Historiografía y Teoría Política
FREDERICK JACKSON TURNER, “EL SIGNIFICADO DE LA HISTORIA”, WISCONSIN JOURNAL OF EDUCATION XXI (1891): 230-256*
FREDERICK JACKSON TURNER, “THE MEANING OF HISTORY”, WISCONSIN JOURNAL OF EDUCATION XXI (1891): 230-256**
Ciencia Nueva, revista de Historia y Política
Universidad Tecnológica de Pereira, Colombia
ISSN-e: 2539-2662
Periodicidad: Semestral
vol. 1, núm. 2, 2017
Recepción: 15 Febrero 2017
Aprobación: 09 Junio 2017
Publicación: 22 Agosto 2017
Las concepciones de la historia han sido casi tan numerosas como los hombres que han escrito sobre ella. Para Agustine Birrell, la historia es un espectáculo con el propósito de satisfacer nuestra curiosidad. Bajo el toque de un artista literario, el pasado vuelve a vivirse de nuevo. Como otro Próspero, el historiador sacude su vara mágica y en las calles desérticas de Palmira suenan los pasos de artesanos y oficiales, los guerreros batallan entre sí, las torres en ruinas se levantan mágicamente y la vida entera de generaciones que han estado desde hace mucho bajo el polvo, reviven de nuevo en las páginas de un libro.
La narrativa y artística prosa de los eventos pasados es el ideal de aquellos que ven la historia como literatura. A esta clase pertenecen los literatos románticos que se esfuerzan por darle a la historia el color y la acción dramática de la ficción, que no vacilan en pintar a un personaje más blanco o negro de lo que realmente fue a fin de que crezca el interés en la página; que convierten los datos grises en vivaces, que crean situaciones impresionantes que, en pocas palabras, tratan de hacerlas realidad como un ideal del éxito de Walter Scott. Así es el historiador Froude, del cual habla Freeman:
El estilo más ganador, las metáforas exquisitas, las ingeniosas frases en lenguas vernáculas, serán hechas a un lado si se empeñan en probar que alguno de los dos lados de un triángulo no siempre es más grande que el tercer lado. Cuando se empeñan en probar que un hombre cortó la cabeza de su esposa un día y que se casó con su criada a la mañana siguiente por el puro amor a su país, la paradoja les hará ganar seguidores.
Así es el lector de esta clase de historia, del cual Seeley escribe:
Para él, por arte de magia, los debates parlamentarios deben ser siempre alegres, los oficiales hombres fuertes y de carácter interesante. No debe haber nada que les recuerde el bluebook o el law book, nada común o prosaico; pero estará sentado, como en un teatro, mirando el espléndido escenario y los disfraces. Nunca será llamado a estudiar o juzgar, sino únicamente a imaginar y disfrutar. Sus reflexiones, según lee, deben ser precisamente aquellas del lector de novelas, y preguntará: ¿está bien dibujado este personaje? ¿Es verdaderamente entretenido? ¿Está bien sustentado el argumento del relato? ¿Y discurre adecuadamente hacia el desenlace?
Pero después de todas estas críticas debe alegrarnos admitir que, en sí mismo es un estilo interesante, incluso una forma pintoresca de presentación, no debe condenarse, toda vez que la veracidad de la esencia, antes que la vivacidad del estilo, sea el fin que se pretende. Pero dando por sentado que un hombre puede ser poseedor de un buen estilo que no se sale de control, también en el interés del impulso artístico o la causa del partido, todavía conserva diferencias en cuanto al propósito y método de la historia. Para toda una escuela de escritores entre quienes encontramos algunos de los grandes historiadores de nuestro tiempo, la historia es el estudio de la política, es decir, política en el alto significado del término según Aristóteles, es decir todo lo relativo a la actividad del Estado en sí. “La historia es el pasado de la política y la política es el presente de la historia”, dice el gran autor de The Norman Conquest. Maurenbrecher, de Leipzig, habla en tonos no menos inciertos; “la cúspide de los estudios históricos es la historia de la política”; y Lorenz, de Jena, afirma: “El campo propio de la investigación histórica, en el mejor sentido del término, es la política”. Dice Seeley: “El historiador moderno trabaja en la misma tarea así como Aristóteles en su Política”. “Estudiar Historia es estudiar, no únicamente una narrativa sino al mismo tiempo estudios teóricos”. “Estudiar Historia es estudiar problemas”. Y así un gran círculo de investigadores rigurosos, con verdadero método científico, han expuesto la evolución de las instituciones políticas, estudiando su crecimiento como el biólogo debe estudiar la semilla, su germinación, la flor y el fruto. Los resultados de estas labores deben apreciarse en obras monumentales como aquellas de Waitz sobre las instituciones alemanas, Stubbs, sobre la historia constitucional inglesa, y Maine, sobre las instituciones primitivas.
Existe otra creciente clase de historiadores para quienes la historia es el estudio del crecimiento económico del pueblo, cuyo propósito es mostrar la propiedad, la distribución de riqueza, la condición social de la gente, son los factores subyacentes y determinantes para ser estudiados. Esta escuela, cuyos aventajados eran liderados por Roscher, ya habiendo transformado la economía política ortodoxa mediante su método histórico, ahora va a reescribir la historia desde el punto de vista económico. Quizás la mejor expresión inglesa de las ideas de esta escuela se encuentra en la “Interpretación económica de la historia” de Thorold Rogers. Él realmente demuestra que “muy a menudo la causa de los grandes eventos políticos y de los grandes movimientos sociales es económica, y hasta ahora no ha sido detectada”. Para mí es tan importante el principio fundamental de esta escuela que deseo citar del Sr. Rogers una ilustración específica de este nuevo método histórico.
En los siglos XII y XIII —explica— hubo numerosas y bien frecuentadas rutas desde los mercados del Indostán hasta el mundo occidental para el transporte de los codiciados productos orientales tales como condimentos para las dietas toscas y, a menudo insalubres, de nuestros antepasados. Los principales puertos a los que se trasladaban estos productos eran Seleucia (últimamente llamada Licia) en el Levante, Trebisonda, en el Mar Negro, y Alejandría. Estos productos orientales fueron recogidos en estos puertos principalmente por los comerciantes venecianos y genoveses, y transportados sobre los caminos de los Alpes hasta el Danubio superior y el Rin. La corriente del comercio no era profunda ni amplia, sino que era singularmente fecunda, y todos los que tienen conocimiento de la única historia que vale la pena conocer, saben lo importantes que eran estas ciudades en la tardía Edad Media.
En el transcurso del tiempo, todos menos uno de estos caminos habían sido bloqueados por los salvajes que desolaron Asia Central. Por lo tanto, el objetivo de las naciones occidentales más emprendedoras era llegar, de ser posible, a la retaguardia de estos bandidos destructores, descubriendo un largo paso marítimo hacia el Indostán. Todo el comercio oriental dependía de que el camino egipcio se mantuviera abierto y este camino restante ya estaba amenazado. El comienzo de este descubrimiento fue obra de un príncipe portugués. La expedición de Cristóbal Colón fue un intento de descubrir un pasaje a la India por el mar occidental. Por una curiosa coincidencia el pasaje del Cabo se duplicó y el Nuevo Mundo se descubrió casi simultáneamente. Los descubrimientos no se efectuaron demasiado pronto. Solimán I (1512-1520), sultán de Turquía, conquistó Mesopotamia, las ciudades sagradas de Arabia y anexó Egipto durante su breve reinado. Esta conquista bloqueó el único camino restante que conocía el Viejo Mundo. Al mismo tiempo los prósperos artesanos de Alejandría fueron destruidos. Egipto dejó de ser el corredor del Indostán. Descubrí que debía haber alguna causa que hasta entonces había sido insospechada en el repentino y enorme aumento de precios en todos los productos orientales al final del primer cuarto del siglo XVI, y encontré que debe haber provenido de la conquista de Egipto. El río del comercio se secó rápidamente. Las ciudades que habían prosperado gracias a él fueron arruinadas gradualmente, al menos en lo relativo a esta fuente de su riqueza, y el comercio del Danubio y el Rin cesó. Las ciudades italianas cayeron en una rápida decadencia. Los nobles alemanes, que se habían incorporado entre los burgueses de las ciudades libres, se empobrecieron y se entregaron al obvio recurso de reembolsar sus pérdidas saqueando a sus residentes. Luego vino la guerra de los campesinos, sus feroces incidentes, su cruel represión y el desarrollo de aquellas sectas salvajes que desfiguraron y detuvieron la Reforma alemana. La batalla de las pirámides, en la que Selim ganó el sultanato de Egipto para los turcos de Osmanli, trajo la pérdida y la miseria a miles de hogares donde nunca se había oído hablar de aquel evento. Son tales hechos los que la interpretación económica de la historia ilustra y expone.
Visto desde esta posición, el pasado se llena de nuevo significado. El punto focal del interés moderno es el cuarto estado, la gran masa del pueblo. La historia ha sido un romance y una tragedia. En ella leemos los anales brillantes de unos pocos. Las intrigas de los tribunales, el valor de los caballeros, los palacios y las pirámides, los amores de las damas, las canciones de los juglares y los cánticos de las catedrales transcurren como un espectáculo, o permanecen como un hilo de música mientras pasamos las páginas. Pero la historia también tiene su tragedia, que habla de los degradados cultivadores de la tierra, de los trabajos que otros pueden soñar, de la esclavitud que hizo posible la “gloriosa Grecia”, la servidumbre en la que decayó la “gran Roma”. Estos también exigen sus anales. Mucho más a menudo de lo que se ha demostrado hasta ahora estos hechos económicos subyacentes que afectan a los sostenes de la nación, han sido el secreto del auge o su caída, al lado de lo cual gran parte de lo que ha pasado como historia es una simple frivolidad.
Pero no debo agotar la lista de concepciones de la historia. Para una gran clase de escritores representados por Hume, el campo de la escritura histórica es un campo en el que se librarán los actuales debates partidistas. Whig es luchar contra Tory y el partido elegido por los escritores es ser victorioso a cualquier costo por la verdad. No nos faltan estos historiadores partidarios en América. Para Carlyle, el héroe-devoto, la historia es el escenario en el que algunos grandes hombres representan sus papeles. Para Max Müller, la historia es el texto mediante el cual se enseña una lección. Para el metafísico, la historia es el cumplimiento de unas pocas leyes primarias.
Claramente podemos elegir entre muchos ideales. Si ahora nos esforzamos por reducirlos a algún tipo de orden, encontramos que en cada época prevalece un ideal diferente de la historia. Para la historia salvaje es el cuero cabelludo pintado, con sus representaciones simbólicas del valor de las víctimas; o es la leyenda de los dioses y héroes de su raza, trata de explicar el origen de las cosas. De ahí el vasto conjunto de mitologías, folclor y leyendas, en las que ciencia, historia y ficción se mezclan; el juicio y la imaginación inextricablemente confundidos. Con el paso del tiempo llega el instinto artístico y la escritura histórica toma la forma de La Ilíada, o el Cantar de los nibelungos. Todavía tenemos en estos escritos los reflejos de la edad imaginativa y crédula que creía en la divinidad de sus héroes y escribía lo que creía. La facultad artística y crítica encuentra expresión en Herodoto, padre de la historia griega, y en Tucídides, el historiador griego ideal. Ambos escriben desde el punto de vista de una civilización avanzada y se esfuerzan por presentar una imagen real de los acontecimientos y una explicación de las causas de sus acontecimientos. Pero Tucídides es un griego, la literatura es un arte para él, y la historia una parte de la literatura; y así no le parece ninguna violación de la verdad histórica hacer que sus generales reciten largas oraciones que fueron compuestas por él para ellos. Por otra parte, los primeros hombres y los griegos creían que su propia tribu o estado era el favorito de los dioses: el resto de la humanidad estaba en su mayor parte fuera del alcance de la historia.
Para la historia del historiador medieval fueron los anuarios del monasterio, o la crónica de corte y campo.
En el siglo XIX surgió un nuevo ideal y método de la historia. La filosofía preparó el camino para ello. Schelling enseñó la doctrina de que “el Estado no está gobernado en realidad por las leyes del hombre, sino que es una parte del orden moral del universo, gobernado por fuerzas cósmicas desde arriba”. Herder proclamó la doctrina del crecimiento en las instituciones humanas. Vio en la historia el desarrollo de ciertos gérmenes; las religiones debían estudiarse por comparación y trazando sus orígenes desde la superstición hasta las racionales concepciones de Dios. El lenguaje tampoco era una creación repentina, sino una construcción y fue estudiado como tal. Y así con las instituciones políticas. Así pues, abrió el camino para el estudio de la filología comparada y de la evolución política. Wolf, al aplicar las sugerencias de Herder a La Ilíada, no encontró solo a Homero como su autor, sino a muchos otros. Esto condujo al estudio crítico de los textos. Niebuhr aplicó este modo de estudio a los historiadores romanos y demostró sus incorrecciones. La historia de Tito Livio de la Roma antigua se convirtió en leyenda. Entonces Niebuhr trató de encontrar los hechos reales. Creía que, aunque los romanos habían olvidado su propia historia, todavía era posible, partiendo de instituciones conocidas, construir a sus predecesores, como el botánico puede inferir el brote de una flor. Él trazaría las causas a partir de los efectos. En otras palabras, creía tanto en el crecimiento de una institución según leyes fijas que pensaba poder reconstruir el pasado, alcanzando los hechos reales incluso a través de los relatos errados de los escritores romanos.
Aunque llevaba demasiado lejos su método, todavía era el fundamento de la escuela histórica moderna. Se esforzó por reconstruir la antigua Roma, ya que realmente estaba fuera de las autoridades originales que se mantuvieron. Mediante el análisis crítico y la interpretación, intentó usar esos textos para que la verdad enterrada saliera a la luz. A la habilidad como un anticuario le agregó gran perspicacia política, dado que Niebuhr era un estadista práctico. Su objetivo era unir el estudio crítico de los materiales con la habilidad interpretativa del experto político, y este ha sido el objetivo de la nueva escuela de historiadores. Leopold von Ranke aplicó este método crítico al estudio de la historia moderna. Para él, un documento que sobrevivía al pasado era de mucho más valor que cualquier otra tradición respecto al pasado. Para Ranke el relato contemporáneo, correctamente utilizado, era de una autoridad mucho mayor que la relación de segunda mano. Y así buscó diligentemente en los archivos de los tribunales europeos, y los resultados de sus labores y de sus alumnos han sido la reescritura de la historia diplomática y política moderna. Cartas, correspondencia, crónicas contemporáneas, inscripciones, son los materiales sobre los cuales Ranke y sus discípulos trabajaron. Para “decir las cosas como realmente eran”, que era su ideal. Pero para él también la historia era principalmente la política del pasado.
Superficial y precipitada como ha sido esta reseña, creo que se observa que el estudio histórico de la primera mitad del siglo XIX refleja el pensamiento de aquella época. Fue un período de agitación política e indagación, tal y como en gran medida sigue siendo nuestra época. Ha sido una época de ciencia. Ese estudio inductivo del fenómeno que ha generado una revolución en nuestro conocimiento del mundo externo y ha sido aplicado a la historia. En una palabra, el estudio de la historia se tornó científico y político.
Hoy, los problemas que son predominantes y que se volverán crecientemente importantes, no son tanto políticos sino problemas económicos. La era de los mecanismos del sistema de fábricas es también la era de la indagación socialista.
No es extraño que el estudio histórico preponderante se esté convirtiendo en el estudio de las condiciones sociales del pasado, preguntas como la tenencia de tierra, la distribución de la riqueza y las bases de la sociedad en general. Nuestra conclusión, por lo tanto, es que hay mucho de cierto en todas aquellas concepciones de la historia: la historia es la literatura del pasado, la política del pasado, el pasado de la religión, el pasado de la economía.
Cada era busca formarse su propia concepción del pasado. Cada era escribe de nuevo la historia del pasado con referencia a las condiciones predominantes de su propio tiempo.1 Los historiadores han aceptado la doctrina de Herder: La sociedad crece. Han aceptado la doctrina de Comte: la sociedad es un organismo. La historia es la biografía de la sociedad en todas sus partes. Hay historia objetiva e historia subjetiva. La historia objetiva se refiere a los eventos en sí mismos; la historia subjetiva es la concepción del hombre sobre esos eventos. “El modo y la forma total de observar las cosas cambia con cada época”, pero esto no significa que los eventos reales de cada época cambien: es decir la que cambia es nuestra comprensión sobre aquellos hechos.
La historia, tanto la objetiva como la subjetiva, es cada vez menos completa. Los siglos nos revelan cada vez más y más los significados del pasado. Hoy entendemos la historia de Roma mejor de lo que lo hicieron Tito Livio y Tácito; no solo porque sabemos cómo usar las fuentes de mejor manera, sino porque el significado de los eventos se desarrolla con el tiempo; porque el hoy es en gran parte un producto del ayer, aquel ayer que solo puede ser explicado hoy. El propósito de la historia, entonces, es conocer los elementos del presente comprendiendo lo que viene al presente desde el pasado. El presente es simplemente el pasado desarrollándose; el pasado, el presente sin desarrollar. Tanto como entender el huevo sin conocer su forma desarrollada, el polluelo; como tratar de entender el pasado sin traerlo a las explicaciones del presente; e igualmente como tratamos de entender un animal sin el estudio de su embriología; como tratar de entender un tiempo sin el estudio de los eventos previamente ocurridos. El anticuario se esfuerza por traer de vuelta el pasado por el pasado en sí mismo; el historiador lucha por mostrar el presente revelando su origen en el pasado. La meta del anticuario es el pasado muerto: la meta del historiador es el presente vivo. Droysen ha ubicado esta verdadera concepción en la siguiente afirmación: “Historia es el autoconocimiento de la humanidad”, “la autoconciencia del género humano”.
Ahora, si se acepta la cita de este gran maestro de la ciencia histórica, el resto de nuestro camino es claro. Si la historia es, en realidad, la autoconciencia de la humanidad, la “autoconciencia de una edad viviente, adquirida mediante la comprensión de su desarrollo desde el pasado”, el resto es lo que sigue.
En primer lugar se reconoce por qué todas las esferas de la actividad humana deben ser consideradas. No solo es la única forma en que se puede tener una visión completa de la sociedad, aunque ningún fragmento de la vida social puede comprenderse aislado de los otros. Incluso la vida religiosa necesita ser estudiada en conjunto con la vida política y económica, y viceversa. Por tanto todas las formas de historia son esenciales –historia como política, historia como arte, historia como economía, historia como religión– son todas partes verdaderas del esfuerzo de la sociedad por entenderse a sí misma entendiendo su pasado.
Así, la historia no está silenciada en un libro –ni en muchos libros–. La primera lección que tiene que aprender el estudiante de historia es descartar su concepción de que hay historias de calidad suprema. En la naturaleza del caso resulta imposible. Historia son todos los remanentes que nos llegan del pasado, estudiados con todo el poder crítico e interpretativo que el presente puede proporcionar para esta labor.2 De vez en cuando los grandes maestros concretan el fruto de sus investigaciones en libros. Para nosotros aquello sirve como las últimas palabras, los mejores resultados de los más recientes esfuerzos de la sociedad para entenderse a sí misma –pero estas no son las últimas palabras–. Para el historiador los materiales de su trabajo se encuentran en todos aquellos remanentes de las épocas pasadas –en papeles, caminos, montículos, vestidos, idiomas; en monumentos, monedas, medallas, nombres, títulos, inscripciones, letras; en anales y crónicas contemporáneas, y finalmente, en las fuentes secundarias o historias en la común acepción del término–. Donde quiera que haya una piedra astillada, una punta de proyectil, una pieza de cerámica, una pirámide, una foto, un poema, un coliseo o una moneda, hay historia. Dice Taine:
¿Cuál es la primera observación al pasar los grandes y rígidos folios de un legajo, las hojas amarillas de un manuscrito, un poema, un código de leyes, una declaración de fe? Aquello que ves no se ha creado solo. Es cierto que es un molde, como el fósil de una concha, una huella como aquellas formas en relieve que deja un animal al vivir y morir sobre una piedra. Debajo de la concha había un animal y detrás del documento estaba el hombre. ¿Por qué estudiar la concha sino es para representarnos el animal? Entonces se estudia el documento solo con el fin de conocer al hombre. La concha y el documento son restos inertes, apreciables únicamente como un indicio para la completa y viva existencia. Debemos alcanzar esta existencia, empeñarnos en recrearla.
Pero observa que cuando un hombre escribe una narración sobre el pasado, escribe con todas sus limitaciones en relación a su capacidad para probar el valor real de sus fuentes y si es capaz de interpretarlas correctamente. ¿Hace uso de la crónica? Primero debe determinar si es genuina; luego si esta es contemporánea o escrita en qué período; y así qué oportunidades ha tenido de conocer la verdad; y entonces ¿cuál fue su impronta personal?
¿Es posible observar su imparcialidad? Si no, ¿cuáles fueron sus sesgos y limitaciones? Aquí viene la labor más difícil –se debe entender e interpretar el significado de las causas de los eventos y observar los resultados. Los asuntos locales deben describirse en relación a los asuntos mundiales– todo debe ser dicho con precisa selección, énfasis, perspectiva; con aquella simpatía e imaginación histórica que no juzga el pasado con los cánones del presente, ni lo lee mediante las ideas del presente. Sobre todo el historiador debe sentir pasión por la verdad por encima de cualquier partido o idea. Tales son algunas de las dificultades que reposan en el camino de nuestra ciencia. Cuando, además, consideramos que cada hombre está condicionado por la época en la que vive y debe sujetarse a escribir con limitaciones y prejuicios, creo que debemos aceptar que ningún historiador tiene la última palabra.
Otro pensamiento que sigue como corolario de nuestra definición es que en la historia existe unidad y continuidad. Estrictamente hablando no hay brecha entre historia antigua, medieval y moderna; es decir, no existen tales divisiones. Baron Bunsen fecha la historia moderna desde la migración de Abraham. Bluntschli propone que comienza con Federico el Grande. Lo cierto es que, como lo ha mostrado Freeman, la era de Pericles o la era de Augusto tienen más en común con los tiempos modernos que con las edades de Alfredo o Carlomagno. Hay otra prueba además de la cronología; especialmente etapas de familias convertidas en estados, desde el campesinado a la complejidad de la vida citadina, del animismo al monoteísmo, de la mitología a la filosofía; y han cedido de nuevo el lugar al pueblo primitivo, quien en cambio ha pasado por fases como aquellas y han cedido ante las nuevas naciones. Cada nación ha legado algo a sus sucesores; ninguna era ha sufrido la pérdida de su pasado por completo. Por una herencia inconsciente y por un esfuerzo consciente después del pasado como parte del presente, la historia ha adquirido continuidad. Freeman sostiene que en Roma fluyó todo el mundo antiguo y de Roma vino el mundo moderno, así de simple e impresionante. En sentido estricto la Roma imperial nunca murió. Es posible encontrar aun a la ciudad eterna viva en el Kaiser y el Zar, en el idioma de los pueblos romances, en los códigos legales de los Estados europeos, en las águilas de sus escudos de armas en cada college donde se leen los clásicos, en miles de instituciones políticas. Incluso aquí, en los jóvenes Estados Unidos de América la vieja Roma todavía está viva.
Cuando la procesión inaugural pasa por la Cámara del Senado y el presidente esboza las políticas que pretende llevar a cabo, ¡ahí está Roma! Puede encontrarse en el código de Luisiana, en las porciones francesas y españolas de nuestra historia, en la idea de los ajustes y balances de nuestra constitución. Y lo más claro, Roma puede verse en los títulos, gobierno y ceremonias de la Iglesia católica romana; cuando César murió, su cetro cayó en manos del nuevo Pontifex Maximus, el Papa, y en las de aquel nuevo Augusto, el Emperador del Sacro Imperio Romano de la Edad Media, un imperio que, por lo menos en nombre, o al menos, continuó hasta aquellos heroicos tiempos cuando un nuevo emperador evocó los días del gran Julio, y envió las águilas de Francia a proclamar que Napoleón era el rey de reyes.
De hecho, es cierto, como debemos presumir a priori, que para la historia solo hay divisiones artificiales. La sociedad es un organismo en constante crecimiento. “Las raíces del presente se encuentran profundas en el pasado”. No hay quiebres. Pero no solo es cierto que ningún país puede comprenderse sin contemplar todo lo relativo a su pasado, también es verdad que no podemos seleccionar una franja de tierra y decir que a esta limitaremos nuestro estudio; la historia local solo puede entenderse a la luz de la historia del mundo. Existe unidad así como continuidad. Para conocer la historia contemporánea de Italia, debemos conocer la historia contemporánea de Francia y de Alemania. Cada uno actúa sobre el otro. Las ideas, incluso las mercancías, rechazan los límites de una nación. Todos están inextricablemente conectados, por lo cual cada uno es necesario para explicar a los otros. Esto es especialmente cierto en nuestro mundo moderno con su comercio complejo y sus formas de conexión intelectual. Así, en la historia, hay unidad y continuidad. Cada era debe ser estudiada a la luz de su pasado; la historia local debe ser observada a la luz de la historia mundial.
Así, creo que estamos en posición de considerar la utilidad de los estudios históricos. No me concentraré en la dignidad de la historia contemplada como la autoconciencia de la humanidad; ni en el crecimiento mental que procede de esta como disciplina; tampoco en la vastedad del campo –pues todo esto ocurre, y su importancia impresiona cada vez más si se considera la historia desde este punto de vista. Para permitirnos contemplar nuestro propio tiempo y lugar como parte del estupendo progreso de las épocas– para observar al hombre primitivo; para reconocer en nuestros tiempos las eternas ideas de Grecia; encontrar la majestuosidad de Roma y el poder vivo que está presente en leyes e instituciones, que todavía subsiste en las supersticiones y el folclor; permitir darnos cuenta de la riqueza de nuestra herencia, la posibilidad de nuestras vidas, la grandeza del presente, son esos los invaluables servicios de la historia.
Pero debo concluir mis comentarios con unas pocas palabras sobre la utilidad de la historia para la instrucción de una buena ciudadanía. Sin duda la buena ciudadanía es el fin que justifica la existencia de las escuelas públicas. De otra forma sería difícil justificar el apoyo a estas mediante el gasto público. La importante y directa utilidad del estudio de la historia para el alcance de este fin difícilmente necesita argumentos.
Alemania ha sido preeminente en la unión del servicio público y el estudio histórico. Para ciertas posiciones gubernamentales en aquel país, los estudios históricos en la educación universitaria son esenciales. El expresidente Andrew. D. White afirma que la causa principal de la eficiencia administrativa de Alemania es la educación de los empleados oficiales de acuerdo a los estudios universitarios sobre historia y política. En París está la famosa Escuela de Ciencias Políticas, que educa a los hombres para el servicio público en Francia. Esta década terminó con 1.877 exámenes competitivos que mostraron las ventajas de tal educación. De los 60 candidatos elegidos para el Consejo de Estado, 40 eran graduados de aquella escuela. De los 42 elegidos para la Inspección Financiera, 39 también provenían de esta; 16 de los 17 designados para la Corte de Demandas, y 20 de los 26 designados para el Departamento de Asuntos Exteriores egresaron de la Escuela de Ciencias Políticas. En aquellos países europeos no solo se requiere que los oficiales departamentales posean formación en historia, la lista de líderes de Estado revela muchos nombres eminentes en la ciencia histórica. Apenas preciso recordar los grandes nombres de Niebuhr, el concejal, cuya historia de Roma dio el ímpetu para nuestra nueva ciencia; Stein, el reconstructor de Alemania y proyector de la Monumenta Germanicae, invaluable colección de fuentes originales sobre historia medieval. Lee acerca del papel de los grandes servidores públicos de Alemania y encontrarás a hombres tan eminentes como Gneist, autoridad en historia constitucional inglesa; Bluntschli, el hábil historiador de la política; Von Holst, el historiador de nuestro propio desarrollo político; Knies, Roscher y Wagner, los economistas, y muchos más. Ya les he hablado de la concepción de la historia de Droysen, pero Droysen no fue simplemente un historiador, él pertenecía, junto a famosos historiadores como Treitschke, Mommsen, Von Sybel, a lo que Lord Acton llama “ese bando central de escritores, estadistas y soldados, quienes cambiaron las turbulencias existentes durante seiscientos años y conquistaron las fuerzas centrífugas que habían reinado en Alemania más de lo que los comunes habían logrado en Westminster.”
No ha fallado Inglaterra en reconocer el valor de la unión entre historia y política como bien lo ejemplifican hombres como Macaulay, Dilke, Morley y Bryce, todos ellos han sido eminentes miembros del parlamento así como distinguidos escritores de historia. Desde Francia e Italia tales ilustraciones pueden multiplicarse.
Cuando miramos hacia América y preguntamos por los matrimonios ocurridos entre la historia y los estadistas, nos desconcertamos por los contrastes. Es cierto que nuestro país ha intentado reconocer a los literatos: Motley, Irving, Bancroft, Lowell, quienes ocuparon cargos oficiales, pero estas posiciones eran en el servicio diplomático. El “hombre de letras” fue suficientemente bueno para Europa. El Estado les concedió a aquellos hombres una ayuda en vez de solicitar sus servicios para darles tal ayuda. Para esta disertación conozco una importante excepción: George Bancroft. En América la capacidad de gobernar ha sido considerada algo de generación espontánea, un nacimiento milagroso de nuestras instituciones republicanas. Exigir a los estadistas quienes debaten tópicos tales como los impuestos, las relaciones con Europa y América del Sur, la inmigración, el trabajo y los problemas ferrocarrileros, un acercamiento científico con la historia política o la economía, sería una puesta en ridículo a los ojos del público. Ya he dicho que el estado tribal de una sociedad requiere de una historia tribal y una política tribal. Cuando una sociedad está aislada mira con desprecio la historia y las instituciones del resto del mundo. No debemos estar totalmente equivocados si afirmamos que tales ideas tribales sobre las instituciones y la sociedad, han prevalecido en nuestro país por muchos años. Últimamente los historiadores han cambiado el estudio histórico y comparativo de nuestras instituciones políticas. El verdadero sentido de nuestra constitución contrastado con la teoría literaria sobre ella, ha comprometido la atención de hombres capaces. Extranjeros como Von Holst y Bryce nos han mostrado un espejo de nuestra vida política a la luz de la vida política de otros pueblos. Poco de esta influencia ha atraído la atención de nuestros hombres públicos. Contemple su desempeño en el Senado y la Cámara, el Gabinete y el servicio diplomático –por no decir nada del gobierno estatal– y ¿dónde están los nombres famosos en historia y política? Es banal expresar satisfacción con esta condición y burlarse de los “hombres de letras”. Creo que nos estamos acercando a un punto fundamental en la historia de este país.
Al principio de mis afirmaciones cité a Thorold Rogers para mostrar cómo la conquista turca del lejano Egipto conllevó a la ruina de Amberes y Brujas. Si esto fue cierto en aquellos días tempranos, cuando las redes comerciales eran infinitamente menos complejas que las de ahora, cuán profundamente está entrelazada nuestra vida con los eventos mundiales. Hasta el momento, América ha mantenido una distancia mesurada frente a los asuntos del Viejo Mundo. Bajo la influencia de una sabia política ha evitado relaciones políticas con otras potencias. No obstante, una de las más profundas lecciones que la historia tiene para enseñar, es que las relaciones políticas, en una civilización altamente desarrollada, están inextricablemente conectadas con las relaciones económicas. Ya hay síntomas de relajación en nuestra política de aislamiento comercial. Reciprocidad es una palabra que cuenta con el favor creciente de todos los partidos. Pero, una vez salga a flote en el mar de los intereses económicos mundiales, debemos desarrollar pronto intereses políticos. Nuestras disputas pesqueras, ofrece un ejemplo; otro, es nuestro interés samoano, y un tercero nuestras relaciones con el Congo. Pero, quizás, más importantes son las presentes y futuras relaciones con América del Sur al lado de nuestra Doctrina Monroe. Es una máxima establecida en la ley internacional en la que el gobierno de un Estado extranjero, cuyos ciudadanos hayan prestado dinero a otro Estado, debe interferir para proteger los derechos del obligacionista si este se halla en peligro por el Estado deudor. Como lo ha señalado el profesor Herbert Baxter Adams, los estados suramericanos poseen relaciones cercanas con muchos prestamistas europeos, también son proclives a las revoluciones. Supóngase ahora que Inglaterra, buscando el interés de sus deudores en peligro, debe comenzar a administrar los asuntos de algún país suramericano como lo hace con Egipto por la misma razón. ¿Abandonarían los Estados Unidos sus populares interpretaciones de la Doctrina Monroe o dejaría su actitud de no interferir en asuntos políticos del mundo exterior? O suponer que nuestros propios prestamistas en New York digan estar en peligro de perder debido a una revolución en Suramérica –y nuestra creciente tendencia a cancelar contactos con los asuntos suramericanos hace que este caso sea posible– ¿se quedaría nuestro gobierno de brazos cruzados mientras los intereses de sus ciudadanos son sacrificados? Pongamos otro ejemplo, el protectorado del propuesto canal interoceánico. Inglaterra no se conformará en permitir que esto quede únicamente en nuestras manos. ¿Formarán los Estados Unidos una alianza para su protección? Preguntas como estas indican que estamos empujados hacia las relaciones políticas con Europa, y esta nueva política de gobierno se requiere; una política de gobierno que comprenda claramente la historia europea y las actuales relaciones que dependen de la historia. Una vez más, considerar los problemas que trajo el socialismo a nuestras costas de la mano de los inmigrantes europeos. Nunca trataremos correctamente tales problemas hasta comprender las condiciones históricas bajo las cuales se han desarrollado.
Así, no solo nos encontramos con Europa fuera de sus fronteras, sino muy en el medio. El problema de la inmigración proporciona muchos ejemplos que requieren de un estudio histórico. Consideremos cómo se ha establecido nuestro vasto dominio en el occidente. Luis XIV devastó el palatinado y pronto cientos de sus habitantes se abrieron camino hacia los bosques de Pensilvania. El obispo de Salzburgo persiguió a sus súbditos protestantes, y en los bosques de Georgia sonaron los estruendos de los rifles teutónicos. Presbiterianos oprimidos en Irlanda, y pronto en Tennessee y Kentucky brilló el fuego de los colonizadores. Estos fueron grupos de vanguardia del poderoso ejército que se incrustaron en nuestro medio desde aquel entonces. Cada cambio económico y político, cada reclutamiento militar, cada agitación socialista en Europa nos ha enviado grupos de colonos que han trasegado por nuestras praderas para conformar nuevas comunidades autogobernadas o han entrado a vivir en nuestras grandes ciudades. Estos hombres han llegado con productos históricos, nos han traído no solo muchos huesos y tendones, sino mucho dinero, muchas habilidades manuales; también han traído con ellos costumbres e ideas profundamente enraizadas. Ellos son factores política y económicamente importantes en la vida de la nación. Nuestro destino se encuentra entretejido con el de ellos. ¿Cómo podemos entender la historia americana sin entender la historia europea? La historia del poblamiento de América todavía no ha sido escrita. Nosotros no nos comprendemos a nosotros mismos.
Uno de los campos de estudio más fructíferos en nuestro país ha sido el proceso de crecimiento de nuestras propias instituciones, locales y nacionales. La ciudad y el condado, gérmenes de nuestras instituciones políticas, han sido trazados hasta las antiguas raíces teutónicas. La observación de Gladstone que dice: “La constitución americana es la obra más maravillosa que haya sido producida alguna vez por el cerebro y el propósito de un hombre”, se ha demostrado que es engañosa, pues la constitución estaba, con todos los poderes constructivos de los padres fundadores, todavía en crecimiento; y nuestra historia solo debe entenderse como un crecimiento de la historia europea bajo las nuevas condiciones del nuevo mundo. Dice el profesor Herbert Baxter Adams:
La historia local americana debe ser estudiada como una contribución a la historia nacional. Este país todavía será visto y revisado como un organismo de crecimiento histórico, que se desarrolla a partir de gérmenes diminutos del propio protoplasma de la vida del Estado. Y algún día este país será estudiado en sus relaciones internacionales como una parte integral
de un organismo más grande, ahora llamado vagamente Estado mundial, pero seguramente desarrollado a través del funcionamiento de las fuerzas económicas, sociales, legales y científicas como la Unión Americana, los imperios alemán y británico están evolucionando hacia formas más elevadas. La conciencia local debe expandirse en un sentido más amplio de su dignidad y valor histórico. Debemos comprender las relaciones cosmopolitas de la vida local moderna y su propio poder conservador, sano en estos días de la creciente centralización.
Si se necesitaba un argumento adicional para demostrar que la buena ciudadanía exige un cuidadoso estudio de la historia, hay que tomarlo de los ejemplos y lecciones que la historia de otros pueblos tiene para nosotros. Es cierto que una parte puramente artificial de la legislación, sin relación con las condiciones presentes y pasadas, es la más efímera de las cosas. Sin embargo hay que recordar que fue la historia la que nos enseñó esta verdad y que hay, dentro de los límites de la acción constructiva posible para un Estado, un amplio margen para el uso de esta experiencia de los pueblos extranjeros.
He tratado de ofrecer, entonces, estas consideraciones: la historia, he dicho, debe tomarse ahora en sentido estricto. Es más que literatura del pasado, más que política del pasado, más que economía del pasado. Es la autoconsciencia de la humanidad, el esfuerzo de la humanidad por comprenderse a sí misma a través del estudio de su pasado. Por lo tanto, no se limita a los libros, el tema debe ser estudiado no únicamente los libros. La historia tiene una unidad y una continuidad: el presente necesita del pasado para explicarse, y la historia local debe ser leída como parte de la historia del mundo. El estudio tiene una utilidad como disciplina mental y como expansión de nuestras ideas respecto a la dignidad del presente. Pero quizás su utilidad más práctica para nosotros, como maestros de escuelas públicas, es su servicio en fomentar la buena ciudadanía.
Los ideales presentados pueden al principio ser desalentadores. Incluso para aquel que dedica su vida al estudio de la historia, la concepción ideal es imposible de alcanzar. Él debe seleccionar un campo hasta que se convierta en su dueño absoluto, para el resto debe buscar la ayuda de otros cuyas vidas han sido dadas en el verdadero espíritu científico del estudio de campos especiales. El profesor de la escuela pública debe hacer lo mejor con las bibliotecas a su disposición. Los maestros debemos usar todos los recursos que podemos obtener y no fijar nuestra fe en un solo libro; debemos hacer vivir la historia en vez de dejarla parecer una mera literatura, una mera narración de acontecimientos que pudieron haber ocurrido en la luna. Debemos enseñar a fondo la historia de unos pocos países, en vez de superficialmente la de muchos países. La popularización del conocimiento científico es uno de los mejores logros de esta era de la impresión de libros. Es típico de ese impulso social que ha conllevado a los universitarios a llevar los frutos de su estudio a la gente. En Inglaterra, el impulso social ha conducido a lo que se conoce como el movimiento universitario de extensión. Los hombres universitarios han abandonado su tradicional claustro y se han ido a vivir entre las clases trabajadoras, para traerles una nueva vida intelectual. Chautauqua, en nuestro propio país, ha comenzado a ir más allá del período de trabajo superficial a la unión real de lo científico y lo popular. En su escuela de verano ofrecen cursos de historia americana. Nuestra propia universidad estatal lleva a cabo un extenso trabajo en varias líneas. Creo que este movimiento dirigido a popularizar el conocimiento histórico y científico creará una verdadera revolución en nuestras villas y pueblos, así como en nuestras grandes ciudades. El maestro de escuela es llamado a hacer una obra por encima y más allá de la instrucción en su escuela. Es llamado a ser el apóstol de la cultura superior para la comunidad en la que oficia. Dada una buena biblioteca de la escuela o de la ciudad –según está ahora al alcance de cada aldea, estimulada apropiadamente para adquirir una– y dado un profesor enérgico, dedicado a dirigir y fomentar el estudio de la historia, la política y la economía, tendríamos una regeneración intelectual del Estado. El estudio histórico tiene que dejar por fin que la comunidad se vea a sí misma a la luz del pasado, para darle nuevos pensamientos y sentimientos, nuevas aspiraciones y energías. Los pensamientos y los sentimientos devienen en hechos. Aquí está el poder de motivación que reposa detrás de las instituciones. Esta es, por tanto, una de las maneras de crear una buena política, aquí podemos resistir la misma “edad y el cuerpo del tiempo. Su forma y presión.” ¿Tienes un pensamiento sobre cosas mejores, una reforma que lograr? “Ponlo en el aire”, dice el gran maestro. Las ideas han gobernado, gobernarán. Debemos hacer que la universidad–extensión en la vida del Estado se sienta en este país como lo hizo Alemania. Cuídate de una cosa: evita como pecado muy imperdonable cualquier parcialidad, cualquier partidismo, cualquier tratamiento parcial de la historia. No malinterpretes el pasado por el bien del presente. El hombre que entra en el templo de la historia debe responder devotamente a esa invocación de la iglesia Sursum corda –levanta tu corazón–. No veas la historia como un relato ocioso, un compendio de anécdotas; ninguna devoción servil a un libro de texto, ni descuido de la verdad sobre los muertos que ya no pueden hablar debe ser permitido en su santuario. “La historia, dice Droysen, no es la verdad y la luz; sino una lucha por ella, un sermón sobre ella, una consagración a ella”.
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