Resumen: En el presente trabajo analizaremos el problema de los usos del pasado en la coyuntura desencadenada a partir del golpe de Estado de 1955, y en un ciclo que entendemos se extendió hasta 1960. Más concretamente indagaremos cuáles fueron los canales que hicieron posible que la conflictividad social presente fuera interpretada por diversos sectores de la sociedad como una actualización de las disputas políticas desarrolladas en el territorio nacional durante el siglo XIX y que tuvieron por desenlace la batalla de Caseros en 1852. Para tal fin nos centraremos en los discursos producidos desde el propio Estado nacional, así como una serie de formas de «apropiación inversa» de dichos imaginarios por sectores resistentes a ese proceso político. Para esto último prestaremos especial atención a tres órganos de prensa: Palabra Argentina, Azul y Blanco . Mayoría.
Palabras clave: usos del pasado,Batalla de Caseros,rosismo,peronismo,nacionalismo.
Abstract: In the present work we will analyze the problem of the uses of the past in the situation unleashed from the coup d'état of 1955, and in a cycle that we understand extended until 1960. More specifically, we will investigate what were the ways that made it possible for social conflict this present was interpreted by various sectors of society as an update of the political disputes developed in the national territory during the 19th century and which ended in the Battle of Caseros in 1852. To this end, we will focus on the discourses produced by the State itself. national, as well as a series of forms of "reverse appropriation" of said imaginaries by sectors resistant to that political process. For the latter, we will pay special attention to three media outlets: Palabra Argentina, Azul y Blanco, and Mayoría.
Keywords: uses of the past, Battle of Caseros, rosismo, peronismo, nationalism.
Artículos
Recuerdos de Caseros. Conflicto social, usos del pasado y prensa (1955–1960)
Remember of Caseros. Social conflict, uses of the past and the press (1955–1960)
Recepción: 11 agosto 2023
Aprobación: 15 julio 2024
El 30 de diciembre de 1955, por medio del decreto n° 7625, el poder ejecutivo de la nación creó la asignatura «Educación democrática» con el fin de dictarla en todos los establecimientos de enseñanza primaria, secundaria, normal, especial y superior, de todo el territorio argentino. El aparato escolar, vector molecular por excelencia en la construcción de imaginarios nacionales y con alcance a todas las profundidades del territorio argentino, se convirtió entonces en un canal central a través del cual construir el espejo de los antagonismos de la democracia que la «Revolución Libertadora» se proponía refundar. Camilo J. Muniagurria, miembro de la Comisión Nacional Honoraria Redactora de los Programas de «Educación democrática», declaró en conferencia radial los principios que inspiraban la empresa:
A la apología de la fuerza, debe oponerse el respeto al derecho; al revisionismo histórico destinado a exaltar la tiranía vencida en Caseros, debe oponerse la tradición de libertad que nace con Moreno en el Mayo de 1810 y que cristaliza jurídicamente en la Constituyente de 1853; por sobre el caudillo y la divisa de la anarquía, los principios de la organización nacional con la base de nuestras instituciones libres; a la persecución sectaria, la tradición liberal; a la Mazorca, la Asociación de Mayo y a la sombría tiranía de Rosas, el genio civilizador de Sarmiento.[1]
Dos meses antes, el 7 de octubre de 1955 y aún con Eduardo Lonardi a cargo del ejecutivo, se había decretado la creación de una Comisión Nacional de Investigaciones, dependiente directamente de la vicepresidencia de la nación a cargo de Isaac Francisco Rojas, que tuvo por objeto «investigar las irregularidades que se hubieran practicado en todas las ramas de la administración pública federal, provincial y municipal, durante la gestión del gobierno depuesto, cometidas por funcionarios o personas relacionadas con aquellos».[2] El 6 de abril de 1956, ya bajo la presidencia de Pedro Eugenio Aramburu, otro decreto ordenó finalizar las tareas de la Comisión. El 16 de agosto de ese año un nuevo decreto dio curso, por un lado a publicitar los resultados de la investigación bajo la designación de Comisión Nacional de Investigaciones, documentación, autores, y cómplices de las irregularidades cometidas durante la segunda tiranía; y por otro, ordenó la publicación del llamado Libro negro de la segunda tiranía que «redactada en un lenguaje simple y directo» y abocándose a los «hechos más importantes, más concluyentes y de más clara comprensión» saldría en 1958. Allí, y centrándose en la «tradición nacional» se señaló:
¿Cómo puede juzgarse una política interna como la ejercida por la dictadura peronista?
Nada hay que se le parezca, en nuestro país, después de la caída de Rosas. El terror, el espionaje, la delación, el sometimiento, la obsecuencia, no son medios de que se valen los gobiernos de la democracia. La nuestra tuvo muchos defectos en el pasado, pero no tuvo esos vicios tremendos, propios de las tiranías.[3]
Lo anterior debe conjugarse con la sanción del decreto n° 4161 del 5 de marzo de 1956 mediante el cual quedó prohibido en todo el territorio de la Nación la utilización de «imágenes, símbolos, signos, expresiones significativas, doctrinas artículos y obras artísticas» con fines de «afirmación ideológica peronista».[4] En pocas palabras, si el porvenir habría de cimentarse sobre la destrucción de la «segunda tiranía»: el peronismo; eso quería decir que había habido una «primera tiranía»: el gobierno de Juan Manuel de Rosas, durante la primera mitad del siglo XIX. Es sobre este horizonte que toman fuerza las afirmaciones de Cesar Marcos, figura central del Comando Nacional Peronista (CNP) durante los primeros años de la resistencia, cuando —en agosto de 1974— remarcó que:
No hay como la propia experiencia que se vive en la lucha para comprender la historia. La práctica concreta, vale más que una biblioteca o, por lo menos, la complementa exhaustivamente. No hay distingos entre la masacre de Villamayor y la masacre de José León Suárez. (…).
La historia es siempre eso: una eterna lucha entre la opresión y la liberación. Ni siquiera cambia el lenguaje.
A lo que concluyó luego:
después de Caseros pasaron más de ochenta años de escamoteo histórico, de falseamiento de la verdad nacional, de ignorancia premeditada de la época de Rosas el Grande.
A la Primera Resistencia, la que va del 55 al 58, no me corresponde juzgarla. Le reivindico un mérito que nadie podrá discutirlo. NOSOTROS, LAS [sic] PERONISTAS DE LA PRIMERA RESISTENCIA, EVITAMOS LA REPETICIÓN DE CASEROS. Sin permitir que se apagara, mantuvimos encendida la llama sagrada de Perón (1974, pp.24–25).[5]
La dialéctica que envuelve a ambos elementos tuvo un devenir performático durante el ciclo abierto a partir del derrocamiento de Perón en 1955, que se acentuó aún más a partir de noviembre de ese año con el desplazamiento de Eduardo Lonardi y el advenimiento del binomio Pedro Eugenio Aramburu–Isaac Francisco Rojas.[6] Pero hay que subrayar dos cuestiones. Por un lado, si muchos elementos sobre los que se configuró esta manera de leer el pasado en dicha coyuntura se hicieron de materiales que ya circulaban de manera previa en la sociedad argentina de aquellos años, lo sucedido entonces tomó un cariz totalmente distinto a lo conocido. Cesar Marcos, por ir al caso, no era un recién llegado a las lecturas revisionistas de la historia nacional. Pero nunca, hasta entonces, la imagen fantasmagórica de dicho pasado había calado tanto en los imaginarios sociales para leer su presente. Tal como lo ha marcado Catalina Scoufalos se desencadenó allí una «batalla por la hegemonía» en la que «se dirimía la lucha por el sentido y la imagen que la sociedad argentina se daba a sí misma», de manera tal que «ninguno de los contendientes podría admitir que fuera el adversario quien se lo otorgara» (2007, p.35).
Nuestra hipótesis es que, esta vez, ese pasado decimonónico desbordó completamente los ámbitos de discusión historiográfica, y se convirtió en una manera de explicar la conflictividad social. Esto sucedió en parte gracias a los discursos producidos desde el propio Estado nacional, así como por una serie de formas de «apropiación inversa» de dichos imaginarios por sectores resistentes a ese proceso político.[7] Buscando auscultar las materialidades concretas sobre las que se constituyó la operación metonímica que trazó un paralelo entre el ciclo abierto en 1955 y un siglo antes (en 1852), realizaremos una indagación sobre dos registros centrales: un análisis de memorias y testimonios que buscaron dar cuenta de dicha experiencia; y una indagación de las producciones de sentido construidas por prensas nacionalistas seleccionadas no solo por su alto impacto de consumo, sino por el hecho de haber tenido la capacidad de interpelar a las bases peronistas (nos referimos muy concretamente a Palabra Argentina, Mayoría . Azul y Blanco).
El asunto habría de hacerse más complejo hacia inicios de la década del sesenta cuando lo explicado en el punto anterior se yuxtapuso con los escenarios abiertos a partir de la recepción de la Revolución Cubana en nuestro país.[8] Muy concretamente las maneras en que un emergente nacionalismo popular revolucionario conjugado con el marxismo, bien sea a través de su adhesión o su rechazo, abonaron a configurar nuevas formas de entender el conflicto social. Este artículo tiene por objeto indagar el proceso de «afinidad electiva» producido entre tradiciones nacionalistas y peronistas, especialmente en lo que hace a la imbricación de sus experiencias. [9]
En 1957 Juan Domingo Perón publicó su segundo texto desde el exilio: Los vendepatria. El material fue difundido en Argentina desde mayo de 1958 por medio de distintas publicaciones.[10] Allí afirmó que «Caseros no fue la liberación de la dictadura sino la declinación del sentido nacional de personalidad y soberanía» (1958, p.221). Dicha afirmación no fue fortuita, pero tampoco fue lineal con las interpretaciones históricas que acostumbró hacer durante los años en que había sido presidente de la nación.[11] Evitó taxativamente y más de una vez interceder ante el problema de la repatriación de los restos de Rosas, y menos aún habría de poner en tela de juicio el lugar que le cupo a la generación que gobernó el país después de Caseros. Ese planteo sí había estado presente entre sectores de las bases peronistas, pero de manera sumamente subalterna. En este sentido sería un error afirmar que los sectores resistentes esperaron la venia de Perón para adherir a dicha interpretación. Ya a inicios de 1956 el editorial de la revista De Frente, con su director John W. Cooke detenido desde octubre del año anterior, se había titulado «Mayo o Caseros». Allí caracterizaba como incompatible la voluntad manifiesta por la dictadura de correlacionar ambos sucesos, a los que caracterizó como «antitéticos». Mayo era «el resplandor de la unión entre argentinos» y «el producto de todo un pueblo que desafió las potencias europeas para lograr su integración soberana»; mientras que Caseros representaba «la sombría persecución, la muerte y la cárcel para los hombres de la Patria» además de «una conspiración minoritaria, hecha para servir a la oligarquía porteña y al imperialismo naciente».[12]
El peronismo, nacido al calor del proceso político desarrollado entre 1945 y 1955, no contaba en su propia experiencia con los derroteros de haber transitado por los avatares de la vida política nacional desde fuera del Estado. No obstante lo cual, como movimiento, había sido alimentado por distintos sectores a los que sí les había tocado esa suerte, y serían muchos otros los que seguirían incorporándose —con viejos y nuevos métodos de lucha— a abonar a esta tradición política que «comenzó a recorrer un camino de sentido inverso al de su formación» al tiempo que se reconvertía fuertemente a sí misma (Melón Pirro, 2009, p.11). Ese proceso no fue lineal ni monocorde, y —sobre todo en los primeros tiempos de la resistencia— estuvo plagado de acciones sumamente espontáneas e inorgánicas, destinadas fundamentalmente al boicot y el sabotaje; y —en la medida en que la voluntad desperonizadora se hizo cada vez más explícita— a revitalizar dicho fenómeno por todos los medios posibles. Tal como lo ha señalado Daniel James, el peronismo había planteado «una profunda refundación de la memoria histórica de los obreros argentinos» y la experiencia posterior a 1955 «estaría encuadrada en los parámetros establecidos por esa memoria y esa tradición» que, lejos de osificarse «fueron reinventadas y reinterpretadas selectivamente, de acuerdo con las nuevas necesidades» (James, 1990, p.347). Si la idea de cierta genealogía común con las luchas populares desarrolladas contra el centralismo porteño y los sectores liberales durante el siglo XIX, habría de ganar paulatinamente terreno, esto también se conjugó con la necesidad de construir herramientas para resistir, enfrentar, disuadir o esquivar la enorme sombra que la «Libertadora», instrumentada no sólo por las vías reseñadas más arriba sino también en el territorio cotidiano a través del estímulo o bien la libertad de acción operativa de los comandos civiles, buscó proyectar sobre todos los rincones de la población. Así la vitalidad y la persistencia del fenómeno peronista comenzó a expresarse a través de pintadas callejeras, gritos intempestivos de consignas en la vía pública, el canto de la marcha peronista de manera colectiva en estadios de fútbol, la celebración de misas y la elaboración altares a Evita en el seno domestico del hogar; pero también poniendo «caños» y salvando bustos, de Eva o de Perón, de la destrucción iconoclasta con el único fin de preservarlos para el tiempo que vendría. La acción callejera, subrayó Scoufalos, constituyó «un espacio privilegiado donde nuevas solidaridades nacían al calor del combate político y simbólico que desafiaba la acción represiva del gobierno provisional» (2007, p.73).[13] Las «organizaciones de abajo» aparecían «como hongos», recordó en sus memorias Juan M. Vigo, protagonista de los acontecimientos en Santa Fe (Vigo, 1973, p.45).
Tal como lo ha señalado Julio Cesar Melón Pirro para la primera resistencia, «no puede establecerse una correspondencia directa entre las luchas de los trabajadores y el ejercicio de la violencia». En tono con lo dicho por Daniel James, es posible identificar al menos dos lógicas para ese momento: una de orden sindical y otra —crecientemente desarrollada fuera de la fábrica— de base más territorial. De cualquier manera es importante subrayar que la divergencia de estas dos tendencias se dio de manera creciente sobre el mismo desarrollo de los acontecimientos.[14] Los sindicatos, con muchos de sus dirigentes históricos detenidos y toda una generación de cuadros medios jóvenes asumiendo roles de conducción, se convirtieron en el foco central de ataque de la «Libertadora» al mismo tiempo que en el más vigoroso articulador de la primera resistencia. Habrían de convertirse, en palabras de Melón Pirro, en «la red de poder más institucionalizada y organizada» del peronismo (2009, p.245). Tres días después de la asunción de Aramburu a cargo del ejecutivo la Confederación General del Trabajo (CGT) fue intervenida y quedó bajo la órbita del Capitán Alberto Patrón Laplacette. Así se avanzó en el desmembramiento de las comisiones internas y cuerpos de delegados que tuvieron que empezar a funcionar en la clandestinidad. La conflictividad sindical no tardó en escalar y en 1957 se convirtió en fuertemente corrosiva para la dictadura. Eso llevó a Laplacette a convocar, ese mismo año, un Congreso normalizador de la CGT. Así buscó darle un canal a la situación al mismo tiempo que operar para dejar la Central en manos de dirigentes afines. La maniobra fracasó y los sindicatos antiperonistas abandonaron el Congreso. El sector combativo, formado en su mayoría por peronistas y un puñado de comunistas, resultó mayoritario: así dieron cuerpo a las 62 Organizaciones, que habría de convertirse en una experiencia organizativa central para la nueva coyuntura. El «Programa de La Falda», de agosto de ese año, cristalizó la direccionalidad que estaban asumiendo los debates y se convirtió en un hito central de la resistencia a la dictadura. Las discusiones sobre el pasado nacional también calaron en las organizaciones sindicales de esta vertiente, donde proliferaron los cursos de historia argentina que se convirtieron en un ámbito de formación política constante para los años venideros.[15] Ello redundó en alimentar el renovado lenguaje nacionalista desarrollado por estos sectores. Ya para septiembre de 1958 en un acto de las 62 Organizaciones en Rosario que reunió miles de personas, la crónica periodística relató que:
El entusiasmo de la concurrencia fue creciendo hasta que el último orador, Damián Martínez, expresó que «a la línea oligárquica y liberal de Mayo y Caseros, opondremos la línea nacional y popular de Juan Manuel de Rosas y Juan Domingo Perón». Hubo entonces una enorme explosión de fervor patriótico. Importa destacar cómo a pesar de toda la propaganda liberal, está presente cada día más en nuestro pueblo los principios tradicionales de la nacionalidad, que encarnara —en su momento— ese gran argentino que fue Don Juan Manuel de Rosas.[16]
Esta concepción no solo había dejado de ser marginal al interior del peronismo, sino que había escalado a la centralidad del conflicto social. Otro de los sectores que asumió un enorme dinamismo durante la primera etapa de la resistencia, fue la juventud. Uno de los miembros fundadores de la Juventud Peronista resistente de la Capital Federal, Jorge Rulli, afirmó:
Nos formábamos con los cursos sobre Historia Argentina que enseñaba José María «Pepe» Rosa en el viejo Instituto Juan Manuel de Rosas, en unos altos de un antiguo edificio de la calle Florida. La concurrencia a esos cursos era casi religiosa por nuestra parte, estábamos profundamente convencidos que en ese proceso histórico que nacía con la Reconquista y continuaba con las montoneras gauchas, nosotros éramos como un último eslabón que predisponía y concitaba un futuro revolucionario y de resarcimiento justiciero para nuestro Pueblo (Rulli, 2013, pp.20–21).
Si uno de los andamiajes sobre los que se configuró este devenir ligó cada vez de manera más fuerte, y tal como lo muestran las palabras de militantes pertenecientes a generaciones y extracciones distintas (me refiero a Cesar Marcos, Damián Martínez y Jorge Rulli), a la experiencia rosista y a la experiencia peronista; también despuntó allí la persistente presencia de sectores nacionalistas rosistas —preferentemente católicos— que no habían comulgado con el peronismo, e incluso quizás habían colaborado en su derrumbe, pero entendieron de manera creciente —sobre todo a partir del desplazamiento de Lonardi en noviembre del 55— que en la irrupción de la «Libertadora» se había gestado un nuevo Caseros.
Quienes sí cobijaron una importante continuidad entre una coyuntura y la otra, con una fuerte cohesión hegemónica, fueron los sectores comprendidos dentro del heterogéneo universo antiperonista. El propio Aramburu, en el mismo día de su asunción, tomó distancia de la prosapia urquicista enunciada por Lonardi, y fustigó que «un solo espíritu alienta al movimiento de la Revolución: es el sentimiento democrático de nuestro pueblo, que afloró en 1810 y resurgió después de Caseros»[17]. Lejos de representar una novedad, desde un principio existieron sectores antiperonistas que utilizaron el recurso de igualar a la figura de Perón con Rosas, con ánimo de denostarlos a ambos. Este elemento, presente ya en distintas expresiones de la Marcha por la Constitución y la libertad del 19 de septiembre de 1945, también se expresó en la interpretación que estos sectores hicieron de lo sucedido un mes después: el 17 de octubre de ese año.[18] Otro hito que vale reponer corresponde a una de las maneras en que fue evocado el centenario de la batalla de Caseros en 1952. Ese día una conspiración de civiles y militares organizada por la logia «Sol de Mayo», al mando del Coronel (r) José Francisco Suárez, planeaba tomar la Casa Rosada, el Correo central y el Departamento central de la Policía Federal, además de asaltar la residencia presidencial y asesinar a Juan D. Perón y a Eva Duarte. La operación fue descubierta a tiempo y los implicados detenidos (Quatrocchi Woisson, 1995, pp.312–313; Archivo Nacional de la Memoria, 2010, pp.71–72)[19].
El problema excedió en mucho a la figura del líder, sea Rosas o Perón, y operó también sobre el lugar que le tocaba al sujeto motor del proceso político: aquellos «rostros anónimos color tierra» (Luna, 1971, p.321). Con los años se hizo claro que quizás el mayor surco que el peronismo dejaría a la sociedad argentina fue una profunda «subversión simbólica de los códigos de conducta» (James, 1990, p.49). Michael Goebel afirmó, haciendo foco sobre todo en Buenos Aires, que los «marcados contrastes sociales» fruto de la migración rural–urbana le confirieron «mayor verosimilitud» a las interpretaciones «biculturales» sobre el país (2013, p.182). Sea mediante el circuito que sea, todo aquello habría de volver como la actualización de una borrascosa memoria (inventada) de la barbarie decimonónica que, mediante complejas operaciones habría de distribuirse —mediante la aversión, o mediante la reivindicación— a un ala y otra del antagonismo social.
Con el triunfo de Arturo Frondizi en las elecciones presidenciales del 23 de febrero de 1958 y gracias al pacto suscitado entre este y Perón, que suponía garantizar –entre otras cosas– mayores libertades a los sectores del peronismo, se abrió un brevísimo ciclo de relativas aperturas democráticas. En julio se desencadenó el primer conflicto de escala tras el anuncio, por parte del ejecutivo nacional, de la firma de contratos de explotación del petróleo por empresas extranjeras. En septiembre estalló el conflicto denominado «Laica o Libre», que redundó en enormes despliegues de movilizaciones y enfrentamientos en las calles de Buenos Aires, y otros centros urbanos del país. Lejos de amainar, la conflictividad sindical fue en aumento durante los meses que siguieron. El 14 de noviembre, mediante decreto secreto n°9880, fue aprobado el plan de Conmoción Interna del Estado (CONINTES) en pleno estado de sitio. 1959 comenzó con la toma del frigorífico Lisandro de la Torre y signó un «crucial año de conflictos» (James, 1990, p.158). En esos días de enero aparecieron pintadas en el barrio de Mataderos con la consigna: «Patria sí, Colonia no» y «La patria de Rosas no se vende».[20] La imposibilidad de modificar la relación de fuerzas a favor de los trabajadores durante aquella escalada conflictiva, e incluso la perdida de posiciones en ese sentido, se tradujo —según la interpretación ya clásica de James— en una «derrota» con su consiguiente desmoralización y aislamiento de los sectores más combativos de las bases peronistas. Ello representó un punto de ruptura que tendría como corolario el despunte, de allí en más, del pragmatismo vandorista (James, 1990, p.220).
El 13 de marzo de 1960, y sobre la base del decreto secreto de 1958, se dio curso a uno nuevo: el n° 2628/1960. Así se puso en ejecución el Plan ConIntES, que estuvo vigente hasta el 1 de agosto del año siguiente. Todo este contexto modificó profundamente las condiciones de posibilidad de la acción política, y por lo tanto también las formas de organización. Ernesto Salas señaló que las formas de resistencia, que se habían ido construyendo hasta entonces, fueron «desbaratadas» a lo largo de ese año. Pero muchos de «sus componentes simbólicos se transformaron en experiencia, tradición y memoria viva en los barrios obreros y en las fábricas», que serán «diversamente interpretadas por las variadas coloraciones ideológicas del peronismo» de allí en más (Salas, 2015, p.14). El problema del pasado nacional para explicar el conflicto presente se había impreso tan fuerte sobre los imaginarios sociales, que funcionó a partir de allí como un sedimento sobre el cual se yuxtapusieron otras concepciones. Si tal como lo ha afirmado James, la reelaboración de las memorias de la clase trabajadora a partir del peronismo se habían convertido en un «encuadre» a través del cual se tamizaron las nuevas experiencias que dieron forma a su reinvención post 1955; los usos del pasado decimonónico adicionaron un nuevo prisma.[21]
Otro de los elementos que cambió el escenario para 1960, fue la recepción en nuestro país de la revolución cubana y la creciente influencia del marxismo como forma de explicar la conflictividad social.[22] Mientras un sector del peronismo incorporó estas concepciones, en el mismo sentido vale subrayar el rechazo que esto generó de manera creciente entre otras vertientes del movimiento de larga raigambre anticomunista. Este fenómeno redundó en alimentar fuertes enfrentamientos al interior del peronismo: persistió cierta concepción común del pasado nacional pero atravesado por una fuerte disputa por su sentido.
En línea con lo planteado en el apartado anterior, buscaremos concentrarnos aquí en el análisis de una selección de publicaciones que tuvieron un rol central en la construcción del sedimento interpretativo que propuso al acontecimiento Caseros y los contrapuntos entre Rosas y Perón, como un vector explicativo del conflicto social presente. Para eso nos centraremos en: Palabra Argentina, Azul y Blanco . Mayoría. Su elección respondió al hecho de entenderlas —tal como lo señaló Valeria Galván para el caso de Azul y Blanco, pero creemos que esta característica puede hacerse extensiva a las otras dos— como parte de una historia larga del «periodismo político» nacionalista que había tenido su auge en los años treinta y primeros cuarenta y, luego de experimentar una «contracción» durante la década peronista, buscó «recuperar su lugar en el concierto de los agentes formadores de opinión pública» posterior a 1955 (Galván, 2013, pp.24–25). En ese sentido estas tres publicaciones, fueron, a nuestro entender, las expresiones más eficaces y masivas con las que la prensa nacionalista buscó interpelar a la experiencia peronista entre 1955 y 1960.[23]
Un día después de la asunción de Aramburu, el 14 de noviembre de 1955, salió el primer número de Palabra Argentina: íntegramente dedicado a una «Carta abierta al gobierno nacional» firmada por su director, Alejandro Olmos. Con muchas interrupciones, cambios de frecuencia y formato, la publicación circuló entre 1955 y 1965. Hasta 1960 —fecha a la que prestaremos atención debido al recorte del presente artículo— circuló en papel diario formato tabloide de ocho páginas primero (del N°1 al N°4), y sábana de cuatro páginas después (del N°5 al N°105).[24] En su momento de esplendor, llegó a vender 100.000 ejemplares y en algunos casos hasta 300.000 (Carman, 2015, p.495). En junio de 1956 comenzó a publicarse Azul y Blanco. Dirigido por Marcelo Sánchez Sorondo, durante toda su primera época, sacó 232 números. Dejó de salir a fines de 1960 cuando quedó clausurado y su director detenido acusado de abonar a una conspiración de golpe de Estado contra el gobierno de Frondizi.[25] A excepción de números especiales, mantuvo las cuatro páginas de contenido en papel diario blanco y negro. Comenzó con 15.000 ejemplares, a los diez números ya tiraban 60.000 y al año aproximadamente 150.000 (Carman, 2015, p.93). El 8 de abril de 1957 se lanzó el primer número de Mayoría. Dirigido por Tulio José Jacovella salió en formato revista blanco y negro, con 16 páginas hasta junio de 1958 (N°60) y 32 páginas prácticamente en todas las ediciones que le siguieron. Tuvo un precio sensiblemente mayor que Palabra Argentina y Azul y Blanco. Los últimos siete números de la revista fueron dirigidos por Fernando García Della Costa. Publicó 147 números y fue clausurada en marzo de 1960. Más allá de excepciones, ediciones especiales e interrupciones, las tres publicaciones buscaron salir con una frecuencia semanal, contaron con distribución a nivel nacional y, tal como lo planteó Julio Cesar Melón Pirro, tuvieron «inequívocamente la vocación de competir y hasta de sustituir a las organizaciones partidarias» aunque «dudosamente tuvieran la capacidad de hacerlo».[26] Ejemplo de esto fueron acciones disímiles como: las marchas del silencio, organizadas desde Palabra Argentina, y el Partido Azul y Blanco, impulsado por el semanario homónimo.[27]
Debido a que se trató de iniciativas «fuertemente personalizadas» vale reconstruir mínimamente las trayectorias de sus direcciones (Ehrlich, 2022, pp. 35–36; Melón Pirro, 2002, p.1). El tucumano Alejandro Olmos era un nacionalista de larga trayectoria que había tenido una relación sinuosa con el gobierno peronista. Mientras que Marcelo Sánchez Sorondo y los hermanos —también de origen tucumano— Tulio y Bruno Jacovella, formaban parte de una generación anterior formada en los Cursos de Cultura Católica y con fuerte gravitación en las experiencias políticas nacionalistas de los años treinta y cuarenta, fundamentalmente la prensa. Sánchez Sorondo había dirigido entre 1940 y 1943 la revista Nueva política, además de colaborar de manera asidua con Sol y Luna. Bruno Jacovella, por su parte, con incursiones importantes en los estudios de Folklore, tuvo participación en publicaciones como Crisol y Nuevo Orden, además de la dirigida por Sánchez Sorondo. Junto a su hermano, Tulio, dirigieron Esto Es desde 1953 hasta marzo de 1956, cuando fue intervenida por la «Libertadora».
Palabra Argentina, mediante la pluma de Olmos, fue precursora en caracterizar a Perón bajo el halo del «mito», al afirmar que «su nombre» tenía «para las masas populares la sugestión de la leyenda». Representaba «la redención de esas masas.» Agregó que después de Caseros, Rosas —al igual que entonces Perón— había sido enjuiciado por traición a la patria, fruto del «odio y la pasión política» que «llevó a los más increíbles extremos». Pero no había faltado entonces, como no faltaba ahora «la palabra serena de quienes miden la trascendencia y la injusticia de los hombres.»[28]En 1956, con motivo de conmemorarse el 17 de octubre y volviendo sobre el rol de «las masas populares», se inscribió dicho hito como parte de una historia larga mayor —abierta en los días de la independencia— afirmando que estas «afloraron al primer plano» cada vez que «circunstancias determinadas» pusieron «en juego su destino».[29]
Ese mismo año, con una lectura menos vindicadora pero siempre dispuesta a encontrar los canales para seducir a las bases peronistas —y quizás aún con preocupación por rectificar el curso de la «Revolución Libertadora»— desde las páginas de Azul y Blanco se afirmó que el «mito de Perón» subsistía «para gran parte del pueblo argentino» y esa «actitud popular» no era posible contrarrestarla «prometiendo elecciones limpias, ni cerrando las bocacalles con ametralladoras».[30] Pasadas las elecciones para convencionales constituyentes de 1957, en las que ganó el voto en blanco en repudio a la proscripción peronista, el semanario editorializó al respecto bajo el título «Con la historia a favor». Allí subrayó que al peronismo «se lo debe exhortar desde la intimidad de la conciencia nacional, a partir de una comunión con el pueblo», ya que «nunca estuvo contenido en el estrecho marco de un partido». Por el contrario, había sido —y la referencia efectivamente era en pasado— «un movimiento en el sentido más estricto de la palabra: una fuerza no detenida, ni madurada.»[31] Todo eso explicaba su «energía», sus «posibilidades», muchas de sus «fallas» y su «carencia de forma»; pero era también lo que ponía «la historia a su favor».[32] Ya entretejiendo las lecturas del fenómeno peronista con elementos del pasado rosista y en una coyuntura atravesada por el triunfo electoral de Frondizi sobre una fuerte base de votos peronistas en febrero de 1958, Azul y Blanco llamó la atención sobre la manera en que un discurso pronunciado durante la inauguración de una estatua a Esteban Echeverría en la ciudad de Buenos Aires apuntó verborragicamente «contra Rosas» sumándolo « a Perón», sin darse cuenta de que «Rosas popularmente ayuda a Perón y viceversa; de suerte que se unimisman en un irresistible mito telúrico».[33]
Además de entretejer a las figuras de Rosas y Perón, estas publicaciones abonaron a enunciar la conflictividad social que estaban atravesando como una actualización de la batalla de Caseros. Palabra Argentina espejó los sucesos de febrero de 1852, con los de septiembre de 1955 al afirmar que ambos registraban «similar espíritu», en la medida en que «tuvieron la acción publicitaria de la lucha contra la “tiranía”, y la afirmación de los postulados de “libertad”». Los dos eventos compartían «una concepción antinacional sobre los valores criollos».[34] Por su parte, aún desde una posición lonardista y sumando elementos de complejidad, el núcleo editorial organizado alrededor deMayoría habría de ser sumamente reiterativo en instalar el espejo entre Caseros y el golpe setembrino.[35] Si la «secta liberal», en 1852, había tenido a su disposición «cerca de 60 años para poner a la Nación en una mesa de operaciones y hacerle las mutilaciones y reparaciones ortopédicas que se le ocurrió»; en cambio, en abril de 1958 —a días apenas de la asunción de Arturo Frondizi, por quien el semanario había hecho expresa campaña— no habían «dispuesto más que de dos años y medio, a partir del Pavón del 13 de noviembre» y sus «sus intervenciones quirúrgicas» iban a «contrapelo de la historia».[36] En línea con estas interpretaciones, Mayoría ensayó un acercamiento al peronismo.[37]
Azul y Blanco, por su parte, buscó desarrollar un lugar de enunciación que no estuvo tan centrado en la crítica del episodio Caseros, y menos aún en el derrocamiento de Perón del que habían formado parte en buena medida, sino de la llamada «línea Mayo–Caseros». En ese nudo se condensaba, según esta prensa y haciendo propia una perspectiva revisionista, un núcleo ideológico de sus antagonistas: naturalizar el liberalismo como un fenómeno argentino. En ese sentido, los cañones estarían enfocados en discutir con esa afirmación, al menos, desde dos frentes: por un lado, dando cuenta de que ese planteo incurría en una «tergiversación» de los hechos históricos; y por otro, recalcando su carácter faccioso. Es frente a esto último que debe ser entendida la insistencia en la unión entre argentinos y el reconocimiento a Urquiza y Lonardi como eslabones de una genealogía común.[38] Hacia comienzos de 1959 la situación ya era otra: a los ojos de los sectores nacionalistas que habían empujado la candidatura de Frondizi, entre los que también se había contado el núcleo político de Sánchez Sorondo —aunque de manera menos explícita que Mayoría— el presidente había «traicionado» a su electorado. Lo cual redundó en un «viraje hacia la oposición abierta» y un «recrudecimiento de posturas políticas corporativistas» que habrían de alcanzarse mediante una «revolución nacional» (Galván, 2013, pp.144–152). En ese contexto, y con motivo de la conmemoración del 3 de febrero de 1852, José M. Rosa publicó allí una nota donde afirmó que derrotado Rosas, y al entrar las divisiones brasileras a Buenos Aires, «el pueblo bajo» estuvo ausente; pero «el recibimiento de la oligarquía porteña fue clamoroso y entusiasta». Lo cual planteaba un contraste con su presente, en que «ni la oligarquía» se atrevía ya «a mostrarse». A lo que agregó que sobre «los Caseros de ayer y de hoy, no obstante la prédica de la prensa liberal, pesa como lápida ilevantable el silencio agresivo de los argentinos».[39]
La llamada línea Mayo–Caseros fue identificada como un antagonismo para todos estos semanarios. Azul y Blanco ubicó como punto de quiebre de esa concepción, y por lo tanto figuración de su disidencia, lo sucedido a partir de noviembre de 1955. Por su parte, para Mayoría: septiembre de 1955 sería a noviembre de ese año, lo que Caseros había sido a Pavón. Mientras que Palabra Argentina explicó lo sucedido en septiembre de 1955 como un espejo de febrero de 1852.[40] Atendiendo a las dos primeras interpretaciones, vale decir que en la perspectiva nacionalista: Urquiza tenía las mismas posibilidades dialécticas con Rosas, que Lonardi con Perón. Pero Aramburu y Rojas, al igual que Mitre, eran puro antagonismo en todos los casos. Esa interpretación de los hechos, tuvo su correlato en las maneras en que la experiencia resistente configuró sus formas de antagonismo. El enemigo común, las formas de organización y la formación en nuevos y viejos métodos de lucha, se conjugaron con modos de leer el pasado para intervenir sobre el conflicto presente. Esa forma de ver el mundo, hecha de materiales que ya circulaban antes de 1955, se recreó de diversas maneras, al mismo tiempo que cursó un fuerte salto de escala durante el ciclo 1955–1960. Pero lejos de haber sucedido por cuestiones fortuitas, o por pura reacción a la línea represiva estatal de aquellos años, hemos intentado dar cuenta aquí de las maneras en que dichas ideas fueron elaboradas y reelaboradas dando forma a un repertorio que fue consumido, mediante distintos vectores —que comprendieron cursos de formación sindical, libros, diálogos intergeneracionales, etc. —entre los que las prensas aquí analizadas tuvieron un rol central. Tanto Palabra Argentina, comoAzul y Blanco . Mayoría fueron consumidas por miles de trabajadores, jóvenes y estudiantes, de distintas edades, con trayectorias y experiencias disímiles a lo largo y ancho del país que elaboraron a la par un territorio común que funcionaría como un sedimento sobre el cual habrían de yuxtaponerse otros elementos de allí en más.[41] A excepción de Palabra Argentina que siguió saliendo con el mismo sello hasta 1965 —aunque con un lugar muy marginal respecto al que había ocupado durante los años previos— Mayoría .Azul y Blanco, dejaron de hacerlo en 1960. Ambas fueron clausuradas fruto de la escalada represiva del plan CONINTES, y volverían a salir años después.[42] Las tres venían haciéndose parte en sus páginas de los debates que la revolución cubana abrió dentro de la política nacional.[43] Lejos de representar una cuestión ajena o lejana, hay que recordar que figuras de la talla de Rodolfo J. Walsh o John W. Cooke ya estaban instalados en la isla para 1960.[44]