Artículos
Una crítica al poder de tutela y el poder contravencional en el derecho agentino del siglo XX
Derecho y Ciencias Sociales
Universidad Nacional de La Plata, Argentina
ISSN: 1853-0982
ISSN-e: 1852-2971
Periodicidad: Bianual
núm. 31, e124, 2024
Recepción: 06 Diciembre 2023
Aprobación: 20 Septiembre 2024
Resumen: Considerando una serie de precedentes históricos, el artículo presente comprende una aproximación histórica preliminar al período en que surgieron las instituciones del poder de policía en Argentina durante el siglo XX. En el presente análisis se propone indagar de forma preliminar (en el derecho argentino período 1930-1970) la historia de las instituciones del poder de policía en lo que toca a la definición del interés público como “conveniencia”, y su compleja relación con el derecho privado, en vistas a mostrar el modo en que la irrestricción de los criterios del derecho registral darán lugar a formas de biopoder. Para ello se toma como punto de partida el derecho procesal penal y las formas normativas de las instituciones penitenciarias, el derecho civil y penal en lo que toca a la tutela de los menores de edad.
Palabras clave: derecho registral, biopolítica, tutela, infracción.
Abstract: In consideration of the historical proceedings, the present article is a historical approach on the emergence of the institutions of police power in Argentina during XX century. This analysis will be focused on Argentinian law during 1930-1970, and the history of police power institutions characterized by “convenience” norms of public interest, in a problematical relationship with private law, for the clarifications of an unrestricted criteria of registers and bio-political techniques. Especially the point of departure will be the institution of minors in civil and penal law, and prosecution in penal law and penitential administration.
Keywords: registration law, biopolitic, guardianship, infraction.
Introducción: el problema del derecho registral y el biopoder
Es preciso considerar con detenimiento el modo en que, durante el siglo XX las formas registrales, civiles y penales, se extendieron a registros sobre la vida que, en muchos aspectos estaban ligados a los avances de la tecnología o la experimentación, frente a los cuales, muchas veces, el derecho, o bien quedaría atrás (en lo que toca a una reglamentación, una patente, etc.) o bien no llega a prever una serie de efectos difíciles de controlar. Por otro lado, muchas formas de registro sobre la vida se reglamentaron específicamente en términos jurídicos, pero sin que quedará claro cuales eran los límites y los pasos del proceder, o si estos estaban simplemente subordinados a los avances continuos del conocimiento y la tecnología. A diferencia de la forma ordinaria de la legalidad, que establece un caso típico “jurídico”, y define a través del mismo las condiciones de su aplicabilidad a los hechos particulares, el derecho registral se ocupa de almacenar y clasificar a los hechos mismos como “datos”. Y aquí nos encontramos también con el problema de las llamadas “leyes-medida” que responderían a situaciones de emergencia, según reglas remitidas a lo “conveniente” y lo “inconveniente”, lo “normal” y lo “anormal” (y no únicamente a lo lícito y lo ilícito). En todo caso, en lo que toca a los registros, su indagación podría ser de relevancia para diferenciar una normativa que se atuviera a un concepto específico del derecho registral con respecto a los límites de los datos a ser obtenidos, cuyas reglas fueran al menos claras y explícitas en lo que toca a sus procedimientos y a la circulación de su información. Un esclarecimiento de los aspectos normativos del derecho registral permitiría diferenciarlo de las formas gubernamentales de la biopolítica (respecto a fenómenos poblacionales, sanitarios, económicos), y evitar incurrir en un biopoder que confundiera lo jurídico y lo fáctico, las normas y los hechos, de modo que no procedería por una “aplicación”, sino por una especie de “dirección” totalmente difusa.
Aquí cabe introducir una observación de relevancia respecto a (i) la biopolítica (ii) el derecho registral. Como es sabido, Michel Foucault utilizará en su analítica de los modelos de la “medicina social” (Foucault, 1974) la noción de “biopolítica”. Pero Foucault en primer lugar señala que la “biopolítica” no es un fenómeno negativo en sí, sino más bien la forma de una serie de transformaciones históricas en la tecnología médica. Estas, sin embargo, en el modelo de “gestión” en vistas a la mejora de la calidad de vida que vinieron a asumir, comprendieron a la vez lo que este llama una “iatrogenia positiva”, es decir, una serie de efectos “algunos ciertamente nocivos y otros incontrolables, que obligan a la especie humana a entrar en una historia azarosa, en un campo de probabilidades y de riesgos cuya amplitud no puede ser mesurada con precisión” (Foucault, 1974, p. 197-201). La “biopolítica” no es tampoco algo de lo que se podría “volver”, aunque sí ciertamente se podría transformar a partir de una analítica de lo que denomina la “biohistoria”: una analítica epistemológica de este tipo podría diferenciar entre una biopolítica y un biopoder (Foucault, 1976, p. 5).
En lo que toca al derecho registral, en los años 80 el jurista Grosso Galván se percataba de la posibilidad de que los antecedentes registrales devinieran informaciones de comunicación pública, e incluso de la posibilidad de la circulación informática de los mismos. El problema de la aparición de “usuarios con poder” sobre esta información lo llevó a plantear la exigencia de teorizar sobre un derecho registral, el cual impidiera dejar estos datos libres a procedimientos de administración pública o privada: cuestión que se planteó en la R.F.A bajo el lema de que “el ser humano no es un número” (Grosso Galván, 1983, p. 113)1. Uno de los problemas que nota Galván es que el Registro policial comenzaba a sobrepasar al Registro central, dada una serie de avances tecnológicos en este campo, cuyas normas, precisamente por pertenecer a la institución policial, eran ocultas o implícitas. De este modo, el poder de policía (a) se veía libre de limitaciones de carácter informativo y ofrecía menos garantías jurídicas en beneficio del controlado. De allí, que, de forma clarividente, para evitar fugas informáticas, en ciertos países crearon tempranamente a un Comisionado para la Protección de datos (es el caso de la R.F.A) cuyo cometido era proteger el derecho básico a la integridad personal a través de las posibles filtraciones que el procesamiento electrónico de datos podía conllevar. En todo caso, según la posición de Galván, la formación de un poder administrativo sobre los datos constituía, en primer lugar, invertía al Estado de derecho, cuyas formas jurídicas concernían a garantizar los derechos e inmunidades de los ciudadanos, en un “derecho de Estado”, cuyo registro sea confidencial debería esclarecerse jurídicamente: pero ante todo, podría socavar a la misma estatalidad, constituyendo en un “Estado dentro del Estado”, o “Estado de policía”, cuya administración pública o privada, por las instituciones policiales o la sociedad civil, procedería de forma incontrolable, descentralizada y sin límites sobre la vida. Es preciso que veamos entonces cómo opera el instituto de los antecedentes en Argentina.
El registro del potencial humano nacional
En 1968 la Ley 17.671 define el procedimiento de “Identificación, registro y clasificación del potencial humano Nacional”: con ello el derecho registral civil, desde el acta de nacimiento hasta la huella dactilar, junto con el derecho registral penal, concerniente a los antecedentes, incorporaba legajos sobre los “antecedentes civiles” de cada persona. Se trataba de un “registro de sus antecedentes de mayor importancia desde el nacimiento y a través de las distintas etapas de la vida, los que se mantendrán permanentemente actualizados” (Código civil, Ley 17.671, 1968, p. 1042), tratándose ante todo de antecedentes institucionales. Se trata entonces de “registrar todos aquellos antecedentes relacionados con la educación, profesiones, especialidades técnicas adquiridas, cursos de perfeccionamiento realizados y todo otro dato vinculado con esta materia” (Código civil, Ley 17.671, 1968, p. 1047). Pero, ¿se trata de instituciones públicas, o al menos de registros públicos, o de una coordinación con instituciones privadas?, y si es así, ¿Cuál es la reglamentación de los datos a tomar que limite la injerencia de tales instituciones en la formación de legajos realizados en público interés?, ¿Cuál es el límite entre los datos privados individuales, los datos concedidos a una corporación con mayor o menor grado de acuerdo explícito o implícito, y los datos que conciernen al interés del Estado?
En primer lugar notemos que se inscribe “la clasificación y el procesamiento de la información relacionada con ese potencial humano”, en vistas a fijar “la política demográfica que más convenga a los intereses de la Nación” (Código civil, Ley 17.671, 1968, p. 1042). Norma, por ende, que remite a la forma del “público interés” en términos de conveniencia e inconveniencia (de carácter administrativo-consultivo, o bien remitida implícitamente al poder de policía) y no de un procedimiento que define lo lícito y lo ilícito, que reconoce una facultad o una garantía, prefijándola para ser aplicada de forma específica. Un tercer elemento del registro que es problemático, tanto respecto a los antecedentes penales como los “civiles”, reside en la disponibilidad de los datos a terceros, específicamente a entidades de la sociedad civil, cuya participación en el “interés público” no es esclarecida: ya que la ley afirma “poner a disposición de los organismos del Estado y entes particulares que los soliciten, los elementos de juicio necesario para realizar una adecuada administración del potencial humano”. (Código civil, Ley 17.671, 1968, p. 1043).
Por ejemplo, se deja al margen de una decisión administrativa la coordinación de estos datos con terceros, sean asociaciones civiles, sean corporaciones: aquí hay que considerar, por ejemplo, a las oficinas de “capital humano” y “recursos humanos”, cuya elaboración de estos datos responde a un criterio teórico, sino ideológico, que presenta al menos dos problemas. En primer lugar, en qué medida esta elaboración de los datos es elegida de forma unilateral por una política de gobierno y en segundo lugar en qué medida no ingresan aquí confusiones entre el interés de terceros y el público interés2. Con respecto a esta elaboración de los datos hubo, entre los años 40 y 70 dos racionalidades que se confrontaban de forma compleja a nivel de una proyección socio-económica sobre márgenes de incertidumbre y probabilidad no siempre determinables con precisión, sobre los cuales se puede discernir con claridad posiciones divergentes que, en cierta medida, a corto o largo plazo, se fijarían en una forma jurídica. En primer lugar, (i) una dependencia generacional por medio del derecho de filiación y herencia patrimonial: se pasa a analizar las “reservas raras” o “recursos escasos” en una célula familiar o de parentesco para definir una “transmisión” de “capital humano” en un período generacional de “transición” donde los “adultos” tocan un grado máximo de capacitación, y deberían “invertir” en la “salida” de la “incapacidad transitoria” de los menores (Bilger, 1966, p. 196) (modelo que también se extendería a la situación de la tutela poblacional médica, en la forma descentralizada de la atención3). Frente a ello nos encontramos con una racionalidad que distinguía (ii) obligaciones sociales substitutivas formuladas en términos de un “solidarismo”4, este parte de un fraccionamiento social específico que permite substituir la relación entre aportes y prestaciones, contribuciones y coberturas de forma auxiliar entre “núcleos” y “grupos” heterogéneos; el factor de la edad y el género, en las elaboraciones actuariales, es aquí una variable estadística compleja, pero que tiende a ser considerada de forma independiente de la “célula” de parentesco al que pertenecería tal o cual individuo (se definían “estados”: vejez, maternidad, etc.). Ahora bien, para considerar un caso, es preciso, por ende, indagar el modo en que esta norma pudo modificar el funcionamiento y la reglamentación de de dos instituciones (i) los la tutela en la rehabilitación del derecho penal (ii) la tutela en el Patronato de menores durante entre los años 40 y 60.
El poder de tutela sobre el “rehabilitado” en el procedimiento penal y el “incapacitado” en el procedimiento civil durante el siglo XIX
La noción de un “poder tutela” va a aparecer también en una serie de reformas en torno al régimen de la pericia judicial propuestas por los médicos “alienistas” de la escuela de Wilde , las cuales tocan a las causas de la exención de responsabilidad civil y excusación de responsabilidad penal. En principio el informe del perito “alienista” debería establecer, al ser consultado por un juez, en qué casos se podía declarar (i) la incapacidad civil, (ii) la inimputabilidad penal, partiendo del principio de la no-concurrencia del libre-arbitrio en el acto como razón excusatoria, que daría lugar a la tutela parental del sujeto, o bien a su reclusión en un asilo5. Ahora bien, si seguimos la reconstrucción de Foucault en su artículo El nacimiento del individuo peligroso, y en su curso sobre Los Anormales, segundo momento histórico de la pericia psiquiátrica partiría de la afirmación de que “todo” acto delictivo era motivado por un “instinto criminal”, el cual por ende, debía remitir al examen del sujeto (Foucault, 1999, p. 126): se introducía, entonces, la noción de los “grados de peligrosidad” como grilla que permitiría al poder dirimir si se recurriría a medidas de seguridad preventivas, a un castigo por penalización, o a la exención de la pena y el traslado a una institución de tutela. Sin embargo, en Argentina la situación fue diversa, ya que la psiquiatría positivista va a replicar la validez de estas pericias introduciendo la noción ambigua de “simulación”: contra los análisis de Saleilles, Ingenieros trataría de detectar en los expedientes casos en los que (i) para excusarse de cargas y obligaciones profesionales, para exonerarse de deudas o dilapidaciones patrimoniales, etc. alguna de las partes del procedimiento civil “simulaba” la “locura” incurriendo en el fraude o la falsificación. Del mismo modo, se inquirían casos en que (ii) para eximirse del castigo se engañaba al perito consultado en el procedimiento penal (Ingenieros, 1918, p. 79)6.
Pero, a diferencia de que lo sucedió en Francia con Salleilles y Prins, en Argentina el debate en torno al “estado de sospecha” no se detiene en una codificación que pretendía justificarse en una noción de “riesgo” y “responsabilidad objetiva” (tomadas del derecho civil): esto se debe probablemente a la recepción, (posiblemente en Gómez, 1933), de un tratado español del psiquiatra Ruiz Maya, donde se discutía en 1931 la relación de “consulta” y “consejo” entre (i) el juez que debe fallar con respecto a los actos en la distinción entre el hecho lícito y el ilícito, y (ii) el perito que debería dar un diagnóstico sobre la “normalidad” o “anormalidad” del sujeto, estableciendo una “tutela” según “conveniencia” o “inconveniencia” del caso (Ruiz Maya, 1931)7.
Ahora bien, se podría objetar aquí que, como ha señalado Levaggi (Levaggi, 2010, p. 312), el tratado de Sebastían Soler introduciría las nociones de tipificación de los delitos en términos de hecho “anti-jurídicos” y concurrencia de autores, que permitirían refutar y desechar la noción de “estado de peligroso” de la dogmática jurídica, al menos de forma parcial en lo que toca al Código penal. De hecho, tanto Fontán Balestra como Jiménez Asúa introducirían tempranamente el concepto del “Estado de derecho” (de Binding y Beling) según el cual la “tutela” de los bienes jurídicos debería atenerse a la protección de los mismos a través del procedimiento de justicia y la aplicación de la ley. Y sin embargo, la noción de “peligrosidad” va a reaparecer de forma reiterada: ¿por qué? Una hipótesis es que esta noción va a seguir operando a nivel de las instituciones del poder policía; otra que va a seguir circulando en la psiquiatría: esto se confirma, por ejemplo, en el hecho de que en 1935, el director del Instituto de criminología de la penitenciaría Nacional de Bsas, doctor Osvaldo Loudet proponía uno de los instrumentos de registro individual del poder de punitivo que llegará hasta la Ley penitenciaría de 1992: el historial clínico-criminológico (Loudet, 1935, p. 155).
Loudet8 introduce entre el diagnóstico de la adaptabilidad social y el de la seguridad permanente se encuentra la “adaptabilidad bajo tutela (patronato)” (Loudet, 1935, p. 159) cuando “no existe certidumbre sobre la inocuización del sujeto” (Loudet, 1935, p. 159). ¿Cómo se decidía entonces esta tutela? Loudet forma un modelo de historial cuyos precedentes remite a Ingenieros y Vervaeck: lo decisivo en este modelo es que, junto a los datos procesales penales (juez de causa, cumplimiento de condena, etc.) y los datos del registro civil (nacionalidad, estado civil, etc.) se encuentran intercalados (1) antecedentes familiares (2) medios de vida (3) antecedentes individuales (escolares, militares, vida familiar y social) de varón o mujer (4) medición antropométrica (5) tests psicológicos (6) chequeo médico del organismo (7) diagnóstico9.
Como podemos notar, el historial-clínico-criminológico comprende entonces ante todo un registro sobre la vida del individuo en todos aquellos aspectos que fueran posibles de registrar en términos de una “biometría”, que Loudet liga a los avances de la medicina más allá de la anatomopatología10. Ahora bien, lo determinante es que todos los factores heterogéneos considerados en el exámen de la vida del individuo de (1) a (7) son “integrados” a un “cálculo” estadístico de lo que se denomina el “índice de peligrosidad”, diferenciando el sujeto “peligroso” de aquel que “está en peligro” y debe ser puesto bajo una tutela11.
Comparemos esta grilla de “medición de la peligrosidad” con aquella que expondrá casi cuarenta años después la psiquiatría penitenciaria: Hilda Marchiori definía a principios de la década del 80 a la historia clínica criminológica en una grilla que tiene en común el hecho de que todavía se encuentran superpuestos los cuadros pertenecientes al registro civil de la persona, a los antecedentes policiales y penales, frente a la toma de datos personales y ambientales sobre la vida. Ahora bien, el punto de ruptura está más bien en la función del historial que pasa a ser remitido al campo específico de la institución penitenciaria. Estos trabajos, hechos en parte en México y en parte en Argentina, llevarían en los años 90 a la incorporación del historial clínico criminológico a la Ley penitenciaria. Toca por lo tanto establecer una comparación sumaria con el modelo policial esbozado por Leudet y definir en qué términos se da un desplazamiento de los procedimientos de “tutela”.
Según Marchiori escribe en 1982 (Marchiori, 1982), el historial “abarca todos los datos relacionados a la vida del individuo” (Marchiori, 2009, p. 60), luego trata de derivar a partir de ello las motivaciones y el proceso que condujo al delito, y establecer una “explicación de la conducta antisocial realizada por el individuo” (Marchiori, 2009, p. 60). Es interesante notar que, a diferencia de otros países, donde el exámen psiquiátrico o psicopatológico del agente del delito se remitía estrictamente a la pericia en el curso de la investigación, como forma auxiliar y consultiva respecto a la sentencia judicial, en Argentina, este examen se extenderá al pasaje de la inhabilitación por la penalización hasta la “rehabilitación” del individuo, considerada como un “tratamiento” clínico, donde se introducirían variantes específicas a las transformaciones de la asistencia psicopatologica y la formación del trabajo social. Así, según Marchiori los objetivos del historial clínico criminológico son (i) tomar datos del individuo, (ii) conocer su historia a partir de su núcleo familiar (iii) análisis clínico de los antecedentes de enfermedades (iv) trabajo social organizacional con el núcleo familiar (Marchiori, 2009, p. 60)12.
Ahora bien, si vamos a analizar los cuadros de la grilla abordada por Marchiori, veremos que en muchos aspectos reproducen las grillas de Leudet modificando ante todo la elaboración de los datos tomados en tal registro: (1) nombre o sobrenombre (2) edad “cronológica” y “edad mental” o “biosocial”, lo que concerniría a definir si hay un “retardo mental”, un “trastorno” una adicción o un deteriorioro físico (Marchiori, 2009, p. 61), (3) “estado civil” (soltero, casado, viudo, en concubinato), lo que daría datos “probables” respecto al desencadenante del “delito”13. (4) Nivel de escolaridad, lo que lleva a interrogantes como si “es mayor el nivel de peligrosidad de los individuos con mayor nivel cultural” (Marchiori, 2009, p. 62) (5) Ambiente laboral, donde se define el “grado de su capacitación laboral” y su relación o conflicto con “la figura de la autoridad” (Marchiori, 2009, p. 63) (6) Relato del delito en vistas a reconstruir las relaciones del autor y la víctima (Marchiori, 2009, p. 63) (7) Si hay o no sentencia judicial (8) tiempo de ingreso o traslado institucional (9) Antecedentes penales y policiales, en vistas a medir la reincidencia (Marchiori, 2009, p. 64), (10) Si recibe visitas, si fue abandonado por su núcleo familiar o de parentesco, o si es aislado por medidas de seguridad (Marchiori, 2009, p. 64-65): “la entrevista es manejada para obtener información sobre el interno y sobre la familia” (Marchiori, 2009, p. 69). Se introduce además un examen (11) del nivel de colaboración con el tratamiento y la asistencia post-institucional y a “la familia como medio de control en la pre-libertad del interno” (Marchiori, 2009, p. 70): a nivel de la explicación del hecho se recurre al modelo de las conductas “anti-sociales” poniendo el énfasis en la adicción, el abandono familiar, el trabajo informal, etc14.
Ahora bien, según Marchiori, el historial-clínico-criminológico tiene que ser integrado y comparado con el expediente jurídico del caso (Marchiori, 2009, p. 74) estableciendo un apartado respectivo al “expediente criminológico”. Este consta de (i) la identificación (ii) los antecedentes (iii) beneficios concedidos (iv) datos informativos sobre peligrosidad, de lo cual se siguen medidas de seguridad sobre la conducta, acompañamiento ocupacional, trabajo social, y beneficios del liberado15. Queda entonces por estudiar cuales son las rupturas que se dieron a nivel institucional entre la formación del historial en el positivismo, y aquella de la criminología de los años 60 (sea sobre los cuadros clínicos sea sobre la “marginalidad”): en todo caso, cabe notar que el historial clínico-criminológico ingresa en la Ejecución de la pena privativa de libertad de 1992, y el Patronato de Liberados comprende a su procedimiento como una tutela a principios aun del siglo XX (Bouilly, 2009).
El problema que encontramos, desde el historial de Leudet hasta el de Marchiori16, es la transmisión, si bien con modificaciones, sin critica ni debate alguno al menos hasta los años 80, las técnicas del biopoder, es decir del registro de datos de la vida del sujeto sin una explicación clara de su relevancia jurídica. Estas teorías adoptarían en su seno teorías de la criminología crítica de fines de siglo, la cual introduciría las nociones de etiquetamiento, rotulamiento o estigmatización como formas de exclusión social y normativa, pero no lo haría de forma específica. Cabe notar que en estos análisis el énfasis estaría puesto en la idea general y el lugar común de una “burocratización de la justicia”, de una “ineficacia” de la legalidad imparcial, de una “dilación” indefinda de los procesos, sin recurrir a un análisis empírico específico. Se apelaría entonces a la idea, como ya vimos, de transferir poderes a la sociedad civil en vistas a cooperar con el poder de policía, incluso sin mediación estricta de la justicia, de generar procedimientos punitivos que elevaran las reglas sociales a formas coactivas de sanción de infracciones, nociones que, como vimos anteriormente, no coinciden con las forma jurídicas modernas del Estado de derecho, la constitucionalidad, los códigos y las garantías, y que retroceden históricamente a normas de régimenes de facto. Para comprender en qué modo la disposición de datos de los individuos y la participación de la sociedad civil en el poder de policía pueden ser problemáticos, es preciso atenernos al análisis del Patronato de Menores entre los años 40-60
El Patronato de Menores en los años 40-60: el poder de las asociaciones civiles. El poder contravencional de la convivencia social, y el poder tutelar de las disciplinas institucionales
En 1944 la dependencia institucional del Patronato de menores y la asistencia social pasarían a la Secretaría de Trabajo y Previsión dando lugar a un período de transformaciones complejas en lo que toca a la gestión social. El problema de la tutela como restricción de la patria potestad, en este punto, va a concernir ante todo a la transformación histórica del derecho de familia como un derecho social, donde el Estado es una parte interesada en la protección específica. Según Ramón Carrillo, el derecho de familia sale de la esfera privada de la patria potestad e ingresa en el problema del derecho social. Pero no se trata solo se tutelar garantías “formales”, sino de tutelar derechos “materiales” en la protección de individuos en general, de aquellos considerados agrupados en una unidad social que se denomina familia (Carrillo, 2018, p. 337). Se exigirían normativas específicas de derechos y deberes sociales que garantizarían de forma específica la protección tutelar del Estado y normas específicas de tutela a la familia: como la licencia a cabeza de familia (Carrillo, 2018: p. 353) pero también la responsabilidad familiar de las partes (la madre, el anciano, el trabajador, etc.). Pero, de contrapartida, surgirá entonces el problema de los derechos de la niñez comprende ante todo una limitación del ejercicio de la patria potestad y la formación de instancias capaces de suspender la tenencia de los hijos por los padres. Esta suspensión parte del hecho de que los padres son “tutores” del hijo, y que la titularidad de la tutela, en caso de un abuso, etc. puede serles quitada: de allí que se evoque la perdida de tutela de hijos a padres maltratadores (Carrillo, 2018, p. 281).
Es preciso cuestionar dos cosas (i) porque es el “núcleo familiar” del padre, la madre, los niños, los ancianos, etc. lo que da su contenido social a estos derechos: en qué medida (ii) se concibe que el trabajador es “cabeza de familia” o “jefe de hogar” (en qué medida, en este período, la madre puede devenir “jefa de hogar” pero no “cabeza de familia”, y cómo se considera los cuidados, etc.). A su vez, cómo es que la maternidad, la infancia, la jubilación y el trabajo son los primeros puntos de la tutela, y en qué medida las garantías constitucionales de derechos sociales se “aplican” por medio de prestaciones administrativas de servicios, asistencias, insumos, etc. No se trata solo del remedio y prevención de accidentes: se trata de una protección de la gestación o maternidad, de la primera edad o la niñez, de la mediana edad o adultez con competencia laboral, y de la ancianidad como jubilación, etc.
Aquí hay que tener cuidado, ya que es preciso diferenciar entre la forma jurídica de la ley, que establece un tipo de caso, y hechos a los cuales se aplica: de este modo no sería necesario considerar que el proceso biológico o la variable econométrica de la edad, salud, etc. en tanto que hechos, ingresaran en la norma (una especie de “derecho viviente”), sino que la norma se aplica sobre los mismos aislando sus aspectos típificados y definiendo un tipo de “caso”. Es por ello equívoco el modo en que este período se trata de identificar muchas veces a los derechos sociales con hechos poblacionales y estadísticos como la “reproducción social” en la forma de la familia: en verdad, la formulación de protecciones especiales por accidente, inhabilitación transitoria, discapacidad, licencia, etc. no implican necesariamente una biopolítica, en lo que toca al derecho, si este es capaz de distinguir entre las leyes y sus casos típicos frente a los hechos particulares a los que se aplica. Aquí por ende sería preciso distinguir entre la forma fija de los procedimiento jurídicos a través de la ley, y el carácter variable del un proceso como, por ejemplo, el económico: por ende, solo llevando un registro especifico de un proceso variable sería posible introducir modificaciones en los procedimientos que, necesariamente, se expresarían en otras formas “fijas”.
Ahora bien, aquí hay un punto límite que será problemático: ya que, a diferencia de las protecciones sociales al derecho de familia, en este período la tutela íntegra de la población en términos administrativos va considerarse también como una categoría individual o especial. Esta última concernía ante todo a sujetos que serían desamparados e indefensos respecto a sus propias necesidades, por ende en estado de indigencia de otro, de lo que se sigue, según Carrillo, lo que este llama un “estado de miseria” del cual se los debería “sacar”. Y aquí es preciso notar una ambiguedad intrínseca del sanitarismo (derivada del positivismo y que se trasladaría, por ejemplo, a los años 70 ), la cual, por un lado concibe a la indefensión y el desamparo como un modo de calificar casos específicos para establecer recursos y modos de proceder, y por otro evoca a un estado fáctico de miseria sobre el cual se debería intervenir en términos de un poder de policía sanitario que no es definido con claridad.
En todo caso, Carrillo enumera aquí una serie de casos específicos: (i) desamparo de cualquier habitante carente de recursos, lo cual particulariza la protección a los denominados sectores desamparados (ante todo quienes no contaban con un empleo fijo o formal, una vivienda, etc.); (ii) desamparo del anciano por parte de la familia o cargo; (iii) desamparo de mujeres en maternidad; (iv) desamparo del niño por los padres. Esto es importante porque las personas que no ingresan en la forma familiar de inter-dependencias entre los miembros, quedarían desamparados: es decir, si una de las partes de la familia descuida sus deberes y responsabilidad sobre los otros. Al haber tal desamparo entonces esta protección directa de la tutela familiar pasaría a la intervención de la tutela estatal frente a los indefensos, es decir, que no están en posición de tomar recurso frente a aquellos que los desamparan: pero lo problemático sigue siendo aquí cual es la forma de este proceder. En todo caso, como podemos notar, entonces, las reformas del justicialismo habían introducido al menos dos instrumentos más a las formas institucionales precedentes del Patronato menores en lo que concierne a su tutela pública: en primer lugar, (i) la formación del derecho de familia como un derecho social, en segundo lugar (ii) la formación de un aparato administrativo de asistencia social por desamparo o indefensión.
Pero, a su vez, Carrillo se remite al problema general de “la intervención del Estado en la tutela de la salud pública” (Carrillo, 2018, 333) exigencia de la tutela del Estado para “proteger íntegramente a la población” (Carrillo, 2018, p. 335). Se trata de garantizar, por ende, (i) la asistencia médico social a la población y (ii) de especificar el acceso individual a la protección “especialmente de los sectores más desamparados” (Carrillo, 2018, p. 335). Es preciso integrar la protección, remitida ordinariamente a la dogmática jurídica sobre el modo de dar vigencia a los derechos individuales, en vistas a limitar el ejercicio de los poderes, a una “orgánica jurídica” respectiva a los derechos sociales realizada con una “aplicación” administrativo-institucional. Esto se cumpliría por medio de dos requisitos según respectivas cláusulas: (i) el primero, formal, nos permite distinguir entre (a) los que sientan los principios protectores del bien tutelado en forma de declaración de derechos y garantías y (b) los que lo hacen bajo el aspecto de deberes y funciones de los órganos del Estado. El segundo (ii), de índole material, tiene en cuenta el contenido de las cláusulas y sus alcances, según se refiere a la protección de individuos en general, de aquellos considerados agrupados en una unidad social que se denomina familia y de los que, en razón de ciertas circunstancias, se ven sometidos a “riesgos especiales derivados del trabajo” (Carrillo, 2018, p. 337) . Sin embargo, como veremos, frente a la idea de un “código sanitario” propuesta por Carrillo en términos de un “poder de policía”, encontraremos otras propuestas en lo que toca a la reforma del aspecto “administrativo” de la tutela, las cuales van a concernir ante todo a la formación del régimen de la “seguridad social”, (cuya propuesta va a ser divergente de aquella respectiva a Carrillo) esbozado ya en Neuscholsz en lo que toca al vínculo entre las Cajas del sistema previsional, las obras y seguros sociales, y las formas de atención y asistencia médica (Neuschlosz, 1944). Ahora bien, en lo que toca al análisis presente, sin embargo, se trataría más bien de detenerse en la forma de la tutela en lo que toca a las reformas sucesivas del derecho registral durante los años 60, que permitirán especificar el estatuto de la transformación del régimen del Patronato de menores.
En 1957 la ley 10.903 modifica el régimen del Patronato introduciendo como causa de la pérdida de la patria potestad (a) delito contra menores (b) abandono (c) consejos inmorales o puesta en peligro dolosa (d) ejercicio de la delincuencia profesional o peligrosa (e) trato de excesiva dureza (f) inconducta notoria o negligencia grave (Código civil, Ley 17.671, 1968, pp. 926-927). Con respecto a la provisión de la tutela por el Patronato del Estado Nacional en su jurisdicción, la tutela es provista a la vez por jueces nacionales o provinciales: cabe notar que en el caso de ausencia de lazo parental, y falta de recursos, aparece, de forma excepcional la tutela de “filántropos reconocidos públicamente” (Código civil, Ley 17.671, 1968, p. 928). Esto restringía a la norma anterior que permitía al juez delegar la tenencia a una “persona honesta pariente o no, o a un establecimiento de beneficencia privado o público” (Código civil, Ley 17.671, 1968, p. 929). A su vez, el juez y el Consejo vigilan y controlan mensualmente (i) la acción, (ii) los establecimientos (iii) los reclamos disponiendo el primero “lo que juzgue conveniente para mayor beneficio del asistido” (Código civil, Ley 17.671, 1968, p. 928): este “beneficio” es general, y concierne al cuidado del menor17.
Seguido de ello se declara que “a los efectos de los artículos anteriores se entenderá por abandono material o moral o peligro moral, la incitación de los padres, tutores o guardadores a la ejecución por el menor de actos perjudiciales a su salud física o moral; la mendicidad o la vagancia por parte del menor, su frecuentación a sitios inmorales o de juego, o con ladrones, o gente viciosa o de mal vivir, o que no habiendo cumplido 18 años de edad, vendan periódicos, publicaciones u objetos de cualquier naturaleza que fueren, en las calles o lugares públicos, o cuando en estos sitios ejerzan oficios lejos de la vigilancia de sus padres, guardadores, o cuando sean ocupados en oficios o empleos perjudiciales a la moral o a la salud” (Código, Ley 17.671, 1968, p. 930).
Nos encontramos por ende, con el problema, de la distinción entre las competencias de los Tribunales, del Consejo y del Ministerio público, todos de menores, frente a la “cooperación” o “coordinación” que se evoca con (i) las instituciones públicas y privadas (ii) las familias (iii) la policía (iv) los “particulares”, sobre lo cual es preciso detenerse con atención en lo que toca a una confusión entre las normas contravencionales (que limitan el ejercicio del poder de policía por la parte pública) y “reglas de convivencia” (cuya forma ética o moral concierne al uso de la libertad civil, y no puede, por ende, identificarse con una norma jurídica). Aquí hay dos aspectos graves que es preciso señalar (i) la introducción de miembros de la sociedad civil en el ejercicio del poder de policía (respectivo a la parte pública), (ii) la introducción de un “poder de tutela” de los particulares en la circulación de información y datos personales concernientes al derecho registral de entidades públicas.
Con respecto al primer punto (i) la modificación del régimen de menores llevada a cabo en la ley 14.394 separa la asignación del tutor por la autoridad judicial del ordenamiento por parte del Consejo Nacional del menor de “los informes y peritaciones conducentes al estudio de la personalidad de aquel, sus condiciones familiares, y el ambiente en que viviere”, lo que incluye “grado de adaptabilidad social, aptitud para el trabajo y demás circunstancias sociales” (Código, Ley 14.394, 1968, p. 695) en vistas a establecer si este “presenta problemas graves de conducta o ambientales” pudiendo con ello el Consejo intervenir en jurisdicción Nacional estableciendo el régimen de libertad vigilada, la internación u “otro tratamiento tutelar” (Código, Ley 14.394, 1968, p. 964). Se distingue, además, los casos en que el menor incurre en un hecho delictivo, y aquellos en los cuales incurre en “infracciones de acción privada” (Código, Ley 14.394, 1968, p. 965) y aquellos en que se advierte “anormalidad física, sicológica o mental” (Código, Ley 14.394, 1968, p. 965). Ahora bien, con respecto al Consejo Nacional de protección de los menores, es preciso notar, por otro lado, que la ley 15. 244 de 1959 incluía (i) al asesor de menores (ii) tres educadores (iii) un representante del Ministerio de Asistencia social y Salud pública (iv) un representante del Ministerio de Trabajo y Seguridad social (v) un representante del municipio (vi) un inspector general de la Policía federal (vii) dos representantes de organismos privados de asistencia de menores (viii) un representante de asociaciones de padres y madres de familia (ix) un médico especializado en psicología y medicina infanto-juveniles.
La introducción de miembros privados y de la sociedad civil designados por el Ejecutivo bajo reglamentación (Código, Ley 15. 244, 1968, p. 984), junto con el médico y el inspector policial, son un elemento novedoso, ya que, junto con ellos, se introduce la invocación de una serie de reglas de “convivencia social”. Según las mismas el Consejo debe “disponer el régimen educativo de los menores asistidos, conforme con las disposiciones generales de las leyes comunes sobre la materia y las necesidades particulares de los tutelados. La formación de estos tendrá por objeto el desarrollo integral de su personalidad, se basará en principios de la moral cristiana y tenderá, fundamentalmente, a su elevación espiritual, al respeto de la dignidad humana y el desarrollo de los sentimientos superiores que determinan la mejor aptitud para la convivencia social” (Código, Ley 15. 244, 1968, p. 984-985). Se suma a esto, a su vez, la introducción del concepto de capacitación, y el énfasis puesto en las instituciones privadas sobre las cuales el Consejo debe ejercer el contralor bajo una supervisión de los requisitos “de orden moral o material” (Código, Ley 15. 244, 1968, p. 985). Por último, el Consejo debe “ejercer la policía de la minoridad” y “organizar la ayuda y patronato para los ex tutelados del organismo de menores de edad” (Código, Ley 15. 244, 1968, p. 985).
La gravedad de este precedente histórico no es menor, ya que la reintroducción actual de normas de “convivencia social”, puede comprender un retroceso a normas de períodos no democráticos y de regímenes de facto: en el presente, en ciertos países, las normas contravencionales de los municipios, que rigen el uso del poder policía por los inspectores municipales (con el auxilio de la fuerza pública y en vistas a procedimientos judiciales precedidos por la Justicia de Faltas), vuelven a ser reformadas bajo el modelo de los Códigos de “convivencia social” que se establecieron, por ejemplo, en Colombia hace unos años. ¿Cuál es la coincidencia entre estas normas actuales de convivencia y aquellas de los años 60? Ante todo el modo en que se liga el poder de policía a miembros de la sociedad civil. Estos Códigos recurren a inventar “deberes de convivencia” de cualquier ciudadano que caiga en la jurisdicción del municipio o departamento para su cooperación directa con el poder de policía, o más bien la identificación de la sociedad civil con el mismo (y por ende la calificación de la infracción como un acto “asocial”): en el caso del Código de convivencia actual de La Plata se procede introduciendo la obligación inexcusable de que cada uno denuncie al que comete una presunta infracción, por el mero hecho de que se la presencie o se sepa de la misma (art.8 ) (art.17) a defecto de lo cual el tercero testigo o conocedor del hecho deviene también infractor18.
En segundo lugar (ii) en 1968 la reglamentación del Consejo Nacional del menor data de un año después y se define como una entidad autárquica “facultada para adquirir derechos, contraer obligaciones y otorgar poderes”19 (Código, 1968, p. 1159). En todo caso, otra vez, aquí hay un énfasis en la participación de la sociedad civil en vistas a la “convivencia social”, en que la “asistencia integral de menores” sea llevada a cabo por instituciones privadas (Código, 1968, p. 1160), a su vez que las asociaciones de padres y madres de familia sean privadas, constituyendo comisiones internas “y que el objeto de su instituto sea específicamente el afianzamiento integral de la familia” (Código, 1968, p. 1160). Como se ve, aquí una serie de intereses privados son remitidos a la sociedad civil en general bajo el lema de la “convivencia social”, pasando, por ende, a devenir reglas de público interés en términos de una “policía de la minoridad”. En este segundo punto, el problema a plantear a nivel de un estudio sobre historia del derecho, concierne al modo de registro, circulación y disposición de datos personales de la vida de los individuos, cuya reglamentación por una serie de normas entre 1959 y 196620 coincide con el ingreso en Argentina de (i) la psicología conductista y (ii) la criminología de la conducta desviada.
Poder contravencional contra las actividades políticas juveniles y poder de tutela en la pedagogía y “Convivencia social” de los años 60
Las publicaciones de la revista Educadores o la Revista Latinoamericana de educación, desde los años 60, eran acompañadas de artículos que introducían en el discurso escolar métodos de pedagogía, psicología y sociología pertenecientes a las corrientes post-conductistas del denominado “integracionismo” norteamericano, algunas formas de la “escuela nueva”, que serían correlativos a las analíticas de la sociología y la criminología “de la conducta” que veremos en un apartado posterior sobre el régimen tutelar de menores. En estas publicaciones encontramos al menos tres tipos de discurso: (1) jurídico sobre la “convivencia social” y las normas contractuales de educación (RELA, 1964b), y “la situación psicosocial del niño abandonado” (RELA, 1964a), “la psicología de la presunción juvenil” (Revista-O, 1960), introduciendo la noción de marginalidad, a la vez como una forma de “miseria social” por abandono, y como una proclividad riesgosa de la conducta a devenir “anti-social”; (2) psicológico-terapéutico sobre la integración de conductas “riesgosas” o próximas a lo que se denominaba la “discapacidad” (de forma completamente heterogénea a su noción actual): artículos como “educación y terapéutica del sanguíneo (n EAP)” (Revista-M, 1960) “la personalidad del amorfo (nEnAP)” (Revista-O,1960), “educación y terapéutica del flemático (nEAS)”, apuntaban a que los profesores identificaran por medio de la percepción de lo que se denominaban “síndromes” o conductas “riesgosas” de derivar en síntomas morbosos en los diversos estudiantes; (3) psicopedagógicos concernientes por ejemplo, a la “orientación vocacional: formación de profesores” (Revista-S, 1960), “exámen de conciencia docente” (Revista-N, 1960) “armonía entre la acción educativa de la escuela para evitar la doble conducta del educando” (RELA, 1964a).
En otros términos, se introducía un discurso “consultivo” que comprendía métodos psicológicos de lo que se denominaba una “integración social”, esto implicaba también un poder tutelar consistente en: (i) identificación de conductas de aislamiento o desatención que podían infringir las denominadas “pautas de convivencia” y se ponían en riesgo de devenir “anti-sociales”, (ii) diagnóstico de síndromes riesgosos (diferenciados de los síntomas de enfermedades) que serían próximos a las formas de “invalidismo” y “minusvalía”, las cuales con frecuencia todavía eran calificadas como “anormalidades” o “patologías”, (o bien se comenzaban a desplazarse a la noción de “síndrome”) (iii) tests y exámenes de “orientación vocacional” sobre los alumnos (que ya desde los años 30 habían pasado a llamarse “educandos”) y “dirección de la conciencia” de los maestros (los “educadores”) bajo el riesgo de lo que se denominaba una “doble-conducta” por parte de unos o de los otros.
Pero hay un punto en que el discurso de estas disciplinas, y las normas en torno a la convivencia se cruzaban, y se volvían mucho más claras las formas en que un poder “contravencional” y un poder “tutelar” podían operar de forma correlativa: se trata de las teorías sociológicas sobre el “delincuente juvenil”. Y este cruce no sería menor para la historia jurídica y política de los años siguientes: por ejemplo, durante la última Dictadura militar uno de los funcionarios del gobierno de facto (ministro de Bienestar social) diría que “el exceso de pensamiento” podría llevar a incurrir en “desviaciones”21, es decir, en las “conductas desviadas” teorizadas por la criminología de los años 60-70. Una calificación como esta identificaba las “conductas desviadas” con faltas en torno a “pautas sociales” puramente fácticas que vendrían a ser confundidas con las infracciones.
Aquí hay un punto cardinal: se trata de la introducción de la participación civil en el ejercicio del poder de policía transformando las normas contravencionales en normas de “convivencia social”. Según ciertas corrientes de la época, la convivencia social basaría sus reglas en un “integracionismo” de todas las ciencias a la personalidad y el ambiente humano. Lo curioso es que este proyecto epistemológico quisiera traducirse en normas jurídicas de carácter imperativo donde nociones complejas como la tolerancia se identificarían con reglas de la moral, “valores” y pautas que identificarían al poder de policía (de la parte pública) con grupos particulares de la sociedad civil. El problema aquí estaba en trasponer reglas sociales y morales del ámbito privado al estatuto de normas públicas, dando lugar a formas de exclusión social que devendrían autoritarias. Pero estos lemas no eran sino una estructura general de la “policía de la minoridad”, que tendría su correlato institucional en disciplinas sociales: cabe notar aquí que la historia de la institución de la tutela en el derecho clásico, a cuya base se introdujo el instituto de la tutela y curatela en el derecho moderno, muestra que hubo un esfuerzo por separar la forma jurídica de los procedimientos de administración sucesoria, de la práctica ética22, y el problema general de la ulterior rendición de cuentas ante Tribunales públicos23.
Es curioso que estos movimientos de “convivencia social” en el Consejo de menores que hablaban a la vez de “afianzar a la familia”, y de “salir” de la “familia nuclear”, remitieran la limitación de la patria potestad por la tutela pública a una “participación de la sociedad civil”, que vendría a normativizar reglas de la moral social, inmiscuir instituciones y asociaciones privadas en lo público, y disolver, por ende, el lugar de la ética y la práctica a un esquema normativo. Como veremos, aquí tenemos como correlato una psicología y una psiquiatría que diagnosticaban en los años 60 (i) la crisis de la autoridad familiar y (ii) la tendencia a la “rebelión” de los menores, como dos hechos establecidos de forma general, que eran un lugar común en el período. Pero específicamente, si examinamos los textos anteriormente citados, lo que hay más bien es una evaluación de la “personalidad” y el “ambiente”, que tiene la particularidad de hacer retroceder a la psicología a la “mirada” “intuitiva” del siglo XIX: los “riesgos” (concepto en principio abstracto y remitido a un coeficiente estadístico) y los “peligros” serían algo que se puede “intuir”. Habría según esta psicología una personalidad “amorfa”, otra “sanguínea”, otra “nerviosa”, otra “apática” que se podrían “intuir”: pero el riesgo, en cambio, es remitido a un “cálculo” que deriva un porcentaje sobre la conducta del mero registro del cumplimiento u omisión de pautas preestablecidas. Había ya en esta psicología, además, una “economía de las emociones” que no era otra cosa que un dispositivo para ejercer la dirección de la conciencia: así, en general este diagnóstico partía de dos tendencias, según las cuales los unos tienden a “liderar”, los otros a “vegetar”. Pero ambos, por su “precocidad”, por sí solos, marcharían “a la deriva” y por ende, en determinado punto, se los induciría a la necesidad de consultar un experto en la orientación de su vocación. Ahora bien, como hemos visto, toda esta tecnología del poder tutelar a nivel colectivo e individual, no es sino el correlato de la formación de un registro general de las capacidades del “potencial humano”, cuyo modo de elaboración es del todo problemático, y su análisis histórico retrospectivo tiene que tratar de dirimir los aspectos remitidos a un derecho registral, y los márgenes en que emerge el biopoder. Uno de los puntos complejos a tratar a este nivel reside en la teoría de la marginalidad social, cuyas reformulaciones van desde la criminología de la conducta desviada hasta la teoría del rotulamiento.
El régimen tutelar de los menores en los años 60: la “probación” ordenada por jueces de instrucción en caso de contravención de forma preventiva, la noción de “referente” (guía, orientador, líder)
A mediados del siglo XX los sociólogos del derecho notan una ambigüedad en las justicias de menores entre un régimen (i) de substracción “tutelar” por correccionales (ii) de penalización gradual por poder judicial. Se trata entonces de desplazar el análisis de los procedimientos de justicia mismos y de su administración, a las “causas” “ambientales” de la tendencia a la desviación con respecto a la norma: surge la teoría de la marginalidad social excluida (David, 1978) (David, 1982) como la causa ambiental de las “desviaciones” respecto a la normatividad de las denominadas “conductas sociales convenidas”. En el caso de Sudamérica se remite la marginalidad al subdesarrollo y a los ambientes “periféricos”: la desocupación estructural, asentamiento irregular, falta de suministros, la “villa miseria” o “asentamiento de emergencia”, como formas sociales estructurales del “subdesarrollo”. Esta exclusión social y la marginalización sería posible de prevenir por la integración del sujeto en grupos sociales de referencia y contención (centros de fomento, clubes, asociaciones vecinales, organizaciones sociales, etc.): se introduce con ello una crítica a la noción de “asistencia social” y “asistencialismo paternalista” introduciéndose las formas del “trabajo social” y de la asociación comunitaria “organizacional” como medio de transformación de la “infraestructura”, se atiende también a la formación de una “familia no-nuclear” (por la modificación de los roles de género, de los integrantes no-parentales, etc.) y de una temática específica de la niñez y la adolescencia “vulnerable” y “proclive a la infracción” por las conductas de “riesgo” (David, 1965). Así se reformularía el debate en torno a la forma del procedimiento de jueces de instrucción respecto a los tribunales de menores por medio de métodos de estadística social: se forman las (i) encuestas e interrogatorios sobre el ambiente y la personalidad de los sujetos en test psico-sociales (ii) se introducen métodos de probación y trabajo social comunitario u organizacional.
El juez que interroga al menor sobre sus actos delictivos en instituciones correccionales se enfrenta con esta demanda social de modo que “es como si los errores colectivos de la sociedad se hubiesen centrado en los pequeños autores, y para excusar a la sociedad de reconocer la culpabilidad por ellos se colocasen víctimas rituales, los delincuentes juveniles”. (David, 1965, p.77)24. Así, según el discurso de la criminología norteamericana importada a Sudamérica en los años 60 junto con las teorías del sub-desarrollo estructural, y en Argentina introducida particularmente por Pedro David, los diversos fenómenos de “ruptura con el orden social normativo” se derivarían de la incursión de los sujetos en “conductas desviadas”: ahora bien, el blanco de estas teorías estaba en los sujetos que harían uso de su libertad buscando el ocio, el gasto, el riesgo, pero sin tener la cobertura garantizada de un trabajo, de un dinero, de un seguro. Se pone el énfasis en los sujetos sociales en situación de dependencia, es decir, que estén cubiertos por un tercero que los mantenga o una institución: el énfasis va a estar por ende en los menores (y solo en más tarde lo va estar las amas de casa, el maltrato y la violencia doméstica, etc.).
Se establece con ello una indagación de diversas disciplinas sobre los intereses de los menores, por medio de la pedagogía, la orientación vocacional, la psicopedagogía, etc. que, en cierta medida, va a crear gradualmente al “adolescente” como tipo conductual. Aquí cabe preguntar si tal invención proviene de una teoría liberal de la educación (Locke, Rousseau, etc.) o de una teoría precedente (por ejemplo, la neo-escolástica, por ejemplo de Juan de Mariana): en todo caso, la adolescencia sería una especie de momento de transición al ejercicio de la libertad civil y a la independencia material pero donde la misma no se alcanzó todavía sus formas efectivas de “pasaje”. Así, el adolescente tendería a buscar esta emancipación pero haría “mal el cálculo”, y la “familia” en sí, por su estructura autoritativa ligada a la patria potestad, no lo podría “guiar”25.
Ahora bien, esta intervención en instancias de pasaje, es un punto en que las disciplinas sociales y psicológicas reformulan a las teorías de la educación modernas: sin embargo, en la sociología criminal de los años 60, el énfasis no está puesto en el pasaje, sino en la necesidad de una vigilancia dada por una tendencia a la infracción. Así, el carácter transitorio de la instancia de pasaje de la minoría a la mayoría de edad daría lugar entonces (1) a una incitación por parte de los pares a cometer abusos por falta de responsabilidad: abusos de velocidad en la conducción de vehículos, de bebidas, de competencias, de relaciones sexuales, etc. que comprenden faltas e infracciones frente a la “convivencia social”, es decir, incurriendo en actos “anti-sociales”, (2) a una tendencia a romper con las pautas convencionales, las costumbres, en cuanto no se encuentra una orientación, una vocación, un ejemplo a seguir, etc. es decir que el sujeto se encuentra “a la deriva” y actúa “postergando compromisos, evadiendo decisión: así, deriva entre la acción criminal y la convencional” (David, 1965, p.70), es decir, incurriendo en conductas desviadas. La necesidad de una serie de disciplinas de asesoramiento y consejo, de gabinetes de pedagogía, de orientación vocacional, de tests y pruebas, de guías, de cuestionarios e interrogaciones, etc. residiría entonces en que el sujeto tiende a ser incitado por los demás a cometer abusos y a desafiar las convenciones, etc.: el que está “a la deriva” es el que por ende necesitaría de una guía, una orientación, una vocación, un consejo, etc.
Estas nociones generales de las disciplinas psicológicas del período, que siguen una serie de teorías en torno a la educación, los períodos de pasaje y sus dificultades no son, sin embargo, lo más relevante, sino que sus prácticas, en determinado punto, serían remitidas a la sociedad civil bajo el modo de normas. Notemos al menos dos cosas (1) los “abusos” que se cometen son faltas e infracciones de “convivencia social” o “anti-sociales”, no son delitos estrictos (imputables por responsabilidad penal de un mayor de edad) sino actos que apuntan a ser calificados por un carácter contravencional (2) los “errores” en que se incurre son desviaciones respecto a un modo de proceder institucional: aprobar materias, asistir a la escuela, esperar turnos, respetar al otro, etc. es decir, reglamentaciones específicas de lo institucional. La pregunta entonces no es simplemente la de una teoría y práctica de la educación institucional, sino el surgimiento en este período de formas que apuntarían a formar un poder de tutela o “policía de la minoridad”, que mediaría, no solo entre (a) la familia, la autoridad de los padres o tutores sobre el menor y (b) la sociedad civil, las relaciones sociales en que se inscribe el mayor, sino entre (1) el poder contravencional de control y sanción sobre infractores (2) el poder institucional con reglamentaciones para la evaluación del rendimiento.
Aquí es donde la criminología del período establece ciertos motivos para que las hipótesis anteriores fueran contrastadas con encuestas realizadas con un criterio específico de extracción de la información, que sin embargo no esclarece si su forma es jurídico-registral o llanamente fáctica: (1) datos familiares de movilidad social; (2) opiniones de la casa o ambiente familiar: nivel de identificación de los menores con los padres, nivel de control de los mismos hacia los hijos, grados de orientación normativa y ejemplo dado por mayores a menores; (3) evaluación de la conducta escolar e identificación con maestros; (4) vecindario y área de grupos de referencia, sean compañeros, amigos, adultos, personas tomadas como ejemplo; (5) opiniones sobre la sociedad, la iglesia, la religión. Notemos dos puntos: en primer lugar hay una especie de encuesta sobre los grupos y referentes a los que se identifica el sujeto (religiosos, barriales, familiares, etc.); en segundo lugar al nivel de desempeño en término de desarrollo (económico, educativo, etc.). Estos datos serían computados y se realizaría un informe estadístico donde la hipótesis sería confirmada: los menores delincuentes se encuentran en situaciones sociales de aislamiento sin grupos de contención, y falta de referentes con quien identificarse. Sin embargo, se indica un segundo diagnóstico que concierne a la certificación de un incremento gradual de la delincuencia grupal, según el cual, dadas las condiciones sociales (de sub-desarrollo) y grupales (de falta de contención) habría una tendencia a la transformación de la delincuencia individual a la formación de bandas según la proporción de gravedad por la peligrosidad de los hechos cometidos y el carácter violento de los grupos. Notemos, por último que, en el último párrafo del libro de David, al final de su modelo del interrogatorio señala de forma ambigua: “permita repetirle, una vez más, que lo que Ud. me ha dicho será analizado por científicos, y de ninguna manera será mostrado ni a la policía, ni a los Tribunales” (David, 1965, p. 180). Esta ambigüedad no es menor: no era para nada claro el estatuto de estos interrogatorios, ni el modo en que los mismos coincidían o no con la gestión de los datos registrales.
En todo caso preciso cuestionarse en este punto en qué medida tal noción de marginalidad, surgida en una sociología del delito que mantenía los conceptos de la “conducta desviada”, y la “proclividad a la infracción”, será reformulada o no, sin embargo, por las teorías de la rotulación y la criminología crítica de los años 80-90: las cuales remitirán precisamente a la norma social la exclusión previa del sujeto “etiquetado” o estigmatizado, que daría lugar por ende a la comisión de arbitrariedades por parte del poder de policía. En principio, esta inversión tiene una explicación clara. Se trataba ante todo, para los partidarios de la criminología crítica, de establecer una confrontación al régimen punitivista que venían a introducir las teorías del “costo social del crimen” propuestas por los neoliberales a fines del siglo XX. En este sentido, se debería considerar brevemente el problema de las críticas al régimen de los antecedentes penales, al modo de su circulación, a la forma parcial de su eliminación o cancelación, que encontramos en Grosso Galván y Oscar Blando a fines de siglo, y confrontarlas a la concepción “neoliberal” del delito.
Cabe, por último, señalar, además de (i) la formación de un registro de potencial humano (ii) la formación de una policía de la minoridad, y (iii) la formación de un historial-clínico criminológico, entre los años 60 y 70 se dió otro fenómeno. Se trata de que el discurso concierniente a la psiquiatrización de conductas institucionales que hallabamos en las Revistas y publicaciones sobre instituciones pedagógicas, no se limitó al campo educativo o a lo penal, sino también a la gestión administrativa en lo público y lo privado. Por ejemplo, en Marzo de 1976, la Revista de seguridad social publica un texto titulado La Gestión de la seguridad social: análisis de una meta directiva. Erradicación de los comportamientos buropático y burótico, texto publicado en España un año antes por Julián Carrasco Belinchón, dirigido más bien a los titulares de la gestión en las empresas privadas, pero también extendido, bajo un mismo modelo, a “entes gestores” de la administración pública (Revista-M, 1976, p.1-40). Este texto introduce una “psquiatrización” de los roles administrativos partiendo de que los gestores deberían identificar lo que se denomina un “doble tipo de comportamiento organizacional, que puede ser ocasión para reflexionar, si el mismo se da en los Entes gestores de la seguridad social” formulando lo que llama “el ideario o programa de medidas correctivas organizacionales y de pautas ideales de comportamiento” (Revista-M, 1976, p. 10). El gestor, dice, no debería adoptar una postura de mando unilateral sino consultar, ya que “para adoptar las decisiones que le competen, han de apoyarse en los asesores y expertos” (Revista-M, 1976, p. 11). De contrapartida el empleado y el beneficiario se encontraría en “la sensación de inseguridad en lo funcional y el estado emocional de ansiedad en lo personal (...) una actitud de enfrentamiento con el sistema al que pertenece (...) que se ve convertido en poco más de un nombre y un número (...) no tiene posibilidades de ascender y mejorar, y solo de vegetar (...) una posición de aislamiento psíquico, basado en creer que está rodeado de estupidez y malicia” (Revista-M, 1976, p. 12-13).
En apariencia, este último texto introduce una especie de esquema de “formalización” por “maximización” del cálculo de riesgos en lo que toca a la gestión publica y privada (Revista-M, 1976, p. 18): pero deriva de ello la “información” procesada de lo que denominan “directivas” que los gestores vendrían ejecutar sobre el “comportamiento” de los sujetos “administrados” para lo que denominan una “erradicación” de las conductas “incapacitadas”, y una reevaluación del personal en términos de un concepto que vendría a instalarse de allí en adelante: los recursos humanos. Junto con ello se imponía a su vez un modo diverso de elaboración de los datos registrados por las entidades administrativas que venía a denominarse como “computación” o “informática”, a través de una serie de textos que son utilizados26. Ahora bien, junto con estas dos nociones de “recursos humanos” y “gestión informática” , la crítica a la burocracia, un lugar común en el discurso social de los años 60 y 70, fue apropiada por los titulares de los “entes gestores” públicos y privados en términos de una “patologización” de los empleados y los prestatarios de los seguros sociales, en vistas a imponer la coerción por medio del régimen interventor de la administración bajo un imperativo autoritario: “es importante erradicar los comportamientos que hemos analizado, ya que si el buropático convierte en inoperante al directivo o mando que lo personifica, el burótico transforma en ineficaz al funcionario que lo protagoniza” (Revista-M, p. 40). Se alega aquí una “necesidad” de construir un “sub-sistema” que separe, por medio de una “decisión política” a las funciones de la gestión y las funciones del gobierno (Revista-M, 1976, p. 32-33). Aquí nos encontramos entonces, de forma explícita, con una “reforma” que apunta a intervenir en entidades de gestión introduciendo de forma coercitiva reglas implícitas y heterogéneas a las leyes administrativas, en vistas a “tomar decisiones” políticas sin observancia de los límites establecidos por el derecho, y a favorecer y castigar por el arbitrio del “gestor”.
Conclusión
Desde un punto de vista histórico y de la filosofía del derecho, la exigencia de reconstuir el punto en que las formas jurídicas, como son las garantías y recursos (amparo, defensa, excusación, habeas corpus) en vistas a la protección jurídica en procedimientos administrativos y de justicia pueden diferenciarse de modos de ejercicio del poder, en vistas a cuestionar en qué medida el derecho es capaz de limitarlos o modificar aspectos problemáticos de su funcionamiento. En este caso se trató de exponer (i) la extensión indefinida del registro de los “antecedentes” individuales sobre la vida sin una especificación del estatuto del derecho registral (toma de datos, circulación de información, etc.) que distinguiera con claridad entre lo público y lo privado, (ii) la transformación de las contravenciones en “normas de convivencia”, a la vez introduce entidades privadas en el ámbito público de forma problemática, y no define con claridad entre una pauta social más o menos implícita y una norma coercitiva. Esto nos lleva a considerar de forma problemática en qué medida, junto con las normas constitucionales, los códigos y las garantías que se ocupan de tutelar o “proteger” el “bien jurídico”, y de las limitaciones de los procedimientos de justicia, administrativos y gubernamentales a través de recursos de “defensa y amparo”, el “poder de policía”, si bien es limitado en vistas a garantizar el cumplimiento de los mismos, puede cobrar la forma de un “biopoder” que excede a estos, introduciendo puntos de indistinción entre lo público y lo privado.
Los aportes presentes, limitados a las fuentes teóricas referidas lo que toca a la documentación histórica, tratan de cuestionar en qué medida las transformaciones que dieron lugar a la emergencia de regímenes de facto en lo que toca al poder de policía y a las disciplinas sociales, en ciertos aspectos que tocan a las nociones de seguridad, tutela administrativa, contravención e infracción, no fueron desactivados o modificados constituyendo aparatos normativos correlativos a las formas jurídicas ordinarias. En primer lugar, se trata de reconstruir las formas de proceder del poder administrativo y gubernamental en lo público y lo privado que dieron lugar a formas anti-democráticas de ejercicio del poder en términos de la seguridad y el poder de policía. Esto, ante todo, para ser capaces de discernir su funcionamiento e impedir que las mismas se repitan, aunque sea en contextos y formas diversas, y por otro lado, en caso de que las mismas sigan en vigencia, para determinar en qué puntos y de qué modos es posible desactivarlas, limitarlas o modificarlas en los términos de su funcionamiento, lo cual es imposible si no hay una insistencia recurrente en cuestionar su misma existencia y su modo de operar, poniendo en debate su falta de coherencia interna y su coexistencia problemática con las normas constitucionales y los códigos. Esto es de particular importancia en lo que toca a la forma de las normas contravencionales convertidas en “normas de convivencia” sobre “faltas de conducta”, los registros de antecedentes sin restricciones claras sobre los aspectos singulares de la vida individual. Esto no es menor: ya que en la actualidad coexistimos con una serie de normativas que, sean o no aplicadas o implementadas con recurrencia, se mantienen vigentes y, en muchos casos operan por encima de sus limitaciones, sea por garantías, inmunidades o protecciones constitucionales, o por vías de recurso (defensa, amparo, habeas corpus). Nos encontramos entonces en este análisis histórico con un punto donde (i) el registro, la protección y la circulación de datos sobre la vida excede a las normas específicas del derecho registral, introduciendo entidades de gestión privada en instituciones de interés público, (ii) las normas contravencionales en torno al poder de policía son confundidas con pautas sociales de convivencia, introduciendo a la sociedad civil en la “policía de la minoridad”, (iii) las formas del procedimiento de pericia consultiva y de cumplimiento de la pena en vistas a una rehabilitación jurídica (opuesta a la inhabilitación) son modificadas por medio de un historial criminológico de tipo clínico que toma datos singulares sobre la vida de los individuos (iv) las formas administrativas de las instituciones pedagógicas y de gestión introducen pautas de coacción sobre la conducta y reglas de dirección de la conciencia (paralelos al consejo por experticia y la consulta de orientación): es en este punto que emerge, por encima del mismo derecho, un biopoder.
Fuentes
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Notas