Artículo Científico
LA ADMINISTRACIÓN ESPAÑOLA DE LAS COLONIAS AMERICANAS O LAS CONTRADICCIONES DE UN IMPERIO INSOSTENIBLE. UN ANÁLISIS DE LAS REFORMAS BORBÓNICAS Y SU IMPACTO EN LA FRACTURA DEL SISTEMA COLONIAL ESPAÑOL A FINALES DEL SIGLO XVIII
The spanish administration of the american colonies or the contradictions of an unsustainable empire. An analysis of the bourbon reforms and their impact on the fracture of the spanish colonial system at the end of the 18th century
AD-GNOSIS
Corporación Universitaria Americana, Colombia
ISSN: 2344-7516
ISSN-e: 2745-1364
Periodicidad: Anual
vol. 6, núm. 6, 2017
Recepción: 04 Marzo 2017
Aprobación: 10 Junio 2017
Resumen: A comienzos del siglo XVIII la monarquía hispánica dio inicio a una serie de reformas aplicables para todo el imperio pero con especial impacto sobre los territorios coloniales de América. Dichas reformas se implementaron sobre ámbitos tan diversos como la economía, la política, la administración terri- torial y la defensa y la seguridad del imperio, entre otros. El propósito de dichas reformas fue ejercer un mayor control sobre los territorios imperiales, buscando sacar mayor provecho de sus recursos y fortalecer las arcas de la Corona, al tiempo que se mejoraba la gobernabilidad. La ampliación y aplica- ción rigurosa de las reformas a partir del reinado de Carlos III (1759-1788) dieron lugar a una serie de tensiones entre la metrópoli y una buena parte de la población de los territorios coloniales afectada por las medidas, tensiones que profundizaron las contradicciones de un sistema que priorizaba los intereses de una parte en detrimento de los de la otra. Este trabajo constituye una reflexión acerca de la manera como medidas de tipo administrativo, aplicadas muchas veces sin considerar de manera integral los intereses y particularidades de las partes implicadas, constituyeron agentes de transforma- ción a nivel político, económico, cultural y social de profundas consecuencias tanto para la metrópoli como para las colonias.
Palabras clave: Reformas borbónicas, Carlos III, América hispánica, Independencias, Siglo XVIII.
Abstract: At the beginning of the eighteenth century the Spanish monarchy began a series of reforms applicable to the entire empire but with a special impact on the colonial territories of America. These reforms were implemented on areas as diverse as the economy, politics, territorial administration and the defense and security of the empire, among others. The purpose of these reforms was to exercise greater control over the imperial territories, seeking to take greater advantage of their resources and strengthen the coffers of the Crown, while improving governance. The extension and rigorous appli- cation of the reforms from the reign of Carlos III (1759-1788) gave rise to a series of tensions between the metropolis and a good part of the population of the colonial territories affected by the measures, tensions that deepened the contradictions of a system that prioritized the interests of one party to the detriment of those of the other. This work constitutes a reflection on how administrative measures, often applied without considering in an integral manner the interests and particularities of the parties involved, constituted agents of political, economic, cultural and social transformation with profound consequences for both the metropolis as for the colonies.
Keywords: Bourbon reforms, Carlos III, Hispanic America, Independence, 18th century.
Introducción
Las bases sobre las que descansa la prosperidad de una sociedad están dadas en buena medida por la manera en que administra sus recursos. A lo largo de la historia e incluso en la actualidad es relativamente sencillo encontrar grupos humanos de dimensiones variables y organizados en unidades políticas de distinto tipo que sin disponer de vastos recursos han sido capaces de proporcionar a sus individuos condiciones adecuadas de vida. Pero también aparecen situaciones en las que ingentes riquezas no garantizan mínimos vitales y mucho menos bienestar extensivo. Esto último es común en circunstancias en las que programas administrativos o reformas a los mismos des- conocen elementos fundamentales de los grupos sociales sobre los que buscan ser aplicados, así como características específicas de los entornos en que dicho grupos habitan (Claude & Álvarez, 2005).
De acuerdo con lo anterior, tanto el éxito como el fracaso de los diferentes sistemas adoptados por las sociedades para su administración constituyen un objeto de análisis del que se pueden extraer valiosas lecciones, reflexiones a través de las cuales exponer las relaciones de compleja causalidad entre factores que determinan el curso de acontecimientos y procesos, esto es, analizar las formas de administración como elementos de profunda transformación social allí donde son implementadas.
El presente artículo constituye una reflexión desde la historia sobre la administración, más
específicamente sobre la administración de territorios y recursos como elementos esenciales para el provecho de la sociedad o de sus grupos específicos. Recurriendo al análisis histórico basado en fuentes secundarias, se explora lo que fueron las reformas borbónicas del siglo XVIII, y de manera especial las que implementó el monarca español Carlos III y sus efectos sobre territorio colonial americano. Se parte entonces de la idea de la existencia de unas reformas, de lo cual se infiere natural- mente que existía un sistema administrativo al que había que hacer ajustes, entonces surge una primera pregunta sobre ¿Qué características de funcionamiento presentaba el sistema español de administración colonial antes del siglo XVIII que hizo necesarias las reformas? Dando por hecho también la aplicación de las mencionadas reformas, surgen dos preguntas más: ¿Qué estrategias de reorganización del sistema colonial español fueron implementa- das? ¿Qué efectos tuvieron dichas estrategias y las acciones desarrolladas sobre las sociedades coloniales?
A través de los siguientes apartados de este trabajo se plantean las respuestas a las preguntas formuladas, ubicando siempre en el centro de la reflexión la importancia de las políticas administrativas españolas como factores configuradores del orden social colonial; unas políticas cuyos efectos trascendieron al momento mismo de la aplicación de las reformas para pasar a ser verdaderos agentes de cambio a nivel social, político, cultural y económico, ya no solo de los territorios coloniales
Julián Andrés Lázaro Montes 15
en busca de la independencia de la metrópoli, sino también de la situación general del imperio español en ultramar.
Preliminares: del descubrimiento a las prime- ras formas de organización del Nuevo Mundo bajo la hegemonía hispánica
El descubrimiento de América constituyó un momento particularmente relevante, un punto de quiebre en la historia de la humanidad, puesto que significó la entrada en la escena de la economía global de un espacio con una extensión geográfica no imaginada, que albergaba una variedad y abundancia de recursos que constituirían un verdadero revulsivo para el dinamismo de las formas de producción e intercambio mundiales, y que solo posterior- mente, con las diferentes expediciones en los territorios recién descubiertos fue posible in- tentar imaginar. El encuentro con las nuevas tierras dio inicio a una reconfiguración no solo de los mapas existentes hasta finales del siglo XV, sino también de los imaginarios de los hombres, que debieron abandonar los paradigmas a través de los cuales habían observa- do el mundo y adaptar su visión a una nueva realidad ubicada en tierras tan distantes como promisorias (Gutiérrez, 1990).
Si bien es cierto que los primeros contactos de los españoles con las tierras recién descubiertas no los pusieron en relación con la vasta riqueza del Nuevo Mundo, en la medida en que múltiples exploraciones fueron profundizando en el conocimiento y la identificación de los rasgos del entorno americano se pudo concluir
que la empresa de Colón había significado la llave de acceso a un espacio cargado de recursos que demandaban una adecuada administración en provecho de la potencia española, principal beneficiaria del hallazgo. Así, casi una década después de la llegada de Colón al Nuevo Mundo se creó uno de los mecanismos a través de los cuales la Corona Española pre- tendió ejercer un control y una administración efectivos sobre todo lo relacionado con las tierras recién descubiertas, la Casa de Contratación de Sevilla, que inició sus operaciones a principios del siglo XVI (Álvarez, 2003).
Por otra parte y ya en lo concerniente al despliegue de funcionarios e instituciones en territorio americano, es importante señalar que los españoles no buscaron instalar un sistema administrativo totalmente novedoso, sino que aprovecharon las estructuras de control sobre las cuales se sostenía el poder de determina- dos grupos sociales al interior de las sociedades nativas. Es decir, las formas de administración de grupos dominantes en una buena parte de América Latina fue aprovechada por los españoles, quienes vieron la funcionalidad del aparato y recurrieron a ubicarse por encima de quienes ostentaban el lugar de la cúspi- de en la estructura piramidal nativa (Gruzinski, 2010).
Esta situación fue paulatinamente reconfigurándose, y la dominación española en el Nuevo Mundo adquirió formas distintas y no tan sólidas, sobre todo en la medida en que fueron llegando ya no solo conquistadores (prota-
gonistas en los primeros años de la Conquista), sino también colonos, principalmente españoles, pero también algunos franceses, italianos, portugueses y de otros orígenes. A lo anterior se suma la no menos relevante presencia de esclavos africanos, la parcialidad indígena, que aunque diezmada seguía presente, y, para completar la complejidad del nuevo panorama poblacional de América, los resultados de la combinación de todos los grupos humanos mencionados, con lo que el territorio americano dejó de ser un espacio homogéneo para convertirse en una zona donde las formas de control eran más nominales que reales, mu- chas veces simples formalismos ampliamente superados por dinámicas en extremo difíciles de contener (Wade, 2000).
Esa particular dinámica que adquirió el territorio colonial americano demandó nuevas y más depuradas formas de administración por parte de la Corona Española, buscando siempre obtener el mayor beneficio al menor costo, lo que la llevó a implementar sistemas complejos con una variedad de funcionarios en misiones muy diversas.
Sin embargo, con el paso del tiempo se fue desarrollando una lógica de funcionamiento del sistema administrativo que, más allá de los controles por parte de la metrópoli española y muy en contra de los intereses reales, otorgó cierta autonomía a las colonias. Esta situación tiene entre sus múltiples explicaciones las dificultades de ejercer un control efectivo desde la Península Ibérica, siendo que la distancia
geográfica entre metrópoli y colonias hacía en extremo difícil la regulación por parte de las autoridades peninsulares. Esos funcionarios que partían de Europa con destino al Nuevo Mundo en procura de cumplir con sus obligaciones, se veían muy pronto inmersos en las lógicas de venalidad y corrupción que constituyeron un sello distintivo del sistema de ad- ministración colonial de la monarquía hispáni- ca. Así las cosas, corrupción y dificultades para ejercer un control efectivo sobre los territorios coloniales constituyeron impedimentos para que el sistema administrativo que buscaba extraer el mayor beneficio posible para la metrópoli resultara a todas luces ineficiente.
Y es que junto con las dificultades para controlar de manera efectiva los territorios coloniales estaba la incapacidad de España de satisfacer las necesidades comerciales de la población en las colonias (Alcazar, Tabamera, Santacreu & Marimon, 2003). Desde los comienzos de la conquista la metrópoli había sido celosa en lo que respecta a las actividades de intercambio que podían llegar a desarrollar sus zonas de colonización. Así, en las primeras décadas del siglo XVI se llegó a prohibir la construcción en territorio americano de embarcaciones de transporte, quedando restringida su construcción a los astilleros de España, medida con la cual se buscaba evitar que la tenencia de este tipo de unidades hiciera viable cualquier forma de circulación de productos entre territorios cuyo propósito era, según consideraba la Corona, el de proporcionar sus riquezas a la metrópoli. Las crecientes dificultades de
conexión y aprovisionamiento de un espacio tan vasto como el Nuevo Mundo hicieron que la Corona Española cediera, aunque de mala gana, en algunas demandas de autonomía, que de todas maneras fueron insuficientes y que dieron paso entre finales de ese mismo siglo XVI y a lo largo del XVII a un amplio comercio intercolonial notablemente dinámico y que alimentaba la actividad económica de esta región del imperio (Azoumana, 2013).
El resultado de toda esa situación de desabastecimiento, ausencia de control y deficiente administración de la Corona fue el surgimiento de sectores de la población, nuevas elites criollas, que se beneficiaron de la dinámica comercial entre colonias. Eran terratenientes y comerciantes que se constituyeron como las verdaderas fuentes de poder económico, político y social, con quienes las autoridades reales, esto es, los funcionarios enviados a América por parte de la Corona Española para ejercer control, debieron entrar en negociaciones en lo concerniente a la ejecución de hecho, ya no solo en el papel, de las disposiciones emanadas desde Madrid (Alcazar, Taba- mera, Santacreu & Marimon, 2003).
A los anteriores factores y relacionado con ellos de manera estrecha se sumó el hecho de que el poderío marítimo español estaba siendo fuertemente desafiado por Inglaterra y otros países como Francia y Holanda, para los cuales no pasó desapercibido el potencial y los recursos de las nuevas tierras. De esta manera, la Corona Española debió orientar
también su sistema de administración colonial hacia la complementariedad con una logística de defensa frente a las permanentes violaciones a los espacios costeros y marítimos sobre los cuales, se suponía, debía ejercer absoluto control. América, sencillamente, era un territorio demasiado grande como para alcanzar a ser controlado y custodiado frente a las acciones de los rivales de España. En relación con esto último, ampliamente se ha estudiado el fenómeno del contrabando, que discurrió paralelo al de la piratería, considerados incluso como dos caras de una misma moneda y que pusieron en evidencia la fragilidad del sistema administrativo español al tiempo que contribuyeron a profundizar su crisis (Zambrano, 2007; Fuentes, 2013).
La llegada de los Borbones y los primeros intentos de reorganización administrativa del Imperio
El comienzo del siglo XVIII fue también el inicio de una nueva etapa para la monarquía hispánica, puesto que significó la llegada al poder de la casa de los borbones, quienes conscientes de la situación de crisis administrativa en la que se encontraba el Imperio Español avanzaron hacia la implementación de una serie de medidas cuyo fin último era la recuperación del control de los territorios coloniales y el máximo aprovechamiento de los recursos que seguía generando el Nuevo Mundo y los otros territorios imperiales, recursos que, debido a las deficiencias administrativas del sistema, estaban enriqueciendo a las potencias rivales, entre ellas Inglaterra, que evidenciaba cada
vez con más fuerza su agresiva política expansiva y la capacidad para llevarla a cabo. Se trataba entonces de una necesidad apremiante de organizar el territorio y de gestionar de manera adecuada los recursos para garantizar la continuidad del protagonismo español en el mundo.
Una de las principales medidas adoptadas por los borbones a comienzos de su reinado fue la reorganización espacial de su imperio, que para el caso específico del territorio americano lucía en buena medida descontrolado, con centros administrativos funcionando aceptablemente en apariencia pero con una capacidad de coerción sobre sus vecindades bastante disminuida y con menos posibilidades de control sobre zonas periféricas y distantes. Esta preocupación de los borbones por reorganizar y controlar el territorio explica en buena medida la creación en la primera mitad del siglo XVIII de nuevas unidades políticas, como por ejemplo el Virreinato de la Nueva Grana- da, cuyos primeros intentos de constitución se ubican hacia 1717, pero que final y formal- mente se erige poco más de 20 años después.
La reorganización política del territorio constituyó apenas una de entre varias estrategias implementadas por los borbones para fortalecer la administración de los territorios. El solo trazado de nuevas formas que dividieran y facilitaran el gobierno de los territorios era insuficiente para ejercer un control efectivo, y eso lo tenían muy claro los monarcas españoles quienes al tiempo que avanzaron en la
creación de unidades políticas impulsaron el fortalecimiento de la milicia y del funcionaria- do (Borchart & Moreno, 1995).
En el caso específico del fortalecimiento de la milicia, particular atención recibieron las zonas costeras, donde además de la necesidad de establecer control efectivo sobre el contrabando, que generaba cuantiosas pérdidas para la Real Hacienda, estaba la amenaza de ataques por parte de piratas apoyados muchas veces por las otras potencias rivales de España; y no menos importantes podían llegar a ser las incursiones de las flotas con bandera de esas mismas potencias, en la práctica ataques oficiales que bajo diversas excusas significaron incursiones de invasión y saqueos, algunas de ellas exitosas, en tanto que otras fracasadas, como sucedió con los ataques a Cartagena de Indias en 1741. Situaciones de este tipo y otras tantas que les precedieron a lo largo del siglo XVI pusieron en evidencia que la estrategia de control de los territorios coloniales pasaba también por el fortalecimiento los sistemas defensivos en puertos importantes, aquellos que por ser de particular relevancia para el comercio de España con sus colonias, don- de muchas veces se acumulaban los recursos para ser llevados a Europa, eran especialmente apetecidos por los enemigos de la Corona Española.
Estas necesidades especiales de los puertos dieron lugar a modificaciones administrati- vas al interior de los mismos virreinatos, que debieron destinar parte de sus recursos para
contribuir con la defensa de puntos neurálgicos del sistema colonial español. Es lo que sucedió con el caso de la ya mencionada Cartagena de Indias, sobre cuya situación en relación con los recursos del resto del Virreinato de la Nueva Granada hace referencia Adolfo Meisel Roca (2009):
Uno de los aspectos más sobresalientes de las finanzas virreinales de la Nueva Granada fueron las enormes transferencias que el resto de las cajas reales tuvieron que hacerle a sus puertos caribeños y, en especial, a Cartagena. Esas transferencias, conocidas como situado, representaron una carga onerosa para las provincias de uno de los virreinatos más pobres de América. A su vez, para el puerto de Cartagena el situado se convirtió en su sustento vital, no solo de sus finanzas públicas sino de toda su economía. (p.10)
En lo que tiene que ver con el envío de funcionarios reales desde España, los agentes de la Corona en las colonias americanas constituían uno de los pilares fundamentales de los intentos de reforma que se adelantaron en esta primera mitad del siglo XVIII, por lo que de a poco se estimuló su llegada y participación en los asuntos administrativos de los territorios americanos, aunque no de forma tan intensa como lo sería posteriormente, en la época de Carlos III. La llegada de nuevos funcionaros estaba muchas veces precedida por visitas de autoridades principales, delegados reales que
llegaban hasta las colonias a inspeccionar el funcionamiento de las instituciones de gobier- no y que daban lugar a detallados informes a partir de los cuales se tomaban medidas acer- ca de la continuidad o no de antiguos funcio- narios (no pocos de ellos corruptos) y la llega- da de nuevos delegados que dieran un giro a la situación allí donde más crítica parecía.
Carlos III y el fortalecimiento de las reformas La Guerra de los Siete Años (1756-1763), que enfrentó a varias de las potencias coloniales europeas, principalmente a Gran Bretaña con- tra Francia, y en la que España tuvo especial participación del lado francés, demostró a esta última la obsolescencia de su estrategia militar y de su sistema de fortificaciones, parti- cularmente frágil en los territorios coloniales. Esto dio lugar a múltiples inquietudes acer- ca de la necesidad de desarrollar un plan de reestructuración que hiciera posible la ade- cuada defensa de las colonias españolas fren- te al evidente interés expansionista de los in- gleses, que desde hacía mucho se mostraban interesados en ampliar su ya importante pre- sencia en aguas americanas y en los mercados del Nuevo Mundo.
La situación de riesgo en que se encontraban los territorios coloniales no pasó desapercibida ni se convirtió en un tema de poco interés para el nuevo monarca español Carlos III, quien lle- gó al trono justo en medio de la Guerra de los Siete Años, en 1759 (Sánchez-Blanco, 2002). Todo lo contrario, el nuevo soberano fue un abanderado de la implementación de refor-
mas administrativas de gran profundidad, y su gobierno sería recordado precisamente por el empeño y la particular disposición que puso en reorganizar el sistema imperial desde los elementos más básicos hasta las estructuras más complejas.
La idea fundamental estaba muy clara en la visión del monarca, la Corona Española era la cabeza de un imperio que estaba constituido por una metrópoli y unas colonias, teniendo cada uno de estos dos componentes del sistema unas funciones bien definidas. España, la metrópoli, estaba en todo el derecho (y también en el deber para fines de supervivencia y primacía como potencia), de explotar en su beneficio los territorios coloniales. Las colonias, por su parte, debían orientar su productividad de acuerdo a los intereses de la metrópoli, justificando de esta manera su existencia en procura de servir como base para la riqueza del imperio.
Para la Corona estaba claro también que las elites de las colonias debían ser conscientes y aceptar el estado de cosas en mención, puesto que si bien es cierto que la prosperidad del imperio era fundamentalmente la de la metrópoli, también lo era que en la medida en que esta última estuviera fuerte podría ofrecer protección a sus súbditos obedientes dondequiera que estuviesen, lo que aplicaba perfectamente para esas elites que, cada una en sus zonas de influencia, aparecían vulnerables frente a una población mayoritaria compuesta por negros,
indios, mestizos y demás, a la que mantenían bajo un régimen de explotación (Alcazar et al., 2003; Marchena, 1991).
La supuesta protección de esas elites pasaba necesariamente por su sometimiento a las disposiciones de la Corona, por el cumplimiento de las reformas administrativas proyectadas por el monarca y sus asesores ilustrados. Es preciso recordar que, como ya se mencionó en otro apartado de este trabajo, esas mismas elites habían adquirido la suficiente autonomía como para consolidar un poder económico a partir del comercio por fuera de lo permitido por las autoridades españolas (Meza, 2010). En ese orden de ideas, controlar a estos notables allí donde operaban como poder de facto era dar un paso importante hacia la reconstrucción de un monopolio comercial que podía llegar a reportar considerables ganancias a las arcas reales.
Pero el control de las elites no era suficiente, las reformas impulsadas por Carlos III apunta- ron también, como ya lo habían intentado sus antecesores, a la reorganización del territorio de tal manera que la población en ellos residente quedara integrada en el nuevo marco normativo. Los más de dos siglos de presencia peninsular en América habían dado lugar al surgimiento de múltiples núcleos de población, algunos de ellos concentrados en pequeños centros urbanos, en tanto que otros se encontraban dispersos por la variada geografía americana, quedando muchas veces al margen de las dinámicas administrativas estable-
cidas por la Corona. Tal vez una de las acciones más destacadas en lo que respecta a esta reor- ganización política del espacio colonial y que ejemplifica lo que sucedió en otros lugares de América fue la creación del Virreinato del Río de la Plata, en el año de 1776, que respondió precisamente a la necesidad de identificar y caracterizar territorios y poblaciones que debían estar al servicio del proyecto reformista (Wilde, 2003).
El reformismo también se ocupó de la propiedad de la tierra. Algunos años antes de la llegada de Carlos III al poder, entró en ejecución una Real Instrucción a través de la cual se obligaba a los propietarios de tierras adquiridas después de 1700 a presentar sus respectivas titulaciones o a asumir los riesgos de expropiación por parte de la Corona. Con la llegada del nuevo monarca la política en torno a la vigilancia y adecuada administración de las tierras se hizo todavía más fuerte. Los resguardos fueron especialmente protegidos, sobre todo frente a la amenaza de terratenientes que ansiaban las tierras que los componían. Vale señalar que la preocupación de la Corona no estaba tanto en preservar para los indígenas su medio de subsistencia, sino, más bien, en asegurar el tributo que estos últimos otorgaban a las arcas reales por la explotación de dichos territorios. De he- cho y como complemento a la política de protección de resguardos existentes, se prohibió la encomienda, esa figura que otorgaba poderes a un encomendero, que era español o criollo, para utilizar grandes grupos de nativos en la explotación de la tierra, con lo que muchos
de esos territorios pasaron a formar nuevos resguardos o a ampliar los ya existentes. En ese orden de ideas, la tributación de las comunidades nativas iba directamente a los agentes de la Corona, sin tener que trabajar para un encomendero.
Las reformas se hicieron extensivas hasta alcanzar otros sectores de la sociedad e instituciones representativas. La Iglesia fue una de ellas, y también sintió los efectos de los cambios administrativos que el gobierno de Carlos III quiso instaurar en los territorios coloniales. Uno de los cambios más representativos y con gran impacto sobre las relaciones entre las elites criollas y la Corona fue la limitación que hizo esta última sobre la capacidad de los criollos de ocupar altos cargos eclesiásticos. En la situación que se había configurado a lo largo de los dos siglos anteriores dichos cargos, al igual que otros de tipo político, se habían constituido como fuentes de corrupción y habían quedado en buena medida por fuera del control del Estado, situación que no había pasado desapercibida para los gobernantes españoles, y más específicamente para Carlos y sus consejeros ilustrados quienes, conscientes del poder no solo social sino también eco- nómico que había llegado a adquirir la Iglesia, orientaron sus esfuerzos organizativos hacia el propósito de hacer entrar en vereda a la institución. Bajo esta premisa, la Corona determinó que los más altos cargos eclesiásticos debían quedar exclusivamente en manos de peninsulares, gente de su confianza que desde las más altas jerarquías contribuyera a consolidar
el proyecto reformista de poner a las colonias al servicio de la metrópoli. De esta manera, los criollos quedaron excluidos de cargos de gran influencia social, generando un nuevo motivo de recelo hacia la monarquía.
Pero los cambios no se dieron únicamente en el nivel de las altas jerarquías. En el año de 1767 se expulsó a 2.500 jesuitas, a quienes se podría considerar como los protagonistas de base del poder eclesiástico en las colonias, puesto que, a diferencia de las altas jerarquías, el contacto de sus integrantes era mucho más estrecho con buena parte de la sociedad americana (Martínez, 2010). Para efectos prácticos esta medida se relaciona de manera estrecha con la limitación del acceso al poder eclesiástico de los criollos, puesto que muchos de los jesuitas expulsados tenían también ese origen y el resultado más evidente fue la pérdida de influencia de esta orden sobre la sociedad. Sin embargo, el asunto iba más allá, y la expulsión puede entenderse como una estrategia para debilitar la capacidad de responder de los je- suitas ante las medidas contra sus propiedades que se estaban gestando. Así las cosas, este tipo de acciones, en apariencia con fines de control social y cultural (los jesuitas eran en buena medida protagonistas de la formación educativa de nuevas generaciones de criollos) tenía un trasfondo donde lo económico tenían un gran peso, como se pudo apreciar con las otras medidas que en este ámbito se tomaron.
Para Carlos III y sus consejeros ilustrados es-
taba clara la función que debían cumplir las colonias de España como generadoras de re- cursos económicos de gran importancia para el sostenimiento de la estructura imperial y su normal funcionamiento. Esta función adquirió especial relevancia en un contexto en que la rivalidad que sostenía España con otras potencias de la época consumía grandes cantidades de dichos recursos. A esto es importante agregar el hecho de que, como en cualquier juego de suma cero, lo que la monarquía hispánica perdía, sus oponentes lo ganaban, sobre todo en lo que respecta a explotación de sus sistema colonial, acechado permanentemente por ingleses, franceses y holandeses, entre otros, que habían estado sacando provecho de las debilidades administrativas españolas, copando espacios donde la presencia de la metrópoli aparecía frágil.
Pero las dificultades en el aprovechamiento de los recursos en las colonias por parte de España no estaban asociadas solamente con agentes externos como los ya mencionados, la ausencia de efectivos controles al interior de las colonias en muchas de sus operaciones lesionaban, entre otros, el sistema de recaudo. Muchos de los productos más importantes que se daban en las colonias eran generados y administrados por particulares, y su circulación dejaba pocos réditos a la Real Hacienda, por lo que una de las medidas más fuertemente impulsadas por los nuevos reformistas fue la de establecer un monopolio sobre productos como el tabaco, el café, el azúcar y el cacao.
Otro aspecto importante dentro de la estrategia de administración colonial relacionado con la economía fue la reorganización del sistema de recaudación de impuestos que por diversas razones, entre ellas, estar en manos de particulares o ser objeto de diversas formas de evasión, habían estado generando mucho menos recursos de los que ordinariamente debían proporcionar a las arcas reales. Tal reorganización sucedió con la alcabala, impuesto que por su condición de ser cobrado sobre las compras y ventas de prácticamente toda la población, significaba una fuente de ingresos de gran importancia para el fisco.
Los impuestos también fueron utilizados de otras formas para generar riquezas a la Real Hacienda, no solo con su cobro riguroso sino a través de un uso más discrecional y ajustado a ciertas necesidades de la producción. Sucedió así con productos como la pólvora y el mercurio, los cuales quedaron exentos de gravámenes con el fin de facilitar su comercialización y que pudieran llegar a quienes se dedicaban a la extracción de plata, metal de particular relevancia para las arcas de la Corona Española (Llombart, 1994).
Otro de los aspectos interesantes de las reformas borbónicas fue la manera como se pasó a administrar el comercio exterior. En otro apartado de este trabajo se hizo mención tanto de las causas como de los efectos de las permanentes incursiones en los territorios americanos por parte de contrabandistas de diferentes países, incluyendo, lógicamente, a las potencias rivales de España, que muchas
veces en asocio con comerciantes criollos introdujeron mercancías en los mercados de las necesitadas colonias que se veían afectadas por las dificultades de la metrópoli para responder a sus demandas comerciales.
Si bien es cierto que a lo largo del siglo XVIII se buscó incrementar la seguridad para evitar el comercio ilegal, los ilustrados consejeros de Carlos III sugirieron atacar el problema de otra manera, esta vez no intentando perseguir a los comerciantes, tanto nativos como extranjeros, cuya actividad se veía alimenta- da al tiempo que estimulaba el contrabando, sino, más bien, ampliando las posibilidades de comerciar pero en un marco legal que por lo menos generara algunos recursos a la Corona (Esteban, 1991).
Una de las primeras acciones en el sentido de abrir posibilidades de comercio fue terminar en el año de 1765 con el monopolio que el puerto español de Cádiz había ejercido durante décadas sobre la circulación de mercancías hacia y desde territorio americano. A esto le siguió la apertura del comercio con otros puertos, y una década después ya eran 15 los puertos españoles conectados con 24 ameri- canos. A todo lo anterior se sumó el hecho de que entre 1774 y 1776 el comercio entre los territorios de Buenos Aires, Chile, Perú, Nueva Granada y México fue autorizado, con lo que la restricción al comercio entre colonias estaba prácticamente derribada, pasando a ser ahora un hecho lícito y con posibilidades de, por lo menos parcialmente, ser vigilado por el Estado (Schmit & Rosal, 2000).
Los resultados de estas medidas no se hicieron esperar, y entre los años 1778 y 1788, es decir, en cuestión de una década, el comercio se multiplicó por siete, y en adelante, aunque el comercio ilegal no desapareció completamente, sí se vio superado por el de tipo legal (San- tilli, 2013). De esta manera, la reorganización del comercio exterior a través de una apertura de múltiples puertos y la flexibilización de las condiciones del tráfico de mercancías constituyeron una fuente de ingresos nada despreciable para la Corona (Alcazar et al., 2003).
A partir de lo expuesto se puede concluir que las reformas borbónicas, y más específicamente las implementadas por Carlos III en procura de una mejor administración de los territorios coloniales y de las sociedades que los habitaban, consiguieron por lo menos en buena medida el propósito que buscaban. Sin embargo, la ejecución de las políticas reformistas planteadas de manera unilateral y sin atender a los múltiples intereses que se conjugaban en la dinámica administrativa de las colonias, terminó por generar una serie de tensiones entre grupos de la sociedad colonial y de las mismas colonias con la metrópoli que constituirían uno de los factores dinamizadores de los procesos que finalmente desembocaron en los procesos de independencia.
Los efectos de las reformas administrativas como consecuencias para los procesos independentistas
Aun cuando el propósito de reorganización administrativa que buscaban las reformas apun-
taba casi de manera exclusiva a la consecución del bienestar de la metrópoli, los beneficios para las colonias también fueron importantes, aunque el panorama estuvo lejos de ser ho- mogéneo, y la afectación o privilegios variaron considerablemente de grupo social en grupo social y de región en región.
Por ejemplo, puertos como Buenos Aires o La Habana, entre otros, resultaron particularmente beneficiados tanto por la dinámica mercantil como por las inversiones que se hicieron en ellos para responder a las nuevas necesidades logísticas y de seguridad que el incremento del comercio trajo aparejado. El contacto con distintos puertos de Europa también incidió en la movilidad y transferencia de bienes y personas que tomaron parte en los procesos de desarrollo de estos puertos a la luz de las nuevas realidades.
Pero de manera simultánea a este fenómeno que caracterizó a algunos puertos coloniales, sucedió también que en otras ciudades y puertos de regiones como Nueva Granada y Perú, se generó una inflación importante por cuenta del incremento de la producción de plata estimulada, como ya se vio, por la exención de impuestos en productos que facilitaban la extracción del metal (Mcfarlane, 1972). Esta situación afectó considerablemente a campesinos y trabajadores de las ciudades que veían cómo el dinero obtenido por su trabajo se tornaba insuficiente frente al constante incremento de los precios. A esta situación se sumó el agravante de la aplicación, con mayor rigor,
de la recaudación de impuestos también mencionada en el apartado anterior, y que gravaba prácticamente la totalidad de las actividades comerciales (Halperin, 1985). Así las cosas, los sectores populares de la sociedad colonial se vieron especialmente perjudicados por algunas de las medidas del paquete de reformas instauradas por Carlos III, lo que generó en ellos inconformidad con las disposiciones rea- les que en algunos casos desembocaron en fuertes revueltas que, más allá de que hayan sido sofocadas por las autoridades, evidenciaban un malestar en aumento.
En el otro extremo de la pirámide social colonial también se generaron efectos negativos a partir de la implementación de las medidas de reforma y reorganización administrativa. Como se recordará, la Corona entró a legislar sobre el tema de las tierras, específicamente en lo que respecta a su distribución para una mayor producción, y con esto último asegurar un aumento en el tributo, situación que no cayó muy bien en los terratenientes que, además de contar con amplias extensiones de tierra sacaban provecho del trabajo indígena a través de las encomiendas. Las medidas reformistas orientadas a estimular el trabajo indígena sobre territorios asignados y que los nativos tributaran directamente a la Corona fueron sentidas como un ataque directo sobre las elites de terratenientes, las cuales consideraron que se les estaba limitando su capacidad de seguir ampliando sus posesiones sobre los territorios de los resguardos, largamente anhelados y acechados, y que además se les
quitaba el privilegio de administrar el trabajo indígena a su acomodo y según sus intereses.
A esta situación se sumó el hecho de que la puesta en marcha de las reformas impulsa- das por la Corona requería de un cuerpo de funcionarios distintos al que consideraban corrupto y venal que había venido ejerciendo funciones en las colonias. Así, las necesidades de personal llevaron a que una buena cantidad de peninsulares llegara a territorio americano a ocupar los cargos administrativos que la Corona les tenía reservado para ejercer como sus representantes. Pero la presencia de estos peninsulares no se restringió a los cargos de la administración colonial, sino que fue fuerte también en la milicia y en la Iglesia, una estrategia claramente definida por la monarquía con la finalidad de ubicar a sus hombres de confianza en los cargos más importantes de las distintas instituciones de las colonias. De esa forma los criollos vieron cómo se limitaba su capacidad de ascenso social, y con ello sus posibilidades de influir de manera decisiva en la dinámica de gobierno de los territorios coloniales, una forma de desafío que les planteaba la Corona (Kuethe, 1991).
Además de los aspectos positivos y negativos ya expuestos del estímulo al comercio exterior de las colonias, un problema estructural de la misma metrópoli emergió nuevamente como uno de los efectos de mayor trascendencia de las políticas reformistas. Como ya había sucedido antes, el impulso a los intercambios comerciales de las colonias con la metrópoli
puso en evidencia las dificultades de esta última para suplir las necesidades de los territorios americanos, y sobre todo dejó claro que el papel de España terminaba siendo el de un intermediario entre las colonias y las potencias europeas en proceso de industrialización, entre ellas Inglaterra. Y aunque la metrópoli hubiera podido seguir ejerciendo su papel de intermediaria y tratando de sacar provecho de esta situación, la llegada del periodo de crisis de la monarquía con la invasión de los franceses a la península ibérica en la primera década del siglo XIX hizo en extremo difícil la comunicación con los territorios coloniales, dejando mucho más claro para los habitantes de estos últimos la necesidad de fortalecer su conexión con otras potencias. Los ingleses, que en ningún momento habían desaparecido de la escena comercial americana, ni en los momentos de mayor vigilancia de la Corona Española, se perfilaron como el nuevo gran socio para los mercados coloniales. Pero esta alternativa de abastecimiento para las colonias no contaba, como era de esperarse, con el respaldo de la monarquía, y de hecho pasó a convertirse en fuente de tensiones que alimentaron, en principio, el deseo de autonomía de las colonias, y finalmente la marcha hacia la independencia.
Consecuencia también de la nueva dinámica comercial fue el incremento en la circulación de información, ideas e imaginarios. Muchos de los jesuitas que habían sido expulsados, de origen criollo y protagonistas del movimiento cultural en las colonias, con importantes arraigos con las sociedades que por la fuerza de-
bieron abandonar, se mantuvieron conectados con ellas y contribuyeron en el desarrollo de un “americanismo criollo” que rechazaba las imposiciones reales (Rivas, 2005). Así, escritos como los de Paine y Washingnton, por mencionar algunos casos, se difundieron entre los criollos quienes además siguieron con detalle la manera como se desarrolló el proceso de independencia en Norteamérica, donde las colonias fueron capaces de romper con la metrópoli, una metrópoli inglesa que, a diferencia de la española, se presentaba sólida y que sin embargo no había logrado resistir el impulso independentista de sus colonias.
La revolución francesa también significó un estímulo para los imaginarios de los americanos. Dicho evento representaba una acción radical contra una monarquía cuyos excesos y malos manejos administrativos habían conducido al país a una situación de crisis, situación que, al modo de ver de una parte de las elites criollas de las colonias, se estaba reproduciendo en los dominios españoles de América (Núñez, 1989).
Relacionada también con la revolución francesa aparecieron los sucesos de la revolución de Haití, que en cierta forma se convirtió en una materialización bastante cercana de los temo- res de las elites en el resto de América Latina (Manigat, 2009). Los sucesos desarrollados en Haití en el marco del vacío de poder monárquico generado por la revolución francesa, que condujeron al levantamiento general de la población afroamericana y la instauración de
un orden social nuevo que desplazó a la elite blanca, fue un campanazo de alerta para las elites del resto de continente (Gómez, 2006). Se trataba entonces para los criollos de una lucha por su propia supervivencia, de prevenir que situaciones similares a las del caso haitiano ocurrieran y llegasen a derrumbar el status quo del cual, aunque con limitaciones, seguían sacando provecho. En ese sentido, la crisis de la monarquía española generada por la invasión de Napoleón debía reconducirse en favor de los intereses de las elites integradas por los criollos, tanto para evitar el derrocamiento del orden imperante como para buscar concesiones de la Corona en sus deseos de autonomía y participación en la administración de los territorios en los que residían.
Conclusión
Para España el descubrimiento del Nuevo Mundo constituyó desde las primeras décadas de exploración y colonización, un amplio escenario de posibilidades de beneficio económico a partir de los vastos recursos que allí se fueron encontrando. América representó la materialización del sueño de cualquier Gobierno, una fuente de abundante riqueza con la cual consolidar un régimen interno y además imponerse sobre sus rivales externos. En relación con esto último, por una parte, no hay que olvidar que poco antes del descubrimiento se había producido la expulsión de los moros de la península, proceso que dio paso a la unificación del reino bajo la corona de los reyes de Aragón y Castilla; por otro lado, potencias marítimas y comerciales como Inglaterra, Francia
y Holanda se erigían como serias amenazas al poder naval de España, por lo que los recursos encontrados en el Nuevo Mundo constituyeron una fuente de riquezas a partir de la cual consolidar un proyecto para competir con sus rivales en la escena política internacional.
El resultado de la rivalidad se trasladó a las aguas y tierras del Nuevo Mundo, y la competencia por el acceso a los recursos terminó por debilitar el control de la Corona Española, que muy pronto se mostró incapaz de ejercer una efectiva vigilancia sobre los territorios a los que había convertido en colonias. Pero la debilidad de España no era solo en términos de seguridad y defensa del territorio, era también en su capacidad para estar a la altura de las circunstancias comerciales y de abastecimiento de un territorio vasto, a lo largo del cual fueron surgiendo numerosos núcleos urbanos de diverso tamaño, situación que fue aprovechada durante buena parte de los siglos XVI y XVII por los rivales europeos de la monarquía hispánica, que empezaron a beneficiarse de los recursos que proporcionaba América.
Frente a este panorama, la llegada de la casa de los borbones al trono español a comienzos del siglo XVIII, se proyectó como el inicio de un periodo en el que la monarquía hispánica podría intentar retomar el control de manera efectiva sobre sus posesiones coloniales, sin embargo casi dos siglos de fragilidad habían debilitado considerablemente el sistema de administración español y al mismo tiempo habían dado lugar al fortalecimiento de sus ri-
vales en Europa, principalmente de Inglaterra. De esta manera, las reformas administrativas implementadas por los primeros borbones durante la primera mitad del siglo XVIII terminaron siendo tibios avances a todas luces insuficientes para el propósito de la Corona Española de organizar y controlar sus territorios obteniendo de ellos el mayor provecho posible.
La llegada al poder de Carlos III a mediados de siglo, quien radicalizó las reformas que ya se venían dando y puso en marcha otras más, constituyó un verdadero movimiento sísmico en amplios sectores de las elites coloniales y en la sociedad americana en general, beneficiando a unos y afectando a otros. Pero estas reformas no constituyeron más que un esfuerzo último, desesperado y en muchas ocasiones deficiente por parte de la Corona Española para retomar el control: eran los estertores del poder de una potencia que se percibía, de manera acertada, en una situación de rezago con respecto a las demás.
La intervención de la Corona y el intento de redireccionar procesos que llevaban más de un siglo siguiendo un cauce específico, chocó con los interese de las élites, que estaban llamadas a ser protagonistas de los procesos políticos, económicos, culturales y sociales en los territorios coloniales de ultramar. De esta manera, consideradas en su conjunto, las reformas constituyeron un estímulo a los procesos que finalmente desembocaron en la independencia.
A partir de todo lo anterior expuesto con detalle a lo largo de este trabajo, surgen preguntas cuyas respuestas terminan siendo simples especulaciones y no válidas sino como un sim- ple ejercicio imaginativo acerca de qué tipo de medidas habría sido menos traumático para el gobierno de los territorios americanos y la adecuada administración de sus recursos por parte de la Corona Española. ¿Habría sido posible adoptar un sistema de gobierno diferente? Probablemente sí, pero con dificultad, pues habría tenido que considerar aspectos fundamentales como las limitaciones para ejercer presencia en cada lugar de las colonias, la distancia de estas con respecto a la metrópoli que las dotaba de cierta autonomía, los conflictos internacionales de España que frac- turaban las comunicaciones y con ello las posibilidades de control, y, finalmente, los intereses de cada colonia y de sus elites de manera específica.
Ya para cerrar, es preciso señalar que casos como el de los territorios coloniales de España en el Nuevo Mundo aportan recursos de análisis que, aunque únicos e irrepetibles siendo que cada contexto histórico es distinto, constituyen formas de acercamiento a realidades sociales complejas en las que políticas administrativas deficientemente aplicadas, ignorando contextos, momentos, características de la población sobre la que se aplica y otros factores más, terminan siendo contraproducentes, tal y como lo ponen en evidencia las distintas sublevaciones en diferentes lugares del territorio americano y finalmente los procesos de independencia consumados algo más de medio siglo después de la llegada de Carlos III al poder.
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