Resumen: El discurso sintetiza la intensa vida militar y política del coronel y abogado Ignacio Orozco Sandoval quien desempeñó relevantes actividades en las guerras de Reforma (1858-60) y de la Intervención Francesa 1862-67. Se trata de un personaje histórico cuya vida es poco conocida a pesar de la notabilidad en su época… Ignacio Orozco dió además ejemplos de honestidad y congruencia entre sus acciones y sus principios, sostenidos tanto en el campo militar como en el político.
Palabras clave: Benito Juárez,Ignacio Orozco,Guerra de Reforma,México,Chihuahua,Intervención Francesa,Partido Liberal.
Abstract: The speech summarizes the intense military and political life of the colonel and lawyer Ignacio Orozco Sandoval who relevant performance activities in the wars Reform (1858-60) and French Intervention (1862-67). It is a character historical whose life is short known despite its notoriety in its time. Ignacio Orozco also gave examples of honesty and congruence between their actions and its principles, sustained both in the military field as in the political.
Keywords: Benito Juárez, Ignacio Orozco, Reform War, México, Chihuahua, French Intervention, Liberal Party.
Artículo de Investigación
Ignacio Orozco. Un republicano de armas y de letras. Discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Historia
Ignacio Orozco. A republican of arms and letters. Entrance speech to the Mexican Academy of History
Recepción: 06 Febrero 2024
Aprobación: 19 Abril 2024
Dedico este discurso a mi amigo, el gran
historiador
Pedro Siller, prematuramente fallecido.
En 2019 fui electo miembro corresponsal de la Academia Mexicana de la Historia en el estado de Chihuahua. Largo tiempo se suspendieron las labores por la pandemia y luego me afectó un también largo tratamiento médico, así que hasta hoy se dieron las circunstancias para leer mi discurso de ingreso. Agradezco a los doctores Javier García Diego, presidente de la Academia por sus atenciones y a Ignacio Almada Bay miembro de número de ésta por su generosa disposición a contestar mi discurso.
Ser parte de esta ilustre sociedad intelectual, entraña un honor y también la responsabilidad de aportar esfuerzos para alcanzar sus nobles propósitos. Así, en el marco de sus actividades, continuaré expurgando y rescatando archivos, escribiendo, organizando conferencias y foros entre otras actividades culturales.
México no ha tenido más que dos revoluciones, es decir, dos aceleraciones violentas de su evolución, […] la primera fue la independencia, la emancipación de la metrópoli [ …] La segunda revolución fue la Reforma, fue la necesidad profunda de hacer establecer una constitución política, es decir, un régimen de libertad, basándolo sobre una transformación social, sobre la supresión de las clases privilegiadas, sobre la distribución equitativa de la riqueza pública, […] sobre la regeneración del trabajo, sobre la creación plena de la conciencia nacional. Justo Sierra (1977, p. 181).
Aunque en cada entidad o región del país subyacen historias de sucesos y de personajes oriundos de esos lares y que jugaron roles destacados en la punzante historia nacional, en general han permanecido ocultos y prácticamente desconocidos. Este discurso comprende uno de estos casos. Es una narración condensada de la comprometida y azarosa vida del coronel y abogado Ignacio Orozco Sandoval durante las guerras de reforma y de intervención francesa.
Nació nuestro personaje en 1813 en la Labor de San Isidro, cercana al antiguo pueblo de Papigochi, en la provincia de la Nueva Vizcaya, que abarcaba los estados actuales de Durango y Chihuahua, el cual era habitado por indígenas rarámuris desde tiempos que nadie sabe cuándo comenzaron, pues según especialistas su lengua es varias veces más antigua que el castellano. En 1653, durante una de sus rebeliones, fue ejecutado en Tomóchi, Gabriel Tepórame El Hachero, quien dejó una impronta de rebeldía en toda la zona. La leyenda dice que ni siquiera al pie de la horca se retractó y ante el cura quien le demandaba se arrepintiera para alcanzar el cielo, le espetó: “¿Ustedes estarán allí? Sí”, fue la respuesta consoladora del religioso, ante lo cual el condenado replicó: “Entonces mejor voy al infierno”.
Cerca de esos lares, se aposentaron Roque Orozco y Antonia Domínguez, abuelos de Ignacio y progenitores de una copiosa prole. Su bisabuelo, de nombre Tomás Orozco y Villaseñor, llegó de Durango a mediados de la centuria XVIII con el oficio de componedor de tierras. En 1844, el bisnieto casó con Luz Rico Casavantes, vecina de la villa de la Concepción e integrante de uno de los viejos linajes regionales.
Ignacio aprendió las primeras letras en las rudimentarias escuelas escribiendo en cajones de arena. Mas tarde, pudo cultivarse y leer una buena cantidad de libros. Gracias a estas aptitudes, le debemos una descripción puntual de los estragos causados por la epidemia del colera morbus, diseminada por todo el país en esas fechas, cuando se desempeñaba como jefe político del Cantón Guerrero en 1851.
Graves sucesos ocurrieron en esos tiempos. En 1855 triunfó la revolución de Ayutla y pronto se convocó a un congreso constituyente, que expidió la segunda constitución federal el 5 de febrero de 1857. En julio de ese año, a su vez, se reunió el congreso constituyente del estado de Chihuahua para emitir la carta política local. Estas trascendentales circunstancias determinaron un vuelco en la vida de Ignacio Orozco, al ser electo diputado y abandonar sus lares, las dilatadas tierras del cantón Guerrero.
Radicado en la capital del estado, se le abrieron amplias ventanas: se inscribió en las clases de jurisprudencia que se impartían en el Instituto Literario y conoció a nuevos amigos y correligionarios políticos. Uno de ellos fue Estevan Coronado, quien a la sazón desempeñaba el cargo de Juez de Distrito y probablemente fue su maestro de leyes.
No duró mucho la paz alcanzada con el derrocamiento de la dictadura santanista, pues el 17 de diciembre de 1857 se produjo el golpe de estado de Tacubaya contra la constitución recién promulgada. En enero de 1858 se sublevó la guarnición militar de la capital y pronto le siguió la de Parral. Casi de inmediato, el juez de distrito se puso al mando de los guardias nacionales y nombró como su segundo en jefe a Ignacio Orozco. La rebelión militar en el estado fue ahogada en su cuna, pero una vez en Parral, a los milicianos liberales se les planteó la duda: regresar a sus lugares de origen o bien, continuar la campaña hacia Durango, donde estaba la sede del obispado y gozaba de gran fuerza el partido conservador. Se resolvieron por lo segundo, quizá asumiendo que la guerra iniciada era nacional por primera vez en la historia del país.
El día 7 de julio después de librar una cruenta batalla, los liberales se hicieron de la capital del estado de Durango. Según el informe de Coronado, el papel de su segundo en jefe fue fundamental, pues dirigió el asalto decisivo para el triunfo. Integrado el nuevo gobierno, a Orozco se le designó como administrador de rentas, puesto clave para el financiamiento de la campaña siguiente. Antes de partir, junto un grupo de los más decididos, se comprometieron con juramento solemne y bajo su palabra de honor a no abandonarse los unos a los otros “…hasta concluir la revolución contra el poder reaccionario que holla y ataca los principios liberales consignados en la carta magna de 1857” (Alcance a La Coalición Fronteriza, 1858). Los firmantes pasaron a la historia con el apodo de “Los juramentados”.
Orozco (1858) fue más allá: el 12 de septiembre emitió un manifiesto a los habitantes de Durango, que en algunos de sus párrafos decía: “CONCIUDADANOS Y AMIGOS: […] parto de Durango: mis deberes de soldado, mis obligaciones para con la patria y mis convicciones me llevan al centro de la República”.
Las tropas chihuahuenses, junto con las que se habían sumado en Durango, continuaron con una campaña militar de grandes alcances y rapidez inusitada, cubriendo miles de leguas en unos cuantos meses. De todos los combates el de mayor importancia fue el del sitio y toma de la ciudad de Guadalajara el 27 de octubre de 1858. La participación de los fronterizos fue reconocida por el comandante Santos Degollado, quien en su parte de guerra expuso:
En nombre de la patria os felicito. [...] Esos fronterizos a las órdenes de su general el Sr. Don Estevan Coronado, han sido vuestros dignos compañeros en el peligro y en la victoria (Cambre, 1904).
No todo era pólvora y balas. El siglo XIX fue también pródigo en poetas. La poesía, como nunca, además de expresión del genio, los sentimientos y las pasiones, fue un instrumento de identificación entre los miembros de las comunidades y los pueblos. Los mexicanos de entonces estaban construyendo una nación y a sus instituciones. Pero no sólo, también debían persuadirse de sus propias señas, de que existían como individuos y colectividades distintos frente al otro, ya fueran anglosajones americanos o europeos. En las filas liberales, estas ideas representaban el horizonte hacia el cual se caminaba, las utopías de una patria libre, fuerte, igualitaria. Y, al mismo tiempo un poderoso recurso para fortalecer el ánimo de lucha y la legitimidad de la causa por la cual voluntariamente arriesgaban la vida tantos guerrilleros y milicianos apenas unos meses o días antes, dedicados a la labranza o a la arriería.
En estas generaciones de poetas, casi siempre se recuerdan a los destacados como Guillermo Prieto o Ignacio Ramírez, y reciben poca o ninguna atención aquéllos cuya fama no rebasó sus ámbitos regionales. Traigo aquí a colación a tres de ellos, quienes dedicaron versos al protagonista cuya vida ocupa estas líneas. Al final de la primera etapa de las campañas de los guardias nacionales norteños, Pedro José Olvera (s. f.), quien era jefe político del partido de Nazas, dedicó una sentida oda dedicada al pueblo de Chihuahua en la que canta las glorias de aquéllos cuyos arrestos los llevaron a combatir a “…la fuerza brutal y al fanatismo” en Durango y en Guadalajara. Con este propósito, menciona a Ignacio Orozco como el jefe liberal: “Allí está Orozco […], el que mil muertes, afrontó animoso […] el fiel soldado […] Él es terror del pérfido magnate. / La tiranía venció y el despotismo […] Jamás su frente liberal abate".
Otros poemas fueron de Eduardo Montalván (La Coalición, s. f.), quien tituló el suyo “Morir con honor por la libertad”. Tributo al mérito del valiente coronel Don Ignacio Orozco en la toma de Guadalajara. Finalmente, apareció un bardo anónimo quien publicó una larga y bien construida elegía dedicada: “Al vencedor del despotismo en Chihuahua, Durango y Guadalajara, coronel de guardia nacional Ignacio Orozco”.
En esta conflagración, se desarrollaban al parejo una implacable guerra civil y una revolución que trastocaría instituciones y jerarquías. En tal vorágine de cambios, estos jóvenes chihuahuenses acumularon aprendizajes y se formaron como mexicanos, con la conciencia de pertenecer a una nación. Sus paisajes se ensancharon por encima de las estrechas visiones de sus comarcas donde residían sus familias por generaciones. Conocieron un ejemplo del antagonismo ideológico implacable y sin límites, cuando leyeron en las proclamas de sus enemigos la consigna: “religión o muerte” o la exhortación del obispo de Guadalajara a sus fieles: “...que en las mismas familias los que abrazaban la fe tuvieran por enemigos a aquéllos de su propia casa que resistían a la palabra de la verdad” (Cambre, 1904).
Estos soldados, quienes formaron la llamada División del Norte, representaban muy bien el tipo social y los hábitos de sus terruños. Podemos imaginarlos, tal como iban a las campañas contra los apaches: armados con fusil, lanza o con ambos, cuchillo de monte y reata en la cabeza de la silla, una provisión de carne seca y pinole en las alforjas, un guaje con agua colgado al hombro, sombrero ancho fabricado con palmilla y algún sarape raído. En la terminología de la época, les gustaba la frase de “hombres libres”.
En enero de 1859, Ignacio Orozco se encontraba de regreso en Durango, donde reasumió su cargo de recaudador de rentas. Las amenazas y peligros para el país que se debatía en la guerra civil, venían de distintos frentes. Uno de ellos era por supuesto el peligro de los Estados Unidos. Las presiones e intentos de anexarse nuevas porciones del territorio se intensificaron durante todo el período de la Guerra de Reforma. La alarma del momento provino del mensaje ante el congreso norteamericano leído por el presidente James Buchanan. Pidió autorización para enviar tropas y ocupar los estados de Sonora y Chihuahua, bajo el manido argumento de proteger intereses de sus connacionales. No podían existir peores condiciones para enfrentar un conflicto armado con Estados Unidos: con dos gobiernos, uno constitucional y otro de facto pero al mando del ejército y ocupando la capital de la República.
Ignacio Orozco, fiel a su costumbre, el 7 de febrero de 1859, publicó el correspondiente manifiesto para avisar que partía para Chihuahua a combatir a los presuntos invasores norteamericanos. En un largo documento aseveraba:
…la ambición del gobierno Norte Americano, su insaciable codicia ha revelado ya el designio criminal de absorberse aquel desgraciado suelo (el de Chihuahua y Sonora): para seducirlo, para engañarlo finge tenderle una mano de amistad, abrigarlo bajo un protectorado, […] he empuñado las armas para salvar las instituciones que diera el país: quiero pues, que sepan también que deseo empuñarlas para defender la integridad de su territorio, los derechos de México, la dignidad de la nación. (Archivo Histórico de Hidalgo del Parral, 1859).
Como se ve, en el documento se denunciaban claramente los inicuos propósitos del gobierno de los Estados Unidos, que no pudo en ese momento concretar la invasión, en buena medida porque su país se encaminaba ya a la guerra civil, la cual comenzaría al año siguiente.
En septiembre de 1855, el gobierno del estado a cuyo mando se encontraba el general Ángel Trías, con mucho la figura principal de la política chihuahuense, se adhirió a la revolución de Ayutla. Comenzó así la etapa de afianzamiento de una élite liberal en el gobierno, de la cual formaron parte ricos hacendados, mineros y comerciantes, a quienes les acomodaba por varias razones el régimen liberal. Una de éstas era económica, pues con la abolición de las alcabalas dispuesta por la Constitución, se podía incrementar el comercio interestatal. Otra, era cultural, pues varios de ellos eran personajes formados en las ideas de la Ilustración y refractarios a las vetustas concepciones de los reaccionarios.
Aparte de estos núcleos dirigentes, se fue configurando una vertiente de liberales provenientes de las guardias nacionales. Eran originalmente labradores, mineros, vaqueros, preceptores, arrieros y empleados de bajo rango. Los dos hombres más representativos de este conglomerado fueron el general Estevan Coronado y el coronel Ignacio Orozco, adscritos a una corriente liberal que odiaba los privilegios. La historia de Chihuahua y de amplias regiones del país fue en el siguiente medio siglo la historia de las alianzas, rivalidades, negociaciones, choques violentos, treguas, entre estos dos grupos sociales.
Vale consignar aquí una breve consideración sobre el liberalismo, ideología y corriente social a la que se adhirió nuestro biografiado.
Ya se sabe que las rupturas del vetusto orden jerárquico consagrado durante la Edad Media en Europa trajeron consigo una nueva conciencia del individuo y de la colectividad. El proceso en el viejo continente llevó varios siglos y comenzó con la declaración fundamental del Renacimiento: “El hombre es un fin en sí mismo. No es un medio para Dios, ni para la iglesia, ni para el soberano”.
En esta piedra angular tendrían su punto de partida numerosas derivaciones y corrientes. La primera conclusión es que el hombre, ser racional por excelencia, posee el atributo natural de la libertad en diversos ámbitos: de pensar, de transitar, de expresarse, de poseer bienes. Numerosos pensadores escarbarían y desarrollarían cada una de las consecuencias que tiene la aceptación de este principio.
Fueron tantas y tan radicales que provocaron desde el siglo XVIII en adelante todas las revoluciones o se empalmaron con ellas: la norteamericana de independencia en 1776, la francesa de 1789 y las guerras de independencia de las colonias españolas en América. El liberalismo mexicano nació con esta plataforma, cara a los ojos de los criollos excluidos del poder y parcialmente de las riquezas.
Pero, en un tiempo tan temprano como los inicios del siglo XIX, los insurgentes afirmaron su profunda creencia en la igualdad social. Hidalgo proclamó la abolición de la esclavitud y Morelos se pronunció tajante contra los privilegios. Desde sus orígenes, por tanto, el liberalismo mexicano, o al menos una versión del mismo, nació asociado a la búsqueda de la igualdad o a lo que con eufemismo se le llamó “la cuestión social”. Hubo múltiples expresiones de esta circunstancia en documentos, discursos y planes políticos, que han destacado historiadores como Jesús Reyes Heroles, uno los clásicos tratadistas del tema.
En el curso de la confrontación entre liberales y conservadores —vale decir, entre republicanos y monarquistas, federalistas y centralistas, seguidores del confesionalismo o del laicismo, tradicionalistas y progresistas— se fue perfilando y decantando una óptica social a la que se adscribieron quienes generalmente procedían de capas sociales bajas o intermedias, por lo pronto entrelazados con grandes propietarios, aunque no sin reyertas a veces violentas.
En abril de 1859, se rebeló en contra de la Constitución federal José María Zuloaga, rico hacendado y minero, hermano del presidente conservador Félix Zuloaga. Para combatir la rebelión, el gobierno del estado puso al coronel Ignacio Orozco al frente de una columna armada que marchó al cantón Galeana.
Antes de iniciar, Orozco lanzó su acostumbrado manifiesto en el cual, reiteraba el combate a los privilegios y la defensa de los pobres. Entre otras palabras decía:
…la bandera bajo que militan no defiende en realidad más que miserables e indignos intereses muy privados con perjuicio de las clases pobres y laboriosas. […] La santa religión de Jesucristo, de cuyo sagrado nombre se abusa sacrílegamente, no quiere el despotismo y en unas clases orgullo, y la servidumbre y abyección en las pobres, y esto es sin embargo la esencia del Plan de Tacubaya bajo los nombres de religión y fueros[…]. SOLDADOS DEL PUEBLO, […] marchemos sobre ellos al paso de carga[…] ¡Viva la Constitución de 1857! (El ciudadano Ignacio Orozco…, 1859)
Preparados para entrar en combate, en la Hacienda del Carmen, Zuloaga pidió parlamentar y ofreció entregar todas las armas y disolver las fuerzas rebeldes. Orozco aceptó la capitulación, pero no fue del agrado del gobernador Antonio Ochoa, quien exigió además de las armas recibidas, una fuerte indemnización. Se produjo entonces un áspero debate y Orozco terminó enjuiciado.
Inconformes con el trato recibido, Orozco y sus milicianos se retiraron al cantón Guerrero, y allí proclamaron un plan en el cual acusaron al gobierno del estado de haber abandonado la causa constitucional, desconocieron al gobernador y propusieron que se organizara de inmediato un cuerpo armado para marchar al centro de la República en auxilio del gobierno federal.
A punto de tomar la capital del estado, después de haber derrotado al contingente del gobierno en un paraje cercano, Orozco sorpresivamente se retiró. La razón de esta inusitada actitud es todavía enigmática. Sabemos puntualmente que se dirigió a Sinaloa y de allí a Jalisco, donde, apenas llegado al campamento de las tropas republicanas comandadas por Ignacio Zaragoza, fue nombrado mayor general.
El ejército liberal por fin había alcanzado un equilibrio de fuerzas con el conservador, profesional y dirigido por oficiales de carrera. Más de dos años de sangrienta disputa habían fogueado a las huestes constitucionalistas, al parejo que crecía el número de adherentes en sus filas. Con el alto grado recibido, Ignacio Orozco participó en las batallas de Silao, en la del tercer sitio a la ciudad de Guadalajara y finalmente en la de Calpulalpan. Al final, entró triunfante a la Ciudad de México el 1 de enero de 1861.
Para los estándares de la época, era un hombre viejo. Tenía 47 años, en un tiempo en que las acciones de guerra requerían el vigor de la juventud. A casi todos los jefes militares liberales les superaba en edad. En 1860, Ignacio Zaragoza tenía 31, Jesús González Ortega 38, Porfirio Díaz 30, Plácido Vega 30, Felipe B. Berriozábal 31, Pedro Ogazón 36, Leandro Valle 27, Estevan Coronado 38, José María Patoni 32, Mariano Escobedo 34. El único mayor que él por dos años era Santos Degollado.
Reinstalado el gobierno constitucional en la capital de la República, el coronel Ignacio Orozco se dirigió a su tierra natal, en posesión ahora de nuevas y valiosas credenciales militares y políticas. Antes, pasó a despedirse del presidente Benito Juárez, quien le manifestó cortésmente que algún día sus servicios le serían recompensados. Desde Durango escribió a sus familiares de Guerrero, con impecable ortografía y bellos trazos caligráficos el 7 de mayo de 1861: “Parece que han pasado ya los tiempos del tumulto y la borrasca y que éstos vienen a ser reemplazados por la calma” (Carta original autógrafa en posesión del autor). ¡Gran equívoco!
En Chihuahua gobernaba Luis Terrazas, quien había comenzado a construir su imperio económico y político. De entrada, Orozco le exigió dar por concluido el proceso injusto al que se le había sometido a raíz de la insurrección de 1859. Conseguido lo anterior, se postuló como candidato a gobernador, perdiendo frente al propio Terrazas. En cambio, fue electo jefe político del cantón Iturbide, con sede en la capital del estado, el segundo puesto en importancia. En ese cargo inauguró el mercado Reforma, que todavía subsiste.
Para la Republica, los asuntos internacionales iban de mal en peor, pues las principales potencias europeas y Estados Unidos no cejaban en su afán por hacerse del dominio del total o parte del territorio. España dio el primer paso y el 17 de diciembre de 1861 sus tropas desembarcaron en Veracruz, precedidas por una intensa campaña de prensa que alimentó la idea de la restauración de la colonia, por lo cual desde el mes anterior el presidente Benito Juárez había alertado a los gobernadores de la posible invasión española.
Al igual como lo hizo ante los amagos de la intervención militar norteamericana, Ignacio Orozco, ahora en su carácter de jefe político del cantón Iturbide, lanzó un grandilocuente manifiesto en el cual incluía varias preguntas-afirmaciones como éstas:
¿Soñáis que todavía nos presiden los luctuosos días de los Atahualpas y los Guautemozines? Por ventura ¿Abrigáis aún el designio de robar nuestras riquezas, para hacernos perecer después sobre carbones encendidos? ¡Pasaron ya esos tiempos, monstruos de la humanidad y no han dejado tras sí más que señales indelebles de vuestra barbarie! MEXICANOS: En las playas de Veracruz, os aguarda la gloria un golpe de patriotismo os asegura el triunfo, descargadlo con firmeza, dadlo sin vacilar… (Copia tomada del original facilitado por el señor Jorge Orozco, tataranieto del coronel Ignacio Orozco, 1861).
Este patriotismo de Orozco, con todo y su exaltación, moraba en la conciencia de las mentalidades más lúcidas del momento y constituía el cimiento de la tendencia liberal que acabó por fundar a la nación empleando una audacia, firmeza y energía titánicas.
En enero de 1862, por fin Napoleón III, el emperador de los franceses, enseñó sus cartas, comenzando la ocupación del territorio mexicano, así como la instauración de un régimen títere. El gobierno de Chihuahua era liberal y republicano, de lo cual se inferiría una disposición plena para apoyar los esfuerzos contra la intervención. Sin embargo, entre la causa nacional enarbolada con firmeza por el gobierno juarista y las decisiones políticas tomadas en Chihuahua se interponían fuertes intereses. El resultado de esta contradicción fue un tibio apoyo del gobierno de Luis Terrazas, quien buscaba al mismo tiempo mantenerse fiel a la República y esquivar los efectos de la guerra, que se anunciaba sangrienta y ruinosa.
Advirtiendo las ambiguas medidas del gobernador, el 1 de julio de 1862 Ignacio Orozco rindió al presidente de la Republica un pormenorizado informe de la grave situación. Igual panorama describía por su lado el cónsul norteamericano Reuben Creel, quien comunicaba al secretario de Estado de su país la nula contribución del gobierno de Chihuahua a los aprestos militares.
Estas denuncias de Orozco pronto tuvieron una respuesta del gobernador Terrazas, quien por segunda vez ordenó incoarle un proceso por ataques a la autoridad. Quitando y poniendo jueces, se le condenó a un año de destierro en Nuevo León, aprovechando la buena relación mantenida por Terrazas y Santiago Vidaurri, el gobernador de aquella entidad y de la de Coahuila, a la cual se había anexado. El 1 de febrero de 1863, fue conducido por una escolta a Monterrey. Sin embargo, habiendo enfermado, se le dejó en Cuatro Ciénegas, bajo la custodia de las autoridades. Durante la Guerra de Reforma, Orozco había cultivado amistades con vecinos de este pueblo, como Jesús Carranza, quienes probablemente le ayudaron a fugarse. Así, se presentó en la Ciudad de México, en donde se incorporó a la Cámara de Diputados el 29 de abril al iniciarse el periodo de sesiones, en atención a que había sido electo por la circunscripción de Paso del Norte.
En los comienzos de 1863, parecía que los hados se habían conjurado para hundir a México. No habían pasado veinte años de la guerra con Estados Unidos de cuyos resultados a duras penas sobrevivió el proyecto nacional, cuando otra vez una potencia militar superior repetía el atraco. Certeramente, se afirmaba que era Europa quien nos hacía la guerra, pues a las columnas francesas se agregaron soldados belgas, austriacos, polacos, húngaros y de las colonias como los zuavos. Incluso de Egipto llegó un destacamento de sudaneses presuntamente mejor adaptados para combatir en los trópicos. A todos éstos se sumaron los restos del ejército reaccionario derrotado en las grandes batallas de 1860.
En el discurso del presidente Juárez durante la instalación del Congreso señaló que muchos de los legisladores estaban cumpliendo tareas militares. Uno de ellos era Ignacio Orozco, quien auxiliaba a los defensores sitiados en Puebla, aun cuando había sido electo miembro de la Comisión Permanente. El 31 de mayo de 1863, el Congreso clausuró sus sesiones después de haber otorgado facultades extraordinarias al jefe del Ejecutivo, quien enfiló rumbo a San Luis Potosí.
Por entonces, un hombre de medio siglo debe haber reflexionado sobre la azarosa parte de la historia nacional que le tocó vivir. Un caso atípico en su tierra, donde la inmensa mayoría ni siquiera aprendería a leer y escribir, Ignacio Orozco por sus propios arrestos se había convertido en un hombre ilustrado, dueño de una buena pluma y mejor caligrafía, que contrastaban con los toscos escritos de sus coterráneos. Debe haber meditado cuánto había cambiado su vida en unos años, cuando escribía su nombre, cargo y grado militar en el libro de visitas de la casa de Miguel Hidalgo al lado de los nombres del presidente de la República, sus ministros y jefes políticos y militares del país, como miembro del más alto cuerpo legislativo de la nación. Tales mutaciones tenían su origen en dos distintivos de su carácter que le acompañarían todo el tiempo de su existencia: un compromiso a toda prueba con la causa liberal y nacional por una parte y por otra, la determinación de optar siempre por la acción, en lugar de quedarse a mirar los toros desde la barrera.
El 7 de junio de 1863, el gobierno republicano se instaló en la ciudad de San Luis Potosí, asumiendo como una de sus principales tareas, aparte de las militares, dar continuidad legal a las instituciones públicas. El 22 de julio, la Comisión Permanente emitió un manifiesto que terminaba con estas palabras: “…á repeler la fuerza con la fuerza, …y á mantener incólumes la independencia, la soberanía, las leyes y la perfecta libertad de la República”. Calzaban el documento, su presidente Francisco Zarco y entre otros el diputado por Chihuahua Ignacio Orozco.
El 23 de diciembre de 1863, el gobierno abandonó San Luis Potosí para instalarse en Monterrey, en los dominios de Santiago Vidaurri. En el penoso tránsito por el desierto, a las malas noticias llegadas de los escenarios de la guerra, se les juntaban las tormentas políticas intestinas. Ignacio Orozco, por entonces tuvo el mayor acercamiento con el presidente de la República, a quien había conocido cuando concluyó la Guerra de Reforma.
Provenían de matrices sociales distintas: de una comunidad indígena el de Oaxaca, de un pueblo de campesinos criollos y mestizos el de Chihuahua. Los juntó la convicción de pertenecer a una misma patria y la necesidad de defenderla, junto con las libertades recién conquistadas. El coronel norteño, además, asumió a plenitud el ejemplo de entereza y de compromiso con los principios que Juárez encarnaba. La relación entre ambos puede explicarse como un arquetipo de los vínculos que surgieron en estos tiempos aciagos entre el presidente Juárez y una gran cantidad de luchadores liberales que comprendieron el momento crucial: o México se perdía como nación independiente o triunfaba la causa representada en el gobierno republicano.
Muchos flaquearon y se pasaron a las filas del imperio, cuyas armas parecían invencibles. Maduró, sin embargo, un núcleo duro, indestructible, formado por combatientes física y psicológicamente aptos para soportar una larga guerra de resistencia.
En Monterrey esperaba a Juárez la traición de Vidaurri y un sombrío momento, cuando estuvo a punto de caer preso o ser linchado. Su respuesta fue fulminante: separó a Coahuila de Nuevo León y puso fuera de la ley al infidente. Ante el avance francés, salió el gabinete rumbo a Chihuahua, donde se pensaba justificadamente que desafiaría el mismo peligro afrontado en la capital neolonesa. Se declaró entonces el estado de sitio en el estado norteño deponiendo al gobernador Terrazas y Juárez personalmente ordenó a Ignacio Orozco que se trasladara de inmediato hasta Ciudad Guerrero, en donde se encontraba Jesús José Casavantes, su antiguo subordinado y paisano, a quien por instancias del mismo Orozco se le había conferido el cargo de gobernador.
A pesar de su fidelidad, Casavantes carecía de oficio político para arreglar las enconadas disputas entre los grupos rivales, sobre todo de la capital. Pronto se le reemplazó por el general Ángel Trías, quien recibió el 12 de octubre de 1864 al presidente y a su gabinete. La medida inicial, en la cual reiteró Benito Juárez su habilidad para incorporar elementos y personajes a sus propósitos, fue reunir a las cabezas de los principales grupos, incluso antagónicos entre sí, en una junta de guerra a la que asistieron el gobernador Trías, los exgobernadores Luis Terrazas, José Eligio Muñoz y José María Palacios, así como el coronel Ignacio Orozco, entre otros. Los dos acuerdos principales fueron decretar una contribución extraordinaria de cuarenta mil pesos y efectuar dos nombramientos: al coronel José Merino como jefe de la línea militar de oriente y al coronel Orozco como jefe político del Cantón Guerrero y de la línea militar de occidente.
Los obstáculos que esperaban al flamante jefe de la demarcación militar que comprendía la mitad del estado eran insuperables con los medios disponibles. Debía reclutar un contingente para integrarlo a las filas republicanas, cobrar los impuestos extraordinarios, ocuparse de las tareas usuales de gobierno, así fueran las elementales, precaverse de los ataques apaches y sortear calamidades naturales como las sequías que asolaron esos años a los agricultores. En estas funciones Orozco sostuvo una copiosa correspondencia con el presidente Juárez, sea para recibir órdenes o recomendaciones, como aquélla en la cual le insistía en que pusiera a funcionar la imprenta para dar la batalla ideológica a sus enemigos. Entre los escritos recomendados estaba el folleto publicado por el padre Testory, capellán del ejército francés quien polemizaba con los voceros de la iglesia sobre las leyes de Reforma.
Contaba con el apoyo y buena disposición de una parte de los pueblos, pero en otros se había generado un fuerte rechazo al pago de las contribuciones. Obraba además la acción de agentes imperialistas, que ofrecían a los lugareños las exenciones de impuestos y también impedir el reclutamiento para la guerra. En acaloradas reuniones, ofrecimientos, advertencias del uso de la fuerza, Orozco consiguió una tregua con los inconformes, siguiendo instrucciones directas del presidente Juárez, todavía residente en la ciudad de Chihuahua. Sin embargo, cuando las avanzadas francesas se aproximaron y el gobierno nacional hubo de trasladarse a Paso del Norte, se promovió una rebelión de los adherentes al imperio, que formaron una llamada “Coalición de los Pueblos”.
Estas actitudes levantiscas y de rebeldía no eran inusuales entre la gente de la zona. En 1864 y 1865, para mala fortuna de la causa nacional, obraron en su contra. Este grupo de rancheros, varios de ellos veteranos de las campañas liberales durante la Guerra de Reforma, no fueron capaces de sacrificar su interés privado ante el de la patria, a pesar de que tenían clara la grave amenaza a la nacionalidad mexicana que significaba la invasión extranjera. El choque con sus paisanos, compañeros y parientes que abrazaron la causa republicana se hizo muy pronto irreductible, provocándose una guerra interna que dividió no sólo en forma geográfica al cantón, sino a las propias familias.
Para entonces, Orozco había recibido una nueva encomienda en el estado de Coahuila a donde se trasladó con su esposa e hijas. Allí haría nuevas aportaciones a la causa republicana, como hombre de letras y de armas. Puede el lector imaginarse a una breve caballería de jinetes cubiertos de polvo padeciendo hambre y sed, provenientes de la lejana Chihuahua, llegando al poblado desértico de Cuatro Ciénegas. Tal vez cruzaron asombrados la zona de sus célebres y únicas pozas albergadoras de las primeras formas de vida en la Tierra, con sus aguas marinas y también las dunas de yeso, tan blanco que encandila como la nieve. Cierto, para Orozco el paisaje y la gente no le eran desconocidos y es seguro que se reencontró allí con las manos amigas que le tendieron ayuda para escapar de sus captores casi tres años antes. Saludó igualmente a viejos camaradas de armas con quienes había hecho la Guerra de Reforma en las campañas del Bajío. Fue un tiempo de infortunios personales y a éstos se refieren las sensibles cartas que de puño y letra le dirigieron Benito Juárez y Sebastián Lerdo de Tejada desde Paso del Norte, animándolo y reconociendo su patriotismo. Le decía el primero:
Mi estimado amigo[…] quedo enterado con sentimiento de todos los trabajos y penalidades por los que ha tenido que pasar, después de su separación del cantón Guerrero; pero como V. es un buen patriota no han sido suficientes[…] esas desgracias para sustraerlo de la tarea común en la defensa de la nacionalidad… (Copias de ambos originales facilitados por el señor Ignacio Orozco, tataranieto del coronel Ignacio Orozco, 1865).
Pronto se integró a las tropas republicanas, para luego desempeñar tareas de correo e informador del presidente.
También pudo destinar anchas horas a la reflexión. El 15 de marzo de 1866 el coronel Jesús Carranza envió una carta a Benito Juárez, pidiéndole que se publicara en el periódico oficial un largo ensayo titulado “La Nación Mexicana y el Coloso de Europa”, demanda en la cual, a su juicio, estaba altamente interesada la causa nacional. El autor era Ignacio Orozco, quien fiel a su buen hábito dejaba por escrito sus reflexiones y llamamientos políticos. En esta ocasión no fue un manifiesto, sino un extenso examen de la Intervención Francesa en México, en el cual abordó un gran número de temas, entre ellos se hallan contraponer al sistema republicano con el monárquico, a la existencia de la nación independiente con la colonia, a los vasallos con los ciudadanos, a los patriotas con los traidores; empleaba el concepto de “hombre libre”, examinaba la conclusión de la guerra civil en Estados Unidos y sus efectos en México, vinculaba la pugna contra el ejército invasor con la lucha por la independencia. Dejó aquí palabras memorables: “Los que se lanzan sobre nuestro suelo, se engalanan para asesinarnos unas veces con el ropaje de la civilización y otros con los andrajos de la hipocresía y del fanatismo…”. Este texto revela una faceta que pocos militares y políticos del siglo XIX pueden mostrar, la de escritor y analista, que plasma sus ideas brotadas de la observación y de la experiencia de combatiente.
Cumplió su última comisión militar por encargo del general Mariano Escobedo: transportar quinientos fusiles y cincuenta mil cartuchos desde Monterrey a Chihuahua destinados al presidente de la República. La travesía del bolsón de Mapimí en ese tiempo era de los caminos más inhóspitos del país por la falta de agua. Además, se corría el peligro de que el precioso cargamento cayera en manos de las avanzadas francesas ocupantes de Durango. Por esta razón Orozco optó por alejarse de la “ruta del agua”, que pasaba por varios pueblos más al sur, e internarse en el desierto para ir directo desde Cuatro Ciénegas hasta cerca de la ciudad de Chihuahua.
Hizo el trayecto en cuarenta y cinco días, cubriendo mil doscientos kilómetros de tierras áridas con una precaria escolta, su cuadrilla de arrieros conduciendo una recua de unas cincuenta mulas y recabó directamente del presidente Juárez el recibo del armamento el 1 de noviembre de 1866. Consumada esta proeza, es probable que de allí en adelante permaneciera en Chihuahua, salvo un viaje a la Ciudad de México.
Ignacio Orozco, enfermo y mutilado, sobrevivió a las dos guerras. El 8 de abril de 1870 recibió su título de abogado y pudo abrir un despacho en la ciudad de Chihuahua, en el cual colocó un letrero anunciando sus servicios e informando que defendería gratis a los pobres.
Murió el 10 de junio de 1872, siendo diputado local, apenas cinco semanas antes del fallecimiento del presidente Benito Juárez, el dirigente en quien vio representados los ideales de justicia, libertad e igualdad, a los que asoció su vida. Fue el único chihuahuense que, sin pausa alguna, figuró entre los protagonistas nacionales de la Guerra de Reforma y de la Intervención Francesa, dos de los grandes procesos históricos mexicanos.