Reflexiones
El Atlacatl de Lardé y Larín, de la historia a la crítica cultural
The Atlacatl of Lardé y Larín, from History to Cultural Criticism1
Realidad, Revista de Ciencias Sociales y Humanidades
Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, El Salvador
ISSN: 1991-3516
ISSN-e: 2520-0526
Periodicidad: Semestral
núm. 159, 2022
Palabras clave: El Salvador-Historia-1876-1932, Comunidad indígena -El Salvador, El Salvador-Civilización
Keywords: El Salvador-History-1876-1932, Indigenous peoples-El Salvador, El Salvador-Civilization
I
Muy buenas tardes. Primero que nada, quisiera agradecerles por conferirme el gran honor de formar parte de esta distinguida institución, y de hacerlo ocupando la silla que dejó vacante don Jorge Lardé y Larín. Me permito además confesar la placentera y extraña coincidencia de que la letra que corresponde a mi lugar sea la “R”. Obra pues una misteriosa casualidad que sea la letra inicial de mi primer nombre y mi primer apellido, a la que me siento muy unido, pues la considero parte inextricable de mi ser. En los ya remotos y cada vez más difusos recuerdos de mi infancia, me sentía vanamente orgulloso de la recién adquirida habilidad de pronunciar el sonido que representa esa letra en nuestra lengua con toda su vibrante contundencia. Era una forma de acercarme al mundo de los adultos. Los lingüistas aquí presentes no me contradirán al resaltar que ese fonema vibrante alveolar es de ardua ejecución. Se dice que a una décima parte de los hablantes les está vedado pronunciarlo, al punto que ello explica que en buena parte de los territorios de la hispanidad se haya sustituido por variantes africadas, líquidas o guturales.
Ahora bien, aclaro que no es de lingüística de lo que quiero hablar en esta ocasión, sino de otros temas que atraviesan mucho de lo que hasta ahora ha sido mi trabajo. Me refiero al esfuerzo de tratar de dilucidar por medio de qué símbolos, ciertas creaciones humanas reciben una misteriosa investidura afectiva y pasan a considerarse elemento constitutivo del ser de individuos y colectividades, como en mi caso la letra R. Este es un esfuerzo que ubico en el aún poco acotado terreno de la crítica cultural, a falta de un mejor nombre.
Para ello, buscaré auxilio de uno de los muchos aportes de mi antecesor a la tarea de investigación sobre la cultura nacional: La refutación definitiva de la historicidad de Atlacatl. Aunque ello será, paradójicamente, para mostrar por qué aunque se despejen dilemas históricos no necesariamente se elimina a los símbolos en el terreno de la cultura. Las leyendas sobreviven a las personas o viven incluso cuando descubrimos que estas nunca existieron. Ello sucede así porque individuos o sucesos no pueden entrar en la memoria, si no es como ficciones. En otras palabras, quienes trascienden son los signos, los referentes están atados al presente y a la caducidad de la carne.
II
Antes de entrar en los detalles de la leyenda de Atlacatl, debo destacar lo que muchos consideran el aporte del trabajo intelectual de don Jorge Lardé y Larín a la cultura salvadoreña. Lo confirman de forma elocuente Pedro Escalante Arce y Carlos Cañas Dinarte, al aseverar que su extensa obra, junto al trabajo de Rodolfo Barón Castro, inició una “nueva etapa de la historia salvadoreña” que abrió “el período del documento, de la prueba fehaciente, de la fascinante paleografía, del análisis, el pensamiento crítico y la reflexión” (Escalante y Dinarte, 9 de mayo de 2001). Esas cualidades son precisamente las que pone en juego en el breve ensayo “Un símbolo de heroísmo: Atlacatl” donde explica las razones para refutar la historicidad del personaje (Lardé y Larín, 2000: 73-75). Lardé y Larín nota ahí que el único documento donde se menciona al señor pipil es el Memorial de Sololá. O, para ser más precisos, en la traducción del mismo al francés realizada en 1855 por el abate Charles Etienne Brasseur de Bourbourg. En el numeral 150 de la versión de este influyente americanista, se relata que camino a Cuzcatlán, Pedro de Alvarado enfrentó y dio muerte al rey de los pipiles.
Dicho suceso aparece luego consignado en la obra Histoire des nations civilisées du Mexique et de l’Amérique Centrale, que publicó el mencionado clérigo en 1856. Esta obra la tradujo al castellano en 1873 Juan Gavarrete para la Sociedad Económica de Guatemala. Se vertió también en inglés en 1885 por Daniel G. Brinton. La versión francesa del manuscrito cakchiquel se recoge, por otra parte, en la compilación titulada Les manuscrits précolombiens del célebre mayanista Georges Raynaud, a cuyas clases sobre arte y cultura maya asistiría Miguel Ángel Asturias en la década de 1920.
Lardé y Larín nos muestra cómo el personaje que nos preocupa al ser repetido pues por tan ilustres fuentes adquirió el peso incontestable del dato histórico. Y ello daría pie a que fuera apropiado y diseminado con entusiasmo por las primeras generaciones de intelectuales salvadoreños genuinamente preocupados en construir una identidad nacional. Pero nuestro autor trae a cuenta una evidencia que refuta la existencia del supuesto héroe. Nos hace ver que el erudito guatemalteco Adrián Recinos había elaborado una traducción mucho más cuidada y precisa del referido manuscrito cakchiquel que dio a conocer en 1948 bajo el título de Anales de los cakchiqueles. Allí el antes mencionado numeral 150 queda plasmado de la siguiente forma:
Veinticinco días después de haber llegado a la ciudad (de Iximché o Tecapán-Guatemala) partió Tonatiuh (Pedro de Alvarado) para Cuzcatan, destruyendo de paso a Atacat (o Escuintla). El día 2 Queh (el nueve de mayo de 1524) los castellanos mataron a los de Atacat (o Escuintla) (Lardé y Larín, 2000: 74-75).
Atacat –y no Atlacatl, que es una transcripción inexacta que sigue la norma del altiplano mexicano y no la pipil se refiere entonces no al nombre propio de un líder guerrero sino de un poblado, que coincide con la actual Escuintla, la cual se ubica, no en territorio salvadoreño, sino en el de la República de Guatemala. Según esta nueva versión, las huestes de Alvarado habrían dado muerte no al rey de Cuzcatlán, sino a los señores de Escuintla. La única evidencia documental del nombre propio del rey de Cuzcatlán se desva necía en el aire.
El rigor de historiador que necesita de la refrenda documental obliga a Lardé y Larín a revelar el hecho. Pero en su ensayo trasluce que no cumple el deber con demasiada alegría. Por eso antes de revelar la información que niega la existencia del personaje, trata de salvar la leyenda. Pues más allá de los personajes históricos, están “los hombres-símbolos” que “son tan indispensables para los pueblos como los héroes de carne y hueso, porque sin su concurso es imposible forjar e inculcar el sentimiento patrio en la conciencia nacional” (Lardé, 73).
Quisiera abordar en lo que resta de la presente intervención, la vida que un símbolo adquiere independiente de su veracidad histórica. De tal forma que, a través de un recorrido de la vida del símbolo Atlacatl, podemos rastrear, no una esencia nacional –que no existe como tal sino las distintas ideas de nación que se han puesto en juego en el último siglo de nuestra historia… y las pasiones que las han animado.
III
Al elaborar una lista de los intelectuales salvadoreños que participan en la invención de la leyenda, Lardé y Larín menciona a Darío González, Carlos Imendia y Juan José Laínez. Creo necesario prestar atención a otros dos autores que también contribuyeron al esfuerzo: Vicente Acosta, a quien todavía no acabamos de reconocer como el mayor poeta modernista de nuestro país; y al padre de nuestro autor, el erudito Jorge Lardé y Arthés, a quien cabe señalar, sin mucho riesgo, como el principal artífice de leyenda de Atlacatl.
Jorge Lardé y Larín muestra el camino en que el error de traducción de Brasseur de Bourbourg llevó a la fabricación de una epopeya nacional. Pero es llamativo que las primeras elaboraciones de Atlacat en la literatura no lo presentan necesariamente bajo un ropaje heroico. Las mitologías nacionales no son espontáneas, ni mucho menos originales. Como nos muestra Benedict Anderson, estas siguen a menudo la lógica de la producción en serie. Hay un modelo exitoso que se replica (Anderson, 1998: 29-45). El molde al que recurrimos con más frecuencia, en esta región del mundo, es de factura mexicana. Era atractivo pues le dio a la nación vecina una antigüedad comparable a las metrópolis y un pathos trágico, afín la sensibilidad romántica decimonónica, la era de las grandes invenciones nacionales modernas.
En nuestro país, las huellas monumentales de las civilizaciones mesoamericanas recién se estaban descubriendo y aprendiendo a valorar cuando nos cayó, como regalo de la providencia, el error de traducción de Brasseur de Bourbourg. Bastaba no más agregar un marco narrativo romántico. Por eso, haciendo eco de los presagios del desastre que recibió Moctezuma, según lo refieren algunas de las crónicas que los informantes indígenas entregaron a los primeros misioneros españoles, Vicente Acosta se imaginó a un Atlacatl melancólico, abatido por la inminencia de la hecatombe de su reino. Así nos lo presenta en el poema “La corte de Atlacatl”, publicado en la revista La Quincena, el 15 de junio de 1903. Allí, el poeta nos invita a imaginarnos una fiesta suntuosa y animada, mas de cuya alegría no participa el rey:
“[…] verse puede
del Rey en el semblante,
como una nube en cielo de verano,
que sombras de tristeza su alma abaten:
a las genuflexiones y saludos
de sus vasallos, con sonrisa amable,
iris en la tormenta de sus cóleras,
siniestros han llegado
para el Rey, de miserias y desastres.
Ya los hijos del sol, los hombres blancos
que al rayo mandan, llegan implacables
como una maldición, borrando pueblos
y derribando altares;
ya el arcabuz resuena en sus dominios,
los dioses tutelares son burlados
y herida Cuscatlán, vacila y cae!” (Acosta, 15 de junio de 1903: 195).
¿Por qué nos entrega Acosta este Atlacatl frágil e impotente? Debemos recordar que la primera generación de intelectuales que asume el reto de dar forma a una mitología nacional se encuentra en una difícil encrucijada. Se enfrenta a la disyuntiva entre ser modernos –que en ese entonces sólo quería decir “ser europeos”– y enraizarse en un pasado con suficiente profundidad. Las grandes civilizaciones mesoamericanas ofrecían, en este sentido, una antigüedad a la altura de los deseos de modernidad de esa generación. Sin embargo, conllevaban el peligro de poner en relieve la existencia de campesinos indígenas, los herederos en línea directa de esas civilizaciones, que vivían fuera de la nación, como resultado de un modelo social heredado de la colonia que, lejos de haberse superado con la independencia, se profundizaba con las necesidades de inserción del país al capitalismo mundial. Estos sobrevivientes no sólo quedaban condenados a una existencia precaria, sino que su mundo cultural quedaba oculto tras el denso velo de ideologías racistas que el positivismo en boga racionalizaba y hacía proliferar.
¿Cómo hacer para que esa genealogía no derivase en un reclamo político incómodo? La solución que se idea entonces es trazar una fisura temporal infranqueable de la catástrofe, por la que la antigüedad quedaba totalmente desconectada del presente de lo que Darcy Ribeiro denominó los pueblos-testimonio (Ribeiro, 1977: 113-220). Se elabora para ello un esquema narrativo que opera como figuración ficcional de la historia. A ello le he llamado en otro trabajo la épica trunca (Roque Baldovinos, 2016: 237-261).
Sin embargo, el contorno definitivo de la leyenda de Atlacatl que se logra un par de décadas después, libera al personaje de los matices sombríos. Según nos muestra Carlos Gregorio López Bernal, la preocupación por inventar una tradición nacional ya no sólo obedece a un deseo por aclarar los conflictos existenciales de una élite letrada, sino a un esfuerzo por agregar figuras al panteón de los héroes liberales, que pudieran seducir a los grupos subalternos y hacerlos partícipes de un “ser salvadoreño”. Esto se da en el período que antecede a los sucesos de 1932, marcado por una creciente irrupción de los sectores populares en la vida política.
La elaboración de la leyenda de Atlacatl ya no sólo es labor de la imaginación de los poetas, sino de eruditos que aspiran a inaugurar una historia nacional de amplia difusión. En este esfuerzo, es donde participa Jorge Lardé y Arthés. Sin embargo, esa misma urgencia por dotar a la nación de una antigüedad a la altura de los sueños de modernidad, lo lleva a borrar las fronteras entre la historia y la imaginación. A Atlacatl se le inventa una dinastía, la de los Atlacátidas, e inspirándose de nuevo en el modelo mexicano, donde destaca el binomio Moctezuma- Cuauhtémoc, se nos desdobla el personaje en un Atlacatl el viejo, que muere a manos de los conquistados en el primer encuentro, y un Atlacatl el joven, que llevaría la resistencia del pueblo pipil contra el conquistador. Lardé y Arthés no se conformó con este esfuerzo de creación de ficción-historia, se preocupó por dejar explícito el sentido del personaje:
Atlacatl había muerto y con él la independencia […] las madres cuscatlecas recordaban a sus hijos el heroísmo del último Atlacatl e infundían en sus pechos la energía del trabajo y el amor a la independencia (López Bernal, 2007, 169).
Se ofrece pues una mitología nacional que fabrica un pasado antiguo, pero que está totalmente desconectada de las memorias de los pueblos indígenas existentes y de sus posibles reclamos ancestrales y contemporáneos. La leyenda de Atlacatl encarna las virtudes cívicas modernas, el emblema de un ser nacional homogéneo y abstracto que se define por su enfrentamiento a un enemigo foráneo, que en este caso es el conquistador español, pero que, en el momento requerido, puede extrapolarse a cualquier adversario. Esa era la lógica de la forma nación como ficción de la soberanía a través de la cual El Salvador estaba reclamando su particularidad en la lógica homogeneizadora de la modernidad.
A partir de allí, Atlacatl entra de lleno a la mitología nacional. El celebrado cacique no sólo se encarna en los relatos de literatos e historiadores, sino también en imágenes. Algunas de las más célebres que podemos recordar son la escultura de bronce de Valentín Estrada, un sello postal de 3 centavos y el medallón del Palacio Nacional. Es otra parte de la vida del símbolo, que debo omitir por limitaciones de tiempo.
IV
Es importante señalar que, desde el principio, la historicidad de Atlacatl siempre estuvo en cuestión. Consciente de lo aventurado del exceso de la licencia poética de su fabricación histórica, Lardé y Arthés trató de conjurar el peligro de lo inverosímil al comparar a su creación con la función simbólica del “soldado desconocido”, figura central en las mitologías nacionales de las naciones europeas más avanzadas (López Bernal, 168).
Será una generación posterior, sin embargo, la que se atreva a rechazar de forma más decidida la figura de Atlacatl, al proponer su remoción del panteón nacional y su reemplazo por otras figuras que tienen más relevancia en las memorias y reivindicaciones históricas de los pueblos indígenas. Me refiero en este caso a la llamada Generación Comprometida y a sus esfuerzos de reescritura de lo nacional desde una proyecto de izquierda. Atlacatl no sólo posee dudosas credenciales históricas, encarna, además, la mentira oficial del militarismo, lo cual, según lo que hemos visto, no es del todo inexacto. En la expresión literaria más elaborada de esta contra-historia, el collage épico-poético Las historias prohibidas del Pulgarcito de Roque Dalton (1974), Atlacatl está por completo ausente. La resistencia a la conquista, como momento fundacional en esta narrativa, aparece referida a partir de un juego de contrapunto y palimpsesto con la carta de relación de Pedro de Alvarado, sin que se haga mención al legendario caudillo pipil. Su lugar como héroe indígena nacional lo pasa a ocupar principalmente Anastasio Aquino, figura históricamente documentada, que para Dalton pasa a ser “Padre de la Patria”, pues lo concibe como el precursor de la revolución por venir.
Este esfuerzo de reescritura histórica impregnó la imaginación de izquierdas y de ello es prueba elocuente que, durante el conflicto armado, la guerrilla del FMLN denominó a algunos de frentes de guerra usando nombres de figuras indígenas de esta contra-historia, de allí el frente paracentral Anastasio Aquino o el frente occidental Feliciano Ama, en honor al líder indígena de Izalco, asesinado en la represión de la insurrección de 1932. Pero como veremos a continuación, la leyenda de Atlacatl distaba de haber sido enterrada. Sería precisamente el conflicto armado de 1979-1992 el que le daría una nueva vida, de manera insospechada.
V
En un artículo de opinión que aparece en una edición de 2010 del periódico digital La página, Marvin Aguilar refiere una interesante anécdota. En una conferencia que dictó a un grupo de oficiales de la Tercera Brigada de Infantería de San Miguel reveló la falsedad histórica de Atlacatl. La noticia fue recibida con gran desconcierto por su audiencia, al punto que uno de los militares asistentes le declaró al concluir la actividad que lo había dejado huérfano (Aguilar, 10 de septiembre de 2010).
El repudio de la intelectualidad de izquierdas va a llevar a Atlacatl a otros territorios de sentido. Recordemos que estos intelectuales cargan al símbolo con una afectividad negativa pues encarna la mentira y el subdesarrollo intelectual de la narrativa nacional del militarismo. Sin embargo, el esfuerzo propagandístico de la contrainsurgencia lo rescata hábilmente de su temporal indigencia. Es así como Atlacatl pasa a convertirse en el ícono de la ideología anticomunista. Encarna una tradición nacional amenazada por un “enemigo externo”, el comunismo. Y recordemos que el molde narrativo del que proviene la leyenda de Atlacatl se presta para este tipo de usos.
Evidencia de esto, es que el batallón militar emblema del esfuerzo contrainsurgente, paradójicamente financiado y entrenado por los Estados Unidos, se bautiza con el nombre de Atlacatl. Detrás de este nombre, está la todavía más importante inversión afectiva que recibe: es el despecho ante una percibida agresión simbólica; es la protesta ante la execración de lo patrio; es, en suma, el campeón que, en su desnudez natural, enfrenta a un colosal agresor foráneo. En la insignia del referido batallón, se reproduce la imagen canónica del personaje, la de la estatua de Valentín Estrada, pero en lugar de sostener el arco y la flecha, porta un fusil M-16. Muchos combatientes del ejército se sentían así partícipes de la escena originaria nacional. De ahí la orfandad que confiesa el interlocutor de Aguilar cuando se defenestra a su arquetipo.
VI
Las cargas afectivas contrarias de la figura de Atlacatl son evidencia de su diseminación a través del aparato de la historia nacional y de su calado en el imaginario popular. Atlacatl ya estaba ligado a una cierta vivencia de lo nacional. La insistencia con que la publicidad lo emplea en la fabricación de marcas comerciales, bien sea de bancos o licores, para connotar autoctonía es prueba de ello.
La evidencia más reciente de esta impronta es la transfiguración de Atlacatl, en tiempos de posguerra, en símbolo de la nostalgia de la diáspora salvadoreña. En distintos puntos de los Estados Unidos, se encuentran restaurantes que llevan el nombre del héroe legendario y ofrecen “Salvadoran Food”. Por la vía de la gastronomía, Atlacatl y lo salvadoreño se convierten en sinónimos.
Pero la historia no acaba aquí. Pareciera que el péndulo del devenir histórico no deja de oscilar. Podemos detectar de nuevo del uso de Atlacatl para connotar desafección, como en tiempos de la generación comprometida. El antes citado escrito de Marvin Aguilar es uno de varios artículos que arroja una rápida búsqueda en Google al ingresar la palabra Atlacatl. En periódicos digitales, blogs u otras publicaciones electrónicas se expresa el repudio a la leyenda y se cita a menudo a Lardé y Larín como la autoridad que desenmascara la falsedad del héroe.
Estas nuevas formas de desafección no son expresiones políticas explícitas como en su momento lo fueron las de la generación comprometida. Tienen el tono de escepticismo propio de las nuevas generaciones ante los grandes dilemas que enfrentan en este nuevo tiempo histórico. Manifiestan repudio hacia narrativas de identidad nacional vacuas, que delatan un trabajo frívolo y manipulador de la memoria histórica. Pero antes de recriminarles ese pesimismo, deberíamos considerar que quizás esa desafección sea un síntoma saludable. De cierta forma, revela un deseo de reencuentro con un país más real que el que nos hemos contado, con un país que no acabamos de conocer y mucho menos de comprender. Es para esta tarea de conocernos y comprendernos que se hace siempre necesario el esfuerzo de tomarse en serio el pasado, en sus hechos y personajes históricos, como lo hizo mi ilustre antecesor, pero también a través de las formas de imaginarlo, recordarlo y narrarlo que es la tarea que nos compete a quienes practicamos la crítica cultural, como este su servidor.
Muchas gracias.
Referencias
Acosta, V. (15 de junio de 1903). “La corte de Atlacat”. La Quincena, I, (6), 195.
Aguilar, M. (10 de septiembre de 2010). “Atlacatl: otra mentira nacional”,
Anderson, B. (1998). The spectre of comparisons: Nationalism, Southeast Asia and the World. Verso
Escalante Arce, P. y Carlos Cañas Dinarte (9 de mayo de 2001). “Fallece el historiador Jorge Lardé y Larín”. El Diario de Hoy.
Lardé y Larín, J. (2000). El Salvador: Descubrimiento, conquista y colonización. Dirección de Publicaciones e Impresos
López Bernal, C. G. (2007). Tradiciones inventadas y discursos nacionalistas: el imaginario nacional de la época liberal en El Salvador, 1876-1932. Editorial e Imprenta Universitaria
Ribeiro, D. (1977). Las Américas y la civilización: Proceso de formación y causa del desarrollo desigual de los pueblos americanos. Extemporáneos
Roque Baldovinos, R. (2016). El cielo de lo ideal: Literatura y modernización en El Salvador (1860-1920). UCA Editores.
Notas
Enlace alternativo
https://revistas.uca.edu.sv/index.php/realidad/article/view/6830/7006 (pdf)