Resumen: El objetivo de este artículo es reflexionar acerca de qué es la investigación, cómo se debe proceder a la hora de investigar y por qué es cardinal fomentar en el ámbito universitario que los estudiantes investiguen. La metodología empleada para efectuar la disquisición se basó en una revisión bibliográfica sobre el tema de estudio, con base en la cual se concluyó que todo ejercicio investigativo constituye un proceso difícil, riguroso, dinámico, pero especialmente, profundamente humano y social, en la medida en que parte de la asunción de que el conocimiento se construye a través de la interacción con los demás.
Palabras clave: Educación superior, investigación, metodología, ética, interdisciplinariedad.
Abstract: The purpose of this article is to reflect on what research is, how to proceed when investigating and why it is vital to encourage students to investigate in the university environment. The methodology used to carry out the disquisition was supported on a bibliographical review on the subject of study, based on which it was concluded that every investigative exercise constitutes a difficult process, rigorous, dynamic, but especially, deeply human and social, as it is anchored in the assumption that knowledge is built through interaction with others.
Keywords: University Education, research, methodology, ethics, interdisciplinary.
Historiografía y Teoría Política
FOMENTAR LA INVESTIGACIÓN: UN COMPROMISO CON LA ACADEMIA Y LA SOCIEDAD
PROMOTING RESEARCH: AN ENGAGEMENT WITH ACADEMY AND SOCIETY
Recepción: 19 Agosto 2017
Aprobación: 01 Diciembre 2017
Publicación: 12 Marzo 2018
“Es necesario aprender a navegar en un océano de incertidumbres a través de archipiélagos de certeza”[1].
En el contexto de un mundo globalizado e intercomunicado, la investigación interdisciplinaria se constituye en la piedra de toque de las instituciones de educación superior que buscan ser distinguidas, tanto en la esfera nacional como internacional, por su alta calidad académica. Por ende, la investigación es la columna vertebral de la formación universitaria. Testimonio de ello es que, en el medio colombiano, aquellas entidades que no son sólidas en este campo carecen de reconocimiento como pares académicos institucionales[2].
Inscrita en esta órbita, la enseñanza a nivel de pregrado y posgrado no solo afronta mayor complejidad, sino que también requiere de un compromiso más acuciado con la comunidad. Por ello, además de formar profesionales competentes en las diferentes áreas de conocimiento, el docente universitario debe orientarse a formar personas integrales que, siendo poseedoras de un espíritu humanista, comprendan cuán importante es el papel que cumplen en la sociedad.
Un ejemplo sencillo ilustrará el punto anterior: el profesional que ejerza como defensor de derechos humanos debe comportarse, tanto en la esfera pública como privada, en consonancia con los valores que se comprometió a garantizar y respetar. La honestidad intelectual parte de la honestidad como principio, asumir que no son dos esferas separadas es el punto de partida para garantizar que el país tenga “una paz estable y duradera”[3].
Frente a esta nueva realidad, el rol que tradicionalmente han desempeñado las universidades como espacios de reflexión y de análisis crítico, adopta una dimensión adicional en la medida en que dichas instituciones adquieren la responsabilidad de velar porque sus estudiantes, sus egresados, sus profesores, sus funcionarios, acaten a cabalidad con la máxima enunciada. La excelencia debe ponerse al servicio del territorio patrio. Aserción que implica que debe permitir que tengan voz quienes, por distintas razones, no han podido estudiar o no han encontrado el camino para hacerse escuchar.
La asunción de este compromiso no es una tarea sencilla, pero sin duda, es una tarea necesaria e indispensable para mirar hacia el futuro con la certeza de que la justicia, la reparación y la reconciliación son metas posibles de alcanzar. Parafraseando lo que dice Edgar Morin: “es imperativo que todos aquellos que tienen la carga de la educación estén a la vanguardia con la incertidumbre de nuestros tiempos”. Se debe enseñar “para encarar lo inesperado, lo incierto”, pero también, para enfrentar los retos del mañana[4].
La argumentación precedente constituye el eje alrededor del cual girarán las páginas que siguen. El propósito medular de este artículo es efectuar una serie de reflexiones acerca de qué es la investigación, cómo se debe proceder a la hora de investigar y por qué es cardinal fomentar, en los distintos programas académicos que se imparten a nivel universitario, la existencia de una amplia oferta de asignaturas orientadas a adquirir competencias en el ejercicio investigativo.
En procura de lograr este cometido, la argumentación ahondará en dos elementos que se estiman esenciales para construir conocimiento pertinente en el mundo de hoy: la apuesta por la interdisciplinariedad, aquí entendida como la necesidad de permear las fronteras disciplinares con miras a prescindir del saber disperso y fragmentado; y la reivindicación de la ética como principio rector del investigador.
Lógicamente, la labor del docente adquiere –dentro de este ámbito– una importancia crucial debido a que, aparte de enseñar a los estudiantes cuáles son los componentes, las herramientas, los métodos, de una pesquisa rigurosa, debe igualmente formarlos para ser personas integrales e íntegras, conscientes de que la esfera académica no es un ámbito separado del entorno social.
Interesa recalcar, que los raciocinios que se harán a continuación están sustentados tanto en mi experiencia como docente en la Universidad de La Salle en el área de Metodología de la Investigación, como en mi carácter de investigadora en el campo de la disciplina histórica. Más que la enumeración de un listado de pautas a seguir (a manera de una suerte de manual), lo que en última instancia se pretende con estas líneas es generar una disquisición más profunda sobre el tema, con el fin de llamar la atención en torno a la trascendencia que alcanza la investigación –ética, rigurosa, comprometida socialmente– en un momento tan decisivo para el territorio patrio como el que actualmente se está viviendo en razón de la firma del “Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera”[5].
Investigar es un acto que parte de la curiosidad. Los seres humanos continuamente se están interrogando sobre el entorno que los rodea con el fin de comprender la realidad en la que se encuentran inmersos. Toda investigación, por consiguiente, nace de “algo que mueve nuestro interés” por “aumentar los conocimientos sobre determinada materia” o por resolver un problema “que es necesario definir, valorar y analizar críticamente”, para encontrarle “una solución”[6]. La oportunidad de “descubrir que existen cosas” desconocidas y que es preciso aprehenderlas es, en síntesis, el paso inicial para convertirse en investigador[7].
Tal como lo señala Francisco Perujo Serrano, a “investigar se aprende”, no hay una receta ni una fórmula mágica para el quehacer investigativo. Investigar no solo implica asumir un compromiso con la sociedad, con el medio ambiente, con el proyecto de vida personal, sino que además supone “la aplicación de un conjunto de habilidades”, de técnicas, de instrumentos, que exigen una preparación, un orden, pero, sobre todo, un rigor metodológico[8]. La investigación es, en consecuencia, “un trabajo gradual” tendiente a formular una explicación que siempre está mediada por el raciocinio y las elecciones efectuadas por el pesquisador[9].
Vale subrayar, empero, que dichas decisiones no son tomadas al azar, sino que están cimentadas en un examen atento de “los itinerarios establecidos por otros investigadores” en relación con el objeto de estudio. Por ello, antes de encarar cualquier pesquisa es imprescindible saber qué se ha escrito sobre la materia, quiénes lo han hecho y por qué[10]. Las mejores investigaciones, como lo expone Miguel Dalmaroni, son aquellas que “pueden ser aprovechadas –por aproximación y semejanza o por contraste y diferencia, por imitación o por desvío– para la construcción del propio recorrido o del propio método”[11].
La condición primordial, en cualquier caso, es que queden “inscriptas” en un campo de conocimiento “con cierto desarrollo, o en una tradición identificable” dentro de ese universo, lo cual significa contar con “bibliografía especializada” que haga énfasis, al menos, en dos tipos de textos: los “fundadores o ejemplares de ese campo o de esa corriente”; y los “artículos de revisión y puesta al día, estados de la cuestión casi siempre escritos” por académicos “de cierta trayectoria”[12]. En la terminología de Francisco Perujo Serrano:
Toda investigación constituye una posibilidad, abierta y compleja, cuyas [oportunidades] de materialización quedarían truncadas si no sabemos ni investigar, ni qué investigamos. Un doble interrogante que, desde luego, calibra su viabilidad. Es impensable avanzar si carecemos de unos conocimientos mínimos, aunque sean rudimentarios y elementales…[13].
La puesta en práctica de estas premisas constriñe a aceptar que investigar supone interpretar. El investigador propone una explicación de acuerdo a su experiencia, a su discernimiento sobre el tema y al enfoque que escogió para abarcarlo. Indudablemente, la asunción de que toda interpretación está siempre permeada por las interpretaciones que otras personas han realizado a lo largo del tiempo, es un factor necesario para entender que el ejercicio investigativo es un espacio abierto a la discusión, dinámico y capaz de transformarse continuamente.
Inclusive, como lo advirtió John R. Hall a finales de la centuria pasada, la propia noción de epistemología ha tenido que ser revisada al demostrarse que el “conocimiento es una construcción social sujeta a influencias políticas y extra-científicas”[14]. La investigación, en efecto, “involucra a los investigadores, a sus audiencias y algunas veces, a un público más amplio, en la producción y en la difusión de los significados” de ese saber[15]. El corolario de todo esto es que:
La educación debe mostrar que no hay conocimiento que no esté, en algún grado, amenazado por el error y por la ilusión […].
Un conocimiento no es el espejo de las cosas o del mundo exterior. Todas las percepciones son a la vez traducciones y reconstrucciones cerebrales, a partir de estímulos o signos captados y codificados por los sentidos; de ahí, es bien sabido, los innumerables errores de percepción que sin embargo nos llegan de nuestro sentido más fiable, el de la visión. Al error de percepción se agrega el error intelectual. El conocimiento en forma de palabra, de idea, de teoría, es el fruto de una traducción/reconstrucción mediada por el lenguaje y el pensamiento y por ende conoce el riesgo de error. Este conocimiento en tanto que traducción y reconstrucción implica la interpretación, lo que introduce el riesgo de error al interior de la subjetividad del que ejercita el conocimiento, de su visión del mundo, de sus principios de conocimiento. De ahí provienen los innumerables errores de concepción y de ideas que sobrevienen a pesar de nuestros controles racionales. La proyección de nuestros deseos o de nuestros miedos, las perturbaciones mentales que aportan nuestras emociones multiplican los riesgos de error.
Se podría creer en la posibilidad de eliminar el riesgo de error rechazando cualquier afectividad […] [No obstante], en el mundo humano, el desarrollo de la inteligencia es inseparable del de la afectividad, es decir de la curiosidad, de la pasión, que son a su vez, de la competencia de la investigación filosófica o científica. La afectividad puede asfixiar el conocimiento, pero también puede fortalecerle[16].
La asunción de estos postulados no entraña, empero, la aprobación de un discurso relativista: interpretar no quiere decir inventar, motivo por el cual es indispensable que el investigador sea explícito a la hora de establecer los criterios con los que llevará a cabo su análisis. La definición de las herramientas epistemológicas, teóricas y metodológicas que orientarán el estudio son un requisito ineludible para cualquier investigación; de hecho, este precepto es el que explica por qué es tan importante enseñar a los estudiantes qué es el rigor metodológico, cómo se elabora un marco teórico, cómo se tratan las fuentes, cómo se redacta un texto académico y qué recursos formales se deben tener en cuenta para que el documento sea viable de ser publicado.
Hacer hincapié en estos aspectos es crucial para evidenciar que el acto de investigar, como lo sugiere Peter Hernon, es un proceso de indagación que tiene componentes específicos. El primero de ellos, siguiendo su postulado:
is reflective inquiry (problem statement, literature review and theoretical framework, logical structure, objectives, and, as appropriate, research questions and hypotheses). The second component is procedures, or research design and method(s) of data collection, and the third component centers on gathering, processing, and analyzing data. The fourth component relates to issues of reliability and validity (quantitative study) or credibility, trustworthiness, transferability, dependability, and confirmability (qualitative study). The fifth component is an extension of the third component: presentation of research findings[17].
Un elemento que se quiere resaltar de la cita precedente es la relevancia que allí se le otorga al lugar desde el cual el investigador se sitúa para abordar su investigación. La diferenciación que el autor establece entre los estudios cuantitativos y cualitativos, pone de manifiesto la persistencia de una dicotomía que, como lo afirma Adrián Óscar Scribano, “en el actual contexto post-empirista de la ciencia” ya debería estar superada[18].
Valga decir que al sostener en este escrito que toda investigación es una interpretación tendiente a formular una explicación o “un conjunto de explicaciones” sobre determinado objeto de estudio, se está dando por terminada la “puja” existente entre quienes defienden el enfoque cuantitativista y quienes defienden el enfoque cualitativista. A la luz de los avances científicos del siglo XXI es imposible seguir respaldando, tanto desde “el punto de vista epistemológico como desde el punto de vista teórico”, la idea de que son “dos modos de investigación contrapuestos”[19].
La “disolución de las clásicas antinomias subjetivo/objetivo, texto/contexto, discurso/práctica, etc.”, es parte esencial de lo que significa investigar en el mundo de hoy. En tal sentido, es preciso remarcar que la indagación cualitativa no es, bajo ninguna circunstancia, una forma “más fácil” de investigar. Para ser desarrollada requiere de la realización de un diseño metodológico, de la aplicación rigurosa de unas técnicas y de una constante reflexión sobre la validez de los datos recopilados[20].
La “complejidad planetaria”, para utilizar el término de Edgar Morin, exige que el conocimiento sea tratado en una escala multidimensional. Mientras que en los círculos académicos la “hiperespecialización” ha ganado progresivamente terreno ocasionando con esto que los saberes estén “desunidos, divididos y compartimentados”, en la cotidianidad los problemas se presentan, cada vez con más frecuencia, con un carácter “transversal” e incluso, “transnacional”[21].
Dentro de esta esfera, el desafío de los investigadores radica en reconocer que la realidad siempre está permeada por las interrelaciones que se crean entre las personas y que, por pequeño que sea el objeto de estudio, invariablemente estará mediado por el entorno social: “la sociedad como un todo está presente en el interior de cada individuo, en su lenguaje, su saber, sus obligaciones, sus normas”[22].
Al mirar el problema desde el enfoque relacional propuesto por Pierpaolo Donati, se acepta entonces que “conocer significa establecer una relación con aquello que se conoce. La ciencia es relación, pues avanza mediante relaciones entre el sujeto que conoce y el objeto de su investigación”[23].
La dificultad que se observa en el ámbito académico actual es que la concreción de este planteo todavía es exigua; la tónica predominante consiste en fragmentar las disciplinas a tal grado que se las desnaturaliza al erigirlas en “campos encerrados en sí mismos”. La consecuencia más palpable de esta situación es que “las mentes” educadas bajo estos parámetros “pierden sus aptitudes para contextualizar los saberes tanto como para integrarlos en sus conjuntos naturales”, generando con ello que se produzca un doble debilitamiento: el de “la responsabilidad”, en la medida en que los investigadores tienden a concentrarse “solamente en su tarea especializada”; y el de “la solidaridad”, porque acaban olvidando que poseen “vínculos con sus conciudadanos”[24].
Una manera, a mi juicio, de frenar tal devenir es hacer una apuesta por la interdisciplinariedad, aquí entendida –en concordancia con lo que plantea Bernard Lepetit- como “la forma que asumen las relaciones entre prácticas científicas especializadas”[25]. La urgencia de “descompartimentar” el trabajo intelectual se afinca en la aceptación de que “el hombre en sociedad” constituye el punto de convergencia del quehacer científico; el ser humano es la pieza común a todas las disciplinas, es “preexistente a todas las metodologías y a todas las problemáticas” y representa el leitmotiv del conocimiento[26]. Y esto es así porque:
La inteligencia parcelada, compartimentada, mecanicista, disyuntiva, reduccionista, rompe lo complejo del mundo en fragmentos separados, fracciona los problemas, separa lo que está unido, unidimensionaliza lo multidimensional. Es una inteligencia miope que termina normalmente por enceguecerse […].
Incapaz de proyectar el contexto y el complejo planetario, la inteligencia ciega se vuelve inconsciente e irresponsable[27].
La ambición de terminar con dicha separación es un proceso difícil y complicado, pero capital para reconsiderar el rol que cumple el investigador en la comunidad global. El paso inicial para lograr este cometido es tomar conciencia de que cualquier investigación “nace del fin provisorio de una serie de investigaciones sucesivas” cuyas “fronteras disciplinares”, antes que representar un obstáculo, encarnan un amplio espectro de posibilidades para “definir y modificar”[28].
La interdisciplinariedad, en consecuencia, no debe ser vista como un muro impenetrable sino como un borde permeable que le otorga preeminencia a las proximidades en vez de priorizar las distancias infranqueables. Sin embargo, interesa anotar, que es “un proceso de redefinición constante”, claramente dependiente de “los contenidos propios” de las diferentes disciplinas, así como del desarrollo que estas tengan, constatación que está encaminada a resaltar que se encuentran en permanente “evolución, aunque con ritmos y siguiendo orientaciones no necesariamente semejantes”[29].
La interdisciplinariedad siempre es, en síntesis, un proyecto a retomar. El reto reside entonces en lograr “organizar el saber disperso y compartimentado”[30], cimentándose en la convicción de que todas las disciplinas “participan de un mismo tipo de conocimientos”, que son los que originan que sus “nexos sean múltiples y que sus límites jamás se estanquen”[31].
La disquisición previa obliga a hacer una breve acotación sobre la necesidad de abogar por un pluralismo epistemológico que esté encauzado a “mantener la comunicación” disciplinar y a “garantizar las condiciones de posibilidad para comparar entre distintos campos de investigación”[32]. El argumento central que secunda esta postura sostiene que no existe una sola, sino muchas prácticas posibles en el ámbito científico y que, por ende, hay “diferentes saberes sobre la sociedad”. La certidumbre a la que por esta vía se llega es que no hay una verdad absoluta –como lo creían los positivistas– o un “lenguaje único” para traducir el conocimiento[33].
Fruto de lo anterior es que la diversidad es el atributo por excelencia de la investigación actual. Aprender a investigar no solo implica aceptar “que las unidades complejas, como el ser humano o la sociedad, son multidimensionales” y que el “conocimiento pertinente debe reconocer esta multidimensionalidad” para insertar “allí sus informaciones”, sino que además presupone efectuar una reivindicación de la “condición humana” como núcleo del ejercicio investigativo[34].
El quid de la cuestión reside en comprender que todas las personas compartimos “una humanidad común”, pero que al mismo tiempo resulta imperioso respetar la diversidad de cada cual[35]. Ignorar este precepto puede conllevar el riesgo de favorecer la aparición de los extremismos y fomentar con ello, la subsistencia de la guerra.
La labor del educador, como lo propone Edgar Morin, es crucial dentro de esta órbita porque implica fortalecer en el estudiante su responsabilidad con la academia y con la sociedad, así como su solidaridad con el otro, allende su género, raza, condición económica o estatus social. Hay que evitar, por consiguiente, que la “hiperespecialización” continúe actuando como un mecanismo segregador entre quienes tienen acceso a ese restringido campo del saber parcelado (los expertos) y quienes se encuentran por fuera de él (los ciudadanos). La máxima expresión de este acontecer es el robustecimiento de la “antítesis cognoscente/ignorante” que impide la democratización del conocimiento, fracturando con esto de manera irreversible los cimientos de cualquier nación[36].
Indiscutiblemente, la concreción de estos raciocinios es una tarea conjunta que no se restringe al docente per se, sino que adquiere una dimensión institucional; en el caso específico del territorio patrio, como lo explican Martha Lilia Mayorga y Marcela Bautista:
El compromiso social de las universidades debe orientarse más allá de la universalización del conocimiento y hacer un reconocimiento a la fuerza de los conocimientos locales y específicos de las distintas culturas que conviven en un territorio como el nuestro. Son por ello las instituciones de educación superior los entes que con sus aportes, desde la inclusión, deben contribuir a la construcción de sociedades más equitativas y más justas[37].
La pregunta que de inmediato surge al leer estas líneas es ¿cómo lograrlo? Ofrecer una respuesta única a dicho interrogante es perder de vista la complejidad del problema. Empero, este texto parte de la certeza de que la ética debe ser un principio rector del investigador. Un modo de comenzar a afrontar este tópico es asimilar que en toda investigación que se realice es igualmente importante centrar la atención en el objeto específico de estudio como en las aplicaciones reales (prácticas) del mismo, aspectos ambos que se deben ponderar tomando en consideración el uso ético del saber que se va a difundir.
Proceder de este modo entraña poner por encima dos máximas de vida; a saber: a) la honestidad, la cual debe aplicarse tanto al campo intelectual como al entorno cotidiano; y b) la rectitud, entendida como el compromiso de cada ser humano de contribuir desde el área de conocimiento en la que trabaje, al crecimiento del país y a su desarrollo social. La ética así concebida no se puede impartir:
con lecciones de moral. Ella debe formarse en las mentes a partir de la conciencia de que el humano es al mismo tiempo individuo, parte de una sociedad, parte de una especie. Llevamos en cada uno de nosotros esta triple realidad. De igual manera, todo desarrollo verdaderamente humano debe comprender el desarrollo conjunto de las autonomías individuales, de las participaciones comunitarias y la conciencia de pertenecer a la especie humana[38].
El desafío que comporta la plasmación de estos conceptos en la formación universitaria es dual: la educación debe contribuir, por un lado, a la “toma de conciencia de nuestra Tierra-Patria, al establecer una relación de control mutuo entre la sociedad y los individuos por medio de la democracia”; y por el otro, tiene que permitir “que esa conciencia se traduzca en la voluntad de realizar la ciudadanía terrenal”, o sea, de concebir “a la Humanidad como comunidad planetaria”[39]. La forma más apropiada de transitar en esta dirección, a mi modo de ver, es empezar por estimular en los estudiantes una postura ética frente a su pesquisa, atendiendo siempre a la “tríada individuo-sociedad-especie” que se halla en el fondo de dicha dualidad[40].
Sin embargo, importa subrayar que la consecución de este propósito tiene que surgir –de forma inversamente proporcional– desde la escala de lo micro, es decir, desde el aula de clase. El esfuerzo del docente debe enfocarse, prioritariamente, en enseñar a los alumnos: a) que la metodología por ellos utilizada no puede ser ofensiva para ninguno de los actores involucrados en la investigación; b) que deben mantener canales de comunicación abiertos entre pesquisadores, especialistas, profesionales y ciudadanos en general para estar siempre atentos al impacto que tendrá su trabajo en el plano tanto académico como social; c) que tienen que proteger a los participantes del estudio, garantizando su privacidad, respetando su diversidad y reconociendo la valía de sus opiniones sin tratar de imponer las suyas; d) que bajo ninguna circunstancia pueden tergiversar la información recopilada con miras a corroborar sus hipótesis o proposiciones; y e) que obligatoriamente deben dar crédito a todas las personas que, de una manera o de otra, aportaron con su saber a las reflexiones contenidas en el escrito final[41].
La pesquisa llevada a cabo en consonancia con estas indicaciones, aboga por la observancia de una “ética propiamente humana” fundamentada en la asunción de que el individuo, la sociedad y la especie “no se pueden comprender de manera disociada”[42]. Utilizando las palabras de Francisco Perujo Serrano, toda investigación, en suma:
…debe valer y debe servir. Valer para la ciencia y servir a la sociedad en donde se produce y a la que se dirige. Conjugará ambos verbos de la mejor manera posible. Ahí residirá su acierto, su conveniencia y su utilidad. No puede ser un mero ejercicio endogámico que circule solo por los intestinos de la comunidad científica. No puede estimular en exclusiva ese deseo de erudición que se alimenta de la egolatría unipersonal del científico al margen del resto de la humanidad. Como tampoco puede constituir una simple respuesta oportunista a condicionantes medioambientales ni aprovecharse de las circunstancias con la única pretensión de alcanzar un beneficio inmediato y un aplauso fácil granjeado de espaldas a la acción de la ciencia[43].
Trasmitir estas nociones a los estudiantes igualmente conlleva a estimular en ellos el interés por la búsqueda permanente de información, por el tratamiento riguroso de fuentes diversas que deben ser contrastadas para verificar su viabilidad para el análisis, por la persistencia en alcanzar en sus textos la claridad conceptual, y por la firmeza para defender la posibilidad de la discusión abierta con base en una crítica fundamentada.
La responsabilidad máxima de un docente universitario consiste, por consiguiente, en educar para incentivar en los alumnos un pensamiento crítico y autónomo que se afinque en la certeza de que el conocimiento se construye a través de la interacción con los demás. La ética del investigador se convierte así en una “ética del género humano”; en una ética, en última instancia “de la comprensión planetaria”[44].
Investigar es un proceso difícil, complejo, dinámico, pero profundamente humano. Secundar esta afirmación implica reconocer que toda investigación supone formular una interpretación que siempre está mediada por las ideas, las percepciones, las emociones y el acervo cultural del investigador. La aceptación de que existe el riesgo permanente de error no solo es necesaria para encarar la pesquisa, sino que además es el paso inicial para superar la desunión “cada vez más amplia, profunda y grave” entre los “saberes divididos y compartimentados” y las “realidades o problemas cada vez más poli-disciplinarios, multidimensionales y globales”[45].
Fomentar la interdisciplinariedad bien entendida –en vista de que en la cotidianidad se usa de manera “difusa y mal controlada”[46]– e incentivar la ética como principio rector del investigador son, de acuerdo a la exposición precedente, los pilares fundamentales para formar investigadores comprometidos con la academia y con la sociedad. La tarea no es sencilla, pero sin duda es necesaria si se quiere educar para construir un país –un mundo– en paz. Es andando el camino que se aprende a andar.
Lógicamente, la cristalización de estos preceptos en la realidad no se circunscribe al esfuerzo individual del docente, sino que igualmente entraña una dimensión institucional. En tal sentido, es preciso hacen hincapié en que las universidades adquieren, desde esta perspectiva, la responsabilidad de velar porque todas aquellas personas que hacen parte de la comunidad universitaria sean personas integrales e íntegras, es decir, competentes en su área de estudio, pero también honestas, rectas, conscientes de que la esfera académica no es un ámbito separado del entorno social: tanto la responsabilidad como la solidaridad con el otro son dos máximas ineludibles de la enseñanza en la “era planetaria”[47].
La educación superior adquiere, en síntesis, la obligación de generar un impacto positivo en su entorno: posee, como lo señala Martha Lucía Gutiérrez Bonilla, el “compromiso de formar sociedad y actores deliberantes” capaces de ejercer y defender sus derechos éticamente, configurando “colectivos comprometidos con la realidad y la vida”[48]. Tal constatación significa asumir que la condición humana, aquí entendida desde el reconocimiento de la singularidad y de la multiplicidad (claramente ligada al concepto de diversidad) que caracteriza a cada individuo es, en última instancia, la razón de ser de la investigación. Aferrarse a esta certeza es esencial para enfrentar el océano de incertidumbres que depara el mañana.