Monográfico

Los otomíes y su lengua según textos de religiosos del siglo XIX

Felipe Canuto Castillo
Universidad de Guanajuato, México

Revista de Lenguas y Literatura Indoamericanas

Universidad de La Frontera, Chile

ISSN-e: 2735-6612

Periodicidad: Anual

vol. 23, núm. 2, 2021

revista.indoamericana@ufrontera.cl



Resumen: En este artículo se analiza la percepción que se tenía de los otomíes y su lengua en dos textos religiosos y uno filológico escritos durante la primera mitad del siglo XIX. En las obras se buscaron unidades de información acerca de las valoraciones del idioma y sus hablantes. Los juicios que expresaron los autores muestran la continuidad de las representaciones que desde la época colonial temprana se construyeron en torno a este pueblo. Por lo anterior, se considera que los otomíes y su lengua fueron clasificados y categorizados negativamente desde una perspectiva eurocentrista, con bases en los métodos científicos vigentes entonces.

Palabras clave: Otomíes , siglo XIX, idioma, Ideologías lingüísticas.

Abstract: This article analyzes the perception about the Otomies and their language in two religious texts and one philological written during the first half of the 19th century. In the works, information units were sought about the appreciation of the language and their speakers. The judgments expressed by the authors show the continuity of the representations that from early colonial times were built around this people. Therefore, it is considered that the Otomies and their language were classified and categorized negatively from a Eurocentric perspective, based on the scientific methods in force at the time.

Keywords: Otomies , XIX century, language , language ideologies.

1. Introducción

Durante el siglo XIX se conformó el proyecto de nación mexicana y en él se observa la expansión del idioma castellano en los diferentes ámbitos de la cotidianidad urbana y la rural, en detrimento de las lenguas de los naturales.[1] En esa centuria se buscó dotar a la diversidad del país de una conciencia común, así como mejorar la mísera condición de los indios con base en soluciones que proponían que dejaran de ser indios y se integraran en una sola raza con lo que se alcanzaría la calidad de nación (Ferrer, 1998).

Con la independencia, México logró su soberanía; sin embargo, los primeros años de esta nueva etapa se caracterizaron “por un cambio político profundo, y, […] por la continuidad de los mismos hombres y los mismos programas” (Bono, 1999: 14). En el plano legislativo se pretendió que la población india fuera reconocida en igualdad y se le dejó de llamar como tal; sin embargo, las desigualdades siguieron y se tradujeron en la continua negación que la llevaron al agravamiento de su situación social y a la castellanización y asimilación.

La legislación en la primera mitad del XIX continuó en el sentido de la colonial y en el de las tradiciones europeas, y no tomó en cuenta la especificidad de los pueblos indios, que eran la mayoría, por lo cual quedaron excluidos del proceso de construcción nacional; además, los nuevos esquemas jurídicos, de carácter individualista, eran ajenos a sus costumbres de orden colectivo. Las iniciativas de mejorar “ni siquiera restituyeron a los indígenas al status de que disfrutaban en el mundo virreinal” (Ferrer, 1998) y hacían que añoraran el tiempo de la Colonia.

Por otra parte, las ideas vigentes en el siglo XIX partían de considerar una división entre la gente “civilizada” y la que no lo era, la que aún conservaba “rasgos primitivos”, y con base en estos supuestos se les clasificó en superior o inferior y lo mismo sucedió con las lenguas. Las teorías positivistas consideraban etapas de desarrollo de las sociedades y sus idiomas, por lo que en el caso mexicano se llegó a postular “la necesidad de la desaparición física del indio y su cultura pasó a ser la condición para alcanzar el estadio superior de la humanidad y el progreso de la nación” (Villavicencio, 2013: 36).

Aunque no se llevó a cabo esta propuesta, sí se recurrió a otros mecanismos con el fin de disminuir el número de población india, entre ellos, el de comerciar con niños “huérfanos” que eran capturados en Yucatán y vendidos en el exterior; otra de las formas que se sugirió para robustecer la nación fue blanquear al país con la llegada de gente europea (Ferrer, 1998). En lo anterior se puede observar algunas de las maneras de cómo se pretendió resolver el llamado “problema del indio”.

En lo que toca al aspecto lingüístico, se consideró que los indios debían aprender español para adquirir el conocimiento que llevaría al progreso; en las escuelas se hizo obligatoria la enseñanza de este idioma, ya que a través de él se unificaría una nación y se fomentaría una conciencia patria (Brice, 1992). Respecto de las lenguas indias, algunos consideraron que su estudio sería más por una cuestión de conocimiento y disciplina mental que de empleo en una nación donde el español era común en la comunicación (Bono, 1999). Por su parte, el aprendizaje de los idiomas indomexicanos por parte del clero seguía estando en torno a la labor de evangelización; desde la época colonial era requisito saber uno para poder ordenarse a título de idioma o al de administración cuando no se contaba con recursos económicos.

Los primeros espacios de desplazamiento de las lenguas indias fueron las ciudades, como ya se mencionó, pues las interacciones se llevaban a cabo en español, que era el idioma de quienes ejercían el poder en los espacios políticos, económicos y sociales. Se ha señalado que el hecho de que una lengua abarque mayores áreas y sea de uso común más que otra u otras no se debe a “una cuestión lingüística, sino de un problema de poder, de relaciones de poder y de estructura de poder” (Raffestin, 2013: 125).

En las primeras décadas del siglo XIX la población india que habitaba en las ciudades ya hablaba castellano y sus lenguas se perdían, por lo que el entorno condicionaba su mantenimiento (Bono, 1999); en los pueblos fue en la iglesia, el mercado y la escuela donde primero se observó el desplazamiento lingüístico. Las haciendas, las minas y las ciudades fueron centros de atracción para la población rural que debió dejar de hablar y transmitir sus lenguas y comenzar a interactuar en español (Villavicencio, 2013).

Según estimaciones demográficas, a principios del siglo XIX vivían en el país alrededor de seis millones de habitantes y la mayoría de ellos eran indios monolingües; sin embargo, este porcentaje se modificó durante esa centuria. En 1862 número de hablantes de lenguas indígenas había descendido de alrededor de 60% a 37% y la mayor pérdida se había registrado en el norte, donde los “bárbaros” se habían convertido en campesinos. A fines de ese siglo era evidente el avance de la castellanización: 73% de la población hablaba español y únicamente 17% alguna lengua indígena (Villavicencio, 2013). Según Bono, la herencia del siglo XIX fue un marcado “afán homogeneizador de los liberales decimonónicos, que no acertaron a apreciar la riqueza de la diversidad cultural, y pretendieron imponer desde arriba una cultura oficial, europeizante y sustentada en la lengua española como único vehículo lingüístico” (1999: 47).

Como se puede observar, a fines del siglo XIX había disminuido el porcentaje de indígenas, no por su desaparición física sino por la castellanización y asimilación, lo que se ha denominado mestizaje. Bonfil Batalla señala que los llamados mestizos “forman el contingente de los indios desindianizados”; además, distingue estos dos procesos: el primero (mestizaje) es un fenómeno biológico, mientras que el segundo (desindianización) es un hecho histórico, resultado de la renuncia forzada de una identidad; la denominación “mestizaje cultural” implica “el riesgo de introducir una visión equivocada e improcedente para entender procesos no biológicos” (1987: 42).

Por lo que toca al ámbito científico de la primera mitad del siglo XIX, este se desarrolló de acuerdo con los referentes imperantes en ese tiempo y se buscaba aplicar el conocimiento en la solución de problemáticas concretas. Quienes se dedicaban a las labores de investigación también se desempeñaban en otras profesiones o en actividades políticas y administrativas, y presentaban los resultados de sus trabajos en las asociaciones que se crearon para estos fines (Villavicencio, 2013).

La preocupación de los gobernantes por contar con información que pudiera emplearse en la administración pública los llevó a crear el Instituto Nacional de Geografía y Estadística en 1835 (en 1851 se constituyó como Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística [SMGE]), la Comisión de Estadística Militar en 1839 y el Ministerio de Fomento en 1853. La SMGE se encargó de realizar conteos de población, diagnósticos culturales y los lugares donde se encontraban los grupos étnicos del país; además, se dio a la tarea de estudiar a la población y los idiomas indios. De acuerdo con las expectativas que se tenían, la estadística contribuiría para un mejor futuro de la nación debido a que daría el conocimiento sobre los recursos con que se contaba (Cifuentes, 2002; Villavicencio, 2013).

En el interior de la SMGE se crearon tres comisiones en 1861: una para conocer los idiomas del país, los lugares donde se empleaban y el número de hablantes, y estuvo bajo la dirección de Manuel Orozco y Berra; la segunda para analizar las lenguas “en la parte lingüística” a cargo de Francisco Pimentel; la tercera tuvo como objetivo indagar sobre las costumbres y carácter de los habitantes, y José Fernando Ramírez fungió como responsable (Cifuentes, 2002; Villavicencio, 2013).

Así, la población india, sus culturas y lenguas recibieron la atención del medio científico nacional y extranjero en el siglo XIX; con los estudios se buscaba, por una parte, legitimar la identidad nacional y, por otra, fundamentar las raíces de la mexicanidad con base en los testimonios de los pueblos antiguos. En los trabajos se empleó el método comparativo y se jerarquizaron las culturas: en el primer nivel se encontraba la familia náhuatl, en el segundo los olmecas, mixtecos y zapotecos, en tercero la familia maya y, al final, la familia otomí-mazahua cuyas características eran sus costumbres bárbaras y antigüedad (Cifuentes, 2002; Pellicer, 2002; Villavicencio, 2013).

En los trabajos lingüísticos también se aplicaron los métodos comparativos y, a partir del concepto de evolución, se clasificó de igual manera los idiomas según el supuesto de más o menos desarrollo. Dos obras fundamentales de esa centuria fueron Geografía de las lenguas de México y carta etnográfica, publicada en 1864, y Cuadro descriptivo y comparativo de las lenguas indígenas de México, en 1875 que, según Cifuentes, “representan la clausura de la primera época de la lingüística moderna en el país” (2002: 116).

El estudio de las lenguas indias en el México decimonónico estuvo en concordancia con las ideas de su tiempo, que consideraban que requerían atención científica en la medida en que eran “seres orgánicos” y creaciones del dios cristiano, y, aunque eran objeto de investigación, no recibieron atención en el sentido de su mantenimiento junto con el español y se aceptó y legitimó su desplazamiento: fue la “paradoja del desencuentro entre el estudio de las lenguas indígenas y la legitimación de sus hablantes […] que fueron un capítulo cerrado para la historia moderna […] por no reunir las cualidades que exigía la imagen del progreso en el proyecto de la nación independiente” (Pellicer, 2002: 152, 153). Tanto liberales como conservadores decidieron “desindianizar” al país, pues la diversidad se oponía al principio nacionalista de unidad cultural y lingüística, y quienes estudiaron los idiomas indomexicanos no eran ajenos a esta ideología.

Con esta breve introducción a la situación de la población india y sus lenguas, y los estudios científicos en torno a ellas en el siglo XIX se ha querido presentar el contexto en el que se escribieron las obras que se analizan en este artículo. El objetivo es el análisis de las valoraciones acerca de los otomíes y su lengua como parte de un continuum de ideologías que desde las primeras décadas de la época colonial se instituyeron para legitimar el dominio sobre la población nativa.

El presente texto se encuentra organizado de la siguiente manera: en el segundo apartado se mencionan algunos datos relativos a los autores y los fines que seguían con sus obras; en el tercero se presenta un breve revisión de textos en torno al análisis de ideologías lingüísticas y la construcción de los imaginarios acerca de los pueblos indígenas y sus idiomas en México y Chile en el siglo XIX y mediados del XX en Perú; en el cuarto se mencionan cuestiones del método y el análisis de las unidades de información que se buscaron en los discursos que se presentan en este trabajo; en el quinto se cita una breve compilación acerca de lo que se dijo de los otomíes y su lengua desde los primeros años de la época colonial hasta el siglo XIX (para realizar el cotejo con lo que se menciona en las obras estudiadas) y se presenta el punto medular del artículo, que es el análisis de las ideologías en torno al idioma otomí y sus hablantes; para concluir, se enuncian algunas reflexiones acerca de los resultados.

2. Los textos analizados

El estudio de las ideologías acerca de los otomíes y su lengua se consideró pertinente debido a que, según Guzmán, “la cuestión de la «barbarie» otomí –como lengua y como nación– alcanzó proporciones proverbiales” (1990: 200); lo anterior, como ya se mencionó, es el continuum en el siglo XIX de las valoraciones y categorizaciones que surgieron en la época colonial en torno a este pueblo. Al mexicano (náhuatl) se le consideró como la más perfecta lengua de los indios y recibió calificativos positivos y elogios; sin embargo, tampoco escapó de ser señalada como bárbara e incapaz de expresar los misterios de la religión católica.

En el siglo XIX se continuó la labor de escribir textos por parte religiosos, entre ellos, los relacionados con la doctrina católica. Luque (2008) menciona que pudo localizar en diversas bibliotecas y repositorios cincuenta obras que se escribieron en la primera mitad de la centuria decimonónica: veintidós en español y veintiocho en lenguas indias; de las últimas, dos circularon en formato manuscrito y las demás en impreso; de estas, dieciocho eran catecismos, cinco devocionarios, tres confesionarios, un sacramentario y un sermonario. Los idiomas de las obras fueron maya, mixteco, náhuatl, purépecha, otomí, tarahumara, tojolabal, totonaco, tzotzil y zapoteco. En lo que toca al idioma otomí, señala que se trata de dos catecismos de la década de 1820 y un confesionario de la de 1830.

Los textos de doctrina católica se escribían por dos motivos: el primero, eran la base de la educación de los indios a principios del siglo XIX debido a que era de carácter religioso; por otra parte, la enseñanza en las escuelas desde la segunda mitad del XVIII, sobre todo la dirigida a los niños, consistía en el aprendizaje de la doctrina y las oraciones católicas; además, con el catecismo de Ripalda se iniciaban en la lectura. La segunda razón era de carácter meramente religioso: se debía continuar la evangelización de los indios porque seguían desconociendo los misterios de la fe católica.

En este trabajo, se estudian tres textos: dos de doctrina católica y uno del ámbito filológico, como fue situado por su autor, y el eje rector es que fueron escritos por religiosos. Entre los primeros mencionados se encuentra el Catecismo y declaración de la doctrina cristiana en lengua otomí con un vocabulario del mismo idioma, de fray Joaquín López Yepes, quien era predicador apostólico y Discreto del Colegio de Propaganda Fide de N. S. P. S. Francisco de Pachuca. La obra salió a la luz en la ciudad de México en 1826 y en el prólogo se menciona que se copió literalmente “casi todo”, con excepción de los caracteres o manera de escribir, del Breve compendio de todo lo que debe saber y entender el cristiano para poder lograr, ver, conocer y gozar de Dios nuestro señor en el cielo eternamente, dispuesto en lengua otomí y construido literalmente en la lengua castellana, que fray Antonio de Guadalupe Ramírez había publicado en 1785.

La segunda obra que se analiza es el Catecismo de la doctrina cristiana en lengua otomí, del presbítero Francisco Pérez, quien se desempeñaba como catedrático de este idioma en la Nacional y Pontificia Universidad Federal de los Estados Unidos Mexicanos, además fungía como examinador sinodal en el Arzobispado de México; este catecismo también se publicó en la ciudad de México en 1834. Pérez había presentado en 1815 el examen para obtener el título de catedrático de otomí en la Universidad de México. Entre sus trabajos en torno a esta lengua se encuentra un “Catecismo de geroglificos otomi” que descifró y publicó en 1837; también, junto con Aubin, había estudiado, pero “sin mucho fruto”, un manuscrito testeriano pintado por un otomí (Wright, 2004).

La tercera obra es la Disertación sobre la lengua othomí, de fray Manuel Crisóstomo Nájera, miembro de “varias sociedades literarias”, que fue leída en latín en la Sociedad Filosófica Americana de Filadelfia en 1834; posteriormente fue traducida por su autor al castellano y publicada en 1845 en la ciudad de México por orden del presidente de la república. De Nájera se ha dicho que fue el “primer lingüista mexicano” y uno de los hombres más renombrados y apreciados en el país, cuya fama trascendió las fronteras (Betancourt, 1990).

Nájera nació en la ciudad de México en 1803, a los 15 años ingresó al convento carmelita de Puebla y se ordenó sacerdote en 1826, tras haber cursado estudios de filosofía y teología; en 1828 fue designado prior del convento carmelita de San Luis Potosí. Pocos años más tarde, debido a cuestiones políticas, Nájera fue deportado a Estados Unidos y se estableció en Filadelfia donde permaneció hasta 1834, cuando volvió a México. En esta ciudad se dedicó a la investigación filológica y entró en contacto con la Sociedad Filosófica Americana de Filadelfia, a la que dedicó la Disertación sobre la lengua othomi.

En cuanto a los motivos para la escritura de los textos, López Yepes menciona en el prólogo de su Catecismo que no se había escrito y publicado “casi nada” en lengua otomí que ayudara a los ministros católicos en el cumplimiento de su labor y en el aprendizaje de un “idioma tan difícil” y, por esta razón, “no es de estrañar que escaseen tanto los ministros de este idioma, con tanto perjuicio y atraso en la instruccion y civilizacion de los pueblos otomíes” (1826: 3); además, según este fraile, el aprendizaje de las lenguas indias era necesario para evangelizar a quienes era imposible catequizar en una que no entendían.

Un segundo objetivo del catecismo era que sirviera a los maestros de escuela “para doctrinar y enseñar á leer á los niños otomíes” y, de esta manera, estimularlos en el aprendizaje del castellano. López Yepes había observado que algunos muchachos que “medianamente” leían, escribían y rezaban de memoria en español no entendían nada de lo que decían: “lo hacen puntualmente como pudiera hacerlo un papagayo”; menciona que cuando les preguntó en otomí “¿cuantos Dioses hay? Quién es Dios?” se limitaron a responderle “hin dipadi, hin diœde: no lo sé, no lo entiendo”.

Por su parte, en el Catecismo de Pérez se menciona también que esta obra sería “muy útil” para los objetivos que se deseaban lograr. En el Parecer, el presbítero Pedro Corona, también catedrático de idioma otomí, además de elogiar al autor, señala el servicio que se hacía a la iglesia católica, pues este texto proporcionaba de manera más fácil “lo suficiente y necesario” para que los “operarios evangélicos” instruyeran a los otomíes sin excusa y les administraran los sacramentos para que no continuaran en “la grosera y fatal ignorancia en que muchos de ellos yacen miserablemente sumergidos”. Por su parte, en su dedicatoria a la Virgen de Guadalupe, Pérez indica que su fin ha sido exclusivamente “facilitar a los indios otomíes el conocimiento de vuestro precioso Hijo” (1934: s/p).

Nájera, por su parte, se ocupa en el prólogo de mencionar lo que lo motivó a escribir su Disertación; para él, cuando se escribía una obra se debía tener la doble convicción de que la doctrina que se iba a promover era verdadera y que sería útil al conocimiento humano: “examinar la verdad y hacerla entender á los demás; he aquí el único fin con que el hombre debe tomar la pluma, para dirigirse á sus semejantes” (Nájera, 1845: II). Según (Guzmán, 1990), Nájera se dedicaba al estudio de las lenguas cultas por placer y por necesidad, y a las lenguas indias por curiosidad científica, admiración y respeto que le inspiraban las culturas autóctonas.

Entre las motivaciones que menciona Nájera para escribir su Disertación se encuentran, en primer lugar, un “grande vacío” que observó en las enciclopedias escritas en inglés y en otras obras “muy estimables” acerca del conocimiento de los idiomas indios; segundo, el interés por refutar las ideas que se tenían acerca de éstos; tercero, el deseo de escribir una “Biblioteca Filológica Mexicana” para dar a conocer materiales filológicos del país, fijar las “doctrinas de esa ciencia en muchos puntos” y dotar a la Revelación y a la Filosofía de armas para combatir ideas que “no cuadran sino á algunos particulares”. Nájera estaba consciente de que el tema de su Disertación podía no ser ameno y agradable “a la mayor parte de los que leen” por tratarse del estudio del otomí, una lengua que seguía siendo valorada de manera negativa en su tiempo; de ahí la importancia de señalar los motivos que lo impulsaron a su escritura.

3. Breve estado de la cuestión

El análisis de las ideologías acerca de los indígenas y sus lenguas en periodos históricos es un tema pendiente, aunque ya se empieza a abordar; de acuerdo con Olate et al. (2017), la pertinencia del estudio de las ideologías lingüísticas desde una perspectiva histórica radica en que permiten comprender los procesos actuales en torno al idioma y la sociedad, y la manera cómo se ha configurado la progresión del escenario ideológico hasta el presente.

Entre los trabajos que se pueden citar respecto de las ideologías acerca de los indios y sus lenguas se encuentran el de Vázquez (2012), en México, quien analiza la imagen que se creó de ellos en la prensa jalisciense en el siglo XIX, la cual era una visión de los grupos en el poder. La mención de los indios en las notas periodísticas se debió a una situación coyuntural y en la que los intereses de los dominantes se veían afectados; sin embargo, los pueblos y su cultura no eran tema de interés para la opinión pública ni la prensa. La caracterización de los indios, según la autora citada, fue peyorativa y discriminatoria; los calificativos de bárbaros, salvajes, holgazanes y criminales no faltaron, y se señaló que eran incapaces de integrarse a la nación y al progreso; además, el supuesto grado de cultura se asoció con la lengua que hablaban.

Un segundo texto es el de Canuto (2021) donde se analizan las ideologías y actitudes del clero del obispado de Antequera (Oaxaca, México) hacia los indios y sus lenguas a finales del siglo XVIII y principios del XIX. El estudio de documentos eclesiásticos y un cuestionario que ordenó responder el obispo Antonio de Bergosa muestran la continuidad de ideologías que desde épocas tempranas de la Colonia se instituyeron para legitimar el dominio sobre los naturales; en el discurso se encuentran descalificaciones, negaciones y la presentación de una imagen negativa de los indios; además, a sus lenguas se les consideró bárbaras, pobres de voces e incultas, entre otros calificativos.

Por su parte, Rojas (2013) estudia las ideologías y actitudes hacia las lenguas indígenas por parte de los hispanohablantes de Chile en el siglo XIX; a partir del análisis de la obra de Nicolás Palacios considera que en ella no se menciona una valoración positiva del idioma mapuche y, en cambio, se observa un proceso de ocultamiento lingüístico-ideológico. Las lenguas indígenas fueron un “no problema” para la élite chilena decimonónica y no estuvieron en el centro del debate, por lo que, incluso entre los etnonacionalistas como Palacios, quedaron ocultas y negadas.

Otro texto acerca de las ideologías lingüísticas en Chile en el siglo XIX es el de Olate et al. (2017) quienes analizan textos de misioneros capuchinos bávaros en la Araucanía; según lo que mencionan, la acción de los frailes se basaba en las ideologías imperantes en la época: imperialismo, cientificismo evolucionista basado en el racismo y el concepto de estado-nación, por lo cual su tarea era civilizar al salvaje y documentar su cultura, que se deseaba que se extinguiera. El interés por estudiar la lengua mapuche tuvo fines de evangelización e integración; se consideró que el idioma era objeto exótico de interés científico, de utilidad limitada y que desaparecería en un tiempo no lejano.

Finalmente, Andrade y Zavala (2019) analizan con “interés histórico” los vínculos entre la lingüística y la educación en Perú. En relación con las lenguas indígenas, estudian textos de José Jiménez Borja, de mediados del siglo XX, en los que este autor abordó el “problema del bilingüismo” y expresa ideologías sustentadas en el evolucionismo positivista según las cuales el español estaba destinado a ser la lengua nacional y los idiomas amerindios eran reliquias del pasado destinadas a la extinción; para Jiménez, la sustitución y opresión de lenguas estaba determinada por leyes universales, según decía deducir de observaciones objetivas con base en la ciencia idiomática y la realidad peruana.

4. El análisis de los textos

Los cuatro textos citados se centran en el análisis de las ideologías lingüísticas y, en el que se presenta ahora, se estudian también las valoraciones en torno a los otomíes y su lengua a partir de considerar que eran continuidad de ideologías concebidas en la época colonial, que fueron reforzadas y reformuladas con visos cientificistas durante la conformación de la nación mexicana en el siglo XIX y en cuya base seguían presentes estructuras de poder, pues quienes dirigían los destinos del país y forjaron el proyecto de nación eran herederos y continuadores de una tradición de descalificación de la otredad india.

Van Dijk define las ideologías como un sistema de ideas compartido que dan sentido al mundo y fundamentan las prácticas de un grupo social; así, las representaciones colectivas están determinadas por las ideologías; el uso de estas por quienes detentan el poder tiene como fin organizar los imaginarios y controlar las prácticas sociales; en un nivel macro, “las ideologías son las relaciones entre los grupos” (2011: 47).

Por su parte, Cisternas (2017) señala que las ideologías lingüísticas son un conjunto de creencias en relación con las lenguas y su uso en un contexto social, poseen un carácter implícito o explícito y conforman un conjunto interrelacionado cuyo su contenido se encuentra influido por el ámbito donde se sitúa la persona. A partir de lo anterior, Olate et al. (2017) puntualizan que se deben entender como un sistema de ideas sobre un idioma y el papel que debe o debería desempeñar, el cual surge en un contexto social, cultural y político que se encuentra influido, pero no determinado, por la posición que ocupa el sujeto en el espacio social.

Para llevar a cabo el análisis que se presenta ahora se buscaron en los textos seleccionados las ideologías acerca del otomíes y su idioma, verbalizadas en forma de valoraciones, pues como se ha mencionado las representaciones mentales determinan la relación y la manera como se (de)precia a la otredad. En las obras se buscaron unidades de información donde se definiera, calificara o clasificara la lengua otomí y a sus hablantes; es decir, juicios de valor o supuestos científicos con los que los autores argumentaron y mostraron su posición respecto de su objeto de estudio.

En las obras se escogieron fragmentos con contenido valorativo (positivo o negativo), descriptivo o comparativo, donde se pudieran observar las creencias y percepciones acerca del otomí. El análisis del corpus se basó en la interpretación de conceptos y enunciados que, implícita o explícitamente, referían a una calidad o a una posición que se tenía hacia la lengua indomexicana y de ahí surgieron tres categorías discursivas en particular: la descalificación, la comparación y la categorización.

5. La “barbarie” del otomí y sus hablantes

Según Guzmán (2002), los otomíes entraron en la historia occidental con una reputación negativa que se reforzó durante la época colonial y se les distinguió por su supuesta barbarie, incivilización y carencia de facultades intelectuales. Las anteriores características se asociaron a su lengua, a la que se le sumó la presunta imposibilidad de aprenderla, más aún en edad adulta. Ya en 1539 Andrés de Tapia escribió que el otomí era la lengua más antigua y no era abundante en vocablos.

El título de la obra que Antonio de Agreda compuso en 1769 es un indicativo de lo que se decía acerca de la imposibilidad de aprender otomí: Arte breve para aprender, con alguna facilidad la dificultosa lengua otomí. En la dedicatoria menciona que “esta obrita se reduce a facilitar el idioma más difícil de los que reconoce la América Septentrional”; para Agreda este idioma era “difícil en aprenderlo y muy difícil en pronunciarlo, pero necesarísimo en saberlo”. El autor anónimo del Examen crítico de la gramática otomí de Neve y Molina y Andrés Pérez de Ribas opinaban que era imposible que un adulto aprendiera otomí y que solo lo hablaban bien quienes se habían criado desde niños entre estos indios y los que lo habían mamado en la leche (Guzmán, 2002; Wright, 2006).

Guzmán (1991, 2002)[2] y Wright (2011) recopilaron opiniones acerca de los otomíes y su lengua desde la época colonial hasta el siglo XIX a las que el primero se refiere como “un ejemplo de lo que puede ser y hasta dónde puede llegar la incomprensión (y difamación) del otro” (Guzmán, 2002: 20) y el segundo como la “historiografía de una calumnia”. El primero que mencionan es Motolinía quien señaló que los otomíes y chichimecas eran las dos generaciones de “más bajo metal” y más bárbaras en toda la Nueva España; también indicó que vivían como “brutos animales”. Por su parte, respecto de los defectos o faltas de los otomíes, Sahagún asentó que “de su condición” eran torpes, toscos, e inhábiles y a quien se quería injuriar por su torpeza e incapacidad se le decía que era “puro otomite”.

Muñoz Camargo, por su parte, consignó que los otomíes solo habían nacido para sufrir trabajos; eran grandes salvajes y muy duros para entrar en la fe católica y en orden; además, eran bajos de entendimiento, poseían poca capacidad y menos talento. El Códice Ramírez y Tezozómoc mencionan que habitaban en los lugares más ásperos, en las montañas donde vivían como bestias, sin policía y desnudos.

El último que citan Guzmán (1991) y Wright (2011) es Clavijero, quien a fines de la época colonial resumió la percepción que se tenía de los otomíes y su lengua: era la nación más ruda del Anáhuac debido a lo difícil que era entender su lengua y a la servidumbre que habían padecido tantos siglos; respecto del idioma señaló que era muy difícil, lleno todo de aspiraciones, pero copioso y expresivo; sin embargo, consideró que no había duda de que se podía instruir a los otomíes.

Respecto de la lengua en particular, Guzmán (2002) cita tres cronistas de la época colonial y dos filólogos del siglo XIX: Antonio de Herrera señaló que el otomí era un lenguaje “muy duro y corto”; Juan de Grijalva que era el “más difícil que se halla en esta tierra” debido a que muchos de sus vocablos se pronuncian dentro de la garganta y, por la cortedad de los términos, existen demasiadas significaciones; Andrés Pérez de Riba, finalmente, que era el más difícil, “en tal grado dificultoso”, por su pronunciación gutural, las “respiraciones y modos de acentos que usa tan peregrinos”.

En el siglo XIX Manuel de Nájera inauguró los estudios científicos sobre los idiomas con el otomí; sin embargo, según Guzmán, Nájera terminó adhiriéndose a las opiniones vigentes en torno a esta lengua y su contribución no significó un avance en su conocimiento. Respecto de los juicios de Francisco Pimentel, considerado el introductor de la lingüística moderna en el país, cita la controversia que sostuvo con Gumersindo Mendoza y en la cual insistió en que el otomí “no es otra cosa esa lengua sino una jerigonza bárbara”: no había cambiado nunca, era monosilábico, rudo, pobre, no poseía más que voz activa; “es tan ruin, que a veces no hay medio para conocer el sentido de las palabras sino su simple posición”; además, por la poca importancia científica del idioma, “me parece sobrado dos escritos en pro y dos en contra” (Guzmán, 2002: 37-38).

Aparte de los tratadistas citados por Guzmán (1991, 2002) y Wright (2006), Nájera (1845) también realizó un recuento de lo que se decía acerca de las lenguas y del otomí: la mexicana, tarasca y pirinda eran ricas en voces, copiosas en palabras descriptivas e imitativas de la naturaleza; en cambio, el otomí era duro y agreste al oído, de los hijos de una naturaleza casi salvaje. En algunos textos se aseguraba “que las lenguas de nuestro continente” eran jerigonzas indignas de estudio, todas eran dialectos de unas cuantas y en ninguna manera tenían semejanza con las llamadas antiguas. Al otomí se le “cree la más bárbara”, señaló.

Con base en el método comparativo vigente en su tiempo y siguiendo a Nájera, Manuel Orozco y Berra consideró que las palabras del otomí se componían cuando más de dos sílabas y en raros casos de tres, pero era probable que las últimas se debieran a contacto lingüístico; la clasificación que realizó de esta lengua se encuentra en relación con sus hablantes: eran un pueblo antiguo que conservaba su primitiva rusticidad. Otro estudioso de las lenguas indias en el siglo XIX, Francisco Pimentel, consideró que el otomí era “pobre en medio de la abundancia”, pues, aunque se encontraba rodeado de idiomas polisilábicos, perfectos y ricos, y dominado por una civilización más adelantada, no había cambiado y seguía siendo igual que el primer día: “monosilábico y rudo” (cit. en Pellicer, 2002).

Pimentel (1864) definió al blanco y al indio por contraste: el primero hablaba castellano y francés, era católico o indiferente, propietario, rico, poseía el conocimiento de su siglo, vestía según los figurines de París y usaba las telas más ricas, y vivía en ciudades en magníficas casas; por su parte, el indio era lo opuesto: hablaba más de cien idiomas, era idólatra, proletario, pobre, miserable, todo lo ignoraba, andaba casi desnudo y estaba aislado en el campo donde vivía chozas miserables.

Con estos antecedentes, a continuación se mencionan las opiniones y valoraciones de López Yepes, Pérez y Nájera respecto del idioma otomí y sus hablantes. Cabe mencionar que en las obras de los primeros dos, por su carácter y objetivos religiosos, se ofrecen menos datos lingüísticos en torno a las ideologías de sus autores, mientras que la Disertación de Nájera expresamente tiene el fin de refutar argumentos en contra de esta lengua, de ahí que sea un texto apologético y retórico.

Como ya se mencionó, las obras analizadas están dirigidas por los autores a sus pares, no a los hablantes de la lengua otomí, por lo cual se deduce que compartían las ideologías en torno a éstos. En el Prólogo de su Catecismo, López Yepes expresa que había tratado de seguir el Catecismo de Ramírez “en su traducción al castellano; y á veces he preferido algunas locuciones que, aunque no sean las mas propias y castizas, tienen la ventaja de que en ellas se manifiestan algunas redundancias, idiotismos y frases del Otomí; porque esto declara el carácter de este idioma” (1826: 4). El calificativo de “inculta” está presente en el discurso de este fraile en relación con la “nación otomí”; también el de lengua “bárbara”, como se verá enseguida.

El objetivo de López Yepes cuando escribió su Catecismo en otomí era la evangelización de los hablantes de este idioma, pues estos no podían llegar al conocimiento del catolicismo en una lengua que no entendían. En lo anterior, se observa que él había aprendido otomí y por ello redactaba un texto para ayudar a los eclesiásticos que ministraban en pueblos de este idioma; sin embargo, su deseo en torno a la diversidad lingüística era que se acabara, lo que era acorde con las políticas de su tiempo:

Las leyes, ni quieren, ni pueden querer que así se les cierre á estos pobres naturales la puerta de su eterna salvación. Quieren sí, que se procuren estinguir tantas y tan bárbaras lenguas, que tanto retardan y dificultan la instruccion y civilizacion de los Pueblos. Ojalá, se hubieran ya estinguido todas, y que todos hablásemos un solo lenguaje! (López Yepes, 1826: 5)

Por su parte, cuando Pérez se refiere en su Catecismo a los “beneficios” que había traído el “conocimiento del verdadero Dios”, de la religión católica, recurre a los calificativos que generalmente se emplearon en relación con la condición de los nativos: “vuestro tierno y maternal afecto [el de la Virgen de Guadalupe] se declaró abiertamente por los infelices y hasta entonces desgraciados indios”. Tanto Pérez, como el presbítero Corona, remiten a la supuesta dificultad de hablar otomí; el primero menciona que era “innegable que el idioma otomí presenta gran dificultad en su pronunciación” y el segundo, al señalar la sencillez y simplificación de los caracteres con que se escribió el texto, considera que “proporcionan ventajosamente la pronunciación de este inculto idioma” (Pérez, 1834: s/p).

Finalmente, la Disertación de Nájera, a tono con el espíritu de la época, realiza una serie de comparaciones entre el otomí y otras lenguas con el fin de señalar sus características y refutar las ideas que se tenían acerca de él en los círculos científicos de entonces. Así, en el discurso se puede observar que sus argumentos se suelen estructurar en dos partes: una donde cita algún aspecto “negativo” al que le concede cierta validez y otra donde pretende rebatirlo con base en uno “positivo”.

En lo que toca al idioma otomí, Nájera menciona una serie de cualidades en oposición a otras que se señalaban: aunque “no compite en riqueza de formas con su vecina, no le cede en la de las palabras, pues no es ni muda, ni limitada, en medio de la rusticidad” (1845: VII). Las preguntas (recurso retórico) con las que Nájera concluye sus argumentos enuncian ideas, afirmaciones, sentencias: “Ni se crea que la [lengua] de los Othomites carece totalmente de gracia; ella no tiene las de la delicadeza, de la lozanía, ni del colorido, pero á semejanza de la desnuda peña, ó el anciano roble, en su aspereza, lleva qué sé yo de sublime. ¿Y no es este uno de los géneros de la hermosura?” (1845: 26).

Para Nájera, las cualidades del otomí eran ser una lengua primitiva, sencilla y rústica, y estas se debían a que también sus hablantes lo eran: “el pueblo que la hablaba era inculto, pasaba una vida pobre, casi silvestre, y aun hoy dividido aquí y allá, desterrado de sus hogares por los Españoles, no ha mejorado de suerte” (1845: 24). Debido a que no se habían mezclado con otros pueblos, los que permanecían puros continuaban en “pobreza, miseria é ignorancia” que no eran menores que los de hacía tres siglos. La conclusión a la que llega es que “la lengua influye mucho en estos males”. Su deseo era: “¡Haga el cielo, el que mejore su suerte!” (1845: 90).

Los estudios comparativos en boga en su tiempo llevaron a Nájera a estudiar el “desarrollo” de los otomíes y su lengua en relación con otros pueblos indios y sus idiomas, y en los cuales los primeros ocuparon el lugar inferior, el de “primitivos”:

No, no tocaba a los othomites, la lira de Apolo como los Tarascos, ni la política les dió oradores como á los Mexicanos. Los rústicos Othomites, no conocían las bellezas, que la cultura da el lenguaje, y por mucho tiempo, en su gramática, no había sino tres partículas con que apenas distinguir el imperativo de los otros tiempos, en sus verbos […] ¿quién no admira el que por tantos siglos, haya mantenídose la lengua casi en su estado primitivo? (1845: 44).

En su Disertación, Nájera llega a considerar que “el othomi ha imitado á otras [lenguas], o á alguna otra [debido a que] es demasiado pobre en formas, para que pudiera seducir con su ejemplo a lenguas demasiado ricas y lujosas en adornos gramaticales” (1845: 40); por esta razón, señala, tal vez, y hasta cierto punto, había tomado del mexicano y del huasteco el sistema de conjugación; “por lo demás conservaron, si acaso no íntegro, sí incorrupto, el depósito de la lengua de sus Padres. Agreste y dura es ciertamente, mas con un carácter de antigüedad, que la hace venerable” (1845: 26). A continuación se cita un fragmento que no hace sino confirmar la adhesión de Nájera a las ideologías lingüísticas de su tiempo:

Se ha tenido [al otomí] por la [lengua] más bárbara, la menos complicada con fórmulas recientes, y en cuyo agreste aspecto lleva el carácter de la antigua sencillez. No, no es dulce como la Tarasca, ni rica como la Mexicana, ni suave como la Huasteca; pues más bien es dura, seca, ingrata a la lengua y más al oído: todo lo de ella es rústico, vasto, sin pulidez (1845: 23).

Las categorías discursivas que emergieron con el análisis de los textos estudiados fueron categorización, comparación y descalificación, todas en relación con valoraciones. La primera es la manera como se denomina a la otredad, el concepto que se tiene de ella, las representaciones mentales; en la comparación se atribuyen ciertos valores o características a una lengua en oposición a otra(s); por su parte, la descalificación refiere a la condición de un idioma y/o sus hablantes a los que no se les considera aptos para ciertos fines o no poseen ciertas cualidades; En el siguiente cuadro se muestra, de manera resumida, cómo fueron caracterizados los otomíes y su lengua por los autores citados:


En su Disertación, Nájera basa su argumentación “a favor” del otomí a partir de presentar un aspecto negativo que se señala acerca de este idioma y enseguida lo “refuta” con base en uno supuestamente “positivo”; sin embargo, logra lo contrario y termina “confirmando” los prejuicios debido a que recurre a las mismas valoraciones, los mismos calificativos; es una manera de decir lo mismo, pero cambiando el orden el discurso, haciéndolo rebuscado y pareciendo que no está de acuerdo. Se podría denominar a esta categoría discursiva “concesión condescendiente”, pues busca enunciar lo positivo, el “lado bueno” de una cualidad que, a fin de cuentas, es parte de las valoraciones negativas.

Guzmán (1990) señala que Nájera se propuso en su obra evidenciar y combatir la ignorancia de la mayoría de los escritores extranjeros respecto de las lenguas de México, reivindicarlas y refutar una larga tradición de valoraciones negativas respecto de su calidad; sin embargo, no cumplió el cometido de desterrar los prejuicios acerca del otomí ni hacerle justicia disipando las opiniones negativas sobre su supuesta condición primitiva; al contrario,

con frecuencia [da] la impresión de buscar y hallar nuevos argumentos para continuar esas ideas negativas. Incluso cuando encuentra en el otomí algo que le parece un acierto gramatical, se apresura a remitirlo a la influencia de lenguas “más perfectas”, incluyendo desde luego a la castellana y a la latina. Contribuye, seguramente sin quererlo, a dar la razón a aquellos que opinaban que las lenguas indígenas no eran más que “jerigonzas indignas” de cualquier análisis científico (257-258).

Lo que se observa en el discurso de Nájera son valoraciones, juicios subjetivos, según lo que se puede interpretar ahora; sin embargo, la clasificación de las lenguas en el siglo XIX, como la que realizó también Orozco y Berra, no fue considerada subjetiva en su tiempo, pues estaban dentro de los cánones del mundo científico europeo (Pellicer, 2002). Además, a partir de esos estudios se explicó el futuro del multilingüismo: el otomí era un idioma monosilábico, el más antiguo; el mexicano era superior a las demás lenguas indias por su profusión y elegancia de vocabulario. La sobrevivencia de las lenguas dependía del grado de civilización alcanzado hasta antes del contacto con los españoles y, como conclusión de lo anterior, el castellano era una lengua homogénea y culta, razón que explicaba su difusión y futuro promisorio (Cifuentes, 2002; Villavicencio, 2013).

6. Reflexiones finales

A los otomíes se les dedicó un número mayor de páginas en relación con su supuesta barbarie y la de su lengua, pero parece ser que se debió a que era un pueblo con mayor número de población y su idioma una de las lenguas generales, junto con el mexicano; por lo que, debido a estos factores, recibieron más atención, no tanto porque hayan sobresalido por cualidades negativas. El sistema de dominio instaurado en el siglo XVI descalificó y negó sistemáticamente capacidades a los indios y les atribuyó la condición de menores, pobres, miserables e ignorantes.

La imagen que se forjó de los naturales y sus lenguas en la época colonial continuó en el siglo XIX, aunque los argumentos para caracterizarlos pasaron de religiosos a cientificistas que buscaban el “progreso” de su época; estas ideas ya se habían mencionado tiempo atrás y en ellas la desaparición de la identidad india era una condición. La supuesta relación entre barbarie de lengua y pueblo la había señalado explícitamente el arzobispo de México, Antonio Lorenzana, a mediados del siglo XVIII: “así como su nación fue bárbara, lo fue y es su idioma” (cit. en Canuto, 2021).

El deseo de López Yepes de que se extinguieran las lenguas indias por ser tantas y tan bárbaras databa de largo tiempo; el anhelo de que la humanidad hablara un solo idioma también era añejo. En la segunda mitad del siglo XVIII se había intensificado la idea de desterrar los idiomas indomexicanos y de que como una “hermandad” se poseyera una lengua única. Entre los textos gubernamentales y religiosos que mencionan lo anterior se encuentran la Cédula de 1770 de Carlos III, la Pastoral VI “Para que los indios aprendan el castellano” de Lorenzana y la Pastoral de 1803 de Bergosa (Canuto, 2021).

En la centuria XIX no se dijo nada nuevo respecto de lo anterior, solo se le puso ropajes de la ciencia de su tiempo para, de igual manera, justificar la extinción de los idiomas indios como un bien que se hacía a la nación y a los naturales por sacarlos de la miseria e ignorancia donde se encontraban. Las comparaciones de las lenguas tampoco eran novedad; Lorenzana también había llegado a la conclusión según la cual los idiomas se diferenciaban en calidad: él lo afirmó con base en supuestos religiosos en el siglo XVIII y en el XIX fue con filológicos.

El aprendizaje del idioma español había sido considerado necesario para el entendimiento de la religión católica desde los primeros años de la Colonia debido a que en ninguna de las lenguas indias, incluida la mexicana, se podían expresar cabalmente sus misterios. Así, la castellanización llevaría a que los naturales se convirtieran en buenos cristianos y, a su vez, llegarían a ser fieles vasallos, como expuso Gregorio Ortigosa, obispo de Antequera a fines del siglo XVIII (Canuto, 2021). En lo anterior se observa la secuencia castellanización ˃ catolización (conocimiento de las verdades religiosas) ˃ vasallaje (dominio sobre todos).

Un triada semejante se observa en el siglo XIX, aunque con otras formas y nombres: castellanización ˃ progreso (conocimiento, ciencia) ˃ mexicanización (unidad nacional). Las preocupaciones de los estudiosos de las lenguas indias en esa centuria seguían siendo la castellanización y el aprendizaje perfecto de la religión católica, como lo expresó Pimentel, quien propuso que se debía procurar que “los indios olviden sus costumbres y hasta su idioma mismo, si fuere posible, Solo de este modo perderán sus preocupaciones, y formarán con los blancos una masa homogénea, una nación verdadera” (1864: 226).

A fines de la centuria XVIII, Pedro Cortés y Larraz, arzobispo de Guatemala, había expresado que los naturales deberían dejar de ser indios y convertirse en cristianos y, con las medidas que propuso para tal fin, consideró que se “extinguirían las malas costumbres, lenguas y aun el nombre de indios” (cit. en Canuto, 2021). A principios del siglo XX, otro estudioso de las lenguas indígenas, Nicolás León, manifestó el dolor que como etnologista [sic.] le causaba la pérdida de los idiomas indomexicanos; sin embargo, “como amante del engrandecimiento de mi patria quisiera su completa extinción: el obstáculo mayor para el adelantamiento de México es la diversidad de idiomas: extinguidos ellos, el indio concurrirá con menor resistencia al progreso nacional” (1905: 181).

El análisis de las ideologías lingüísticas en periodos históricos permite observar la construcción e importación de ideologías por agentes de prestigio (Olate et al., 2017) y la manera cómo se difunden en diferentes lugares. Vázquez (2012) señala que la imagen del indio en el discurso periodístico en México en el siglo XIX coincide con el de otros países, entre ellos Argentina y Chile, en lo relativo a sus conceptualizaciones y argumentos racistas que se sustentaban en el evolucionismo y el positivismo.

Así como en este texto se muestra la continuidad de las ideologías coloniales en el siglo XIX mexicano, y que pudieran ser la base de las actuales, Rojas señala que “las actitudes negativas hacia las lenguas indígenas de Chile que pueden observarse en la actualidad representan asimismo una continuidad con las motivadas por las ideologías lingüísticas del siglo XIX chileno” (2013: 96), por lo que su conocimiento, en los niveles sincrónico y diacrónico, puede ayudar a comprender el desplazamiento de los idiomas amerindios por el español.

A la continuidad que se observa en la población chilena actual, según Rojas (2013), se puede sumar la continuidad de la “mirada coincidente” a través del tiempo en los discursos de los misioneros capuchinos (Olate et al., 2017) y la reproducción de las ideologías lingüísticas de Jiménez Borja en Perú (de mediados del siglo XX, pero surgidas en el XIX) por parte de docentes de nivel universitario en tiempo reciente (Andrade y Zavala, 2019).

Por lo señalado anteriormente, la investigación en torno a las ideologías lingüísticas en periodos históricos permitirá comprender su dinámica, así como su (posible) consolidación y arraigo. Así, en este trabajo se ha ensayado mostrar la permanencia de imaginarios y actitudes hacia los indígenas y sus lenguas como la continuidad de una tradición de legitimación de dominio y asimilación sociocultural, pero con un discurso reformulado y refuncionalizado de acuerdo con el “espíritu del tiempo”.

Fuentes

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Notas

[1] Se usan los términos “indios” y “naturales” que se emplearon en la Colonia para denominar a la población nativa de lo que se llamó Nueva España y continuaron usándose durante el siglo XIX, como se puede apreciar en las obras que se analizan; a principios del XX ya se les denominaba “indígenas”. También se nombran “indios”, de manera genérica, aunque se incluyan mujeres y hombres.
[2] El segundo texto de Guzmán (2002) no se incluyó en el apartado tres debido a que menciona las opiniones acerca de los otomíes y su lengua, pero no realiza el análisis de las ideologías lingüísticas que subyacen en ellas, como es el caso de los demás trabajos citados.
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