Artículos
1924. Napalpí y la república negadora. Un expediente judicial como estrategia de poder
1924. Napalpí and the denier republic
Contenciosa
Universidad Nacional del Litoral, Argentina
ISSN-e: 2347-0011
Periodicidad: Anual
núm. 12, e0021, 2022
Recepción: 08 Junio 2022
Aprobación: 10 Agosto 2022
Resumen: La masacre de indígenas que tuvo lugar en la Reducción de Indios de Napalpí, sur del Territorio Nacional del Chaco, en 1924, es una de las más aberrantes de la historia argentina. Por las condiciones laborales y reproductivas en que se encontraban las comunidades indígenas, por el proceso histórico que las llevó a esta penosa situación, por el brutal procedimiento represivo y, fundamentalmente, por la estrategia concertada de negación estatal de los hechos. Este artículo recorre con minuciosidad un documento particular, un expediente llevado adelante por la justicia letrada chaquense, y trata de descubrir el diálogo existente con su contexto, recorriendo las actitudes de los aparatos represivo, político y jurídico. Un siglo más tarde, otro proceso judicial ha reconocido aquel antecedente como parte de una estrategia destinada “a negar y encubrir la matanza”, en el marco de un proceso de genocidio.
Palabras clave: gendarmería, negacionismo, massacre, indígenas, conflictos.
Abstract: The massacre of indigenous people that took place in the Indian Reduction of Napalpí, south of the National Territory of Chaco, in 1924, is one of the most aberrant in argentine history. Due to the labor and reproductive conditions in which the indigenous communities found themselves, due to the historical process that led them to this painful situation, due to the brutal repressive procedure and, fundamentally, due to the concerted strategy of state denial of the facts. This article carefully reviews a particular document, a file carried out by justice of Chaco, and tries to discover the existing dialogue with its context, reviewing the attitudes of the repressive, political and legal apparatus. A century later, another judicial process has recognized that antecedent as part of a strategy destined “to deny and cover up the massacre”, within the framework of a genocide process.
Keywords: gendarmerie, denialism, massacre, indigenous, conflicts.
Introducción
“Nunca, señor presidente, con mayor indignación ni reacción espontánea, voy a oponerme al nombramiento de la comisión investigadora”, exclamó Romeo Saccone, en plena sesión de la Cámara de Diputados de la Nación. Era 30 de septiembre de 1924. Desacreditando las denuncias que se hacían contra los gobiernos nacional y del territorio del Chaco, el legislador oficialista, hombre del radicalismo santafesino, cerraba de esa forma las posibilidades de que sobrevivientes de la masacre y “testigos calificados” pudieran narrar las atrocidades que habían ocurrido en la Reducción de Indios de Napalpí, en el sur del Chaco, en la mañana del 19 de julio de 1924 y en los días subsiguientes, una agresión masiva y letal que había dejado un tendal incalculable de indígenas muertos y cuerpos mutilados.[1]
La única investigación oficial entonces se limitó a un sumario policial y a un expediente en la Justicia ordinaria que llevó el número 910 y fue caratulado como “Sublevación indígena en la Reducción de Napalpí”, en el cual, a las pocas semanas, el juez Juan A. Sessarego concluyó, apoyándose en las recomendaciones del fiscal Gerónimo Cello, que no se desprendía ninguna responsabilidad criminal de policías y gendarmes que habían actuado en los hechos. En las averiguaciones hechas, además, se obviaba la participación de particulares y la actuación de las autoridades políticas. El acto que, en su origen, tenía como imputados a los indígenas, terminó con un sobreseimiento de los oficiales y una declaración especial para reafirmar su “buen nombre y honorabilidad”, pues, en definitiva, habían actuado para “garantir la vida y propiedad de los habitantes amenazados por los indígenas sublevados” (Jasinski, 2021).[2]
Aquel expediente judicial no fue objeto de indagación histórica sino hasta comienzos de este milenio (Echarri, 2001). Hasta entonces, pocos estudios habían recorrido aquellos sucesos, basándose en la prensa chaqueña y nacional, en documentos del Congreso de la Nación y en algunas pocas memorias recuperadas por antropólogos (Bartolomé, 1972; Cordeu y Siffredi, 1971; Hermitte y Equipo, 1995; Iñigo Carrera, 1988). El documento judicial ofrecía ahora importante información. Y la primera indagación que se hizo de aquel documento oficial fue justamente utilitaria. Se usaron las cartas, informes y testimonios que contenía para confirmar lo que el expediente se había propuesto desde su carátula: admitir la existencia de un enfrentamiento armado y afirmar que los indígenas fallecidos fueron solo cuatro, no siendo desmedido el accionar represivo. Las dudas que presentó el autor de este estudio, legítimas por cierto, se fundaban en la gran disparidad existente en los registros de víctimas: algunos hablaban de cuarenta y otros de doscientas personas. Sin embargo, la razón numérica de la indagación, como guía de una serie de preceptos metodológicos y conceptuales, tuvo como efecto el rehuir a problemas históricos profundos, llevando a la conclusión de que la histórica opresión de los pueblos indígenas no se puede remediar “inventando un hecho no ocurrido o tergiversando la verdad histórica” (Echarri, 2001: 3 y 48).
El sociólogo sudafricano Stanley Cohen, en su libro Estados de negación, estudió con profundidad las situaciones donde las sociedades olvidan, reprimen y se disocian a sí mismas de sus antecedentes vergonzosos (Cohen, 2005). Se refirió a políticas de Estado, como el encubrimiento deliberado o la reescritura oficial de la historia, tanto como a desprendimientos culturales a través de los cuales la información simplemente desaparece. Las negaciones personales y colectivas forman parte de este espectro: “Es más sencillo para usted ‘no saber nada’ si su sociedad declara que ‘cosas como ésas no pueden haber sucedido aquí’”, planteaba (152). La negación organizada, fuerzas poderosas en mantener el silencio, y el lento olvido cultural, la preferencia por no indagar, construyen estos estados de negación. De acuerdo a este planteo, ello podría involucrar también a las propias comunidades afectadas en algún tiempo, ya que estas prácticas moldean la memoria social y llevan al ostracismo a todo conocimiento que resulta incómodo, sobre todo cuando se trata de profundos traumas sociales.[3]
Aportando en sentido similar, el historiador francés Yves Ternon estudia los genocidios a partir de los aparatos discursivos de lo que llama el aparato de la negación. Escribe que su funcionamiento puede sintetizarse en cuatro mecanismos: el de la racionalización, un aporte intelectual sobre los hechos, que implica deslegitimar o falsear las pruebas y testimonios de las víctimas; el de la reducción, que busca minimizar el daño, manipular las cifras con manejos distorsivos; de la culpabilización de las víctimas, invirtiendo la acusación, depositando en estos sujetos agredidos la responsabilidad por el desencadenamiento de los hechos; y el de la “desrealización” o anamorfosis, es decir, llevar la denuncia al plano de la mitificación, lo inverosímil e incomprobable (Thernon, 2011, 75-76).
Este artículo no se propone estudiar las condiciones de vida de los pueblos indígenas del Chaco en aquel momento histórico, ni detenerme en los hechos ocurridos específicamente el 19 de julio en Napalpí, o en las semanas o meses previos, sino rastrear un momento y una herramienta fundamental en la génesis del olvido de esta masacre, considerando que la misma se perpetúa en los estados de negación. Busca contribuir, en este sentido, a otros trabajos que han abordado, desde otras aristas o de forma más general, esta “producción de silencios” (Mignoli y Musante, 2018; Lenton, 2005).
Aquí me propongo releer el expediente judicial en cuestión, historiando su contexto de producción, identificando lógicas del poder, rastreando estrategias políticas y objetivos que contuvo. En función de ello, se propone aquí trabajar este proceso judicial particular como una ventana que nos ofrece vista hacia aquella sociedad, hacia una coyuntura determinada del país, como atalaya desde la cual se pueden describir algunos rasgos salientes de aquel paisaje, pensando especialmente los usos y modos de la justicia, la relación que con la misma mantienen las distintas clases y sujetos sociales, y los lenguajes y prácticas del estado (Palacio, 2021).
Este artículo, por otro lado, si bien está enfocado en este proceso judicial particular, quiere llamar la atención de otra ventana, una del presente, que será una buena excusa para las y los historiadores del tiempo futuro para intentar comprender algunos aspectos de la sociedad actual. Este trabajo es parte de una investigación aportada al Juicio por la Verdad realizado en 2022, en el que declaré como testigo y en el que una jueza federal, constituida como tribunal unipersonal, declaró aquella masacre como delitos de lesa humanidad, en el marco de un proceso de genocidio, y condenó al estado nacional por la organización de un plan para cometer homicidios agravados con ensañamiento e impulso de perversidad brutal, en hechos que terminaron con la vida de entre 400 y 500 personas, y por el delito de servidumbre, ejercido por el sistema de reducciones estatales de indios, con dirección civil del Ministerio de Interior, sistema que funcionó durante gran parte de la primera mitad del siglo XX.[4]
La primera versión oficial: el aparato represivo
El 15 de julio de 1924, el jefe de Policía del territorio del Chaco, Diego Ulibarrie, ordenó al comisario Roberto Sáenz Loza dirigirse, con treinta y dos hombres a su cargo, al lugar de concentración de los “sublevados”, en el paraje El Aguará (lote 21, sección A, especificaba), en la Reducción de Indios de Napalpí. Justificaba la decisión por las “noticias alarmantes” sobre los crímenes que cometían los indígenas, que se recibían desde Oetling y Haumonia. El comisario de Órdenes tenía la misión de unirse al comisario de Quitilipi, José B. Machado, y “coadyuvar” con él para proteger a las poblaciones. Le pedía además “aprehender a los autores de los crímenes denunciados” y proceder a su “desarme total”. En párrafo aparte, aclaraba: “Al efectuar esta comisión, debe proceder con toda cautela evitando por todos los medios posibles el derramamiento de sangre”. Pedía, por último, que, terminada la misión, le fuera elevado un informe.
La represión tuvo lugar el 19 de julio por la mañana, el mismo día en que, oportunamente, por la tarde, se encontraba en la Reducción el antropólogo alemán Roberto Lehmann Nietsche. Su trabajo de campo lo tuvo allí mismo, junto a su ayudante, pudiendo enterarse de primera mano de lo ocurrido. El ex comisario Ismael Gómez y el naturalista de extendido reconocimiento social en Chaco, Enrique Lynch Arribálzaga, habrían mantenido informadas conversaciones sobre ello. De la constitución de estos sujetos en “testigos calificados” se sabe por los debates parlamentarios contemporáneos y por la prensa El Heraldo del Norte que, un año más tarde, denunció la masacre.[5] Pero también quedó reflejado en numerosas imágenes tomadas por Lehmann Nietsche y en el intercambio epistolar que éste sostuvo con Lynch Arribálzaga en las semanas posteriores, que conocemos desde hace poco tiempo (Giordano 2007 y 2012; Dávila, 2015). Sus testimonios nos hablan de hechos barbáricos cometidos por los policías aquel día. En razón de ello, resulta verosímil que, de inmediato, el comisario y colaborador de Centeno, Julián Sargentti, que había sido enviado con refuerzos a Machagay, habría ordenado a Machado “enterrar esto”.[6]
Pero “enterrar” no podía ser ocultar. Ello no sería posible. Máxime cuando el 20 de julio, el diario La Nación informó de una batida policial, con decenas de indígenas muertos, cuerpos carbonizados y participación de numerosos colonos, y el 21 La Voz del Chaco habló sobre cincuenta y fue la primera en asegurar que, de acuerdo a lo que decían “algunos indios tobas, prófugos del campamento”, se había tratado de una guerra entre ellos y los mocovíes. También se hablaba de patrullas organizadas por cien vecinos, al mando del mayor Ponce de León, de los refuerzos llegados al mando del comisario Sargentti y del rasante vuelo de un aeroplano piloteado por Esquivel y su alumno Browis. Ese mismo 21, La Época aseguraba que en la Casa Rosada estaban ya enterados sobre una matanza con más de quince muertos, entre ellos mujeres y niños.[7]
El 22 de julio, el comisario Sáenz Loza presentó a Ulibarrie la primera versión oficial de los hechos. Sin ser aseverativo, habló de esa supuesta guerra entre indios, pero minimizó fuertemente el alcance del choque, lo que le restaba dramatismo y, por ende, importancia política. Veamos algunos detalles del informe.
En sus primeros párrafos, daba cuenta del paso de la comisión por las poblaciones atemorizadas, que observaba abandonadas, pero evidenciaba que las denuncias se fundaban en rumores, temores y noticias falsas o exageradas sobre asesinatos. No obstante, subrayaba hechos ocurridos con anterioridad, que incluían el incendio de unas cincuenta casas y el asesinato de dos peones que defendían la hacienda de sus patrones, e identificaba a los capitanes de los “bandoleros” que causaban los “hechos vandálicos” y “sembraron el terror”, entre ellos, Pedro Maidana, José Machado y Dionisio Gómez.
En esta primera versión oficial, Sáenz Loza se refirió al uso de un aeroplano en la logística represiva, específicamente para reconocer el terreno. Su piloto, el sargento Esquivel, informó que los “revoltosos” eran unos setecientos u ochocientos. De ellos, Sáenz Loza arriesgó que unos ciento veinte andaban a caballo. Los indígenas, dijo, llevaban Winchester, carabinas paraguayas, Remington y escopetas.
De acuerdo al comisario de Órdenes, aquella mañana, sus fuerzas se acercaron a la zona de las ranchadas e hicieron señales con pañuelos blancos, para parlamentar. Ponían como condición la entrega de los “criminales” Maidana, Machado y Gómez, que se disolviera la protesta y que todos volvieran al trabajo pacíficamente. Pero la respuesta de los indígenas fue “un fuego cerrado de frente y flancos” y luego un “recio ataque”. Entonces, al advertir la “violenta agresión que ponía en peligro” sus vidas, sin mediar ninguna orden, se respondió con un “fuego graneado”. El supuesto ataque indígena y la reacción policial se repitieron tres veces. En estas circunstancias, así lo establecía el comisario, habrían fallecido Pedro Maidana, Dionisio Gómez, Juan Maidana y un “conocido cuatrero” llamado Martín Villanueva.[8] Pero la versión, en lugar de ser aseverativa, la de La Voz del Chaco, abría posibilidades, dudas. “Supongo”, “es posible”, fueron términos utilizados para dar cuenta de que las identidades de los muertos en esta versión oficial, que eran cuatro, no podían ser confirmadas, como así tampoco las razones de su muerte: “…también es posible que ellas se deban a los indios Tobas que eran prisioneros de los Mocovíes”, hipotetizaba, para de inmediato asegurar que los tobas habían atacado a la policía. Agregaba que, al ver caer a sus cabecillas, los indígenas incendiaron las tolderías y huyeron, armados, hacia el interior de los montes. Por ello, para preservar la seguridad de los agentes, no se los persiguió. Sí, en cambio, se dispuso una fuerza de cuarenta hombres para patrullar la zona y prevenir que salieran del monte. Aunque también aclaraba que se desprendieron otras comisiones más pequeñas para capturar al “criminal” José Machado.
Finalmente, para unos hechos que, extrañamente, situaba el viernes 18 de julio, y no el sábado 19, explicaba que los recios ataques de los indígenas solo habían causado la pérdida de cinco caballos y ninguna baja humana, ya que se habían tomado precauciones, disponiéndose que se acercaran al lugar de los hechos arrastrándose por la tierra.[9]
Cuando Sáenz Loza elevó su informe al jefe de Policía, el 22 de julio, éste lo remitió de inmediato a la Gobernación. Sin demora también, Centeno envió un telegrama a su superior, el ministro de Interior de la Nación, Vicente Gallo, que fue publicado al día siguiente por La Nación y La Prensa.[10] Su escrito reproducía lo informado por Sáenz Loza.
Ese mismo día, el secretario de la Gobernación, Saturnino Outes, ordenó a Ulibarrie dirigirse a Quitilipi, a los fines de que “proceda a una prolija investigación sumaria a fin de conocer la veracidad de los hechos denunciados y establecer responsabilidades sobre los mismos”, para luego elevar el sumario a donde correspondiese. Ulibarrie leyó el decreto, ordenó informar al juez letrado de turno sobre los “hechos delictuosos” que se describían, nombró como secretario de actuaciones al oficial Enrique González y partió, junto a éste, hacia Quitilipi. La primera medida que tomaron fue solicitar al comisario José B. Machado un informe detallado sobre lo ocurrido.
En los días siguientes, la prensa siguió dando aire al tema. La Razón, en seguidas ediciones del 25 y 26 de julio, informaba sobre los hechos de gravedad ocurridos en Chaco. El 26, La Voz del Chaco insistió en la versión del enfrentamiento interétnico. Mientras tanto, internamente, se sucedían las salutaciones por la victoria. El 25, Centeno se dirigió por carta al Aeroclub del Chaco, agradeciendo la colaboración prestada por la aviación civil en la represión, a quienes asignaba “en parte el éxito de la solución feliz y rápida del referido levantamiento indígena que llegó en cierto momento a culminar con caracteres de extrema gravedad”. En tanto, recibía numerosos telegramas, firmados por propietarios y empresarios del Territorio, que lo saludaban por la enérgica represión llevada adelante. Simultáneamente, el inspector de Territorios Nacionales Eduardo Elordi, luego de una visita oficial, presentaba al ministro Gallo un informe sobre irregularidades electorales denunciadas por los socialistas chaqueños, sin referir ninguna palabra sobre Napalpí.[11]
Refinando la versión represiva
El 26 de julio, presentes en Quitilipi, los instructores del sumario interno recibieron el informe que habían solicitado al comisario Machado tres días antes.[12] En veintidós hojas, Machado se explayó mucho más que Sáenz Loza, sobre todo al referirse a los días previos al 19 de julio. Se apoyaba en una nutrida carpeta que contenía numerosos telegramas y cartas de denuncias de pobladores de la zona, que expresaban el clima de temor y supuesta amenaza de los indígenas.
Lo primero que llama la atención del segundo informe oficial producido por los oficiales que comandaron la represión se observa en el primer párrafo. El texto comienza así:
En virtud de lo ordenado con el oficio que antecede, informo á continuación la forma en que se desarrollaron los hechos ocurridos el día 19 del corriente entre indígenas capitaneados por bandidos y personal de la policía del Territorio, del que resultaron en cuyo hechos se encontró el suscrito en su carácter de Comisario de la localidad (sic)
El subrayado es propio de la fuente, pero desconocemos si es original del autor o si fue agregado por algún receptor. Lo que es original es la incoherencia gramatical de la última oración subordinada. La misma es subsanada con una llamada que se agrega en el mismo renglón, entre los términos "resultaron" y "en cuyo", y que dice: "cuatro indígenas muertos".
¿Cómo interpretar esta desprolijidad del primer párrafo de un informe oficial solicitado expresamente para aclarar los hechos, especialmente en relación a un tema tan sensible como el número de muertos, habiendo tenido tres días Machado para redactarlo y siendo el mismo el oficial más interiorizado en los hechos? La redacción recién comenzaba, de manera que, si se trató de una omisión involuntaria, podría haber reiniciado su confección sin mayores complicaciones. La corrección fue hecha sobre el mismo texto, pero lo llamativo es que, si se comparan las grafías del cuerpo del informe y de este agregado, hay notorias diferencias en varias letras, como la “r” la “a” y la “t”, solo por circunscribirse a una comparación impresionista y no profesional. Si esta sospecha tuviera asidero, ¿quién hizo el agregado y cuándo? ¿Estaba la determinación de la cantidad de muertos sujeta a una supervisión de la instrucción, del jefe de Policía, Ulibarrie, de la gobernación directamente? A este elemento de duda, hay que agregar que, al referirse a la identidad de los fallecidos, a diferencia de lo sostenido por Sáenz Loza cuatro días antes, Machado solo confirmó la identidad de uno de ellos: Pedro Maidana. Las identidades de los otros tres cuerpos, aseguró, eran desconocidas.
Así los primeros dos informes oficiales, redactados por los principales responsables de la represión en el terreno de los hechos, presentan dudas y contradicciones en aspectos tan fundamentales como la cantidad y la identidad de los fallecidos.
A lo largo de este informe, Machado se concentró en detallar una serie de hechos protagonizados por los indígenas y que calificaba como delictivos, como ser el carneo de animales de algunos hacendados, señalando siempre el carácter de “capitanes” de Maidana, Machado y Gómez. Recordaba la conferencia que habían mantenido el 19 de mayo los indígenas y el gobernador Centeno -quien entonces hizo promesas que luego no se cumplieron- subrayaba el conflicto suscitado con “colonos indígenas”, quienes no se plegaban al movimiento de protesta, y los pedidos hechos por las autoridades de la Reducción y por pobladores de la zona para reprimir y desarmar a los indígenas.
Luego, informaba que, ya desde comienzos de julio, perseguía el objetivo de detener a los “cabecillas” moqoit, como Pedro Maidana y Francisco Gómez. El día 6, Sáenz Loza se había dirigido con treinta efectivos a la Reducción y el 8 mantuvieron un encuentro con indígenas que respondieron a las señales de paz hechas con pañuelos blancos, con quienes parlamentaron sin lograr su entrega. Machado explicó que no procedieron más enérgicamente solo porque se encontraban en desventaja numérica. El contraste con lo sucedido diez días más tarde, cuando las fuerzas policiales eran numerosas, estaban bien armadas y contaban con la ventaja del factor sorpresa, fue notorio. Machado informaba también sobre los asesinatos de los peones arriba mencionados los días 13 y 16 de julio.
Finalmente, el comisario de Quitilipi abordó los sucesos del día 19, en los que, junto a Sáenz Loza, comandaron a unos ochenta efectivos policiales (que también llama gendarmes), distribuidos en al menos seis grupos encabezados por los oficiales Julio Gómez de la Fuente, Vicente Attis, Rufino Godoy, Ernesto Cordini, Miguel Noguera y Apolinario Zabrozo. El grupo dirigido por Zabrozo, de unos doce agentes, fue el único que se quedó en la retaguardia, cuidando la caballada.[13]
Según este informe, en línea de tiradores, las tropas avanzaron cuerpo a tierra, hasta una distancia de setecientos metros de la toldería, donde había unos ochocientos indígenas bien armados, cien de ellos jinetes. Los oficiales a cargo hicieron señales con pañuelos, pero esta vez los indígenas respondieron con tiros. En tres oportunidades, intentaron avanzar contra la formación policial, llegando a aproximarse hasta una distancia de ochenta metros. Al igual que Sáenz Loza, Machado explicaba que la tropa reaccionó sin esperar órdenes de sus superiores, disparando a discreción. Su accionar estaba plenamente justificado, “pues en ese caso ninguna otra resolución cabría que la de repeler la violencia enérgicamente para evitar mayores desastres…”. Por otra parte, además de los ochocientos hombres, Machado hablaba de la presencia de la “chusma” (niños, mujeres y ancianos), aunque aclaraba –sin aclarar mucho- que había sido retirada con antelación.
Luego, narra el desenlace de los sucesos. Resistida esta avanzada, esperaron un momento y, notando que no había nuevas reacciones, avanzaron unos trescientos o cuatrocientos metros más, pudiendo observar cómo los indígenas escapaban, incendiando antes las carpas. Al llegar a esa zona, encontraron cuatro cuerpos, dos con disparos de armas (entre ellos, el de Maidana) y dos con marcas hechas por lanzas. Esta causa de muerte había sido obviada por Sáenz Loza.
Como el comisario de Órdenes, sin embargo, las mismas se explicaban por el choque entre moqoit y qom. En este caso, sin embargo, no se sabía ello por testimonios de indígenas tobas que habían escapado de los moqoit, sino por una hipótesis que apelaba a la lógica. La distancia desde la que habían disparado los policías -escribió Machado- no les habría permitido ser eficaces en sus disparos y ocasionar bajas. Por otro lado, no habían atacado con lanzas.
Esta supuesta lógica, sin embargo, no coincidía con la supuesta puntería al afirmar que los indígenas habían tenido contra los caballos que habían quedado a la retaguardia, alrededor de trescientos metros atrás de la línea que habían formado las fuerzas represivas. La herida a los caballos era la única fórmula existente en la versión oficial para acreditar el ataque indígena, que había permitido la reacción policial. Resultaba difícil explicar tanta puntería de los indígenas, que se encontraban lanzados al ataque en movimiento, mientras que los agentes y gendarmes no habían sido asertivos, aun cuando se encontraban en posición fija, cuerpo a tierra y con armamento militar. Finalmente, explicaba que no se había podido capturar a ningún indio, ya que su persecución al interior del monte hubiera sido peligrosa.
El testimonio de los oficiales y el acta de un juez de paz
El informe de Machado se incorporó al expediente principal, mientras la prueba que aportaba se agregó por cuerda al final. Acto seguido, la instrucción policial le tomó declaración al comisario de Quitilipi y, en los días subsiguientes, hasta el 4 de agosto, hizo lo mismo con los oficiales que guiaron a la tropa: Gómez de la Fuente, Cordini y Attis, en Quitilipi, y Godoy, Noguera y Zabrozo, en Resistencia, donde también declaró Sáenz Loza. En cada uno de estos actos estuvieron presentes el declarante, el secretario instructor, Enrique González, y el jefe de Policía, Ulibarrie.
José B. Machado ratificó su informe y agregó que la única manera de capturar a los indígenas autores de los delitos que había informado era por “la fuerza de las armas, por el estado manifiesto de rebelión” que existía. Confirmó, por otra parte, que tenían el propósito de desarmarlos y capturar a sus líderes “criminales”. Sáenz Loza se limitó a ratificar el contenido de su informe. Frente a los seis oficiales, la instrucción repitió preguntas específicas que buscaban conocer si el declarante formaba parte de la comisión policial enviada el 19 de julio al lugar de los hechos, cómo se produjeron los mismos y qué personas los presenciaron, haciendo notar que ningún agente había resultado herido. Todos respondieron de forma prácticamente similar, marcando diferencias de acuerdo a la distribución de los grupos en los hechos del 19 y en las comisiones de vigilancia y persecución organizadas de inmediato. Así, por ejemplo, el oficial Zabrozo dio la perspectiva que tuvo desde la retaguardia. A algunos, por otro lado, les tocó dirigirse a las tierras de hacendados como Luis Carrió y Donato Prieto, mientras otros fueron destacados al centro de la Reducción. Todos confirmaron que hubo cuatro muertos y que fueron enterrados en el lugar. La versión refinada de Machado quedó asentada, aunque Gómez de la Fuente produjera una única disonancia, al recuperar las identidades de los muertos que informó Sáenz Loza en un primer momento.
Por entonces, el 30 de julio, los diputados socialistas presentaban una primera denuncia de los hechos en el Congreso de la Nación, pidiendo la interpelación del ministro de Interior, Vicente Gallo, para el 6 de agosto. La denuncia no mencionaba los hechos de Napalpí, sino que estaba motivada por reclamos de afiliados al Partido Socialista de Resistencia por las actitudes del gobernador Centeno, que denunciaban como autoritarias y que habían determinado el envío de un inspector del Ministerio de Interior. Sin embargo, el tema de Napalpí se imponía por defecto.
El mismo día en que se tomaron los últimos testimonios en Resistencia, el 4 de agosto, la instrucción policial pidió al Registro Civil de Quitilipi la partida de defunción de Pedro Maidana y de los otros indígenas que, ya se asumía oficialmente, no pudieron ser identificados. Al día siguiente, el comisario Machado remitió una transcripción de la partida solicitada. El original presenta como fecha de confección el 2 de agosto, dos semanas después de los hechos, cuando no hay otra partida en ese mismo libro de actas que presente esas diferencias temporales (Chico, 2016: 69). La transcripción que se entrega el día 5, por su parte, parece estar fechada el 6 de agosto, el mismo día que es recibido por Ulibarrie, pero presenta una intervención sobre la fecha de su confección, que remarca el día 2, el mismo que el acta original.
Pero hay rasgos más determinantes. La transcripción y el original son confeccionados y firmados por el jefe del registro civil de Quitilipi, Luis Carrió, quien además era juez de paz. Su designación como autoridad pública era demasiado reciente. Conviene detenernos en ello, porque Carrió fue uno de los “vecinos caracterizados” que en mayo de 1924 reclamaba al gobernador la represión de los indígenas (Jasinski, 2021: 202). En carta del 16 de mayo a la Administración de la Reducción, Carrió denunció a los indígenas que protestaban por haberle carneado dos animales, por proponerse hacer lo mismo con otros siete “de propiedad desconocida” y porque “se producirá de un momento a otro una sublevación a mano armada protestante quin sabe por qué ni de qué” (sic).[14] Otros Carrió entonces tenían intereses creados en la producción obrajera de la Reducción.
Luis Carrió fue designado por el gobernador como Juez de Paz y Jefe del Registro Civil de Quitilipi el 3 de julio. El decreto presidencial de su nombramiento se oficializó el 4 de agosto por Boletín Oficial, el día en que la instrucción policial le solicitaba la partida de defunción. El decreto, no obstante, le reconocía una antigüedad desde el 18 de julio, un día antes de la masacre.[15] Como veremos de inmediato, Carrió declaró luego en la causa como testigo, diciéndose simple “empleado”. Entonces contó que estuvo presente el día de los hechos y vio él mismo cómo enterraban los cuerpos, cuya defunción, a pesar de tener ya funciones oficiales, certificó quince días más tarde.
Esa no fue la única irregularidad de aquella partida. La misma, como dijimos, fue solicitada por el comisario Machado. Quien acercó este pedido a Carrió fue el agente Eusebio Arce, uno de los participantes de los hechos del 19. Como testigos del acta, firmaron Camilo F. Fernández y el propio Arce, quienes -se dice- “han visto los cadáver”, no aclarándose cuándo sucedió esta vista. En el acta original, esta referencia a los testigos se hace con otra letra (Chico, 2016: 70).
Esta serie de irregularidades indican, cuanto menos, nuevas dubitaciones en la construcción de una versión oficial de los hechos, en documentos que enseñan determinantes relaciones de poder que combinan los intereses privados, las funciones públicas administrativas y los aparatos represivos.
En los días siguientes, la instrucción policial sumó al expediente notas enviadas a la Jefatura de Policía desde Formosa y el norte de Santa Fe y el legajo entero de comunicaciones, que eran colaborativas con la creación de la necesidad de una represión enérgica, al profundizar el imaginario sobre el terror causado por los indígenas. El 16 de agosto, al considerarse “llenadas las primeras diligencias”, este sumario, llamado de “prevención” y realizado por la Jefatura de Policía, a pedido de la gobernación, se dio por concluido. Acto seguido, fue enviado al juzgado civil, comercial, criminal y correccional a cargo de Justo P. Farías.
Segunda fase de la negación: el aparato político
Durante la segunda parte de agosto, comenzó a labrarse el expediente judicial, seguramente con la intención de cerrar el asunto, consolidando una versión de los hechos que identificaba, por un lado, a los indígenas en la figura de los agresores y, por el otro, a las fuerzas del orden como las ejecutoras de una necesaria acción represiva. Así lo dejó claro el jefe de Policía, Ulibarrie, el 20 de agosto, al firmar su remisión al juzgado:
En cuarenta y siete fojas útiles, elevo a S.S. el sumario de prevención instruido por el suscrito con motivo de la sublevación de indígenas en la Reducción de Napalpí, que motivó la intervención de la policía del territorio, en cuya circunstancia se produjo el combate por haber atentado los indígenas, a mano armada, contra la autoridad, resultando muertos Pedro Maidana y tres indígenas desconocidos.
La carátula del expediente, en efecto, decía “Sublevación indígena en la Reducción Napalpí” e identificaba como “damnificados” a los “pobladores de las inmediaciones” y a los cuatro indígenas muertos, entre ellos Pedro Maidana, quienes –por separado y junto al indígena José Machado, Dionisio Gómez y “de 800 a 1000 indígenas” – eran considerados como los “autores” del hecho. Luego, los funcionarios judiciales debían seguir algunas instrucciones generales: redactar una sinopsis general, incorporar la indagatoria de los procesados y, por último, la prueba testimonial, en forma de síntesis.
La sinopsis se completó en una carilla y media. Allí se habló de los “asesinatos, incendios, saqueos y toda clase de atentados contra la vida y la propiedad”. También del “éxodo de los habitantes que, aterrorizados por los hechos y por rumores que circulaban, huían de sus chacras” y de las medidas adoptadas para proteger a esta población e “individualizar a los autores para someterlos a la sanción correspondiente”, lo que implicaba “la detención de los autores” y “el desarme total de los sublevados”. Se subrayaba el hecho de que se había ordenado “tratar por todos los medios de evitar efusión de sangre”, que se cumplió en gran medida, ya que el día de los hechos y pese a “haber sido atacados a balazos por los indígenas”, solo habían resultado muertos cuatro de ellos. Como prueba testifical, se sintetizó la declaración del oficial Cordini, a cuyo pie decía que los otros cinco oficiales “corroboran en todas sus partes la declaración anterior”. La palabra de los “autores” como indagados, es decir, la de los indígenas, no se produjo nunca.
En la primera parte del expediente, seguido a estas primeras fojas, se incorporó toda la información producida por la instrucción policial, que ya hemos analizado. Así formado, el juzgado remitió el expediente a la fiscalía, vacante entonces por fallecimiento del fiscal titular. Allí se mantuvo sin definiciones durante veinte días, hasta que, el 12 de septiembre, un nuevo fiscal titular, Gerónimo Cello, lo observó y dio su dictamen. Cuando ello sucedió, el peso de los hechos era mayor que el que se podían haber imaginado todos los involucrados, desde el gobernador del Territorio hasta el último agente policial que participó en los hechos.
El hecho es que el 20 de agosto, los sucesos de Napalpí ingresaron al recinto del Congreso de la Nación. El diputado personalista Fernando Lillia pidió información sobre la situación indígena en el país y la Cámara votó finalmente la interpelación al ministro Gallo, que se había logrado demorar. Entonces, el gobernador Centeno viajó a Buenos Aires y fue en esa misma circunstancia en la que el presidente de la Nación, Marcelo Torcuato de Alvear, nombró como fiscal en Chaco al abogado Gerónimo Cello.[16]
Anticipándose a la próxima comparecencia de Gallo en el Congreso, Centeno ofreció un reportaje al diario La Razón, que fue publicado el 26 de agosto.[17] Allí sintetizaba la versión policial, agregándole lectura política a todo el proceso de conflictividad, en vistas al consumidor general de la prensa. Centeno dividió el ciclo conflictivo en dos momentos, desde la perspectiva de la protesta: uno legal y otro ilegal. El primero incluía su mediación en la conferencia de mayo y había terminado satisfactoriamente. Hasta ahí, se había tratado de una “huelga”, motivada por una “cuestión de trabajo”. Luego, el movimiento devino en “subversión” y “atentado con armas a la autoridad”. En este segundo momento, “los indios, por obra de los nombrados [se refiere a Maidana, Machado y Gómez], que con fines inconfesables aprovecharon los sedimentos del anterior movimiento y el concurso de elementos extraños, dejaron de ser los huelguistas de mayo para convertirse en vulgares delincuentes.”
Considerando esta caracterización y luego de advertir el poder de fuego que ostentaban los indígenas, se justificaba la respuesta represiva:
… ¿qué actitud cabía a las autoridades que sólo contaban con 100 hombres? Aceptar el combate a que se los endilgaba y, aceptado, librarlo en las mejores condiciones posibles, ya que sólo un espíritu avieso puede suponer que una o más bajas en las filas legales, habría de justificar, más de lo que está, la procedencia del medio empleado para reducir a los indios.
El medio quedaba plenamente justificado, ya que las fuerzas legales habían sido agredidas -aseguraba- aun cuando ese ataque no hubiese sido potente, no contándose heridos ni muertos entre los policías. Pero, aún más, el accionar represivo se justificaba retrospectivamente. Aseguraba Centeno que los indios, “cada vez más ensoberbecidos”, no hacían sino degollar colonos y atentar abiertamente contra la propiedad privada.
Finalmente, respondía las versiones más ominosas que calificaba como “fantasía popular”. Adelantándose a las denuncias que llevarían al Congreso los diputados socialistas, desmentía la existencia de mujeres y niños entre los asesinados por la policía y la de numerosos cadáveres mutilados. Centeno no fundaba el carácter novelesco de estas versiones en la imposibilidad de que los agentes pudieran proceder de esa forma, sino en las costumbres indígenas: “el aborigen, cuando se decide pelear, lo primero que retira de los sitios de peligro es su ‘chusma’…”.
¿De dónde surgían estas versiones que calificaba como fantásticas? En aquellos días, Lynch Arribálzaga dirigía una carta personal al diputado Pérez Leirós, denunciando que, luego de los hechos del 19 de julio, “la matanza de indios” continuaba en Napalpí y en sus alrededores, dispuesta “a eliminar a todos los que se hallaron presentes en la carnicería”, para que no pudieran servir de testigos ante una comisión investigadora de la Cámara de Diputados.[18] Agregaba que, por orden de Machado, la mujer de Maidana y sus hijos pequeños, los que tenían las piernas quebradas por disparos, habían sido perseguidos, siendo encontrados y los chicos ultimados. Ello había ocurrido en los primeros días de agosto. Otro indio, levemente herido en el ataque del 19, había sido detenido, sin saberse qué había sucedido con él: “ignoramos qué se ha hecho de él. Su pobre familia lo llora como muerto”, escribía el naturalista.
A estas denuncias debía enfrentarse el gobierno nacional, por medio del ministro Gallo, en la sesión de Diputados del 27 de agosto. El funcionario no asistió y, en su lugar, el oficialismo leyó un mensaje del Poder Ejecutivo Nacional, firmado por Alvear y el propio Gallo. Los hechos de Napalpí no fueron referidos, ya que no habían sido mencionados en el pedido original de interpelación. Aquel día, el diputado por Santa Fe, Romero Saccone, que se convertiría en el defensor acérrimo de la actuación del oficialismo, arguyó: “Se habla de la matanza de indios; legislemos a favor del indio y dejémonos de interpelaciones de orden administrativo, que no interesan fundamentalmente”.[19] Las respuestas oficiales no convencieron y, finalmente, Gallo tuvo que comparecer en la sesión legislativa del 4 de septiembre.
Los debates parlamentarios: lo ominoso y la anamorfosis[20]
El momento judicial se encontraba suspendido, mientras el foco se posaba sobre el Congreso de la Nación. El 3 de septiembre, el fiscal subrogante había devuelto el expediente sin dictamen al juzgado. Alvear había nombrado un nuevo fiscal, pero su designación no estaba oficializada. Los socialistas preparaban las pruebas para llevar a la Cámara de Diputados, con la intención de conformar una comisión investigadora y exonerar al gobernador. Con estos elementos, la sesión del 4 de septiembre de 1921 se transformó en un amplificador del horror. Allí, se leyeron algunas de las más graves denuncias de la masacre, como las que hacía llegar Lynch Arribálzaga. Se habló de horribles mutilaciones y se aseguró que de ello se tenía conocimiento en el más alto nivel del ejecutivo nacional. En aquella jornada, Pérez Leirós exhibió un frasco con una oreja, que dijo que pertenecía a Maidana, a quien –aseguró– también se le habían cortado los testículos, para exhibirlos como trofeo de batalla.[21]
Uno de los informes que se presentó pero cuya lectura se restringió por una cuestión de exposición, se intitulaba “Los sucesos de Napalpí”.[22] Es necesario reproducir algunos párrafos para entender la gravedad de las denuncias realizadas, más allá de los actos se sensacionalismo producidos por los diputados denunciantes:
La carnicería. – Y llegamos al 19 de julio, a las ocho de la mañana, más o menos. En la noche anterior, los indios estuvieron de baile, de modo que muchos dormían aún, cuando apareció a la vista de los que estaban levantados, la fuerza policial que constaba de unos 130 hombres. Los vieron primeramente a caballo y que luego echaban pie a tierra y tomaban posiciones. Los desgraciados nunca creyeron que los iban a atacar, de suerte que no intentaron defenderse. Sonó la primer descarga, a la cual siguió con algún intervalo, una segunda y una tercera, continuando el fuego a discreción. La primera fue alta en su mayoría, pero causó ya algunas bajas; la segunda y tercera, bien dirigidas, barrieron la toldería y entonces se produjo el pánico y el desbande.
[…]
En cambio, la policía, en número que no debe de haber bajado de 70 hombres, a las ocho de la mañana sitiaron a la toldería que se decía amotinada y dicen que tiraron 4.000 tiros, ultimando a los heridos a balazos y degollando a todos sin excepción (...) Parece que no escapó ninguno y el número de muertos, entre los cuales hay mujeres y niños, no puedo darlo todavía, pero no deben bajar de cincuenta.
[…]
Después de la tercera descarga, cesó el fuego por un momento y entonces fue cuando los indios se desbandaron, no sin aprovechar esta tregua para recoger a sus deudos heridos que no podían caminar y tomar de paso algo de sus ropas y enseres domésticos, ganando así el monte que tenían a la espalda. (...) La “civilización” mostraba al salvaje su poder haciendo saltar astillas y perforando árboles con las balas del máuser, al infeliz indígena que, presa del pánico, no podía correr ya, porque iba cargado con un herido o con una o dos criaturas en el monte.
[…]
Cuando ya nadie se vio en pie en los toldos, pues hasta los caballos que pacían en las inmediaciones fueron muertos, la policía se retiró para avanzar en seguida y ultimar a los heridos que aún quedaban, haciendo herejías con los cadáveres, cortándoles las orejas, y a uno los testículos, que poco después exhibían en la comisaría de Quitilipi, poniéndoles cigarrillos encendidos en la entreabierta boca y aún cosas más deshonestas, que la pluma se resiste a describir. Luego vino el saqueo...
[…]
El número de muertos y heridos es difícil precisarlo. Los tobas ignoran cuántos mocovíes había y cuántos lograron escapar ilesos o heridos. Los soldados enterraron unos treinta que estaban fuera de los toldos y algunos quemados en ellos, porque después del saqueo les prendieron fuego, pero a los heridos que se guarecieron en el bosque, ya caminando o conducidos por sus deudos, nadie les contó ni les dio sepultura, y se dice que hasta hoy hay muchos cadáveres en la espesura. Entre muertos y heridos debió haber más de 200.
El informe refería al vuelo del avión, que los indígenas habían visto con simpatía pasar por encima suyo, denunciaba los habituales malos tratos de las policías y los hacendados, señalaba como exageradas las denuncias contra los indígenas hechas ante las autoridades y afirmaba que el ataque policial había sido premeditado y sorpresivo.
El debate entre Pérez Leirós y otros diputados socialistas con el diputado Saccone y el ministro Gallo fue encendido. Los socialistas presentaron un proyecto de resolución y otro de declaración para formar una comisión de investigación y exonerar al gobernador. Entonces, Saccone ironizó: “¿Por qué no agrega en el primer proyecto: ‘y proyectar la legislación que redima de su esclavitud a los indígenas’?” Por su parte, el ministro Gallo optó por el silencio:
Por ejemplo, todo lo que ha dicho con respecto a la matanza de indios de Napalpí no ha sido siquiera mencionado en la exposición que hizo al fundamentar el pedido (...) en este momento tendría que improvisar refiriéndome a recuerdos de cosas un poco lejanas y a informaciones un tanto fragmentarias. Ha de permitírseme, entonces, que no me haga cargo de la exposición…[23]
En aquella sesión, sugirió que era el poder judicial el encargado de analizar los hechos. La visibilidad del asunto de Napalpí era molesto para el gobierno radical y sus políticas hacia las comunidades indígenas, donde terciaban fuertes intereses privados por las tierras que aquellos ocupaban (Lenton, 2005: 274).
A los pocos días de esta sesión, el 10 de septiembre, se oficializó la designación de Cello como fiscal del Chaco.[24] Había mucho que responder desde el expediente judicial. Se había demandado la convocatoria a más testigos. Se reclamaba mayor información y seguridad para los sobrevivientes. La respuesta fue inmediata. El 12 de septiembre, Cello intervino en el expediente, advirtiendo importantes irregularidades:
Resulta un tanto inconveniente que, en un sumario como el que nos ocupa, que ha llamado la atención del país, sólo declaren los señores Comisarios y oficiales de policía, cuando en autos consta de una manera clara y precisa que han intervenido agentes y particulares en gran número.
Luego, dictaminó: “Opino que debe ordenarse la ampliación de este sumario”.[25] Parecía que el expediente podía arrojar algo de luz. Días más tarde, el 18 de septiembre, Lynch Arribálzaga escribía en privado a Lehmann Nietsche sobre su carácter de “testigos calificados” (el suyo y el de su asistente) por lo que habían visto de primera mano y porque conocían las versiones de sobrevivientes. Estas cartas enseñan un temor que posiblemente explique las razones por las que el antropólogo alemán se desentendió del asunto de manera personal, luego de que el gobernador del Chaco lo interpelara directamente para saber si tenía conocimiento de los hechos (Dávila, 2015). Al año siguiente, desde El Heraldo del Norte, se aseguró que Centeno lo había extorsionado.[26]
Mientras se retomaba la actividad en el expediente judicial, el oficialismo lograría correr el asunto de su mayor exposición pública, resonando las palabras de Saccone, que buscaba minimizar los hechos y deslegitimar las denuncias de los socialistas, planteando la falsedad de pruebas, la inverosimilitud de los hechos que se denunciaban y llevando el debate al terreno personal y político-electoral. El 30 de septiembre, luego de que Pérez Leirós corrigiera su propuesta, asegurando que la propia Comisión de Territorios Nacionales podía transformarse en comisión investigadora, se votó negativamente la posibilidad de tratar sus proyectos. Saccone, que el 11 de septiembre había exclamado “hay gobernador Centeno para rato”, rechazó con vehemencia su conformación, con la frase con que iniciamos este artículo. “La Cámara no quiere investigar (…) Es aplastante la derrota”, aseguró, despertando la indignación, los gritos y el sonido de la campana del recinto.[27]
El aparato judicial: las bases del olvido[28]
El fiscal había pedido una ampliación de la investigación en septiembre. Aquel mes, se obturó la posibilidad de una investigación parlamentaria. El 8 de octubre, el juzgado consideró positivamente la opinión del fiscal. Su primera decisión fue devolver el expediente a la jefatura de Policía, para que allí se conformara una nueva instrucción. El fiscal, notificado de la decisión, no volvió a intervenir en lo sucesivo en ninguna de las medidas tomadas.
La nueva instrucción fue ordenada por el jefe de Policía Ulibarrie, quien designó para esta tarea al jefe de la Oficina de Sumario, el comisario Miguel Delfino, y al empleado Félix Silva. A lo largo de un mes, esta nueva instrucción tomó tres medidas, que parecen haber respondido a propósitos específicos. La primera, convocar como nuevos testigos a un grupo de agentes policiales. La segunda, a pedido de la gobernación, la exhumación de los cadáveres y realización de una autopsia. La tercera, tomar nuevas declaraciones: declararían “vecinos caracterizados”, entre ellos, Luis Carrió.
Para cumplir con el primer paso, la instrucción solicitó la nómina de agentes que participaron de los hechos, que le proveyó la propia Jefatura de Policía, indicando los nombres de treinta policías de Resistencia, ocho de Quitilipi y cinco de Sáenz Peña. Quince de ellos fueron convocados a declarar. Trece de ellos eran de Resistencia y pertenecían al Servicio de Prevención de la Jefatura de Policía. Las preguntas hechas apuntaron a conocer sobre su rol, cuál era su versión de lo sucedido y si otros actores habían participado. Como señalé antes, el fiscal no estuvo presente en ninguna declaración.
Los agentes repitieron, a grandes rasgos, la versión oficial, consolidada en la sinopsis del expediente, con ciertas diferencias de acuerdo al grupo al que había sido destinado cada uno. Al mando de Sáenz Loza y Machado, un grupo de agentes policiales y de gendarmes del Territorio se dirigieron a la zona a caballo. Se detuvieron a unos mil metros del campamento y recibieron la orden de desmontar. Caminaron unos cuatrocientos metros, distribuidos en seis grupos. Se detuvieron y se ocultaron, haciendo cuerpo a tierra. Los comisarios hicieron señales con pañuelos blancos y los indígenas comenzaron la agresión. Los matices, menores, se pierden en los relatos, al no haber ningún actor que cuestionara las versiones. José Benítez contó que los disparos de los indígenas comenzaron “momentos después” de que fueran mostrados los pañuelos blancos, mientras que José Cañete dijo que “comenzaron inmediatamente a disparar”. Hubo tres momentos de fuego, de avance y retroceso. Los agentes no esperaron una orden para repeler a los indígenas. Luego avanzaron. Vieron que los indígenas incendiaban las tolderías y se fugaban. Cuatro fueron los cuerpos encontrados. Quienes declararon no conocían a Pedro Maidana, pero escucharon que uno de esos cuerpos le pertenecía en vida. Presenciaron los entierros. Luego, se distribuyó la tropa. A Nicasio Lineras le tocó volver a hacer guardia en las tierras de Luis Carrió, al mando de dieciséis gendarmes. Los quince respondieron, invariablemente, que no hubo otros participantes en los hechos más allá de las fuerzas policiales y los indígenas que los atacaron. Que Ambrosio Oliveira haya calculado en “más de ochocientos” la cantidad total de indios y Anselmo Mendienta, en “no menos de 1000”, no sugiere, bajo ninguna circunstancia, en aquel contexto, que “no convinieron de antemano” lo que debían manifestar (Echarri, 2001: 38).
La segunda medida se produjo el 7 de noviembre, por un pedido expreso del gobernador, hecho el 29 de octubre. Centeno reclamó al juzgado la exhumación y autopsia de los restos de Maidana, para ver qué había de cierto en las denuncias sobre las mutilaciones de su cuerpo: “este Gobierno quiere establecer plenamente la veracidad de las mismas á fin de concretar responsabilidades en caso que las hubiere”. La medida contó con el dictamen favorable del fiscal. El médico designado Benito Palamedi, pertenecía a los Tribunales. Esta medida ya se hacía bajo la órbita de otro juzgado, el del Juan J. Sessarego.
La ejecución de esta medida tuvo algunas particularidades. En primer lugar, la más llamativa, es que el secretario de la nueva instrucción fue reemplazado por Enrique González, el secretario de la primera instrucción, ya que Silva se encontraba enfermo. La exhumación se realizó el 7 de noviembre, luego de ciento doce días de producidos los hechos. Estuvieron presentes González, Delfino, Ulibarrie, Palamedi, el médico “autorizado” de Quitilipi, Andrés Díaz, el comisario Machado, y, en condición de testigos, el hacendado y agricultor español Manuel Vargas y el contratista de obrajes, Juan Luis Duboc. Todos se dirigieron a la zona de El Aguará, donde procedieron a desenterrar el supuesto cadáver de Maidana, que los testigos aseguraron reconocer porque dijeron haberlo tratado en vida. En el acta que se llenó se aseguró que comprobaron que no presentaba ningún signo de mutilación. Luego, volvió a ser enterrado. Lo mismo se hizo con los otros tres cadáveres.
Tres días más tarde, el forense Palamedi envió una nota al juez Sessarego, informando los resultados, en los que se aseguraba que las heridas encontradas en los cuerpos, “a pesar de su estado de descomposición”, eran de balazos, que le produjeron una muerte instantánea. Al cuerpo de Maidana, dijo, no le faltaba ninguna oreja.
Al día siguiente, se ordenó la tercera medida. Se buscaba responder las denuncias sobre la supuesta exhibición de restos de Maidana en la comisaría de Quitilipi. Nuevamente, sin participación del fiscal y con el protagonismo del oficial González, se convocó a declarar a nueve “vecinos caracterizados y arraigados” de Quitilipi. José Alonso, José R. González, Germán Fernández, Doroteo Amarilla, Luis Carrió, Francisco Carrió, Anastasio Montenegro, León Waesmann y Tomás Rodríguez, respondieron a dos preguntas básicas: si habían visto o conocieron sobre las mutilaciones y exhibiciones en cuestión y si la policía daba malos tratos a los indígenas.
Todos negaron la exhibición de restos humanos en la comisaría de Quitilipi. Pero al responder, cinco de ellos, los hermanos Carrió, Waesmann, Fernández y Montenegro, aseguraron haber presenciado los entierros. Explicaron que se habían dirigido hacia allí apenas escucharon los disparos, llegando justo cuando se hacía la inhumación. Montenegro dijo en realidad que llegaron cuando la policía se predisponía a enterrarlos y debió aclarar luego que efectivamente fueron enterrados. Por otro lado, todos aseguraron que los indígenas se mostraban belicosos, en “son de guerra”, como dijo el comerciante español José González. Dijeron que desconocían toda autoridad y que, como aseguró el abastecedor Doroteo Amarilla, la actitud de la policía era “demasiado débil y depresiva”. El comerciante José Alonso calificó los hechos como un “movimiento subversivo” y criticó a la policía por haber “contemporizado con estos demasiado”. Luis Carrió agregó que el trato deparado por la policía fue “causante de la actitud de verdadera rebelión”.
Las declaraciones de Alonso y Carrió merecen comentarios aparte. En cuanto al primero, un día antes de sucedidos los hechos, había dirigido un telegrama al presidente de la Cámara de Comercio del Territorio, con firma personal y en representación de trescientos vecinos, denunciando “la situación creada por indígenas revoltosos” contra “indefensos pobladores”. Solicitaba la intermediación ante la gobernación para que se enviaran refuerzos policiales y advertían: “si no nos quiere mandar policías, que nos remitan armas, que serán esgrimidas por pobladores…”. El 22 de julio, tres días después de la masacre, otros vecinos bajaban el tono de esas denuncias, reconociendo un error “debido a la equivocada versión que circuló”. Carrió, como señalé antes, con todo lo que sabemos de él, declaró en calidad de “empleado”.
El 10 de noviembre, la instrucción cerró la ampliación solicitada por el fiscal. Ulibarrie devolvió el expediente completo al juez Sessarego y el 12 el fiscal Cello dictaminó:
Con las actuaciones practicadas, ha quedado plenamente constatada la corrección con obrara (sic) la policía en el lamentable hecho que motiva estas actuaciones. En consecuencia, no desprendiéndose responsabilidad criminal para nadie, este ministerio opina que de acuerdo á lo dispuesto por el art. 434 del Código de Procedimientos en lo Criminal, debe sobreseerse definitivamente este sumario con declaración especial de que su formación no afecta al buen nombre y honorabilidad de los funcionarios policiales que intervinieron en el mismo, y ordenar luego su archivo.[29]
El 13 de noviembre, Sessariego cumplió con su pedido y ordenó archivar las actuaciones. El fiscal Cello fue ascendido a Procurador Fiscal Federal del Territorio.[30]
Una memoria en el océano
El 26 de octubre de 1924, Lynch Arribálzaga escribió a Lehmann Nietsche, agradeciendo sus gestiones para darle seguridad en Chaco. Le manifestaba su confianza en que finalmente se organizaría una comisión investigadora legislativa. Pero los hechos tomaban otro curso, como vimos. Al año siguiente, sin embargo, todavía se insistía. En septiembre, los socialistas volvieron a presentar los mismos proyectos de resolución y declaración en la Comisión de Territorios Nacionales. En cuanto al primero, en un dictamen de minoría, se consideró que el Poder Ejecutivo Nacional todavía no había respondido ni averiguado sobre las denuncias hechas en la sesión del 4 de septiembre de 1924. También, que los informes producidos por la gobernación eran comprometedores y realmente graves en relación a los hechos de Napalpí. Se agregaba:
Que si bien es cierto que un fallo judicial no establece responsabilidades criminales de las tropas que tomaron parte en la matanza de indígenas, llevada a cabo el 19 de julio de 1924, él no exime a los funcionarios de las responsabilidades administrativas que pudiera haber.
Que aún cuando la investigación judicial efectuada tres meses después de los sucesos y a dos meses de haber sido denunciados tan graves hechos en la H. Cámara de Diputados, llega a la conclusión de que no hubo mutilaciones en un cadáver exhumado, existen testigos que afirman, y están dispuestos a declarar ante una Comisión Investigadora de la H.C. de D., que se hicieron diversas y horrorosas mutilaciones a varios cadáveres de indígenas asesinados el 19 de julio de 1924.[31]
Entre otras consideraciones, se denunciaba que el propio Centeno había hecho gestiones personales para evitar la investigación, asegurando que concurrió varias veces y sin invitación a la sala de la Comisión de Territorios Nacionales. En esta nueva oportunidad, los proyectos tampoco salieron de aquella Comisión.
En paralelo, el diario chaqueño El Heraldo del Norte publicó una edición especial de sesenta páginas dedicada a reconstruir los hechos y a denunciar a Centeno.[32] Se reprodujo extensamente la prensa sobre los hechos, desde fines de 1923. Se organizó un relato en base a esta información y a fuentes personales, asegurándose que eran de “absoluta responsabilidad”.
Por ejemplo, se denunciaba a Luis Carrió por tener intereses creados junto al comisario Machado en negocios de hacienda. Aseguraban que muchos crímenes adjudicados a los indígenas no eran cometidos por ellos. Se aseguraba que en los hechos habían participado ciento treinta hombres y que Carrió participó, dirigiendo los mismos. Se afirmó que los agresores se desplegaron como guerrillas, en forma de arco, sobre el campamento, que sobrevoló un aeroplano que hizo salir a los indígenas y que se hicieron tres descargas contra ellos con rapidez. Algunos indígenas habrían intentado defender su posición, mientras otros, entre ellos mujeres e hijos, huían despavoridos. Maidana habría sido muerto a balazos y sus restos fueron ferozmente mutilados. Fosas comunes se abrieron, tirándose hasta diez cadáveres en cada una. Cuerpos de sobrevivientes fueron encontrados perdidos en el monte en las semanas posteriores. También aseguraron que “algunos aficionados particulares” acompañaron a la policía en las peores barbaridades.
En la edición especial del periódico dirigido por el opositor a Centeno, Benito Malvárez León, también se decía que el gobernador preparó una flagrante ocultación de los hechos en complicidad con la prensa oficialista, que comenzó rápidamente a dar una versión que quitaba responsabilidad a los oficiales y culpabilizaba a los indígenas. Esta actitud, se explicaba, respondía al hecho de que no había sido posible esconder lo sucedido: “Lo que ocurrió fue que los autores del encubrimiento se dieron, luego, cuenta, de que había demasiados testigos para que la infamia quedara ignorada”, entre ellos, contaban la presencia del “eminente hombre de ciencia de la Universidad de la Plata, que presenciara, espantado, los cínicos desplantes de la soldadesca embrutecida, bárbara”. De acuerdo a esta versión, el antropólogo había sido extorsionado para no hablar. Ello mismo puede inferirse, como hemos señalado, de la carta personal que le enviara el propio Centeno, aunque deba tenerse en cuenta otro tipo de motivos personales para no referirse abiertamente al tema (Dávila, 2015).
Desde esta prensa, también se reconoció el intento de negar los hechos en la investigación sumaria, que devino en el expediente judicial que estudiamos. Quizás no sea correcto atribuir esta iniciativa de la gobernación, como se hizo, al temor de que llegara una comisión investigadora, ya que la misma comenzó poco después del 19 de julio. Más allá de ello, se caracterizaba aquella decisión de la siguiente forma:
…la gobernación dispuso se hiciese una investigación sumaria, encomendando la tarea a uno de los sirvientes más desatacados de Centeno, al jefe de Policía, Ulibarrie, quien se trasladó a Quitilipi, aleccionado ex profeso y se concretó después de algunos cabildeos con personajes comprometidos a tomar algunas declaraciones a los mismos autores de las matanzas, pero sin molestarse en escuchar al pueblo ni aún en ir a Napalpí, porque el asunto era echar tierra y más tierra sobre tanto crimen.
Entre las medidas cuestionadas, se refería específicamente a la exhumación y autopsia. Según El Heraldo del Norte, en dos oportunidades se realizó el desentierro y supuesto examen de los cadáveres, ya esqueléticos.[33] También se aseguró que la policía persiguió mediante el terror a sobrevivientes y posibles testigos, a los fines de acallarlos. Finalmente, desafiaban:
Cuando se lleve a cabo una investigación honrada, que es cuestión de honor para todo país civilizado, caiga quien caiga, veremos si fueron cuatro o cincuenta, o ciento, o más y si cayeron o no mujeres y niños, cosa que negó Centeno en La Razón y si se degolló o no, a destajo como en las épocas lejanas de nuestra barbarie, y si hubo o no hubo crueles mutilaciones de heridos, prisioneros y hasta de cadáveres, como trofeos de guerra.[34]
Reflexiones finales
El expediente judicial N° 910, “Sublevación indígena en la Reducción Napalpí”, se abrió y cerró en poco más de tres meses. Una lectura acrítica de las pruebas que incorporó, como telegramas, cartas y testimonios, que fueron plasmados en informes oficiales, hacen posible, junto a la información extraída de la prensa hegemónica contemporánea, organizar un relato cronológico legitimante -y a primeras vistas coherente- del accionar represivo. Así, con injustificado apego a la literalidad, se ha llegado a concluir que se ha inventado un hecho no ocurrido: la matanza de Napalpí (Echarri 2001: 41).
A comienzos de este milenio, era escasa la bibliografía que afirmaba que el 19 de julio de 1924 en la Reducción de Indios de Napalpí había ocurrido un horrible crimen masivo. Centralmente, esta bibliografía se basaba para reconstruir estos hechos en dos fuentes contemporáneas, pero indirectas: las denuncias en el Congreso y la posterior edición de El Heraldo del Norte, que funcionaron durante décadas como memorias náufragas. A aquellos trabajos se les adjudicó ingenuidad y emocionalidad, al dar entero crédito a las mismas, de las cuales se dijo que tenían como fundamento un estricto interés electoral y ninguna verdad (Echarri, Ibíd).[35]
En los últimos veinte años, nuevas fuentes fueron incorporadas para entender aquel proceso de intensos conflictos y represión: fotografías, cartas, documentos del Ministerio del Interior[36] y memorias orales transmitidas por las víctimas, de forma directa o a través de sus descendientes.[37] Aun así, bastaba realizar una lectura crítica de los documentos disponibles hasta entonces, observando sus contextos de producción y los factores de poder que los atravesaban, para no dar como movimiento real y total lo que tan solo era construcción de una verdad oficial. Ni siquiera era necesario apegarse estrictamente a las denuncias contemporáneas o acreditar que la oreja que mostró el diputado Pérez Leirós era del indígena Maidana, para descubrir un problema histórico y político que excede al somero ejercicio de cuantificación de víctimas. El reproche de literatura fantástica que hizo el gobernador Centeno a los relatos sobre una barbárica masacre consumada bajo sus órdenes, es el problema de la investigación, no una hipótesis a demostrar. Menos aún, utilizando los mismos mecanismos de obliteración de pruebas que emplearon entonces las fuerzas represivas.
Este artículo no pretende reconstruir los hechos de la masacre, aunque en parte, necesariamente, son repuestos. Tampoco busca generar un contrapunto historiográfico. El objetivo es el de reconstruir la historia de un expediente judicial, pensándolo, antes que como una fuente de información ascética, como un dispositivo de poder, como un escenario paralelo donde se traduce y dirime el conflicto, que busca ser clausurado de acuerdo a los rigores de las luchas entre clases dominantes y subalternas.
Una de las observaciones más importantes que surgen de lo analizado es que, en ninguno de los momentos de la averiguación, ni en la estrictamente policial ni en la ordenada por la justicia -y delegada en la policía-, se tomó declaración de los indígenas, ya fuera en calidad de autores procesados, de damnificados, ni siquiera como testigos. Ello no sucedió aun cuando era una demanda que se escuchaba a viva voz por destacados actores de la vida social y política del Chaco, como lo era Lynch Arribálzaga. Tampoco se convocó a los llamados “testigos calificados”, quienes, como en el caso de Lehmann Nietsche y su ayudante, habían estado en el lugar de los hechos el mismo día por la tarde, conociendo de manera directa e indirecta pormenores de los sucesos. Este silenciamiento operativo se funda en una base de estructura cultural. Como han señalado Mignoli y Musante, el sujeto indígena era impensable como fuente (2018).
En cambio, el expediente tomó la voz de comisarios y oficiales que tuvieron responsabilidad directa en la ejecución de la represión, de los agentes que participaron de los hechos y de los llamados “vecinos caracterizados”. Al repasar las veintitrés declaraciones de comisarios, oficiales y agentes, se observa una versión de los hechos que fue ganando precisión y uniformidad. Lo mismo sucede con las declaraciones de los nueve “vecinos caracterizados”, desprendiéndose de las mismas que, al menos cinco de ellos, estuvieron en el lugar de los hechos, cuando todavía no se había disipado el humo del incendio de las tolderías y los cadáveres –al menos los cuatro oficialmente reconocidos– todavía no habían sido cubiertos con tierra.
Todos estaban demasiado comprometidos con el conflicto como para que sus declaraciones fueran tomadas a simple título de testigos o informes imparciales. Unos, por su carácter de ejecutores de la orden represiva. Otros, sin poder demostrarse que fueron también ejecutores, por ser directos y visibles interesados en el enérgico disciplinamiento de los indígenas que protestaban y se organizaban. Elocuentes son los casos de José Alonso y de Luis Carrió, como hemos visto. El rol de Carrió fue especialmente notable: lo vimos denunciar a los indígenas e instigar la represión como hacendado, justificar esta última, como testigo y damnificado, y negarla, como autoridad administrativa y judicial del territorio.
En distintos momentos, el documento presenta huellas de una arbitrariedad manifiesta, a través de dudas, ausencias y remiendos. Ello sucede, por ejemplo, cuando Sáenz Loza no puede explicar el número de muertes, ni las formas en que habían ocurrido las mismas, cuando confirma identidades que luego se niegan. Cuando Machado escribe un párrafo incoherente, porque no consigna el número de muertos, que después es agregado ad hoc. Cuando se observa la omnipresencia del jefe de Policía, Ulibarrie. Cuando la misma, en la parte judicial, contrasta con la notable ausencia del actor que, ante la falta de representación de los indígenas, debía garantizar el debido proceso: el fiscal Cello. Finalmente, cuando este es nombrado por el presidente Alvear, viéndose especialmente activa en interesadas diligencias la presencia del gobernador del Territorio en Buenos Aires, como denunciaron luego los diputados socialistas.
En este sentido, el expediente es un notable esfuerzo por simular el cumplimiento de las bases jurídicas del proyecto liberal y su régimen constitucional republicano, una convicción vacua que fue reprochada un año más tarde, cuando los socialistas volvieron a exigir una investigación parlamentaria. Este uso que hicieron los actores estatales y de poder del sistema jurídico contrastaba bruscamente con la ausencia de una estrategia de intervención de los sectores dominados, en este caso, los indígenas, pero también, acaso, de las fuerzas políticas que buscaron representar, en dicha coyuntura, a los sujetos reprimidos, apostando infructuosamente a las herramientas legislativas. En este sentido, el expediente judicial fue un recurso exclusivo del poder, no de los subalternos.
Puesto en su contexto, la lectura minuciosa del expediente habilita otras observaciones, en este caso, en relación al funcionamiento general del aparato político oficialista. Aquí intenté mostrar cómo los movimientos del sumario policial y del expediente judicial responden –uno estaría tentado a agregar que lo hacen paso a paso– a los sucesos externos. En ocasiones, de forma explícita, como los pedidos de medida de la gobernación. En otra oportunidad, de manera implícita: ello se ve, por ejemplo, en el tipo de preguntas que hacen los instructores a los testigos, buscando limitar el daño político de las denuncias periodísticas y legislativas.
Así, este expediente judicial y los documentos que contiene pueden ser vistos como parte de una potente estrategia de negación de los hechos, en el sentido ofrecido en la introducción: el encubrimiento deliberado, el falseamiento de pruebas, la minimización del daño, la culpabilización de las víctimas, la anamorfosis de los hechos. Desde el momento mismo de la masacre, el proceso de negación encontró en este expediente judicial una potente base para su larga reproducción, funcionando como herramienta del estado y las clases dominantes para clausurar el conflicto en aquel tiempo y como fuente oficial, sedimento burocrático, para una narrativa histórica que lo ha escondido.
Si apelar a los estados de negación funciona para abordar una política específica que atravesó a distintos aparatos estatales: policial, administrativo, ejecutivo, legislativo, judicial, esta inquietud no se ha extendido aquí para preguntarse, siguiendo a Cohen, por los mecanismos de negación y olvido –“bloqueos” conscientes e inconscientes– que operaron entonces y a lo largo del tiempo en las comunidades indígenas, víctimas de la represión en 1924 y de una opresión sistemática.
En otro nivel de reflexiones, más allá de iluminar los hechos represivos, el expediente policial/judicial se nos ofrece como una ventana que nos permite ver distintos aspectos de aquella sociedad constitucionalmente republicana y liberal, que además daba sus primeros pasos democráticos. Nos habla de determinadas formas que asumieron los lenguajes y prácticas represivas del estado y las clases dominantes, frente a graves conflictos sociales y políticos, en un contexto de importantes transformaciones, como las que tenían lugar en el mundo de las relaciones laborales. En este sentido, la República Negadora transforma a la masacre de Napalpí, a pesar de su especificidad indígena y de estar inserta en un largo plazo genocida, en un eslabón más de una cadena de hechos represivos de gran escala, entre los cuales se encuentran las brutales represiones obreras de La Forestal (1920/1), La Patagonia (1921/2), Buenos Aires (1919/21), Gualeguaychú (1921) y Las Palmas (1922/24), entre otras (Jasinski, 2021).
En todas estas represiones, que devinieron en masacres, operaron mecanismos de construcción de un enemigo que era ubicado al margen de la ley, estigmatizado, acusado de revoltoso, bandolero, ácrata, sedicioso, subversivo o sublevado, cuyas metas y medios fueron llevadas al plano de lo ilegítimo e ilegal, habilitando y justificando las desmedidas respuestas represivas: “¿Qué otra actitud cabía a las autoridades…?”, había inquirido Centeno, dando racionalidad al procedimiento de las llamadas filas legales, mientras simultáneamente deformaba las denuncias de una masacre, llevándolas al campo de la fantasía. En función de ello, este artículo busca aportar a la idea de que una masacre no sucede o produce un solo día y en una hora determinada, sino que se construye, con la intervención de numerosas voluntades, con distintos intereses, no siempre conscientes, pero sí consecuentes con su resultado final. La Masacre de Napalpí, en este sentido, ocurrió antes y después del 19 de julio de 1924.[38]
Finalmente, me sentiría satisfecho si este artículo aporta a pensar el problema histórico de la relación entre las comunidades indígenas y las normas e institucionalidad de un país que histórica y generalmente –no sin reconocer cambios y transformaciones– se ha mostrado excluyente hacia ellas (Lenton, 2005). Entre aquel expediente judicial que no consideró necesario incorporar la voz indígena y el presente, en el que una jueza federal condenó al estado nacional por aquellos hechos, ha corrido muchísima agua bajo el puente. En este proceso judicial, los pueblos indígenas tuvieron un protagonismo determinante, hasta el punto en que el fallo fue leído en castellano y traducido simultáneamente en las lenguas qom y moqoit.
De ello no se desprende ninguna conclusión general sobre el presente indígena, más aún cuando conflictos como los que ocurren actualmente en el sur del país reproducen algunas lógicas similares a las del pasado. Pero no parece pertinente evitar una reflexión sobre la visible transformación de una relación, que parte en buena medida de la ampliación de los contornos del proceso histórico que conocemos con el nombre de “Memoria, Verdad y Justicia”[39] y de la construcción de una imaginación jurídica en los pueblos indígenas, en el sentido de entender al campo de la justicia como un territorio legítimo y estratégico para actuar sobre conflictos de potencia constituyente como esta masacre, que jamás dejaron de derramar sus fugas hacia el presente.
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Notas
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