Investigación
Luz de arco y luz incandescente: estética del alumbrado eléctrico en Bogotá, Colombia (1889-1919)
Arc light and incandescent light: aesthetics of electric lighting in Bogotá, Colombia (1889-1919)
DECUMANUS. REVISTA INTERDISCIPLINARIA SOBRE ESTUDIOS URBANOS.
Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, México
ISSN: 2448-900X
ISSN-e: 2448-900X
Periodicidad: Semestral
vol. 13, núm. 13, 2024
Recepción: 03 Febrero 2024
Corregido: 09 Octubre 2024
Publicación: 31 Octubre 2024
Resumen: Este artículo se propone rescatar la dimensión estética del alumbrado eléctrico bogotano a partir de un análisis comparativo entre las propiedades de la luz de arco y la luz incandescente desde la perspectiva de los usuarios y la opinión pública de la época. El método de análisis consiste en la selección de un conjunto de descripciones y categorías relacionadas con el alumbrado eléctrico, que permiten identificar los cambios de actitud de la ciudadanía hacia las lámparas de arco tras la llegada de las bombillas incandescentes, teniendo en cuenta los factores de intensidad y temperatura del color de ambas fuentes. Este trabajo concluye que la evolución tecnológica de los sistemas de iluminación eléctrica (durante este periodo) influyó en la formación de un sentido estético del alumbrado en los habitantes de Bogotá, cuyas condiciones de surgimiento, si bien difieren de otras ciudades latinoamericanas, pueden servir para futuras interpretaciones y comparaciones.
Palabras clave: Alumbrado eléctrico, Estética, Luz de arco, Luz incandescente, Bogotá.
Abstract: This article aims to explore the aesthetic dimensions of Bogotá’s electric lighting service through a comparative analysis of the properties of arc light and incandescent light, from the perspective of users and public opinion of the time. The analysis method starts with the selection of several descriptions and categories related to the public lighting service, in order to identify several changes in the citizenship attitudes toward arc lamps, following the introduction of incandescent bulbs, considering factors such as intensity and color temperature of both sources. This work concludes that the technological advancement of electric lighting systems (during this period) influenced the development of an aesthetic sense of lighting service among the Bogotá’s residents. Although the conditions of its emergence differ from those in other Latin American cities, these findings can serve as a basis for future interpretations and comparisons.
Keywords: Electric Lighting, Aesthetics, Arc Lighting, Incandescent Lighting, Bogota.
Introducción
Como campo de estudio especializado, podría decirse que la historia del alumbrado eléctrico en la ciudad de Bogotá se ha construido a partir de tres enfoques principales:
1. La historia del sector eléctrico en Colombia (De la Pedraja, 1985; Cuervo, 1992), que se ocupa de la dimensión técnica, económica e infraestructural del sector energético a escala nacional, con base en el análisis cuantitativo de cifras y estadísticas oficiales.
2. La historia de los servicios públicos en Bogotá, que estudia la evolución del servicio de energía eléctrica y alumbrado bogotanos desde la perspectiva de arquitectos, urbanistas, historiadores y entidades de la ciudad (Martínez, 1976; Cámara de Comercio de Bogotá, 1978; Vargas y Zambrano, 1988; Cuervo, Jaramillo, González y Rojas, 1988). Asimismo, cabe destacar una reciente interpretación histórica del proceso de electrificación en Colombia, desde el caso particular del fracaso de The Electric Light Company y su sistema de alumbrado.
3. La historia empresarial de la energía eléctrica que, a pesar del trasfondo corporativo que la sustenta, ha desarrollado dos puntos de vista interesantes, con estilos y metodologías diferentes. Se trata, por un lado, de una “crónica de la luz” (Santos y Gutiérrez, 1985) que narra las vicisitudes del servicio de alumbrado público en Bogotá a raíz de los acontecimientos políticos nacionales del siglo XIX, así como de una serie de publicaciones, informes y reportajes sobre los eventos internacionales más importantes en materia de iluminación eléctrica. Por otro lado, aparece la Historia de la Empresa de Energía de Bogotá, dirigida por el historiador Juan Camilo Rodríguez (1999), en la que se presenta una mirada de larga duración (1896-2000), resultado de un minucioso trabajo de archivo en los fondos documentales de la Empresa. Derivado de esta investigación, surge la iniciativa del Instituto Distrital de Patrimonio Cultural (2006) para publicar una versión condensada y de carácter divulgativo, con ocasión de los 111 años de servicio eléctrico en la capital colombiana, y que además reúne un importante archivo fotográfico conservado en el Museo de Bogotá.
Cada uno de estos enfoques define sus propios marcos conceptuales y metodológicos, y con ello prefigura el alcance de los resultados que, por la naturaleza misma de sus objetivos, se han concentrado en los aspectos cronológicos, técnicos, cuantitativos, político-administrativos y económicos de la historia del alumbrado eléctrico en Bogotá. Sin embargo, pese a la diversidad de metodologías, hasta el momento no ha habido suficiente interés en profundizar la dimensión estética del alumbrado eléctrico. Esto es, analizar las condiciones de surgimiento de una conciencia pública sobre los atributos y las cualidades de la luz eléctrica, en relación con determinados valores sociales, políticos y culturales que marcaron el espíritu del desarrollo urbano de la capital colombiana, tales como la civilización, la Patria, el progreso, la modernidad, la higiene y la moralidad católica.
El interés por la dimensión estética del alumbrado eléctrico en Bogotá nace de un conjunto de citas, comentarios y apreciaciones publicados en la prensa de la época, que contribuyó a la formación de esa conciencia especializada sobre ciertos factores luminotécnicos, como la intensidad luminosa y la temperatura del color. Además de ello, tales apreciaciones produjeron un cambio de actitud hacia la tecnología empleada para iluminar los espacios (interiores y exteriores) en términos de su capacidad y pertinencia para satisfacer las nuevas necesidades y expectativas de la población.
Por ejemplo, a propósito de la Primera Exposición Internacional de Electricidad (París, 1881), el diario La Reforma tradujo los comentarios de un notable ciudadano francés, en los que resalta la belleza de una
luz dulce y dorada… tan fija i tan quieta, tan cariñosa para la vista, [que] ha sido civilizada en cierto modo, acomodada a nuestros hábitos, [a diferencia de los] focos deslumbrantes, centelleantes, duros al ojo, ruidosos, que cambian sin cesar de intensidad y de tonos, variables y pálidos. (Santos y Gutiérrez, 1985, p. 73)
Gracias a este tipo de comentarios y observaciones de carácter “poético” fue como los bogotanos adquirieron conocimiento sobre las diferencias luminotécnicas entre la sutileza de las bombillas de filamento incandescente (Edison) y el deslumbramiento de las lámparas de arco voltaico (Thomson-Houston), aun cuando las últimas ni siquiera brillaban en las calles de la ciudad. El progreso de la urbe en materia de alumbrado significaba, por tanto, la implementación de tecnologías que, desde el punto de vista de las necesidades de la cultura europea y norteamericana, comenzaban a caer en desuso.2 La opinión pública permitió que la ciudadanía se enterara de las diversas aplicaciones de la iluminación eléctrica, sin recurrir todavía a herramientas más sofisticadas de medición y evaluación de los factores de intensidad y temperatura del color de la luz.3
En efecto, una de las mayores desventajas de la iluminación de arco voltaico era la dificultad para ser empleada en interiores, debido a la intensidad que podía generar una sola lámpara en comparación con la leve potencia de las bombillas de filamento. El dispositivo de Edison había marcado un punto de inflexión en la historia de la iluminación eléctrica al permitir que los usuarios controlaran la intensidad de la luz acorde con sus necesidades, particularmente en el ámbito doméstico; si bien ambas tecnologías se basaban en el principio de incandescencia,4 la patente de Edison logró superar con creces a la competencia en cuanto a economía, eficiencia y diseño.5
En consecuencia, la prensa no solo dio a conocer los avances en iluminación eléctrica a nivel internacional: además funcionó como vehículo de crítica y apreciación de la utilidad pública y privada de tales avances en el marco de los procesos políticos, económicos y culturales de la ciudad. Por lo tanto, el término “estética” no se refiere únicamente a los aspectos visuales, formales u ornamentales del alumbrado eléctrico, sino a la valoración práctica de las fuentes de luz como correlación entre: a) las características luminotécnicas, económicas y materiales de los sistemas de iluminación empleados; b) los usos y necesidades de los espacios públicos y domésticos; y c) los valores sociales vinculados con las propiedades de la luz eléctrica desde la perspectiva de usuarios, expertos y administradores urbanos. Se trata, entonces, de un concepto relacional que comprende los cambios de actitud de los habitantes de la ciudad hacia su entorno material, en la medida que “cambia la necesidad que la determina y cambia, a su vez, el objeto, que la satisface” (Sánchez Vásquez, 2005, p. 22).
El presente trabajo tiene como objetivo analizar la relación entre estética y tecnología en el caso del alumbrado eléctrico bogotano durante un periodo de tres décadas que inicia el 7 de diciembre de 1889, con el primer ensayo oficial de la luz eléctrica en la ciudad, y termina a mediados de 1919, con las iluminaciones decorativas de la Plaza de Bolívar en conmemoración de los Centenarios de la Independencia, la Batalla de Boyacá y la Coronación de la Virgen de Chiquinquirá como Reina de Colombia. Para ello, el análisis se divide en tres momentos en los cuales se estudia la relación de la sociedad bogotana con el alumbrado eléctrico, a través de las referencias a los factores de intensidad luminosa y temperatura del color, difundidas en diarios y revistas, crónicas literarias, actos administrativos y publicaciones conmemorativas, que constituyen el corpus primario de la investigación, sin olvidar las interpretaciones de la literatura secundaria ya citada. Por otra parte, el artículo integra una serie de imágenes como método de análisis alternativo del sentido estético del alumbrado, entre las que se incluyen mapas, ilustraciones, anuncios publicitarios, fotografías y obras de arte de la época. Con lo anterior, se espera contribuir a la fundamentación de una categoría y metodología de análisis del alumbrado eléctrico urbano que hable de la significación social del dispositivo tecnológico desde la perspectiva de la experiencia de los usuarios.
De la penumbra al encandilamiento: los primeros años de la luz de arco en Bogotá (1889-1896)
La sensación generada por las noticias sobre las Exposiciones Internacionales de Electricidad de París (1881) y Londres (1882) hizo que la opinión pública de Bogotá indagara soluciones efectivas para concretar el deseo de establecer el alumbrado eléctrico en las calles. La luz eléctrica constituía una verdadera revolución tecnológica con respecto a los sistemas de iluminación artificial tradicionales, dado que lograba prescindir por completo del elemento combustible de la llama gracias a los descubrimientos científicos sobre las propiedades incandescentes de la electricidad. La luz de los faroles de gas, por ejemplo, al igual que la producida mediante otros combustibles como el petróleo o el aceite, poseía la característica de ser una luz cálida y débil. No era casualidad que el escritor argentino Miguel Cané describiera en sus Notas de viaje (1882) las bondades de la escasa iluminación producida por “el farol de luz mortecina [que pendía con] su triste posición de ahorcado” en las esquinas de la ciudad (1907, p. 140). Por su parte, en septiembre de 1882, el Diario de Cundinamarca decía acerca de las Exposiciones de Electricidad que la luz eléctrica resultaba más económica de producir y a la vez más higiénica que la luz de gas, ya que “no da olor, ni vicia ni calienta el aire, i no ahúma los techos i paredes” (Santos y Gutiérrez, 1985, p. 70).
A pesar de las vicisitudes y los conflictos de intereses entre la Compañía de Gas y la llegada de la electricidad, la instalación de postes y cableado eléctrico en las calles continuó lentamente su marcha durante la década de 1880 a la espera de una compañía capaz de suministrar la tan anhelada luz. Si en 1882 la “luz mortecina” de los faroles de gas apenas cubría de dorada opacidad las calles de Bogotá, en 1887 la administración municipal ya estudiaba la distribución de los focos de luz eléctrica, con centro en la Plaza de Bolívar, de forma tal que estuviesen ubicados en las intersecciones de las calles para proporcionar una iluminación homogénea dentro del radio de alcance del circuito. Dichos focos hacían referencia a un total de 90 lámparas de arco, repartidas entre la Plaza de Armas (Calle 1) y la Calle 26 en sentido sur-norte, por toda la Carrera Séptima, de acuerdo con un criterio de densidad lumínica que privilegiaba un orden social donde ciertas zonas “eran consideradas más importantes que otras” (Herazo, 2019, p. 89). Mientras que entre las calles 10 y 13 podían instalarse alrededor de 7 y 8 focos por calle, las demás calles solo tenían entre 1 y 5 focos. Así, la distribución de las primeras redes de alumbrado eléctrico correspondía a una cartografía lumínica de la organización socio-económica del espacio urbano (Figura 1). De manera que el interés estético de la ciudad dependía del sentido social del gusto (Bourdieu, 2010) de las élites bogotanas.
A finales de la década, la ciudad se preparaba para un nuevo intento de iluminación eléctrica por parte de la Bogotá Electric Light Company y desde ese momento los diarios solicitaban que los postes de madera “consultaran más elegancia” en un futuro (Santos y Gutiérrez, 1985, p. 85). Finalmente, la noche del 7 de diciembre de 1889, vísperas de la Inmaculada Concepción, en medio de expectativas y temores justificados, el centro de Bogotá se iluminó no solo más de lo habitual, sino de un modo peculiar: además de la iluminación general de gas y petróleo, los asistentes al evento, agolpados en la Plaza de Bolívar y sus inmediaciones, prodigaron su entusiasmo en un carnaval pirotécnico sin precedentes. Las lámparas de arco protagonizaron esta fiesta del progreso en una fecha por lo demás significativa para un pueblo profundamente católico.6 La acción de los alambres conductores y los capacetes de las lámparas produjeron en la imaginación de los asistentes el efecto de unos “paraguas luminosos” (Santos y Gutiérrez, 1985, p. 86). Infortunadamente, el estreno de esta “maravilla de la ciencia moderna” acabó en un trágico incendio provocado por el mal uso de los juegos pirotécnicos (El incendio del 7 de diciembre de 1889, 1889, p. 86).
Al año siguiente aparecieron diversos comentarios en torno al nuevo alumbrado. Se decía al mismo tiempo que las lámparas de arco prestaban “azulados resplandores” a la ciudad y que su luz era “blanca, limpia y potente”, lo que le permitiría lanzar “hasta considerable distancia su apacible resplandor de luna” (Colombia Ilustrada, 1890, p. 156); además, no se oponía al alumbrado de gas, dado que “la luz eléctrica hasta hoy es solo aplicable a las vastas extensiones” (Santos y Gutiérrez, 1985, p. 88). Asimismo, se supo que el entonces Teatro Municipal —ya extinto— fue el primer recinto de la ciudad iluminado con luz de arco, dejando en evidencia algunos “secretos femeninos de tocador [debido a] la crudeza de su blanquecina luz” (El Telegrama, 1890, citado en Santos y Gutiérrez, 1985, p. 88).
Aquella promesa de los 90 focos eléctricos de alta intensidad (1800 bujías) se hizo realidad solo hasta marzo de 1890 (Figuras 2 y 3). Ello no implicó la desaparición de las otras fuentes de iluminación, ya que la difusión de la red eléctrica era restringida (Vargas y Zambrano, 1988). Así pues, en sintonía con las aspiraciones de electrificación del alumbrado, la prensa no solo se ocupaba del funcionamiento técnico del sistema, sino que también se mostraba interesada en las cualidades de la luz y su impacto en el imaginario colectivo al describir poéticamente la ciudad con su “traje de novia, vaporoso, elegante y romántico”, por el cual ya se empezaría a “olvidar cómo era nuestra Santa Fe, de sabrosa pero oscura recordación” (El Reporter Ilustrado, 1890, pp. 4-5). Resulta interesante ese deseo de olvidar el aspecto de la “vieja” Santa Fe, de linternas y faroles, cuya tenebrosidad era felizmente disipada por los focos de la luz eléctrica. A propósito, el destacado cronista Pedro M. Ibáñez escribía hacia 1915:
El alumbrado público es suficiente y hace olvidar a los viejos santafereños que en las noches oscuras y tenebrosas de los meses lluviosos tenían que proveerse de un farol y de una vela de sebo para transitar por las desiertas y mal pavimentadas calles de la capital. (Ibáñez, 1923, p. 522)
Se entiende entonces que, para los bogotanos, la luz eléctrica contribuía a materializar el deseo de dejar atrás el aspecto bucólico de la ciudad para vestirse de cosmopolita y así dar la impresión de que allí reinaba la paz como condición sine qua non del progreso.
Ahora bien, no había terminado de consolidarse la iluminación de arco en la ciudad cuando ya la opinión pública deseaba disfrutar del alumbrado incandescente y de esos “globitos de vidrio, que parece ligera espuma de jabón [y de los que brota], con solo apretar un botón o mover un manubrio, una luz delicada y perfecta”, en reemplazo del incómodo gas (Colombia Ilustrada, 1891, p. 361). En 1892, surgían las primeras propuestas de iluminación eléctrica con “3000 bombillas incandescentes de 16 bujías cada una para edificios públicos y privados” (Herazo, 2019, p. 116). Sin embargo, Bogotá aún contaba con tres tipos diferentes de alumbrado público: el petróleo, el gas y la electricidad (Santos y Gutiérrez, 1985, p. 97). Dentro de esta última, la luz de arco, pese a sus limitaciones, ya era una realidad en las calles, a diferencia de las bombillas incandescentes, que todavía eran la representación tecnológica de una realidad social extranjera configurada a través de la prensa y la opinión pública locales.
Por otra parte, la luz eléctrica sobrevivió al levantamiento del artesanado bogotano, el 15 y 16 de enero de 1893, sucesos que marcaron la muerte definitiva del petróleo (Santos y Gutiérrez, 1985, p. 105; Vargas y Zambrano, 1988, p. 51). Según las fuentes escritas, los 90 focos eléctricos que desde el principio se habían instalado en la ciudad fueron respetados en su integridad. Al respecto, el famoso Plano Topográfico de Bogotá, levantado por el ingeniero Carlos Clavijo (1891, reformado en 1894),7 dio a conocer por primera vez la ubicación puntual de cada uno de los “focos eléctricos” —el mapa muestra 92—, donde se constata que estos fueron instalados en las esquinas cada cierto número de cuadras, conservando la lógica de concentración del alumbrado en aquellas zonas de mayor importancia socioeconómica. En este caso, es claro que la distribución de las potentes lámparas de arco —de intensa luz blanca— tenía como ejes principales el tramo que va desde la Plaza de Armas hasta el Panóptico (en sentido sur-norte por la Carrera Séptima) y desde la plazoleta de Egipto hasta la Estación del Ferrocarril de la Sabana (en sentido oriente-occidente por las calles 10 y 11) (Figura 4).
En resumen, la paulatina electrificación del alumbrado público en Bogotá inició con la introducción de la tecnología de arco voltaico y su desarrollo estuvo en gran medida condicionado por los intereses comerciales de la Compañía de Gas, cuyas estrechas relaciones con la administración de la ciudad impidieron en varias ocasiones la puesta en marcha de los primeros intentos de iluminación eléctrica. Desafortunadamente, la Bogotá Electric Light Company no cumplió las expectativas ni satisfizo las necesidades de alumbrado tanto público como privado. Primero, debido a razones técnicas y económicas relacionadas con el mantenimiento de las lámparas de arco8 —cuyos carbones importados debían cambiarse a diario— y la baja demanda en el mercado para usos industriales. Segundo, por el factor de la intensidad de la luz que, a pesar de sus virtudes higiénicas y económicas, era imposible adecuarla a las necesidades de los espacios interiores, por lo que el alumbrado de gas todavía tenía razones para permanecer en los hogares. Aquellas veces en que la luz de arco fue implementada en recintos públicos y culturales, como teatros y salones de banquetes, generó en el público efectos contrarios a lo esperado, captando rápidamente su atención hacia las bombillas de filamento.
Bajo estas circunstancias, el interés estético del alumbrado público tiene que ver, en parte, con la transformación física del paisaje urbano como resultado de la instalación del nuevo mobiliario, compuesto por postes de madera de tamaño variable y largas extensiones de cables aéreos que conectaban esquinas opuestas para que, sobre estos, pendieran las lámparas de arco con sus característicos capacetes troncocónicos (Figuras 2 y 3).9 Pero a las características de la infraestructura eléctrica del alumbrado, se suman las cualidades sensibles de las fuentes luminosas, desde el punto de vista de la percepción subjetiva de los usuarios. Según las descripciones anteriormente citadas con respecto a la introducción del alumbrado eléctrico, podría decirse que la opinión pública bogotana era testigo de la transformación de una oscura aldea colonial a una ciudad moderna y cosmopolita. En este primer momento de la evolución del alumbrado eléctrico, el sentido estético del servicio se configura a partir del contraste, por un lado, entre la blanquecina intensidad de la luz eléctrica en general versus la tenue calidez de la luz de gas; y, por otro lado, entre la violencia deslumbradora de la luz de arco y la suavidad de la luz incandescente.
Ahora bien, solo hasta 1896, cuando los señores hijos de don Miguel Samper10 fundan la Compañía Samper Brush, lograron sentarse realmente las bases materiales para la consolidación del servicio de energía eléctrica en Bogotá gracias a la adopción del sistema de generación hidráulico basado en el aprovechamiento de las caídas de agua del río Bogotá, en el predio El Charquito, a pocos kilómetros del icónico Salto de Tequendama. Por lo pronto, tras una serie de intentos fallidos por electrificar el alumbrado, Bogotá experimentaba lentamente el tránsito de la cálida penumbra de los faroles combustibles al singular encandilamiento intermitente de las lámparas de arco.
La luz incandescente de los Samper Brush y la estética del Centenario (1900-1910)
Bogotá ingresó al siglo XX sin alumbrado público eléctrico. Desde 1892, se había estudiado la posibilidad de comprar el material de la Bogotá Electric Light Company, que finalmente cesó sus actividades entre 1901 y 1902 (Herazo, 2019, pp. 90-91). No obstante, a partir del 6 de agosto de 1900, la Compañía Samper Brush suministró luz incandescente a los hogares más acomodados de la ciudad y luego, en 1903, se convertiría oficialmente en la Compañía de Energía Eléctrica de Bogotá (CEEB). Su primer presidente, Santiago Samper Brush, fijó como meta sustituir las lámparas de arco voltaico por bombillas incandescentes debido a su versatilidad para iluminar espacios interiores sin herir la vista ni causar accidentes (Vargas y Zambrano, 1988, p. 52).
A comienzos del siglo, Bogotá se alumbraba cada vez con más bombillas incandescentes. La ciudad pasó de tener aproximadamente 10 000 focos en 1905 —distribuidos entre hogares, fábricas y talleres— a 22 000 en 1909 (Vargas y Zambrano, 1988, pp. 52-53). Aun así, más allá del incremento en la cobertura del alumbrado, persistía la cuestión sobre qué tan bien iluminadas se encontraban las calles de la ciudad y cómo se podría mejorar su calidad desde una perspectiva ornamental. Surgía entonces la necesidad de definir algunos criterios técnicos básicos para el mejoramiento de la calidad del alumbrado incandescente.
En 1908, tras una larga y complicada serie de conversaciones con el gobierno municipal, se logró alumbrar la Calle de la Carrera11 con lámparas de tungsteno, bajo la promesa de extenderla a otros lugares de la ciudad (Vargas y Zambrano, 1988, p. 52). Siguiendo la teoría luminotécnica del artista y diseñador Bruno Munari (2004), estas lámparas reciben su nombre debido al “delgado filamento de tungsteno que se pone incandescente por el paso de la corriente eléctrica”, generando una luz de color “blanco cálido, semejante a la luz de la puesta del sol” (p. 355) equivalente entre 2500 K y 2900 K.12 Asimismo, el físico Clarence Rainwater (1971) señala que el color de la luz de una lámpara incandescente depende de la temperatura del filamento, “de modo que la luz tiende a ser más rojiza que la luz solar (5750 K)” (p. 22) (Figura 5). En efecto, los cronistas bogotanos de la época comentaban que las características de la luz de las lámparas incandescentes se ubicaban a medio camino entre la “turbia, raquítica y titilante” iluminación de gas (Santos y Gutiérrez, 1985, p. 110) y la deslumbrante blancura de la luz de arco. Su intensidad sería la más apropiada, por ejemplo, para trabajos de escritorio,13 y al mismo tiempo se creía que la luz incandescente tenía la capacidad de “ahuyentar a los rateros, tranquilizar a los niños miedosos, [consolar] a los enfermos y alegrar el hogar” (Rodríguez, 1999, p. 179). En consecuencia, podemos imaginar los alcances emocionales y comportamentales de un tipo de iluminación que, como este, suscitaba nuevos afectos, transmitía otros valores y respondía estratégicamente a los intereses políticos, económicos y sociales de determinados sectores de la ciudad, gracias a un mayor control sobre la intensidad luminosa y el tono de la luz, en contraste con los demás sistemas de alumbrado. Veamos.
Previo a los festejos del Centenario (1810-1910), la CEEB realizó un inventario de los suministros de alumbrado, en el que se muestra una importante diferencia en el número de lámparas de arco y bombillas incandescentes: tan solo 3 lámparas de arco de 1000 bujías, 14 de 600 bujías y 2 de 300 bujías, versus 23 848 bombillas incandescentes de 10 bujías cada una, distribuidas por las zonas más concurridas de la ciudad. Sin embargo, según la opinión pública, las calles de Bogotá aún presentaban un aspecto “triste y fúnebre” (Vargas y Zambrano, 1988, p. 53). De modo que los hermanos Samper Brush aprovecharon la singular ocasión para alumbrar el conjunto del parque donde tendría lugar la Exposición Nacional Agrícola e Industrial del Centenario de la Independencia (1910), para lo cual se construyó una serie de quioscos y pabellones de diversos estilos en los que predominaba claramente la influencia de la “arquitectura de exposición” europea (Borda Tanco, 1911, p. 10). Asimismo, la Plaza de Bolívar, la Plaza de Nariño, el Parque de Santander, Los Mártires, San Diego, la Avenida Colón (Calle 13) y la Calle de la República (Carrera 7) fueron favorecidas por el “espíritu patriótico” de los nuevos empresarios de la luz.
Pero la contribución más significativa de la familia Samper Brush, en el marco de las fiestas centenarias, fue la donación del Quiosco de la Luz, el primer edificio construido con cemento nacional producido por la fábrica de los mismos dueños y que constituye una réplica casi exacta del belvedere del Pequeño Trianón de Versalles (Francia).14 Este Quiosco, de estilo neoclásico, alojó en su interior la planta de energía eléctrica que hizo posible tanto la realización de actividades nocturnas como la demostración del funcionamiento de diversas tecnologías eléctricas (Comisión Nacional del Centenario, 1911, pp. 340). De esta manera el Quiosco de la Luz se constituyó en símbolo del progreso y el civismo de la Patria.15
Las luces del Centenario se encendieron todas las noches a las 7:00 p. m. La Junta organizadora solicitó a todos los habitantes de la ciudad que decorasen sus casas con banderolas y las iluminaran en las noches del 19, 20 y 24 de julio. Una “variedad de luces, así como la elegancia de su arreglo” (CNC, 1911, p. 16) generó en el público diversas reacciones con respecto a la significación sociocultural del espectáculo. El “entusiasmo patriótico”, la “suntuosidad” y la “elegancia” de aquella noche patria del 20 de julio se vivieron a la luz de las bombillas que la Compañía Samper Brush había instalado en calles, salones de banquetes y teatros (p. 180). Con motivo de la inauguración de la Exposición Nacional (23 de julio), el señor Miguel Triana comparó efusivamente el paisaje “iluminado como el día por millares de focos eléctricos” con el Campo de Marte de Versalles y el Palacio de Cristal de Londres al ver cómo “la maravilla europea” se había trasladado por arte de magia a Bogotá (p. 215). A su vez, los pabellones estaban adornados “con bombillos de colores en todas sus aristas y cornisas”, los cuales “se proyectaban sobre la arboladura del bosque”, y las fuentes luminosas situadas frente al Pabellón de la Industria producían interesantes efectos de lluvia multicolor (p. 215) (Figuras 6 y 7).
A pesar de todo el entusiasmo, lo cierto es que Bogotá apenas fue una “Ciudad de la Luz” (Instituto Distrital de Cultura y Turismo, 2005) el poco tiempo que duraron las fiestas patrias: al finalizar estas, la ciudad retornó a su acostumbrada penumbra. Al año siguiente, el alcalde Manuel M. Mallarino remitió oficios al Concejo Municipal de Bogotá (CMB), solicitando la instalación del alumbrado incandescente en los parques Santander, Centenario y Los Mártires, por parte del Gobierno Nacional. Las razones aducidas por el señor alcalde para sustentar esta solicitud llaman la atención porque develan el marco valorativo en que se inserta la utilidad del servicio para el conjunto de la ciudad, a saber: la accesibilidad nocturna de los parques, la conservación de la moralidad pública, el aseo y el cuidado de los espacios; todos ellos valores cívicos fundamentales de la cultura urbana moderna. La CEEB vio con buenos ojos esta solicitud y, en consecuencia, decidió seguir prestando su servicio “gratuitamente y en obsequio de la fiesta Nacional” (Concejo Municipal de Bogotá, 1911, folio 617). Pasados los actos conmemorativos, la CEEB solicitó al alcalde Mallarino el aviso de permanencia o no del alumbrado de los tres parques. El Concejo buscó la posibilidad de rebajar los costos de cada foco, frente a lo cual la empresa respondió negativamente por no disponer de “lámparas de menor poder” y que, en caso de que las tuviese, el servicio desmejoraría y pondría en riesgo la moralidad ciudadana. Las autoridades deciden prescindir momentáneamente del alumbrado público en dichos parques, bajo el argumento de que la “fría atmósfera” de la ciudad “nos hace ver que no es una necesidad el conservar abiertos y por consiguiente alumbrados los parques públicos” (folio 620 a y b).
En adelante, las fiestas patrias seguirían representando una oportunidad inmejorable para la iluminación y decoración de las principales calles de la ciudad, así como la fachada de algunos edificios públicos. De ahí que, en julio de 1919, Bogotá fuese el escenario de una nueva conmemoración del Centenario de la Independencia (1819-1919).16 Esta vez, el señor Raimundo Rivas, presidente de la Sociedad de Embellecimiento de Bogotá (SEB),17 solicitó al Concejo de la ciudad hacer todo el esfuerzo por mantener el servicio de luz, principalmente en gran parte del Paseo Bolívar, los parques de Los Mártires y Centenario, la Plaza de Chapinero y la Avenida 7 de Agosto, si bien “no en la profusión con que [estuvo] instalado [para la fecha], pero sí con la suficiente para evitar los daños e inmoralidades que a favor de las sombras se desarrollan en aquellos lugares” (Sociedad de Embellecimiento de Bogotá, 1919). Así pues, con la aprobación del alcalde Santiago de Castro, se ordenó el arreglo de “las instalaciones de servicio de la Calle 1a. a la Carrera 6a. al oriente”, toda vez que la CEEB estaba dispuesta a continuar prestando el servicio sin inconvenientes, o sea “patrióticamente” (CMB, 1919). Posteriormente, se celebraría el centenario de otra importante fecha nacional, la Batalla de Boyacá (7 de agosto de 1819),18 en la que las Plazas de Bolívar y Caldas sobresalieron por la belleza del alumbrado conmemorativo.
Hasta aquí, las repercusiones estéticas de la sustitución de la luz de arco por bombillas incandescentes no solo se reflejaron en un cambio de la percepción del espacio urbano —público y privado—, sino también en la paulatina activación de la vida nocturna, pero sobre todo en la configuración de un imaginario del progreso de la ciudad y, por extensión, del país. La luz eléctrica de los Samper Brush se convirtió en un símbolo de la modernidad tecnológica de la capital. La Exposición del Centenario fue el escenario idóneo para exhibir los primeros frutos del progreso industrial de la Patria, a imagen y semejanza del movimiento universal de las exposiciones industriales europeas, con el ánimo de producir una ilusión de modernidad mediante la movilización de “los afectos de la gente a través de espectáculos visuales, [acudiendo] al impacto visual más propio de la modernidad: la luz eléctrica” (Castro-Gómez, 2009, p. 32). Al respecto, vale recordar que, si bien la luz de los Samper representa un hecho técnico de grandes repercusiones sociales y culturales para la ciudad, fue en el contexto de la Exposición del Centenario de 1910 que los bogotanos entraron en contacto “con una forma muy elaborada y refinada de arte” (Rivadeneira, 2016) y conocieron el valor estético de la luz en cuanto metáfora del advenimiento del impresionismo, gracias al pintor Andrés de Santa María, quien fuera el director de la Exposición Nacional de Bellas Artes en el mismo año (Figura 16).
En este orden de ideas, el éxito de la CEEB impulsó la modernización y el embellecimiento del alumbrado público en los sectores privilegiados de la ciudad, haciendo evidente la función social y política de la iluminación tanto en la vida cotidiana —con la vigilancia, seguimiento y control de las prácticas nocturnas de los ciudadanos en aras del orden público—, como en la celebración de eventos especiales de interés nacional, al servir como dispositivo y metáfora del vínculo entre la Patria y el Progreso.
Entre modernidad y tradición: los valores estético-sociales de la luz incandescente (1911-1919)
A partir de la segunda década del siglo XX, comienzan a circular en diferentes periódicos y revistas de la ciudad anuncios publicitarios de la CEEB relacionados con la oferta de lámparas de filamento metálico (Figuras 8, 9 y 10). En principio, estos anuncios no incluían ilustraciones del producto, sino únicamente texto, incluyendo precio, capacidad técnica y nombre de la compañía. Posteriormente, aparecieron nuevos anuncios, esta vez de la competencia, que además del texto sí incluían ilustraciones del producto. Estos pertenecían principalmente a las empresas alemanas Osram19 y AEG,20 y la estadounidense Wallace, reconocidas en el mercado precisamente por su gran despliegue gráfico y publicitario. Allí se observa que la presencia de las ilustraciones aporta más información sobre la variedad de diseños y economías de las lámparas como estrategia de persuasión para los clientes (Figuras 11, 12, 13, 14 y 15).
La introducción del alumbrado incandescente suscitó una singular preocupación por la “imagen” de la ciudad. De nuevo, la conciencia estética del espacio público dependía en gran parte de los efectos ambientales producidos por el alumbrado incandescente en los diferentes espacios del centro urbano, más allá de su dimensión utilitaria. Si de lo que se trataba era de mejorar las condiciones de vida de la ciudad —y el alumbrado público contribuía a ello desde el punto de vista del orden, la seguridad, el comercio y la moralidad nocturnas— era necesario transformar las condiciones materiales del servicio en concordancia con las necesidades de los usuarios. Entre 1911 y 1913, la administración municipal instó a la sustitución de los antiguos postes de madera por “torres de hierro” (Rodríguez, 1999, p. 195) y acordó con la CEEB la distribución de la intensidad luminosa del alumbrado público teniendo en cuenta los principales focos de actividad en la ciudad, como la Plaza de Bolívar, el Capitolio Nacional, la Avenida Colón, la Plaza de Nariño y el pasaje de la Carrera Séptima, entre calles 7 y 25. Dentro de las actividades desarrolladas en estos lugares destacan tertulias callejeras, celebraciones religiosas, juegos y atracciones infantiles, mercados populares, lustrabotas y venta de periódicos. Asimismo, se ordenó la sustitución de las lámparas de filamento de carbón de 10 bjs. por lámparas de filamento metálico, mucho más económicas y eficientes, y se estipuló que el servicio de alumbrado funcionaría todas las noches desde las 6:30 p. m. hasta las 5:30 a.m. (pp. 189-190). Por último, la solicitud de los habitantes del prestigioso barrio de Chapinero —al norte de la ciudad— fue finalmente atendida y en julio de 1913 se inauguró el alumbrado incandescente con motivo de una nueva fiesta patria (p. 218).
Más adelante, en 1916, el Concejo de Bogotá ordenó la colocación de “una serie de candelabros de bronce” como requisito previo al proceso de asfaltado del costado occidental de la Plaza de Bolívar, obedeciendo tanto a requerimientos técnicos, como a “necesidades estéticas tendientes a mejorar el ornato de la ciudad” (Rodríguez, 1999, p. 246). En todo caso, la modernización del alumbrado eléctrico era parte fundamental de las obras de embellecimiento de la urbe. De hecho, algunos miembros de la junta directiva de la CEEB estuvieron vinculados con la fundación de la Sociedad de Embellecimiento de Bogotá, en marzo de 1917, siendo su primer presidente don José María Samper Brush.
Entre tanto, la apreciación estética del alumbrado eléctrico hallaba sustento en razones técnicas y científicas. A comienzos de 1915, el ingeniero civil Alberto Borda Tanco había publicado un artículo en el que establecía un conjunto de “indicaciones mínimas” para el correcto uso del alumbrado eléctrico en espacios interiores, introduciendo por primera vez el elemento de la comodidad como criterio de validación técnica y social del dispositivo: “No tan suave a la vista como la del aceite y acetileno —dice—, la luz eléctrica constituye sin duda el alumbrado más cómodo e higiénico” (Borda Tanco, 1915, p. 241). Se trataba de una luz fresca que “no vicia el ambiente ni eleva su temperatura”, ideal para “gabinetes, bibliotecas y cuartos de trabajo” debido a la proximidad con la luz solar “por su naturaleza y brillantez” (p. 242). Puesto que “la variación de intensidad luminosa en las lámparas [era] bastante marcada”, se sugería el empleo de “pantallas de colores” para mitigar los rayos cuando fuera preciso” (p. 242). Pantallas en unos casos o reflectores en otros, para Borda Tanco ante todo había que subordinar “la elegancia y la decoración a la comodidad e higiene”. Interesante distinción entre elegancia y comodidad, que tiene que ver, entre otros aspectos, con el manejo de la intensidad luminosa de las lámparas, en el sentido de no aumentar su potencia sino su número, para garantizar “tonos claros, uniformes y suaves en los parámetros [sic.]21 y el techo” (p. 242). Con lo anterior, se muestra cómo la progresiva especialización del conocimiento sobre las propiedades de las fuentes de iluminación —o luminotecnia— repercutió, finalmente, en el afianzamiento del criterio para la disposición física y visual de los espacios, pero también en la cualificación de la experiencia de los usuarios que los habitan.
En este sentido, la estética del alumbrado eléctrico constituye un concepto relacional que articula: (i) la dimensión técnica y económica de los dispositivos de iluminación; (ii) los usos y necesidades de los espacios; y (iii) la experiencia de los usuarios en términos de higiene y comodidad. Aquí, la estética no se refiere a la decoración o embellecimiento formal de los lugares ni tampoco a la manera en que la luz afecta el comportamiento de las personas, sino más propiamente a la creación de las condiciones de visibilidad óptimas para el desarrollo de la actividad doméstica, laboral y de ocio. Aunque la valoración ornamental del alumbrado “se subordina” a la funcionalidad de la luz en los espacios interiores, ello no niega el valor sensible de la iluminación eléctrica. Antes bien, la idea del ingeniero Borda de provocar en el usuario una sensación de comodidad y bienestar a partir del buen uso de las fuentes lumínicas merece ser considerada en los antecedentes de la historia del diseño de iluminación en Colombia.
La década de 1910 finaliza con dos nuevas fiestas nacionales en las que las instalaciones eléctricas, compuestas por miles de bombillas incandescentes, serían las protagonistas de la noche: una, de carácter religioso, la Coronación de Nuestra Señora de Chiquinquirá como Reina de Colombia (8 de julio de 1919); y la otra, de índole político-militar, la conmemoración del Centenario de la Batalla de Boyacá (7 de agosto de 1819).22 Similar al Centenario de 1910, la luz eléctrica adquirió en ambos contextos una significación especial —más allá de su utilidad cívica y urbanística—, íntimamente ligada a los mitos y las imágenes fundacionales de la Patria y el Progreso (Figuras 17, 18, 19, 20, 21 y 22). Una vez más, la Plaza de Bolívar fue el epicentro de los alumbrados, en los que cabe destacar tanto las luces de los escaparates de la primera planta del Palacio Liévano y algunos avisos luminosos alusivos a negocios particulares, como la iluminación del frontispicio del Capitolio Nacional donde resalta “la fecha gloriosa del 7 de agosto” (El Gráfico, 1919, p. 271).
Así pues, tenemos que, a diferencia de las indicaciones del ingeniero Borda para la iluminación de interiores, en el caso de las celebraciones públicas, la estética del alumbrado persigue otros valores y criterios, tales como una iluminación abundante, intensa, numerosa, monumental, simbólica y espectacular. Quiere decir que, dependiendo del lugar y la ocasión, un mismo sistema de alumbrado eléctrico, como el incandescente, es dispuesto de un modo particular según el efecto que se quiera generar o el mensaje que se quiera transmitir al conjunto de los usuarios/ciudadanos. De manera que la progresiva especialización de las aplicaciones del alumbrado eléctrico en la ciudad refleja la división entre los usos de los espacios exteriores (públicos) y los requerimientos de los espacios interiores (domésticos).
Conclusiones
A lo largo de estas tres décadas, Bogotá no cambió mucho sus costumbres religiosas, pero sí de alumbrado eléctrico. Los efectos de esta transformación tecnológica se evidenciaron a nivel físico, simbólico y social: el paisaje urbano adquirió otro aspecto con la instalación —y paulatino mejoramiento— del mobiliario de alumbrado público; las noches adquirieron un carácter distinto —aunque ambiguo— para la gente y las fiestas nacionales —patrias o religiosas— sirvieron como escenarios de exhibición de las últimas tecnologías de iluminación al alcance de la ciudad. De esta manera, pasamos revista a tres momentos clave en la formación de un sentido estético del alumbrado urbano en Bogotá: Primero (1881-1889-1896): el surgimiento de una conciencia inicial sobre las cualidades y atributos de diferentes tipos de iluminación: de una parte, el reemplazo del gas por la electricidad, y de otra, la sustitución de las lámparas de arco por bombillas incandescentes. Segundo (1900-1910): la visibilización de las repercusiones sociales, políticas y morales de la introducción y consolidación de la luz incandescente en detrimento de la luz de arco; la lenta activación de la vida nocturna y la configuración de un imaginario del progreso de la urbe. Tercero (1911-1919): la especialización del conocimiento sobre los aspectos luminotécnicos de las fuentes de iluminación y los requerimientos de los espacios, en relación con determinados criterios de evaluación desde la perspectiva de la experiencia del usuario, tales como la higiene y la comodidad (Borda Tanco, 1915).
De este modo, el debate alrededor de las diferencias entre la iluminación de arco y la iluminación incandescente dio lugar al surgimiento de una conciencia pública, técnica y moral de los espacios y las actividades nocturnas, gracias a una particular interpretación axiológica de las propiedades físicas de la luz eléctrica y sus efectos fisiológicos, emocionales y comportamentales sobre el público en general. El fracaso de las lámparas de arco frente a las bombillas incandescentes —por no decir el triunfo de estas sobre aquellas— fue el resultado de una serie de condiciones técnicas, económicas y administrativas desfavorables, pero también lo fue de un cambio de actitud ante los criterios que en un principio rigieron la instalación y distribución de los focos, pasando de una mirada cuantitativa sobre la cobertura de las redes de alumbrado, hacia un interés por la calidad de la iluminación y la cualificación de la experiencia de los usuarios; cambio que determinó el surgimiento y la circulación de un conjunto de categorías empleadas para designar el tipo de ambiente o percepción que proporcionan cada uno de los alumbrados, según sus particularidades. Por último, cabe insistir en la pertinencia de la dimensión estética de los sistemas de alumbrado urbano como categoría y metodología de análisis que permite interpretar la relación subjetiva de los usuarios con las tecnologías de iluminación en un contexto histórico, social y cultural específico.
Referencias
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Notas
Notas de autor
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