Artículos de Investigación

Tratamiento penal de la violencia de género contra las mujeres: especial referencia a la violencia sexual

Criminal treatment of gender violence against women: special reference to sexual violence.

Tratamento penal da violência de gênero contra as mulheres: especial referência à violência sexual

María Acale Sánchez
Universidad de Cádiz , España

Pensamiento Americano

Corporación Universitaria Americana, Colombia

ISSN: 2027-2448

ISSN-e: 2745-1402

Periodicidad: Frecuencia continua

vol. 12, núm. 23, 2019

pensamientoamericano@coruniamericana.edu.co

Recepción: 30 Septiembre 2018

Aprobación: 03 Enero 2019



Resumen: En este trabajo se somete a estudio el tratamiento de la violencia de género contra las mujeres, en particular, la violencia sexual en los Códigos penales español y colombiano. La finalidad que se persigue es analizar las diferencias existentes entre ambos ordenamientos jurídicos, así como las soluciones que se adoptan en cada uno de ellos para hacer frente al mismo problema social. El estudio comparado nos permitirá plantear soluciones a la vista de ambos modelos, complementándolos. Se concluirá apostando ampliamente por la sensibilización legal, judicial y social como mecanismo de prevención general de la violencia de género.

Palabras clave: violencia de género, violencia sexual, discriminación, perspectiva de género, prevención general..

Abstract: In this work, the treatment of gender violence against women, in particular, sexual violence in the Spanish and Colombian Criminal Codes, is under study. The aim is to analyze the differences between the two legal systems, as well as the solutions adopted in each of them to deal with the same social problem. The comparative study will allow us to propose solutions to both models, complementing them. It will be concluded by broadly betting on legal, judicial and social awareness as a mechanism for the general prevention of gender violence.

Keywords: gender violence, sessual violence, discrimination, gender perspective, general prevention..

Resumo: Este trabalho aborda o tratamento da violência de gênero contra as mulheres, em particular a violência sexual nos códigos penais espanhol e colombiano. A finalidade que se persegue neste estudo é analisar as diferenças existentes entre ambos ordenamentos jurídicos, assim como as soluções que de adotam em cada um deles para fazer frente ao mesmo problema social. O estudo comparado nos permitirá propor soluções à vista de ambos modelos, complementando-nos. Como conclusão se aposta amplamente pela sensibilização legal, judicial e social como mecanismo de prevenção geral da violência de gênero.

Palavras-chave: violência de gênero, violência sexual, discriminação, perspectiva de gênero, prevenção geral..

1. Planteamiento

La violencia de género es un fenómeno criminal que se ha repetido de forma constante a lo largo de la historia en todo el mundo, perfilado por factores culturales locales que vienen a poner de manifiesto que todos esos actos se producen sobre un fondo común -el patriarcado- aunque tengan connotaciones específicas. Esto es lo que determina, por una parte, el interés de los organismos internacio nales por abarcar un problema que supera las fronteras estatales, al tiempo que recubre de atractivo científico los estudios de derecho comparado, pues permiten observar qué me canismos existen en otros países para hacer frente a los fenómenos criminales nacionales.

Pues bien, de todas las modalidades de violencia de género, la sexual puede decirse que es la más primitiva, porque esconde el histórico discurso masculino sobre el uso del cuerpo de las mujeres como objetos de placer sexual de los hombres. En efecto, se trata de una clase de violencia que se mimetiza con la violencia de género, de forma que, si bien en algunos casos el autor lleva a cabo un acto sexual, en otros, dicho acto no es más que un episodio esporádico de un plan estratégico que tiene la finalidad en muchos casos de acabar con la vida de la víctima. Esa violencia, por otra parte, es una violencia que no afecta siempre directamente a la libertad sexual de la víctima, pero sí al ejercicio de ese derecho fundamental.

A continuación se va a llevar a cabo un estudio de los modelos existentes en España y en Colombia para hacer frente a la violencia sexual de género que soportan sus mujeres, incidiendo en el estudio de las leyes con las que cuenta uno y otro país para prevenir y sancionar esa clase de violencia.

2. Un ejemplo histórico: la negación de la libertad sexual de las mujeres en los códigos penales españoles

La lucha que hoy día emprenden los ordena mientos jurídicos de nuestro entorno cultural para terminar con la violencia de género se enfrenta en muchos países a una trayectoria legislativa en la que se pone de manifiesto la alianza histórica entre el patriarcado y el legis lador, que no ha dudado en poner a su servi cio a la ley penal, en cuyo marco, las mujeres no han sido protegidas como personas, sino como madres, esposas e hijas, con la finalidad de garantizar los papeles que esa sociedad les asignaban (Acale, 2006, p.21).

Buen ejemplo de lo que aquí se dice es la historia de los códigos penales españoles. Con esa finalidad, desde el primer Código Penal de 1822, han existido delitos que han exigido que los sujetos activos y pasivos fueran de uno u otro sexo. En este sentido, no puede ser casualidad que los delitos en los que históricamente se ha exigido dicho elemento típico sean aquellos que simultáneamente han venido a negar el ejercicio de su libertad en materia sexual: baste con recordar como ejemplo clásico el pack formado por los delitos de uxoricidio y adulterio, y los delitos contra la moralidad en el ámbito sexual.

Así, matar a la esposa sorprendida en acto de adulterio era constitutivo de delito de uxoricidio desde el Código Penal de 1822; el motivo último de la incriminación no era otro que la protección de la honra mancillada del mari do, afectada por la “mala reputación” de su esposa. Desde el punto de vista dogmático, la doctrina discutía si la infidelidad de la mujer era una excusa absolutoria, una condición objetiva de punibilidad o una causa de inimputabilidad, aunque solo afectase al marido y no a la mujer que matara a su marido sorprendido en acto de adulterio, a la que le esperaba la pena de muerte o el internamiento en un centro “penitenciario” custodiado por religiosas que pretendían su corrección moral (Acale, 2017). Con todo, como la responsabilidad criminal se extingue con la muerte, para aquellos supuestos en los que el marido despechado no matara a su esposa sorprendida en su infidelidad, estaba previsto el delito de adulterio, ámbito especialmente reservado al poder del hombre sobre la mujer “adúltera” (Rodríguez, 1995; Cobo, 1967). Se trataba de un delito especial que requería siempre y en todo caso que el sujeto activo fuera la mujer casada como tipo de autoría femenina individual, porque si bien a su amante se le imponía la misma pena que a ella, sin embargo, moral y penalmente, se le consideraba su mero “cómplice”, poniendo con ello de manifiesto que el comportamiento verdaderamente reprochado por el ordenamiento era el de ella, con independencia del estado civil de él, que era completamente intrascendente.

En el Código Penal de 1932 desaparecieron los delitos de uxoricidio y de adulterio, coincidiendo con la laicidad del Estado español proclamada en la Constitución de la II República, que admitió el divorcio en el ámbito civil. Ello significaba que la muerte en estas circunstancias se sancionaba como delito de parricidio, con independencia de que se graduara la imputabilidad, atendiendo a las reglas generales del Código Penal que admitía el estado pasional como circunstancia eximente. Pero cuando parecía que ya habían pasado a la historia, el Código Penal de 1944 volvió a introducirlos en su versión clásica, castigando la muerte de la mujer adúltera y de su amante con una nimia pena de destierro. La derogación definitiva del adulterio y del amancebamiento se produjo a través de la Ley 22/1978, de 26 de mayo, sobre despenalización del adulterio y del amancebamiento.

Pero junto a los delitos de uxoricidio y adulte rio, que sin duda alguna penalizaban a la mu jer que ejercía su libertad sexual, los delitos relacionados con la moralidad sexual son el verdadero banco de prueba de la “tolerancia cero” del patriarcado con las mujeres. En este sentido, la mera consideración de estas con ductas como atentados contra la honestidad, así como la necesidad de que sujeto pasivo de algunas de ellas fuera siempre una mujer, servía para poner de manifiesto que no se tra taba de proteger bien jurídico individual algu no, sino una especie de moral sexual colectiva a cuyo amparo, durante decenas de años se ha dudado si la prostituta, considerada la más deshonesta de todas las mujeres, podía ser sujeto pasivo de un delito contra la “ho nestidad” como el de violación, o si la mujer casada podía ser violada por su marido, no ya solo porque se consideraba siempre honesto el acto sexual en el seno del matrimonio, sino además porque el Código Civil imponía a la mujer casada un débito conyugal que la obli gaba a satisfacer las demandas sexuales de su esposo.

En este contexto, en paralelo, con frecuencia se hurgaba en la “honestidad” de la víctima (Cugat, 1993; Zaffaroni, 2000)1, cuya intimidad quedaba al descubierto con la finalidad de determinar la pena del autor con la precisión de un cirujano. Por este motivo, durante el proceso, la atención se desviaba de los hechos principales (la prueba del delito del que había sido víctima la mujer), a la propia vida de la víctima, pasando ya desapercibido el delito del que había sido víctima, que quedaba oculto entre las referencias a la virginidad de la mujer en el momento de la comisión del delito, la provocación o no con su comportamiento descarado de la reacción sexual violenta del hombre, la concreta parte de su cuerpo objeto de tocamientos, la cantidad de resistencia ofrecida por ella para defender su honestidad2, etc.

De esta forma, las mujeres han pasado de ser sujeto pasivo de delito a convertirse en sujeto de investigación al amparo de un código victimario y patriarcal que se ha mostrado siempre protector del autor y desconfiado con la víctima.

Los cambios que en 1995 se operaron sobre los delitos contra la libertad sexual vinieron a visibilizar el nacimiento de esa faceta concreta de la libertad como bien jurídico protegido, una vez que se destipificaron conductas como el rapto, que no era más que un delito complejo3, se bajaron las penas (en el Código Penal de 1944/73 el delito de violación tenía la misma pena que el homicidio) y se modificó la conducta típica en el delito de violación, culminando el proceso imparable que comenzara la reforma del Código de 1989, cuando procedió a la sustitución del término “honestidad” por el de “libertad sexual”4 .

Como se verá posteriormente, con esta historia tan cargada de agravios comparativos para las mujeres, no puede extrañar que hoy los delitos contra la libertad sexual guarden silencio sobre los sexos de los sujetos activo y pasivo.

3. Incidencia de los convenios supranacionales en los ordenamientos jurídicos español y colombiano

La deslocalización del fenómeno criminal de la violencia de género ha forzado a los organismos supra nacionales a prestarle una especial atención. Particular interés ha demostrado Naciones Unidas, que pronto empezó mostrar su preocupación por este tema. Así, después de la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer (CEDAW, 1979), expresamente la IV Conferencia sobre las Mujeres celebrada en Pekín en 1995 definió la violencia contra las mujeres como “todo acto de violencia sexista que tiene como resultado posible o real un daño de naturaleza física, sexual, psicológica, incluyendo las amenazas, la coerción o la privación arbitraria de libertad para las mujeres, ya se produzca en la vida pública o privada” (Acale, 2006, p.6). Su lectura revela una separación en dos de los aspectos subjetivos y objetivos de la violencia de género porque desde la primera perspectiva nos señala ya que en todos esos casos, el sujeto activo lleva a cabo su comportamiento movido por puro sexismo, mientras que desde el punto de vista objetivo, se distinguen actos de violencia física, sexual o psicológica. Esto es lo que determina una superposición de planos que no puede hacernos perder de vista la finalidad común que persigue el autor: discriminar a la mujer por el hecho de serlo.

Contemporáneamente, en el marco geográfico y político de América latina vio la luz la Convención Interamericana para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra la mujer (Belém do Pará, de 9 julio de 1994), cuyo art. 1 define esa violencia como “cualquier acción o conducta, basada en su género, que cause muerte, daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico a la mujer, tanto en el ámbito público como en el privado”.

Como puede comprobarse, las diferencias entre la Convención de Naciones Unidas y esta última son limitadas, si bien debe resaltarse el hecho de que en este caso se sustituye el móvil se xista por uno más amplio para cubrir aquellas actuaciones que están “basadas en el géne ro femenino” y en los patrones que cultural mente el patriarcado ha venido exigiendo a las mujeres.

Más recientemente ha visto la luz en el ámbito del Consejo de Europa el Convenio sobre prevención y lucha contra la violencia contra las mujeres y la violencia doméstica de 11 de mayo de 20115, que define la “violencia contra la mujer” como “una violación de los derechos humanos y una forma de discriminación contra las mujeres, y se designarán todos los actos de violencia basados en el gé nero que implican o pueden implicar para las mujeres daños o sufrimientos de naturaleza física, sexual, psicológica o económica, incluidas las amenazas de realizar dichos actos, la coacción o la privación arbitraria de libertad, en la vida pública o privada”. Además definió como una de las formas de violencia específica que sufren con especial intensidad niñas y mujeres la violencia sexual, dentro de la cual se incluye la violación, obligando a las Partes a adoptar las medidas legislativas –o de otro tipo- que sean necesarias para castigar como delito cuando se cometan dolosamente “a) la penetración vaginal, anal u oral no consentida, con carácter sexual, del cuerpo de otra persona con cualquier parte del cuerpo o con un objeto; b) los demás actos de carácter sexual no consentidos sobre otra persona; c) el hecho de obligar a otra persona a prestarse a actos de carácter sexual no consentidos con un tercero”. No obstante, pasó desapercibido el hecho de que el art. 36.2 ponía ya el énfasis

en el “consentimiento”, que “debe prestarse voluntariamente como manifestación del li bre arbitrio de la persona considerado en el contexto de las condiciones circundantes”, más que en los medios comisivos.

A la vista del interés supranacional en atajar esta forma de violencia y de la incidencia que los distintos textos normativos ejercen en sus respectivos ámbitos de influencia, España y Colombia comparten su interés en luchar contra toda la violencia de género, entre ellas la violencia sexual. Sin embargo, cuentan con modelos de intervención diferentes, en la medida en que como se verá, si bien en España se limita a la protección frente a la violencia de género a la que se producen en el ámbito familiar, en Colombia se amplía la protección a las víctimas de otras modalidades de violencia que se producen fuera del corsé de lo doméstico. A priori, las diferencias de modelo no se comprenden, pues ambos países han partido de los mismos referentes internacionales, por lo que deberían llegar a articular la tutela de los bienes jurídicos protegidos de manera semejante. Ahora bien, hay que tener en consideración que la tutela de los bienes jurídicos depende no solo de la necesidad de protección, sino de la intensidad de los ataques que sufran. En este sentido, hay que destacar como afirman Urquijo Tejada y Cadavid Quintero (2015) el grave conflicto armado que azota a Colombia desde hace más de 70 años, “exacerbado en los últimos decenios por la aparición de nuevos actores muy ligados a las distintas fases del negocio del narcotráfico, configurando un entorno que con frecuencia ha hecho de las mujeres, y no solo de su sexualidad, un botín de guerra” (p.109).

4. Tratamiento de la violencia sexual de género en España

4.1 En la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de medidas de protección integral contra la violencia de género (LOPIVG).

España fue el primer país que aprobó una ley “integral” frente a la violencia de género: es la LOPIVG, en cuyo interior las víctimas de la violencia de género que se define en su art. 1 encuentran ayudas económicas, sociales, ins titucionales, laborales y tributarias para salir de esa situación.

Se trata de una ley que a pesar de su importancia simbólica tiene una angostura más reducida que la de la Convención de Naciones Unidas o la Convención de Belém do Pará pues de todas las modalidades de violencia en estas definidas, decidió centrarse en la violencia doméstica de género, dejando fuera el resto. Así el art. 1 definió la violencia de género como aquella que es “manifestación de la discriminación, la situación de desigualdad y las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres, [que] se ejerce sobre éstas por parte de quienes sean o hayan sido sus cónyuges o de quienes estén o hayan estado ligados a ellas por relaciones similares de afectividad, aun sin convivencia”; y a continuación (núm. 3) llevaba a cabo la siguiente clasificación: “la violencia de género a que se refiere la presente Ley comprende todo acto de violencia física y psicológica, incluidas las agresiones a la libertad sexual, las amenazas, las coacciones o la privación arbitraria de libertad”. La lectura conjunta de ambas previsiones permite concluir que, al limitarse la definición a las relaciones de pareja, se expulsa del concepto una amplia gama de casos que en sentido estricto sí constituyen esa modalidad de violencia. Así, fuera del art. 1 LOPIVG quedan la violencia sexual llevada a cabo por el compañero de la mujer sobre otras mujeres de la familia, la que se ejerce entre personas que no mantienen una relación de pareja con anterioridad al

acto delictivo o la violencia que se produce en el trabajo (acoso sexual, a no ser que se trate de una empresa “familiar”) o a manos de una organización criminal (trata de mujeres con fines de explotación sexual), a pesar de que son formas de violencia de género según la IV Conferencia Mundial de Naciones Unidas sobre la Mujer, la Convención de Belém do Pará y el Convenio de Estambul6.

Con todo, ni siquiera esta exclusión del concepto de violencia de género de la violencia sexual fuera de la pareja puede ser el motivo que justifique la disparidad de tratamiento que dio la LOPIVG, por una parte, a los delitos contra la libertad sexual dentro de la pareja y, por la otra, a los delitos de amenazas, coacciones, lesiones y maltrato en el mismo ámbito, pues en estos casos agravó sus penas, al tiempo que las de aquellos otros permanecieron inalteradas (Emmenegger, 2000).

En esencia, las modificaciones más destacas que se operaron en este momento en el Código penal consistieron en imponer más pena si la víctima de un delito de lesiones (art. 148), maltrato (art. 153), amenazas leves (art. 171) o coacciones también leves (art. 172) era la mujer que está o estuvo casada o unida sentimentalmente al hombre agresor, llegaran o no a compartir domicilio o cuando la víctima fuera una persona especialmente vulnerable que conviviera con el autor, frente a la menor pena que se imponía en el resto de casos de violencia doméstica (Acale, 2006, p.190). Esto generó una especie de desprotección programada de la libertad sexual. Es más, la contra- dicción llegaba hasta el punto de que, si se piensa hoy en el delito de violación, que es un delito complejo que exige violencia o intimidación más un acto de contenido sexual, se da la circunstancia de que, si se penaran separadamente ambos actos, el acto de violencia

constitutivo de “violencia” o de “intimidación” sí vería su pena agravada, pero el de contenido sexual – que sin tales medios comisivos vería su calificación limitada a la de abuso sexual -, no7. El Tribunal Constitucional ha tenido ya ocasión de manifestarse sobre este punto, y ha afirmado que, en todo caso, “lo que la argumentación más bien sugiere es o un déficit de protección en los preceptos comparados –lo que supone una especie de desproporción inversa sin, en principio, relevancia constitucional- o una desigualdad por indiferenciación en dichos preceptos merecedora de similar juicio de irrelevancia” (entre otras, véase la STC 1/2008, de 17 de julio). El hecho de que el Tribunal Constitucional entienda que el déficit de protección por desproporción inversa no tiene, “en principio, relevancia constitucional”, debería ser argumento de peso para que el legislador lleve a cabo las reformas legales oportunas para dotar de coherencia interna al Código Penal. A la vista de que ni la LO 5/2010, de 22 de junio, ni la LO 1/2015, de 30 de marzo, por las que se modifica el Código Penal, han sometido a reforma la pena de los delitos de homicidio, ni de asesinato, ni de agresión sexual, ni de las lesiones más graves, parece que el legislador no ha tenido en consideración aún el aviso que le ha hecho el propio Tribunal Constitucional sobre la desproporción de estos otros bienes jurídicos en el ámbito de la violencia de género. Como se verá posteriormente, parece que ese momento puede haber llegado ahora, tras la publicación de la SAP de Navarra de 20 de marzo de 2018 [TOL 6.581.738]8.

Esto no determina que en España no exista protección específica frente a otras formas de violencia de género: en efecto, la Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres (LOI) se encarga de prevenir la existencia de conductas de acoso en el trabajo, definiendo el acoso sexual en su art. 7.1 a los concretos efectos de esa ley como “cualquier comportamiento, verbal o físico, de naturaleza sexual que tenga el propósito o produzca el efecto de atentar contra la dignidad de una persona, en particular cuando se crea un entorno intimidatorio, degradante u ofensivo”; y el acoso laboral por razón de sexo o sexista en su art. 7.2, entendido como “cualquier comportamiento realizado en función del sexo de una persona, con el propósito o el efecto de atentar contra su dignidad y de crear un entorno intimidatorio, degradante u ofensivo” (Pérez del Río, 2010; Lousada, 2015). Con todo, si bien la LOPIVG llevó a cabo la reforma del Código penal en el sentido indicado anteriormente, sin embargo la LOI omitió tocar su letra, por lo que aunque el acoso sexual sea un fenómeno criminal en el que la realidad pone de manifiesto que existen una serie de factores que determinan que sujeto activo sean de sexo masculino y que sujeto pasivo sea una mujer, no se singulariza expresamente la respuesta que el ordenamiento jurídico ofrece a las mujeres. Debe tenerse en consideración que las víctimas de esta clase de violencia sexista tienen los derechos reconocidos en la propia LOI, pero no pueden disfrutar de los derechos que a las víctimas de la violencia de género que se encuadran dentro del art. 1 LOPIVG se les reconoce, lo que determina diferencias de tratamiento de distinto tenor que pasar desde los órganos judiciales encargados de la instrucción de las causas, a la formación de los jueces, fiscales y abogados que pueden intervenir en las actuaciones procesales de los delitos relacionados con la violencia de género doméstica y con la violencia de género relacionado con el ámbito del trabajo. Lo que no deja de causar disparidades en el trato (Acale, 2017).

En cualquier caso, tras la firma por España del Convenio de Estambul, el legislador español tiene pendiente la modificación de la definición de violencia de género del art. 1 LOPIVG, dando entrada a todas las formas de violencia de género que hoy están invisibilizadas: no por otro motivo aprobó el Pacto de Estado contra la violencia de género en septiembre de 2017 (Acale, 2018a).

4.2 Especial referencia al delito de violación

Del conjunto de delitos que se castigan dentro del Título VII del Libro II del Código penal español como delitos contra la libertad e indemnidad sexual, la sociedad española mantiene un amplio debate en torno al delito de violación; su detonante ha sido la SAP de Navarra de 20 de marzo de 2018 [TOL 6.581.738], en la que se castiga a cinco hombres como autores de un delito continuado de abuso sexual con prevalimiento (arts. 181.3 y 4 y 74) a las penas de 9 años de prisión y 15 de alejamiento de la víctima y a la medida de seguridad post-penitenciaria de 5 años de libertad vigilada; uno de los condenados, guardia civil cuando se produjeron los hechos, también es condenado como autor de un delito leve de hurto (art. 234.2) a la pena de multa de 2 meses a razón de 15 euros diarios9: se trata del tristemente famoso caso de la Manada (Acale, 2018). De esta forma, la sentencia rechazó calificar los hechos como agresiones sexuales (arts. 179 y 180.2), atentado contra la intimidad (art. 197.1 y 5) y robo con intimidación (art. 242.1), como pedían las acusaciones y el Ministerio Fiscal, lo que les hacía elevar sus peticiones de pena a más del doble de la impuesta, al declarar que no existió violencia, ni intimidación y sí un consentimiento obtenido con prevalimiento, aunque reconoce que a partir de los videos grabados por los autores, se desprende que “se practica sexo de manera mecánica, una sexualidad sin afecto, puramente biológica, cuyo único objetivo es buscar su propio y exclusivo placer sensual, utilizando a la denunciante como un mero objeto, con desprecio de su dignidad personal, para satisfacer sobre ella sus institutos sexuales”, se entiende que la víctima prestó su consentimiento, aunque para conseguirlo los condenados se prevalieran de una situación de superioridad manifiesta que coartaba la libertad de aquella, que reaccionó sometiéndose, en estado de shock, bloqueada psicológicamente, con sensación de angustia, actitud de sometimiento y pasividad.

Con todo esto, es posible concluir que la SAP de Navarra no ha venido a contentar a nadie porque, más que justicia, ha hecho mera ingeniería judicial: ni a la víctima, ni a los agresores, ni tampoco a la sociedad, que no comprende que unos hechos como estos no sean considerados penalmente una violación. El Ministro portavoz del Gobierno anunció una reforma del Código Penal para revisar las penas de estas conductas. La revisión será bienvenida, sobre todo si se revisan no solo las penas (no se trata de castigar siempre más y más ):

por el contrario, si se afina la tipificación de unas conductas cuya pena depende de la concurrencia de una serie de elementos comisivos –como la violencia, la intimidación, la falta de consentimiento, el prevalimiento o el engaño- que en otras infracciones crimina- les -la trata de seres humanos, en el art. 177 bis, o la prostitución, en el art. 187- ya están equiparadas, y con ella, su valoración social, mientras que en los delitos contra la libertad sexual siguen escalonando la intensidad de la respuesta punitiva: en estos momentos se trabaja en una reforma del Código penal que evite que el peso de la investigación recaiga sobre la víctima, revictimizándola (“Un grupo de catedráticas”, 2018).

En este sentido debe recordarse que el delito de violación ha sufrido grandes reformas centradas en los concretos actos de contenido sexual practicados, lo que ha derivado a su vez en giros en torno a quiénes pueden ser sujetos activos y pasivos, así como en las consecuencias jurídicas a imponerle al autor. Hoy es constitutivo de “violación” el acceso carnal por vía vaginal, anal o bucal o la introducción de objetos por alguna de las dos primeras vías con violencia o intimidación. De esta forma, después de una larga evolución legislativa parece existir consenso en aceptar que son actos de la misma gravedad el acceso carnal ya sea con un pene, con otro miembro corporal (accesos digitales o linguales) o con un objeto que lo emule, pues, en esencia, lo que se castiga es el atentado contra la capacidad de decirse en materia sexual (Acale, 2006).

En cualquier caso, desde que la reforma operada a través de la LO 5/2010 viniera a describir los actos sexuales que entraban dentro del tipo de violación y que, por ende, dejaban de formar parte del tipo básico, estos han permanecido inalterados.

Por esto ha pasado desapercibida la entidad de los elementos que han de acompañar al concreto acto de contenido sexual para que sea considerado delito de agresión sexual: la violencia (más antiguamente, la “fuerza”) o la intimidación, de forma que el resto de medios comisivos criminalizados por nuestro Código Penal (la falta de consentimiento, el prevalimiento de una situación de superioridad, el engaño) determinan la imposición de penas inferiores.

Lo que sí es cierto es que frente a la exigencia histórica de una feroz resistencia por parte de la víctima, hoy la jurisprudencia admite la existencia de la violencia o intimidación, aunque la víctima decida no seguir oponiéndose activamente al comportamiento sexual del autor para no poner en peligro su vida. Eso no significa que la víctima consienta el acto sexual, pues lo cierto es que puede estar oponiéndose “pasivamente”. Entre otros muchos, puede verse el caso reflejado en la STS 228/2007, de 14 de marzo [TOL 1.053.730], en la que previa la realización de violencia, la víctima “pese a la reiteración de su negativa, se colocó sobre su cuerpo y, mientras la citada Natalia permanecía paralizada por el miedo, la penetró vaginalmente”10.

Tampoco han existido problemas por parte de la jurisprudencia para admitir la intimidación ambiental. Esta modalidad de intimidación que tiene un lugar expreso en nuestro Código Penal como una de las modalidades de acoso sexual (art. 184.1) o en el mismo delito de grooming del art. 183 ter-, en el delito de violación ha sido construida por la jurisprudencia del Tribunal Supremo para considerar cooperadores necesarios a los sujetos que, con su sola presencia física y consciencia del acto sexual que está realizando otra persona,

coadyuvan en el incremento de un ambiente intimidatorio, reforzando la situación de desamparo de la víctima y haciendo nulo cualquier intento de defensa que bien pudiera haberse activado caso de no concurrir dichos agresores, de forma que con ese mero “estar” construyen ya esa intimidación ambiental (SSTS 2 de febrero de 1998 [TOL 5.140.991], 28 de junio de 1999 [TOL 5.156.292]. de junio de 1999 de junio de 1999 [TOL 5.150.856], así como de 23 de diciembre de 1999 [TOL 5.156.292].

Como puede comprenderse, el hecho de que no existan vías sencillas para probar la violencia o la intimidación determina que en muchas ocasiones se revictimice a la víctima pues la prueba sobre su falta de consentimiento se busca en su comportamiento, más que en el comportamiento del autor o en la objetividad de los hechos, en la medida en que si no se prueba la existencia de esos medios comisivos, entonces es aplicable el delito de abuso sexual, que está castigado con una pena inferior en el art. 181. En otras palabras: poner el acento en la falta de consentimiento de la víctima no debe hacerse sin ofrecer al aplicador del derecho datos en los que esa falta de consentimiento se materialice, que es lo que ocurre cuando se llevan a cabo actos de contenido sexual, por ejemplo, con violencia, con intimidación, abusando de una situación de superioridad, de necesidad o de vulnerabilidad de la víctima. Equilibrando de esta forma la respuesta penal, se evitará la vulneración del principio de legalidad y la revictimización de la víctima, en la medida en que si no se pudiera probar fácilmente la violencia o la intimidación, todavía sería posible probar de una forma menos traumática la existencia de una situación de prevalimiento objetivo y/o subjetivo, evitando técnicas invasivas de la privacidad. En definitiva, más que la singular prueba del elemento preciso usado por el autor para realizar el acto de contenido sexual, lo que debería ser objeto de prueba es que ese acto se llevó a cabo sin voluntad por parte de la víctima.

En análisis de derecho comparado que en este momento se está realizando nos permite comprobar que el problema examinado en la legislación penal española, se solventa con facilidad en Colombia en el art. 18 de la Ley 1.719 de 18 de junio de 2014 sobre medidas para garantizar el acceso a la justicia de las víctimas de violencia sexual, que se refiere a una serie de recomendaciones en el ámbito de obtención, práctica y examen de las pruebas y afirma que “el consentimiento no podrá inferirse de ninguna palabra, gesto o conducta de la víctima cuando este no sea voluntario y libre”; así como tampoco “podrá inferirse del silencio o de la falta de resistencia de la víctima a la violencia sexual” (European Institute for Gender Equality, 2017). Se trata de disposiciones que sin duda van en la línea de evitar la revictimización.

5. Tratamiento de la violencia sexista en Colombia

5.1. Las leyes contra la violencia de género colombianas

El mero intento de abordar la legislación colombiana para hacer frente a la violencia de género es complejo, en la medida en que desde que en 1996 se aprobara la Ley 294 por la que se desarrolla el art. 42 de la Constitución y se dictan normas para prevenir, re mediar y sancionar la violencia intrafamiliar, hasta la actualidad el Código penal ha sufrido sucesivas reformas a través de la Ley 1.257 de 4 de diciembre de 2008, por la que se dictan normas de sensibilización, prevención y sanción de formas de violencia y discriminación contra las mujeres, la Ley 1.719 de 18 de julio de 2014, de modificación del Código penal y se adoptan medidas para garantizar el acceso a la justicia de las víctimas de la violencia sexual, en especial la violencia sexual con ocasión del conflicto armado, la Ley 1.761 de 6 de julio de 2015, por la que se crea el feminicidio

como delito autónomo (Rosa Elvira Cely) y la más reciente Ley 1.773 de 6 de enero de 2016, por medio de la cual se crea el art. 116ª, se modifican los arts. 68ª, 104, 113, 359 y 374 de la Ley 599 de 2000 y se modifica el art. 315 de la Ley 906 de 2004, (Natalia Ponce de León)

5.1.1 La Ley 1.257

El 4 de diciembre de 2008 Colombia procedió a aprobar la Ley 1.257, por la que se dictan normas de sensibilización, prevención y sanción de formas de violencia y discriminación contra las mujeres, que tiene como objetivo “garantizar para todas las mujeres una vida libre de violencia, tanto en el ámbito público como en el privado, el ejercicio de los derechos reconocidos en el ordenamiento jurídico interno e internacional, el acceso a los procedimientos administrativos y judiciales para su protección y atención, y la adopción de las políticas públicas necesarias para su realización”. Es una ley muy similar a la LO 1/2004 española y como en ella, allí se pueden encontrar definiciones de las distintas modalidades de violencia, los derechos de los que son titulares las víctimas, las medidas de sensibilización y de protección que han de adoptar las distintas administraciones públicas, así como un último capítulo que reforma el Código Penal en varios delitos. De ella afirman Urquijo Tejada y Cadavid Quintero (2015) que se trata de un ejemplo de la “vocación de temporalidad” que han tenido las sucesivas leyes colombianas, que han ido siendo aprobadas “por razones puramente coyunturales”.

La comprensión de la envergadura de la ley pasa por analizar someramente la definición de “violencia contra la mujer” del art. 2, en vir tud de la cual “se entiende cualquier acción u omisión, que le cause muerte, daño o sufri miento físico, sexual, psicológico, económico o patrimonial por su condición de mujer, así como las amenazas de tales actos, la coacción

o la privación arbitraria de la libertad, bien se presente en el ámbito público o en el privado”. Se trata de una definición muy cercana a la de la IV Conferencia de Naciones Unidas contra la mujer de 1995, en la que por tanto se incluyen los actos de violencia doméstica de género, pero también otras modalidades que nada tienen que ver con la familia.

Como puede comprobarse, y al igual que ocurría en la Convención Interamericana de Belém Do Pará, el legislador colombiano pone el acento en el hecho de que el autor de la violencia contra la mujer por razón de su género actúa con un carácter punitivista: esto es, somete a distintos actos de violencia a la mujer por ser mujer. Y dentro del conjunto de actos se identifican con nombre propio los de naturaleza sexual, ya se produzcan en el ámbito público como en el ámbito privado. De esta forma, se amplían considerablemente los actos sexuales constitutivos de violencia de género pues entran además de los que se producen en el ámbito doméstico, aquellos otros que tienen lugar en otros contextos, como son los de acoso sexual y acoso sexista. Todas las víctimas de todas estas modalidades de violencia de género tienen reconocido los mismos derechos.

Las modificaciones del Código Penal llevadas a cabo afectan al catálogo de penas —al in cluir las prohibiciones de aproximación y de comunicación con la víctima— y a la parte es pecial, que se vio afectada en una pluralidad de delitos en los que, sin embargo, con la ex cepción de la conducta castigada en el art.135, se omitió hacer referencia expresa al sexo de los sujetos activos y pasivos, y sí a la relación que debe existir entre ambos. En este senti do, los arts. 170. 211, 216 y 230 se refieren indis criminadamente al “cónyuge o compañera o compañero permanente, o contra cualquier persona que de manera permanentemente se hallare integrada a la unidad doméstica…”.

A pesar de la equiparación legal, una interpretación sistemática de estos preceptos conduce a afirmar que se trata de mujeres, porque esa es la finalidad de la ley que los ha llevado al Código penal: dictar normas de sensibilización, prevención y sanción de formas de violencia o discriminación “contra las mujeres”.

En este contexto de invisibilización del sexo de los sujetos, la referencia expresa en el art. 135 a la agravación de pena prevista en el delito de homicidio dentro de los delitos contra las personas y bienes protegidos por el Derecho internacional Humanitario “cuando se cometiere contra una mujer por el hecho de ser mujer” plantea problemas interpretativos. De la redacción del precepto se deduce que se trata de amparar en particular a personas especialmente protegidas por los Convenios internacionales sobre derecho humanitario. A estos efectos, el artículo 135 señala quienes son esas personas a las que esa normativa protege de forma expresa: “los integrantes de la población civil”; “las personas que no participan en hostilidades y los civiles en poder de la parte adversa”; “los heridos, enfermos o náufragos puestos fuera de combate”; “el personal sanitario o religioso”; “los periodistas en misión o corresponsales de guerra acreditados”; “los combatientes que hayan depuesto las armas por captura, rendición u otra causa análoga”; “quienes antes del comienzo de las hostilidades fueren considerados como apátridas o refugiados”; así como “cualquier otra persona que tenga aquella condición en virtud de los Convenios I, II, III y IV de Ginebra de 1949 y los Protocolos Adicionales I y II de 1977 y otros que llegaren a ratificarse”. Basta tener en consideración que entre las personas integrantes de la población civil, entre las que no participan en hostilidades y los civiles en poder de la otra parte, los heridos, el personal sanitario, periodistas, combatientes, apátridas o refugiados así como en el resto de

personas protegidas en atención a la normativa internacional, hay tanto hombres como mujeres, por lo que o la inclusión expresa de las mujeres en este punto carece de sentido, o se hace con la intención expresa de imponer mayor pena en los casos de homicidio de mujeres no protegidas especialmente por el derecho humanitario si se causa su muerte “por el hecho de ser mujer”. De ser así, se trata de una figura delictiva que quizás no debiera ubicarse dentro del delito de homicidio de las personas especialmente protegidas. Lo que más sorprende de esta ley es que viniendo a garantizar a las mujeres el derecho a vivir una vida libre de violencia, se olvide de otras formas de violencia de género de menor intensidad, pero sin duda alguna mucho más frecuentes que estas: es decir, se olvide de las víctimas de la violencia doméstica de género.

5.1.2 La Ley 1.719

Más tarde vio la luz la Ley 1.719 de 18 de junio de 2014, por la cual se modifican algunos artículos de las leyes 599 de 2000, 906 del 2004 y se adoptan medidas para garantizar el acceso a la justicia de las víctimas de violencia sexual, en especial la violencia sexual con ocasión del conflicto armado. Para comprender este marco normativo hay que tener en consideración la realidad que ha vivido Colombia, azotada durante años por un grave conflicto armado que ha provocado muchas muertes y que ha causado muchas muertes de mujeres también, al margen ya de la utilización de estas como verdaderas esclavas sexuales (Moreyra, 2017). Según la Campaña “Violaciones y otras violencias: Saquen Mi Cuerpo de la Guerra”11 “los grupos de mujeres que recopilan y analizan datos sobre violencia sexual relacionada con el conflicto, coinciden con las conclusiones de la Corte Constitucional de Colombia de que se trata de un crimen perpetrado por todos los actores armados y que es “una práctica habitual, extensa, sistemática e invisible” (ABColombia, 2012).

En este sentido, su artículo 1º declara como objeto de la ley “la adopción de medidas para garantizar el derecho de acceso a la justicia de las víctimas de violencia sexual, en especial de la violencia sexual asociada al conflicto armado interno. Estas medidas buscan atender de manera prioritaria las necesidades de las mujeres, niñas, niños y adolescentes víctimas”. Con esta declaración de principios, se evita posteriormente hacer ninguna distinción en cuando al sexo de los sujetos pasivos de los tipos penales que son objeto de reforma, que son muchos12.

Afirmar que la ley persigue de manera “prioritaria” atender las necesidades de mujeres, niñas, niños y adolescentes víctimas, no es lo mismo que hacerlo de manera “exclusiva”. Se da la circunstancia de que si se analiza el conjunto de reformas del Código Penal que lleva a cabo, no se hace referencia expresa a mujeres, niñas, niños y adolescentes, sino que se hace mención a “persona protegida”. Es más, incluso cuando se castiga las conductas de embarazo o aborto forzado, de las que por mera fisiología solo puede ser sujeto pasivo una mujer, se hace referencia a una “persona protegida” como sujeto pasivo. Hay que entender, por tanto, que no se trata de tipos penales sexuados, aunque sin duda alguna han venido a hacer frente a la violencia sexual sufrida en el ámbito del conflicto armado colombiano por parte de niñas y mujeres13.

El silencio en torno al sexo de las víctimas en las reformas operadas del Código Penal no significa que el conjunto de la ley silencie también este dato. En efecto, el art. 22.1 dentro de las medidas de protección establece que

"Se presume la vulnerabilidad acentuada de las víctimas de violencia sexual con ocasión del conflicto armado, el riesgo de sufrir nuevas agresiones que afecten su seguridad personal y su integridad física, y la existencia de riesgos desproporcionados de violencia sexual de las mujeres colombianas en el conflicto armado”. En el número 2 se establece la necesidad de que “los programas de protección deberán incorporar un enfoque de Derechos Humanos hacia las mujeres, generacional y étnico”, así como en su número 5 establece que “cuando las medidas de protección se adopten a favor de mujeres defensoras de derechos humanos, su implementación deberá contribuir además al fortalecimiento de su derecho a la participación, sus procesos organizativos y su labor de defensa de los derechos humanos”. También se hacen referencias expresas a las mujeres dentro de las previsiones sobre el sistema unificado de información sobre violen cia sexual del art. 31.

Como es sabido, los recientes Acuerdos de Paz firmados entre el Gobierno Colombiano y la guerrilla, han puesto en marcha la “jurisdicción especial para la paz”. En su interior no se hacía ninguna mención expresa ni a las mujeres víctimas de la violencia sexual durante el conflicto, ni a los delitos de contenido sexual. De este doble dato caben hacer dos lecturas: de la mano de la primera, habría que concluir la invisibilización de la violencia sexual que tan visiblemente se ha cebado durante los años del conflicto con las mujeres colombianas (niñas, adolescentes y adultas); pero también puede interpretarse en el sentido de que al no haberse hecho mención expresa de ella, no podrán ser objeto de indulto, lo que ha de ser bien recibido porque en cualquier caso se trata de delitos que en puridad de principios nada tienen que ver con el “conflicto armado"

sino con la superioridad de la que se han visto investidos los hombres, agrupados y armados en sus correspondientes bandos, que han sometido a las mujeres a servidumbres de carácter sexual para la satisfacción de sus necesidades sexuales. En este sentido, el punto

3.1 planteaba qué delitos se van a amnistiar o indultar, estableciendo que “de ninguna manera podrán considerarse delitos conexos” a los delitos políticos que podrán ser objetos de amnistía o indulto “los crímenes de lesa humanidad, el genocidio ni los graves crímenes de guerra, entre otros delitos graves”, entre los que sin duda alguna se encuentran los delitos de contenido sexual: basta leer la definición de delitos de lesa humanidad del artículo 7º del Tratado de la Corte Penal Internacional14 .

5.1.3 La Ley 1.761

La asexualización de la letra de la ley penal colombiana se rompe en el delito de feminicidio en el que el elemento esencial del tipo es el sexo del sujeto pasivo (Lagarde & de los Ríos, 2006). En efecto, la Ley 1.257 del 2008, modifica el art. 104.11 del Código Penal en el que incorporó un tipo agravado de homicidio cuando “se cometiese contra una mujer por el hecho de serlo”. Pero con posterioridad ha visto la luz la Ley 1.761 de 6 de julio del 2015, por la cual se crea el tipo penal de feminicidio como delito autónomo (Rosa Elvira Cely). El hecho de que en cuestión de 6 o 7 años el legislador colombiano se haya planteado en primer lugar castigar de forma expresa la muerte de mujeres, para posteriormente replantearse su opción de considerarlo una forma agravada de homicidio para convertirlo en un tipo penal autónomo, viene a poner de manifiesto su preocupación por este grave fenómeno criminal cuya ocurrencia en este país es especialmente alarmante. En efecto, en Colombia durante el año 2015

-en el que esta figura delictiva llegó al Código- murieron un total de 1.460 mujeres, o lo que es lo mismo, cuatro mujeres diariamente, lo que refleja una tasa de muertas de 0,29, de las más elevadas del mundo.

En este sentido, el art. 1 de la Ley 1.761 señala que se procede a tipificar como delito autónomo el delito de feminicidio “para garantizar la investigación y sanción de las violencias contra las mujeres por motivos de género y discriminación, así como prevenir y erradicar dichas violencias y adoptar estrategias de sensibilización de la sociedad colombiana, en orden a garantizar el acceso de las mujeres a una vida libre de violencias que favorezca su desarrollo integral y su bienestar, de acuerdo con los principios de igualdad y no discriminación”. A pesar de lo tajante que se muestra el legislador con esta afirmación, lo cierto es que con el castigo del delito de feminicidio como delito autónomo, sin más, no se “garantiza” la investigación ni la sanción de estas muertes, ni per se, se “previene” ni “erradican” esas conductas, aunque eso sí es cierto, es una buena estrategia de “sensibilización de la sociedad”. Tampoco es cierto que todo ello se haga para garantizar el acceso de las mujeres a una vida libre de violencias porque la consideración como tipo agravado también lo alcanzaba. Lo que viene a garantizar la persecución e investigación del delito de feminicidio es el resto de disposiciones de la Ley 1.761 que establecen previsiones muy concretas con respecto a las actuaciones jurisdiccionales para investigar y juzgar esos delitos, imponiendo de forma expresa la obligación de investigarlos, poniendo con ello de manifiesto que si en Colombia la muerte de mujeres es un grave problema, lo es no solo por el elevado número de casos, sino por la falta de la administración de justicia en la investigación y detención de sus autores.

Esto es tanto como afirmar que si el delito de feminicidio siguiera siendo un tipo agravado del homicidio, su persecución sería inferior a la que se persigue con la creación del tipo autónomo. Este dato viene a reflejar una peligrosa normalización base de la muerte de mujeres.

El delito de feminicidio se ha incluido detrás de los tipos agravados de homicidio, con lo que simbólicamente se pone de manifiesto que se trata de un delito especial de homicidio en el que se impone pena superior en atención al sexo de la víctima y a la concurrencia de una serie de “circunstancias” que tienen que pro ducirse antes o simultáneamente al acto mismo de causar la muerte, no con posterioridad.

A la vista de la pena correspondiente, puede compartirse la sorpresa que despierta el he cho de que el delito de homicidio agravado esté castigado con una pena más grave que la del feminicidio simple15, al margen ya de causar graves concursos de normas: así por ejemplo, se considera homicidio agravado castigado con la pena de prisión de 400 a 600 meses la muerte de “cónyuges o compañeros permanentes; en el padre y la madre de familia, aunque no convivan en un mismo hogar, en los ascendientes o descendientes de los anteriores y los hijos adoptivos; y en todas las demás personas que de manera permanente

se hallaren integradas a la unidad doméstica”, mientras que es constitutivo de feminicidio castigado con pena de prisión de 250 a 500 meses a quien “causare la muerte a una mujer, por su condición de ser mujer o por motivos de su identidad de género”. Como se observa, la muerte de la esposa podría castigarse o como homicidio agravado o como feminicidio simple: el hecho de que en el primer caso se le imponga pena superior, hace que carezca de sentido la tipificación expresa del feminicidio, más allá de las obligaciones de carácter procesal que establece la Ley 1.761 y que podían haberse dispuesto en atención a las modalidades agravadas de homicidios. En este sentido, si bien cuando se analizan los delitos de feminicidio en Perú o Chile se constata que se trata de una tipificación meramente simbólica por- que imponen la misma pena que le correspondería al autor si se le castigara por el homicidio común; y en México, Costa Rica, Guatemala o El Salvador (Acale, 2018b), con la tipificación expresa se persigue imponer mayor pena, en Colombia se causa el efecto de atenuar la responsabilidad, al imponer pena inferior que la que le corresponde al autor de un homicidio agravado, por lo que surgen dudas sobre la necesidad de la tipificación expresa, porque con ello lo único que se ha conseguido es imponer pena ligeramente inferior al autor16.

El tiempo aún insuficiente transcurrido desde la entrada en vigor de la Ley 1.761 impide en este momento calibrar sus repercusiones tanto en el ámbito de la prevención como en el del castigo. Habrá que estar pendientes de los pronunciamientos jurisprudenciales.

5.1.4 La Ley 1.773

La última de las reformas penales llevadas a cabo para sancionar una forma específica de violencia de género es la operada por la Ley 1.773 de 6 de enero de 2016, más conocida como Ley Natalia Ponce de León, una joven colombiana que tras sufrir un asalto con ácido por un desconocido, sufrió lesiones muy graves que además del atentado a su integridad física, le desfiguraron el rostro: es más, son lesiones que tienen como finalidad más allá del atentado contra la integridad física o la salud, desfigurar a las víctimas. Se trató de un caso que tuvo mucho eco en la prensa (Cosoy, 2016), que transmite con frecuencia datos de ataques con ácido contra mujeres, en un número tan elevado que hace que Colombia se sitúe junto a países alejados geográfica y culturalmente como son India, Pakistán y Bangladesh (Carvajal, 2018).

Se trata de una ley de la que es interesante resaltar el hecho de que, aunque tiene la finalidad de hacer frente a la violencia de género, para atajar unos atentados que se producen en Colombia en un elevado número, no sexualiza la letra de la ley en ningún momento, aunque se entienda que sujeto pasivo de esas lesiones es una mujer y sujeto activo es un hombre.

Sigue pues el legislador colombiano silenciando en el ámbito de penal el sexo de los sujetos activos y pasivos, a pesar de que se trate de hacer frente a un fenómeno criminal cuya finalidad no es otra que luchar contra los ataques con ácido que sufren las mujeres a manos de los hombres que persiguen, desfigurando sus rostros, que las víctimas “se oculten” a la sociedad, desaparezcan de la vida pública.

En el fondo se trata de una violencia que deja ver las profundas convicciones machistas de sus autores, pues con estos hechos ponen de manifiesto la concepción que tienen de las mujeres, a las que miran no como personas, sino como muñecas hinchables u objetos de placer masculino y al dirigir dichas sustancias a las partes más visibles de sus cuerpos persiguen “anular” su valor, que identifican exclusivamente con un valor estético.

6. La sensibilización como mecanismo de prevención general de la violencia de género

La lucha contra la violencia que sufren las mujeres por el hecho de serlo tiene como primer objetivo la eliminación del ordenamiento jurídico de los vestigios del derecho penal que se ha convertido durante años en el brazo armado del patriarcado. De ahí que deban ser bienvenidas las leyes del cambio.

Con todo, por muchas reformas legales que se lleven a cabo, si a la vez no “madura” la interpretación de las mismas por parte de los aplicadores del derecho desde una perspectiva de género, no será posible que aquellas normas igualitarias que remueven los obstáculos que la igualdad de hombres y mujeres sea efectiva, den de sí todo lo que de ellas se espera. A esto se refiere específicamente el art. 11 de la Ley 1.761 de 6 de julio colombiana, que al tiempo que incorporó al Código penal el delito de feminicidio, se detenía en la formación de género, Derechos humanos o Derecho internacional Humanitario de los servidores

públicos, incluyendo la rama ejecutiva o judicial “en cualquiera de los órdenes que tengan funciones o competencias en la prevención, investigación, judicialización, sanción y reparación de todas las formas de violencia contra las mujeres”, que según establece “deberán recibir formación en género, Derechos humanos y Derecho Internacional Humanitario, en los procesos de inducción y reinducción en los que deban participar de acuerdo con las normas que regulen sus respectivos empleos”. En la misma línea incide el art. 21 de la Ley 1.719 de 18 de junio de 2014, cuando crea los comités técnicos-jurídicos de la Fiscalía General de la Nación para la investigación de violencia sexual cuyo objeto es el de “realizar el análisis, monitoreo y definición de técnicas y estrategias de investigación con perspectiva de género y diferencial”.

En este sentido, los ecos y reflujos del Caso de La Manada en España han dado lugar a que el Gobierno apueste por la formación de los miembros del Poder Judicial. Debe tenerse en consideración que, a pesar de que la LO- PIVG creó los Juzgados especializados en violencia sobre la mujer, su puesta en marcha no ha impedido que hayan seguido conociéndose pronunciamientos judiciales en los que se omite un mínimo acercamiento al caso desde la perspectiva holística del género.

En efecto, con un elevado efecto simbólico, la primera iniciativa parlamentaria que ha teni do el Gobierno de España que preside Pedro Sánchez ha sido una propuesta de reforma de la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial (LOPJ) en materia de formación judi cial que sin duda alguna debe ser bienvenida, dada la finalidad que se propone al afrontar uno de los flancos más difíciles para atajar la violencia de género: el de la formación de los miembros del Poder Judicial para enfrentar con éxito los asuntos relacionados con la violencia de género, que es sabido que es una

modalidad de violencia muy difícil de abarcar porque en muchos casos su contorno no está nítidamente definido, y sus características se pierden entre matices, sombras y perfiles aparentemente secundarios a los que no siempre se les presta la atención debida por falta de conocimiento del propio fenómeno de referencia, aunque sea precisamente la suma de esos matices, sombras y perfiles los que la definan (Acale 2018a).

Es –además- un problema que requiere una solución urgente, dada la revictimización que sufre la víctima cuando, tras interponer la denuncia de la violencia de género que padece, llega a manos de tribunales que desconocen las características del calvario que está sufriendo, de los motivos por los cuales no ha denunciado hasta este momento y -por qué no- de los motivos por los cuales quiere volver junto a su agresor una vez termine con el trámite de interposición de la denuncia. Se trata de una cuestión que una vez que se aborde coherentemente, coadyuvará a que disminuya la cifra negra de criminalidad, porque muchas víctimas se sentirán mejor tratadas y mejor acompañadas por el aparato judicial y se animarán a interponer la denuncia antes, disminuyendo así el riesgo de que su agresor vuelva en posteriores episodios a poner en jaque su vida. Si la opinión que perciben las víctimas es la contraria, esto es, la de un Poder Judicial que no se sensibiliza con el fenómeno criminal que sufre, muy probablemente optarán por no denunciar, poniéndose a sí mis mas en una situación de mayor peligro. Por tanto, la Propuesta de Ley Orgánica analizada tiene la virtualidad de evitar el efecto boomerang de la violencia de género mal tratada para otras víctimas. Esto con independencia de que la formación de jueces y juezas es una cuestión que debe ser abordada por el Consejo General del Poder Judicial con cuidado y con respeto ante la independencia del Poder Judicial.

No obstante la oportunidad de la propuesta, debe resaltarse que quizás, está desenfocada, en el sentido de que no se trata ya -o no se trata solo- de ahondar en la formación en derecho discriminatorio, sino en fomentar capacidades, habilidades y destrezas no traba- jadas hasta este momento en su formación judicial (por ejemplo, a la hora de motivar una sentencia). Los principios generales del derecho ya nos indican que el conocimiento del derecho se presume que lo tienen los juzga- dos y tribunales: da mihi factum, dabo tibi ius. Basta pensar, por otra parte, en el hecho de que el art. 447 CP castiga al juez o magistrado que por imprudencia grave o ignorancia inexcusable dictara sentencia o resolución manifiestamente injusta: no se trata de ampliar el temario de las oposiciones, sino de desarrollar una aptitud judicial de género para afrontar estos casos. En efecto, desde el mismo art. 1 LOPJ se pone de manifiesto ya que “la justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey por Jueces y Magistrados integrantes del Poder Judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente a la Constitución y al imperio de la ley”. Por tanto, el conocimiento de la ley es presupuesto para el acceso a la carrera judicial, no requisito que pueda condicionar el destino específico del magistrado o magistrada de que se trate. Por ello, no se entiende bien que la Propuesta presentada se centre fundamentalmente en incidir en adquirir “conocimientos en materia de derecho antidiscriminatorio”: ¿acaso hoy se puede ser miembro de la carrera judicial desconociendo la LOI o la LOPIVG?

Dando por hecho, por tanto, que se debe presumir el conocimiento del derecho, el problema que verdaderamente debe solucionarse, como se puso de manifiesto en el Pacto de Estado contra la violencia de género, es que al día de hoy hay jueces y juezas que conocen perfectamente el derecho antidiscriminato rio español, y sin embargo eso no garantiza que, al dictar una sentencia, lleven a cabo un abordaje holístico de género del caso. Por eso, parece que la reforma que precisa la Ley Orgánica del Poder Judicial debe ir en la línea de subrayar que entre las competencias que hay que potenciar que adquieran los jueces y las juezas en la Escuela de Capacitación Judicial se encuentra, en primer lugar, la capacidad de aplicar los conocimientos teóricos de derecho discriminatorio a la solución de casos reales, porque muchas veces los perfiles esenciales de la violencia de referencia están soterrados parcialmente; identificar el género como un factor primario de discriminación; y diseñar estrategias judiciales de interpretación de las normas y los hechos conducentes a eliminar la discriminación hacia la mujer por razón de género (desterrando presunciones que no aclaran los hechos cometidos por el autor, sino que ahondan en la intimidad de la víctima). Con aquel conocimiento y con estas competencias, la formación judicial debe ir dirigida a fomentar habilidades que desarrollen la empatía con la víctima y la objetividad simultáneamente con el agresor: no se trata ya de que nuestros tribunales pierdan la objetividad cuando se enfrentan a un caso de violencia de género, mostrándose más o menos abiertamente partidarios de la víctima; lo que se echa en falta es una empatía hacia la víctima sin perder esa objetividad hacia el agresor, lo que es tanto como afirmar que el Poder judicial debe actuar alejado de una jurisprudencia en contra el autor (coho nesta con el reprochable Derecho penal del enemigo) y a favor de la víctima (de la mano del también reprochable Derecho penal de la víctima).

En cualquier caso, la formación específica en materia de género debe permitir al juez o a la jueza motivar una sentencia abarcando la pluralidad de matices que ofrecen la tipicidad, la antijuricidad, la culpabilidad y la punibilidad. A su vez, debe desarrollarse la

habilidad de disección del delito desde una perspectiva de una teoría del delito de género con una evidente capacidad de análisis teórico y de revisión crítica con la finalidad de llegar a conocer los factores que determinan que las mujeres sean víctimas de estos delitos para aplicar posteriormente las teorías preventivas de la criminalidad. De no ser así, se estarán desperdiciando los recursos que proporciona la dogmática para luchar contra la violencia de género.

Pero por muchas reformas que se lleven a cabo, no será posible luchar contra los atentados a la libertad sexual que sufren desproporcionadamente las niñas y las mujeres si simultáneamente no se ponen en marcha medidas y políticas no penales que tiendan a concienciar a los hombres sobre la capacidad de las mujeres para determinarse en materia sexual. A estas medidas se refiere expresamente la Ley colombiana 1.761 de 6 de julio que introdujo en el Código el feminicidio, al señalar en el art. 10 la inclusión de la “perspectiva de género en la educación prescolar, básica y media”, prestado especial atención a la puesta en marcha de “proyectos pedagógicos transversales basados en principios de interdisciplinariedad, intersectorialidad, e interinstitucionalidad sin vulnerar al ideario religioso o ético de las instituciones educativas, así como el derecho de los padres a elegir la educación moral y religiosa de sus hijos”. En esta tarea deben involucrarse toda la sociedad y todos los estamentos sociales. Por ejemplo, tras la sentencia del caso de la Ma nada, sus familiares, amistades y personas conocidas del barrio siguen insistiendo en que son unos hijos, maridos, hermanos, amigos y compañeros ejemplares. Ya es hora de que se dejen de encubrir socialmente estas conductas y a estos autores, de que se haga sentir a los condenados el rechazo social hacia la violencia sexual contra las mujeres, porque se trata de la forma de violencia de género más

primaria: el discurso masculino en torno al uso del cuerpo de las mujeres como objetos de placer ajeno.

De esa amnesia social participan también los operadores jurídicos. Basta recordar el alegato final de uno de los abogados intervinientes en el proceso seguido contra los miembros de la Manada, momento que aprovechó para decir que los hoy condenados por abuso “no son modelo de nada, incluso pueden ser ver- daderos imbéciles, con comportamientos en sus mensajes patanes y primarios, interesados por el fútbol, la pertenencia al grupo y mantener relaciones sexuales con muchas mujeres. Pero también son buenos hijos”. LOOFBOUROW (2017) ha analizado los casos de acoso sexual en Hollywood en un excelente trabajo titulado “The myth of the male bulbler” (Ramírez, 2014): “la primera etapa de este fenómeno será siempre caracterizar a los hombres acusados como excepciones, como manzanas podridas… Pero la segunda es la que cada uno intentará naturalizar el acoso sexual. Si hay hombres que hacen estas cosas, ¡entonces seguramente es que los hombres son así! Este argumento llegará. Hay una conclusión que se sobreentiende: ellos no pueden ayudarse a sí mismos. Ellos son torpes”. Frente a este tipo de argumentos parece que no hay Derecho penal que valga, porque no se puede castigar lo inevitable e irremediable. Parece que da a entender que la torpeza masculina puede hacerles perdonar esa orgia.

Desmontar el mito del hombre torpe pasa por reconocer la existencia en una parte de nuestra sociedad de una especie de machismo medular que todo lo desenfoca, lo tergiversa e impide valorar en su completa intensidad la gravedad de estos atentados, de forma que se huya de la trivialización y de la normalización; esta es una tarea que incumbe a toda la sociedad y que reclama la participación de todos y de todas:

Especialmente de los centros educativos y de los medios de comunicación, que pongan en marcha campañas de educación no discriminadoras basadas en el principio de co-educación, que se dirijan singularmente a los sectores de nuestra sociedad que en tantas ocasiones demuestran su mala educación. Si no es así, difícilmente podrá más tarde el Derecho penal hacer otra cosa que no sea imponer más y más penas.

7. Reflexiones finales

Como se decía al inicio, los estudios de dere cho comparado amplían el campo de visión de las soluciones adoptadas en otros países para hacer frente a los problemas propios.

Desde esta perspectiva, podemos concluir que España y Colombia soportan índices de violencia de género conocida intolerables para sus sistemas democráticos de referencia. En ambos países, esa violencia tiene el sustento común de la discriminación hacia las mujeres, si bien en Colombia se perfila específicamente por el conflicto armado. Esta misma fundamentación debería determinar que todas las formas de violencia de género fueran reguladas en una misma ley, tal como sugieren la Convención de Belem do Pará, la Convención de Naciones Unidas de 1995 sobre violencia sobre la mujer y el Convenio de Estambul. Y en esta línea, España y Colombia están llamados a poner en orden sus ordenamientos: el primero para ampliar el concepto de violencia de género del art. 1 LOPIVG incluyendo aquellas modalidades de violencia que tienen lugar fuera de la familia, y el segundo para sistematizar en un mismo cuerpo normativo disposiciones que hoy están dispersas en cuatro17. Se lograría de esta forma una mayor prevención general.

Con todo, a pesar de contar ambos ordenamientos jurídicos con leyes integrales para luchar contra esa violencia, en el ámbito penal, se ha optado por modelos distintos, en la medida en que en el Código penal español se visibiliza expresamente el género de la víctima en los delitos de violencia de género que pudiéramos denominar de baja intensidad (es decir, aquellos en los que la víctima no muere), mientras que el Código penal colombiano visibiliza su género en los delitos contra la vida, al castigar de forma expresa el feminicidio. En este sentido, la mera selección de la técnica legislativa no es suficiente para poner fin a esta clase de violencia: a la vista está de que no ha sido suficiente para atajar en España la violencia de género de baja intensidad ni en Colombia la violencia feminicida. Por tanto, el hecho de que ni en España ni en Colombia se haya procedido a sexualizar la letra de los delitos contra la libertad sexual, por si mismo no es señal de abandono de esas víctimas: obedece a la simple decisión político criminal de no volver a sexualizar la letra de unos preceptos tan cargados de connotaciones morales históricamente.

Pero si se deja a un lado las figuras delictivas, parece que la preocupación más grande para ambos ordenamientos jurídicos debe ser la de evitar que esos casos se produzcan, no ya (o no solo) la de sancionar a los autores de los delitos ya cometidos, de ahí que la educación en valores de igualdad y no discriminación parezca el instrumento más idóneo para evitar esas muertes machistas.

Lejos de lo que podía parecer, esa educación no puede limitarse a las edades escolares, pues con independencia de la importancia que tiene empoderar las niñas y adolescentes en su propia dignidad personal, también los hombres y mujeres en la edad adulta deben replantearse sus estereotipos.

Solo así conseguiremos liberar a todas las mujeres de la opresión del machismo. Sí, en efecto, puede pensarse que con esta afirmación poco se aporta para acabar contra la violencia de género y sin embargo, es la expresión más holística que nos permite concluir este trabajo en el que se ha intentado poner en valor la gratuidad de una violencia cuyas raíces son profundas.

Referencias

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