Dosier
Recepción: 15 Octubre 2023
Aprobación: 12 Diciembre 2023
Publicación: 01 Enero 2024
Resumen: El presente artículo parte de la idea que la materialidad de lo transmitido es mayor que lo únicamente impreso y que los actores sociales transmiten y resignifican distintas nociones del poder. En este sentido, lo político no puede concebirse exclusivamente por lo institucional sino como algo de construcción colectiva. De esta manera, se analizará la circulación y materialidad de los conceptos escándalo y alboroto que en la Baja Edad Media aludían a personas que violaban el orden público.
Palabras clave: Materialidad, Poderes, Negociación, Orden, Sociabilidad.
Abstract: The starting point of this article is a dual assumption that, first, the materiality of that which is being transmitted is far superior to that which is printed and, second, that social actors transmit and give new meaning to different notions of power. Thus, politics cannot be conceived as exclusively institutional but as a collective construct. In this way, this paper shall analyse the circulation and materiality of the concepts of scandal and commotion which in the Late Middle Ages referred to those who broke the public order.
Keywords: Materiality, Powers, Negotiation, Order, Sociability.
Introducción
A partir de documentación municipal de tres cabildos del Imperio español del siglo XVI, este trabajo busca analizar el sentido con el que conceptos como alboroto y escándalo formaron parte de una retórica política de la dominación que buscaba transmitir quiénes mandaban y por qué. Como son términos que aparecen reiteradamente en las fuentes del período, tanto en España como en América, es claro que eran funcionalmente utilizados en denuncias y exposiciones públicas tanto por parte de las autoridades como de los vecinos. Esto permite inferir la dinámica discursiva que con el tiempo terminó por modificar el significado que se les atribuía en los concejos castellanos de la Baja Edad Media.
La materialidad de las palabras que servían al entramado de la comunicación política, configura un amplio campo de sentidos a partir del cual se divulgaban sistemas de ideas, cosmogonías y nociones de orden y de poder. Pero también habilitaba un espacio discursivo para generar mecanismos de resistencia y negociación.
En esta clave analítica es necesario partir de una definición de lo político que exceda la participación de los sujetos en los dispositivos institucionales reconocidos. Los cuerpos municipales y eclesiásticos, en tanto espacios de sociabilidad,1 son de interés ya que permiten observar la interacción de los discursos, muchas veces ficcionales, que aportaron herramientas para la toma de decisiones y la resolución de los conflictos. También es necesario considerar el carácter estamental de las sociedades del período porque esto determinaba la irradiación política en el espacio público de los vínculos y redes que las personas tejían en el día a día.
En Castilla bajomedieval era acusado de alborotador y escandaloso todo aquel que se atreviera individualmente a desafiar el status quo vigente y en especial, si lo actuado llegaba a ser por todos conocido. Resta conocer en qué medida, estos conceptos que tenían una larga trayectoria política en el viejo continente, circularon desde España hacia América y fueron utilizados para organizar las primeras formas de gobierno urbano. En este sentido, propongo rastrear resultados políticos concretos del uso de determinada retórica socialmente construida y sectorialmente apropiada, en dos realidades diferentes: en la villa de Albacete como caso testigo español y en las ciudades de México y Buenos Aires como casos testigos americanos. Dos realidades geográficamente distantes pero cultural y políticamente vinculadas.
Para lograr una respuesta de conjunto se debe ponderar una cuestión fundamental: la circulación de rumores y sobre todo, el momento en que esta información alcanzaba el espacio público para transformarse en información política. Esto condicionaba tanto la actuación de las autoridades civiles y religiosas que buscaban efectivizar el poder, como la de los sectores populares que buscaban generar mecanismos de resistencia y de negociación.
Vecinos y espacio público en Albacete bajomedieval
En enero de 1485 el Regimiento de la villa de Albacete, envuelto en una disputa con los mesoneros de la comarca, ordenó que se puniera con el destierro, un castigo ejemplar, a cualquier vecino que osara desafiarlo:
“Otrosí, este dicho dia los dichos ofiçiales, desta/ otra parte contenydos, dixeron que hordenauan/e hordenaron que qualquyer vesino de la villa/ que abogara o procurara contra el conçejo/della, e, si abogara o procurra, que sea/ desterrado de la villa e de sus termynos, tanto/ quanto sea voluntad del conçejo”2
En esta misma Ordenanza, también prohibieron a los mesoneros vender vino, pan y cebada. Al parecer, se trataba de una competencia desleal con los otros pobladores que tenían estas ventas permitidas. Sin embargo, lo que sigue en la Ordenanza explica lo nodal del conflicto con los mesoneros: también les prohibieron que acogiesen mujeres en sus mesones para servicio sexual, a causa de la denuncia hecha por los vecinos del concejo:
“[…] en los mesones de Diego de Alcaraz e de otros vecinos de la villa se alvergan e fasen/ mançebias mugeres del partido, e que ellos/tyenen casas pobladas, con sus mugeres,/ en aquellas comarcas de los dichos mesones,/ e están las malas mugeres juntas/ con las suyas, e que es muy desonesto/ e les vyene de ello gran mengua […[ que quales/quier, que non fagan mançebia saluo en el meson / de Ferrand Gonçalez”3
Al parecer, Albacete no escapaba a la tendencia general de los demás concejos del reino. Las cuestiones del honor y la moral pública eran una preocupación a principios del siglo XVI, al igual que la proliferación de habladurías y chismes. Los miembros del consistorio tuvieron que legislar en contra de vecinos que gestionaban las casas de citas, detrás de lo que podemos observar el peso político pero también ético y moral de lo rumoreado tanto pública como soterradamente.4
El escándalo público suscitado por el tema, parece reforzar el argumento de que funcionaban mecanismos de auto control y auto disciplinamiento entre los vecinos, en la medida en que aparecen en las resoluciones del municipio los nombres y apellidos de los denunciados. Así, tres años antes, en 1482, el concejo citó a varios testigos que, preocupados por la honorabilidad de la villa, también denunciaron la presencia de mujeres amancebadas que convivían con otras casadas en un mismo domicilio. No cuesta imaginar que el problema era la prostitución creciente que había encontrado nuevas formas de ejercicio. El servicio se había vuelto privado: las traían a las casas con el pretexto del servicio doméstico. Según los testigos y ante la eventual muerte en riña de algunos vecinoshabían grandes escándalos y difamaciones, por lo que era necesario la intervención del gobierno local ya que la condición pública del escándalo y de los rumores merecían un castigo también público.5Es importante observar la clara connotación ética y moral del problema, planteada en términos de conciencia individual: “[…] nyn mucho menos aya nynguna muger / cantonera, que faga adulterio, saluo si quisiere ser mala , que se vaya/ al burdel desta dicha villa”6(el subrayado es mío).
Lo que muestran estas ordenanzas es que se condenaba todo aquello que ofendía la norma ética, cosas que se hacían en privado pero terminaban siendo públicas. Acciones que se tornaban peligrosas para el equilibrio de la comunidad cuando traspasaban lo privado
Dieciséis años después, en 1501, volvemos a encontrar una ordenanza peculiar. Nuevamente el escándalo está condicionando la política local, pero esta vez no es el que provocan los vecinos, sino la propia estructura de funcionamiento del consistorio y sobre todo, la actuación de sus oficiales que socavaban el servicio a los monarcas y el buen gobierno del pueblo:7
“Yten por quanto caue sennalar de los ofiçios de justicia y rregi/myento, non se tiene ordenanças, antes cada anno se echan/ commo a los ofiçiales que son les paresçe. De lo qual rresulta diuysion/ y escandalo y algunas vezes se hace no como deuia y en perso/nas que sus altezas no son dello seruydas, ny el pueblo bien rre/gido”8 (el subrayado es mío)
Algo había cambiado entre las ordenanzas de 1482 y 1485 y la de 1501. Las primeras legislaban sobre conductas individuales que ofendían la moral de la villa, en cambio la segunda muestra la acusación que los vecinos hacen al concejo por propiciar el escándalo por mal servicio. Es claro que a comienzos del siglo XVI, las ordenanzas del concejo de Albacete todavía se estructuraban de acuerdo al Bien Común.9 El eje se basaba en recursos discursivos que buscaban la equiparación entre buen gobierno y armonía entre las partes y que giraban en torno a un ideal social. En la ordenanza de 1501 también se hace referencia a la corrupción que caracterizaba a los oficiales del concejo, que acostumbraban firmar la venta de casas y terrenos por fuera del órgano de gobierno, movidos por los beneficios que las redes de vecindad les brindaban para obtener determinadas prebendas de carácter económico. Se dejaba por escrito que esto había terminado por dividir el concejo “donde a de ser toda concordia en justiçia y amor”.10 (El subrayado es mío).
Aquel año también se estipularon las primeras condiciones que debían reunir los vecinos que aspiraran a un oficio regimental. Es interesante resaltar que para el cargo de alguacil, se aclaró que “deue estar en personas discretas […] se escogan quatro onbres, los que touyeren mas abilidad y discreçion”11(el subrayado es mío).
Por este tipo de acotaciones en las ordenanzas, podemos saber que tanto los rumores como los vicios de funcionamiento, de forma y de contenido en el ejercicio de los cargos del concejo eran por todos conocidos. Pero también lo era la incidencia que las redes personales tenían en la reproducción política de la villa. En octubre de 1517, el pregonero debió dar a conocer la ordenanza que prohibía que en lo tocante a la renta de la correduría del concejo de Albacete, no se usufructuaran los lazos de vecindad, amistad o parentesco para obtener dádivas; en medio de una plaza repleta de vecinos al tiempo que se alentaban los mecanismos de autocontrol de la comunidad en pos del bien del concejo:12
“quel dicho corregidor no pueda rreçibir nyn rreçi/ba de las partes contrayentes, nyn de ninguna dellas/ dadiva nyn prometimiento nyn presente ny otra/ cosa alguna, so color de amistad e parentesco/ ny amistad nyn vecindad ny so otro color alguno / nyn consienta que su mujer nyn hijos lo rreçiban, como /pueda venir a su mano, so pena que lo buelva con el con el / quatro tanto, y la mitad sea para el denunciador e la otra mitad para el acequia desta dicha villa”13
La facultad de emitir ordenanzas que el rey otorgaba a la villa, obligaba a los vecinos y moradores no sólo a acatar su autoridad sino que los comprometía como guardianes y controladores de su cumplimiento efectivo, alentando la denuncia intracomunal. Lo citado demuestra que además se premiaba al denunciador con la mitad de lo recaudado. Esto significa que cada vez que se registraban este tipo de denuncias se estaría evidenciando el peso político de las redes de poder y de vecindad y también las particularidades de los mecanismos de control social.
El cuerpo documental municipal de Albacete del siglo XVI, evidencia la tensión de base que existía entre los vecinos y el concejo. Pero también entre grupos de vecinos, aquellos que tenían una vida pública decorosa y los que pervertían sus vidas suscitando escándalos y divisiones. En estos casos, en especial cuando los vecinos denunciaban a otros vecinos, advierto el punto de encuentro entre las redes vecinales, sus mecanismos de información basados en el rumor, y la incidencia que tenían en la esfera pública y política a partir de la promulgación de ordenanzas.14
Es sabido que el rumor como canal informativo es útil a la vez que peligroso: una vez generado, es prácticamente imposible que los sectores hegemónicos puedan intervenirlo para modificar lo que su propia dinámica comunicacional va generando y recreando. Su carácter de inexpugnable hacía que llegara a todos los habitantes de la villa, convertidos ahora en personajes con información política suficiente como para articular estrategias de resistencia o negociación. De hecho, y como hemos visto, en más de una ocasión cuando el rumor había rebosado algunos límites socialmente aceptados, el gobierno local emitía ordenanzas cuya intención era informar a la población en qué medida las autoridades se ocupaban de velar por el bien común de la villa.
La vecindad en tanto espacio de sociabilidad es la que habilita al historiador a considerarla un espacio relacional en el que la comunicación, sobre todo la comunicación política, se materializa y adquiere significado. Es claro que en el espacio relacional representado por los concejos villanos y por los pequeños concejos rurales, se desplegaban distintos discursos políticos y sobre todo, diferentes niveles de estos discursos. Coincido con Rafael Oliva Herrer cuando sostiene que desde el método histórico, “es imposible cartografiar el mapa de la oralidad pero sí se puede delimitar lo real de relaciones que le da soporte” (Oliva Herrer, 2010, p. 254).
En término de confluencia pública de distintos discursos, una ordenanza de 1543 llama la atención: se trata del intento que hacen las autoridades para intervenir en las lógicas discursivas, identitarias y políticas de los sectores populares. Se puede observar que para entonces la memoria oral colectiva no era considerada por el concejo como lo había sido en el pasado. Su reconocimiento se había desestimado en función de la regulación y la institucionalización del gobierno villano. Tratando temas de cartas de vecindad, el municipio ordenó que se hiciera un registro escrito de los avecindados en el libro del municipio, para evitar dejarlo librado a la memoria de la comunidad:
“[…] que por rrazon que al tien/po que algunas personas se vienen abezindar a esta villa, se/ haze ante vn oficial o dos fuera del ayuntamiento, y el/ escriuano del ayuntamyento coje por memoria las tales vezin/dades, de cuya cabsa o se pierde o no o no se escrive/ en el libro de las vezindades, de que siguen confusio/ nes. Por tanto, dixo que mandaban e mandaron/ que de oy en adelante no se rreçiba bezindad fuera/ del ayuntamiento, e que allí el escriuano escriba luego la/ bezindad e fiador en el libro” 15 (el subrayado es mío).
El discurso político en torno a la importancia que tenía preservar la memoria había virado el eje. Es claro que a mediados del siglo XVI, en Albacete se buscaba que fuera el concejo el garante final del registro histórico de comunidad y sobre todo, la letra escrita que para entonces no necesitaba de las intermediaciones del registro oral.
De acuerdo a lo que he planteado más arriba, es claro que es necesario investigar a fondo las implicaciones políticas que tuvieron las noticias, el rumor, el control y la vigilancia vecinal, en contextos urbanos en los que las redes de amistad, parentesco o vecindad de sectores populares condicionaban la reproducción política general de la ciudad, tanto en lo que tenía que ver con su inserción dentro de las lógicas políticas regionales o incluso, dentro del contexto más general del poder político de la corona (Fletcher, 2017, p. 253).
Testimonios como el de 1543 sólo muestran el intento por negar la importancia de la memoria. No significa que las comunidades de base lo hayan aceptado sin resistencias.16 Lejos de testimoniar la fragilidad política de los lazos que amalgamaban a los sectores populares, se observa en la documentación una defensa pública de la importancia de la memoria. Es real que esta creciente participación se basaba ahora en otros pilares. Se habían ejercitado circuitos alternativos de incidencia política, dentro de los cuales lo que se decía en público, lo que se denunciaba, lo que se resistía, o lo que simplemente se decidía callar o salir a defender, se hacía desde una retórica política que se perfeccionaba en la medida en la que los sectores hegemónicos buscaban reforzar su exclusión resaltando la importancia de lo escrito.
Veamos ahora en qué medida la forma de gestión de los conflictos sociales en Castilla bajomedieval, y la importancia que para ello tenían algunos conceptos, operaba en las primeras formulaciones del gobierno urbano en América.
Un cura díscolo en Buenos Aires, un cacique quemado en México
El 15 de febrero de 1589 a las 21 hs, el escribano de Su Majestad Francisco Pérez de Burgos, se presentó ante los regidores Antón Higueras de Santa Ana, Francisco Muñoz y Hernando Montalvo y también ante el escribano Antón García Caro, para pedir que se pusiera en marcha uno de los atributos del cabildo: el de la justicia ordinaria. Le preocupaba que “pusiesemos orden y remedio en los alborotos y ocasiones en que fray Francisco Romano Frayle de la orden de San Francisco y cura desta ciudad metia y obligaba a los hombres a perderse […]” (Acuerdos del Cabildo de Buenos Aires, 1895, p. 5) (el subrayado es nuestro).
Más allá de que esta denuncia le sirviera como excusa para por fin presentar ante los cabildantes la provisión que le había sido concedida por Felipe II para suceder en el cargo al escribano en funciones (Acuerdos del Cabildo de Buenos Aires, 1895, p. 6); lo que nos interesa rescatar de su denuncia, es el retrato del cura como alborotador.17
En la temprana modernidad castellana, espacio cultural del cual Pérez provenía, tanto el escándalo como el alboroto eran conceptos revestidos de significados políticos que tenían un doble sentido: desde la óptica de las autoridades, se trataba de una transgresión al orden instituido; en cambio desde la de los sectores populares, podía tratarse de una reivindicación colectiva. Es por esto que la forma en que el nuevo escribano connotó la actuación del fraile no es ingenua. No estaba lejos del recuerdo colectivo la revuelta de las comunidades que en 1520 había puesto sobre el tapete todas las significaciones discursivas atribuidas a la presencia del pueblo en la calle.18 Sin embargo, podemos rastrear mucho más en profundidad las connotaciones atribuidas al escándalo y lo escandaloso a fines de la Edad media.
Por ejemplo, cuando en 1521 cuando el teólogo amigo de Martín Lutero, Felipe Melanchton, publicó una síntesis de la teología luterana bajo el título de Loci Communes, destinó el último apartado del texto a esbozar las implicancias éticas y morales del escándalo. Así, sostuvo que la caridad era mancillada no sólo si no se ayudaba al humilde, sino y sobre todo, si se turbaba la paz pública (Melanchton, 2011, p. 186). Esto sirve para captar en qué medida el escándalo como concepto político era importante en el siglo XVI; pero también me interesa analizar si en ese período, había adquirido también amplias connotaciones y/o resignificaciones a nivel de lo ético–moral individual.
En esta clave, es que la pelea que el fraile había mantenido con el Teniente Pedro Verdún, al que había corrido con un palo a través de la plaza mayor, en realidad significaba una afrenta tanto para el poder civil como también para el religioso que tenía por párroco de la ciudad a este personaje. Tal vez también por esto, el alcalde Alonso Parejo estaba ocupado en convencer a sus colegas respecto de la conveniencia de derivar el caso del párroco díscolo a la justicia eclesiástica, cuando se presentó ante el escribano real para pedirle que directamente echara a Romano de la villa. Aunque Romano había huido con anterioridad de la autoridad de su prelado en asunción del Paraguay y también en Santa Fe, atravesando los montes del litoral con un arcabuz; la justicia eclesiástica seguía siendo más efectiva que la que pudiera poner en marcha un cabildo periférico del imperio en el tercer tercio del siglo XVI (Melanchton, 2011, p. 7).
En realidad, las molestias que ocasionaban el fraile, tenían que ver con la eventual apropiación del espacio público.19 Al igual que muchos de los habitantes de la naciente villa, Romano consideraba que el reparto de solares hecho por Garay no había servido para satisfacer las necesidades de la población. Concretamente, creía que el monasterio en el que vivía necesitaba mayor espacio. Es por esto que había decidido privatizar algunas calles. Pero no era el único que lo había hecho, según consta en la denuncia que hizo Miguel Navarro, el procurador de la ciudad: “[…] algunas personas en esta ciudad an tapado y tomado y metido en sus sitios las calles desta ciudad y agora el padre fray Françisco Romano cerca y ataja una calle y le quiere meter en su convento” (Inquisiçao de Lisboa, Promotor, Cuaderno 70, Livro N° 264, p. 14).
Es probable que el cura Romano fuera temido por su capacidad de arenga vecinal: tal vez los cabildantes temieran una apropiación indiscriminada del espacio, difícil de detener ya que era el mismo cura párroco de la ciudad quien usurpaba las tierras, señalando al resto de los vecinos el camino a seguir. De hecho, una de las opciones que el cabildo tuvo en cuenta, fue el destierro del cura: una solución final copiada de la realidad castellana, como acabamos de ver en documentación del consejo de Albacete.
Creemos que el episodio del cabildo de Buenos Aires con el cura Romano, esconde un conflicto más complejo: a la autoridad municipal le incomodaba el control del espacio público que pudiera hacer la Iglesia. Era una competencia entre cuerpos del reino. En efecto, que Buenos Aires fuera declarada sede del obispado en 1620 “demuestra que la resistencia y persistencia de la Iglesia secular y regular durante los primeros años de la segunda fundación, estaba determinando la organización espacial no solo de la ciudad sino también de la región” (Quiroga, 1999, p. 5).
Más allá de las disputas corporativas, lo que aquí interesa conocer son las connotaciones políticas de palabras como escándalo o alboroto y si a lo largo del siglo XVI fueron adquiriendo mayor peso las de base ético–moral individual.
En este sentido, es llamativo un documento del cabildo de Buenos a raíz del pedido de destitución del Sargento Mayor, Juan Ruiz que hiciera el procurador Mateo Sánchez. Hay que hacer un paréntesis en este punto para explicar la importancia dentro de los planos del poder local que tenía quien lo había nombrado a Ruiz. Se trataba del Teniente Gobernador, Hernando de Mendoza quien había tomado posesión efectiva del cargo el 26 de junio de 1589, previa revista como regidor en 1588. Mendoza era vecino fundador de Buenos Aires habiendo sido el primer Alguacil Mayor designado por el mismo Juan de Garay (Molina, 2000, p. 483). Por este tipo de datos que permiten avizorar las redes políticas del personaje, es que resulta de interés el resultado de lo que sucedió en el cabildo, el 26 de junio de 1590 cuando Sánchez denunció lo siguiente:
“Digo que el capitán Hernando de Mendoça Tenyente de Governador esta dicha ciudad a nonbrado a Juan Ruys de Ocaña vezino della por Sargento Mayor contra la voluntad de todo el pueblo y contra derecho y el suso dicho Juan Ruys haze muchos agravios y alborotos como a Vuesas Merçedes les constan con los avitantes del ofiçio de lo qual resulta muy grande escandalo en el pueblo entre los soldados y a vuesas merçedes yncun la paz y quietud desta Republica” (Acuerdos del Cabildo de Buenos Aires, 1895, p. 69)
Lo llamativo es que Mateo Sánchez pide a los regidores que le rueguen a Mendoza que lo destituya y que en caso contrario, le den provisión para remitir directamente la denuncia al Rey. Demás está decir que Mendoza procedió en consonancia con lo pedido por los vecinos y no sólo lo sacó del cargo sino que se comprometió con su firma, junto con la de los cabildantes, a no volver a dejar que Ruiz accediera a cargos públicos (Acuerdos del Cabildo de Buenos Aires, 1895, p. 69). Me interesa destacar el hecho de que una acusación del tipo “es escandaloso”, “es alborotador” o “agravia al pueblo”, claramente provenía de un estado de opinión pública y se convertía en información política a consecuencia de la generación de rumores y chusmeríos en tanto ponían de manifiesto el daño que un individuo podía provocar. Así, lograron sacar del cargo a un personaje beneficiado por la red política de otro más importante que él. Al parecer los vecinos de Buenos Aires, al igual que los de Albacete, conocían cómo utilizar palabras con connotaciones políticas específicas con el fin de conseguir resultados a su favor.
Un poco antes, en 1539, en el otro extremo de las posesiones imperiales en América, el obispo de la ciudad de México, Juan de Zumárraga, había decidido iniciar un proceso inquisitorial contra el cacique de Texcoco, cristianizado unos años antes con el nombre de Carlos.
Luego de casi un año de deliberaciones y testimonios de nativos y españoles, se conoció la sentencia y en consecuencia, se pregonó la obligatoriedad de la asistencia de todos los pobladores al acto de ejecución en la plaza pública de México, so pena de excomunión. No sólo se había decidido acabar con la vida del cacique del lugar, sino que se obligaba a su comunidad a presenciar el ritual cristiano de la muerte.20
Habían pasado escasos veinte años desde que Cortés desembarcara en México, cuando se lo encontró a Carlos culpable de herejía. Un término cargado de unos significados teológicos desconocidos por los indígenas, que claramente eran extrapolaciones mentales e ideológicas que los europeos hacían y que, por supuesto, ponían en peligro las cosmogonías y la propia vida de los nativos.21 El proceso inquisitorial que se le sigue, permite observar que se lo encuentra culpable de adulterio, amancebamiento e incesto, ya que comprobaron que a pesar de estar casado convivía con una sobrina, con la que tenía hijos.22 También el proceso permite observar que ciertas cuestiones escatológicas se mezclaron en la acusación formal que hizo el Santo Oficio: como era nieto e hijo de dos respetados caciques, el fiscal lo acusó de tenerlos por profetas23 y apoyarse en ellos para alentar a los nativos a desconocer el cristianismo como religión del Dios verdadero y desconocer también la autoridad de los españoles.
Es probable que la más peligrosa de las sospechas que recaían sobre él era la de alentar la resistencia indígena. Se lo acusaba de haber dicho en público:
“quién son estos que nos deshacen, é perturban, é viven sobre nosotros, é los thenemos á cuestas y nos sojuzgan? […] que esta es nuestra tierra y nuestra hacienda y nuestra alhaja y nuestra posesión, y el señorío es nuestro y á nos pertenece; y a quien viene aquí á mandarnos y á sojuzgarnos, que no son nuestros parientes ni de nuestra sangre y se nos igoalan, pues aquí estamos y no ha de haber quien haga burla de nosotros” (González Obregón, 2009, p. 81)
Frente a una declaración de principios que era al mismo tiempo una herramienta política, el Imperio opuso la maquinaria judicial, tanto civil como eclesiástica. Pienso que para comprender el peligro que para los españoles significaban este tipo de declaraciones por parte de líderes comunitarios, habría que recurrir nuevamente al caso castellano. La explicación de fondo, podría basarse en algunos principios teóricos que Rafael Oliva Herrer ha referido para analizar la connotación política de sermones religiosos a principios del siglo XVI: lo dicho en público por la autoridad ética y moral reconocida, funcionaba como un canal que facilitaba la difusión de idearios políticos que podían llegar a vehiculizar la resistencia. No obstante, lo dicho operaba sobre el registro preexistente de una audiencia ya politizada. En efecto, evidenciaba la existencia de una densa red de significados atribuidos a un “otro” y a un “nosotros”, entretejida en el largo plazo, que facilitaba la difusión y absorción de ideas y de argumentos políticos (Oliva Herrer, 2018b).
En la misma línea de violencia judicial religiosa que recaía sobre el cacique, se lo acusaba también de haber descalificado el trabajo misionero de los frailes con lo cual, se reforzaba su carácter de alborotador a la vista del obispo inquisidor. Sus dichos parecían invitar a desafiar la autoridad porque apuntaban directamente a una fragilidad estructural de los mecanismos de legitimación que pusieron en marcha los españoles: ¿quién tenía derecho a ejercer legítimamente el señorío de las tierras y las riquezas americanas?
Según las cartas que casi un año después de la ejecución de Carlos, el obispo Francisco de Nava le remitiera a Juan de Zumárraga, la cuestión seguía siendo debatida y según consta en el documento, había pasado a formar parte del inasible entramado de los circuitos de la comunicación política de los sectores populares:
“[…] habemos entendido que en esa ciudad se relajó un indio que se decía Don Carlos, y que fue quemado por la Inquisición y sus bienes se confiscaron […] conviene, Señor, que pues la vida no se le puede remediar, que no se disponga de los bienes […] porque dicen que se ha recebido mucho escándalo por los indios, los cuales piensan que por cobdicia de los bienes los queman […]” (Carreño, 1944, p. 160) (el subrayado es mío)
Aunque los tribunales inquisitoriales de Lima y de México no se establecieron formalmente sino hasta 1569 y 1571, el proceso del cacique Carlos se ha vuelto emblemático, entre muchas otras razones, porque parece sintetizar el ritual de violencia judicial de la Iglesia en contra de la religiosidad indígena, que se puso en marcha tempranamente, junto con la ocupación y control del territorio. En esta clave analítica, las recomendaciones que el obispo de Nava le hiciera a Zumárraga, dan cuenta de los excesos cometidos en nombre de la fe y prueban que la desconfianza de los indios a la ambición material de algunos oficiales de la Inquisición, tenía base de apoyo. Tal vez por la expansión de este tipo de rumores entre la población aborigen que proclamaban la voracidad material del invasor es que a fines del siglo XVI, cuando se enviaron las Instrucciones para Inquisidores, se hizo especial hincapié en que el comisario actuante y sus ayudantes se ocuparan de gestionar el periodo en prisión del procesado y de “confiscar sus bienes y subastarlos, previo meticuloso inventario en presencia del notario, el alguacil y un apoderado del reo” (Dellaferrera, 1999, p. 412).
El caso del cura porteño, al igual que el del cacique Carlos, lleva necesariamente a una cuestión central de la comprensión de la dinámica del poder en los primeros años de la conquista: ¿A qué o a quién resistían los que resistían? La posible respuesta se vuelve escurridiza si tenemos en cuenta que Hernán Cortés conocía al cacique Carlos muy de cerca, de hecho lo había criado en su casa y le había enseñado Latín (Duverger, 2012, p. 132). Lo que comentamos nos lleva necesariamente a considerar que no sólo debemos atender a resistencias entre nativos y españoles, sino que también en la configuración del poder de mando del Imperio en América, incidieron y mucho, la formulación de nuevos discursos políticos que tenían anclaje en los importados desde Castilla. El estudio de los discursos organizados por la gente ordinaria está cobrando fuerzas historiográficas en pos de conocer las lógicas de resistencia a la dominación. En este sentido y como en el Imperio español existía una gran variedad de actores y cuerpos políticos, durante bastante tiempo los historiadores se ocuparon del estudio de las elites desde una perspectiva macro política; sin embargo, en la actualidad se le presta justa atención a todos aquellos que actuaban en planos micro políticos y cotidianos y que desde abajo, también hacían o incidían en la política.24
Estos dos casos, también facilitan el análisis de las múltiples formas en que interactuaron, a nivel local, los cabildos americanos, las corporaciones religiosas y el común de vecinos en el temprano siglo XVI americano. Su estudio desde la óptica de la negociación y la resistencia local, favorece el conocimiento de los primeros equilibrios de poder político que el poder imperial permitió, propició, negoció y/o avaló, en pos de efectivizar el control de sus posesiones ultramarinas. De hecho, como el poder central estaba interesado en controlar un territorio concreto y asentar allí el mayor número posible de población y de instituciones hispanas, concedió a los nuevos núcleos urbanos, privilegios fiscales y prebendas políticas que los fortalecieran como polos defensivos (Caño Ortigosa, 2009, pp. 16-17).
Es por este tipo de dinámicas políticas que se daban entre el gobierno local y el Imperio, en todo lo referido a su composición social y económica, que el estudio de los cabildos es nodal para reconocer las convenciones políticas acordadas por los diferentes cuerpos políticos en los primeros años de la conquista; especialmente por la Iglesia y por los propios ayuntamientos. Todo esto sin desconocer que cada uno de ellos fue particular de acuerdo a sus propios procesos de institucionalización, o de acuerdo a los diversos contextos culturales y socio productivos sobre los que irradiaban su dominio político y judicial.25
En esta línea de análisis, se debe tener en cuenta que tanto las ceremonias públicas como la legislación, en especial la promulgación de ordenanzas y acuerdos municipales, son fundamentales para acceder a ese microcosmos local que explica en buena medida la retórica política a partir de la que se operativizó la conquista. En este sentido, observo que también en América los españoles recurren al alboroto y al escándalo como estrategia política. También es claro que ya para fines del siglo XVI, los sectores populares los conocían y comenzaban a hacer un uso estratégico de ellos.
La Iglesia en América participó activamente de la conquista en términos de imposición discursiva y cultural al tiempo que ayudó a someter a control el territorio. Desde la iglesia ubicada en un predio central, los monasterios de cada orden inundando con cruces el paisaje o los cementerios que recordaban la finitud de la existencia y la importancia del cuidado del alma; la morfología arquitectónica de cada villa le recordaba a los nativos que eran parte de una sociedad cristiana. En algún sentido, la Iglesia se mimetizaba con la ciudad ya que era dadora de significados: la pertenencia a la comunidad de vecinos siempre estaba mediada por lo religioso que era el garante final del control del espacio público. De hecho cuando se instalaron los tribunales inquisitoriales en México se pautó detalladamente la exhibición pública de los Autos de Fe: desde cómo organizar la procesión el día de la ejecución del relajado, el orden en que los funcionarios debían sentarse y caminar por las calles, hasta qué tipos de sillas y tapizados habrían de utilizar de acuerdo a su rango y posición.26 Es claro que se trataba de la teatralización de un acto público al que estaban obligados a asistir todos los vecinos. Las autoridades buscaban convencerlos de no resistir el poder español, era una de las tantas evidencias del castigo que implicaba la ofensa de los símbolos culturales de los europeos.
Para 1596, fecha en que se celebró un importante Auto de Fe en México, el poder civil parece acompañar al religioso en todo lo tocante al control social. Ya no parecen tener protagonismo las acusaciones basadas en el escándalo y el alboroto: ahora lo grave, y peligroso en términos individuales, era ofender la moral y los símbolos cristianos más que el bien común de la comunidad. Por caso, la lista de acusaciones se enriquece entre personas que renegaron de Dios en público o de los sacramentos como fornicarios, practicantes de brujería, bígamos a adivinadores del futuro. El punto más álgido es la relajación de dos difuntos en estatua, hallados culpables de haberse mantenido observantes de la Ley de Moisés. Los huesos de Domingo Rodríguez fueron sacados del lugar del entierro y entregados a la Justicia junto con sus bienes, previamente confiscados. Igual suerte corrieron los bienes de Antonio Rodríguez cuya estatua también fue entregada al brazo seglar de la Inquisición mexicana (García, 1974, pp. 41-52).
Conclusiones
Interpretar las lógicas de gestión de los conflictos sociales en el siglo XVI, tanto en España como en América, implica reconocer la importancia material de algunos conceptos usados por la retórica política de la época. Los procesos de negociación, inclusión o resistencia operaron también en base a la construcción de discursos y estrategias discursivas que generaban determinadas ficciones políticas.
En pos de esta construcción, el espacio público, y todo lo que en él se representaba y se decía, ocupó un lugar protagónico. Es por esto que su control fue tema de agenda tanto para el poder laico como para el religioso. Los rituales, las reuniones del consistorio y las celebraciones religiosas teatralizadas como los Autos de Fe, buscaban la interiorización de la autoridad de la Corona. También sirvieron para dinamizar el complejo circuito de los múltiples discursos políticos que se construyeron, para significar quién o quiénes tenían el control del espacio e identificar quiénes resistían la dominación.
Entre cada una de las amenazas de destierro que emitió el concejo de Albacete contra los vecinos que osaran enfrentarlo o los escándalos públicos que suscitaban la cantidad de mujeres amancebadas, encontramos una multiplicidad de actos de resistencia que no es sencillo resumir pero que sin duda ejemplifican la morfología de un contrato político, sellado por una multiplicidad de espacios, jurisdicciones y actores.
Para el período abordado, es claro que incluso en los casos en que los vecinos desconocieran o desobedecieran ordenado por las autoridades civiles o religiosas, estaban emitiendo un mensaje en el que el descrédito por lo normado era una forma de resistencia a la autoridad. En la desobediencia a la norma existía una distancia social y política entre la retórica legal con que se redactaban las ordenanzas, y lo que podemos inferir de lo actuado por el común de vecinos a partir de cuestiones tan mínimas como los rumores y su circulación por las calles de una villa. Tan mínimas pero tan significativas al mismo tiempo: permiten la reconstrucción de la intencionalidad con la que se implementaban o se usaban determinados mecanismos que permitían por un lado vehiculizar la información política, pero por otro lado, transformaba a las integrantes de las redes de vecindad en vecinos con cierta capacidad de agencia política.
Siguiendo estas lógicas argumentales, puedo concluir que la connotación de alborotador o escandaloso fue un recurso usado en función del control social en la Baja Edad Media castellana. Recurso que también fue apropiado por la comunidad para resolver conflictos intravecinales o con el poder del gobierno urbano. Aún no se dejaba de considerar al acusado un disruptor social, alguien peligroso para el tejido social. Como primaba la idea del bien común por encima del interés de las partes, se creía que la expulsión del sujeto del cargo o de la propia comunidad, alcanzaba para resolver el conflicto.
Sin embargo, algo parece haber mutado a lo largo del siglo XVI en territorio americano, al menos en Buenos Aires y México. Si bien en principio se corrobora la misma atribución de contenido político al alboroto y al escándalo como fenómenos que englobaban formas de resistencia popular o delitos contra el equilibrio social, esto parece haber cedido paso frente al creciente poder simbólico y material de la Iglesia. En América no era tan claro que el conjunto de personas que vivían en una misma villa constituyeran un cuerpo, que constituyeran la vecindad. Tampoco eran tan claro si correspondía a la autoridad civil o la religiosa la gestión última del conflicto urbano. Como vimos y si bien cada una de ellas se ocupó de simbolizar el poder y transmitir que eran quienes mandaban, la retórica cristiana de la conquista y con ella la imposición de sus símbolos, parecen haber fijado nuevos límites a lo que estaba bien o mal, a lo que era social y políticamente aceptable en clave de basculación moral y ética del individuo.
No obstante, cada vez que se observa la majestuosidad con que se realizaban los Autos de Fe en América, no debemos olvidar que los procesados se habían animado a desconocer/resistir los límites impuestos por la Iglesia.
El objetivo final era tratar de estudiar las distintas manifestaciones urbanas del poder político en clave de transferencias culturales, constructos discursivos y circulación de la información política. Una conclusión lógica es que unos construyeron redes de poder/dominación a las que unos otros opusieron redes de amistad, vecindad o parentesco que con el paso del tiempo, se revelaron también efectivas en clave de enunciación de discursos y estrategias de participación política.
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Notas