Ensayos
Literatura de hombres. Murales corporales Maras: Lienzos de encaje tejidos en la piel
Men’s literature. Body Mural Maras: Lace Canvases Woven in Skin
Realidad, Revista de Ciencias Sociales y Humanidades
Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, El Salvador
ISSN: 1991-3516
ISSN-e: 2520-0526
Periodicidad: Semestral
núm. 162, 2023
Recepción: 10 Octubre 2022
Aprobación: 07 Enero 2023
Resumen: En este trabajo leo los tatuajes corporales de las maras como murales, lienzos de encajes tejidos en la piel. Utilizo para ello tres propuestas conceptuales, a saber: la intimidad pública de Laurent Berlant; la pornografía de Angela Carter; y la nueva versión del concepto de lumpenproletariado de Clyde Barrow. Muestro cómo un concepto utilizado en los estudios feministas a partir de la idea de ‘literatura de mujeres’ bien puede leerse contra el grano como ‘literatura de hombres’ y, cómo, conceptos almacenados en alacenas históricas empolvadas y en desuso pueden, volteadas al revés, galvanizar la lectura de circunstancias presentes. Igual sucede con el concepto de pornografía moral o metafísica leída como literatura de hombres y el del lumpenproletariado como expresión de agrupamientos al servicio de izquierdas y derechas.
Palabras clave: Machismo, Masculinidad, Pornografía, Tatuajes.
Abstract: In this paper I read Mara’s tattoos as murals, or lace paintings carved into the skin. I use three conceptual proposals: 1) Laurent Berlant’s ‘public intimacy’; 2) Angela Carters’s ‘pornography’; and 3) Clyde Barrow’ ‘lumpenproletariat.’ My claim is that a concept used by feminist theorists, that of ‘women’s literature,’ turned upside down can be read as ‘men’s literature’ and, how, concepts stored in the historical warehouse and in disuse could, turned inside out, galvanize the reading or current circumstances. The same holds true for the concept of moral or metaphysical pornography read as men’s literature and of the lumpenproletariat as a group expression at the service of right and left politics.
Keywords: Machismo, Masculinity, Pornography, Tattooing.
Decir ‘intimidad pública’ es, desde luego, un contrasentido—oxímoron o aporía que no sólo instala la duda sino que transgrede y desestabiliza los significados consensuados de ‘lo íntimo’ y ‘lo público’. Como figura retórica o lógica, dicha expresión usa dos significados opuestos y el lector o interlocutor toma su sentido metafóricamente ya que, en lo literal, únicamente se entiende lo opuesto y absurdo. La metáfora ayuda a trascender las antinomias del pensamiento. ¿A quien se le ocurre adjetivar la intimidad como público —lo más privado de lo privado, lo más invisible y oculto, lo más guardado localizado en aspiraciones y deseos recónditos, lo no hablado pero sí sentido y hasta deseado, en algo que en inglés puede ser sinónimo del acto sexual? Se le ocurre a Laurent Berlant cuyo propósito es justamente hacer notar lo impropio de la cesura entre público e íntimo y subrayar la duda en aquello que las filosofías liberales han asignado a uno y a otro a fin de mostrar los imposibles y contradictorios de dicha filosofía.
Para Berlant, los públicos íntimos refieren a espacios germinados en los mundos estético- mediáticos, juxta-políticos, que expresan deseos ontológicos de ser y pertenecer, de negociar y legitimar mundos, bajo a cuya luz los públicos y/o contra-públicos participantes parecen afables. Realmente, el atrevimiento que expresa la aporía deconstruye atributos que sostienen una diariedad, apoyada en lo filosófico, y lo político, de un feminismo que galvaniza posibilidades amplias y atrevidas. Así lo dice ella: “Lo que hace a la esfera pública íntima es la expectativa de que el consumidor de su materia particular ya comparte una visión del mundo y conocimiento emocional derivada de una amplia experiencia histórica común” (Berlant, 2008, viii. Traducción propia).
O sea, ‘la esfera pública íntima’ es un consenso y la consensualidad se obtiene a través del ávido consumo de una materia literaria particular y masiva, que nutre y refuerza una visión del mundo compartida. En su caso, esa materialidad se logra a partir de lo que ella llama ‘literatura de mujeres’. La intimidad pública es un área de confort, de confirmaciones afectivas, de imaginarios compartidos de antemano, existentes en un mundo en el cual se puede vivir y compartir el afecto. Dichas ‘intimidades públicas’ desempeñan apatías activas que germinan dentro de mercancías culturales guardando una relación osmótica con diversos modos de vida. La organización de tales modos se realiza mediante fantasías de trascendencia, imperativos tiernos de disolución o re-funcionamiento de los obstáculos que conforman la condición histórica. El concepto acarrea el vigor del sentido común y el de pertenencia a una comunidad.
Un público es íntimo cuando promueve y cementa cercanías afectivas o emocionales localizadas en las fantasías del común, lo diario ordinario, espacio donde el mundo social es rico en anonimidad y reconocimiento local, y donde el reto y la condición banal de la vida ocurren en condiciones de proximidad a la atención del poder pero, al mismo tiempo, bajo el radar del reconocimiento proporcionado por otros seres humanos. Hay múltiples maneras de habitar estos espacios públicos íntimos: el secreto es que un punto pequeño de identificación puede abrir un campo a la fantasía de compañía, continuidad, o ambivalencia. Todas estas energías de cercanía movilizan a los llamados contra-públicos-subalternos, la frase es de Nancy Fraser, y sirven usualmente para metabolizar su vida emotiva (Fraser, 1992, pp. 116-117). En lo ‘público íntimo,’ la esfera política a menudo se traduce como amenazante, caótica, degradada o re-traumatizada, más que como condición de posibilidad. En este trabajo utilizo el mismo concepto de ‘lo público íntimo’ para galvanizar, en la esfera de lo político, los sentimientos afectivos de los hombres que produce la ‘literatura de hombres’. Más, ¿cuál es esa literatura? Ofrezco, como ejemplo de esa literatura, la publicidad que Nayib Bukele hace del apresamiento de las maras en los medios masivos, uno de cuyos ejes articuladores es el requerimiento de un antagonismo social activo que amenace el consenso en dicha área.
¿De qué manera, me pregunto, la exhibición de los cuerpos semidesnudos de las maras constituyen una “literatura de hombres” en el sentido que Berlant habla de “literatura de mujeres”? La constituyen, en primer lugar, mediante una evasiva y huidiza erótica del poder, un tipo de pornografía en el sentido de Carter, que utiliza los medios masivos para divulgar sus mecanismos y artefactos. Las imágenes masivas de las maras responden a una relación osmótica que el hombre tiene con sus modos de vida como ejercicio del poder, arropado en las narrativas de la ley, el orden, la fuerza, la justicia constitutiva de lo que Eve Skosowky Sedwick popularizó como homosocialismo, sentido común y vínculo afectivo entre hombres (Kosofsky Sedgwick, 2015). El ejercicio del poder como fuerza, y como protección, es una manera de habitar emocionalmente los espacios públicos y transformarlos en íntimos, como ilustraremos más adelante. El poder es un vehículo de identificación y condición de posibilidad de lo afectivo masculino que admite, con sencillez abrumadora, el uso de la fuerza cruda para propagandizar la justicia social. Del mismo modo, los periódicos electrónicos, donde aparecen las imágenes de dichas capturas, aunadas a la retórica mediática de Bukele, producen un tipo de persuasión que la estética de la violencia confirma.
Parte del sentido de afecto consensuado que tales tipos de literaturas producen en los hombres es lo que yo quiero discutir como pornografía moral, siguiendo el uso metafórico del concepto de Carter y enfocándolo a eso íntimo-masculino-público (Carter, 1979). Para Carter, una sociedad dominada por lo masculino produce una pornografía de la aceptación universal de la dominancia. En la pornografía, el acto sexual existe como metáfora de lo que la gente hace el uno al otro a menudo en el sentido más cruel. Para Carter, Sade piensa que es posible transformar radicalmente la sociedad y la naturaleza humana de modo que el simbolismo y autoridad masculina, Adán, Dios, el Rey y la Ley salgan para siempre del ámbito de lo social. Sade describe las relaciones sexuales en el contexto de sociedades no libres como expresión de pura tiranía, usualmente de hombres sobre hombres y mujeres y viceversa. La mano con el látigo es la mano del poder político real y la víctima es la o el que tiene poco poder político o ninguno: así, masculino significa tirano y femenino o feminizado, martirizado, sin importar el género. Para Sade, la actividad sexual no es atractiva sino sospechosa; una caricia desinteresada es solo cuantitativamente diferente a una flagelación desinteresada. Para él, la ternura es falsa, engañosa, tramposa y todo placer contiene en sí la semilla de atrocidades; toda cama es un campo minado. En su aspecto filosófico, la figura de la relación social es análoga a la del poder.
En su sentido lato, Wikipedia reduce el concepto de pornografía a su mínimo abstracto. Las raíces del término, pórne (prostituta), porneía (prostitución) y gráphein, “escribir o grabar”, o ilustrar. Gráphein a su vez significa “estado de,” “propiedad de,” o “lugar de”. De esto se deduce que pornografía significa ilustración de prostitutas o de la prostitución, pero a través de la idea de la prostituta o la de prostitución podríamos proponer lo de eso que se muestra al desnudo; abstraer lo concreto social y relevar la cualidad implícita del desnudo, el mostrar, mostrarse, o ser visto. En este sentido, mostrar el desnudo, escribirlo o ilustrarlo como ejemplo de pornografía aviva el uso de lo que propongo interpretar como la exhibición de la ‘intimidad pública’ de los cuerpos de las Maras, el desnudo en su calidad abstracta y concreción política. Si nos centramos únicamente en la mirada, como instrumento que sirve a la grafía del desnudo, referimos a la ilustración o iluminación pública de aquello que ya no está protegido y lo vemos en analogía a la cámara fotográfica o cinematográfica como el hoyito que nos permite ver sin ser visto. El ojo ve a través de la oscuridad, rendija u hoyito, lo prohibido, lo otro, lo ajeno, de manera protegida, en ‘intimidad pública’ y, en lo vedado íntimo, germina un morbo que tiene que ver con la sexualidad, con cuerpos sexualizados que nutren comedidamente la imaginación (Mulvey, 1999). En su estudio sobre cine, la tesis de Laura Mulvey se concentra en la mirada y analoga el acto de ver cine al voyerismo, esto es, aquello que denota el placer de ver sin ser visto, de espiar a otros gozando de y en su intimidad. La tesis de Mulvey y la del feminismo que la acuerpa, es proponer la división masculino/femenino en esta ranura y hacer de la mirada sexualizada un cinturón de trasmisión al servicio de la libido masculina, tersura que permite leer las fotografías de las maras vistas a través del hoyo del poder de Bukele como prácticas pornográficas.
En el caso de la ilustración o desvelamiento del cuerpo de las maras, nos detenemos en el lente del fotógrafo como ojo que revela, saca o tiene la potencia de exponer a la luz pública el desnudo, y nos lleva a proponer que los cuerpos desnudos de las maras son un claro exhibicionismo de Bukele, de su panopticón, mostrando lo que él quiere que veamos en los cuerpos de las Maras capturadas, primero en las redadas policiacas que hace en El Salvador y luego, ya en las celdas de las cárceles o reunidas en masa en sus explanadas, para que las veamos con ese placer vergonzoso que lo hacemos. ¿Qué tipo de reflexión deducimos de este despliegue de cuerpos para consumo público; y qué hay más allá del obvio ejercicio de poder que dispone a la vista las “intimidades públicas masculinas,” aquí vistas a través de la pornografía, es decir, la ilustración del desnudo? En los torsos vestidos de tatuajes, en esos lienzos de encaje tejidos en la piel, presumimos a la vez de las fuerzas de la ley y el orden, la no muy obvia o huidiza erótica del poder implícita en sus pliegues.
Desde la primera vez que el espectador posa sus ojos sobre las fotografías de esos cuerpos maras se tiene la urgente sensación de un placer repugnante—ese placer que, si fuese disfrutado en la oscuridad, en lo íntimo no público, no nos causaría ningún impudor, amparados como estaríamos, por la oscuridad, el anonimato, a más del secreto de lo íntimo oculto y opaco aún si el medio que lo trae a la vista es público en el sentido de Berlant. El placer repugnante es otra figura contradictoria que expresa justamente el sentido del que consume esas fotografías plagadas de un sinnúmero de cuerpos apiñados, cabezas, brazos, torsos, manos—parte por parte, como diría Jack el Destripador—cuyas únicas prendas de vestir son el taparrabos y el tapaboca que les cubre la mitad de la cara, otro oxímoron, para irónicamente protegerlos de la contaminación durante la pandemia.
Juzgada como fotografía, la imagen es magnífica, de una estética realista sucia, escenificada. Juzgada en su contexto, como imagen de prisión, la estampa es de crueldad—de ahí el oxímoron, mezcla de lo estético y lo cruel—Sade-masoquismo. La mirada es incrédula pues parece no percatarse de lo que ve y, por ello, necesita permanecer en la mirada, posar observando un fenómeno inédito, unos cuerpos pegados que quizás hemos vistos en películas de vikingos donde los remeros van pegaditos los unos a los otros y se mueven en ritmos ondulantes parejos. En lo real, estos son los cuerpos de las maras, grupos de delincuentes organizados en El Salvador, capturados por el presidente Bukele y expuestos a la mirada pública del mundo que leo ahora bajo el embrujo de la nueva discusión sobre el término indeciso de ‘lumpenproletariado,’ con su inevitable oscilación hacia izquierda y derecha, comodín, herramienta a la venta de regímenes parlamentarios o totalitarios.
El señor presidente quiere que los veamos, quiere mostrárselos al mundo, exponerlos, pero también y antes que nada, quiere verlos él mismo—las maras c’est moi. Haberlos capturado y reducido le produce un placer sensual, lo erótico-político, el placer del poder y, en este sentido, mostrar antes del desnudo el método, dejar ver el procedimiento del castigo de la carne antes de su efecto estético, es ver a la vez una pornografía en el sentido de Carter, un Sade-masoquismo, y una expresión de la “literatura de hombres” que cae dentro de lo consensuado de Berlant. O sea, estamos frente la expectativa no solo de compartir una visión del mundo consensuada, sino de reafirmarla, de producir o remachar consensos, de convertirse ella misma en insumo de ‘literatura de hombres” que comparten un conocimiento emocional derivado de experiencias históricas de género comunes. Si pudiéramos disolver los significados sociales que estas redadas han tenido sobre las poblaciones desempoderadas, el lumpenproletariado de El Salvador, y enfocar con agudeza el acto estético de la fotografía y de la mirada como ejercicio de poder, tendríamos que establecer la cesura entre estética y poder, erótica y castigo, manipulación y muestreo de cuerpos. Para hacerlo, tenemos que rodear el terreno e ir al momento mismo del decreto de captura de los cuerpos y su visibilización como el ejercicio del poder privilegiado por la ‘literatura de hombres.’
“El Salvador Arrests 6,000 Gang members in 10 days” (NBC News, 2022)
Lo que quiere el presidente que veamos no está separado de lo que vemos y de cómo lo vemos. En realidad, todas las relaciones sexuales son parte de las complejas relaciones sociales y nadie las ejerce fuera de sus artificios: ese espectro alcanza en ese retrato su síntesis. En primer lugar vemos cuerpos desnudos en pose. La primera del video citado arriba es tras la malla de los cubículos de las cárceles en posiciones de inconformidad: se ven las partes del cuerpo: muslos brazos, puños que cubren las caras, cuerpos desmembrados. Bajo la penumbra del cuarto de prisión, un área de suciedad y desperdicios, de lágrimas hundidas, hay tantos en un solo cubículo que es imposible evadir la genealogía del zoológico o del laboratorio de animales atrapados en proceso de investigación sociolaboral-experimental. Un acercamiento de cámara permite en un panning empezar a percibir los cuerpos dibujados a veces con una abundancia de hipérbole, Cristos resentidos y amargos, sangre y agua de piedra. Rayas y dibujos de colores diferentes empiezan a singularizar esos cuerpos y unas miradas a cámara intencionalmente turbadas, empecinadas, crepusculares, torvas nos hacen bajar la vista con la vergüenza del privilegio.
Los torsos descamisados y la aglomeración es lo que sobresale; y aún en la captura, los hombres están desnudos de la cintura para arriba, descamisados—en algunos la cantidad de tatuajes o la ausencia de los mismos es patentable y quizás sea justamente el dibujo, el tipo del dibujo, la abundancia del mismo lo que mantiene enfocada la atención de las fuerzas policiales y la nuestra—aunque nosotros a la astronómica distancia virtual. Hay un intento de aprender a distinguir la grafía como iluminación o ilustración de lo vivido, porque en ella está inscripta la identidad de las pandillas, su pertenencia subclase. El contraste entre la absoluta cobertura de la policía-atacante y lo desarropado de los miembros de las pandillas induce de inmediato a una lectura en reversa: ahora los miembros del ejército son los pandilleros, los que ejercen la injusticia de la fuerza sobre cuerpos inermes. Además, el cuerpo del policía atacante está libre mientras el de los pandilleros está atado, sujetado, inmovilizado. La analogía entre el estado de terror y el terror de las pandillas es algo invisible al señor presidente pero muy evidente a los que observamos los operativos, muchos de los cuales son sacados de sus escondites como animales que infestan las casas, alimañas dañinas. La manera en cómo son transportados esos cuerpos también recuerda los acarreos de ganado puesto que van hacinados en camiones de transporte descubiertos, justamente como las vacas al llevarlas al matadero. Esto es lo que el presidente quiere que veamos, al mismo tiempo que oímos narrativas delincuenciales cuantificadas. Cuerpos castigados y crímenes cometidos forman una analogía productiva fatal pero consensuable.
¿Cuántas son las pandillas? ¿Cómo se llaman? ¿Cómo operan? No es comprensible en el video aun si la intención es mostrarlos en toda su criminalidad. Mientras parangonan el efecto del operativo en la ciudad, abriendo las carteras a las mujeres frente a sus hijos, algunos de los ya capturados llevan una correa alrededor del cuello, como perros, y caminan esposados, los brazos hacia atrás, llevados sujetos como animales dañinos a mecate corto. El guardia que agarra la correa de castigo y la puede apretar, al mismo tiempo sujeta la cabeza del reo hacia abajo con la palma abierta de su mano mientras acelera el paso y muestra todo su equipo de castigo y protección—esposas y pistolas, chalecos de seguridad, todo un robocop. Cada uno de estos capturados conducido al patio de la prisión se coloca con las piernas abiertas inmediatamente tras el último de la fila y así se va formando esta coreografía de cuerpos desnudos en el patio de la prisión. Ya han sido peloneados y llevan puestos un taparrabo o calzoncillo blanco que será su santo y seña de prisión. La cámara entonces panea la primera fila y enseguida una toma desde arriba nos permite ver al menos 6 de las líneas ya formadas por los prisioneros quienes con la cabeza agachada y en posición fatalmente incómoda y bajo el sol, miran hacia abajo. Ahora sí aparecen como galeras de esclavos, no en el fondo del buque negrero sino a plena luz solar. La cámara luego sube y en picada nos muestra una panorámica del patio de la prisión y enseguida el discurso explicativo del presidente, quien viste de manera informal, casual chic, jeans al estilo ejecutivo de moda, bien rasurado, pañuelo rojo sobre solapa negra y brazos en pose calma, parado frente al podio y luego, con un gesto autoritario y preventivo de la mano, asevera que el crimen será pareado al hambre, mientras advierte que toda revuelta equivale a rebajar la comida en la prisión—calorías contadas a usanza de campos de exterminio. Y asegura con autoridad de mando: “Y no me importa lo que digan los organismos internacionales. Que vengan a proteger a nuestra gente. Que vengan a llevarse a sus pandilleros, si tanto los quieren.”
Calculadamente Bukele empieza a establecer las diferencias entre los criminales y la gente honrada, la amenaza de ser elegidas al azar y de ya presos, matarlos de hambre si se rebelan, “no habrá ni un tiempo de comida en las cárceles”. Todo eso para consumo público, para ser visto y oído. En los medios sociales se anuncia la guerra contra pandillas y se pide a los padres mostrar estos mensajes y videos a sus adolescentes: unirse a las pandillas solo conduce a la prisión o a la muerte. Aprobado por el congreso, el presidente Bukele se pasea ufano mientras a la imagen de la legalidad sigue una en que los prisioneros son esposados, el brazo derecho de uno al izquierdo del otro y obligados a caminar abrazados porque sólo esa postura permite el esposamiento. Ya en la cárcel, brazos sobre la nuca, podemos ver y distinguir el arte del tatuaje: letras, líneas, dibujos de animales, mensajes que constituyen las señas de identidad. No hay investigación que diga que están desmontando estructuras de pandillas. Cualquier observación el presidente lo toma como defensa de las pandillas. “Y no me importa lo que digan los organismos internacionales. Que vengan a proteger a nuestra gente. Que vengan a llevarse a sus pandilleros, si tanto los quieren.” Régimen de excepción que permite operar sin restricciones.
A las Maras no se les reconoce el estatus de lumpenproletario, pero su condición responde a la definición de esa subclase en continua formación y crecimiento, subclase que “no es parte funcional del modo de producción capitalista…[sino] un producto extra, un efecto incidental, del desarrollo económico del sistema, pero uno que aumenta firmemente en números y proporciones con la creciente composición orgánica del capital y las consecuente descomposición del proletariado” (Barrow, 2020, p. 15. Traducción propia). Ese estar ‘fuera’, como tumor o excrecencia, ‘podredumbre del mundo’ y ‘clase peligrosa’, según describe El manifiesto comunista (1848), se caracteriza técnicamente por no estar dentro del circuito del provecho, la renta, el interés, los salarios pero si en el foco del panopticón de la sensibilidad masculina consensuada en la ‘literatura de hombres’. Como carece de trabajo regular, esa subclase se ocupa en actividades irregulares como la prostitución, el robo, el atraco, el engaño, las ventas ambulantes, golpear y asesinar a sueldo para producir una entrada magra antes de haberse organizado como corporación y convertido en inversores del crimen organizado y las múltiples variedades de tipos de tráficos.
En sus cuerpos está grabado el archivo de su memoria: abigarrado conjunto de dibujos de objetos, caras y cuerpos de mujeres en diferentes posiciones, letras góticas, números, líneas onduladas o rectas que actúan como documento de identidad—tal las letras MS por Mara Salvatrucha, grandes o pequeñas, a veces cubriendo todo el rostro, la M en un lado de la cara, la S en el otro—o para cubrir todo el cuerpo, esconderse tras el dibujo, ocultarse, invisibilizarse a plena luz. No obstante, ese cuerpo tatuado por entero, o parcialmente, llama la atención y pide ser mirado. Más, esa mirada contemplativa no se ejerce fácilmente en persona y mucho menos en proximidad física. Si pasa de cerca ese cuerpo, el ojo no se atreve a posarse sobre él, más bien lo disimula porque una mirada fija despierta la conciencia del propio estatuto socio-ontológico de esas individualidades colectivas en cercanía, una privilegiada y la otra temida. Además de ser indiscreta e impertinente, una mirada de cerca es violadora, agresora, invasiva. No así en la fotografía o en la cinematografía, donde el deseo puede agrandarla, acercarla, contemplarla, detenerse, como se hace con una obra de arte en un museo. En este sentido, ese cuerpo tatuado, lienzo bordado sobre piel, pone al que contempla en posición de voyeur como sugería Mulvey. En su artículo, “La Mara: un lienzo de vida y muerte en la piel”, Claudia Munaíz argumenta que los tatuajes de las maras son parte de una organización visual y social de estos colectivos donde se calcula que existen 100 mil pandilleros (Munaiz, 2014).
¿Qué se tatúan? Todos graban en sus pieles su señas de identidad y pertenencia a su grupo, que es su familia: MS-13 o Barrio 18 son las siglas de las pandillas, sus credenciales y visibilidad ante amigos y enemigos, maneras de intimidar o pase para ser aceptados. Identificarse es un homenaje a su grupo y visibilidad ante sus enemigos, signos de intimidación, compromiso de vida con sus pares. El repertorio es pequeño y repetitivo: nombres de madre y amantes, imágenes de la virgen María, garras y cuernos de demonios, calaveras de los muertos que llevan encima, manos en posición de oración, lágrimas, puntos indicadores de posibles futuros: la cárcel, el hospital o la muerte. Tras los tatuajes están los sueños rotos, delitos cometidos, pertenencia a bandas.
Algunos se tatúan todo el cuerpo: cuello, pecho, manos. Esto les significa ser invisibles, poderosos, admirados. Según Ron Barrett, los tatuajes operan como “el periódico corporal de generaciones de pandilleros. Han sido los diarios del viaje por el crimen que han llevado los miembros de estos grupos sobre sus pieles, por eso no había ni siquiera pudor de llevarlos en la cara” (Gallón, 2018). Los tatuajes que portan tienen diversos significados. Se dice que el número 18 refiere a la jerarquía entre líderes ya que ningún 18 es igual o está tatuado de la misma forma; que la figura del diablo puede significar ser jefe de la banda y las figuras satánicas sirven para intimidar al enemigo o significar que son guerreros. Las telarañas pueden referir a estar o sentirse atrapados; las lágrimas, a haber cometido homicidio; una lápida puede significar haber sido herido en una lucha mientras las anclas se asocian a delitos patrimoniales. Respecto al significado de las mujeres, las vírgenes refieren a delitos sexuales y las desnudas a que obligan a las mujeres a prostituirse mientras el rostro de cabellera larga es una “jaina” (novia). Los payasos representan ya alegrías, ya tristezas vividas y las cruces, los miembros muertos de la hermandad (González, 2016).
En los cuerpos de tatuajes más copiosos, los dibujos dan la apariencia de estar frente a un calendario azteca, con signos y giros que se yuxtaponen y que mandan mensajes. Algunos símbolos -sombreros, calaveras- tienen referencias geográficas de procedencia —ser mexicano o del norte. Otros tienen simbología maya. La expresión del rostro en la mirada frente a la cámara es siempre desafiante, la barbilla levantada y el cuerpo sacando pecho. En busca de una interpretación, las preguntas que surgen es qué partes del cuerpo se cubren, cómo eligen hacerlo, son impresiones corporales colegiadas o individuales, si en las letras marcan su identidad ¿sus dibujos y símbolos, son particulares, individuales, un libro de memoria, un archivo de recuerdos? A veces el tatuaje cubre el pecho, los brazos, la cara como una prenda, una blusa manga corta, unos guantes largos que cubren todo el brazo, un suéter cuello de tortuga que cubre el cuello, collares. A veces da la impresión de un encaje rematado en letras. Y ese dibujo y ese dibujar viene acompañado de figuras que hacen con las manos, los dedos cruzados en ciertas posiciones, dedos torcidos como de reumáticos, lenguaje obviamente que comunican entre ellos; y los rostros son todos ofendidos, iracundos, desafiantes, conciencia clara de una opresión, una desesperanza, una memoria traumada desde hace mucho, junto a un desafío de cara abierta a lo social, el lumpenproletariado de Barrow redivivo, gente en proceso:
sin trabajo fijo; viven coyol quebrado, coyol comido, venden algo robado, compran productos vegetales de sus parientes y los revenden para ‘ganar’ una milésima parte del provecho de un centavo…En las profundidades más hondas, el matrimonio mismo es anormal, el concubinaje ‘fiel’, familias matriarcales sin padre es la norma…la familia no tiene hogar, solo una lugar temporal de residencia; viven en las villas miserias hechas de cartón, no casas, ni siquiera casas de villas miserias” (Worsley citado por Barrow, 2020, p. 92. Traducción propia).
Surplus, excrecencia, pus, padrotes, vividores, criminales, buscapleitos, desempleados, “horda de ratas que puedes patear y lapidar, pero a pesar de tus esfuerzos siguen royendo las raíces del árbol” (Barrow, 2020, p. 92) y acarrean consigo todas sus fuerzas para poner en peligro la seguridad del pueblo, la ciudad, señas irrevocables de podredumbre, gangrena en el corazón de la dominancia colonial, sustrato, subclase siempre en perpetua formación y crecimiento, que se venden al mejor postor (Barrow, 2020, p. 92). Vistas con los ojos del pasado, del marxismo clásico, las Maras son una clase que social y políticamente es de cuidado, pues tiende a jugar un papel crítico tanto en las políticas parlamentarias como en las revolucionarias.
Si volvemos a Bukele, las imágenes puestas para el consumo masivo son de entes vivos privados de expresión, la manos amarradas y los brazos torcidos hacia atrás, puestos en posturas de lisiados, cuerpos distorsionados en posiciones incómodas, discapacitados, que a veces da a pensar si se pueden mover. Al bajar las escaleras, se pueden ir de bruces y al sentarlos con las piernas abiertas, apretando la piernas del hombre sentado frente a él en línea recta, pene pegado al culo del otro delantero, cabeza baja rasurada de modo que desde una toma en picada se ven como boyas azuleadas flotando en el mar embravecido de cemento. Estas son imágenes de miedo, de peligrosidad, cuerpos reducidos a su mera animalidad y especie. En esto, las figuras tatuadas en el cuerpo, constatan y atestiguan el miedo de ellos a lo social y de lo social a ellos, con sus telarañas como signos de estar atrapados, las lápidas que predicen muertes, las lágrimas por los que han matado. Ron Barret, experto en pandillas y sus actividades delictivas, homicidios, tráfico de drogas y de inmigrantes, venta de armas, robos o violaciones subraya como el tatuado sintió la discriminación no sólo por parte de su pandilla, sino también de su familia, escuela, Iglesia y empresarios. Para David Martínez-Amador,
hoy, en la subcultura criminal del mundo de las pandillas, los tatuajes tienen otro significado. Son la marca en tinta del contrato firmado con un Leviatán más grande, el Leviatán de la “vida loca”. Marcan la jerarquía, la posición a ocupar, desentrañan la procedencia y delimitan los placeres que pueden obtenerse. Pero, ante todo, son una marca de propiedad” (Munaiz, 2014).
Bob Davenport, cineasta y antropólogo político, ha trabajado el tema de las pandillas en Centroamérica desde 2003 a 2009. Para él, “los tatuajes son la manifestación de la historia de vida de un individuo. Esto incluye la cosmología de las maras pero, al mismo tiempo, las experiencias que no tienen que ver con las maras (como la muerte de un pariente)” (Munaiz, 2014).
Se dice que, en El Salvador, las Maras constituyen una fuerza social con la que hay que establecer algún tipo de diálogo y que la redada es consecuencia de la ruptura de ese tipo de convivencia. Pero hay más en qué pensar, lo más importante es el paso de pandilla a empresario y de narcotraficante a banquero. Esta nueva metamorfosis que a mi ver es la reentrada de algunos miembros de esa subclase en el capital no solo requiere el maquillaje a la imagen anterior, si no rinde los tatuajes obsoletos e inconvenientes. Al integrarse a la vida moderna postindustrial y querer que sus miembros sean universitarios, abogados, infiltrados en los aparatos de seguridad, “crimen de cuello blanco”, tatuarse causa problemas, dificulta u obstaculiza las operaciones directas. Según Barrett:
Un man tatuado en la cara ya no es útil en la mara porque se convierte en un blanco más débil para perseguirlo y matarlo. Para la policía e incluso para la limpieza social que ejerce el Gobierno. Los que tienen liderazgo con tatuajes en la cara lo obtuvieron casi seguro pagando condenas en prisión” (Munaiz, 2014).
Los tatuajes, los grafitis en las paredes los rinden vulnerables y el afán es borrar esas señas, dejar de marcar territorios, vivir mejor, lavar dinero. Esta integración requiere otras señas de identidad, desechar las marcas corporales y abandonar esa estética corporal y callejera. Su cambio de clase y su influencia social, también requiere una nueva manera de verlos, estudiarlos, entenderlos, en suma, una nueva teoría.
Referencias bibliográficas
Barrow, C. B. (2020). The Dangerous Class. The concept of the Lumpenproletariat. University of Michigan Press.
Berlant, L. (2008). The Female Complaint. The Unfinished Business of Sentimentality in American Culture. Duke University Press.
Carter, A. (1979). The Sadeian Woman. Penguin Books.
Fraser, N. (1992), “Rethinking the Public Sphere: A Contribution to the Critique of Actually Existing Democracy,” en Calhoun, C. (Ed.). Habermas and the Public Sphere. MIT Press, 116–117.
Gallón, A. (2018). La estratégica razón por la que ahora la MS-13 prohibe a sus miembros llevar tatuajes. Univisión.https://www.univision.com/noticias/trending/la-estrategica-razon-por-la-que-ahora-la-ms-13-prohibe-a-sus-miembros-llevar-tatuajes
José Ángel González. Eliminan con retoques los tatuajes de mareros rehabilitados y los enfrenta a su piel sin estigma. AFP. https://www.20minutos.es/noticia/2918879/0/elimina-tatuajes-maras-retoque-fotografia-steven-burton/
Kosofsky Sedgwick, E. (2015). Between Men: English Literature and Male Homosocial Desire. Columbia University Press.
Munaíz, C. (2014). La Mara: un lienzo de vida y muerte en la piel. El País.https://elpais.com/internacional/2014/04/04/actualidad/1396576833_271822.html
Mulvey, L. (1989). Visual and Other Pleasures. Palgrave.
NBC (2022). El Salvador Arrests 6,000 Gang members in 10 days. NBC News. https://youtu.be/zwfU2_Gyy94?si=jEnafHc0_TYBw7Xy
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