Artículos
Formas de un encuentro diferido: diálogos y cartas en Mi vida con Carlos (Germán Berger, 2009)
Forms of a posponed encounter: dialogues and letters in My life with Carlos (Germán Berger, 2009)
Contenciosa
Universidad Nacional del Litoral, Argentina
ISSN-e: 2347-0011
Periodicidad: Anual
núm. 14, e0052, 2024
Recepción: 02 agosto 2024
Aprobación: 02 octubre 2024
Resumen: Inserto en una investigación en la que se examina la interpretación que distintas generaciones han hecho sobre su experiencia política en los largos sesenta y la transición democrática en Chile, este trabajo analiza el film Mi vida con Carlos (2010) dirigido por German Berger. Utilizamos herramientas metodológicas de la historia cultural y de los estudios sobre cine latinoamericano, que se articulan con los insumos teóricos de los estudios de memoria y los de cine documental. Primero, se realiza una contextualización panorámica de las condiciones que hicieron posible la cinta, y luego se avanza sobre su análisis narrativo y visual, enfocándose en los modos en que la primera persona del narrador dialoga con una serie variada de materiales, dispositivos y voces que le permiten, de modo parcial, aproximarse a zonas ocultas o literalmente vacíos de su propia historia y la de su padre, el militante comunista Carlos Berger, asesinado y desaparecido por la Caravana de la muerte en 1973.
Palabras clave: cine, documental subjetivo, memoria, dictadura chilena, generaciones.
Abstract: As part of an investigation in progress that examines the interpretation that different generations have made of their political experience in the long sixties and the democratic transition in Chile, this work analyses the film My Life with Carlos (2010) directed by German Berger. We use methodological tools from cultural history and studies on Latin American cinema, which are articulated with the theoretical inputs from memory studies and documentary film studies. First, a panoramic contextualization of the conditions that made the film possible is carried out, and second, the narrative and visual analysis is advanced, focusing on how the first person of the narrator dialogues with a varied series of materials, devices and voices that allow him, in a partial way, to approach hidden or literally empty areas of his own history and that of his father, the murdered PCC militant Carlos Berger, disappeared by the Caravan of Death in 1973.
Keywords: cinema, subjective documentary, memory, Chilean dictatorship, generations.
La noción de identidad ronda el destino de los huérfanos de la violencia y desafía a la comunidad desde un fondo oscuro que supera la racionalidad de los montajes legales pensados para la soldadura social. Para poner en relato la gesta militante de los padres o las secuencias violentas de su muerte o desaparición, los hijos regresan como desarraigados al pasado y al propio origen (…)(Amado, 2004, p.51)
Preguntas iniciales
Herencias, transmisiones, legados; filiaciones, fidelidades, mandatos y deudas: estos términos nombran algo de esas complejas experiencias a las que todo ser humano está expuesto, y que son los procesos de contacto intergeneracional y las prácticas de continuidad entre cohortes de nacimiento. América Latina vivió en la segunda mitad del siglo XX períodos de efervescencia política y transformación social que, especialmente en el Cono Sur, fueron brutalmente interrumpidos por la violencia del terrorismo de Estado. Una vez recuperado el estado de derecho, cada país procesó de distinto modo y a través de dispositivos diversos las cuentas con el pasado aunque, en buena medida, la tónica dominante en la inmediatez postdictatorial fue un pacto cómplice que, como mínimo, no habilitó canales eficientes de verdad y justicia respecto de lo ocurrido —a excepción del caso argentino, aunque con reveses problemáticos[1].
Si, durante años, la desaparición y la muerte, el miedo y la impunidad, la necesidad de salir adelante y la falta de respuesta de las instituciones y la sociedad, tramaron un tejido de silencio y dolor: ¿cómo retomar —en el sentido de reiniciar, pero también de volver a tomar, de hacerse cargo respecto de algo— como retomar, decimos, el trato con las generaciones del pasado? ¿De qué modos crear un cauce dialógico con aquello que, hasta entonces, ha sido una latencia —a veces ominosa, otras heroica— a fin de encontrarse en un cara a cara honesto y vital? ¿Resulta legítimo decidir qué parte de la herencia del pasado se quiere tomar cuando, justamente, esa herencia ha costado la vida de lxs antecesorxs?[2] ¿De qué modo hacerlo sin el prejuicio de la traición o la sombra de la ingratitud?
A partir de estas preguntas generales como motores reflexivos, y en la estela de una especial coyuntura conmemorativa al haberse cumplido 50 años del golpe de Estado que derrocó el gobierno liderado por Salvador Allende, este trabajo se inserta en una investigación mayor en la que examinamos la interpretación que distintas generaciones han hecho en el cine documental trasandino sobre su experiencia política en los largos sesenta y la transición democrática. Desde la historia del cine latinoamericano, los estudios de memoria y los de cine documental vamos a concentrarnos, dentro de la producción de la generación de lxs hijxs de militantes políticxs, en el análisis del film Mi vida con Carlos (2010) dirigido por German Berger, a fin de examinar el diálogo que establece la primera persona del narrador con una serie variada de materiales, dispositivos y voces que le permiten, de modo parcial, aproximarse a zonas ocultas o literalmente vacíos de su propia historia y la de su padre, el militante comunista Carlos Berger, asesinado y desaparecido por la Caravana de la muerte en 1973[3].
En la primera parte del artículo se realiza una contextualización panorámica de las condiciones que hicieron posible el documental, para luego ubicarlo en el marco de una tendencia de realizaciones contemporáneas con las que comparte tópicos y tropos. En las siguientes secciones avanzaremos sobre el análisis narrativo y visual de la película enfocándonos tanto en los procedimientos formales que habilitan/obturan cierto trabajo de memoria (Jelín, 2002); como en las figuraciones del cuerpo y la voz del director y otros actores intervinientes. Dado que Berger empuja, cataliza y vitaliza la memoria de su clan a partir de abrir la escucha y la conversación intergeneracional[4] sobre un conjunto de temas largamente silenciados, queremos examinar los modos de interacción y las formas de encuentro/desencuentro entre cohortes: ¿se desarrollan en tono de confrontación, indiferencia, sospecha o curiosidad? ¿Hay subestimación, pedagogía o solidaridad? ¿Es posible pensar para esos momentos de escucha y silencio compartidos, en atmósferas afectivas y de memoria cualificadas por la puesta en escena?
Creemos que, en el recorrido por diversos espacios, en la apelación a testimonios, álbumes fotográficos, materiales domésticos en super 8, documentos oficiales, hemerografía y cartas familiares, el relato procesa no solo las dudas y expectativas personales de un joven que pregunta ¿quién fue mi padre?, ¿quién era yo para él?, ¿cómo encontrarlo en mí mismo?, sino también las de parte de una generación que necesita comprender el pasado para cuestionar el presente y proyectar su futuro. Si bien el documental deja en claro que el caso Berger es una experiencia específica del accionar represivo —no hay homogeneización o generalización en su tratamiento; no se menoscaba su singularidad, aunque tampoco hay aspiración modélica–, lejos del solipsismo autoreferencial, su historia permite trazar un haz amplio de semejanzas, apuntando a ser, en los términos de Tzventan Todorov (2000), un exemplum. Esto es: un fenómeno que permite leer y entender muchos otros y el contexto en el que se inscribió porque implica un movimiento centrífugo y dialógico desde el propio acontecer y su desdicha inherente, al del/la otrx sin reclamar privilegio/exclusividad por el daño. Como toda memoria ejemplar, se convierte en un insumo de aprendizaje y de interpretación de cara a otros desafíos del aquí y ahora, y del porvenir.
Claves para una lectura situada
Como ha explicado la especialista Jacqueline Mouesca (2005), tras el retorno democrático y especialmente en los albores del siglo XXI el campo de producción documental chileno creció exponencialmente, tanto en materia de recursos humanos y técnicos preparados, como en lo que se refiere a propuestas estéticas: se generaron una buena cantidad y calidad de films que redefinieron tópicos y destinatarios, mientras se diversificó generacional y genéricamente la escena productiva, con más jóvenes y más mujeres haciendo audiovisual. En este proceso han sido claves una serie de condiciones materiales y legales que favorecieron la creación y financiamiento del cine de no ficción: desde la llegada de nuevas tecnologías —que abarataron los costos de realización y minimizaron el volumen del equipo técnico— y el desarrollo de centros de enseñanza —formación profesional de excelencia— a la activación, en 1993 a través del Ministerio de Educación, del FONDART (Fondo Nacional de Desarrollo de la Cultura y las Artes) que incorporó al audiovisual en sus concursos por financiamiento. Asimismo, si la relevancia de fondos internacionales como Ibermedia ha sido fundamental para el impulso de los proyectos, otro tanto puede decirse de los festivales internacionales y nacionales, verdaderas ventanas de exhibición y prestigio, como el FIDOCS (Festival Internacional de Documentales de Santiago) que fundó el cineasta Patricio Guzmán en 1997, o, desde el 2000, el Festival de Valparaíso. Téngase en cuenta también que la creación en 2006 de la Cineteca Nacional de Chile, en el Centro Cultural La Moneda, ha permitido no solo la difusión del cine local en ciclos, retrospectivas y muestras, sino también la consolidación de un riquísimo acervo de películas, documentos, libros y variados materiales que abonan al campo de estudios sobre historia y crítica del audiovisual producido y consumido en Chile desde el período silente a la actualidad.[5]
Cabe destacar que la abolición de la censura y su reemplazo en 2003 por la Ley de Calificación Cinematográfica significó un paso decidido hacia un horizonte de libertad expresiva e ideológica —sacudiéndose las rémoras de la dictadura— e igualmente auspicioso fue que en 2004 se crease el Consejo Nacional de Cultura (con rango ministerial) con un programa de apoyo específico al audiovisual. Recordemos, finalmente, que en 1999 el Ministerio de Economía y el de Educación acordaron que la CORFO (Corporación de Fomento de la Producción) abriera una línea de financiamiento al cine; y en 2002, desde la Corporación se creó CHILEDOCS, una empresa de apoyo y desarrollo de la comercialización de los documentales chilenos en el extranjero, que se complementó con otra línea de fomento sostenida desde la Dirección de Asuntos Culturales del Ministerio de Relaciones Exteriores.
Amén de estas condiciones materiales e institucionales, el aniversario por los 30 años del golpe de Estado configuró una coyuntura especialmente propicia de discusión y balance del pasado reciente, y reactivación de memorias pospuestas, tanto en el espacio social como en la cultura. Tengamos presente que fue en 2003 que se organizó la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura, impulsando una política pública de investigaciones, juicios y reparación económica de violaciones a los DD.HH. durante la dictadura, que superara los resultados del Informe Retting[6]. El cine fue parte de este proceso social de problematización de actores, acciones, sensibilidades y sentidos del pasado reciente y, desde entonces, se han multiplicado las propuestas audiovisuales que temáticamente orbitan alrededor de la dictadura y la posdictadura —muchas de las cuales dialogaron con el campo académico, el curatorial, los activismos y las militancias, no solo de Chile sino también del Cono Sur.
En este contexto, y tal como han señalado en trabajos tempranos Michelle Bossy y Constanza Vergara (2010) y María José Bello (2011), el caso que nos ocupa forma parte de una serie de documentales que, estrenados en la primera década del siglo XXI, reflexionaron sobre el pasado reciente chileno desde un prisma sensible y subjetivo, y bajo un tipo de enunciación y razonamientos autobiográficos[7]. Más que centrarse exhaustiva e intensivamente en la reconstrucción de eventos históricos colectivos a través de una perspectiva distanciada, supuestamente imparcial y con voluntad explicativa, películas como En algún lugar del cielo de Alejandra Carmona (2003), Reinalda del Carmen, mi Mamá y Yo de Lorena Giachino Torréns (2006), La quemadura de René Ballesteros (2009) o El edificio de los chilenos de Macarena Aguiló (2010), se preocuparon por examinar los modos en que grupos específicos y trayectorias vitales particulares fueron afectadas material, ideológica y afectivamente por procesos y clivajes sociales de envergadura como fueron los tres años de gobierno democrático y socialista de la Unidad Popular y la dictadura pinochetista. Y lo hicieron colocando en el centro de los relatos a directores–narradores–personajes: en efecto, la explicitación del quién enuncia y cómo lo hace, la dominancia de la microhistoria, la puesta en evidencia de la parcialidad, la búsqueda expresiva más que explicativa de la voz (entonación y exploración sonora), contribuyen a una indagación sobre el mundo y un tipo de construcción del sentido, donde el yo es una instancia de mediación cardinal, decisiva, insustituible (Piedras, 2011).
En consonancia con el giro subjetivo experimentado por el campo cultural y académico en las últimas décadas (Arfuch, 2013; Sarlo, 2005); y en el marco de un proceso más amplio de subjetivación de prácticas y discursos en el campo de producción y teoría documental (global y regional); en este tipo de films se abandona la pretensión de omnisciencia, autoridad y asertividad tradicionalmente asignadas al documental como discurso de sobriedad. Si bien se apela a documentos, fotografías y archivos diversos (en papel, audio y audiovisual), se privilegia el uso del testimonio y la narración en primera persona como elementos vertebradores de un relato que combina la anécdota menor/individual con la referencia al contexto, gracias a la voz-mirada incardinada y performática del/la realizador/a que exhibe dudas y no solo respuestas, vacilaciones y no únicamente certezas. Pablo Piedras señala que «Los documentales autobiográficos suelen recurrir a la voz en off de los directores para narrar aspectos de sus vivencias, para trazar los interrogantes que se hallan en el núcleo del relato, así como para remitirse en forma retrospectiva a la historia personal» (2014, p.83). Asimismo es habitual encontrar su cuerpo como parte de la puesta en escena, la prevalencia de exhibición de espacios domésticos por sobre los institucionales, y distintas formas de desplazamiento/viaje. Los relatos se organizan en función de tensiones identitarias y ligadas a la memoria, por lo que las películas —tanto como desarrollo de proyecto, así como relato— constituyen «(…) un proceso de autoconocimiento, reflexión y reconstrucción identitaria» (Bello, 2011, p.8)[8]. Es decir:
Un cine de auto exploración y autoobservación en el que convergen tres momentos: la escritura fílmica del yo, la reconstrucción del yo y la relectura del yo. Discurso que se pone en forma desde el presente del yo, levantando —como refiere Lejeune, a propósito de la autobiografía— un relato retrospectivo de la propia existencia, «donde un autor propone al lector un discurso sobre sí mismo, pero también una realización particular de ese discurso, aquella en la que encuentra la respuesta a la cuestión de «¿quién soy?» a través de un relato que dice «cómo he llegado a serlo» (Parada, 2020, p.841).
Producida con fondos mixtos, provenientes tanto del Gobierno de Chile a través del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, como del Programa Ibermedia y la participación de la TV Española, Mi vida con Carlos es el segundo largometraje de Germán Berger. Formado como periodista en Chile, luego se trasladó a Barcelona donde hizo su magíster en documental de creación en el Centro de Estudios Cinematográficos de Cataluña, trabajando posteriormente con cineastas como José Luis Guerín y Joaquín Jordá —coguionista de la cinta que nos ocupa junto con Roberto Brodsky, y el propio Berger. Si bien, contando con financiamiento alemán, la película iba a ser originalmente una ficción, luego de elaborar ese guion Jordá y el director decidieron desecharlo, y recomenzar la tarea con un enfoque de documental subjetivo.
Como en otros proyectos performativos, la película vuelve central la actuación del cineasta a ambos lados de la cámara, resaltando inscripciones situadas —voz encarnada, conocimiento encarnado— la dimensión afectiva de la experiencia y la metareflexividad (Ortega, 2010; Piedras, 2014). Pero es importante señalar la gravitación que también tiene en el relato un modo interactivo/participativo, por medio del cual el realizador interviene y propicia el intercambio con los sujetos filmados y sus testimonios (Nichols, 1997).[9] Más que la persuasión de cierta tesis, el documental explora estrategias de interpelación sensible a interlocurxs y espectadorxs, y en el uso de los archivos, más que apelar a un montaje omnisciente y una finalidad meramente ilustrativa, se procura la manipulación expresiva y reflexiva:
(…) estamos ante narrativas donde la preposición entre adquiere una relevancia inusitada: entre la ficción y la autobiografía, entre lo privado y lo público, entre el audiovisual y otros soportes, historia entre generaciones, construidas entre países (…) Se trata, en definitiva, de textos que conforman un espacio biográfico, en el sentido de una trama de interrelaciones simbólicas, en la que interactúan diferentes géneros discursivos, medios y soportes que construyen un horizonte de inteligibilidad que puede ser interpretado como una «reconfiguración de la subjetividad contemporánea» (Del Valle Dávila, 2019, p.337)[10].
El director señaló que durante el rodaje y montaje de la cinta —18 días y tres años respectivamente— no descubrió algo oculto sobre su padre puesto que siempre supo quién era Carlos.[11] Sin embargo, la película habilitó el movimiento de atreverse a recordarlo como una persona corriente, y no como militante político excepcional, y de ese modo consiguió «volver a la mesa familiar».[12] Podríamos decir que, reconvirtiendo la violenta exclusión física de su desaparición, y su exclusión emotiva dada por el dolor de su asesinato, Carlos logró tener nuevamente un sitio en la cotidianeidad espontánea y coloquial, recuperando de él, justamente, su minucia diaria y no solo su final cargado de horror, miedo e impunidad.[13] Para eso, resultaron claves dos dispositivos que habilitan el encuentro entre cohortes de nacimiento: la carta y la conversación.
Como iremos viendo a lo largo del análisis, pese al dolor y la violencia, el tiempo transcurrido y la diferencia epocal, en Mi vida… el diálogo intergeneracional resulta posible, la escucha es curiosa pero no invasiva, el respeto a la libertad entre generaciones se garantiza y la transmisión se reestablece: no hay cuestionamientos recíprocos, contrapuntos, desacuerdos, disonancias ni recriminaciones, pero tampoco intercambios paternalistas. Sin embargo, esta escena de amistad y composición es solo una de las muchas posibles que se forjan entre los trabajos de memoria intergeneracional que tanto lxs ayer militantes y hoy adultxs, como lxs ayer niñxs y hoy jóvenes, ofrecen en sus películas del siglo XXI al abordar la historia reciente. Si para Berger la búsqueda de la vitalidad paterna es posible e incluso abre nuevas escenas de transmisión; en La quemadura, encontramos su reverso: entre una madre y sus hijos solo parece haber distancia y olvido, desencuentro, incomprensión y ratificación del vacío, pues aquella no tiene interés en vincularse con lxs descendientes tras su exilio, pese a que estxs intentan comprenderla y abrirse a la conversación. Si en Volver a vernos (Paula Rodríguez, 2002), por su parte, se prioriza la reconstrucción de lazos y diálogos fundamentalmente entre jóvenes a nivel intrageneracional, sabiéndose continuadorxs/herederxs libres de «sus padres» de la Unidad Popular; en Allende (Patricio Guzmán, 2004) y Calle Santa Fé (Carmen Castillo, 2007) la cohorte adulta reflexiona sobre lo vivido y actuado con más o menos autocrítica, procurando cierto direccionamiento o plasticidad en las formas de gestión de las herencias por parte de lxs jóvenes del 2000, en vínculos que no siempre ofrecen libertad para elegir y cuestionar aquello que se recibe.
Atmósferas y paisajes de conversación
Berger señaló tres aspectos del proceso de elaboración del largometraje que, desde nuestra perspectiva, lejos de la contingencia, hacen a sus elecciones estéticas, éticas y políticas, y configuran tanto su revisión del pasado como el tipo de trato con la generación anterior.[14] El primero tiene que ver con la opción del soporte con el que rodó: se trató de 35 mm., un material sensible y oneroso que exigió de él un uso metódico y preciso, desencadenando un camino creativo sin dilaciones ni demasiados rodeos. Es decir, arriesgándose a «ir al grano» con su propia familia, abordando aquella necesidad que se había dilatado —pospuesto— en el tiempo: esto es, hablar de Carlos como persona vital, interrumpiendo su referencialidad automática como víctima y como detenido desaparecido. Por otra parte, durante los años de montaje, el director explicó que le había resultado difícil encontrar una estructura narrativa que le permitiera cierto andamiaje organizador sin que ello ahogara el aliento emotivo de los recuerdos evocados; hasta que, finalmente, halló en el género epistolar el tipo de formulación adecuada[15]. En efecto: podemos pensar que la carta permitía contar al padre tres veces. Contar(le) qué había sucedido con Chile y con cada miembro de la familia tras su muerte. Contar(lo) a Carlos en la medida en que se bordaban las voces-anécdotas sobre él en un relato común. Y contar(se) a sí mismo, especular y biográficamente, el hijo en la historia del padre, y viceversa. Justamente:
(…) la narrativa del trauma de la violencia es, en el caso de las nuevas generaciones, constitutiva de la identidad biográfica y dilatada en el tiempo, es decir, inherente al decurso vital, puesto que se inscribe como marca reiterativa y temprana (casi podríamos decir, de origen) de la autobiografía. En este sentido, los documentales se integrarían a una nueva tendencia del cine autobiográfico de carácter testimonial, al configurar un nuevo tipo de testigo: una víctima infantil debe hacer una elaboración de larga data. Es interesante constatar en estas producciones una reinscripción de la figura paterna, que compensa su anonimato y desconocimiento (…) [y que implica] hacerlos ingresar a un espacio social de reconocimiento, así como una forma de desplazar la condición de orfandad de los hijos (…) (Johansson y Vergara, 2014, p.97).
En tercer lugar, Berger señaló el hallazgo de un material de archivo en super 8 que había sido abandonado entre las cajas de su familia donde se ve al padre, siendo un adolescente, corriendo hacia el mar y zambulléndose entre las olas. Un found footage, un metraje encontrado convertido en cifra de pasaje y contacto entre temporalidades: gema anacrónica[16]. Gracias a este develamiento, verdadero encuentro material con la vitalidad paterna, el director-hijo contempló por primera vez a un Carlos animado —jubiloso y activo. Esa filmación casera —¿del abuelo Berger tal vez?— trae al presente un momento feliz, enérgico, lúdico, justamente aquello de lo que no podía hablarse: de ese Carlos risueño, jovencísimo y despreocupado, poniendo de manifiesto cómo ciertos relatos de memoria —aquellos que luchan contra la impunidad— también pueden obliterar, dejar en sombra, ciertas fibras vitales. Así
(…) Berger hará que ese movimiento, emprendido en el video casero, y que además desaparece tragado por el agua, siga en la película que está rodando, hasta convertirse en movimiento eterno (…) con el video rebobinado —esa vez hacia atrás—, queda claro el deseo de remontar el tiempo (Arrué, 2014, p. 228).
Sospechamos que, aunque la crítica y la historiografía no hayan reparado en ello, la presencia de esa micro–secuencia encontrada, de ese resto o residuo superviviente que pasa del margen al centro, del olvido a la recuperación, habilita una lectura sinestésica, afectiva y atmosférica de la cinta y sus trabajos de memoria. Años después del estreno, el director explicó que una de sus alertas internas durante el proceso creativo había sido cuidarse de no caer en la auto conmiseración ni en el sentimentalismo, por lo que procuró ir «secando» (de lágrimas) la narración y «sacando» información para quedarse con lo fundamental. Intuimos que este doble procedimiento de «secar y sacar» el relato, se corresponde con una calculada tónica emotivo–paisajística que tensiona —sin síntesis— la conmoción y la aspereza, la humedad y la sequedad. Así, toda la cinta es un desafiante proceso para atravesar —literal y metafóricamente— el desierto, la ausencia y un ensordecedor silencio familiar, para llegar al rumor marítimo, los flujos de la memoria y la emoción compartida que, después de décadas, consiguen un espacio de procesamiento común y un cauce, una forma expresiva[17].
Notemos que esta suerte de economía narrativa, afectiva y visual que combina ambos tipos de atmósferas —donde paisaje y materia orgánica constituyen un lenguaje indirecto para procesar el pasado— también se juega en el modo de perfilar y alternar la conversación con los personajes protagónicos del documental. Si la madre jamás derrama una lágrima, no hay fatiga ni vacilación en su cuerpo, en su voz, ni en su discurso, aunque tampoco autocrítica de ninguna índole —tónica del desierto: la resistencia racional, estoica y militante—; el tío Eduardo es su reverso complementario. Se presenta más sensible, emocional y afectuoso con sus hijas y sobrino, tiene un hablar delicado y pausado, es un hombre que cuestiona sus propios pasos, que disfruta del silencio y que, no lo olvidemos, es un enfermo terminal de cáncer —tónica del mar: la sensibilidad afectiva, la expresividad física y verbal[18]. El tío Ricardo, por su parte, tiene una presencia robusta y austera que podría acercarlo a la tónica del desierto pero, sin embargo, también deja entrever una poderosa fuerza sensible —el agua—: su piel caucásica y su altura, sus movimientos contundentes, la escasez de palabras, y los expresivos silencios que caracterizan sus intervenciones, dibujan un personaje al que todo le sucede «de piel hacia adentro», como una represa a punto de estallar, reprimiendo hasta el final las lágrimas y la expresividad que, pese a todo, se vislumbran en él. Germán, por su parte, oscila entre la contención y la expresividad discursiva, la distancia y la proximidad afectiva, la contemplación apartada y el tacto cercano: a veces, su figura comparece en semejanza y otras en contrapunto con su interlocutor/a, generando analogías y contrastes entre climas discursivos y subjetividades.
Notemos que los modos de encontrarse y tomar la palabra a cada testigo son variados: se visitan espacios domésticos y públicos, hogares, bosques, calles y desiertos, el director puede sentarse en el comedor familiar, el jardín, la sala o acompañar en el dormitorio. Pese a esta heterogeneidad de emplazamientos todas las citas tienen cierta informalidad y, justamente, en esa forma des–jerarquizada, des–solemnizada también es Carlos quien se vuelve cercano, próximo: solo así es posible tratarlo con familiaridad.
Si en el relato, cada voz ofrece apenas una pincelada para reconstituir su rostro vital; el afiche de difusión de la cinta trabaja sobre el mismo concepto. Se trata de un retrato en el que los trazos, con distinta carga matérica, no se disimulan sino que en su diferencia con–forman el semblante sereno y grácil del padre-militante cuya frente, sin embargo, está cruzada o rasgada por zonas de sombra oscura y anaranjada, y dos líneas en dirección vertical que semejan rayos o fogonazos. La violencia sobre él no se escamotea o se edulcora ni en los testimonios, ni en esta imagen clave para la película —su carta de presentación como producto audiovisual. Ahora bien: ¿qué sucede en esos encuentros que hacen al retrato paterno, mientras transmiten temperaturas y atmósferas diversas?, ¿qué se moviliza en estos testimonios informales? ¿Cuál es la forma que en ellos adquiere la relación y el legado entre generaciones?
Diálogos: mi padre, mi hija y yo
Como ha enseñado Elizabeth Jelín (2002), la noción de transmisión lejos está de aludir meramente al carácter verbal y/o material: se pueden transferir silencios y afectos, inercias y olvidos. Justamente, Germán Berger usa su película como un modo de desmantelar una herencia para erigir otra: remover el silencio, y traer la palabra-de-vida sobre su padre a primer plano. Lo hace consciente de que opera desde y en el marco de una generación de hijos e hijas de militantes que tienen mucho más que una edad en común. Retomando a Jelín, podemos decir que son una cohorte que comparte claves de ubicación espacio–temporal desde donde formulan pensamiento y experiencia específicos, y reclaman su justo lugar en la esfera pública. Las nuevas generaciones «llegan» al pasado reciente gracias a un devenir histórico, en conexión con una trayectoria que hizo posible y sostiene determinadas condiciones de discurso —de lo visible y de lo decible— pero también llegan con una agenda: es decir, con preguntas y urgencias propias que interpelan a la generación anterior, interrogan las condiciones mismas de la relación entre cohortes y revisan la carga de sentidos acumulados en aquello que han recibido.
Jelín advierte que si las herencias son vectores de pertenencia e identificación, si son también formas de reproducción social y socialización, su tesitura no puede ser otra que agónica —de lucha, de pugna— toda transmisión de saberes y sentidos del pasado considerados valiosos implica relaciones de fuerza, y también modalidades que van de la apatía y la repetición mecánica, a la acción estratégica y la creatividad. En cualquier caso, según su perspectiva, los requisitos para la transmisión son dos: primero, una base en común, que es además la oportunidad de ampliación de un «nosotrxs»; y segundo, dejar abierta la posibilidad para la interpretación, el recorte y la elección de lo recibido —el movimiento de tomar el pasado no es automático, sino que se elabora, entre la continuidad y la discontinuidad, la consonancia y la disonancia.
En la película la pregunta por lo intergeneracional está desde el origen mismo del proyecto. Germán Berger expresó al ser entrevistado que una de las motivaciones que lo llevaron a encarar el film tuvo que ver con el hecho de haber sido padre, y poder comprender al suyo a partir del amor profesado hacia su hija[19]; aunque también reconoció sentirse interpelado por cierto deber de transmisión en la coyuntura chilena de comienzos del siglo XXI. Asimismo, si bien es su historia particular la que se expone en la película, Berger considera que su alcance es universal porque expresa la violencia sin precedentes que sobre tantas tramas familiares ejerció el terrorismo de Estado —suspensión de derechos, persecución, represión, exilios, tortura, aniquilamientos, desapariciones. Es decir, la cinta problematiza la tragedia del crimen político y las posibles respuestas arquetípicas frente a la violencia, el dolor y la ausencia: la lucha —personificada en su madre—; el silencio —encarnado en su tío Ricardo—; la huida —representada por el tío Eduardo—; la desesperación —plasmada en sus abuelos paternos—; y cierto desinterés o inercia frente al «no saber» —representado por sus primos coetáneos.
En efecto, la película dedica distintas secuencias a examinar sin juzgar moral ni políticamente estos posicionamientos y sus legados inherentes, y los concatena en un continuo familiar: a cada uno se le ofrece un lugar de palabra–escucha y se lo respeta, tanto en sus omisiones como en su puesta en discurso. El posicionamiento clave que hace posible la película como proyecto y espacio de interlocución es aquel que encarna el propio Germán Berger: ese posicionamiento–acción frente al pasado es el deseo de diálogo, de encuentro capaz de construir un legado vital. Por ello, la cinta puede entenderse como una puesta en común de acallamientos, pronunciamientos y recuerdos, bordados por la conversación que despierta y sostiene, con escucha empática e interesada, el joven Berger fundamentalmente con la generación mayor. Así: «(…) Ante el silencio que imposibilita el recuerdo, habiendo desaparecido el objeto mismo del recuerdo, la cámara resulta ser un medium que permite que broten las palabras, las preguntas negadas» (Arrué, 2014, pp.224–225).
Lejos de ser meramente su opuesto, el silencio es parte constitutiva de esa conversación y, como dijimos, de la herencia que porta Germán: por ende, también constituye la cinta. No obstante, más que una caracterización esquemática, como ha destacado Michael Pollak (2006) conviene atender a las inflexiones y matices que hacen al complejo —y siempre histórica y coyunturalmente situado— fenómeno del silencio. Por ejemplo, el que de modo explícito motiva el proyecto es un silencio doliente: por el sufrimiento que provoca, en la familia no se conversa sobre Carlos y la humanidad de su figura ha quedado obturada/eclipsada por la prevalencia de la lucha por el esclarecimiento de su crimen y la búsqueda de justicia. Luego existe un segundo silencio, que podríamos nombrar como táctico, que es aquel que Ricardo y Eduardo hicieron para conseguir salir adelante: es un silencio que en algún momento resultó necesario para poder rehacer la vida, en el insilio y en el exilio respectivamente, y encontrar un modo posible de vivir con otrxs y evitar en ellxs la pena o el miedo. De hecho, ningunx de lxs primxs de Germán sabe «qué pasó» con sus padres y su tío Carlos durante la dictadura; pero, igualmente, tampoco han alentado instancias de indagación familiar. Allí podríamos entrever, entonces, otra forma de silencio, que oscila entre la cautela —para no remover en los antecesores sentimientos difíciles— y la rutina, el acostumbramiento a soslayar nombres y temas en la conversación. Un cuarto silencio —de impunidad y deliberado encubrimiento— es el que la dictadura cívico-militar quiso imponer no solo sobre el caso Berger, sino sobre todas las víctimas de «La Caravana de la muerte» y que la película se encarga de impugnar y denunciar. Y, finalmente, también está aquel que es propio de cualquier interlocución: para poder conversar, es necesario hacer silencio y garantizar condiciones seguras de escucha, que incluyen el asentimiento a que haya zonas de la experiencia que no quieran o puedan ponerse en palabras. Es, entonces, sobre este humus complejo, fértil y doloroso, sobre el que en la cinta se yergue una estructura enunciativa de conversaciones que operan por retroalimentación circular.
En efecto, el relato va configurando una biografía familiar y un relato autobiográfico gracias a la puesta coral de diálogos y memorias que luego son reapropiados —montaje mediante— y dispuestos en una forma epistolar (una carta): una escena imaginaria de conversación entre un yo (personaje hijo/director) y un tú (padre) que se encuentran a cierta distancia. La voz off habitualmente señala «mi madre me contó…», «tu hermano me dijo…»: en la misma acción de recordar, y en la performance enunciativa de re-tomar el decir de otrx para contarse a sí mismo y contar a Carlos, el director re–escribe, re–narra esa historia, la tamiza y la conjuga desde su punto de vista, y lo que ha sido legado-donado adquiere una presencia distinta. Se recobra al padre —y se dialoga con él— a través de fragmentos de conversación: trizas discursivas, que a su vez se corresponden con ese cuerpo paterno vuelto fragmentos dispersos, astillas errantes… un cuerpo sin reunión, sin tumba, exiliar.
Asimismo, como ha notado Ignacio Del Valle Dávila —retomando a Paola Lagos Labbé—
(…) la carta fílmica no espera respuesta del destinatario, sino el compartir con el espectador las reflexiones del director (…) El yo del remitente de los films-cartas es siempre una construcción, de la misma manera que el ejercicio de memoria que lleva a cabo también lo es. Pero no solo eso, el destinatario también ha sido, en gran medida, construido por el remitente (Del Valle Dávila, 2019, pp.331–332, 342)[20].
Además, el relato juega con los desplazamientos, préstamos y enmascaramientos fónicos y escriturales, puesto que el director le pone voz al padre dos veces: primero, cuando lee la última carta escrita por aquel dirigida a su propia madre al hallarse detenido en Calama; y segundo, cuando durante las fiestas de Pascua en España, en un juego de golosinas escondidas, Carlos «envía» a las hijas del cineasta dos pequeñas notas[21]. Sin embargo, vale notar que ese «prestar la voz a Carlos» —que es otro modo de contarlo y traerlo al presente— tiene variantes distintas en función de la textualidad de base. La primera vez, la voz del hijo da cuerpo a una letra empuñada por el padre: una letra que constituye el único eco material que llega hasta su aquí y ahora por mediación del legado de la abuela fallecida, pues era a ella a quien originalmente iba dirigida la esquela. En la segunda ocasión, el hijo imagina, escribe e interpreta una ficción parental de cara a la construcción de un vínculo (y legado) entre el abuelo desaparecido y las nietas pequeñas. En ambas oportunidades lo que queda subrayado es la necesidad vital de componer —aunque sea precariamente— lo que la acción represiva ha destruido: restituir lazos afectivos, garantizar la continuidad de los flujos de comunicación, reforzar la pertenencia a una trama colectiva (la familia) donde se posee una identidad singular.
Esas cartas riman con la esquela que en el epílogo el hijo ofrece al ausente: junto con la macro-carta que es en sí la película, brindan un modo de construir lazos intergeneracionales para desde allí no solo arreglar cuentas con el pasado, sino conectar con más fuerza con el futuro, al proveerse y proveer a la descendencia de una existencia en red, pese a que ésta se reconozca dañada por la violencia —es decir, con nudos deshechos, vacíos irreparables, e hilos insustituibles. La misiva es también una suerte de entrada de diario íntimo que opera bajo la pregunta «qué hice», donde el cineasta narra e interpela al padre, comparece y se afirma: «Soy tu hijo», le escribe/dice. Así, cartas y conversaciones configuran un dispositivo de filiación que traza un retrato (del padre), que a la vez funciona como espejo donde mirarse (como hijo y como padre) «(…) y que inserta a Carlos en la continuidad restablecida entre las generaciones; perdurando y prolongándose el padre, bajo otras formas, con espacios temporales que comunican entre sí, hasta a veces sobreponerse» (Arrué, 2014, p.230).
Imágenes flotantes, ecos en el viento
Para finalizar esta lectura de Mi vida con Carlos quisiéramos retomar la idea más arriba expuesta respecto de la correlación entre personajes, memorias y atmósferas afectivo-matéricas, y detenernos en un tipo específico de intervención en las fotografías familiares, más concretamente en aquellas de Dora y Julio, los padres de Carlos. Tras la muerte y desaparición de su hijo, estxs exiliadxs rusa y húngaro respectivamente, que habían escapado del holocausto y la II Guerra Mundial en Europa, se hundieron en la tristeza: tocaron el dolor más inconmensurable, perder un hijo y ni siquiera poder darle sepultura. Hacia el último tercio del documental, Carmen Hertz cuenta que cuando le dijeron a Dora que Carlos había sido asesinado, ella se retiró a su escritorio, se encerró: «Y entonces dio un grito profundo, tremendo, terrible… no era gritar nomás… era como algo que le salía desde las entrañas… era como si estuviera dando a luz a Carlos». Así como no hay término en el lenguaje que consiga nombrar esa pérdida y el estado de relación/desposesión en que queda el deudo, tampoco hay testimonio de estos padres–abuelos que, a sabiendas de la injusticia y la impunidad, decidieron quitarse la vida a mediados de los ochenta. En el cine de la generación lxs hijxs, tanto de Chile como de Argentina, Uruguay o Brasil, no encontramos semejante respuesta desgarradora al crimen de las dictaduras: por eso es que resulta especialmente relevante revisar el cuidadoso tratamiento que ofrece el nieto respecto de este posicionamiento que, más arriba, nombramos como desesperación.
Antiguas fotos en blanco y negro que retratan a Dora, a Julio, a ambxs, y a lxs dos junto a Carlos siendo un bebé o un niño, van siendo filmadas mientras están sumergidas en el agua y flotan en dirección vertical, pausada y pesadamente entre burbujas de oxígeno. Las imágenes ondulan, parecen desplomarse con suavidad y a la vez contundencia: pese a su levedad constitutiva —son impresiones en papel y carecen de tridimensionalidad— el movimiento permanente de los retratos, y el juego de luces y reflejos acuosos, hace que parezcan cuerpos (mnémicos) que, en cámara lenta, se derrumban, como Dora y Julio. Esas imágenes les representan no solo en su cualidad indicial, sino metafórica gracias a la textura envolvente, pesada y densa del agua: un agua que no es como aquella que corre en un río, ni tiene la cualidad impetuosa de las olas del mar. Es el agua quieta de un pozo, el pozo del alma, como nombra el poema de César Vallejo (1961, p.9):
Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma... Yo no sé!
(…)
Y el hombre... Pobre...pobre! (…)
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada.
El tratamiento a estas imágenes sirve, por un lado, para generar —a nivel de montaje— un contraste altamente expresivo con la banda sonora: lo «blando» de aquello que se ve, se tensiona con lo dura y abrumadora de la experiencia del suicidio de los abuelos que se narra en off. Pero, además, busca expresar la tesitura del testimonio imposible de Dora y Julio: a través de una materialidad orgánica y la apelación a los sentidos del tacto y la vista, se propicia una atmósfera que evoca el volumen inconmensurable del dolor y las lágrimas derramadas, que comunica el duelo suspendido, flotante, por la falta del cuerpo y de justicia, el abatimiento y la pesadumbre en el ánimo, la inmersión o la precipitación en la desesperación ante un sufrimiento insoportable. Pese a su propio desconsuelo, Berger da un espacio de atención a esta manifestación y posicionamiento frente al dolor: aloja, «sostiene» el testimonio de sus abuelos a partir de un montaje que da tiempo al acto de mirar y acompañar, ofrece una forma comunicable a sus lágrimas, y se ofrece a sí mismo una instancia para llorar a esas otras víctimas de la dictadura pinochetista.
Casi en el final del relato, en el desierto y junto a sus tíos, el cineasta lee una carta dirigida a Carlos donde afirma su inscripción filial y genealógica: las primeras líneas apelan al uso de la primera persona del plural, incluyendo a los varones que lo acompañan, respaldan y espejan, afirmando que «comenzamos a recuperar tu memoria, tu risa, tu ternura». Pero en el cuerpo central de la esquela, la voz se desplaza a la primera persona del singular para confesar sus sentimientos, su pasado y su presente vital. En la clausura, el «nosotros» retorna para despedirse pero también inaugurar una nueva etapa: «Hoy estamos aquí: haciendo un ejercicio de memoria (…) Ellos [Carmen, Eduardo y Ricardo] abren su memoria y yo lleno mi hoja en blanco: yo comienzo entonces a tener Mi vida con Carlos». En efecto: más que una reconexión con cierta lucha o tradición política, toda la película aspira a instalar las condiciones que hagan posible una re-ligazón vital con el padre, a fin de que este deje de ser, como se dice casi al comienzo del largometraje, «un fantasma», es decir una presencia sin elaboración, para convertirse en pulsión de vida.
Justamente, la clausura narrativa será confirmatoria respecto de ese trabajo de elaboración-transmisión: mientras se oye una suave música en off, se produce un zoom in a una mesa de apoyo en la que se observan un reloj (el tiempo, la historia) y los retratos de Germán Berger siendo niño y de Carlos joven-adulto, ya vista en otras escenas —y que constituye la base a partir de la cual se compuso el afiche. Cuando el movimiento se detiene, el plano se ha ceñido a esos dos rostros que yacen contiguos pero separados: el del padre enmarcado, el del hijo sin portarretratos. Sarah Dornier–Acbodja señala sobre los usos de la fotografía familiar en las prácticas de memoria social que:
La fotografía participa, pues, de la memoria de los cuerpos, en especial la de los cuerpos emparentados, de la que habla A. Muxel: «Cuando la memoria elige el juego de los parecidos, es para mencionar un cuerpo plural, que hace de lazo entre las generaciones, (...) ese cuerpo lleva consigo el peso de la filiación; (...) la reproducción de una especificidad biológica construye una identidad colectiva» (1996, pp. 128–129). Y la composición fotográfica contribuye a poner de manifiesto ese aire de familia (2004, p. 131).
Es la voz de una de las hijas pequeñas del cineasta la que interviene en fuera de campo para terminar de ensamblar y conectar a los dos varones —de aspecto muy semejante—: es su mirada la que sella el re–conocimiento entre padre e hijo, pero también sella el reconocimiento al ancestro. En off el director pregunta: «¿Quién es éste?», y la niña contesta «El Carlos». «¿Y quién es el Carlos?», insiste el adulto. Y la pequeña responde: «Tu papá».
Como hemos visto a lo largo de este trabajo, cartas y diálogos son una sutura precaria, apenas un hilván entre subjetividades desgarradas: un botón de imantamiento, de cercanía, de confidencia. Así, toda la cinta resulta ser, retomando las palabras de Nelly Richard (Museo Reina Sofía, 2020), un archivo vital de experiencias y memorias sobre Carlos y sobre cada protagonista: un reservorio disponible para que no solo el cineasta sino toda una generación pueda insertarse en una corriente histórica más vasta, y recupere el aliento en un acervo energético e inspirador, en un centro de transmisión de ánimos y sueños. Berger ha exhumado el cuerpo vital del padre: en el metraje encontrado, y entre las palabras y silencios de su círculo fraternal. Alrededor de esa exhumación orbita el relato, orbita la conversación: una conversación que, desobediente con aquella «herencia tácita» de tantos años —no hablar, para luchar con más fiereza, no hablar para no sucumbir al dolor, no hablar para seguir adelante— humedece el desierto de la memoria recordándole que siempre espera el mar.
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Notas
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