la vida histórica. Si en lugar de esa acción se coloca el ente abstracto “la historia”, se incurre en una mistificación idealista. Esto es lo que quieren significar Marx y Engels en La Sagrada Familia:
La historia no hace nada, ‘no posee una riqueza inmensa’, ‘no libra combates’. Ante todo es el hombre, el hombre real y vivo quien hace todo eso y realiza combates; estemos seguros de que no es la historia la que se sirve del hombre como de un medio para realizar —como si ella fuera un personaje particular— sus propios fines; no es más que la actividad del hombre que persigue sus objetivos (Marx y Engels, 1971, pp. 111-112).
De aquí se desprende la crítica de Marx a la teleología histórica hegeliana y en general la teleología de las filosofías ilustradas de la historia: La “historia” no tiene sus propios fines – tampoco “el hombre” o “la humanidad”. La teleología hegeliana es producto de una transposición de categorías que sólo tienen sentido en el marco de la acción de los individuos, a la actividad supuesta de sujetos abstractos o macro-sujetos (la razón, el espíritu o la autoconciencia, la humanidad), invirtiendo el condicionamiento del pasado sobre el presente. La filosofía de la historia de Hegel trastoca el proceso histórico que vincula generaciones entre sí, y lo convierte en un proceso especulativo, en el cual el momento posterior se convierte en el objetivo o fin del momento anterior y donde la “época posterior es la verdad de la época anterior”. El error de Hegel radica en no considerar el proceso histórico bajo su aspecto real, sino que lo convierte especulativamente en una abstracción, en el que la historia posterior recibe los nombres de “destino”, “finalidad”, “germen”, “idea” de la historia anterior. Esto configura una concepción teleológica del devenir histórico en el que el momento siguiente subsume dentro de sí el momento anterior, que en virtud de la finalidad apriorista, dicho momento aparece como la “culminación” del momento precedente (Marx-Engels, 1977, p. 49).
Para Marx, “la historia” y “el hombre” sólo pueden convertirse en categorías abstractas personificadas en la medida en que son aisladas de la vida material y sustraídas del ámbito de la historicidad real. En la Ideología alemana (1977, p. 40), Marx y Engels condenan toda especulación filosófica-humanista acerca de “el hombre” en general. Hablar del “hombre” en abstracto es una mistificación en la medida que oculta la situación real de los seres humanos concretos e impide la transformación de lo real. Hablar de la “sustancia” o “esencia” del hombre es resultado de una abstracción ilícita. Los filósofos neohegelianos toman posiciones en pro o en contra de la sustancia y esencia del “hombre”, pero ninguna de sus posiciones puede considerarse real y crítica. Lo real es la “suma de fuerzas de producción, una relación históricamente creada con la naturaleza y entre unos y otros individuos”. Este es el fundamento real de la esencia objetiva del ser humano, que no puede considerarse como algo ya plenamente conformado, inmutable y ajeno al devenir. Este planteamiento lo resume Marx en su crítica a Feuerbach: “Feuerbach resuelve la esencia religiosa en la esencia humana. Pero la esencia humana no es algo abstracto e inmanente a cada individuo. Es, en su realidad, el conjunto de las relaciones sociales” ( Marx y Engels, 1977, p. 667).
El “hombre”, el “espíritu” nunca han entrado en la historia. El “hombre” así en general no es el sujeto de la historia. El sujeto histórico son los individuos y los colectivos sociales, condicionados por un grado de desarrollo de las fuerzas productivas y por relaciones de producción. La “esencia” y la “sustancia” o el “ser” forman parte de las ilusiones de la filosofía especulativa de la historia y se derivan de conferirle realidad a una expresión puramente abstracta, ideal, totalmente divorciada de la historia concreta y determinada. “De ahí que la pregunta por el sentido de la historia no es en el materialismo histórico un sin sentido sólo porque sobrepase los límites de las facultades subjetivas del conocimiento humano, sino porque choca con las condiciones materiales objetivas, históricas y sociales, bajo las que se desenvuelve la vida humana” (Mesa, 2004, p. 58). Los individuos concretos que viven insertos en el proceso histórico no pueden disponer de una clave conceptual que conecte presente, pasado y futuro en una totalidad de sentido; es decir, no pueden construir una filosofía de la historia que sistematice previamente la historia desde algún a priori.
vierte especulativamente en una abstracción, en el que la historia posterior recibe los nombres de “destino”, “finalidad”, “germen”, “idea” de la historia anterior. Esto configura una concepción teleológica del devenir histórico en el que el momento siguiente subsume dentro de sí el momento anterior, que en virtud de la finalidad apriorista, dicho momento aparece como la “culminación” del momento precedente (Marx-Engels, 1977, p. 49).
Para Marx, “la historia” y “el hombre” sólo pueden convertirse en categorías abstractas personificadas en la medida en que son aisladas de la vida material y sustraídas del ámbito de la historicidad real. En la Ideología alemana (1977, p. 40), Marx y Engels condenan toda especulación filosófica-humanista acerca de “el hombre” en general. Hablar del “hombre” en abstracto es una mistificación en la medida que oculta la situación real de los seres humanos concretos e impide la transformación de lo real. Hablar de la “sustancia” o “esencia” del hombre es resultado de una abstracción ilícita. Los filósofos neohegelianos toman posiciones en pro o en contra de la sustancia y esencia del “hombre”, pero ninguna de sus posiciones puede considerarse real y crítica. Lo real es la “suma de fuerzas de producción, una relación históricamente creada con la naturaleza y entre unos y otros individuos”. Este es el fundamento real de la esencia objetiva del ser humano, que no puede considerarse como algo ya plenamente conformado, inmutable y ajeno al devenir. Este planteamiento lo resume Marx en su crítica a Feuerbach: “Feuerbach resuelve la esencia religiosa en la esencia humana. Pero la esencia humana no es algo abstracto e inmanente a cada individuo. Es, en su realidad, el conjunto de las relaciones sociales” ( Marx y Engels, 1977, p. 667).
El “hombre”, el “espíritu” nunca han entrado en la historia. El “hombre” así en general no es el sujeto de la historia. El sujeto histórico son los individuos y los colectivos sociales, condicionados por un grado de desarrollo de las fuerzas productivas y por relaciones de producción. La “esencia” y la “sustancia” o el “ser” forman parte de las ilusiones de la filosofía especulativa de la historia y se derivan de conferirle realidad a una expresión puramente abstracta, ideal, totalmente divorciada de la historia concreta y determinada. “De ahí que la pregunta por el sentido de la historia no es en el materialismo histórico un sin sentido sólo porque sobrepase los límites de las facultades subjetivas del conocimiento humano, sino porque choca con las condiciones materiales objetivas, históricas y sociales, bajo las que se desenvuelve la vida humana” (Mesa, 2004, p. 58). Los individuos concretos que viven insertos en el proceso histórico no pueden disponer de una clave conceptual que conecte presente, pasado y futuro en una totalidad de sentido; es decir, no pueden construir una filosofía de la historia que sistematice previamente la historia desde algún a priori.
Esta misma línea de pensamiento se ratifica en algunos textos de El capital. Por ejemplo, cuando Marx, al inicio del capítulo dedicado a la acumulación originaria, advierte que su análisis sólo tiene validez para los países europeos occidentales, tomando como modelo la génesis del capitalismo en Inglaterra, y que, por lo tanto, no se puede generalizar para otros países. La historia del proceso dice Marx, por el cual “grandes masas de hombres se ven despojados repentina y violentamente de sus medios de producción para ser lanzadas al mercado de trabajo como propietarios libres… presenta una modalidad diversa en cada país y en cada una de ellas recorre las diferentes fases en distinta gradación y en épocas históricas diversas” (Marx, 1973a, p. 609).
Este argumento se amplía en la carta que Marx escribe a la revista rusa Otetschestwennyje Sapiski [El memorial de la patria], a finales de 1877, como respuesta a la reseña que había publicado Nikolai Mikhailovsky sobre El capital. En ella Marx afirma que el capítulo sobre la acumulación primitiva “no pretende más que trazar el camino por el cual surgió el orden económico capitalista de la historia, en Europa Occidental, del seno del régimen económico feudal”, y rechaza explícitamente que su esbozo de la génesis del capitalismo en el Occidente europeo se interprete como “una teoría histórico-filosófica de la marcha general que el destino impone a todo pueblo, cualesquiera que sean las circunstancias históricas en las que se encuentre” (Marx-Engels, 1972: 449). Y en el proyecto de carta a Vera Zasulich, en 1881, Marx contempla la posibilidad de librar a Rusia de “las terribles peripecias” del capitalismo en Occidente, en la medida en que, gracias a una revolución rusa, la comuna rural tradicional (obschtchina) podría ser la base de un desarrollo específico hacia el socialismo:
(…) en Rusia, gracias a una combinación única de las circunstancias, la comunidad rural, que existe aún a escala nacional, puede deshacerse gradualmente de sus caracteres primitivos y desarrollarse directamente como elemento de la producción colectiva a escala nacional… Si los aficionados rusos al sistema capitalista negasen la posibilidad teórica de tal evolución, yo les preguntaría: ¿acaso ha tenido Rusia que pasar, lo mismo que el Occidente, por un largo período de incubación de la industria mecánica, para emplear las máquinas, los buques de vapor, los ferrocarriles, etc.? Que me expliquen, a la vez, ¿cómo se las han arreglado para introducir, en un abrir y cerrar de ojos, todo el mecanismo de cambio (bancos, sociedades de crédito, etc.), cuya elaboración ha costado siglos al Occidente?” (Marx y Engels, 1974).
En la respuesta a Mikhailovsky, Marx aclara que una teoría de la historia que ignore las particularidades de cada circunstancia y de los diferentes contextos históricos, pretendiendo imponer una visión universalizante del devenir histórico, es una teoría que sólo puede consistir en ser “suprahistórica”. Es decir, solo un saber que pretenda ser incondicionado y suprahistórico puede disponer de un punto de vista privilegiado con la clave universal para dar cuenta de la totalidad de la historia. La cuestión central que Marx plantea aquí es la apertura del proceso histórico, cuyos resultados no están determinados de antemano por un vector de progreso irreversible mediante el desarrollo de las fuerzas productivas (Löwy, 2001). El proceso histórico es, consecuentemente, un proceso abierto y no predeterminado ni completamente predecible.
Sin embargo, existen otros textos que documentan otra tendencia en la concepción de la dialéctica histórica de Marx, que muestran una continuidad con la filosofía moderna de la historia. En esos textos se presenta una concepción de la historia como un proceso continuo de perfeccionamiento y realización de la humanidad en correlación con el desarrollo de las fuerzas productivas. En su carta a Annenkov, Marx afirma que en cada avance en el desarrollo de las fuerzas productivas y de las relaciones sociales “toma forma una historia de la humanidad” en la que se da un mayor grado de humanización y de libertad. Dicho proceso alcanza su punto culminante cuando se crea “el tráfico universal moderno” y, con él, del “individuo total” (Marx-Engels, 1972, p. 19). La constitución de esa sociedad universal, de ese individuo universal y de esa historia universal, en definitiva, de la modernidad eurocéntrica, supone la producción histórica según Marx, de una humanidad humanizada, que sería a su vez la condición que hace posible avanzar hacia su plena realización; esto es, hacia una subjetividad universal autónoma, en el socialismo y el comunismo. La conexión del planteamiento de Marx con la filosofía ilustrada de la historia y con el idealismo alemán se constata aquí en la postulación, como fin de la historia, de una humanidad que se apropia con libertad y conciencia de todos los presupuestos objetivos que condicionan su existencia, a través del avance en el dominio de la naturaleza, la complejificación de las relaciones sociales y la agudización de las contradicciones (Mesa, 2004, p. 60).
En esta línea de pensamiento, en algunos pasajes del Prólogo a la Contribución de la Economía Política (Marx, 1970) y del Manifiesto del Partido Comunista (Marx-Engels, 1975, pp. 32- 43) se expone una especie de una disposición inmanente al crecimiento de las fuerzas productivas (la tecnología y las capacidades productivas, incluidas las capacidades humanas) que acaba por minar las estructuras básicas de las sociedades (las relaciones de producción, los derechos de propiedad en lo esencial) y que opera en todas las sociedades con la fuerza de una ley histórica (Cohen, 1986). En particular, el capitalismo habría creado unas condiciones materiales excepcionales, unas enormes potencialidades productivas que, sin embargo, dada la apropiación privada de los beneficios no alcanzan un pleno desarrollo. La sociedad comunista, al poner fin a esa estructura de propiedad, permitiría el despliegue ilimitado de las fuerzas productivas, abriría el reino de la abundancia y haría posible la satisfacción de las necesidades y de todas aquellas demandas que permitirían la plena y libre autorrealización de los individuos.
Dentro de esta perspectiva, se encuentra la tesis sobre el carácter necesario de la superación del capitalismo debido a sus propias contradicciones internas. Esta tesis se encuentra en algunos textos de Marx que afirman la transición del capitalismo hacia el socialismo como un acontecimiento que ocurrirá con necesidad. El apartado final del capítulo 24 de El capital, titulado “Tendencia histórica de la acumulación capitalista”, contiene algunas afirmaciones en este sentido. Después de subrayar que “la centralización de los medios de producción y la socialización del trabajo llegan a un punto en que se hacen incompatibles en su envoltura capitalista”, Marx afirma que se produce la superación de la propiedad privada capitalista por un proceso de “negación de la negación”. Dicha superación “no restaura la propiedad privada ya destruida, sino una propiedad individual que recoge los progresos de la era capitalista: una propiedad individual basada en la cooperación y en la posesión colectiva de la tierra y de los medios de producción por el propio trabajo” (Marx, 1973a, p. 649). En otras palabras, la superación del capitalismo es un proceso necesario porque está lógicamente contenido en el movimiento del concepto de capital.
En estos textos se basó la concepción que en algún momento hizo suya cierta tradición marxista y según la cual la sociedad socialista surgiría automáticamente a partir de la derrumbe de la sociedad capitalista, debido a sus propias contradicciones. Si bien es cierto que Marx no anula la necesidad de la praxis subjetiva con su predicción del surgimiento de un proletariado revolucionario, sí vinculó las leyes inmanentes del capitalismo con la creación de aquellas fuerzas subjetivas que debían demolerlo. Marx es heredero de Hegel ante todo cuando confía en una última coincidencia entre la tendencia objetiva y la formación de una voluntad de transformación (Mesa, 2004, p. 62).
Marx asume los valores del progreso y la confianza infinita en las potencialidades benéficas del desarrollo de las fuerzas productivas, característicos del contexto cultural-intelectual europeo del siglo XIX. “Se ve a la tecnología como políticamente neutra, y se considera que las bases tecnológicas del capitalismo avanzado y del socialismo son similares. Marx comparte con el imaginario liberal la posibilidad de un crecimiento ilimitado y de la felicidad y la libertad humanas sobre la base de la abundancia material siempre ascendente. Se asume desde esta perspectiva el dualismo radical entre historia (cultura) y naturaleza propia del pensamiento moderno, y se concibe a la naturaleza externa como un objeto a ser controlado y manipulado sin limitación alguna” (Lander, 2006, p. 227). Esta visión marcó al marxismo en su vertiente científica a lo largo del siglo XX, lo cual constituye una aporía fundamental en relación con el carácter político de la tecnología y con la inviabilidad ambiental del modelo industrialista basado en la explotación cada vez mayor de los recursos.
En el proyecto socialista de Marx, la sociedad comunista se concibe como una sociedad de la abundancia en la que no habría ningún límite al despliegue de las necesidades y capacidades humanas, y en la que quedarían desactivadas las tensiones antisolidarias por la misma fuerza de la abundancia que, al satisfacer permanente y suficientemente las necesidades y los deseos, neutralizaría las tendencias más egoístas y mezquinas de los individuos. Pero la abundancia también está presupuesta en otra consecuencia referida al proyecto socialista marxiano: la despreocupación acerca de la forma de organización de la vida colectiva en la sociedad comunista (Gargarella y Ovejero, 2001). En condiciones de abundancia, buena parte de los problemas de justicia distributiva desaparecen. En otras palabras, si no existen problemas de escasez y cualquiera puede satisfacer cualquier deseo, incluido el de no trabajar, no hay demandas competitivas, no hay que establecer prioridades entre requerimientos (Marx-Engels, 1977, p. 34).18 En esas condiciones es lógico que no aparezca la preocupación por la forma concreta que adquirirá el diseño institucional de la sociedad comunista. La hipótesis de la abundancia juega un papel central en el proyecto de sociedad comunista de Marx, pero dada la actual destrucción ambiental en el marco de la globalización neoliberal, es innecesario recalcar que esa hipótesis se ha revelado falsa, que hoy se sabe que cualquier proyecto social queda descalificado si soslaya que vivimos en un planeta con recursos limitados y que existen límites ecológicos que no pueden ser traspasados sin poner en peligro toda forma de vida en el planeta.
Marx formula esta versión de la dialéctica histórica dentro de un metarrelato eurocéntrico del devenir histórico. La sucesión histórica de modos de producción (sociedad sin clases, sociedad esclavista, sociedad feudal, sociedad capitalista, sociedad socialista) refleja un esquema de historia universal, a partir de su interpretación de la historia particular de Europa occidental, en sintonía con la operación que realiza Hegel al hacer pasar mistificadamente la historia parroquial europea como “historia universal”, en la que la experiencia, las formas de vida y los saberes de otras culturas quedan invisibilizados o infravalorados, como se puede apreciar en algunos textos paradigmáticos de Marx sobre la dominación británica en la India19 (Marx, 1973b) y de Engels sobre México (Marx- Engels, 1980, p. 256).20 Estos dos ejemplos pueden ser caracterizados como muestras de una aplicación sesgada de una visión progresista de la historia, en la cual, como es el caso del pensamiento neoliberal contemporáneo, las especificidades históricas, culturales y sociales de las sociedades, y las prácticas de vida de sus poblaciones, pueden ser ignoradas. “No hay potencialidades ni otras fuentes para la construcción de un orden social más equitativo y democrático. Las únicas fuerzas dinámicas de la transformación social están en las relaciones de producción capitalistas, en sus fuerzas productivas y sus sujetos históricos. Todo lo demás está destinado a ser barrido por la inexorable dinámica progresiva de la historia” (Lander, 2006, p. 228).
En resumen, hay dos concepciones de la dialéctica histórica que están presentes a lo largo de la obra de Marx y que expresan las ambigüedades en las que se mueve su pensamiento debido a las razones que ya apunté antes. Desde sus textos iniciales hasta los de madurez hay en Marx una tensión entre una dialéctica del devenir histórico que conlleva una crítica radical a la teleología y una transformación de las categorías dialécticas hegelianas en función de la praxis concreta de los individuos y los colectivos sociales, y una dialéctica determinista y eurocéntrica que asume muchas de los supuestos y las tesis de la filosofía ilustrada de la historia y del idealismo alemán, especialmente de Hegel (Löwy, 2001; Mesa, 2004; Tarcus, 2008). La versión de la dialéctica crítica y abierta no es resultado de una ruptura en el pensamiento de un “Marx tardío”, que en un momento dado corta definitivamente con una perspectiva progresista y teleológica del devenir histórico (Tarcus, 2008, p. 22), sino de una línea de pensamiento que se entreteje con la concepción de la dialéctica histórica de tipo hegeliano, en las distintas etapas de su producción intelectual. Se trata de una tensión no resuelta con relación a la filosofía de la historia en el seno mismo del materialismo histórico de Marx (Mesa, 2004, p. 67).
En la versión de la dialéctica histórica cerrada de tipo hegeliano (Löwy, 2001), Marx considera la sociedad burguesa como “la más compleja y desarrollada organización histórica de la producción”, que ha sido construida sobre “las ruinas” de las formaciones sociales pasadas (Marx, 1971: 26). La superioridad del capitalismo se revela en su capacidad de crear un mercado mundial a través del perfeccionamiento de todos los medios e instrumentos de producción y de configurar así una civilización que “arrastra a todas las naciones, incluidas las naciones bárbaras” (Marx- Engels, 1975: 36). Marx argumenta que el progreso capitalista, por las mismas condiciones en que se basa, es de naturaleza contradictoria, y así como es capaz de aumentar la producción de mercancías y la riqueza, también es capaz de producir las mayores catástrofes humanas y sociales. Marx es consciente de las víctimas y del carácter destructivo inherente a la dinámica expansiva del capitalismo (Marx, 1973a, p. 422ss). Sin embargo, está convencido que el desarrollo capitalista de las fuerzas productivas a escala mundial es en última instancia históricamente progresista y beneficioso ya que prepara el camino hacia la revolución proletaria y el advenimiento del socialismo y del comunismo (Marx, 1973b; Marx-Engels, 1975, pp. 40-42). Marx asume aquí la tesis de la concepción especulativa de la historia cuando piensa el progreso a través de la contradicción y la negación. Por la forma antagónica del proceso histórico, el progreso se produce finalmente a través de la explotación, la opresión, la destrucción de formas de vida y la generación de víctimas, en un planteamiento similar a la dialéctica histórica hegeliana y la ley de negación de la negación, como forma general del dinamismo histórico.
En la versión de la dialéctica crítica y abierta, Marx piensa la historia como progreso y catástrofe a la vez, sin favorecer ninguno de estos aspectos, ya que el proceso histórico no está predeterminado (Löwy, 2001). Es una línea de pensamiento que empieza a forjarse desde sus escritos tempranos en los que Marx critica el carácter especulativo y mistificador de la filosofía hegeliana de la historia y su teleología y que culmina en su rechazo explícito a considerar su concepción materialista de la historia como una filosofía sustantiva de la historia de ese tipo, tal y como se aprecia con claridad en sus cartas sobre la cuestión rusa. Löwy (2001) sostiene que esta tendencia ya se puede observar en algunos pasajes de El capital, sobre todo en el último apartado del capítulo 13 dedicado a la maquinaria y la gran industria, que finaliza con la siguiente afirmación: “la producción capitalista sólo sabe desarrollar la técnica y la combinación del proceso social de producción socavando al mismo tiempo las dos fuentes originales de toda riqueza: la tierra y el hombre” (Marx, 1973, p. 424). Pero es en los borradores de la carta a Vera Zasulich donde se formula con nitidez una visión anti-evolucionista y no determinista del progreso, contraria a la que aparecía en los artículos sobre la India de 1853. Como señala Tarcus (2008, p. 23), “con la aparición de otro vector de progreso distinto al ‘desarrollo de las fuerzas productivas’, esto es, la existencia de formas comunales de organización social se rompe, precisamente, con la noción misma de ‘cadena histórica’. El atraso puede aparecer, no ya como un límite insuperable, sino incluso como una virtud y una posibilidad histórica nueva”.
Se abre así el camino para una concepción de una historia abierta, sujeta a diferentes temporalidades y ritmos de desarrollo. La idea de progreso pierde su carácter sustantivo y su definición única válida para la totalidad de la historia. No hay una meta final inscrita en los acontecimientos históricos en la que se alcance necesariamente la reconciliación final de las contradicciones ni la plena emancipación humana. Del progreso como un hecho inexorable garantizado por una lógica inmanente del devenir histórico, se da paso al progreso como valor social, como debate público y decisión colectiva sobre los fines, las vías y los costos del progreso humano en cada situación y en cada contexto histórico. Esto vincula el logro del progreso a la práctica política contingente, a la acción colectiva orientada a la emancipación, pero sin apelar criterios normativos derivados de una teleologismo metafísico, sea de índole idealista o materialista.
5. El cuestionamiento de la idea de progreso en la tradición del pensamiento crítico
El proceso real de la historia ha falsificado muchos de las tesis de las teorías filosóficas modernas de la historia. Por eso es comprensible la oleada de teorías críticas de la filosofía moderna de la historia en la actualidad. Esta había prometido progreso, felicidad individual, igualdad y autonomía, pero pronto se manifestaron las discordancias entre las promesas hechas y la realidad histórica. Según de Sousa Santos (2011a, pp. 36ss), las grandes promesas de la modernidad, la de igualdad, de libertad y la de dominio de la naturaleza, no se han cumplido o su cumplimiento ha terminado por provocar efectos perversos en el actual orden global, como puede apreciarse en la alta concentración de la riqueza, el aumento de la desigualdad y la pobreza, las violaciones a los derechos humanos, la violencia y la discriminación contra grupos de población, que se manifiestan principalmente en la explotación del trabajo infantil, la violencia sexual contra las mujeres y los homosexuales, el racismo, la limpieza étnica y el fanatismo religioso, incluso en países que formalmente viven en paz y en democracia. A todo lo cual habría que añadir la destrucción de la naturaleza misma y la generación de una grave crisis ecológica sin precedentes en la historia de la humanidad. En este sentido, también es contundente la crítica de Ignacio Ellacuría a la civilización del capital y la negatividad multidimensional que generan sus estructuras y procesos (Ellacuría, 1989).
Lo que la filosofía moderna de la historia preveía no se realizó o se realizó de manera diferente a lo previsto, y muchas de sus tesis sirvieron para justificar y legitimar todo tipo deatrocidades y barbaries contra la humanidad (Beriain, 2004).21 La historia aconteció más bien como resultado de la interferencia entre distintas estrategias de acción, intenciones, planes y sus consecuencias no previstas. Los sujetos autónomos que pretendían racionalizar todas las esferas sociales de acción fueron pronto víctimas de racionalizaciones y modernizaciones parciales, en las que dichos “sujetos” quedaban sometidos a la lógica de distintos sistemas de dominación. Las crecientes posibilidades de participación social, política y cultural se fueron constriñendo, víctimas de una lógica de poder omnipresente por la que los derechos una vez concedidos y las reivindicaciones una vez alcanzadas, perdían su valor rápidamente (Gil, 1991).
Rousseau fue uno de los primeros autores que reflexionaron sobre la dialéctica del progreso y de las distintas racionalizaciones de la modernidad, mostrando la ambigüedad de un proceso de cambio que pretendía realizar emancipación y libertad, pero que terminaba generando precisamente lo contrario (Touraine, 1993; Ospina, 2012).22 Muchos de los motivos críticos que Rousseau apuntó serían después desarrollados por M. Horkheimer, Th. W. Adorno y W. Benjamin en heterogéneas teorías críticas de la racionalidad instrumental moderna.23 El pensamiento filosófico latinoamericano más reciente también ha realizado una crítica radical a la modernidad occidental y a la filosofía de la historia, como puede apreciarse en los autores del giro decolonial y de la filosofía de la liberación.
Walter Benjamin en sus tesis Sobre el concepto de historia, escritas en 1940 en el momento de ascensión del fascismo y el nazismo en Europa, dejó constancia de cómo la lógica del progreso indefinido tiene su lado oscuro, portador de catástrofe y destrucción: empobrecimiento de la experiencia humana transmitida de generación a generación, muertos, olvidados y desaparecidos bajo los escombros de la historia. La catástrofe es la imagen que mejor caracteriza la ideología del progreso. En nombre del progreso, de la civilización, del desarrollo, de la modernidad o de la globalización neoliberal, como se formularía en el lenguaje actual, se han cometido los mayores crímenes y atrocidades humanas: “No hay documento de cultura que no sea a la vez un documento de barbarie” expresa Benjamin en la tesis VII (Benjamin, 2008, p. 42).
Esto hace necesario una concepción alternativa de la historia que revise la historia oficial heredada, concebida desde los vencedores, para mirarla desde la perspectiva de las víctimas y para identificarse así con la “tradición de los oprimidos” (Benjamin, 2008, p. 43). “El sujeto del conocimiento histórico -dice Benjamin en la tesis XII-, es, por supuesto, la clase oprimida que combate” (Benjamin, 2008, p. 48). Escribir la historia no significa ordenarla cronológicamente, clasificarla ni archivarla, contarla como si fuera un reporte periodístico. Escribir la historia, por el contrario, para Benjamin es un gesto de rememoración y reparación de las víctimas del progreso.
En este esfuerzo por repensar la historia, Benjamin no sólo critica el positivismo, el historicismo vulgar y el evolucionismo socialdemócrata, sino también la concepción de la historia del marxismo oficial de su época, en la que el materialismo histórico se había convertido en un método que concibe la historia como una especie de máquina que conduce de manera automática al triunfo del socialismo, a partir del desarrollo de las fuerzas productivas, el progreso económico y las “leyes de la historia”. Es una concepción que, a los ojos de Benjamin, le amputó la fuerza mesiánica y revolucionaria al materialismo histórico, haciéndolo incapaz de rememorar y redimir a los oprimidos y las víctimas de la historia, tal y como lo plantea en la tesis I (Benjamin, 2008, p. 35).
Benjamin critica especialmente lo que él llama el “conformismo” de la teoría económica y la práctica política socialdemócrata y del “marxismo vulgar”. La idea de que la clase obrera podría beneficiarse del avance gradual de las reformas científicas, tecnológicas y sociales ha resultado fatídica:
No hay otra cosa que haya corrompido más a la clase trabajadora alemana que la idea de que ella nada con la corriente… De allí no había más que un paso a la ilusión de que el trabajo en las fábricas, que sería propio del progreso técnico, constituye de por sí una acción política. (Benjamin, 2008, p. 46).
Es decir, una acción emancipadora.
En consecuencia, se trataba de una política adaptada a la sociedad burguesa que estaba condicionada por un concepto dogmático de “progreso de la humanidad misma (y no solo de sus destrezas y conocimientos)”, concebido como un progreso “sin término (en correspondencia con una perfectibilidad infinita de la humanidad)” e “indetenible (recorriendo automáticamente un curso sea recto o en espiral)” (Benjamin, 2008, p. 50). Con su “crítica de la idea de progreso en general” (Benjamin, 2008, p. 51), Benjamin destaca la función ideológica que esta noción desempeña al establecer una conexión intrínseca entre el desarrollo tecnológico y científico y la eventual liberación de la catástrofe que las clases trabajadoras han sufrido. Es en este sentido que el progreso como tal, la misma idea de progreso, a los ojos de Benjamín, juega el papel de una narrativa legitimadora o una ideología apologética, que obstruye cualquier lucha de clase real o desencantada con las relaciones dominantes.
En la tesis IX, Benjamin (Benjamin, 2008, p. 44) confronta la filosofía de la historia de Hegel, en la que las “ruinas” y la maldad histórica eran legitimadas como una etapa necesaria del camino triunfal de la Razón y un momento inexorable del progreso de la humanidad hacia la conciencia de la libertad. Según Hegel, la historia aparece, a primera vista, como un inmenso campo de ruinas, donde resuenan “los lamentos sin nombre de los individuos”, un altar en el cual “han sido sacrificadas la dicha de los pueblos… y la virtud de los individuos”. Frente a ese “cuadro aterrador”, frente al “espectáculo lejano de la masa confusa de las ruinas”, tenderíamos a sentir “un dolor profundo, inconsolable, que ningún resultado compensador sería capaz de contrapesar”.
Ahora bien, es preciso superar ese “primer balance negativo” y elevarse por encima de esas “reflexiones sentimentales” para comprender lo esencial; a saber, que dichas ruinas sólo son medios al servicio de la finalidad sustancial, el “verdadero resultado de la historia universal”: la realización del Espíritu universal (Hegel, 1980, p. 80).
Benjamin invierte esta visión de la historia: desmitificar el progreso y mostrar una mirada caracterizada de un dolor profundo e inconsolable –pero también de una profunda rebelión moral- sobre las ruinas producidas por él. Dichas ruinas que ha dejado a su paso el devenir histórico ya no son como en Hegel, testigos de la decadencia de los Estados o de los imperios, sino más bien una alusión a los grandes exterminios y masacres de la historia. “Lo que ve el ángel son los costes humanos y sociales del progreso, unos costes que son infligidos al ser humano” (Reyes Mate, 2009, p. 165).
Benjamin designa al progreso moderno como una “tempestad”. El término también aparece en Hegel, que describe el “tumulto de los acontecimientos del mundo”, como una “tempestad que sopla sobre el presente”. Pero en Benjamin la palabra es un préstamo del lenguaje bíblico, en el que se evoca la catástrofe, la destrucción: la humanidad se hundió en el diluvio a causa de una tempestad (de agua), y una tempestad arrasó a Sodoma y Gomorra. Pero también sugiere la comparación entre el diluvio y el nazismo (Löwy, 2008, p. 107). Además, el término evoca el hecho de que, para la ideología del conformismo, el progreso es un fenómeno “natural”, regido por las leyes de la naturaleza y, como tal, inevitable, irresistible, tal y como hoy los ideólogos neoliberales pretenden presentar la globalización capitalista, como un hecho natural, espontáneo, inexorable, ante el cual no cabe otra actitud más que la de sumarse a la globalización en marcha.
Para detener esta tempestad e interrumpir el fatal avance del progreso, Benjamin busca realizar una labor mesiánica mediante la revolución. La revolución no puede consistir, como lo proponía Marx, en acelerar la marcha del progreso técnico y completar el trayecto que nos lleve a la revolución social y al socialismo, sino en interrumpir su dinámica. Se trata de realizar una interrupción mesiánica/revolucionaria del progreso, como respuesta a las amenazas planteadas a la especie humana por la continuación de la tempestad maléfica y la inminencia de nuevas catástrofes. (Löwy, 2008, p. 108). Lo revolucionario es poner fin a la injusticia existente, entendida esta como el abandono de las víctimas del progreso a su suerte, dar por cerrado su deseo de justicia y considerar que el daño causado es irreversible. Este es el conformismo que critica Benjamin y por eso habla de “redención” y de “salvación”. “La salida es una elaboración del tiempo que no sea ni el del progreso ni el del eterno retorno. Ese nuevo tiempo él lo llama ahora, el ahora del tiempo pasado en el sentido de tiempo presente del pasado o lo que el pasado tiene de actualidad” (Reyes Mate, 2009, p. 167).
Benjamin reivindica, pues, la razón anamnética de los oprimidos y la deuda impagable que subsiste respecto de las generaciones que han perecido en el “enorme sacrificio” de la historia (Hegel). También advierte del peligro de que los oprimidos de ayer sean los opresores tras el triunfo de la revolución, como lo atestigua la práctica de los partidos comunistas y el destino del comunismo soviético, en el que los luchadores antifascistas habían depositado sus esperanzas (Benjamin, 2008, p. 45). Hay que dejar espacio al tiempo mesiánico, manteniendo siempre el carácter limitado de toda transformación social y evitando el triunfalismo de las realizaciones históricas, que generan nuevas víctimas y formas de violencia social.
Siguiendo la orientación crítica de Walter Benjamin, Boaventura de Sousa Santos señala de la necesidad de construir una nueva teoría de la historia que permita volver a “pensar en la emancipación social a partir del pasado y, de algún modo, de cara al futuro” (Santos, 2011, p. 55). Por un lado, este esfuerzo se hace necesario frente la teoría neoconservadora del fin de la historia o del “capitalismo sin fin” (Fukuyama, 1989; 1992) y frente a su otra faceta caracterizada por la celebración del presente sustentada en algunas versiones del pensamiento posmoderno. Como él mismo lo expresa, “el grado de veracidad de la teoría sobre el fin de la historia radica en que ésta es el nivel máximo posible de la conciencia de una burguesía internacional que por fin observa el tiempo transformado en la repetición automática e infinita de su dominio” (Santos, 2011, p. 53).
Por otra parte, el colapso de las teorías de la historia de la modernidad occidental ha imposibilitado pensar la transformación social y la emancipación en el momento presente, debido a la decadencia total de sus supuestos (Samour, 2017). Y este colapso abarca tanto las versiones liberales como a las reformistas y revolucionarias. La modernidad occidental traspuso a un futuro vacío la posibilidad de la plena emancipación, en detrimento del pasado y la repetición del presente. “La desvalorización del pasado y las hipótesis del futuro fueron comunes a las diversas teorías de la historia. El pasado fue visto como mero pasado y, por ello, incapaz de hacer su aparición, de irrumpir en el presente. Por el contrario, el poder de revelación y fulguración se trasladó al futuro” (Santos, 2011, p. 54).
De ahí que la nueva teoría de la historia que propone de Sousa Santos busque ampliar el presente para que “dé cabida a muchas de las experiencias sociales que hoy son desperdiciadas, marginadas, desacreditadas, silenciadas por no corresponder a lo que, en el momento, es consonante con las monoculturas del saber y de la práctica dominante”. Pero también que “encoja el futuro de modo tal que la exaltación del progreso -que con tanta frecuencia se convierte en realismo cínico- sea sustituida por la búsqueda de alternativas a la vez utópicas y realistas” (Santos, 2011, p. 10).
Este reto es difícil en la actualidad si se toma en cuenta que las diversas teorías críticas “occidentalocéntricas” que se desarrollaron con el objetivo específico de transformar el mundo no lograron hacerlo en los términos que habían sido previstos. Por el contrario, “provocaron una enorme frustración histórica formada por efectos perversos, de sueños que se volvieron pesadillas, de esperanzas que desembocaron en miedos profundos, y de revoluciones traicionadas; se acabaron por destruir los beneficios civilizadores que se consideraban irreversibles y las expectativas positivas se invirtieron y se volvieron negativas” (Santos, 2019, p. 12). Esta situación ha alimentado una reducción gradual de las alternativas reivindicadas por el pensamiento crítico liberador, llegando al punto de no visualizarse en el presente otra alternativa al orden global capitalista, configurando una situación política y epistemológica que aparentemente marca el fin de todas las formas de pensamiento crítico transformador.
Sin embargo, las diversas luchas de los grupos sociales que en todo el mundo resisten y luchan contra la opresión y la dominación en sus diferentes aspectos abre la posibilidad de pensar en la construcción de un proyecto epistémico y político que rescate la idea de que existen alternativas, así como para reconocer que las luchas contra la opresión que siguen teniendo lugar en el mundo son portadoras de potenciales alternativas. Para ello se hace necesario realizar un giro epistemológico, que de Sousa Santos denomina epistemologías del Sur (2012, 2014, 2019), cuyos objetivos principales son el de tratar de recobrar los saberes, las prácticas de los grupos sociales históricamente excluidos por el colonialismo y el capitalismo y de sistematizar críticamente las alternativas epistémicas, sociales y políticas emergentes de transformación.
Las epistemologías del Sur se refieren a los conocimientos que surgen de las luchas sociales y políticas y son indisociables de dichas luchas. Por consiguiente, no se trata de epistemologías en el sentido convencional del término. Su objetivo no es estudiar el conocimiento o la creencia justificada como tales, y mucho menos el contexto social e histórico en el que ambos surgen (la epistemología social es un concepto igualmente controvertido). Más bien se trata de identificar y valorar lo que muchas veces ni siquiera figura como conocimiento conforme a las epistemologías dominantes, la dimensión cognitiva de las luchas de resistencia contra la opresión y contra el conocimiento que legitima esa misma opresión (Santos, 2019, p. 22).
En definitiva, se trata de poner en evidencia que “la experiencia social en todo el mundo es mucho más amplia de lo que la tradición científica y filosófica occidental conoce y considera importante”, que “esta riqueza social está siendo desperdiciada” y que para combatir esto es necesario hacer visibles las iniciativas y movimientos alternativos y darles credibilidad (Santos, 2012: 99). Para ello es necesario reconocer que “la comprensión del mundo es mucho más amplia que la comprensión occidental del mundo” porque “la diversidad epistemológica del mundo es potencialmente infinita”, y que existen, por tanto, una pluralidad de sistemas de producción del saber en el mundo relevantes para pensar los procesos de cambio social. Esta diversidad se expresa en diferentes maneras de pensar, de sentir y de actuar; y en diferentes formas de relación entre los seres humanos. Y si esto es así, la transformación del mundo “puede también ocurrir por vías, modos, métodos, impensables para Occidente o las formas eurocéntricas de transformación social” (Santos, 2011c, p. 16).
La posible inconmensurabilidad entre las culturas y paradigmas debe confrontarse con el hecho de que, en la práctica, la comunidad científica se mueve de un paradigma a otro y que hay traducción y diálogo entre culturas. Por lo tanto, frente una “monocultura del saber y del rigor científico” la realidad puede responder a una “ecología de saberes” que permite el debate epistemológico entre ellos con el objeto de potenciar su contribución a la construcción de sociedades más democráticas, más justas y equilibradas en su relación con la naturaleza. Se trata de crear una nueva forma de relación entre el conocimiento científico y otras formas de conocimiento no científicas y no occidentales, dándoles igualdad de oportunidades a las diferentes formas de saber, buscando la maximización de sus respectivas contribuciones a la construcción de “otro mundo posible”. En este proceso no se trata de afirmar el relativismo atribuyéndole igual validez a todos los tipos de saber, sino de permitir una discusión pragmática entre criterios de validez alternativos, que no descalifique de antemano todo lo que no se ajusta al canon epistemológico de la ciencia moderna (Santos, 2012, pp. 116ss).
La ecología de saberes incide así en las relaciones concretas entre conocimientos y en las jerarquías y poderes que son generados entre ellos. Si bien su propósito de crear relaciones horizontales entre distintas formas de conocimiento aparentemente es incompatible con las jerarquías de poder y de conocimiento que se dan en el contexto de prácticas sociales concretas, más bien las desafía y las cuestiona al darle visibilidad a la realidades sociales y culturales de las sociedades periféricas del sistema-mundo donde la dominación colonial e imperial son más manifiestas y conferirle forma epistemológica y voz a las luchas sociales emancipatorias emergentes y de resistencia contra el capitalismo global en todo el mundo, pero especialmente en el Sur (Santos, 2012, p. 117). En consonancia con el planteamiento de Santos, los autores del giro decolonial24 realizan una crítica radical a la modernidad occidental, al adoptar una perspectiva planetaria para explicarla y no entenderla como un fenómeno fundamentalmente intraeuropeo25. Su punto de partida está dado por una redefinición del fenómeno de la modernidad vinculada a la tesis del sistema-mundo de Wallerstein y una especial consideración en torno al tema del eurocentrismo.
A partir de la perspectiva del sistema-mundo, la modernidad es concebida en su articulación con el capitalismo y la colonialidad. Se trataría de un fenómeno que comenzó hace cinco siglos con la Conquista de América y el control del Atlántico después de 1492, y no con los hitos usualmente aceptados como la Ilustración o el final del siglo XVIII (Dussel, 2001). Con anterioridad a esta fecha, los imperios o sistemas culturales coexistían entre sí. Sólo con la apertura del circuito atlántico y la instauración de la colonialidad del poder, todo el planeta se torna el lugar de una sola sociedad, de una sola historia hegemonizada por Europa. El proceso de formación de la modernidad/colonialidad está articulado sobre la base del comercio y las dinámicas de dominación y explotación entre las distintas regiones, su complementación con los patrones de la división internacional del trabajo y la jerarquía étnico-racial de la colonialidad del poder. Esta transformación estructural favorece, por primera vez en la historia, la formación del sistema-mundo. Desde entonces, los contextos locales coexistentes, ajenos a la influencia europea, quedan subsumidos a la totalidad integradora de las condiciones dominantes que han sido establecidas por la sociedad mundial. Esto lleva a recalcar la identificación de la dominación de los otros, fuera del centro europeo -colonialidad-, como una intrínseca dimensión de la modernidad, con la inseparable subordinación del conocimiento y las culturas de esos otros grupos o colectivos sociales. Efectivamente, uno de los efectos de la colonialidad del poder opera en el nivel del conocimiento y tiene que ver con el desplazamiento y la subordinación que lleva a cabo el saber legitimado por el centro hacia las formas culturales de la periferia. “Los conocimientos subalternos fueron excluidos, omitidos, silenciados e ignorados. Desde la Ilustración, en el siglo XVIII, este silenciamiento fue legitimado sobre la idea de que tales conocimientos representaban una etapa mítica, premoderna y precientífica del conocimiento humano” (Castro-Gómez y Grosfoguel 2007, p. 20).
En la perspectiva decolonial, la modernidad no se comprende desde una región particular, sino en un todo integrado bajo ciertas condiciones dominantes en torno al sistema moderno/colonial capitalista. Sin embargo, su concreción geo-histórica tiene como efecto desencadenante un orden de relaciones asimétricas: desde la perspectiva de los centros se comprende como una meta de la propia historia y en las regiones periféricas como un horizonte de civilización o desarrollo que debe ser alcanzado. El binomio modernidad/colonialidad se refiere a lo estrictamente estructural de las transformaciones que dieron paso a la formación del sistema-mundo. Se trata de la escala global que alcanza el capitalismo con la colonialidad del poder y la centralidad que adquieren los países europeos occidentales. Esto se concreta en una determinada formación social que se articuló a escala planetaria en la medida en que Europa subsume progresivamente a las demás regiones desplazándolas a la periferia según sus modos de articulación a las condiciones dominantes (Caba y García, 2014, p. 7). Así, el término “colonialidad” contiene un aspecto analítico y crítico que tiene que ver con involuntariedad, dominación, alienación y asimetría de estructuras políticas, injusticia social, exclusión cultural y marginación geopolítica en la era de la globalización neoliberal, como la expresión más consumada de la modernidad capitalista en la actualidad (Estermann, 2014: 4).
A partir de estas tesis, Enrique Dussel (2001, pp. 345-358) propone una serie de visiones alternativas de la modernidad: a) un descentramiento de la modernidad de sus supuestos orígenes europeos, incluyendo un cuestionamiento de la secuencia lineal que enlaza a Grecia, Roma, la cristiandad y la Europa moderna; b) una nueva concepción espacial y temporal de la modernidad en términos del papel fundacional de España y Portugal –la así llamada “primera modernidad”, iniciada con la Conquista —y su continuación en la Europa del Norte con la Revolución Industrial y la Ilustración -la “segunda modernidad”, en términos de Dussel—; la segunda modernidad no substituye a la primera, sino que se le superpone hasta el presente; c) un énfasis en la exclusión y “periferialización” de todas las otras regiones del mundo por la “Europa moderna”, con Latinoamérica como la inicial “otra cara” de la modernidad –el dominado y encubierto–; y d) una relectura del “mito de la modernidad”, no en términos de cuestionar el potencial emancipatorio de la razón moderna, sino de la imputación de superioridad de la civilización europea articulada con el supuesto de que el desarrollo europeo debe ser unilateralmente seguido por toda otra cultura, por la fuerza si es necesario —lo que Dussel denomina “la falacia desarrollista”.
El eurocentrismo sería la forma de conocimiento de la modernidad/colonialidad —una representación hegemónica y modo de conocimiento- que arguye su propia universalidad y que descansa en “una confusión entre una universalidad abstracta y el mundo concreto derivado de la posición europea como centro” (Quijano 2003, p. 549). Las filosofías modernas de la historia, especialmente la filosofía hegeliana de la historia y sus ramificaciones contribuyó a la legitimación de la colonialidad, que puede resumirse en el veredicto de Hegel sobre América Latina (Hegel, 1980, pp. 170ss),26 que se prolonga hoy bajo la forma de una colonialidad del saber y del pensamiento, por la cual se establece una especie de interdependencia asimétrica o complementariedad vertical entre el pensamiento colonizador y el pensamiento colonizado (Coronil, 1998: 127). El eurocentrismo es así una forma de racionalidad que coloniza y se superpone a todas las demás racionalidades y a sus respectivos saberes concretos, tanto en Europa como en el resto del mundo, como la única posible entre la diversidad de cosmovisiones y saberes del mundo anuladas por la razón occidental.
La modernidad, la colonialidad y el eurocentrismo son fenómenos mutuamente dependientes y constitutivos, donde las diversidades locales –la heterogeneidad histórica, de recursos, de culturas, de subjetividades y conocimiento periféricos– se incorporan a un sistema de coordinación global: “los europeos generaron una nueva perspectiva temporal de la historia y reubicaron a los pueblos colonizados, y a sus respectivas historias y culturas, en el pasado de una trayectoria histórica cuya culminación era Europa” (Quijano 2000, p. 210). Este proceso implica efectos diferenciados según el grado de articulación en que las regiones se integran a las condiciones dominantes; por ejemplo, la colonialidad del poder explica la forma en que diversas regiones ingresan de manera desigual al patrón capitalista en función de su posición geocultural y en la jerarquía étnico-racial respectiva, un proceso que implica a su vez la colonialidad del saber (Caba y García, 2014, p. 7)
La descolonización epistemológica se entenderá, desde esta perspectiva, como un esfuerzo que, en base a la redefinición del fenómeno de la modernidad como una estructura de poder de alcance global que impone condiciones materiales, culturales y cognitivas dominantes, busca la generación de un pensamiento crítico en diálogo con los conocimientos de la periferia que han sido despreciados y/o silenciados por la superioridad auto-atribuida de la cultura europea. Se trata de una tarea de reconstrucción mundial de larga duración de la propia cosmovisión o cultura a la que se pertenece en diálogo horizontal y de traducción entre epistemes de diversas culturas y civilizaciones del mundo que fueron ignoradas y exterminadas de la historia universal humana. Es un proceso de diálogo entre culturas no europeas desde la exterioridad negada por la modernidad con los elementos emancipadores de la modernidad y de la posmodernidad, que Dussel denomina transmodernidad:
Transmodernidad indica todos los aspectos que se sitúan ‘más-allá’ (y también ‘anterior’) de las estructuras valoradas por la cultura moderna europeo-norteamericana, y que están vigentes en el presente en las grandes culturas universales no-europeas y que se han puesto en movimiento hacia una utopía pluriversa (Dussel, 2005, p. 19).
Transmodernidad se refiere entonces a un esfuerzo de diálogo intercultural entre civilizaciones con el fin de superar el proyecto de la modernidad, la colonialidad y el capitalismo, a partir de la exterioridad de las culturas negadas o de las víctimas que padecieron y padecen en carne propia la experiencia del sufrimiento de la expansión colonial de la modernidad capitalista hoy euro-norteamericana. Dar soluciones no modernas a problemas modernos conlleva forjar una crítica no-eurocéntrica de la modernidad capitalista desde la exterioridad relativa de cada cultura que ha sido históricamente devaluada a través de un diálogo y traducción intercultural de comprensión mutua y creativa. Dicho diálogo supone reconocer las relaciones de poder incrustadas en el ejercicio de traducción y comprensión intercultural, cuestionando críticamente el sufrimiento social, la génesis de la desigualdad y la perpetuación de la opresión en los distintos procesos civilizatorios que ha vivido la historia de la humanidad. El diálogo crítico entre culturas y civilizaciones debe cuestionar y transformar los fundamentos filosóficos, religiosos, científicos, estructurales e institucionales que reproducen las relaciones de poder, explotación y dominación colonial (Sánchez-Antonio, 2020, p. 196).
Por otra parte, en la filosofía de Ignacio Ellacuría, el carácter procesual y sistemático de la realidad histórica no supone que el progreso histórico en términos de humanización y personalización esté asegurado, a pesar del impresionante avance de la ciencia y la técnica (Ellacuría, 1990a, p. 551). Una cosa es reconocer que el proceso histórico, por su propia estructura y dinamismo, empuja hacia adelante, pero otra cosa distinta es afirmar que dicho proceso implique un avance hacia lo mejor, como lo sostienen las filosofías ilustradas de la historia. El proceso histórico tiene tres momentos estructurales: el momento constituyente, que constituye la forma de estar en la realidad del ser humano o de todo un grupo humano en una situación concreta; el momento continuante por el cual lo recibido en la tradición es asumido y transformado; y el momento progrediente por el cual, lo recibido y transformado de la tradición es impulsado hacia adelante en la medida que sirve de base para la apropiación de posibilidades de reproducción y realización de la vida humana. El proceso histórico, por su propia estructura de transmisión tradente (Zubiri), empuja hacia adelante y lleva al cambio, aunque no necesariamente para lo mejor (Ellacuría, 1990a, pp. 497ss.).
Para Ellacuría, la historia es un proceso abierto. La historia como totalidad es la que está en juego por la apropiación de unas u otras posibilidades, que va a suponer la existencia de unas capacidades y la no existencia de otras. Nunca podemos estar seguros de no haber obturado con ello la apropiación de otras posibilidades que nos abrieran otros aspectos y dimensiones de la realidad. “La carta, por ejemplo, del desarrollo y del consumo como motor fundamental del proceso histórico ha obturado, sin duda, otras posibilidades de vida, de momento, social y mundialmente irrecuperables” (Ellacuría, 1990a, p. 551). Los graves problemas ecológicos actuales manifiestan los enormes costos sociales que implica “el desarrollo de poderes en manos de quienes se estiman la vanguardia de la historia, la punta de la lanza del avance histórico” (Ellacuría, 1990a: 563). Los niveles de desarrollo y de consumo de los pueblos más ricos no son universalizables, pues acarrearían un deterioro medioambiental catastrófico, aun en el hipotético caso que los recursos del planeta aumentaran milagrosamente: “Si todo el mundo tuviera los niveles de consumo de Estados Unidos (de carne, de electricidad, de petróleo, etc.) acabaríamos en veinte años con los recursos existentes” (Ellacuría,1990b, pp. 277-278). Esta situación muestra que la civilización del capital no es una civilización humana ni ética y no representa la solución verdadera para los graves problemas que afectan hoy a la humanidad.
Por tanto, una cosa es reconocer el carácter progresivo de la historia en virtud del proceso de posibilitación y capacitación, y otra muy distinta dar por buenos los resultados de dicho proceso a lo ocurre en el campo económico, social y político. Los poderes y la capacitación lograda por la humanidad en un momento dado pueden ser utilizados para destruir o construir, para humanizar o deshumanizar. Las mismas posibilidades con las que cuenta la humanidad en una altura procesual determinada pueden ser monopolizadas y pueden ser manipuladas. El momento actual de la historia hace esto más evidente, en el que se da un empalme paradójico entre progreso científico-técnico y catástrofe social y humana en el marco de una crisis civilizatoria, que se manifiesta en el aumento de la desigualdad, la pobreza, la exclusión y una creciente destrucción del medio ambiente.
Mirada la realidad histórica en su conjunto, es imposible negar que se han acrecentado los poderes de la humanidad: la humanidad de hoy es más poderosa y está más capacitada de lo que estaba la humanidad hace veinte siglos… pero esto no anula ciertas sospechas: ¿Son los poderes desarrollados los verdaderos poderes que necesita la humanidad para humanizarse?
¿No se habrán desarrollado unos poderes con mengua y aun aniquilación de otros poderes más importantes? ¿Está asegurado que los poderes actuales lo sean siempre? ¿No ha habido en las historias particulares de los pueblos rutas falsas en el acrecentamiento de su poder que los han llevado a su destrucción, o, al menos, a su empobrecimiento? Tal vez sea probable que, tomada la historia y la humanidad en su conjunto, solo vayan a subsistir y prosperar aquellos poderes y aquellos sujetos del poder que sean efectivamente los más “poderosos”, pero equiparar los poderosos y triunfantes con los “mejores” es muchas veces un artilugio falaz (Ellacuría, 1990a, p. 563).
Dado el carácter abierto del proceso histórico, nada nos garantiza que el futuro será mejor, porque no existe una legalidad o necesidad histórica inexorable que determine fijamente el curso de la historia hacia una dirección específica. La necesidad histórica se presenta abierta al azar y a la incertidumbre, y esto no solo por las posibles intervenciones de las acciones libres en los determinismos de la historia, sino principalmente por la complejidad de la estructura histórica y la pluralidad de elementos y fuerzas que en ella se hacen presentes. Por esta razón los procesos históricos no pueden equipararse con los procesos físico-naturales.
El conjunto de las fuerzas históricas, caracterizadas por su diversidad cualitativa, por su carácter procesual que va incorporando las transformaciones logradas, por la multiplicidad de elementos concurrentes, por la presencia de elementos de libertad, hace que la historia sea necesariamente azarosa. Y este carácter azaroso, de indeterminación, no se elimina aun en el hipotético caso de que el proceso histórico estuviese dirigido racionalmente por fuerzas reflexivamente liberadoras y creadoras, ya que tal intervención implica una serie de elementos inmanejables, a la vez que una serie de efectos secundarios, que se introducen en el proceso más allá de las intenciones y de la racionalidad que se pretende introducir en su seno (Ellacuría, 1990a, p. 573).
Esto hace que el análisis histórico tenga que ser creativo y no subsumirlo dentro de los parámetros epistemológicos de las ciencias naturales. Basta que las circunstancias coyunturales sufran un cambio relevante para que las leyes históricas o los esquemas interpretativos y proyectivos experimenten asimismo cambios importantes.
Este carácter de incertidumbre del proceso histórico, abre el espacio para proyectar e identificar posibilidades de transformación del actual orden mundial y proponer una civilización alternativa a la civilización del capital ya no fundada en su primacía y sus dinamismos, que asegure la satisfacción universal de las necesidades básicas, que promueva la participación social más allá de los parámetros liberales y de los modelos colectivistas ya conocidos, que garantice efectivamente el respeto universal de los derechos humanos, que preserve la diversidad cultural de todos los pueblos del planeta y que se rija por una cultura distinta desligada de los moldes consumistas occidentales (Ellacuría, 1989, pp. 172-181). Se trata de una propuesta utópica que pretende iluminar y orientar las posibles transformaciones y soluciones coyunturales y estructurales que se puedan ir ejecutando en el momento presente (a nivel educativo, religioso, cultural, social, económico y político) orientadas a la construcción histórica de ese nuevo orden mundial y de esa nueva civilización, con la conciencia de que no existe una teleología histórica que asegure su actualización histórica.
Esto requerirá que se consideren articuladamente los campos principales de subordinación, dominación y violencia estructural que caracterizan el curso actual de la historia mundial para empezar a delinear acciones emancipadoras, según las posibilidades reales, en los diferentes contextos de la realidad histórica. Para ello es necesario analizar los procesos y las dinámicas políticas, sociales y culturales de las múltiples formas de resistencia que se manifiestan en contra del discurso y las prácticas uniformadoras de la modernidad capitalista global, así como las posibilidades históricas que esos procesos abren en una dirección emancipadora, superadora de la negatividad histórica. Esto conlleva a que las ciencias sociales y la filosofía se adscriban “críticamente a los momentos liberadores de la praxis histórica para poder contribuir ex officio a la liberación” (Ellacuría, 1990c, p. 112).
Desde la perspectiva de Ellacuría, no se trata de proyectar a priori un horizonte normativo ni partir de discursos teóricos ya hechos y con pretensiones universalistas, sino de elaborar una teoría y una normatividad desde un acompañamiento y un compromiso con las acciones de resistencia y de emancipación que emergen en cada contexto o situación concreta (Ellacuría, 1990c, p. 118). Se trata de construir un discurso crítico y abierto cuyo punto de partida, no es un ideal o algo que ya previamente se estime positivo, sino la negatividad y el mal común que se manifiestan en la realidad histórica latinoamericana (y de la periferia en general) y las respuestas y las razones implícitas que ya portan consciente o inconscientemente las formaciones discursivas de las diversas fuerzas y grupos sociales que practican la resistencia y propugnan la liberación:
La realidad histórica latinoamericana y los seres humanos que la constituyen necesitan estas preguntas y es posible que en su preguntar lleven ya el inicio de las respuestas, que necesitarán tal vez mayor elaboración conceptual, pero que es seguro están cargadas de realidad y verdad. Tal vez esa realidad y esa verdad ya la han expresado en cierta medida poetas, pintores y novelistas; también la han expresado los teólogos. A la filosofía queda expresarla y reelaborarla al modo específico de la filosofía, cosa que todavía no se ha hecho de forma mínimamente satisfactoria (Ellacuría, 1990c, p. 107).
En el método filosófico ellacuriano, la prioridad la tiene la realidad que se nos actualiza en la praxis histórica, y es a ella a la que hay que volver siempre para comprobar la logicidad y la racionalidad alcanzada en un momento histórico determinado. Esto hace que la propuesta liberadora de Ellacuría admita formas diversas de filosofar y de filosofías específicas, así como teorías y discursos plurales, surgidos de diferentes contextos, para distintas etapas y situaciones históricas, sin que esto suponga la ruptura de la unidad, múltiple y compleja, pero unitaria de la praxis histórica (Ellacuría, 1990c, p. 91). Lo importante es el lugar por el que se opte para ejercitar la reflexión filosófica para hacer una ciencia social crítica. Para Ellacuría, lo crucial en cada situación histórica es optar por la perspectiva de la liberación y de la libertad, no solo “por lo que tiene de tarea ética como lugar privilegiado de realidad y de realización” de las personas y de la humanidad misma, “sino por lo que tiene de potencialidad teórica, tanto en la fase creativa como en la fase crítica desideologizadora” (Ellacuría, 1990c, p. 115).
6. Conclusión. Algunas claves para repensar la idea de progreso desde Boaventura de Sousa Santos e Ignacio Ellacuría
Boaventura de Sousa Santos, dentro de su proyecto de epistemología del sur, se propone construir una nueva teoría de la historia y para ello desarrolla la crítica de lo que él llama razón proléptica (Santos, 2011, p. 105; Santos, 2012, p. 126). Esta razón es parte de lo que él denomina razón indolente,27 y su característica principal es su concepción del futuro desde la monocultura del tiempo lineal, que es un tiempo que contrae el presente y ensancha enormemente el futuro. La contracción del presente consiste en transformarlo en un instante fugaz entre lo que ya no es y lo que aún no es, como un punto más de una línea temporal que avanza inexorable e incesantemente hacia adelante, hacia un futuro promisorio y de plenitud. “Dado que la historia tiene el sentido y la dirección que le son conferidas por el progreso, y el progreso no tiene límites, el futuro es infinito”. Se trata de un tiempo homogéneo y vacío, donde el futuro es “infinitamente abundante e infinitamente igual” que, concebido de ese modo “no tiene cómo ser pensado” (Santos, 2011, p. 105).
Dentro de la monocultura del tiempo lineal, el sentido y la dirección única de la historia han sido formulados de diversas formas en los dos últimos dos siglos: revolución, modernización, desarrollo, crecimiento, globalización. “Común a todas estas formulaciones es la idea de que el tiempo es lineal y al frente del tiempo están los países centrales del sistema mundial, y junto a ellos, los conocimientos, las instituciones y las formas de sociabilidad que en ellos dominan” (Santos, 2012, p. 110). Se trata de una lógica que declara atrasado todo aquello que es asimétrico en relación con lo que se considera avanzado, según la norma temporal dominante.
Esta lógica debe ser confrontada a través de una ecología de las temporalidades, que es la parte de la sociología de las ausencias que entiende que el tiempo lineal es sólo una entre las muchas concepciones del tiempo y que, tomando el mundo como unidad de análisis, ni siquiera es la más practicada (Santos, 2012, p. 117). La supremacía del tiempo lineal no radica en su concepción del tiempo, sino en la primacía de la modernidad occidental que la ha asumido como suya. Las relaciones de poder son las que establecen las jerarquías entre las distintas temporalidades, y en el actual sistema mundial esas jerarquías son las que reducen la diversidad de culturas, experiencias y códigos temporales a la condición de residuo. A pesar de ser contemporáneas, la diversidad de experiencias del tiempo son consideradas residuales porque sus modos distintos de concebir las relaciones entre pasado, presente y futuro no son reconocidos por la temporalidad dominante, que es el tiempo lineal. “Son descalificadas, suprimidas o hechas ininteligibles por ser regidas por temporalidades que no se encuentran incluidas en el canon temporal de la modernidad capitalista occidental” (118).
La ecología de las temporalidades busca así liberar las prácticas sociales de las diversas culturas de su estado de marginación e invisibilización a partir de la idea de que “las sociedades están constituidas por diferentes tiempos y temporalidades y de que las diferentes culturas generan diferentes reglas temporales” (Santos, 2012, p. 119). La recuperación de estas temporalidades y su visibilidad son importantes para convertirlas en experiencias inteligibles y en objetos creíbles de argumentación y lucha política. Se trata de desarrollar un nuevo tipo de “sapiencia temporal”, una “multitemporalidad”, desde el reconocimiento de la diversidad de códigos temporales de los movimientos y organizaciones que en todas partes del mundo luchan contra la exclusión y la discriminación producida por la globalización neoliberal. Esto no es fácil ya que los movimientos y organizaciones que actúan desde una concepción temporal monocrónica, discontinua, como un recurso controlado de progresión lineal, tienen dificultades para comprender el comportamiento político y organizacional de movimientos y organizaciones constituidas según “un tiempo- acontecimiento, policrónico, continuo, concebido como un tiempo que no se controla y progresa de modo no lineal, y viceversa” (Santos, 2012, p.119). Son dificultades que sólo pueden ser superadas a través de un aprendizaje mutuo a través de una “sapiencia multitemporal”, que es lo que pretende la ecología de las temporalidades.
Ahora bien, mientras que la dilatación del presente se consigue a través de la sociología de las ausencias, la contracción del futuro se logra a través de la sociología de las emergencias (Santos, 2012, p. 127). Contraer el futuro significa eliminar, o por lo menos atenuar, la discrepancia entre la concepción de futuro de la sociedad y la concepción de futuro de los individuos. Y es que al contrario del futuro de la sociedad, el futuro de los individuos está limitado por la duración de su vida. En cualquier caso, el carácter limitado del futuro y el hecho de que dependa de la gestión y cuidado de los individuos hace que, en lugar de estar condenado a ser pasado, éste se transforme en un factor de ampliación del presente (Santos, 2011, p. 105). Esta exigencia de cuidado requiere construir un futuro a la medida humana, es decir, plantea la necesidad de reducirlo y limitarlo, en oposición al futuro infinitamente abundante de la monocultura del tiempo lineal. La sociología de las emergencias tiene el cometido principal de “sustituir el vacío del futuro según el tiempo lineal (un vacío que tanto es todo como es nada) por un futuro de posibilidades plurales y concretas, simultáneamente utópicas y realistas, que se va construyendo en el presente a partir de las actividades de cuidado” (Santos, 2011, p. 105; 2012, p. 127).
El fundamento filosófico para sustentar estas emergencias de posibilidades de futuro lo encuentra Santos en el pensamiento de Ernst Bloch, especialmente en el concepto de “Todavía- no”, que se encuentra en el primer tomo de su libro El principio esperanza. Bloch cuestiona los conceptos de Todo (Alles) o Nada (Nichts), propios de la filosofía occidental, en los cuales todo ya está contenido potencialmente y donde no puede surgir una verdadera novedad histórica. En contraposición, Bloch piensa que la realidad es dinámica y constituye un todo inagotable que está continuamente haciéndose. El “Todavía-no”, lo que indica son justamente las posibilidades de lo que puede dar de sí la realidad, y es “el modo en que el futuro se inscribe en el presente y lo dilata” (Santos, 2012, p. 127). Se trata de un futuro determinado por unas posibilidades y unas capacidades concretas que no existen en el vacío, pero que tampoco están completamente determinadas. Por el contrario, las posibilidades codeterminan activamente las situaciones en las que están dadas y se presentan como parte constitutiva de ellas.
Subjetivamente, el todavía-no se expresa en la conciencia anticipadora que proyecta un futuro a partir de unas posibilidades dadas en una situación concreta, pero un futuro que es incierto, porque no se tiene el conocimiento de todas las condiciones que pueden concretar esas posibilidades. “El Todavía-no inscribe en el presente una posibilidad incierta, mas nunca neutra: puede ser la posibilidad de la utopía o de la salvación (Heil) o la posibilidad del desastre o la perdición (Unheil). Esta incertidumbre hace que todo cambio tenga un elemento de azar, de peligro” (Santos, 2012, p. 128). Pero es justamente esta incertidumbre lo que dilata el presente y contrae el futuro, tornándolo escaso. En cada momento hay un horizonte limitado de posibilidades y de tendencias de futuro y por ello es importante aprovechar las oportunidades de una transformación específica que el presente ofrece.
Estas posibilidades permiten sustituir el futuro abstracto y vacío de la monocultura del tiempo lineal, que conlleva la filosofía del progreso, por un futuro concreto y alternativo por el que vale la pena luchar.
Es en este aspecto donde la dimensión ética de la sociología de las emergencias adquiere su máxima importancia. En efecto, si lo que todavía no está disponible cobra sentido en cuanto que posibilidad, pero como una posibilidad frágil que carece de una dirección específica, se comprende la importancia que tiene cuidar desde el presente ese futuro abierto y a la vez incierto. Abierto e incierto porque, a diferencia de los relatos conclusivos de la historia, permite la instauración de algo nuevo, alternativo y probablemente mejor. El futuro, de este modo, se construye desde las emergencias del presente, tiempo en el que irrumpe lo nuevo. Y aunque el futuro se presente a nuestros ojos como algo vulnerable y teñido por un halo de incertidumbre ya no es, como en la filosofía ilustrada de la historia, algo infinito ni determinado (Aguiló Bonet, 2010, p. 33).
La sociología de las emergencias investiga precisamente las alternativas que caben en el horizonte de las posibilidades concretas, y para ello procede a “una ampliación simbólica de los saberes, prácticas y agentes” para que se identifique en ellos las tendencias de futuro (los Todavía- no) sobre los cuales es posible actuar “para maximizar la probabilidad de la esperanza con relación a la probabilidad de la frustración” (Santos, 2012, p. 129). Con esta operación no se busca minimizar las expectativas, sino más bien de radicalizar las expectativas fundamentadas “en posibilidades y capacidades reales, aquí y ahora”. A diferencia de las expectativas de la modernidad que eran grandiosas en abstracto y falsamente infinitas y universales, que justificaron y siguen justificando la muerte, la destrucción y el desastre en nombre de una salvación futura, las expectativas que legitima la sociología de las emergencias son expectativas contextuales “en cuanto son medidas por posibilidades y capacidades concretas y radicales, porque en el ámbito de esas posibilidades y capacidades, reivindican una realización fuerte que las defienda de la frustración”, trazando nuevos caminos de emancipación social (Santos, 2012, p. 131).
Ignacio Ellacuría parte de una reflexión filosófica sobre la historia en su conjunto. Su crítica a la civilización del capital la hace desde una perspectiva de totalidad, asumiendo que en la actualidad se ha conformado una real sociedad mundial -una “corporeidad universal”- en la que el nexo práctico de acción se ha vuelto global. Ellacuría constata que la globalización capitalista con todas sus asimetrías, contradicciones y patologías ha posibilitado la unificación fáctica de la humanidad, dando lugar a un genuino proceso histórico de carácter mundial, a una real “historia universal”, aunque estructurada y dinamizada de forma distinta a la que mistificadamente ha sido conceptuada por la filosofía moderna de la historia y el neoliberalismo (Ellacuría, 1990a, pp. 447- 448; 1990c, p. 92). La historia universal ya no significa la marcha triunfal de la civilización europea, como lo proponía la filosofía de hegeliana de la historia, sino el despliegue de una totalidad caracterizada por la vinculación contradictoria, asimétrica y excluyente entre diversas culturas y pueblos, bajo la hegemonía de un capital financiero de alcance planetario, flexible, tecnológico, especulativo e inmaterial, que actúa cada vez más fuera de todo control político y financiero de carácter democrático (Ianni, 1998; Fariñas Dulce, 2005; García Roca, 2002).28
Dada la catástrofe social, humana y ecológica que genera este ordenamiento global, Ellacuría postula la necesidad impostergable de promover un nuevo proyecto histórico y de “revertir el signo principal que configura la civilización mundial”, desde la “perspectiva universal y solidaria de las mayorías populares” (Ellacuría, 1999, p. 300). La civilización del capital ha ampliado la brecha de ricos y pobres, ha endurecido los procesos de explotación y de opresión con formas más sofisticadas, ha depredado ecológicamente la totalidad del planeta y ha contribuido a la “deshumanización palpable de quienes prefieren abandonar la dura tarea de ir haciendo su ser con el agitado y atosigante productivismo del tener, de la acumulación de la riqueza, del poder, del honor y de la más cambiante gama de bienes consumibles” (Ellacuría, 1999, p. 300). Por tanto, hay que “revertir la historia, subvertirla y lanzarla en otra dirección”, con el fin de “evitar un desenlace fatídico y fatal” de la humanidad (Ellacuría, 1999, pp. 301-302).
De manera similar a la propuesta de Benjamin, Ellacuría no propone acelerar el progreso técnico y el crecimiento económico bajo los parámetros del capitalismo, porque eso implicaría inexorablemente agudizar la barbarie, sino de interrumpir revolucionariamente su marcha y “comenzar de nuevo un orden histórico, que transforme radicalmente el actual, fundamentado en la potenciación y liberación de la vida humana”. Este “comenzar de nuevo” no supone un rechazo total del pasado, pero tampoco significa simplemente ponerse a hacer cosas nuevas en desarrollo lineal con el hacer anterior. “Significa un real comenzar de nuevo, ya que lo viejo, en tanto que totalidad, no es aceptable, ni es tampoco aceptable el dinamismo principial (Zubiri) que lo impulsa” (Ellacuría, 1989, p. 159).
Se trata de construir un proyecto global que sea universalizable donde haya posibilidades de supervivencia y de humanización para todos. Frente al principio de universalización vigente en la actualidad, caracterizado por ser más bien un principio de uniformización impuesta y regida por las leyes del mercado económico, “ha de generarse un universalismo no reductor, sino enriquecedor, de modo que la riqueza entera de los pueblos quede respetada y potenciada, y las diferencias sean vistas como plenificación del conjunto y no como contraposición de las partes, de modo que todos los miembros se complementen y en esa complementación el todo quede enriquecido y las partes potenciadas” (Ellacuría: 1989, p.156).
Este proyecto de un nuevo orden histórico mundial tiene como horizonte utópico una civilización de la pobreza, entendida como la negación superadora de la civilización del capital o de la riqueza y de su dinámica fundamental:
La civilización de la pobreza
[...] rechaza la acumulación del capital como motor de la historia y la posesión-disfrute de la riqueza como principio de humanización, y hace de la satisfacción universal de las necesidades básicas el principio del desarrollo y del acrecentamiento de la solidaridad compartida el fundamento de la humanización [...] La civilización de la pobreza se denomina así por contraposición a la civilización de la riqueza y no porque pretenda la pauperización universal como ideal de vida [...] lo que aquí se quiere subrayar es la relación dialéctica riqueza-pobreza y no la pobreza en sí misma. En un mundo configurado pecaminosamente por el dinamismo capital-riqueza es menester suscitar un dinamismo diferente que lo supere salvíficamente (Ellacuría, 1989, pp. 170-71).
El logro de esta nueva civilización no está asegurado por una lógica inmanente del devenir histórico. La concepción de la historicidad de Ellacuría le lleva a rechazar cualquier tipo de filosofía especulativa o apriorística de la historia desde la definición de lo formalmente histórico como actualización respectiva de puras posibilidades, ya sea en forma de alumbramiento, obturación o regresión. La historia es formalmente apropiación y actualización de posibilidades (Ellacuría, 1990a, p. 514). En Ellacuría, la historia no es ni maduración de lo que ya estaba en germen ni desvelación de lo que todavía era oculto, ni actualización de lo que era meramente potencial. Lo formalmente histórico es creado en una praxis, mediante la cual no sólo se produce algo nuevo, algo no pre-contenido ni determinado, sino algo que llega a constituir un nuevo principio de acción, que se concreta en las capacidades que van adquiriendo los sujetos históricos para apropiarse de nuevas posibilidades de humanización y personalización, y propiciar así, cada vez más, una mayor realización y revelación de la realidad. Las capacidades determinan así el principio histórico de lo humanamente posible en cada momento histórico (Ellacuría, 1990a, p. 560).
En esta línea, Ellacuría pone en cuestión la presunta linealidad de la historia y la teleología histórica moderna, al pensar la historia como un proceso estructural, complejo y abierto. La historia consiste en un estricto proceso en el que se pueden proyectar y actualizar distintas posibilidades para modificarlo en una dirección emancipadora del ser humano (Ellacuría 1990a, pp. 492ss). Es decir, se puede anticipar el futuro mediante el trazado de líneas alternativas de acción que permitan la superación procesual de la actual civilización y promover la construcción histórica de la nueva civilización, a partir de las posibilidades ofrecidas y de las capacidades adquiridas por los sujetos para apropiárselas y realizarlas en cada momento y en cada situación histórica.
Es un planteamiento coincidente con la propuesta de Boaventura de Sousa Santos sobre la importancia de anticipar el futuro con la identificación de un conjunto de posibilidades o tendencias que están prefiguradas en el presente, con el fin de impulsar diversas acciones, tanto de resistencia como de emancipación, en los diferentes contextos de la realidad histórica. Solo transformando real y escalonadamente las condiciones dadas se puede dar lugar y campo a la posibilidad activa, pero su realización tiene como requisito previo el que haya una anticipación libre de futuro desde el que se determine su realidad. Se requieren de todas las condiciones para que algo posible se haga realidad, pero entre estas condiciones se encuentran las que ponen los sujetos por opción (Ellacuría, 1990a, pp. 519ss.; 2009, pp. 311ss.).
Boaventura de Sousa Santos e Ignacio Ellacuría discuten y cuestionan una idea central del pensamiento moderno sobre la historia, como lo es la idea de progreso y, con ella, la orientación inexorable hacia el futuro. El cuestionamiento de las construcciones históricas basadas en un tiempo lineal y homogeneizante los lleva a plantear una nueva concepción del progreso. En el caso de Santos con su propuesta de una teoría alternativa de la historia; y en el de Ellacuría, con su concepción de la realidad histórica.
Santos sienta las bases para construir una teoría alternativa de la historia de carácter crítico- propositivo, poscolonial y utópico-emancipador (Aguiló Bonet, 2010, p. 38). Desde la epistemología del sur, Santos critica las teorías “occidentalocéntricas” de la historia que colocan a los países ricos occidentales en la vanguardia de la historia mundial oficial. Frente a la razón indolente, la epistemología del sur se orienta por la razón cosmopolita (Santos, 2012, p. 100), la cual se caracteriza por su apertura y su disposición dialogante, que reconoce al otro como sujeto igual y a vez diferente, superando la subordinación epistémica y social de unos colectivos respecto de otros, otorgando así visibilidad a la diversidad de experiencias sociales presentes y posibles con el objetivo de tender puentes de diálogo y de inteligibilidad recíproca entre ellas. Esto le da a la teoría de la historia de Santos un carácter utópico-emancipador ya que conduce a un compromiso con las luchas sociales orientadas a la transformación democrática de las construcciones epistémicas y sociales dominantes, según las diversas posibilidades concretas emergentes, pero todavía no realizadas.
Como recurso utópico, lo inédito viable sirve tanto para denunciar el presente, actuando como remedio contra el conservadurismo, que pone muros de contención a la imaginación utópica, como para alimentar el sueño y la construcción de futuros viables que, por qué no, pueden ser portadores de cambios incluyentes y democráticos (Aguiló Bonet: 2010, p. 39).
Ellacuría desarrolla una concepción de la historia desde la perspectiva de la liberación de los oprimidos y excluidos en el actual orden mundial, que contiene una visión crítica de la modernidad y de las filosofías de la historia que la legitiman. La filosofía de la realidad histórica de Ellacuría (1990a) se fundamenta en unas tesis filosóficas y epistemológicas muy distintas a los supuestos de las concepciones modernas de la historia, que le permiten superar sus aporías y que responden al cuestionamiento del postmodernismo y de la hermenéutica filosófica, sin que eso suponga un abandono de la perspectiva crítica y del interés en la liberación. Incluso se puede afirmar que es su opción por la perspectiva de la liberación lo que determina su concepción de la realidad histórica y de lo que es formalmente la historicidad.
En la concepción ellacuriana, la realidad histórica es una totalidad cualificada por sus elementos o momentos constitutivos, y está configurada y activada por la praxis. Se trata de una totalidad compleja y plural de carácter abierto, cuyos contenidos concretos y sus formas no están fijadas de antemano teleológicamente, sino que, por su mismo formal carácter de praxis, aquéllos penden de las opciones humanas y de los dinamismos que estas opciones desaten, una vez que los resultados de dichas opciones quedan objetivados en las estructuras históricas. Por ello dicha totalidad no lleva inscrito en su seno la llegada a un momento culminante que clausure el proceso de la realidad o que la reduzca a una identidad simple e indiferenciada que absorba su complejidad, anulando así la pluralidad y la especificidad de sus partes constitutivas (Samour, 2003). La idea de progreso y de teleología histórica, según Ellacuría, no sería más que una ideologización que encubre la perpetuidad de la dominación y la invisibilización de las luchas de resistencia y emergencia de alternativas a la globalización neoliberal.
La categoría de progreso, propia del eurocentrismo de la ciencia y de los saberes modernos, que justifica y legitima la posición jerárquica y de dominación de los países ricos occidentales, queda así cuestionada desde la óptica ellacuriana. La ideología del progreso y la mitología futurista que la acompaña es una derivación del teleologismo metafísico que es inherente a las concepciones modernas de la historia, y es una forma fraudulenta de darle sentido a la historia, por cuanto se intenta asegurar dicho progreso de forma determinista, sea desde los parámetros que sean, materialistas, positivistas o espiritualistas (Pérez Tapias, 2000, p. 273).
Con el aporte de estos dos autores, se puede concluir lo que ya apunté antes: la idea de progreso pierde su carácter sustantivo y su definición única válida para la totalidad de la historia. No hay una meta final inscrita en los acontecimientos históricos en la que se alcance necesariamente la reconciliación final de las contradicciones ni la plena emancipación humana. Del progreso como un hecho inexorable garantizado por una lógica inmanente del devenir histórico, según una concepción lineal del tiempo, se da paso al progreso como valor social, como debate público y decisión colectiva sobre los fines, las vías y los costos del progreso humano en cada situación y en cada contexto histórico, de acuerdo con determinadas posibilidades reales de transformación. Esto vincula el logro del progreso a la práctica política contingente, a la acción colectiva orientada a la emancipación o, como lo diría Ellacuría, a una praxis histórica de liberación.
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Notas
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