Dossier
Álvaro Uribe Vélez: el negacionismo del conflicto armado y de los crímenes estatales y la retórica de descalificación de las izquierdas y de la paz de La Habana, en el poder y en la oposición
Álvaro Uribe Vélez: Denialism with respect to the armed conflict and state crimes and rhetoric demeaning the left and the Havana peace accords, both while in power and in opposition
Contenciosa
Universidad Nacional del Litoral, Argentina
ISSN-e: 2347-0011
Periodicidad: Anual
núm. 12, e0019, 2022
Recepción: 05 Mayo 2022
Aprobación: 30 Agosto 2022
Resumen: El discurso negacionista de Álvaro Uribe y la derecha frente al exterminio del partido de izquierda “Unión Patriótica”, entre los años 80 y 90 del siglo XX, así como de las ejecuciones extrajudiciales por miembros de las Fuerzas Militares de Colombia, de 6.402 jóvenes de barriadas populares, haciéndolos pasar como guerrilleros muertos en combate, se constituyó en un dispositivo de falseamiento de la verdad histórica y manipulación de la opinión, con la ayuda de los discursos de algunos medios oligopólicos y sectores del periodismo, que en medio de la polarización entre amigos y detractores de la paz, santistas (partidarios del presidente Juan Manuel Santos) y uribistas, y recientemente entre uribistas y petristas (partidarios del candidato presidencial de la izquierda Gustavo Petro), tomaron partido en actitud de cruzada, por el ex presidente Uribe y su propuesta ideológica.
Palabras clave: negacionismo, conflicto armado, derecha política, cultura política – Colombia.
Abstract: President Álvaro Uribe’s denialist discourse with respect to the extermination of the left-wing Patriotic Union political party during the last two decades of the twentieth century as well as with respect to extrajudicial executions of over 6,402 youths from poorer neighborhoods by members of the Colombian Military Forces, passing them off as insurgents killed in in combat in order to obtain associated bounties, was orchestrated as a means of obfuscating historical truths and manipulating public opinion. The foregoing was made possible through the collaboration of oligopolistic media and compliant journalistic segments which, in the face of polarization between promoters and opponents of the peace process during recent years, between Santistas (supporters of President Juan Manuel Santos) and Uribistas, and more recently between Uribistas and Petristas (supporters of the left-wing presidential candidate Gustavo Petro), have assumed a role crusading on behalf of former president Uribe and his ideological proposals.
Keywords: denialism, armed conflict, political right, political culture, Colombia.
Introducción
Por negacionismo entenderemos la actitud de negación de episodios históricos traumáticos efectivamente sucedidos y de sus evidencias,[1] como el Holocausto nazi de judíos y gitanos, el genocidio armenio por el Imperio Turco entre 1915 y 1923, el Gulag soviético, las desapariciones de opositores por las dictaduras chilena y argentina; el exterminio del partido político de izquierda “Unión Patriótica” (UP) en Colombia entre los años 80 y 90 del siglo XX[2] y las ejecuciones extrajudiciales por parte de miembros de las Fuerzas Militares de Colombia de 76.402 jóvenes pobres de barriadas populares haciéndolos pasar como guerrilleros.[3]
Esa actitud negacionista se puede encontrar en los historiadores y otros cientistas sociales, en el discurso de políticos y gobernantes, como también en políticas públicas de la memoria articuladas a directrices de olvido deliberado o de menoscabo del conocimiento público de ciertas verdades y realidades históricas, cuya memorialización resulta inconveniente para ciertos intereses políticos y económicos, ya por haber estado involucrados directamente en tales devastaciones humanitarias, o por pertenecer a colectividades políticas herederas de la ideología de los perpetradores y en ese sentido indulgentes frente a las responsabilidades de aquellos en los crímenes y abusos.
El presente artículo abordará también otros dispositivos de falseamiento de la verdad histórica y manipulación ideológica de la opinión pública, ligados a la acción retórica del discurso presidencial y gubernamental de derechas del presidente Uribe y algunos de sus funcionarios, como también los discursos de algunos medios de comunicación oligopólicos y de sectores del periodismo que en medio de la polarización de los últimos años entre amigos y detractores de la paz, uribistas y santistas (partidarios del presidente Juan Manuel Santos) y más recientemente uribistas y petristas (partidarios del candidato presidencial Gustavo Petro), han tomado partido en actitud de cruzada, por la propuesta ideológica del ex presidente Uribe.
Este artículo es una reflexión no sobre la historiografía, sino sobre el conocimiento o desconocimiento público de la historia política y del conflicto armado que hemos vivido en Colombia en los últimos sesenta años; más sobre los usos políticos masivos de la historia reciente con propósitos instrumentales, que sobre el trabajo interpretativo de los historiadores; sobre el papel que han tenido en el pasado pero sobre todo en lo que va corrido del siglo XXI, las ideologías como concepción del mundo pero también como sesgo o visión distorsionada de la realidad, en la interpretación de los sucesos y procesos vividos por la sociedad.
El negacionismo del discurso uribista sobre el conflicto armado interno contemporáneo en Colombia está relacionado con el desconocimiento masivo de la historia producida por los historiadores de la política y del conflicto armado y otros cientistas sociales (sociólogos, politólogos); con la ausencia de consensos mínimos sobre lo que nos sucedió en el pasado reciente, con las deficiencias, ausencias y silencios en la formación histórica escolar,[4] pero también con un reavivamiento contemporáneo de las ideologías, sobre todo las de las derechas, en su acepción de verdades incuestionables y representaciones parcializadas de la historia pasada y reciente.[5]
Las transformaciones contemporáneas en la esfera pública relacionadas con la difusión de nuevos medios y tecnologías de la comunicación, desde la hegemonía de la televisión en los años 90 del siglo XX a la actual esfera pública híbrida y fragmentada, con un creciente peso de las redes y plataformas digitales que han puesto las emociones al servicio de la propaganda y de visiones polarizantes de lo político,[6] en medio de un declive de los medios del broadcasting y del periódico y la cultura argumentativa en la formación del ciudadano, son también parte del contexto contemporáneo que favorece la aparición de negacionismos.
El caso de Uribe Vélez, como experiencia de discurso negacionista, si bien tiene conexiones con tendencias internacionales hacia la derechización política, tiene una génesis anclada en las especificidades de la experiencia colombiana marcada por la violencia y un largo y degradado conflicto armado que ha sacado lo peor del repertorio de violación de los derechos humanos tanto desde la derecha paramilitar y militar, como desde la izquierda armada. La desmesura de la violencia en Colombia, con la presencia avasalladora del homicidio político, el secuestro, la tortura, las masacres, el desplazamiento masivo y la desaparición forzada, ha mostrado los estragos del odio, el extremismo ideológico, el autoritarismo y el militarismo, tanto de derechas como de izquierdas. El narcotráfico, entreverado con todas estas violencias, ha puesto también su cuota de barbarie en la tragedia humanitaria colombiana.[7]
La persistencia en el tiempo del conflicto armado favoreció algunos rasgos del sistema político y la cultura política dominante en Colombia: la intolerancia ideológica; la estigmatización de la izquierda legal, democrática y civilista desde un discurso hegemónico que ha asociado siempre izquierda a guerrilla; la corrupción, favorecida por una sociedad civil débil y desorganizada; el militarismo y autoritarismo gubernamentales en el tratamiento de los conflictos, la acusación ritual a las protestas y las organizaciones ciudadanas, de estar infiltradas por la guerrilla (González, 2015; Gutiérrez, 2014).[8]
Reconstruiremos en una primera parte algunas líneas claves de la historia política colombiana reciente en relación con el conflicto armado y los esfuerzos de construcción de paz, que ayuden a comprender el surgimiento de la figura y el discurso de Uribe Vélez.
Antecedentes históricos para comprender el negacionismo contemporáneo del conflicto armado interno y los crímenes y abusos oficiales contra los derechos humanos
Colombia ha vivido un largo y prolongado conflicto armado desde los años 60 del siglo XX hasta nuestros días, entre los gobiernos liberal-conservadores dominantes durante el período del Frente Nacional (1958-1974) y del Post-Frente Nacional (1974-1991) y distintas guerrillas surgidas en parte de herencias de la propia historia político-militar colombiana (la guerra de los 1.000 días de comienzo de siglo XX, entre ellas), de la influencia del comunismo internacional soviético y chino y de la revolución cubana de 1959 (González, 2015: 219-551).
Como respuesta a la Violencia de los años 50 y 60, como se conoce en la historiografía el período de violencia oficial del Partido Conservador contra el campesinado liberal, van a nacer movimientos rurales armados de autodefensa que luego se tornarán guerrillas, dando nacimiento a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) (Pizarro, 1991).
Esa persistencia del fenómeno guerrillero con un poder militar importante, en una geografía marcada por tres enormes cordilleras, selvas y valles interandinos, con muchos territorios carentes de instituciones políticas y sociales por la ausencia de un proyecto de construcción de Estado y Sociedad, le permitió a las guerrillas constituirse en muchas zonas del país marginal y periférico, en un contrapoder militar y político que tuvo cierta legitimidad en los años 60, 70 y 80, en medio de un sistema político monopólico, oligárquico y excluyente, que a diferencia de Argentina, no había vivido ningún populismo redistributivo y dignificador de lo popular.
Eran los años de la influencia y seducción de la revolución cubana que renovaron el mundo esquemático, cientificista y predecible de las izquierdas comunistas y marxistas ortodoxas pero también de sectores liberales y conservadores tendencialmente progresistas, con contenidos e idearios latinoamericanistas de autonomía nacional, independencia informativa, con agencias de noticias propias como “Prensa Latina” que contrarrestaran el monopolio imperial mundial de la información.
Si el populismo político y social se frustra en Colombia con el asesinato del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948 y luego con el fraude electoral de 1970 contra el ex general Gustavo Rojas Pinilla al frente de la Alianza Nacional de Oposición Anapo, como denuncia de este fraude nace en 1974 el Movimiento 19 de Abril M-19, una guerrilla de clase media y popular, con un sano espíritu colombianista, sustrayendo de la “Quinta de Bolívar” su espada, proponiendo el “sancocho nacional”[9] y otros símbolos patrios, la democracia como opción estratégica y no solo como elemento táctico, realizando interceptaciones de la señal de televisión para introducir mensajes propagandísticos propios e incorporando métodos de trabajo con sectores urbano populares tomados de la práctica política de Montoneros y Tupamaros: la sustracción de la bandera del prócer José Gervasio Artigas en Uruguay con propósitos simbólico-políticos como ejemplo, o el robo de camiones cargados de pollos o botellas de leche para distribuirlos en acciones propagandísticas en barrios populares (Lara, 2014).
A mediados de los 80 el gobierno conservador progresista de Belisario Betancur (1982-1986) abrió un proceso de paz con el M-19 y con el maoísta Ejército Popular de Liberación (EPL), que en medio de desconfianzas mutuas y una fuerte oposición de los militares, concluyó con los trágicos sucesos del Palacio de Justicia en noviembre de 1985 cuando el M-19 se tomó el recinto máximo del poder judicial, el único poder medianamente independiente y respetable en la Colombia de la segunda mitad del siglo XX, con el propósito de denunciar a los enemigos de la paz dentro de la institución militar y con la esperanza ilusa de que las cortes y el ejecutivo tomaran definitivamente partido por la paz y subordinaran a los oficiales opositores al proceso. El mal cálculo político del M-19 no consideró que el presidente tenía poco margen de maniobra frente a los militares, quienes respondieron al desafío guerrillero con la contratoma violenta del Palacio, como resultado de la cual y del enfrentamiento armado desatado, murieron la inmensa mayoría de los guerrilleros miembros del comando que adelantó la acción militar, un grupo amplio y selecto de magistrados de las altas cortes caracterizados por su independencia y su competencia jurisprudencial, y decenas de civiles, entre funcionarios, trabajadores de la cafetería y visitantes ocasionales de la institución. Este traumático suceso puso fin a las negociaciones de paz con el M-19 y el EPL y dejó en la cuerda floja similares acuerdos de paz firmados con las FARC (Restrepo y Ramírez, 1989).[10]
Durante la segunda mitad de los 80 asistimos al crecimiento de fuerzas paramilitares de derecha que con la complicidad y participación activa de miembros de la Fuerza Pública (ejército y policía) asesinaron a más de 3.000 miembros de la UP, partido político nacido del acuerdo de paz con las FARC, en lo que constituyó un verdadero partidicidio. A esa masacre de militantes de la UP se vincularon también fuerzas políticas regionales oscuras que colaboraron por acción u omisión en el exterminio físico de los miembros de ese partido. Hacendados conservadores y liberales, varios ligados al narcotráfico, financiaron la contratación de asesores como el israelí Yair Klein, para entrenar a esos nacientes grupos paramilitares.
El final de los 80 y comienzos de los 90 estuvo marcado por una renovada ofensiva de las mafias del narcotráfico y de la derecha militar y paramilitar contra los políticos opuestos a los narcos y contra cualquier proyección político-electoral de la izquierda democrática.[11] En esos años fueron asesinados cuatro candidatos presidenciales: Jaime Pardo Leal, de la UP, en octubre de 1987; el carismático líder liberal Luis Carlos Galán, el 18 de agosto de 1989; Bernardo Jaramillo Hoyos, quien heredó la dirección de la UP luego de la muerte de Pardo Leal, el 22 de marzo de 1990; y un mes después, el 26 de abril, Carlos Pizarro Leóngómez, ex comandante del recién reincorporado M-19. Otras figuras de la izquierda como José Antequera, de la Unión Patriótica, asesinado el 3 de marzo de 1989, y Manuel Cepeda Vargas, de la dirección del Partido Comunista Colombiano, ultimado el 9 de agosto de 1994, fueron también objeto de la acción de exterminio de las izquierdas por parte del paramilitarismo en complicidad con sectores de la fuerza pública. No solo se perdió con esos asesinatos la llegada al poder de un gran estadista liberal y progresista como era Luis Carlos Galán, que muy probablemente hubiera sido elegido presidente en las elecciones de 1990, sino también unos políticos de izquierda jóvenes y carismáticos, como lo eran Bernardo Jaramillo y Carlos Pizarro, de idearios democráticos y comprometidos con la búsqueda de la paz.
Los años 90 comenzaron con el desarme, desmovilización y reincorporación a la vida civil del M-19 que había negociado la paz con el presidente liberal Virgilio Barco (1986-1990), del EPL en 1990-1991, del Movimiento Armado indigenista “Quintín Lame” (MAQL), en 1991, que había sido creado en 1984 por los indígenas del departamento del Cauca, en el suroccidente del país, para defenderse de los ataques de los terratenientes, de la fuerza pública y de las FARC contra los territorios indígenas; y también de la Corriente de Renovación Socialista, disidencia del Ejército de Liberación Nacional, ELN, en 1993 (González, 2015: 379-420).
El período presidencial de César Gaviria (1990-1994) estuvo marcado por la consolidación de la paz con el M-19, la convocatoria de la Asamblea Nacional Constituyente de 1991 que produjo la constitución progresista, garantista y multicultural de 1991 y por la muerte del capo Pablo Escobar el 2 de diciembre de 1993 después de varios años de intimidantes acciones narcoterroristas en Bogotá, Medellín y otras ciudades.
Los períodos presidenciales de César Gaviria (1990-1994), Ernesto Samper Pizano (1994-1998) y Andrés Pastrana Arango (1998-2002), se caracterizaron por fallidos procesos de negociación con las FARC que continuaron fortaleciéndose militarmente durante toda la década, y por una creciente expansión territorial del paramilitarismo liderada por los hermanos Vicente, Fidel y Carlos Castaño con una amplia complicidad de sectores de las Fuerzas Militares y la Policía Nacional. A lo largo de toda la década de los 90 y comienzos del siglo XXI, los paramilitares, en alianzas con políticos locales y algunos mandos regionales de la Fuerza Pública, desplazaron a millones de campesinos y asesinaron a miles de ellos con sus familias en una orgía de la muerte ante la cual los grandes medios de comunicación se limitaron al mero registro noticioso de los hechos sin convocar nunca a alguna campaña para detener las masacres de campesinos, a diferencia de su posterior convocatoria activa de innumerables marchas contra el secuestro guerrillero (González, 2015; Ronderos, 2019).
El período de gobierno de Álvaro Uribe Vélez como gobernador de Antioquia, entre 1995 y 1997, se caracterizó por la conversión en ese departamento de numerosos grupos de autodefensa (denominados “cooperativas de seguridad”) en grupos paramilitares orientados a luchar contra la guerrilla pero también a asesinar a defensores de derechos humanos y líderes sociales y políticos de la izquierda legal y civilista. Hoy en día cursan investigaciones a nivel de la Corte Suprema de Justicia sobre la responsabilidad del entonces gobernador Uribe Vélez en el asesinato del defensor de derechos humanos Jesús María Valle y por las masacres de La Granja en junio de 1996 y de El Aro en octubre de 1997 en el municipio de Ituango.
Durante el gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002) se llevó a cabo un proceso de paz con las FARC, muy mal diseñado por el gobierno, sin una metodología clara de negociación y con una permanente crisis de confianza. De un lado, la guerrilla demandaba el desmonte de los paramilitares que protagonizaron durante los 90 y a comienzos del nuevo siglo decenas de masacres de campesinos por todo el territorio nacional, pero de otro, utilizaba la zona de despeje del Caguán para guardar secuestrados y organizar ataques contra la Fuerza Pública. Del lado gubernamental, no se veían mayores esfuerzos en el desmonte de los paramilitares y se consolidaba a través del Plan Colombia, un programa inicialmente antidrogas reconvertido en antiguerrillero, financiado por Estados Unidos, una exitosa estrategia de reingeniería de las Fuerzas Armadas, para revertir su debilidad militar, que había permitido durante los 90, contundentes ataques de las FARC a guarniciones y campamentos militares y de la Policía Nacional, con capturas de hasta 300 militares y policías.[12]
En estas circunstancias complejas, en medio de un discurso soberbio y militarista de las FARC, con comandantes como “Raúl Reyes” reivindicando públicamente a través de los medios de comunicación el secuestro guerrillero con fines extorsivos como un supuesto “impuesto social”, se produjo el 20 de febrero de 2002, el secuestro por dicha guerrilla del congresista Jorge Eduardo Géchem, presidente de la Comisión de Paz del Senado, en medio de un vuelo de la compañía “Aires” entre Neiva y Bogotá, obligando a la piloto a aterrizar el avión en una carretera central cerca de la población de El Hobo, desde donde se lo llevaron hacia la zona de despeje del Caguán.[13] La noche de ese miércoles, ante semejante desafío, ocurrido luego de que los negociadores gubernamentales habían acordado con las FARC una renovación del cese del fuego, el presidente Pastrana ordenó la terminación inmediata del proceso de paz, el fin de la zona de distensión y el inicio de una ofensiva militar contra las FARC.
Razones de la seducción de la “seguridad democrática” y la popularidad de Uribe Vélez
El clima de hastío ciudadano con el proceso de paz de Pastrana, con el secuestro guerrillero y el reclutamiento forzoso por las FARC de niños, niñas y adolescentes, condujo a un amplio sector de la opinión a votar en las elecciones de 2002 por el candidato Álvaro Uribe, quien ofrecía mano dura frente a la guerrilla con su lema “Mano firme Corazón grande”. Uribe triunfó en primera vuelta con el 54.51% de los votos. Y lo logró, no solo con el voto de opinión motivado por ese hastío con las FARC, sino también con los votos de parlamentarios aliados a los paramilitares de los cuales recibieron cuantiosos recursos para su movilización electoral.[14]
Desde un comienzo el presidente asumió personalmente la orientación y la implementación de su política de “seguridad democrática”. Un lineamiento central de ella fue su orientación hacia la derrota militar de las FARC. Uribe logró muy temprano en su primer gobierno (2002-2006), con las operaciones militares “Libertad I” y “Libertad II”, expulsar a los frentes de las FARC que operaban en Cundinamarca, el departamento donde se ubica Bogotá, estratégicos para los planes de esa organización de rodear y tomarse a la capital. Creando batallones de alta montaña y Fuerzas de Despliegue Rápido (Fudra), la política militar de Uribe propinó fuertes golpes a las FARC, y con coordinación de inteligencia entre Ejército, Fuerza Aérea y Armada, así como en comunicaciones, con el apoyo de expertos británicos e israelíes, logró penetrar a través del “Plan Patriota”, la retaguardia estratégica de la guerrilla en zonas selváticas de la Orinoquia y la Amazonia (Bedoya, 2008). Una política sistemática de estímulo a la deserción de los guerrilleros, con ofertas de capacitación y reincorporación a la civilidad con apoyo estatal, fue también una herramienta eficaz para que miles de combatientes desertaran de las FARC durante los gobiernos de Uribe.[15]
Desde el punto de vista de la seguridad en las vías, en los años y gobiernos anteriores afectada por interceptaciones de las FARC a vehículos y viajeros con fines extorsivos o de secuestro, sobre todo en la carretera Bogotá-Villavicencio pero también en una vía estratégica como la autopista Bogotá-Medellín, la política de “seguridad democrática” permitió la recuperación de esas dos troncales y de la seguridad para el transporte de viajeros y mercancías en muchas otras carreteras del país. La Policía Nacional y el ejército pudieron volver a 250 cabeceras municipales de las cuales habían sido expulsados por la amenaza guerrillera. Muchos alcaldes desplazados de los municipios donde habían sido elegidos y que tuvieron que refugiarse y ejercer desde las capitales departamentales, pudieron volver a gobernar desde las cabeceras municipales.[16]
Los logros en capacidad militar, seguridad y contención de las FARC, obligaron a la guerrilla a desistir de operaciones militares con grandes grupos de guerrilleros y a volver a la tradicional guerra de guerrillas con unidades pequeñas de hostigamiento. Esto tuvo un impacto comunicacional, pues los grandes operativos guerrilleros con 400 o 500 hombres se volvieron hechos del pasado. Esto implicó que los televidentes no tuvieran que soportar las dosis periódicas de imágenes de pueblos destruidos en cruentas tomas guerrilleras con cilindros-bombas. De otro lado, la negociación de paz con los paramilitares, no obstante las concesiones y opacidades que la caracterizaron, sacó del juego militar a alrededor de 16.000 hombres.[17] Este proceso, a pesar de los reciclajes que se van a producir posteriormente hacia grupos delincuenciales y neoparamilitares, condujo también a la desaparición de las dosis de horror y sevicia que los consumidores de noticias teníamos que soportar durante los 90 y a comienzos del siglo XXI, ligadas a la información radial, televisiva o de prensa escrita, sobre las masacres paramilitares.
Además de estas indudables realizaciones de su gobierno, la imagen de sí mismo construida por Uribe como un papá autoritario pero noble y bueno, católico fervoroso y observante de rituales religiosos, trabajador consagrado por el bien del país, con su frase recurrente “trabajar, trabajar y trabajar”, con puesta en escena de campesino paisa (antioqueño) con sombrero aguadeño y poncho sobre el hombro, contribuyó también a su popularidad en su católica Antioquia donde hasta hoy es venerado, en los departamentos cafeteros de Caldas, Risaralda y Quindío, herederos de la tradición católica y conservadora antioqueña, y en otras zonas del país históricamente conservadoras.
Esa puesta en escena, los logros anotados en seguridad y el apoyo incondicional e interesado de los grandes medios oligopólicos a la política y al discurso presidencial de la “seguridad democrática”, dificultaron durante muchos años conocer y reconocer el entramado de complicidades con el paramilitarismo y sus crímenes, las ejecuciones extrajudiciales o “falsos positivos”, la responsabilidad en la estigmatización de defensores de derechos humanos y líderes de izquierda, como trasfondo oscuro y contradictorio de la política gubernamental y del éxito presidencial.
No obstante, en medio de la hegemonía informativa progubernamental, con el discurso crítico o de oposición refugiado en las columnas de opinión de los periódicos, y gracias también a la independencia del poder judicial y de las altas Cortes, empezaron a conocerse otros delitos, como la “parapolítica” (más de 50 parlamentarios judicializados y condenados por la Corte Suprema por haberse aliado con los paramilitares); los crímenes de Jorge Noguera, director entre 2002 y 2005 del Departamento Administrativo de Seguridad, DAS, institución dependiente directamente de Presidencia de la República, convertido en policía política del gobierno, que entregaba a los paramilitares listados de sindicalistas, profesores y dirigentes de izquierda para ser asesinados;[18] las interceptaciones telefónicas ilegales realizadas desde el DAS bajo la dirección de María del Pilar Hurtado entre 2007 y 2008, a magistrados de la Corte Suprema que investigaban la “parapolítica”, como también a periodistas y políticos opositores, que terminaron con la renuncia y judicialización de la funcionaria; el escándalo de la “Yidispolítica” por la compra por el Ejecutivo en 2004 del voto de los parlamentarios Yidis Medina y Teodolindo Avendaño para aprobar la reelección de Uribe Vélez en 2006; y el escándalo por el programa de subsidios millonarios de Agro Ingreso Seguro a cambio de apoyos electorales, que obligó al ministro Andrés Felipe Arias a renunciar y responder judicialmente por corrupción.[19]
El negacionismo de Uribe Vélez durante sus dos gobiernos (2002-2006 y 2006-2010)
Extraordinario comunicador, el presidente Uribe fue muy hábil para vender publicitariamente su “seguridad democrática”, con tres lemas simples que él y sus asesores en comunicaciones se encargaron de repetir incesantemente a lo largo de sus ocho años de gobierno: “seguridad democrática, confianza inversionista y balance social”. Como junto a su retórica antiguerrillera, le cumplió a su electorado las promesas de combatir militarmente a las FARC, ese hecho, en un país donde rara vez los presidentes cumplen sus promesas, le confirió una gran credibilidad, autoridad y legitimidad como presidente. Con índices entre 70 y 80% de favorabilidad en las encuestas, era muy difícil que los grandes medios de comunicación se enfrentaran al presidente, mucho más cuando se beneficiaban de las buenas condiciones de la economía expresadas en inversión publicitaria. La inmensa mayoría de los medios de comunicación fueron muy benévolos con el presidente y se subordinaron a su estrategia comunicacional (López de la Roche, 2014).
La principal orientación negacionista del presidente Uribe fue la invisibilización del conflicto armado interno y la adopción de una estrategia retórica consistente y sistemática para reemplazarlo desde el discurso oficial por una “amenaza terrorista”, con el propósito de descalificar totalmente a la insurgencia, asociarla a la “delincuencia común” y negarle cualquier propósito político y reivindicativo. Para avanzar en esa persuasión de la opinión, ordenó a los funcionarios no mencionar la expresión “conflicto armado” en los documentos gubernamentales nacionales e internacionales.[20] En su propio discurso público Uribe se refirió siempre a los guerrilleros como “narcoterroristas”, “bandidos”, “el cartel de la Far”, “el grupo terrorista de la Far” o simplemente “la Far” con una manera muy suya, abreviada y despectiva, de nombrarlas.
El cubrimiento del conflicto armado se complicó mucho para los periodistas por los riesgos de estigmatización que entrañaba hacer reportería desde el terreno. Algunos reporteros que lo siguieron cubriendo desde las selvas y escenarios rurales, como Hollman Morris y Jorge Enrique Botero, fueron calificados por el presidente como “cómplices del terrorismo”. Uribe sufría mucho cuando se anunciaban por parte de las FARC “intercambios humanitarios” o entregas voluntarias de secuestrados, pues esos episodios obligaban al gobierno a reconocer tácitamente ante los medios que cubrían esos eventos, el poder militar de las FARC y su presencia conflictiva en la política nacional y territorial.
Una línea central del negacionismo de Uribe fue el sistemático no reconocimiento de los graves abusos a los derechos humanos de las Fuerzas Armadas contra campesinos y otros sectores de la sociedad rural afectados por la Fuerza Pública en medio del conflicto armado interno, hechos frente a los cuales el presidente casi siempre negaba la autoría, reivindicando “el profesionalismo y patriotismo de nuestras Fuerzas Armadas”. De la misma manera respondió siempre frente a las acusaciones de complicidad de sectores de las Fuerzas Militares con los paramilitares en numerosas regiones del país y frente a acusaciones fundadas de que en acciones delincuenciales y homicidas, altos oficiales del Ejército Nacional (entre ellos coroneles y generales) estaban presentando como bajas en combate de supuestos guerrilleros de las FARC, los cuerpos de jóvenes discapacitados mentales, drogadictos o simplemente muchachos pobres y excluidos de barriadas marginadas de Bogotá, Soacha y otras ciudades, que con engaños de promesas de trabajo eran reclutados en esos entornos de exclusión, para luego hacerlos pasar como guerrilleros abatidos en combate, incrementar de manera fraudulenta “las bajas al enemigo” y obtener beneficios económicos o permisos de descanso.[21] Se hizo famosa una frase del presidente Uribe, quien ante la interpelación periodística sobre los “falsos positivos”, respondió irónicamente, sugiriendo el involucramiento de los asesinados en algún tipo de delito: “Esos muchachos no estarían recogiendo café”.[22]
Otra apuesta del discurso presidencial y gubernamental estaba dirigida al desprestigio sistemático de la izquierda política y social y las organizaciones defensoras de los derechos humanos, igualándolas con “la guerrilla” o con las FARC. Esta estigmatización era funcional a la intención de descalificar cualquier crítica a la “seguridad democrática” a nivel nacional o internacional, proveniente de organizaciones o personalidades de izquierda. A políticos opositores de izquierda como Gustavo Petro y León Valencia, el presidente Uribe solía denominarlos “guerrilleros vestidos de civil”.
Un dispositivo retórico muy efectivo fue el discurso sistemático del presidente para convertir a las FARC en el enemigo público #1 de los colombianos, el perpetrador por excelencia, el culpable principal o “monstruo mayor” de la sociedad colombiana, y a las víctimas de las FARC, en las víctimas por excelencia de la crisis humanitaria colombiana. Con esa orientación discursiva, los abusos de los paramilitares que hicieron del terror su método principal para golpear e intimidar a la población campesina, obligarla a desplazarse, abandonar sus tierras y luego apoderarse de ellas comprándolas a precios irrisorios, jamás merecieron igual condena retórica de parte del presidente (López de la Roche, 2014).
Otra estrategia discursiva de manipulación político-ideológica fue la estigmatización del poder judicial que en Colombia ha tenido una importante tradición de autonomía sobre todo a nivel de las Altas Cortes (Corte Suprema de Justicia y Corte Constitucional). Cuando sus decisiones iban en contravía de sus intereses y de su gobierno, el presidente invocaba una supuesta infiltración de la Justicia por “la izquierda” o calificaba a los magistrados que tomaban esas decisiones, como “enemigos de mi gobierno”.
La construcción de un discurso binario de la sociedad y del debate político en términos de “amigo-enemigo” y de “buenos” y “malos”, “enemigos de la guerrilla” y “amigos de la guerrilla”, facilitó la construcción del campo de la política como un campo bipolar de confrontación donde el discurso presidencial estimuló deliberadamente durante sus años en el poder una comprensión ciudadana de los hechos de la política desde la teoría de la conspiración.[23]
Los medios de comunicación, la inmensa mayoría de ellos, sobre todo los de más audiencia y cobertura territorial, en manos de los grandes grupos oligopólicos, cuyos intereses defendía Uribe, funcionaron como una caja de resonancia del uribismo y del presidente y fueron funcionales a la reproducción del discurso negacionista, bipolar, conspirativo y estigmatizante de las cortes y la oposición de izquierda, que atribuía la mayor responsabilidad por la guerra y la crisis humanitaria a las FARC.
Las estrategias retóricas de Uribe Vélez como opositor a la paz de Santos, al Plebiscito de octubre de 2016 y a la Justicia Transicional[24]
Juan Manuel Santos triunfa en las elecciones presidenciales de 2010 como candidato de Uribe y del uribismo. Uribe, de quien Santos había sido Ministro de Defensa, esperaba que su candidato diera continuidad a la “seguridad democrática” y a una política militar que condujera a la derrota de las FARC en el campo de batalla. Desde su incondicionalidad con las Fuerzas Militares y su visión de las FARC como el culpable principal de la crisis colombiana, Uribe aspiraba a una paz de vencedores que al consumar la derrota total de las FARC, les transfiriera la carga mayor de responsabilidad simbólica, política, militar y jurídica, por la tragedia humanitaria colombiana.
Pero apenas posesionado Santos para su primer período (2010-2014), se distancia de la intransigencia, el discurso polarizante y la visión de la política en términos de amigo-enemigo del expresidente Uribe, proponiendo “dejar atrás la página de los odios” y anunciando una pronta reunión con las Cortes para recomponer las relaciones entre ellas y el Ejecutivo.
Santos, con una visión más global, cosmopolita y menos hacendaria y provinciana que la del expresidente Uribe, consciente de los costos de prolongar la guerra y seguir dándole juego a la visión maniquea y bipolar de Uribe, va a iniciar muy pronto la exploración de un posible diálogo de paz con las FARC, cuyo inicio será anunciado en la segunda mitad de 2012.
El diseño de los diálogos de paz con las FARC en La Habana va a estudiar experiencias internacionales de negociación en distintos países, va a preparar a un sector importante de la oficialidad militar y policial en el conocimiento de esas experiencias y va a diseñar una concepción y unas instituciones para la Justicia Transicional, centradas en las perspectivas e intereses de las víctimas.
A diferencia de Uribe, Santos resolvió apoyar un modelo de justicia transicional más equitativo y más capaz de distribuir las culpas por las violaciones a los derechos humanos en medio del conflicto armado, de acuerdo con las responsabilidades de los distintos perpetradores, incluidos militares y policías.[25]
En la fase final del proceso de paz de La Habana, entre 2015 y 2016, se diseñó un modelo de justicia transicional restaurativa, que se tradujo en la creación de la Jurisdicción Especial para la Paz, JEP, a la cual podrían acudir ex combatientes de las FARC, miembros de las Fuerzas Militares y de Policía y civiles vinculados a la comisión de violaciones y delitos contra los derechos humanos en el marco del conflicto armado interno. Esa Jurisdicción ha abierto unos macro casos sobre paramilitarismo, secuestro guerrillero, ejecuciones extrajudiciales y otros temas centrales para el esclarecimiento de las responsabilidades de distintas instituciones y grupos sociales y políticos en las violaciones de los derechos humanos. Por mandato del proceso de paz de La Habana se creó también la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad y la Reconciliación (CV), que debe presentar su Informe a la sociedad y al Estado a mediados de 2022, y la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas, para avanzar en la búsqueda de los rastros y restos de los desaparecidos.
Uribe y la derecha uribista y conservadora se fueron radicalmente en contra del proceso de paz de La Habana con las FARC, y haciendo uso de la autoridad política que el ex presidente todavía conservaba en 2015, 2016 y 2017, construyeron un discurso de descalificación total del proceso de La Habana y un relato acusatorio del gobierno de Santos de “entregarle el país a las FARC”, y de la propia figura del presidente, de ser “comandante de las FARC”, de querer “entregarle el país a Cuba” e instaurar en Colombia un “régimen castrochavista” (López de la Roche, 2019).
Con ese discurso y otra serie de argumentos mentirosos y manipulatorios sobre los supuestos salarios exorbitantes que recibirían los reincorporados de las FARC[26] y sobre el componente de género en los Acuerdos de Paz de La Habana que estaría orientado, según ellos, a convertir en homosexuales y lesbianas a los adolescentes en las escuelas y colegios públicos, apelaron a la movilización del conservadurismo moral católico y cristiano contra los acuerdos, y a la descalificación de las FARC y del presidente Santos, como supuestos demonios, obteniendo una gran votación en el Plebiscito refrendatorio de la paz de La Habana del 2 de octubre de 2016, que les permitió el triunfo a los del No por 50.000 votos de ventaja sobre el Sí.[27]
La teoría de la conspiración caló en amplios sectores de opinión, como lo evidenció el resultado del plebiscito y como puede verse de las consignas e imágenes movilizadas por la oposición uribista en la multitudinaria marcha en Bogotá a favor de la destitución del presidente Santos el sábado 1º de abril de 2017.[28]
De las instituciones de la Justicia Transicional, la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) es la que ha recibido los mayores embates y descalificaciones del uribismo y del propio ex presidente, en la medida en que sus decisiones tienen implicaciones judiciales condenatorias. Uribe acusa a la JEP de ser una justicia “a la medida de las FARC”, ocultando que alrededor de 3.000 militares, algunos de ellos comprometidos en crímenes de lesa humanidad como los “falsos positivos”, se han acogido a esta jurisdicción de excepción, donde a cambio de verdad y confesiones que aporten a la reparación de las víctimas, pueden obtener sanciones mucho más favorables que las que recibirían en la justicia ordinaria.
Bajo el gobierno de Iván Duque (2018-2022), ungido por Uribe como su heredero, el intento de descalificar y golpear a la JEP e impedir su aprobación en el Congreso de la República presentando objeciones improcedentes, ha sido parte central de su política contra los acuerdos de paz.
El desempeño de algunos medios de comunicación como agentes del negacionismo y la manipulación de la derecha contra el proceso de paz con las FARC
Quisiera referirme al papel de algunos medios de comunicación en manos de dueños o directores uribistas y al manejo gubernamental de las redes sociales digitales.
El negacionismo de la guerra y de los crímenes y abusos de los militares contra los derechos humanos con su orientación contra la verdad y la memoria integral de la crisis humanitaria colombiana, ha encontrado apoyo en medios de empresarios de derechas, cuyos directores y redactores han renunciado a una deontología de la profesión periodística que los comprometía con ciertas prácticas de objetividad, ponderación, equilibrio y respeto a la verdad de los hechos. Han puesto a los medios y periodistas bajo su dirección a producir una información inscrita en estrechos marcos ideológicos de interpretación de la realidad que están favoreciendo, antes que la formación de ciudadanos bien informados, pluralistas y críticos, un burdo adoctrinamiento de radioescuchas y televidentes, convertidos en el rebaño de prédicas ideológicas al servicio de estrechos intereses económicos, políticos y electorales. Es justamente lo que ha hecho, un informativo televisivo como Noticias RCN, desde 2015, como un medio puesto al servicio de una ideología uribista elemental, o lo que viene haciendo, de una manera grosera y ramplona, desde 2021, la revista Semana, tomada por el grupo empresarial Gilinski para ponerla al servicio de la propaganda de la ultraderecha uribista y conservadora.[29]
Sobre las redes sociales digitales, hay que reconocer que posibilitan la expresión de millones de ciudadanos que en la época del broadcasting (la emisión abierta de la radio y la televisión), muy poco sabíamos qué pensaban acerca del mundo y de sus sociedades. Esas redes son agentes de crítica social, nuevos conocimientos, denuncia pública, expresión de empatía y solidaridad a través del humor y la cooperación mutua, pero también poderosos agentes de intolerancia política, estereotipos y discriminaciones, sexismos, clasismos y prejuicios étnicos.
En la historia colombiana reciente, sobre todo en lo que va corrido del siglo XXI, esa polarización ha dificultado mucho los procesos de colaboración y construcción de confianza entre los colombianos. El escritor Juan Carlos Botero, cuyos argumentos suscribimos, lo argumenta así en una interesante columna de opinión, donde muestra también cómo esa polarización ha afectado la valoración de la paz de La Habana con las FARC:
Después de la pobreza y la violencia, éste es el gran problema de Colombia. Llevamos tantos años sufriendo este mal que ya forma parte del paisaje político y no percibimos lo venenoso que es ni el daño que nos hace. Para rematar, el gobierno actual [se refiere al gobierno de Iván Duque- F.L.], en vez de reducir el fenómeno, lo ha fomentado, y por eso no existen puentes entre las diversas posiciones políticas y vivimos separados, rabiosos y enfrentados, cuando todos somos hijos de la misma nación.
Es muy difícil proponer un trabajo en equipo cuando la mitad del país piensa que la otra mitad está equivocada en todo. Incluso una parte cree que la otra es malvada, una enemiga que debe ser no sólo derrotada en las urnas sino desterrada. En este contexto sugerir la unión nacional suena candoroso y hasta ridículo. […]
Un ejemplo de esto es el proceso de paz. Éste nació mutilado por la división y la discordia. Luego de décadas de uno de los peores conflictos internos del siglo XX, no hemos podido alcanzar la paz ni hemos podido construir una sociedad solidaria y unida en torno a ese objetivo tan obvio y elemental, y todo por culpa de la polarización.[30]
Las redes sociales están jugando un papel central en las polarizaciones políticas y en los negacionismos y manipulaciones ideológicas que tienen lugar en nuestras sociedades. Tal vez tenemos que estudiar mucho mejor esas polarizaciones para comprenderlas y medirlas en su peso social y político real.
Para matizar un poco, sin negarlo, el fenómeno de la polarización, es interesante escuchar a César Caballero, reconocido encuestador de la firma colombiana “Cifras y Conceptos”, en entrevista con la periodista Cecilia Orozco en El Espectador. Refiriéndose a la actual polarización política en la campaña presidencial, entre uribistas y petristas (partidarios de la “Colombia Humana” del candidato de la izquierda Gustavo Petro), ha observado que esos extremos de derecha e izquierda constituyen opiniones de nicho que aunque se expresan de manera beligerante y estruendosa, en su conjunto no van más allá del 40% del electorado potencial, mientras que el 60% restante se encuentra inscrito en posiciones de centro y en otras actitudes políticas no necesariamente polarizantes. Caballero fundamenta esa aseveración en los resultados que ellos han venido obteniendo en las encuestas realizadas en el último año.[31]
Tal observación es importante para ser críticos con los mensajes y memes extremistas y altamente emocionales que circulan en Whatsapp y otras redes sociales digitales, no derivar conclusiones demasiado rápidas acerca de las polarizaciones ideológico-políticas y sus alcances, y para avanzar en la comprensión de la conformación de las nuevas esferas públicas en su articulación con diversos consumos de medios, formatos y géneros, analizados por estratos o clases sociales, género, generación, etnia, grupos etarios y contextos geográficos urbanos, regionales y rurales.
No obstante la anterior precisión, la polarización en las redes sociales y en las relaciones cara a cara, tanto desde la derecha como la izquierda política, es un fenómeno preocupante. Por lo que habría que pensar en estrategias de educación para un manejo respetuoso y dialógico de la interacción a través de las plataformas y redes digitales.
Pero también en políticas públicas estatales y gubernamentales basadas en un manejo claro de las redes sociales, que respete el pluralismo, la crítica y la oposición. Porque en la experiencia colombiana reciente de manejo de las redes por el gobierno de Iván Duque, funcionarios gubernamentales han hecho importantes inversiones de capital para crear “bodeguitas” de desprestigio de la oposición y de “perfilamiento” de periodistas críticos del gobierno, financiadas abusivamente con los dineros públicos.[32] En ese sentido, hay que decir que ningún gobierno, ni de derecha ni de izquierda, puede ni debe tomar los dineros públicos para campañas de desprestigio mediático de la oposición.
Conclusiones
Plantearíamos inicialmente la necesidad de construir una versión histórica sobre lo sucedido en los últimos sesenta años de la vida colombiana, con ponderación y equilibrio y algunos consensos básicos.
Hay dos procesos fundamentales en la historia reciente de Colombia que han sido claves para el desarrollo del país, que el pensamiento político, la enseñanza de la historia y el periodismo y la comunicación de masas tendrían que intentar asimilar con cierta objetividad: la “seguridad democrática” de Uribe y el proceso de paz con las FARC de Santos.
Aquí surge necesariamente una pregunta cuyas posibles respuestas dejamos al lector: ¿se puede aprehender complejamente el pasado desde la información masiva y la cultura de masas, en medio de la actual esfera pública fragmentada y los estereotipos, tomas de posición ideológica extremas y polarizaciones de las redes sociales y sectores significativos de la sociedad?
La enseñanza y el conocimiento de la historia en los años 60, 70 y 80 del siglo XX, cuando nacía y se consolidaba la moderna disciplina histórica, jugaron un papel importante en la educación y en la formación de los ciudadanos. En los años posteriores, en medio de un desplazamiento de la Historia hacia su enseñanza interdisciplinar con la Geografía, la disciplina terminó un poco diluida en su importancia como factor de comprensión del presente y de asimilación de temporalidades históricas y memorias generacionales diversas.[33] En los últimos años voces autorizadas en la historiografía y proyectos de ley han enfatizado la necesidad de recuperar y potenciar la formación histórica como elemento clave para una cultura política democrática.[34]
En medio de esa esfera pública híbrida y fragmentada en que vivimos y sobre la cual hemos planteado las dificultades que ella coloca para la construcción de consensos básicos o relatos compartidos de nación, tendríamos que pensar en cómo avanzar en la desmarginalización, revalorización social y comunicación masiva amena y fluida, a través de distintos formatos y géneros (escritos, audiovisuales, digitales y transmediales), del conocimiento histórico y de las ciencias sociales, que ayuden a pensar los negacionismos y manipulaciones ideológicas del pasado y a construir una relación más fluida de esos saberes disciplinares con la sociedad, sus regiones y grupos sociales.
Sobre la figura del expresidente Uribe hay que observar que ya no tiene la autoridad y el poder retórico de otros días (su imagen favorable en las encuestas hoy es menor del 30%), ni la capacidad anterior de construir poderosos negacionismos y causar daño desde su ejercicio retórico, a las posibilidades de la paz y la reconciliación. El conocimiento por parte de amplios sectores de la sociedad, de sus odios, abusos y delitos como gobernante y político, la imputación de cargos de fabricación de testigos falsos contra el senador oposicionista Iván Cepeda por parte de la Corte Suprema de Justicia, que lo colocaron en 2021 en calidad de imputado, así como la saturación de la opinión con su cantinela contra el proceso de paz, la Justicia Transicional, el ex presidente Santos y las FARC (cuando ya no habían FARC, pues se habían desmovilizado y no se habían tomado el poder ni el país había caído en manos de Cuba), todo eso puso a pensar críticamente a muchos colombianos en las razones de la desmesura y el exceso ideológico del lenguaje y las posiciones políticas del ex presidente en sus tweets y declaraciones públicas.
La pésima gestión del presidente Iván Duque que ha superado en mediocridad a todos los gobernantes anteriores, con funcionarios que brillan por su soberbia, corrupción e incompetencia, poniendo en muchos casos por el suelo los estándares para ser ministro o alto funcionario del Estado, y con un país agobiado diariamente por masacres en muchas de sus regiones, en una gravísima crisis de seguridad en las áreas rurales sin ninguna respuesta cierta por parte del Ejecutivo y la Fuerza Pública, la popularidad de Uribe se ha visto poderosamente afectada puesto que fue él quien ungió como candidato a Duque y lo llevó a la Presidencia y la gente lo identifica como “el que puso Uribe”.[35]
Con todos los elementos trágicos y de desmesura presentes en sus violencias políticas y sociales y en las cifras de su crisis humanitaria, Colombia ha avanzado de manera importante, a pesar de Uribe Vélez y del gobierno solapado y mediocre de Iván Duque, en un proceso de paz que ha favorecido un valioso movimiento social de memorialización sobre el conflicto armado y la crisis humanitaria, liderado por víctimas empoderadas y con una gran capacidad de resiliencia. Ha podido construir simultáneamente unas instituciones de Justicia Transicional que pese a todos los embates del expresidente Uribe, la derecha uribista y conservadora y el gobierno Duque, están mostrando resultados y avances importantes en verdad, justicia, reparación y memorialización.
La continuidad del conflicto armado, los reciclajes del paramilitarismo y las guerrillas alimentados por el crecimiento del narcocultivo y las seducciones del narcotráfico, en medio de las inequidades y exclusiones históricas agravadas por la pandemia del Covid 19, nos obligan a ser cautos y a mantener un optimismo moderado en cuanto a las posibilidades de paz y reconciliación en Colombia.
Reconstruir una esfera pública dinámica y pluralista, argumentativa y dialógica, libre de negacionismos doctrinarios y de lógicas instrumentales y propagandísticas, resulta indispensable para construir un horizonte democrático y pacífico de reconciliación nacional.
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Notas
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