Artículos científicos

Deuda pública y desarrollo (no)sustentable en Argentina. Una visión crítica sobre la especialización productiva[1]

Public debt and (un)sustainable development in Argentina. A critical perspective on productive specialization

Juan Pablo Bohoslavsky
Universidad Nacional de Río Negro, Argentina
Francisco Cantamutto
Universidad Nacional del Sur, Argentina

FACES. Revista de la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales

Universidad Nacional de Mar del Plata, Argentina

ISSN: 0328-4050

ISSN-e: 1852-6535

Periodicidad: Semestral

vol. 30, núm. 62, 0347, 2024

faces@eco.mdp.edu.ar

Recepción: 05 Septiembre 2023

Revisado: 31 Enero 2024

Aprobación: 23 Marzo 2024



Autor de correspondencia: franciscojcantamutto@gmail.com

© Universidad Nacional de Mar del Plata. Facultad de Ciencias Económicas y Sociales, Argentina. 2024

Resumen: Este artículo analiza la compleja relación circular que existe entre la crisis de deuda soberana y el cambio climático en Argentina, con particular énfasis en cómo la insuficiencia de divisas, resultado del enorme peso del servicio de la deuda, impulsa un modelo exportador extractivista que tensiona con los compromisos ambientales del país. El artículo demuestra que el sobreendeudamiento del Estado argentino tiene una relación profunda e interdependiente con dos factores, la especialización productiva-extractiva y la nula inversión para revertir el cambio climático, que, a su vez, registran un impacto negativo sobre el medio ambiente, en particular sobre el calentamiento global.

Palabras clave: deuda pública, cambio climático, especialización productiva, FMI.

Abstract: This article explores the intricate cyclical relationship between sovereign debt crises and climate change in Argentina, emphasizing how the shortage of foreign currency -resulting from the significant burden of debt servicing- drives an extractivist export model that clashes with the country's environmental commitments. The article demonstrates that Argentina's excessive state indebtedness is deeply and interdependently linked with two key factors: productive-extractive specialization and the lack of investment in combating climate change. These factors, in turn, negatively impact the environment, particularly contributing to global warming.

Keywords: public debt, climate change, productive specialization, IMF.

1. Introducción

Este artículo analiza la compleja relación circular que existe entre la crisis de deuda soberana y el cambio climático en Argentina, con particular énfasis en cómo la insuficiencia de divisas, resultado del enorme peso del servicio de la deuda, impulsa un modelo exportador extractivista que tensiona con los compromisos ambientales del país. Con este fin, primero se explica el contenido de los derechos al desarrollo sustentable y su vinculación con los derechos ambientales. Se describen los estándares internacionales acordados en este campo, incluyendo los compromisos estatales en materia de cambio climático, así como la generación y padecimiento asimétrico (y responsabilidades diferenciadas) del calentamiento global según cada Estado. Luego, se explica la interrelación que existe entre la deuda soberana y cambio climático, que se presenta en múltiples planos: la transición energética y la necesidad de afrontar emergencias climáticas suponen mayores costos para los Estados, que recurren a mayor endeudamiento para dar respuesta, mientras que la mayor vulnerabilidad climática incrementa los riesgos fiscales y, transitivamente, el costo del crédito. Esta relación circular explica el agravamiento de la doble crisis de deuda y de emergencia climática en los países de la región, incluida Argentina. La mayor presión del servicio de la deuda sobre las finanzas públicas incentiva a los gobiernos a impulsar actividades económicas de alto y rápido retorno, aún a costa del mayor calentamiento global.

El artículo también ofrece reflexiones en torno a la relación específica que existe entre la llamada “restricción externa” en Argentina, la deuda y la degradación ambiental. En este punto se destaca que la fuente real y continua que explica la falta de divisas es el enorme peso que registra el reembolso de la deuda pública, presionando y modelando el llamado “modelo exportador”, con fuerte sesgo extractivista y catalítico del cambio climático.

2. El derecho al desarrollo y los derechos ambientales frente al cambio climático

El concepto de desarrollo es polisémico e involucra no solo una dimensión descriptiva sino también normativa, es decir, qué es o debería ser el desarrollo, como forma de evaluar su trayectoria (Roig, 2008). Una visión acotada del derecho al desarrollo pone énfasis exclusivo en el crecimiento económico y considera un “costo” a todo aquello que no lo facilite de manera simple y directa, sin importar las consecuencias sociales, políticas o ambientales de tal proceso. Si el PBI aumenta, el desarrollo avanza. En esta concepción, subyace la idea de expansión infinita de la economía y del consumo (Lang y Mokrani, 2011). En tal sentido, solo se valora aquello que aporta al objetivo de crecimiento económico, eludiendo consideraciones sobre disvalores o aquello que erosiona la capacidad futura de crecer (como la contaminación o el agotamiento de los recursos naturales).

Llamativamente, muchas visiones heterodoxas de desarrollo coinciden sobre esta preeminencia del crecimiento económico por sobre otras consideraciones, que podrán encontrar eventual resolución ulterior gracias a la expansión material (Hickel, 2020a; Kallis, Paulson, D’Alisa y Demaria, 2020). La necesidad de lidiar con las diversas dimensiones de la pobreza, por caso, son presentadas como argumento de urgencia, que desplaza otros potenciales objetivos (Cantamutto y Schorr, 2022). Si bien es realista enfatizar la necesidad de resolver estas carencias en carácter inmediato, no lo es menos que ciertas formas de expansión material socavan otros aspectos relevantes del desarrollo, como el acceso a un medio ambiente sano o la garantía del derecho a la salud, que pueden verse vulnerados por formas poco cautelosas de aumentar la producción.

Frente a esta concepción acotada o economicista del derecho al desarrollo, se erige el concepto de “derecho al desarrollo sustentable”, basada en la Declaración Universal sobre el Derecho al Desarrollo (ONU, 1986), que contempla no solo a los aspectos económicos, sino también los sociales, culturales y políticos, para que “todos los derechos humanos puedan realizarse plenamente” (artículo 1, inciso 1). Esta definición comprende, de manera central, el derecho a un medio ambiente sano (Dirección General de Derechos Humanos -DGDH- Unidad Fiscal de Investigaciones en Materia Ambiental -UFIMA-, 2018). El desarrollo, para ser sustentable, debe basarse en un principio de cautela en la utilización de los recursos disponibles, de modo de no dañar las posibilidades de vida de las generaciones futuras, pero también como resguardo de la situación de las generaciones actuales. Aún más, la preservación de los ecosistemas tiene un valor en sí mismo, considerando los múltiples servicios ambientales que provee y que no son de fácil sustitución[2]. De hecho, existe un creciente desarrollo académico y en el activismo tendiente a reconocer la existencia no solo de derechos humanos sino también de “derechos no-humanos”, como el derecho del planeta y de la naturaleza a ser protegidos.

Existe, además, una amplia serie de instrumentos, declaraciones y directrices internacionales y regionales que reconocen, como un derecho autónomo, el disfrute de un medio ambiente sano (OPS, 2021), tanto en su faz individual como colectiva (DGDH. UFIMA, 2018). La Asamblea General de Naciones Unidas aprobó, en 2022, una resolución (A/76/L.75) que “reconoce el derecho a un medio ambiente limpio, saludable y sostenible como un derecho humano” (2022). Este derecho se descompone, a su vez, en una serie de principios, como el de prevención (dada la irreversibilidad o efectos de largo plazo de la mayoría de los daños ambientales, evitar un daño es preferible a la remediación) y precaución (que sugiere no adoptar decisiones arriesgadas desde el punto de vista ambiental cuando no se conozcan fehacientemente sus posibles consecuencias), propios del derecho ambiental[3].

Se debe recordar, también, que el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales establece que los Estados deben asignar hasta el máximo de sus recursos disponibles para asegurar la realización progresiva de los derechos económicos, sociales y culturales y la mejora continua de las condiciones de vida (artículos 2 y 11), lo cual incluye, obviamente las condiciones ambientales (Hohmann y Goldblatt, 2022). Además de la obligación de progresividad, se deriva la prohibición de regresividad tanto en términos del alcance normativo de los derechos como de los resultados de las políticas públicas que se implementen para su satisfacción. La CADH y el Protocolo de San Salvador ofrecen previsiones similares (artículos 26 y 1, respectivamente).

A nivel internacional, se han construido consensos en torno a la necesidad de lidiar con el cambio climático y sus consecuencias[4]. Un hito fundamental en este sentido fue la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (1994), surgida tras la “Cumbre de la Tierra” de Río de Janeiro, en 1992[5]. En esa instancia se reconoció la existencia del problema del cambio climático y su origen antropogénico, del cual se derivaban obligaciones para actuar en consecuencia. Desde ese documento se estableció la existencia de responsabilidades comunes pero diferenciadas entre los países. El artículo 4 de la Convención refiere específicamente a la obligación de los países desarrollados de aportar fondos (financiamiento) y tecnología para alcanzar las metas comunes, evitando que los demás países tengan que comprometer su desarrollo para poder abordar el proceso de transición socio-energética.

Estas obligaciones se consolidaron en 2015 en la Conferencia de las Partes de la Convención Marco de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP21) que se realizó en París (en vigor desde 2016). De hecho, fueron incorporadas como parte de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, en el Objetivo 13, Acción por el Clima[6]. Todos los países deben realizar esfuerzos para mitigar las actividades que emiten Gases de Efecto Invernadero (GEI) y adaptarse al cambio climático, aunque se reconoce la existencia de situaciones diversas. De hecho, existe una fuerte asimetría en la responsabilidad por las emisiones acumuladas de estos gases: los países industrializados son principales responsables por la emisión histórica de GEI, contabilizada en torno al 70% del acumulado desde 1850 (Stern, 2006). Hickel (2020b), por su parte, estimó que los países del G8 son responsables del 85% de las emisiones nacionales excesivas, es decir, aquellas que superan los límites acordados en función de la meta máxima de aumento de la temperatura global en 1,5°C.

En este sentido, los países desarrollados se comprometieron en la COP15 en Copenhague, en 2009, a una meta colectiva de financiamiento climático de 100.000 millones de dólares por año desde 2020. Estos fondos de cooperación se deberían conjugar con financiamiento concesional y no concesional de los organismos internacionales de crédito destinados a la emergencia climática, y los recursos privados que puedan captar los países -tanto en donaciones como crédito privado-. De hecho, se han creado diversos mercados e instrumentos a partir de estas obligaciones. Sin embargo, estos países han incumplido estos compromisos[7].

Aún más, parte de la reducción de las emisiones de GEI de estos países se basa en la sub-contratación de la producción en otros, de la mano de la conformación de cadenas globales de valor, que permiten trasladar los procesos productivos contaminantes a economías con menor grado de desarrollo (Consoli, 2021; Molina-Vargas, 2021). De este modo, los países desarrollados pueden sostener sus altos niveles de consumo gracias al traslado de procesos productivos a la periferia. Si se contempla este sesgo, asignando al consumo las emisiones generadas en el proceso productivo, queda claro que los más desarrollados son los principales responsables, traccionando con su demanda actividades contaminantes -incluida la producción primaria- a través del comercio internacional (Hong et al., 2022; Pendrill et al., 2022; UNEP, 2022, p. 9). Otro tanto se puede sostener respecto de los acuerdos de libre comercio entre países y/o regiones, por cuanto procuran y aseguran la des-protección de “activos ambientales”, de manera que puedan ser totalmente mercantilizables. Esto es evidente en el marco de los procesos de deforestación, tal como ha emergido en las discusiones en torno a un posible acuerdo entre la Unión Europea y el MERCOSUR.

Precisamente, este carácter desproporcionado se refuerza no solo entre regiones, sino también entre grupos sociales. Tal como lo señala la CEPAL (2023, p. 39), existe una doble asimetría entre la generación de emisiones de GEI y la distribución de sus impactos: tanto los países como los grupos sociales que más contribuyen a generar el cambio climático son los que menos sufren sus efectos o tienen más posibilidades de minimizarlos (CEPAL, 2023, p. 39). Gore (2021) encontró que el 10% de la población más rica del mundo generó el 52% de las emisiones de carbono acumuladas, mientras que el 1% más rico causó más que el doble de emisiones de carbono que el 50% más pobre entre 1990 y 2015. La expansión en las emisiones per cápita se explica también -en menor medida- por los crecientes sectores medios de la población en países emergentes, que replican los patrones de consumo de los países desarrollados (Gore, 2021; Oxfam, 2021). Los efectos del cambio climático no son simétricos entre países ni entre actividades: mientras que algunas producciones se ven altamente perjudicadas -por ejemplo, la producción de alimentos a gran escala, típicamente en el Sur global- otras pueden incluso verse beneficiadas -por ejemplo, la creación y venta de seguros ante el cambio climático-.

Los países más pobres disponen de menos recursos, tanto para lidiar con los efectos del cambio climático o adaptarse a él, como para cumplir con objetivos de reducción de emisiones. A esto se añaden los diversos obstáculos al acceso y adopción de tecnología verde por parte de los países desarrollados (Ajl, 2021).

Aunque contribuyen relativamente poco al cambio climático, sufren de manera diferenciada sus consecuencias, y tienen menos recursos económicos para lidiar con este hecho: no pueden realizar las inversiones que les permitirían sortear los efectos más perniciosos del cambio climático. En muchos casos, los países pobres y las zonas con mayor concentración de habitantes pobres son espacios utilizados para tercerizar actividades contaminantes o desechos de actividades realizadas en otros espacios: los territorios empobrecidos se vuelven zonas de sacrificio a donde remitir la evidencia de la insostenibilidad del patrón de consumo y producción (Martínez Alier, 2021). Este sesgo, además, tiende a inscribirse en un marco de interseccionalidad que refuerza desigualdades raciales y de género pre-existentes (Keucheyan, 2016), lo que suele motivar una mayor conflictividad socio-ambiental (Pérez-Rincón, Crespo-Marín y Vargas-Morales, 2017).

América Latina y el Caribe genera alrededor del 11% de los GEI, pero es una región particularmente afectada por los efectos del cambio climático, afrontando el riesgo de una escalada de los costos de adaptación y mitigación (IPCC, 2023, p. A.2.2 y C.2.2). Hay cambios en los ecosistemas terrestres, acuíferos y oceánicos en la región (IPCC, 2022, p. B.1.3), que han impactado en la agricultura (en especial, los cultivos de soja, maíz y trigo) y la pesca, dos actividades centrales para la actividad económica regional. Esto ha provocado amenazas severas a la seguridad alimentaria y de acceso al agua, llevando a un aumento de casos de desnutrición (IPCC, 2022, p. B.1.7). Los países menos desarrollados tienden a mostrar una mayor dependencia económica de actividades primarias, en especial la agricultura, con lo cual los cambios en el clima pueden afectarlos más que proporcionalmente (Stern, 2006). No solo eso, sino que, además, tienen menos recursos para lidiar con las catástrofes o el aumento de la prevalencia de enfermedades infecciosas asociadas al calentamiento global.

Por todo lo anterior, y para que los derechos humanos (incluyendo el derecho al desarrollo) sean relevantes, es necesario profundizar, ampliar y priorizar los conocimientos teóricos-técnicos para hacer frente a la emergencia climática. Esta tarea de promover urgentemente la acción climática a través de normas, marcos y tácticas basadas en los derechos es lo que se ha dado en llamar la “climatización de los derechos humanos” (Rodríguez-Garavito, 2021). Este desafío implica tanto abordar los efectos del calentamiento global sobre los derechos humanos y asegurar que la acción climática sea respetuosa con ellos, como adaptar y actualizar los derechos humanos a las realidades y desafíos que impone la crisis climática.

3. Interrelación entre la deuda soberana y el cambio climático

El cambio climático afecta a todo el planeta, ningún territorio está aislado de sus efectos. Según el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC, 2022), los riesgos de múltiples amenazas climáticas ocurriendo a la vez se complejizan al interactuar, transmitiendo efectos entre sí e incrementando el riesgo agregado a través de las regiones (IPCC, 2022, p B.1). La crisis climática presiona a los Estados para que movilicen recursos tendientes a financiar la transición energética o, directamente, afrontar emergencias climáticas que se multiplican. Nuevas urgencias por eventos climáticos extremos suponen mayores costos para los Estados, que, en permanente crisis fiscal, buscan resolver a través de deuda y seguros climáticos, lo que, a su vez, eleva la dependencia frente al crédito. Esto hace que las acciones climáticas estén atadas al volátil mercado internacional de crédito. Justamente, el 81% del financiamiento climático de fuentes públicas se canaliza a través de préstamos no concesionales (OCDE, 2022). Esto es, la cooperación y los préstamos concesionales proveen muy escasos recursos, dejando las acciones climáticas más expuestas a la situación crediticia de países que ya están en crisis estructural.

A su vez, la mayor vulnerabilidad climática de los países aumenta sus riesgos fiscales por cuanto aumenta el riesgo de shocks climáticos e impago, así como el costo de los préstamos y la volatilidad macroeconómica (Chamon, Klok, Thakoor y Zettelmeyer, 2022): el 93% de los países más vulnerables frente a la crisis climática se encuentran atravesando crisis de deuda o en grave riesgo de afrontarla (ActionAid, 2023). El grupo de los 20 Países Vulnerables (V20, que en rigor son 58 países, incluyendo 11 de América Latina y el Caribe) realizó una declaración indicando la necesidad de una reforma que alinee la arquitectura financiera internacional con los objetivos de desarrollo, incluyendo la asimilación del riesgo climático[8]. Incluso bregó por la constitución de una coalición de países en desarrollo afectados por la vulnerabilidad climática.

El gasto en pagos de deuda de los países de América Latina y el Caribe representó, en 2021, el 91% del gasto social destinado a educación, salud y protección social (Martin y Waddock, 2022). Los países de ingresos más bajos gastaron en 2021 más de cinco veces más en servicios de la deuda externa que en proyectos relacionados a acción climática (Debt Justice, 2021). Estos datos dan cuenta de la presión que el servicio de la deuda ejerce sobre las finanzas públicas y, de ese modo, sobre las prioridades fiscales de los países de la región, donde la transición energética y la mitigación ceden en relevancia política, lo cual termina exacerbando la crisis climática (UN. CDP, 2023; Chamon, Klok, Thakoor y Zettelmeyer, 2022).

De ese modo, la deuda pública puede generar efectos adversos sobre el derecho al desarrollo (Mecanismo de Expertos, 2021, p.12, 16-17): “las obligaciones onerosas del servicio de la deuda y las condicionalidades relacionadas suelen debilitar las estrategias nacionales de desarrollo de los países, lo que constituye una amenaza al derecho al desarrollo” (Hurley, 2018, p. 252, 254). Un ejemplo concreto: en 2023 la Argentina pagó al FMI 3.017 millones de dólares solo en concepto de intereses y sobrecargos (datos de la secretaría de finanzas del Ministerio de Economía)[9]. A modo de comparación, la Oficina de Presupuesto Nacional del mismo Ministerio[10] informó que, hasta noviembre de ese año, el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos y el de Ambiente y Desarrollo Sostenible habían ejecutado fondos por el equivalente a 202 millones de dólares (valuados al tipo de cambio oficial comercial) o 91 millones (valuados al tipo de cambio financiero de contado con liquidación). Es decir, se destinó a la acción climática entre el 3 y el 7% de lo pagado al FMI en concepto de intereses y sobrecargos.

La doble crisis de deuda y de emergencia climática exacerba las desigualdades existentes, entre ellas, la de género (Fresnillo Sallan y Achampong, 2023), y se acumulan a las propias de las interseccionalidades. Las respuestas económicas ortodoxas frente a la crisis de deuda generan efectos contractivos sobre el espacio fiscal de los Estados, que ven así limitadas sus capacidades para implementar estrategias de desarrollo y combatir las desigualdades de género, así como para invertir en resiliencia climática o medidas mitigantes frente a los impactos de los fenómenos climáticos (ONU Mujeres, 2022). Este hecho ha sido recientemente reconocido incluso por el Fondo Monetario Internacional (IMF, 2024), que señala cómo esta presión de la deuda sobre el espacio fiscal genera problemas de largo plazo en la balanza de pagos.

La necesidad de reembolsar la deuda en divisas presiona, además, para la sobreexplotación de los recursos naturales e inversiones en sectores extractivos y la agroindustria, con una economía fuertemente orientada a la exportación de materias primas que generan ingresos rápidos de divisas aprovechando las ventajas comparativas existentes (Cantamutto y Schorr, 2021). Mientras que los análisis de sostenibilidad de la deuda que los organismos internacionales utilizan sugieren que la deuda es reembolsable si en el corto y mediano plazo la economía del Estado deudor puede generar los recursos suficientes para cumplir con los compromisos asumidos -sin importar su costo social y ambiental-, se debe señalar que, bajo el derecho internacional de los derechos humanos, no se puede considerar que la deuda es sustentable si para su pago se exige el sacrificio de derechos humanos, en particular, de los sectores más expuestos a vulnerabilidades sociales. Este estándar ha sido reconocido, precisamente, por los “Principios Rectores sobre la deuda externa y los derechos humanos” (párrafo 48 y ss.), aprobados por el Consejo de Derechos Humanos en 2011 (A/HRC/20/23)[11]; los “Principios Básicos sobre reestructuración de deudas soberanas” (artículo 8), aprobados por la Asamblea General en 2015 (A/69/L.84) y los “Principios Rectores sobre evaluación de impacto de las reformas económicas sobre los derechos humanos” (Principios Rectores de aquí en adelante) (artículo 12), aprobados por el Consejo de Derechos Humanos en 2019 (A/HRC/40/57).

En este punto, se debe recordar que el principio de diligencia debida es transversal en las actividades financieras -también cuando son canalizadas hacia actividades con impacto (actual o potencial) sobre el medio ambiente-. La diligencia debida significa que se debe cumplir con un proceso a fin de poder identificar, prevenir, mitigar y hacerse responsable por el modo en que las actividades económicas generan o contribuyen a generar impactos adversos sobre los derechos humanos (Naciones Unidas, 2018, p. 2). Este proceso constituye una forma de gestionar los riesgos comerciales y, al mismo tiempo, un estándar de conducta requerido para cumplir con la obligación de “no dañar”. De modo que el sobre-endeudamiento y la exposición riesgos climáticos están ambos interrelacionados con el derecho al desarrollo y el derecho a un ambiente sano, afectando especialmente a los países periféricos, como la Argentina. En la siguiente sección se evaluará la situación de Argentina en relación a ese doble desafío.

4. El peso de la deuda en la restricción externa

La deuda pública ha reconocido una trayectoria ascendente en el último cuarto de siglo (Cantamutto, 2023), con claras diferencias en torno a sus indicadores de sustentabilidad. Si durante 2002-2015 se redujo el peso de la deuda en el PBI, y de los servicios respecto de las exportaciones, aumentando la proporción en pesos y bajo jurisdicción nacional, todos estos indicadores invirtieron su rumbo en el período 2015-2019. En 2018, en el marco de una crisis financiera y cambiaria, el gobierno recurrió a un acuerdo Stand By con el FMI, que fue suspendido en 2019 y renegociado en 2022 por el gobierno del Frente de Todos, reemplazándolo por un acuerdo de Facilidades Extendidas. Este último gobierno reestructuró además la deuda con acreedores privados en 2020, durante la pandemia. De modo que es posible vislumbrar diferentes coyunturas en el período.

Se pasó de una situación donde la deuda tenía un peso relativo bajo, merced de la falta de acceso a nuevo crédito y la política de repago de la deuda aprovechando la coyuntura favorable de precios internacionales, a una aceleración del endeudamiento que culminó rápidamente en crisis, y los intentos infructuosos para retornar los indicadores de la deuda a un sendero sostenible. Con todo, la deuda ha sido determinante en todo el período, erosionando el superávit comercial (y fiscal) al tiempo que exige ciertas adecuaciones estructurales para cumplir con sus pagos. Las fases de aceleración del endeudamiento público han estado asociadas al crecimiento de la deuda externa en específico, por lo que nos enfocaremos en ella en lo que sigue.

Justamente, existe una tradición de análisis económico que señala que, en la Argentina, el acceso a divisas es lo que condiciona la posibilidad de crecer. Se trata de la denominada “restricción externa al crecimiento”, cuya expresión original fue acuñada para explicar la dinámica propia de los últimos años de industrialización sustitutiva (Braun, 1973; Diamand, 1972): cuando la economía nacional crece, demanda más importaciones, que eventualmente no pueden ser pagadas por falta de reacción de las exportaciones, llevando a una devaluación que interrumpe la expansión. En aquella versión, se producía además un desfasaje entre el sector dinámico que crea la mayor parte del empleo -la industria- y el exportador -el agro-, cuyos niveles de productividad (y capacidad de competir a nivel internacional) diferían sustancialmente.

Incluso, cuando esta expresión se acuñaba a principio de la década de 1970, los flujos financieros y de capital estaban reanimando su relevancia (Burachik, 2019), tendencia que intensificaron desde entonces, al punto de volverse centrales en la determinación de las fases de escasez o abundancia de divisas. El crecimiento de la deuda supone una presión estructural por los servicios de deuda. Este fenómeno se puede verificar en la Tabla 1. El saldo de la balanza comercial de bienes -a la que refiere la idea clásica de la restricción externa- ha sido superavitario de manera sistemática en los últimos tres gobiernos consignados en la tabla. Es decir, la idea de que las divisas no alcanzan por virtud del propio proceso de crecimiento no se condice con la realidad empírica.

Tabla 1
Saldos anuales respecto del PBI en promedio según período de gobierno calculado en dólares
Saldos anuales respecto del PBI en promedio según período de gobierno calculado en dólares

Nota: al tomar promedios anuales, los períodos no coinciden exactamente con los mandatos presidenciales (que se asumen en diciembre del año electoral).

Fuente: elaboración propia con datos del Banco Mundial.

Es verdad que, en materia comercial, el sector de servicios muestra un déficit sistemático, que por momentos puede incluso exceder el superávit de los bienes (por ejemplo, durante el gobierno de Mauricio Macri). En este respecto, vale la pena enfatizar que muchas de las cuentas de servicios incluyen actividades asociadas a la producción y comercialización de bienes que, tras las reformas estructurales, fueron en muchos casos tercerizadas. Las grandes empresas suelen subcontratar algunas tareas en filiales propias, a las cuales les remiten pagos, aprovechando así diversos canales para remitir divisas al exterior.

Los servicios de la deuda, por su parte, componen una fuente sistémica de falta de divisas: tiene un peso que puede incluso exceder el superávit comercial. Como se ve en la Tabla 1, su peso se incrementó durante el gobierno de Macri y, si bien se redujo parcialmente en el gobierno de Alberto Fernández, se mantiene en niveles elevados (más que duplican el peso que tenían durante el último gobierno de Cristina Fernández de Kirchner). La insuficiencia de divisas se origina en estos otros planos, haciendo que aun con superávit en la cuenta de comercio de bienes sea necesario buscar otras fuentes de financiamiento de la balanza de pagos, a saber, las inversiones extranjeras, nueva deuda o, eventualmente, la pérdida de reservas, que tiene un límite en las existencias del Banco Central.

La presión estructural de la deuda pública externa tuvo un cambio cualitativo en la última dictadura (1976-1983), no solo por el cambio en su magnitud relativa sino por los efectos sobre el conjunto del funcionamiento de la economía argentina. De conjunto, las reformas estructurales que acompañaron a la gestión de la deuda durante gobiernos neoliberales permitieron un cambio hacia una mayor financierización de la acumulación en general, alterando el comportamiento de los actores económicos y dando nueva fisonomía a la restricción externa (Gaggero, Schorr y Wainer, 2014; Schorr y Wainer, 2023). En este marco, la fuga de capitales -que opera como momento final de la valorización financiera- se ha vuelto un problema endémico para el funcionamiento de la economía argentina (Rúa y Zeolla, 2018).

5. La presión extractivista de la deuda

Es posible utilizar una perspectiva más amplia para comprender cabalmente la dinámica de la balanza de pagos de las últimas décadas. En la Figura 1, a continuación, se puede ver el saldo comercial (exportaciones menos importaciones) de las principales partidas de la cuenta corriente[12]. Allí se puede ver una “bifurcación creciente” en la dinámica de estas partidas: mientras que los ingresos primarios, el comercio de servicios y de manufacturas, es sistemáticamente (cada vez más) negativo, queda la presión sobre el saldo creciente de alimentos para balancear la cuenta corriente. La distancia entre estas dos tendencias se ha acrecentado en el tiempo, dando lugar a una mayor presión sobre la producción y exportación de alimentos para intentar saldar las salidas por las otras vías. He aquí el centro de la presión sistémica que obliga a maximizar las exportaciones con urgencia, lo cual implica apoyarse sobre las ventajas comparativas estáticas existentes o, dicho de otro modo, a profundizar los sesgos estructurales existentes. Se trata de un “mandato exportador”, que limita las posibilidades de encarar procesos redistributivos, de cambio estructural, a la altura de los desafíos climáticos (Cantamutto y Schorr, 2021).

Saldos netos de principales
partidas de la cuenta corriente de Argentina, 1976-2021, en millones de dólares
corrientes
Figura 1.
Saldos netos de principales partidas de la cuenta corriente de Argentina, 1976-2021, en millones de dólares corrientes
Fuente: elaboración propia con datos del Banco Mundial

Con respecto a esta urgencia exportadora, vale la pena enfatizar que existe una llamativa confluencia entre corrientes ortodoxas -que ven en la exportación de bienes primarios un lugar natural en la distribución de roles en el mercado internacional- y las corrientes heterodoxas neodesarrollistas (Cantamutto y Schorr, 2022). Estas últimas entienden que es un paso necesario para financiar -abastecer de divisas- no solo el proceso de crecimiento, sino también un proceso de cambio estructural y distributivo, siendo en esta visión necesaria la intervención del Estado para que esto suceda, a diferencia de la ortodoxia, que entiende que más exportaciones es más crecimiento y todo se deriva de allí. En este punto, haciéndose eco del enfoque neoestructuralista, no aparecen críticas significativas a las reformas estructurales neoliberales, que son tomadas como una suerte de dato de la realidad, y no una decisión política que puede ser modificada. Los problemas vinculados a la gestión de la deuda se incluyen en este punto: se omite vincular la deuda al conjunto del proceso de acumulación y sus actores, así como al entramado institucional que lo sostiene. De este modo, la única salida propuesta al problema de la deuda resulta en acumular los recursos necesarios para pagarla. En tal sentido, acepta como necesidad el impulso a todas las exportaciones posibles, aunque las que actualmente existen son las principales beneficiarias.

Como se ha estimado (Mora, Piccolo, Peinado y Ganem, 2020), el patrón de especialización exportadora de la Argentina ha significado un constante flujo de materiales y energía mal remunerados desde el país hacia el resto del mundo, y una reducción de la biocapacidad neta[13]. La necesidad de incrementar en cortos plazos las exportaciones, sin mediar cambio estructural, implica una intensificación de este sesgo, lo cual conlleva riesgos socio-ambientales muy claros[14]. En tal sentido, existe una preocupante vocación compartida, tanto por amplios sectores políticos como económicos, por incrementar no solo las exportaciones de alimentos, sino también de otros recursos que ofrecen una posibilidad de rápido desarrollo del negocio y encuentran un mercado dinámico a nivel internacional. Al respecto, el litio y el gas en yacimientos no convencionales forman parte de un conjunto de oportunidades que, según esta visión, deberían ser aprovechadas de manera urgente, de la mano de los pasos en la transición energética mundial. Por ello, se ve con preocupación el estancamiento relativo en el saldo de alimentos en la última década, así como el resultado de minerales y metales que, aunque es positivo, no tiene un peso relevante y muestra cierta caída. Esto tiene que ver con el agotamiento de varios yacimientos metalíferos. En el caso de combustibles se sostuvo el superávit hasta 2010, pasando al déficit desde entonces. Puede notarse cómo la tendencia se comienza a revertir desde 2013, cuando se pone en producción Vaca Muerta, de la mano de YPF. Se espera que, con la puesta en funcionamiento del gasoducto Néstor Kirchner, este rubro vuelva a ser superavitario en breve.

Se pueden revisar estas tendencias de manera más desagregada. La Tabla 2 presenta los saldos comerciales externos acumulados, clasificados por sectores productores de bienes y por períodos seleccionados. En la última década, solo 6 sectores han mostrado superávit comercial externo, que deben sostener el déficit de 22 sectores. Mientras los primeros acumularon un excedente de 378.185 millones de dólares, los segundos generaron salidas por 275.897 millones. Como se ve en la separación por períodos de gobierno, con diferencias en torno a las políticas económicas puestas en marcha, estos roles están distribuidos de manera estable: los sectores que generan recursos son un conjunto bien determinado y estable. Al interior de este conjunto, no todos aportan por igual: el 69% del superávit de estos 6 sectores lo generaron los complejos oleaginosos y cerealeros, en una abrumadora y clara demostración de cómo se genera una presión sobre el campo para abastecer de divisas. Alimentos, bebidas y tabaco generaron el 17% del superávit, minería el 8% y agricultura, ganadería y otras actividades primarias, el 6%. El saldo de los otros dos sectores superavitarios ha sido insignificante.

Tabla 2.
Saldos comerciales externos acumulados por sectores de actividad y períodos seleccionados en millones de dólares corrientes
Saldos comerciales externos acumulados por sectores de actividad y períodos seleccionados en millones de dólares corrientes
Fuente: elaboración propia con datos del Balance Cambiario, Banco Central de la República Argentina.

En la tabla se pueden observar varios aspectos relevantes para el argumento de este artículo, a saber, que los pagos de servicios de la deuda obligan a una creciente presión exportadora sobre sectores de bajo valor agregado y procesamiento. Y, lo que resulta más relevante para esta investigación, se trata de sectores con fuerte presión extractivista, cuyos impactos están reñidos con las acciones necesarias para adaptarse y mitigar el cambio climático. La necesidad de pagar la deuda empuja al país a incentivar actividades que van en contra de sus compromisos en materia climática. Y, como los recursos obtenidos son destinados a pagar deuda, obligan al país a buscar nuevo financiamiento para invertir en la adaptación y mitigación, financiamiento verde que nunca llega. Esto constituye un círculo vicioso, que mantiene al país endeudado y con un perfil productivo reñido con mejoras distributivas y esfuerzos ante el cambio climático.

Es importante insistir sobre el impacto ambiental de la expansión exportadora de la que da cuenta la Tabla 2, que ha modificado de manera sistemática el uso del suelo y, además, ha provocado su creciente agotamiento (Wilson et al., 2020). La dependencia de estas exportaciones primarias para sostener las diversas salidas de divisas reposa en un creciente perfil exportador, sostenido en la deforestación y el uso intensivo de agroquímicos. De manera creciente, la agricultura argentina se maneja en moneda extranjera, dependiendo no solo de la venta al exterior sino de la adquisición de maquinaria, equipos, insumos y agroquímicos por la vía de importaciones. En caso de suspenderse el uso de fitosanitarios, los rendimientos de los cultivos caerían entre 19% y 42% (Montoya et al., 2022). Esto supone un modelo productivo altamente condicionado por su propia internacionalización. Vale enfatizar, además, que se trata de un esquema con fuerte exposición ante eventos climáticos extremos, como lo prueba la sequía que, en 2022, alcanzó el grado de “excepcional” (Poggi, 2022), que provocó una fuerte caída de la producción agrícola exportable, de aproximadamente 21.000 millones de dólares[15]. Es decir, durante todo 2023 se debieron gestionar las cuentas macroeconómicas con un déficit severo, que pone en riesgo toda la macroeconomía nacional, por su exposición frente a eventos climáticos extremos (Bortz y Toftum, 2023).

En relación a la expansión del gas como fuente de divisas, los objetivos centrales están puestos en el autoabastecimiento y la reducción de importaciones a través de la explotación del yacimiento no convencional de Vaca Muerta, valorando la ampliación de los saldos exportables a través de un entorno amigable a las inversiones en este negocio y la oferta de precios competitivos[16]. Siguiendo el decreto 730/22, el impulso a la actividad gasífera -y su uso como fuente privilegiada para la generación eléctrica- debe recorrer todo el territorio. Resulta significativo resaltar el carácter estratégico que se le otorga a este objetivo: se deben “tomar las medidas conducentes con el fin de incentivar la producción de gas natural en cada una de las cuencas del país”, y “resulta oportuno, meritorio y conveniente contemplar la realidad de cada una de las cuencas productivas del país, a los efectos de propender a la potenciación de la actividad hidrocarburífera” (2022, énfasis añadido). Es decir, se busca poner en producción toda cuenca posible, incluyendo yacimientos convencionales y no convencionales. Esto dista de ser un objetivo bajo los preceptos de precaución, mitigación y adaptación alineados con la intención de reducir la dependencia de combustibles fósiles. El Plan de Adaptación y Mitigación del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible (2022, TE-12) se propone apenas reducir las emisiones mediante el uso de tecnologías y técnicas más eficientes en los tramos upstream (industria) de la cadena de valor.

A partir de lo acordado en 2022 con el FMI, se han generado mecanismos para asegurar la rentabilidad en el sector energético e impulsar la actividad y las exportaciones, induciendo a una creciente producción en yacimientos con mayores riesgos socio-ambientales asociados. Tal como estimaron la Fundación Ambiente y Recursos Naturales -FARN- junto con la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia -ACIJ- (Slipak, 2022), para 2023 los subsidios al petróleo y gas obtendrán cerca de 300.000 millones de pesos. Se trata de un valor 333 veces mayor a los fondos de la partida destinada a la Conservación de la Biodiversidad. En materia de promoción a la minería, el régimen en cuestión ocupará 58.000 millones de pesos en 2023, lo que supera al presupuesto total del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible. Si tomamos al presupuesto como un indicador de prioridades, parece claro que la acción climática no figura por delante del acceso a divisas. Asimismo, es relevante marcar la asimetría existente entre esta estructura de exportación y la participación en la generación de valor. El sector agrícola explicó en 2022 el 5,2% del PBI, la industria alimenticia el 5,4%, minas y canteras el 4%, y gas el 0,4%. Es decir, los sectores que explican la totalidad del superávit comercial dan cuenta de un 15% del PBI total en 2022. Resulta muy importante enfatizar que en este caso se considera todo el sector de actividad y no solo la porción que se dedica a exportar, de modo que la incidencia es muy inferior. En términos de empleo, la situación es similar. Todo el sector agrícola explicaba en febrero de 2023 el 4,8% del empleo privado, la industria alimenticia el 5,1%, petróleo y minería el 1,57%, el gas apenas el 0,99%. Menos del 12,5% del empleo en todas las empresas, y esto considerando todo el sector, y no solo la parte que se dedica a exportar[17]. Se puede notar un evidente desfasaje entre la orientación exportadora para cubrir las salidas externas respecto las capacidades de estos mismos sectores de crear valor y empleo, dimensiones asociadas al desarrollo, así como de respetar el derecho a un ambiente sano.

Tanto durante el gobierno de Cambiemos como durante el de Frente de Todos, se han realizado evaluaciones estructurales indicando la necesidad de impulsar las exportaciones de estos sectores[18]. La aprobación de regímenes de promoción de la actividad litífera[19] o la explotación de hidrocarburos en yacimientos convencionales y no convencionales, donde se da acceso preferencial a divisas, son muestras del interés concreto por promover estas actividades[20]. Entre 2022 y 2023, el gobierno aprobó tres ediciones del Programa de Incremento Exportador, o “dólar soja”, que implicó reconocer un tipo de cambio más alto para la exportación de esta oleaginosa (la tercera edición contempló además otras producciones regionales del agro) por un período acotado. El resultado es similar a una reducción de las retenciones a la mitad[21].

6. Conclusiones

El sobreendeudamiento que carga el Estado argentino tiene una relación profunda e interdependiente con dos factores: la especialización productiva-extractiva y la nula inversión para revertir el cambio climático. A su vez, registran un impacto negativo sobre el medio ambiente, en particular sobre el calentamiento global. Si este nudo no se desata, la deuda externa seguirá siendo (de manera más o menos literal) nafta que se vierte al fuego.

La especialización histórica de Argentina (tal como sucede con la mayoría de los países periféricos) en producciones primarias de bajo valor agregado, destinados a los mercados de los países centrales, y caracterizados por su rápida generación de divisas y su alto impacto ambiental, ha llevado al país a crisis periódicas: la deuda es un mecanismo que refuerza la relación asimétrica que mantiene con los países centrales (y, por representación, con el FMI), no solo a nivel económico, por la remisión de pagos, sino también político, por la influencia en el rumbo de las políticas públicas.

Por un lado, los servicios de la deuda desvían recursos fiscales que podrían utilizarse para inversiones en acción climática. Ante la falta de recursos, Argentina toma nueva deuda, que alimenta la misma rueda de problemas fiscales a futuro. Por otro lado, para cumplir con los servicios, y en línea con las recomendaciones del bloque de acreedores, Argentina (así como numerosos países periféricos) orientan sus sistemas económicos hacia rumbos disociados de las necesidades de la población o de los requisitos de adaptación y mitigación. Así se profundiza el mismo sesgo de inserción externa que lleva al problema de la crisis en primer lugar.

En definitiva, la deuda pública argentina ha crecido de manera sistemática desde la última dictadura cívico-militar, y aunque ha atravesado diversas fases de gestión, su principal uso ha estado disociado de inversiones productivas, sociales o ambientales tendientes a promover el desarrollo sustentable: se ha dirigido a financiar la salida de capitales. Para lograr el pago de esta deuda, la tendencia sistémica ha sido la de profundizar la matriz primario-exportadora con efectos catalíticos sobre el cambio climático. En efecto, un enfoque de derechos humanos sería disruptivo de esa relación circular que atenta contra la sostenibilidad del planeta y los recursos fiscales.

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Notas

[1] Este artículo se basa en la investigación que los autores realizaron en 2023 para la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia (ACIJ), que fue posible gracias al apoyo del Fondo de Transición Energética, un proyecto patrocinado por asesores filantrópicos de Rockefeller.
[2] La ortodoxia económica ha incorporado hace décadas la noción de sustentabilidad en sus modelos de desarrollo. No obstante, gran parte de sus presunciones reposan sobre la capacidad de los mercados de recabar y procesar información, actuando en consecuencia, para maximizar el consumo intertemporalmente (Lang, y Mokrani, 2011). Hay aquí no solo una inusitada fe sobre esa capacidad, sino también una creencia en la virtud tecnológica de renovar soluciones a problemáticas (límites) ambientales. En esto último, coinciden con las visiones heterodoxas, que presumen la aparición de soluciones técnicas (Pascual et al., 2023; Svampa, y Viale, 2014). En ambos casos, además, concurre una falta de cuestionamiento al objetivo de expansión sostenida del consumo, algo incompatible con la finitud de ciertos recursos básicos (Hickel, 2020a; Kallis, Paulson, D’Alisa, y Demaria, 2020).
[3] Para una comprehensiva sistematización y análisis de las fuentes jurídicas que dan sustento al derecho humano a un medio ambiente sano y demás estándares específicamente ambientales, ver los informes temáticos y de país del Relator Especial de las Naciones Unidas sobre los derechos humanos y el medio ambiente, disponible en https://www.ohchr.org/en/special-procedures/sr-environment
[4] Se pueden consultar los acuerdos comunes establecidos en el senhto de Naciones Unidas en https://www.un.org/es/global-issues/climate-change
[7] Aunque los propios países industrializados declaran una contribución real de apenas 83.000 millones de dólares, las prácticas actuales de contabilidad y presentación de informes que utilizan los contribuyentes a la financiación climática sugieren que ese monto oscila, en realidad, entre 21.000 y 24.500 millones de dólares (Oxfam 2023).
[11] Los Principios Rectores son explícitos en cuanto a la obligación de considerar la incidencia de la deuda sobre el medio ambiente, como una derivación del principio de precaución: “La evaluación ambiental implica un análisis del compromiso de los recursos naturales del país, principalmente sus recursos estratégicos, como los minerales y el agua. Los efectos sociales, la restauración del medio ambiente y la contribución al cambio climático se deben establecer en el caso del pago de la deuda pública basado en la extracción de recursos naturales” (Principio Rector 12.10). Esta provisión es una derivación del “principio de coherencia”, que exige la consistencia de las políticas estatales (políticas fiscales, sociales, laborales, ambientales, etc.) en el corto, mediano y largo plazo, de manera que no se menoscabe la capacidad del Estado para asegurar la realización de todos los derechos humanos, incluyendo los ambientales (Principio Rector 11).
[12] Los ingresos primarios están compuestos del saldo de intereses -pagados y cobrados- de deuda y de las utilidades -pagadas y cobradas- de la inversión extranjera. Los ingresos secundarios incluyen centralmente el envío de remesas. Esta partida no tiene peso significativo en la Argentina.
[13] Esto es, la pérdida de capacidad que tiene el territorio de abastecer recursos naturales útiles y absorber los desechos generados por el proceso económico.
[14] Vale enfatizar en este punto que, como lo hiciera en 2023 la Experta Independiente de en Deuda y Derechos Humanos de Naciones Unidas al presentar su informe de misión a Argentina, cualquier estrategia de exportación debe estar basada en una evaluación de impactos ambientales y de derechos humanos, en línea con los Principios de Evaluación de Impactos de las reformas económicas, enfatizando la relevancia del principio 8. Se resalta también en particular el principio 12.10, que indica que en caso de que para pagar deuda se promuevan exportaciones basadas en la extracción de recursos naturales, resulta necesario establecer formas de remediación ambiental y del impacto social. La Experta Independiente refiere expresamente (párrafo 61) en su informe al acuerdo con el FMI y su impulso a las exportaciones basadas en agricultura, minería y combustibles fósiles (Experta Independiente, 2023).
[16] El “Plan de Reaseguro y Potenciación de la Producción Federal de Hidrocarburos, el autoabastecimiento interno, las exportaciones, la sustitución de importaciones y la expansión del sistema de transporte para todas las cuencas hidrocarburíferas del país 2023-2028” (Decreto 730/22) así lo señala en los objetivos 7 al 10 y 12.
[17] La participación en el PBI se construyó con datos del Ministerio de Economía. Los de empleo con los tableros interactivos del CEPXXI, disponibles en https://www.argentina.gob.ar/produccion/cep/tableros-interactivos
[19] Un estudio de la CEPAL demostró que en Argentina los precios de exportación de litio se subvalúan un 58%, lo cual se suma a la menor presión fiscal del país respecto de esta actividad -comparada con Bolivia y Chile, países con los que comparte el área de explotación- (Jorrat, 2022).
[20] “Las empresas que accedan al régimen de promoción gozarán del derecho a comercializar libremente en el mercado externo el 20% de la producción de hidrocarburos generados por sus nuevos proyectos, con una alícuota de 0% de derechos de exportación y libre disponibilidad del 100% de las divisas”, ver https://econojournal.com.ar/2022/05/el-gobierno-pulio-el-proyecto-de-ley-para-promover-el-desarrollo-hidrocarburifero-pero-el-cristinismo-sigue-sin-darle-luz-verde/ y en DNU 277/22 y decreto reglamentario 484/22, ver https://www.argentina.gob.ar/economia/energia/hidrocarburos/dnu-27722-regimen-de-acceso-divisas-para-la-produccion-incremental-de

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